EL COLOQUIO DE LOS PERROS
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FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

NATXO VIDAL GUARDIOLA

30/12/2014

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MOSCAS LECTORAS
     El profesor estaba convencido de que ocurriría, aunque nadie hubiese intentado demostrarlo antes. A diferencia de sus colegas, para los que la ciencia era una tarea de números y probabilidades, de lentes de aumento y de fórmulas exactas, él entendía su trabajo como la parte final de una fiesta, después de que se acabaran el whisky y las drogas: un espacio fabuloso donde no hay reglas y todo es posible. Desde el principio (desde que comenzó a exponer su teoría en tertulias científicas, en debates académicos o ambientes intelectuales, en los bares a los que acudía frecuentemente) obtuvo el rechazo unánime de todos a cuantos pudo exponer las razones de su trabajo, los fundamentos de su idea. Su burla, incluso. Entre estas personas se encontraban también, por supuesto, su mujer y sus hijas. Nadie había podido demostrar, antes, que las moscas saben leer. O nadie lo había intentado. O no había constancia, en los libros de ciencia, de que alguien lo hubiera hecho. En cualquier caso, era la primera vez que alguien lo anunciaba públicamente. Como es lógico, hubo un gran revuelo dentro del entorno académico. Las revistas publicaron editoriales a favor y en contra (la mayoría en contra), fotomontajes de moscas sentadas a la mesa de lectura, en enormes bibliotecas solo para moscas, sujetando clásicos entre sus patas: moscas con gafas enfrentándose a Guerra y paz, a Don Quijote, al Ulises… Se publicaron datos hasta ahora ocultos o poco conocidos de la biografía de nuestro hombre, tratando de dañar su prestigio, como su breve escarceo con las drogas, en sus años de estudiante, o su paso fugaz como voluntario en un centro de atención para mujeres abandonas por mujeres más jóvenes (casi nadie sabía de la existencia de este tipo de centros). Una mezcla de factores, en definitiva, que no hizo sino aumentar las expectativas en torno a las ideas del profesor.

     El día fijado para la demostración, el discreto laboratorio de la universidad donde estaba previsto que el experimento se llevase a cabo, se quedó pequeño muchas horas antes del horario anunciado para la prueba. Periodistas más o menos informados, científicos llegados de todo el país, oportunistas de la noticia y curiosos en general abarrotaban la sala desde primeras horas de la mañana. Para cuando llegó el profesor, las especulaciones se habían disparado hasta niveles imposibles: que si eran moscas adiestradas, que si las moscas con las que iba a llevar adelante la prueba eran, en realidad, pequeños robots diseñados tramposamente por el profesor, que si todo sería una ilusión óptica, que si el profesor era, sencillamente, un loco aburrido y que, en realidad,  no iba a ocurrir nada y que todo acabaría en la confirmación de una farsa monumental, de la que el profesor obtendría, eso sí, un importante rédito mediático que, bien administrado, podía, después, derivar hacia otros proyectos, más serios e importantes.

     A la hora anunciada, de forma puntual, el profesor apareció en la sala, produciéndose un incómodo silencio. Lo que podía verse parecía desmentir todas las especulaciones que, hasta ese momento, se habían vertido sobre él: vestía pantalones vaqueros ajustados sobre unas botas negras y brillantes, bata blanca sobre una camisa azul claro, decorada con finísimas rayas también blancas, y corbata negra anudada de forma perfecta sobre un cuello impecablemente ceñido al cuello del profesor. Perfectamente afeitado y con el pelo cuidadosamente despeinado, el profesor lucía un aspecto increíblemente saludable. Un científico de la nueva generación: joven, atractivo, capaz de cambiar el mundo desde detrás de sus gafas, rojas y de pasta gruesa.

