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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

JUAN CASTRO SÁNCHEZ

16/3/2022

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CÓMO GUISAR GACHAS
           Arrastrada por el suelo o cogida como un saco de harina es como me imagino, recién nacida, saliendo del pueblo. Y es que, si mis cálculos no fallan, con cuatro brazos no se puede cargar una vida entera. Hay que priorizar. Y mi padre no iba a dejarse el cocido en el fuego, así que lo tapó y, con una cuerda de esparto, enganchado de las dos asas, se lo echó al hombro. Mi madre se había cogido hasta la vajilla de matrimonio, aunque fue antes de llegar a los cinco kilómetros recorridos, en una discusión constante por ver qué dejaban y qué guardaban, que tuvieron que tirar todas sus pertenencias al paso, a duras penas. No fue tarea fácil. Si te deshacías de algo, tenías que esconderlo, que por alguna razón habíamos salido por la noche, y no era parte del plan el echarlo todo a perder tan pronto.
        Al principio, la bisabuela de ahora, madre de entonces, se entretenía lanzando platos; lejos, los metía entre los arbustos, donde sólo dormían las liebres, hasta que alguna cerámica les abría la cabeza y quedaban descalabradas. Pero más tarde —cuando les pudo el cansancio, estaba todo oscuro y ya no se cruzaban ni con la del culo ancho, ni con la de las coletas, ni con la de los ojos grandes—, pararon en un pozo y volcaron una bolsa con todo lo que les sobraba. Tan importante era la fatiga acumulada de las cuatro primeras horas de caminata, que cayeron al pozo hasta las cucharas, y en el momento en que fueron a beberse el caldo del puchero, tuvieron que hacerlo a sorbos, como si fuera el agua fresca de un grifo. También aprovecharon la parada para ponerse gasas en las manos. La mujer le chupaba los dedos al hombre, que sabían a sopa, y los sanaba, porque, con la prisa, el agua hervida había rebosado y quemaba las yemas del que sujetaba la cuerda. Y no era por las cicatrices que pudieran quedarse que invertían su tiempo en ello, pues las manos estaban ya negras y en la noche no veían nada. Era por el dolor de las ampollas, que no era menudo y no dejaba dormir a nadie.
           No se oía ni pío: ni explosiones ni los aviones. Eso sí, los ajos y los chorizos secos, que colgaban del mismo sitio del que iba amarrada yo misma, se iban curando conforme se rozaban y hacían una música como la de un sonajero, que me relajaba y daba hambre. Lo más emocionante del viaje era encontrarse con otras familias. Queríamos saludarlas, pero todos, incluida yo, teníamos que callarnos, porque nunca en esos tiempos te podías fiar de nadie, que no teníamos ninguna excusa para estar donde estábamos, con el puchero en las espaldas y, si decías que estabas de «peroles», no se lo creía nadie.
          Ya no se conoce qué es lo que comerían mis padres los últimos días de trayecto, pero estuvimos, hasta que volvieron a verse pájaros en el cielo, en un sitio que antes no tenía ni nombre, Dios sabrá dónde estará ahora eso, que, en Andalucía seguro, pero Andalucía siempre ha sido muy grande. Yo nací el año mismo en que estalló la guerra, por eso no voy a poder contarte nunca nada más que lo que he oído. Si es que, a mí me llevaban en brazos, no puedo acordarme. ¿No te lo estoy diciendo?
        Lo que no sabe la abuela es que todo eso le dejó marcas. Que, si hoy le pitan los oídos, es por haber escuchado estallar una bomba o dos o más y que, si guisa tan agradable, es por el protagonismo que un día su padre le dio a la comida. Es una pena que le duelan tanto las rodillas y no quiera pasar los ratos en la cocina. Ahora, en invierno, siempre come habichuelillas verdes, que las apaña todas ella. Enciende el brasero, se tapa con las enagüillas con cuidado, extiende el paño sobre sus rodillas y, con un cuchillo redondo, quita las partes más feas de las judías, los lados y las puntas, dejando que caigan muertos sobre sus faldas; lo bueno, lo que se va a comer, reposa en el plato marrón, encima de la mesa, igualito a los que se perdieron en el pozo aquel día. Ese es nuestro recuerdo: ella cocinando y contando historias, con olores a comida y a casa antigua.
         No supieron hasta tarde en qué fecha ni hora estaban. A la abuela, en su bautizo, le pusieron de nombre María Teresa, y el día de nacimiento, a ojo, el treinta y uno de agosto, puesto que, entre tanto disgusto, nadie se había acordado de quedarse con la copla la noche del parto. Su hermana menor se llamó Francisca. La abuela nos llama todos los sábados preguntando por Paquita, y no aprende y lo sigue haciendo, pero ya aprovecha y nos cuenta algún cuento de cuando era pequeña, de los populares, de esos con los que te enteras de algo nuevo cada vez que los oyes. Por las dos hijas tuvieron que dar gracias en los rezos, que, en la guerra, sin hospitales, sin comida y sin nada, morían muchos niños, si no lo hacían las madres, y enseguida veías a una familia paseando cajas blancas diminutas en una procesión de la parroquia al cementerio. Y estamos hablando de los que podían pagarse un entierro, porque cuando los billetes se echaron a perder y no sirvieron y se los dieron a los niños para que jugaran con ellos, las familias ricas se hicieron pobres y echaban a los muertos todos juntos en el «carnero», apilados como se apilaban los huevos, con una capa de paja entre medias, evitando que se aplastaran.
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Tableau vivant (2007-2008) © Thierry Mandon
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Inside-Outside (2015) © Thierry Mandon
