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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

ROBERTO MASCODAGAMA

13/7/2021

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EL CORTACÉSPED
       Solo digo que es de muy mal nacido alegrarse del mal ajeno. Me explico:
        Decidí hacerme un chequeo cuando comencé a notar sofocos al subir las escaleras. Supuse que dos cajetillas diarias tendrían su parte de culpa, también algún que otro gin-tonic los fines de semana. Nada más levantarme por las mañanas, tosía hasta echar los hígados; el ataque solo lo calmaba el primer cigarrillo del día, que sabía mal pero sentaba bien y una vez abierta la veda, los siguientes pitillos se sucedían como en concilio ecuménico. En definitiva, cosas del tabaco y la edad, por lo que no le di mayor importancia. Ese día debía acudir a la consulta para recoger los resultados. Como no iba a ser por mucho tiempo y por no complicarme, estacioné el coche en zona de minusválidos.
        Di mi nombre a la señorita de recepción que me dijo aguardase en la sala de espera. No había muchos pacientes, solo dos hombres cogidos de la mano en actitud melosa. No tengo problema con eso, aunque sí hace sentirme algo incómodo. Me senté junto al ficus artificial intentando ignorarlos, sin humor para hojear las revistas atrasadas de cotilleos. Los dos hombres debieron notar mi turbación, pues lejos de soltarse, redoblaron sus arrumacos. Mucho vicio que hay por el mundo y también mucha la tontería, pero como he dicho, allá cada cual. La recepcionista se asomó para indicarme que era mi turno de consulta.
         En vez del doctor de siempre, una facultativa joven me tendió la mano invitándome a tomar asiento mientras yo me preguntaba qué había pasado con el viejo doctor, aunque sin mucha insistencia, pues saltaba a la vista que había salido ganando con el cambio, si bien el hecho de que fuese mujer y joven me creó dudas acerca de su profesionalidad. Como en un par de ocasiones la mirada se me desvió hacia su escote, procuré centrarme en la ventana que tenía a su espalda, con vistas al jardín de rododendros. El día era uno de esos en los que no apetece más que sentarse en el parque para recibir el sol de cara, dejando que la vida le pasase a uno a sus anchas. La doctora se levantó para colocar la radiografía sobre el panel luminoso de pared, momento que aproveché para mirarle el trasero. La luz parpadeó y emitió un zumbido antes de fijarse, y al instante surgieron dos continentes negros que pretendían ser mis pulmones, y en su interior unas manchas blancas de forma circular. Era como si me nevase por dentro, al modo de una de esas bolas de cristal con paisaje navideño que, al agitarla, da comienzo la tormenta.
        Del exterior llegó el sonido de una furgoneta estacionando que distrajo mi atención. El conductor que bajó para abrir la portezuela llevaba un mono verde de operario municipal. Pensé en otro empleado público de los que poco o nada trabajan y a los que todos los demás contribuyentes pagamos su sueldo. Yo solo digo que una semanita en la obra y verían lo que es el verdadero esfuerzo. Pero en fin, como ya he dicho, allá cada cual. Intenté volver a la doctora y centrarme en lo que decía. La cosa no pintaba bien, sabía que me quitaría el tabaco e intentaría convencerme para realizar algo de ejercicio. Que no me gustase sudar es un hecho, que no pueda dejar la nicotina es otro, ambos igual de enquistados en lo más profundo de mi ser. Preveía un tira y afloja y una negociación, pero la cuestión última radicaba en no ceder. Como contrapartida le ofrecería volverme vegetariano o abstemio, pero el tabaco y el chándal ni tocarlos, doctora.
         Ella tomó un bolígrafo para remarcarme las zonas afectadas. Nunca me gustó la nieve ni el frío, y si por aquel lío de faldas la arpía de mi ex-esposa no me obligase a pasarle una pensión, hace tiempo que me hubiera marchado al sur, a un sitio de palmeras y gaviotas, donde vestir todo el año en camiseta y bermudas. Entonces se escuchó el ruido fuerte de un motor, y volví a la ventana para ver al operario municipal encendiendo lo que parecía una máquina cortacésped. La doctora se aproximó para cerrarla, pero el ruido continuó filtrándose a través de los cristales. Apagó el expositor de pared y retiró la placa que a partir de entonces engrosaría mi historial.
