FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
CHANEQUES Javier me llamó para que fuera a reunírmele en El Almendro. El hombre se la estaba curando quién sabe de cuántos días de borrachera. Era una mañana esplendente de los últimos días de enero. El Almendro es una tienda miscelánea donde lo que más se vende son cervezas. Los bebedores se juntan en la banqueta desde la primera hora. Esperando el paso perpendicular del sol, en la acera de El Almendro, siempre había sombra; solo en la tarde, cuando al caer el sol, sus rayos ofuscaban las miradas carcajeantes y necias de los bebedores. No era un almendro, eran tres, grandes y giradores, que daban sombra; y, además, también esa idea que alimenta a los borrachos de que con una cerveza se ve pasar la tarde con menos tristeza. Últimamente ahí se la pasaba Javier Sué. Y ahí fui a verlo. Lo primero que hizo fue servirme un vaso de caguama medio tibia. Aunque él era bebedor encarrerado, de pronto se metía en pláticas y no volvía a tomar del vaso hasta que salía de ellas. Pero ese día no había nadie, estaba solo. Así le debieron haber despachado la cerveza. La gente de por acá acostumbra desconectar los refrigeradores por las noches para que no le llegue muy caro el recibo de la luz. Yo rechacé el vaso de cerveza. No es que yo le hiciera el feo, pero tenía una semana de haber empezado a tomar unas pastillas. Fue por una “prostatitis”, una inflamación de mi próstata que me cargaba a raya con eso de la orinada. Nomás de repente tenía que andar buscando un lugar donde orinar. Y nomás para echar un chorrito. Yo creía que se me pasaría luego, que se trataba de un maldeorín, pero ese asunto terminó siendo algo complicado... Tenía muchos días que me ponía a llorar recargado en el mezquite de mi patio: “Había empezado a pagar desde temprano...”. Pero esto no tiene ninguna importancia para la historia de Javier Sué, motivo principal por el cual nos hemos dado cita... Lo mío se los dije de pasada, para desahogarme un poquito y para que no les cause sorpresa por si me levanto a cada rato a orinar. Javier Sué, lejos de lo que yo esperaba: que me reclamara por no tomar o que quisiera obligarme con chantajes de borrachos, estuvo conforme. —Está bien —me dijo—. Yo también nada más me la curo y ya estuvo. Te voy a contar mi historia con los chaneques... Me dio lástima ver su cara seria y larga de beodo sempiterno y sin remedio. Verlo cómo aprovechaba la soledad de las hojas caídas del almendro para empezar su historia... Un año antes había llegado de México acompañado de su mujer y tres hijos: uno ya muchacho, entrado a los 17 años, le seguía una niña de 6 y después otro niño de 4 años. Ninguno, después se supo, era de él. Pero los trataba tan estrechamente, que más de uno no creyó que él no fuera el padre biológico. Son esas coincidencias de la vida, pero había un notorio parecido de los niños con él. Su mujer se llamaba Carolina Rodríguez, pero le gustaba presentarse como Karla Rock. Era una mujer de grandes y bellos ojos, alta y espigada, con unas caderas de hembra de las cuales se suele decir: “Esa mujer nunca se va a morir”. Con una cabellera china y fresca que le llegaba abajo de la cintura. Su piel, siempre limpia, contrastaba con sus camisas nejas, norteñas, holgadas y de manga larga; y con sus pantalones de mezclilla, que también los traía mugrosos de días. Los dos eran rockcanroleros a morir. Él tenía su guitarra, una buena guitarra que la había comprado en tiempos de bonanza y que, según él decía, le había costado diez mil pesos. Ella cantaba y vaya que lo hacía con buen tono y con gracia. De las tocadas, muy pocas en realidad, más bien de las coperachas, vivían ellos con sus hijos. Cada día la vida se hacía difícil, pero ellos no dejaban de acariciar la idea de la belleza y la música. El hijo de 17 años también tocaba la guitarra, pero nunca se decidió a robársela o quebrársela a su padre. Pronto buscó otros medios para pasársela sin darles molestias a sus padres. Los otros dos niños andaban con ellos. En El Almendro y en toda cantina y tugurio donde alguien les pedía tocar sus canciones o donde les invitaran de beber. La seriedad de esos niños, siempre sentados, bien portados, tomando cocas y comiendo