     En pocos minutos el profesor saludó a los asistentes, agradeció su presencia y explicó, como quien se dirige a un grupo de niños de tres años, los fundamentos básicos de su teoría: las moscas, la lectura y eso. Millones de años espiando nuestras comunicaciones, adelantando las noticias, un potencial enorme para el espionaje desaprovechado… Los asistentes tomaban notas y celebraban las afirmaciones del profesor con sonrisas calladas y miradas de reojo, frotándose las manos ante las perspectivas de los editoriales de mañana, atónitos ante semejantes afirmaciones. En otros pocos minutos, el profesor preparó unos papeles sobre una mesa rectangular y grande, situada entre él y el público. Casi del tamaño de un folio, algo menores, en los papeles podían leerse algunas palabras, y solo una en cada pedazo de papel. Las palabras eran: sal, coche, azúcar, bombilla, polvo, miel, tornillo y armadura. Acto seguido, extrajo de una maleta una pequeña caja de plástico transparente dentro de la cual revoloteaban media docena de moscas, que destapó y depositó en la mesa rectangular, entre las palabras colocadas de forma aleatoria sobre ella. Poco a poco, las moscas comenzaron a volar, a dar vueltas por la sala, con esos ojos suyos de caleidoscopio. Al principio no pasaba nada, pero al cabo de unos pocos minutos las moscas empezaron a detenerse en el aire, sin dejar de batir las alas (como si fueran pequeños colibríes de la basura), sobre la mesa en la que figuraban, repartidas sin ningún orden aparente, las palabras sal, coche, azúcar, bombilla, polvo, miel, tornillo y armadura: estaban leyendo. Y entonces ocurrió. Todas las moscas se posaron sobre las palabras azúcar y miel. Alguna revoloteó dudosa alrededor de la palabra sal, sin llegar a posarse sobre ella, y ninguna prestó atención alguna al resto de palabras.

     Luego el profesor dijo eso es todo, agradeció a todos su presencia y se marchó. Al día siguiente publicaron la noticia. Nada ha cambiado desde entonces.

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NATXO VIDAL GUARIOLA (Monóvar, España, 1978) se estrena como narrador en nuestra revista, aunque ha publicado poesía, destacando los libros Atrás no es ningún sitio (Universidad de Murcia, 2007), Sal en los ojos (Los papeles del sitio, 2012) y La niña que jugaba a la pelota con dinosaurios (Huerga y Fierro, 2013).


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AMAIA GARCÍA MARTÍNEZ

26/12/2014

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LA NADADORA
                Yo no soy escritora: sólo nado, y luego transcribo.

    Se convirtió en una de las frases favoritas de los periodistas. Recordabas cuándo la habías dicho por primera vez, en un hotel de Hamburgo, adonde te había llevado la gira europea de Todos los demás ya lo sabían.

     Era una frase algo exagerada, y sin embargo tu vida podía medirse en piscinas.

     La piscina del barrio residencial en el que naciste y creciste. Cuando tus padres se divorciaron, la piscina del club que estaba cerca del piso de él. La  piscina de la residencia de estudiantes en la que viviste durante la carrera, en Madrid. La piscina del centro, cerca del estudio que alquilabas antes de casarte. La piscina de la casa que pudiste comprar cuando tu trilogía Un año en Florencia se convirtió en un best seller.

    Y todas aquellas piscinas esporádicas, las de los hoteles y los apartamentos, las de los amigos, las de cuando te llamaban de alguna universidad para impartir un curso, las de ciudades en las que sólo habías  dormido unas noches. Las piscinas de paso.

     Era una frase algo exagerada, pero siempre habías escrito mientras nadabas.

    Las historias, los estados de ánimo venían a ti entre brazada y brazada.  No pensabas en nada más que en tu propia respiración, y al mismo tiempo un personaje entero tomaba forma ante ti, una conversación se desarrollaba en tu mente. Al salir de la piscina necesitabas sentarte a transcribirlo, aunque a veces tenías la sensación de que algo se había desvanecido en el agua.
© FLORENCE DOUYROU
© FLORENCE DOUYROU
© FLORENCE DOUYROU
     Recientemente, ya cerca de los 40, habías empezado a nadar en el mar. El agua sin límites, opaca, llena de criaturas extrañas.

     Habías descubierto que nadando en el mar sólo podías escribir poesía.

    Era octubre, pero hacía viento sur. Te levantaste pronto, te pusiste el bañador rojo (tu favorito) y bajaste descalza al jardín.