      Se la notaba tensa, y entonces, no sé por qué, me pareció realmente adorable. Empezó a escribir algo en mi expediente, como postergando el momento de una situación incómoda. Me fijé en que no llevaba alianza y en su esmerada manicura. Bonita, pulcra y bien educada... ¿Qué más se podría pedir? Y me dio por imaginar toda una vida juntos, en un pueblo pesquero de casas encaladas. Ella recogiendo la ropa del tendal, alzándose de puntillas para alcanzar la de más arriba, descalza sobre el césped y con un vestido de tréboles. La colada contrastando con un fondo azul marino, hasta donde llegan los ecos de mi martillo al reparar una embarcación varada en la playa. Se había corrido la voz de que era un buen calafate y no me faltaban encargos. Sorprenderla entonces a mediodía, entrando con sigilo y descalzo para encontrarla en la cocina con media cebolla en la mano, y agarrándola por la cintura, levantarla en el aire mientras ella me tilda de bestia y animal, diciendo que apesto a brea y sal. Pero feliz de verme allí a su lado. Y yo le regalo la caracola y el caballito de mar que encontré entre las redes.
        Mas el ensueño desapareció con el ruido del cortacésped que por momentos se acercaba. El hombre llevaba unos auriculares para proteger sus oídos, se le notaba la buena vida bajo la funda que se le ceñía en la barriga. La doctora sonrió comprensiva y esperó a que el ruido se alejase para comenzar a hablar. Dijo lo mucho que se había avanzado en medicina en esos años y en la conveniencia de empezar un tratamiento cuanto antes. El tabaco, por supuesto, habría que dejarlo. Intenté negociarlo, con una reducción simbólica al principio y drástica después, pero ella se mostró tajante: ni un pitillo al día. Temblé ante la posibilidad de que la cajetilla que llevaba en el bolsillo fuese la última; el pensarlo me provocó unas ganas irrefrenables de fumar. Intenté serenarme volviendo a la ventana y al jardinero, que ya se había concedido un pequeño paréntesis tras su dura jornada, y para mi desesperación, también un pitillo. En aquel momento lo odié con todas mis fuerzas, al igual que odié a los dos engendros que se hacían carantoñas en la sala de espera.
         La doctora seguía hablando, a mí me costaba seguirle el ritmo. Volví a nuestra improbable vida marital, pero no a una casita de techumbres en la costa, sino a una cabaña alpina, donde cada mañana, con una brizna de hierba en la boca, yo conduciría el rebaño de cabras a las praderías, mientras ella haría requesón para vender en la feria. Y al anochecer le haría el amor, despacito para no sofocar mis pulmones nevados, besando cada rincón de su cuerpo todavía con olores agrios del requesón.
        Nuevamente el runrún de la dichosa segadora volvió a transportarme al mundo real, con la doctora hablándome en una jerga incomprensible. No me explicaba tanto dramatismo. A fin de cuentas, nada me dolía, nada ocurría salvo el tabaco y la edad; así que cansado de tanta pantomima dije:
         —Señorita... Puede decírmelo sin tapujos... ¿Qué es lo que tengo?
        Ella levantó la vista de los papeles y ensombreció el gesto. En ese justo momento, volvió a pasar el operario del cortacésped frente a la ventana para hacerme imposible el escucharla. Solo pude ver como movía los labios en lo que parecía ser una palabra corta, de dos sílabas a lo sumo.
         Llegados a este punto, me reitero en lo inicialmente dicho.

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ROBERTO MASCODAGAMA (Lugo, España, 1971). Licenciado en ADE y Diplomado en Ciencias Empresariales por la Universidad de Santiago de Compostela. Sus relatos han aparecido en diferentes revistas y periódicos: Fábula, La Gran Belleza, Literatosis, La Voz de Galicia...

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