sabritas o chicharrones, contrastaba con la euforia que Javier y Karla destellaban. En las mañanas cálidas y radiantes, mientras estos tomaban para curársela o para embriagarse, los niños lucían despeinados, con la ropa sucia, sus zapatos con agujeros y sin cordones. Pero vaya el alma de los niños... de pronto se reían con las desventuras y maromas de los borrachos. El porvenir, sin que ellos pensaran en ello, mandaba algunos reflejos de esperanza. —Quiero contarte mi historia con la chanequita —me atajó Javier Sué, como para no perder el hilo de la plática. Yo sentí que aquello no llevaba a ningún lado. Dudo que Javier le haya contado esto a alguien más. Todo empezó cuando me los encontré en la banqueta de la tienda de doña Emma, una anciana rezandera que vendía cervezas bien frías y que a los que llegaban ahí y le ponían sentido, dispensaba con sus historias en tono de responsos y cantos fúnebres. Ahí estábamos tomando caguamas a pico de botella. Yo había ido a pescar y desde que llegué, a Sué y a Karla les llamó la atención mi sarta de dos docenas de mojarras. Luego que dejaron de tocar unas canciones que yo escuché con una lejana melancolía, se reunieron conmigo. No tenían idea, así me lo dijeron, de la riqueza de los ríos. Los invité a pescar y los invité a mi casa a comer esas mojarras doradas con un chile en el “cajete.” Aceptaron con gusto y tuve que ir a sacar otras mojarras para que comieran a su gusto. Ahí vi la piel de aquella mujer, gran dote de atracción; y su pelo, que al pasar, nublaba la vista del corazón. Javier Sué, mientras se comía hasta las espinas de las mojarras, dijo que ya era hora de dejar la guitarra por un rato para dedicarse a pescador. Los niños comían la carnita pura, en tacos, que su madre había separado con sus dedos finos de cantante llena de gracia. Javier quedó maravillado tanto por las mojarras cuanto por las historias de chaneques que les conté. Esos seres pequeños y envejecidos, a imagen humana, que viven en lugares frescos y a orillas de donde haya agua, que de pronto se toman la libertad de meterse en la vida cotidiana para hacer de sus travesuras o jugarnos, esto es enfermar a las personas con calenturas y escalofríos. Javier Sué justificó su interés por estas historias porque, según dijo, tenía estudios en antropología. Dijo que nomás estuviera bien, sin apuros para ganarse la vida, se pondría a escribir un libro sobre chaneques. Karla lo contradijo, comentó que sería mejor hacer unas canciones sobre chaneques, que con un poquito de suerte, se podrían volver una gran sorpresa en el mundo musical. Quedaron de acuerdo y contentos porque a pesar que ellos mismos se consideraban “chavorrucos”, no se les apagaba el sueño de volverse rockstars. Todo esto cuando las cosas se enderezaran, porque por esos días no tenían un peso partido por la mitad. Javier se aficionó tanto en la pesca que se olvidó de su guitarra. Todas las tardes llegaban a mi casa y comíamos mojarras doradas. Yo era feliz con ver a Karla, que por muy guangas sus camisas a cuadros y por mucha mugre en sus pantalones de mezclilla yo sabía muy bien qué había debajo de esos paños. Aunque siempre me gustaron chiquitas y redonditas, esa Karla Rock siempre me prendía esa chispa inicial que tuerce al camino de la disolución o de la locura. —Sucedió —me contó por fin Sué— que en Las Juntas, río arriba, donde está el tronco del axúchilt caído, ahí me salió una mujercita. Del asombro pasé a la fijación. No podía dejar de verla: chiquita, con un pelo largo como el de Karla, pero lacio. Era mi sueño hecho realidad: encontrarme con una chaneca. Me entregué a la querencia y ella me correspondió. Todo fue un fluir de las aguas del corazón. Hablamos. Ella me tocó el muslo y yo vi su desnudez que era como una tardecita, ese momento en que el mundo se detiene para retomar impulso. Yo la pedí como mujer y ella aceptó. Para ello me hizo jurar fidelidad. Me advirtió de un oscuro hechizo, pero yo me abalancé sobre ella. Todavía siento las notas de esa canción de amor sobre mis labios... Pobre Javier Sué, dije para mis adentros, está quedando loco, se le están secando los sesos. No era para menos. Después de perder a una mujer como Karla Rock hasta yo sería ya un hombre