     Te quedaste un momento en el borde de la piscina, y supiste que eras incapaz de meterte en el  agua. Una fuerza que no podía proceder más que de ti misma te mantenía clavada al bordillo.

    Trataste de razonar, ¿Tendré miedo al frío? Ni siquiera eras capaz de mover un pie para tocar el agua, de agacharte y romper con un dedo la  superficie brillante de la piscina.

     Hiciste estiramientos. Entraste en casa, preparaste café, miraste la piscina desde la ventana del comedor. Te pusiste un albornoz y acercaste una  de las sillas plegables al borde del agua.

    Al rato tu marido salió para ir a trabajar. Te dio un beso en la mejilla  sin decir nada, como si tu actitud no le sorprendiera. Tu hijo mayor también salió para ir a la facultad, con la bici en la mano, se despidió desde la puerta y tú le gritaste adiós. Romina llegó en su coche gris. Puso la radio en la cocina, luego oíste el ruido del aspirador y al final se marchó con un crujido de gravilla. No quería molestarte.

     Entraste en casa corriendo, te pusiste un vestido encima del bañador y cogiste la bolsa de deporte. Te costó un rato encontrar la tarjeta, estaba en una cartera que ya no utilizabas. Las piscinas municipales quedaban a apenas unos minutos de distancia.

     Te pusiste frente a una de las calles vacías, delimitada con corcheras  blancas y verdes. La superficie de la piscina se revolvía al paso de los nadadores.

     La misma fuerza te mantenía pegada al bordillo y, cuando ya algunos nadadores se volvieron para mirarte, acabaste por rendirte y volviste sobre tus pasos.

     Eran más de las doce, y necesitabas ponerte a escribir. Esa era tu rutina. Lo había sido durante años.

                Yo no soy escritora: sólo nado, y luego transcribo.
    En la mesa situada frente a la ventana había un jarrón con flores blancas, el último libro que estabas leyendo, un cuaderno de notas, el pesado diccionario de sinónimos y antónimos. Tu portátil estaba encendido.

     Abriste, uno a uno, los documentos de los distintos proyectos que  tenías en marcha. Escogiste un relato breve que te habían encargado para una revista de viajes.

     Tratabas de visualizar las frases en tu mente y luego, o quizás al mismo tiempo, llevarlas hasta la punta de tus dedos.

     Pero era inútil. Todas las palabras que escribías eran viejas, ideas que ya habías probado y descartado anteriormente. Escribías y borrabas.

                Yo no soy escritora: sólo nado, y luego transcribo.

     Tus manos se movían del teclado a tus labios. Siempre te mordías los   labios cuando no sabías qué hacer.

     Había algo raro en el olor de tus manos. Tardaste un rato en darte cuenta de qué era: el olor del cloro. Faltaba el olor a cloro.

     Al final cogiste el teléfono. Te sabías de memoria el número de la editora.

                ¿Hay algún problema si durante un tiempo me dedico al ensayo?

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AMAIA GARCÍA MARTÍNEZ (San Sebastián, España, 1986). Lectora voraz y escritora diletante. Licenciada en Humanidades y Comunicación por la Universidad de Deusto. Ha publicado poemas en el primer número del fanzine de La Bella Varsovia Bar Sobia (2005) y reseñas literarias en la revista Danza Ballet (2011, 2012). Desde 2010 edita el blog sobre literatura Bookhunterblog [bookhunterblog.wordpress.com]. Desde 2014 dinamiza las tertulias literarias en castellano de la red municipal de bibliotecas de Donostia.


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ATILANO SEVILLANO

14/12/2014

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ENMA
     Hastiada de alguna película francesa de culto o de dar un paseo por la orilla del Sena acompañada de Víctor Hugo, regresa a la soledad del hotel. Muerta de desamparo y de espera, teclea su propio nombre en el buscador google. Aparecen varias entradas. Abre compulsivamente cada una de ellas y las va leyendo con ansiedad cada vez mayor, con la respiración entrecortada, a punto de estallar el pecho. Allí se encuentra con aquella entrada: la del inventario de deudas por causas de la usura. Se promete ensayar la ceremonia del adiós en un vano intento de acallar los reproches de la noche. De madrugada le asalta la pena de no haber vivido todas aquellas vidas.

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ATILANO SEVILLANO (Argusino de Sayago, España, 1954). Doctor en Filología Hispánica, ha cursado estudios de Filosofía y Letras en Salamanca, Filología Hispánica en la Universidad Central de Barcelona y Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Valladolid. Es profesor de Lengua Castellana y Literatura en un centro de secundaria de Valladolid. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía (Capítulo de Barcelona). Ha publicado los poemarios Presencia indebida (1999) y Hojas volanderas (2008).

Este microrrelato pertenece a su libro inédito Ficciones mínimas.


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BASILIO PUJANTE

9/12/2014

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UN CARTEL CON SU NOMBRE
    Si algo no soportaba de los aeropuertos era esa gente que sostenía cartelitos con el nombre de alguien que acababa de aterrizar. Le hacía sentirse inferior cada vez que volvía de un viaje de trabajo y no había un apuesto joven con corbata sosteniendo las catorce letras que formaban su nombre y apellido. Por eso, tomó la decisión de pagarle a alguien para que escribiera esas letras en un cartel y lo esperara cada vez que volvía a casa. Se decidió por uno de los chicos que envolvían las maletas en un film transparente de una manera absurda e inverosímil. Al principio el chico se negó, tenía que estar pendiente de sus posibles clientes, pero cuando varios billetes naranjas aparecieron en escena comenzó a vestirse con traje y corbata y a estar pendiente de las llegadas.

    Aquel cambio le satisfizo los primeros meses; abandonaba el avión, recogía la maleta y anunciaba al chico al que había contratado que él era el poseedor del nombre escrito en el cartel. Nada más traspasar las puertas de la terminal le daba su dinero y se despedían hasta la semana siguiente.

   Comenzó a sentir que aquello era estúpido cuando observó cómo un colega con el que había compartido charla durante todo el vuelo era agasajado en la terminal por los besos y abrazos de su mujer y sus dos hijas. Sintió una punzada en el orgullo al ver la tierna escena y en aquella ocasión ni siquiera se paró ante el chico que sostenía el cartel con su nombre. Decidió que, si tenía que engañarse a sí mismo, mejor hacerlo a lo grande y, recordando una película que había visto años atrás, contrató a una actriz para que se hiciera pasar por su mujer. A través de una agencia fue, semana tras semana, abrazando a jóvenes, maduras, rubias, morenas actrices que interpretaban un breve papel, desde el sobreactuado abrazo inicial hasta la fría despedida junto a la fila de taxis. Aburrido también de aquello, fue exigiendo a la agencia hijos rubios, morenos, pelirrojos, gemelos (por aquellos tuvo que pagar un plus) o ancianos que se hicieran pasar por sus padres. Tampoco faltó la cuadrilla de amigos que lo esperaban para correrse una juerga memorable que terminaba tras la puerta giratoria o el grupo de muchachas adolescentes que gritaban exigiéndole un autógrafo mientras él huía hacia una limusina flanqueado por dos guardaespaldas de pega.

    Sin embargo, para el día de su cumpleaños, que coincidía fatalmente con una fiesta nacional, la agencia no fue capaz de conseguirle ni un solo actor que satisficiera sus cada vez más raros deseos. Por eso su cara tuvo un semblante sombrío durante todo el vuelo y no cambió ni cuando recogió la maleta de la cinta ni cuando descubrió a su familia, su verdadera y aburrida familia, sonriente en la terminal sosteniendo unos globos, un ramo de flores y un estúpido cartel con su nombre.
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BASILIO PUJANTE (Murcia, España, 1982) es profesor de Secundaria y doctor en Teoría de la Literatura. Relatos y poemas suyos han aparecido en publicaciones como Manifiesto azul, La rosa profunda, Horizontal o Seconal y en la antología Fútbol en breve (2014). Fue finalista del certamen Rendibú 2014 con el relato ‘Dios’. Es miembro de la asociación literaria Colectivo Iletrados y crítico literario en el periódico El Noroeste.

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