tirado a la calle. —¡Cállate! —dijo como si hubiera escuchado mis pensamientos—. Después de un tiempo dejé de ir. Tú sabes, la imposibilidad del amor... ¡El hombre tiene las puertas cerradas! Hoy, al quererme meter con una mujer; por eso te he llamado, es lo que te quiero contar: mi parte viril desapareció. No sé a dónde se fue el bulto. Lo busqué y lo busqué y no lo encontré. No es que se me haya desaparecido. Ahorita lo tengo, si voy a orinar no tengo problema, pero el asunto está a la hora de tocar a una mujer. Para bonita chanza me ha llamado este crápula, seguí en mis pensamientos, un chiflado más. ¡Cuántos locos no hay en el mundo! Mejor cuento para contar la impotencia masculina no se ha contado. Sin embargo, yo me mantuve atento y con cara de crédulo de lo que me contaba. Pero ganas no me faltaban para decirle: ya estás viejo, Javier Sué, ya pasaste la raya de chavorruco rockcanrolero... Eres, como quien dice, una piltrafa. Terminó su desahogo y se sentó en la jardinera. Pidió otra mega caguama y se la acabó en dos tragos. Luego llegaron otros borrachos y aquello empezó a tomar tintes de embriaguez. Yo no tomé ningún vaso. Y si me mantuve un buen rato ahí fue porque Sué me pedía que lo esperara, que no quería emborracharse. El hundimiento de Javier Sué empezó cuando lo dejó la mujer. Unos días antes había perdido su guitarra. Se había puesto a tomar en una cervecería llamada “Mudelorama”. Mientras bebía, su guitarra estaba recargada en la pared. Ya bien servido, cuando tuvo que abandonar el lugar, no se acordó de la guitarra. Al otro día, ni el despachador y ni los que habían estado ahí le pudieron dar razón. La pérdida de la guitarra fue un distractor que cayó como anillo al dedo para Karla Rock. Mientras Javier se emborrachaba y dejaba su guitarra en cualquier lugar, ella daba los toques finales para abandonarlo. Para esto, ya tenía buen tiempo que ninguno de los dos iban a pescar conmigo. Ni siquiera me visitaban para comer mojarras como muchos días lo hicieron. Los dos andaban muy engolosinados con un tal Míster Llantas Tornel. Este no tenía mucho que había llegado de Estados Unidos. Era más o menos de la rodada de Javier. Tendría unos 42 años. Había estado preso en Estados Unidos y lo habían deportado. Llegó con pocos dólares, pero con un gran entusiasmo y gracia para empezar una nueva vida. Desde que vio a Karla se sentó a lado suyo y se puso a cantar canciones de los setenta y ochenta. Desde el primer día vislumbró qué había abajo de su cabellera espumosa y radiante, recatada pero escandalizante cuando entraba al contacto de los primeros rayos de la mañana, escandalosa cabellera cuando irradiaba el reflejo de la luz de las dos de la tarde. Muchos suspiramos por ella, y a todos nos rechazó con nobles razones, pero ese Míster Maturana, que así se apellidada, se llevó esos promontorios que ella bien escondía y que aun así escarbaban dentro de los ojos. Míster Llantas Tornel le entraba a las parrandas pero poco. Nada más para lograr su objetivo, que luego se vio que eran los ojos bellos y morunos de Karla. Luego que llegó se puso un puesto de licuados y milos en el zócalo. De ahí sacaba para invitarle de beber a Javier Sué; y también para darle de comer a los hijos de Karla y comprarles ropa y zapatos. A los chiquitos los metió a la escuela y al de 17 años, que lo vio que además de tocar la guitarra hacía unos excelentes dibujos de personajes y atardeceres tristes, lo metió a un taller de pintura. No quiso darle por el hilo de la música, y por ello no le compró una guitarra, porque por esos días Míster Maturana no quería otra cosa que deshacerse, barrer de la faz de la tierra; como quien dice, todo lo que pudiera significar Javier Sué. La tarde en que éste perdió la guitarra, Míster y Karla acordaron que al día siguiente se huirían. Ya eran amantes. Los dos habían sufrido antiquísimas derrotas, es más, los dos habían pensado por separado que sus respectivos declives ya no tenían marcha atrás. Pero ese día creyeron firmemente que la vida les daba una última oportunidad para asirse de las crines suaves de ese potro espantadizo que es el porvenir. Al día siguiente, en El Almendro, mientras Javier pensaba en voz alta planes para recuperar su guitarra y se emborrachaba al parejo de otros borrachos, Karla Rock, bien bañadita, bien cambiadita (fue la única vez que la vimos con un vestido), esperaba la hora de darle mate a Javier. A sus niños, los vistió con sus peores ropas, esto lo hizo porque Míster Llantas Tornel se lo había pedido para tener el pretexto de ir a comprarles ropa, como solía hacerlo, y así poder irse todos juntos. Cuando llegó Maturana, como no queriendo, se tomó dos caguamas mientras hablaban de la gran pérdida que significaba la guitarra de Sué. Míster le prometió a este que él le acompletaría una buena suma de dinero para que se comprase otra. Le dijo que era mejor que se volviera a la Ciudad de México, y que si así lo hacía él le mandaría el dinero, todo esto, aclaraba Míster, ansioso de disfrutar esas aguas de amor de Karla Rock, un poquito más adelante... Luego, hizo aspavientos al ver a los niños con ropas deshilachadas y le pidió autorización a Sué para llevarlos a una tienda para habilitarlos con una cambia a cada uno. Este, emocionado por las recientes promesas, aceptó. Era algo que ya había hecho Míster Maturana. La primera vez que vio a aquellos niños desaliñados y casi descalzos se le enterneció el corazón y por poco llora. Les fue a comprar ropa y un plato de comida. Así que no había por qué desconfiar de aquel hombre, quien arrió feliz con los niños y esa mujer que se le volvió una viva obsesión: la muy bella y adorada cantante de banqueta Karla Rock. Dos semanas después Javier Sué me habló para contarme su historia de la Chanequita. Él me había contado, días antes; ya sereno y sobrio, que estaba decidido a superar la mala jugada de Karla a la buena, sin hundirse en el vicio. Me dijo que bien sabía que le costaría un güevo pero nada de pensar de aventarse del puente al río Balsas. No faltaría Dios, decía, se pondría a trabajar vendiendo algo y seguiría como pescador por las tardes. El río, la pesca, la tranquilidad que uno siente cuando espera que pique algo en el agua, estaba seguro, le ayudaría a alejar aquel pesar y los malos pensamientos. Y Javier Sué lloraba a lágrima viva. Ese día se decidió su destino al punto del mediodía. Yo lo esperaba a petición de él. Él no quería seguir la borrachera. Primero llegó el Dulcero, un vendedor de los que se proveen bolsitas llenas de diferentes dulces y que van por las calles vendiéndolas a diez pesos. Sabía del caso de Javier y lo invitaba desinteresadamente. Temía que tomara la puerta falsa. Le decía que ahí estaba el dinero, que él diario se ganaba doscientos o trescientos pesos. Siempre se dejaba ver con dinero. En su cartera no faltaban cuatro o seis billetes macizos de quinientos pesos. Ese mediodía, mientras hacía rueda tomándose una cocacola, le decía: “Vente, Javier, ahorita te traigo los dulces y nos regamos por la ciudad. Verás cómo se vende”. Javier me volteaba a ver y yo le daba ánimos: “Ahí está... no pierdes nada con probar”. Pero luego llegó el Chapa, hombre que se dedicaba a vender nieves en barquillos. Ese día llegó con toda la nieve, porque apenas empezaba la venta; pero ya traía ganas de beber. Acababa de recibir una tanda de cinco mil pesos. Era contertuliano íntimo de Javier y desde que llegó le enseñó el dinero. Invitó caguamas para todos. Javier Sué de pronto se vio en la encrucijada de escoger un camino de los dos: renacer con el Dulcero o perderse otro día en la parranda con el Chapa, quien luego le dijo que se fuera a beber con él. Eligió la segunda opción, pensando que al otro día tendría la misma oportunidad de empezar una nueva vida de dulcero. Tomaron toda la tarde. El Chapa dejó su triciclo con los cubos llenos de nieve de fresa, vainilla y limón, nieve que por cierto él mismo fabricaba, en la casa de un amigo. Agarraron camino para La Morelos. Allá por donde doña Emma. Y allá le sucedió la peor desgracia a Javier Sué. Ya borrachos, quién sabe en qué meandros y veredas se metieron, o a qué casa se quisieron meter. La cosa es que les salió un perro pitbull y al primero que se le aventó fue a Javier. Le mordió la cara en varias envestidas y luego se fue contra el Chapa. Tuvo que intervenir la gente para quitarles el perro de algún modo y una ambulancia los trasladó de gravedad. Al Chapa, por tal suceso, se le desarrolló la azúcar y quedó una tirita de flaco. Javier no se dejó ver por nadie. Dicen que se fue resentido porque ningún amigo lo fue a ver. El Chapa ha dicho que se fue porque le daba pena que le vieran su rostro desfigurado. Al poco tiempo Karla Rock se dejó ver con sus muchachos. Ha cambiado de vida. A los pobres diablos que llegamos a suspirar por ella nos ve con lástima cuando no nos saca la vuelta. Se dedica con primor a hacer milos y licuados en el puesto de Míster Llantas Tornel Maturana. Mientras los prepara no deja de cantar sus canciones favoritas, el rock lo lleva en la sangre, y mientras descansa, a pesar de los falsos llamados y las engañifas del tiempo, no deja de soñar una vida itinerante y libre de rockstar. En esos ratos le entra la mortificación a Maturana, él quisiera adueñarse de ella completamente, quisiera, por ejemplo, que olvidara la música y acabara con esos sueños guajiros. Pero ella se resiste y no da marcha atrás... Una tarde me puse a pensar en Javier Sué, en la historia de Chaneques que nunca escribió. Me he puesto a pensar que yo llevo tres meses tomando pastillas y mi situación no ha mejorado. Sigo orinando de a chorritos. Ese día había soñado que un pescado se hundió en mi vientre y sacó de ahí algo así como una nuez: “Es tu próstata”, me dijo y yo vi en medio de esa nuez un orificio donde entraba mi muerte. Esa tarde tomé camino hacia el río. El río, yo lo sé, cura todo, hay que ir a sus aguas, los de por acá nada más tenemos de consuelo al río. Es mejor morir en el río que en cualquier otro lugar. Llegué a Las Juntas, donde se une el Balsas con el Cutzamala. Sentí cómo a mis espaldas iba cayendo la tarde. Vi el reflejo límpido de la torcida vida en el haz tranquila de la incesante corriente. Agarré río arriba, a donde está el axúchitl caído. El rumor del río penetró mi piel y todo quedó en silencio. El río era yo. Llegué a la ladera donde se vislumbra el tronco añoso del palo de la flor amarilla. Ahí vi y lo que vi me llenó de espanto. Un espanto que luego se volvió un hervor de sangre. Vi a los chaneques en las imágenes que yo le conté a Javier Sué. Vi el arrebol de la tarde como la chispa que antecede a la locura. Y dentro de esa chispa vi a los chanes, que también así los llamamos, cómo enfermaban de muerte a una tía mía, adolescente, cuando cruzaba un camino de charamascas a la orilla de un arroyo; vi cómo enfermaban a mi abuelo, cuando este era un joven robusto, cuando cruzó de un salto el canal de los bajiales; vi cómo se alegran cuando les van a dejar una ofrenda para contentarlos: mole, tamales, vino y cigarros. Todo en un instante de reflejos. Una gota de lluvia expuesta a los rayos del sol. ¿Algo así como cuando paren las venadas? No, señor; algo mejor. Retrocedí, pero seguí viendo cómo una cuadrilla de chaneques mataban a la hermana mayor de mi tatarabuela nada más porque aventó una cubeta de nijayote y el agua regada fue a dar a una boda de chaneques y salpicó a la novia engalanada con un vestido de perlas. Vi sus juegos sempiternos como un movimiento concéntrico que se aleja de la luz y de la razón humana. Vi a los chaneques como dice la gente que los ha visto: en cueros, los varones con sus güevos a las rodillas y sus mujeres con su sexo macilento, de tardecita que inunda todo el valle. Vi a los chaneques retirarse y perderse en la pestaña de la nochecita. Di la media vuelta y apresuré mi paso para llegar a la ciudad. Me dirigí al Almendro pero encontré la tienda cerrada. Seguí mi paso para meterme en la primera cantina que encontré. Y ahí me puse a tomar. Al diablo mi tratamiento. Ya vendrán mejores aguas para curarme. Ahí estuve hasta que se empezaron a retirar los primeros bebedores. Ya estaba yo por irme también, a seguir la parranda a donde mis piernas me llevaran, cuando vi entrar en la cantina al hijo de Javier Sue, con guitarra en mano y luego luego se puso a cantar una canción de rock mexicano. Atrás de él estaba su madre, haciéndole segunda con su voz cascada. Pensé en Javier Sué y en Maturana: “Tendremos otra cara desfigurada”, dije para mí y me salí.
2 Comentarios
|
FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
Archivos
Julio 2024
CategorÍAs
Todo
|