           «Después de haber cumplido todos los preceptos de la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su pueblo, Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose; estaba lleno de sabiduría y gozaba del favor de Dios». En una nave con techos altos predicaba el cura el sermón en favor mío, y es que, el día que entramos por la plaza por vez primera en tanto tiempo, parecía eso, con público y todo, una estampa viva de la Biblia.
           Fue la misma casa de la que nos llevamos el puchero aquella noche, hacía ya tres años, a la que quisimos volver después de la guerra, sin habernos enterado siquiera, allí donde hubiéramos pasado la guardia, quién seguía en el pueblo y quién no. Y no se usa el verbo querer por gusto, sino con intención, que fue llamar a la puerta y llevarnos la sorpresa. En esa casa, donde un día fuimos servidores, ya no había hombres, ni grandes ni pequeños, a los que unos u otros no hubiesen fusilado en el paredón. Las mujeres nos recibieron, pero habitaciones con cama ya no pudieron darnos. Los bienes escaseaban y, donde no valen los billetes, son tus recuerdos los que se revalorizan. Había que prescindir de algo y prescindieron de todos nosotros; sin embargo, nadie sabe si sería la bendición del cura o la suerte del tonto, que encontramos trabajo en menos que canta un gallo. Nos fuimos a una casa con un patio enorme, empedrado, en el que cabían coches y animales callejeros, aunque no tenía baño y había que lavarse en una palangana que compartíamos con quien quisiera usarla. Mi padre hacía de chófer, todo el día fuera. Mientras tanto, nosotras preparábamos su vuelta, que tenía que resultar apetecible.
        Con un techo para nosotros, empezamos una nueva vida y no nos faltó de nada. El señorito nos daba agua y legumbres, que cambiábamos por pollos, por frutas o por lo que hiciera falta. No sería que la gente del pueblo no pasaba hambre en esos años, pero de eso yo no podía quejarme, que mis cocidos tenían huesos de jamón, pechugas de pavo y hortalizas de todas clases. Eso no quita que hubiera visto, ya con diez o doce años, en casas de vecinos, todas puestas a la vez en un fogarín, tres o cuatro ollas hirviendo los garbanzos con un chorro de aceite y agua.
        En estos sitios aprendía cosas que no le enseñaban sus padres y que nos cuenta hoy mientras nos corta las uñas, con tijeras, y chilla, como si estuviéramos tres habitaciones más lejos y no sentados sobre sus piernas. Grita como lo hacían las familias en los patios compartidos, las que se decían cosas bonitas entre ellas y hablaban barbaridades de la Iglesia, del ejército y de las putas.
         La abuela sabía ya a esas alturas quiénes eran las últimas. Llegó un momento en el cual, daba igual la hora del día, se veían por la calle y eran fácilmente reconocibles con sus pelos largos, teñidos al sol con alcoholes, y unos marcados maquillajes luminosos que no llevaba nadie más que ellas. Provocativas, se paseaban por el pueblo buscando las miradas de los hombres y se ganaban, con frecuencia, los insultos de sus mujeres. Eran exuberantes y les gustaba el protagonismo. A menudo se subían en bordillos o poyetes y bailaban al ritmo de una música que debía de estar sonando en su cabeza, pero que nadie más oía. La abuela Teresa, parada frente a ellas bajo la sombra de cualquier árbol, las observaba, fascinada por sus movimientos, con preferencia por la de los ojos grandes. Hoy echa de menos sus curvas y nos pide a sus nietos que bailemos para ella. Durante toda la función, de un solo pase y con una única espectadora, se aplaude con una fuerza desproporcionada que ensordece, que marca los pasos de los bailarines, jóvenes promesas, como lo fueron aquellas.
        Ella tiene reservada la mecedora porque, del tiempo, ha cogido su forma. El resto nos sentamos en el sofá, tan cubierto de telas que nunca se ha sabido qué color tiene. La abuela no te mira mientras habla. Siempre lleva en las manos revistas del corazón. Pasa las páginas y se hace la interesante. Mueve los ojos de izquierda a derecha, aunque no lea nada. Con los dedos húmedos y mostrando su lengua, con la boca abierta, separa las páginas y se abanica con ellas. Si las hojas se le resisten, les sopla con una intensidad medida. Esta técnica tuvo que desarrollarla de pequeña, cuando llegaron los primeros libros, porque al principio sólo se leían los carteles de las tiendas. Se dice en la familia que la abuela Teresa hablaba en voz alta, aunque no tuviese a quién dirigirse. Los del piso de al lado lo corroboran: que conversa con la televisión, que se echa riñas a sí misma, que le canta coplillas al ciclamen y que, cuando va a orinar, lo anuncia.
           No suelo merendar, pero a veces me salen los antojos. He sacado la mantequilla del frigorífico a las cuatro y a las seis menos veinte me he puesto a untar las galletas, que tienen que llamarse María. Luego las monto, unas encima de otras. Las que se rompen me las como por el camino. Cuando yo era una niña, para hacer galletas, empezabas comprando el azúcar a granel y luego ya las terminabas en tu casa. La mañana de intercambios, en el mercadillo de los martes, era lo más emocionante de la semana. Iba sola, pero allí me juntaba con gente de todas partes. Todo el mundo hacía lo mismo: se paseaba de arriba abajo, tocaba las telas, pedía probar los quesos o las aceitunas y preguntaba por los precios. Había que aprender a comprar, una no nace sabiendo. Como norma, a la primera, todo tenía que parecerte caro. Ponías cara de susto y hacías como que te ibas para que, a la segunda, te rebajaran la cuenta. Los hombres únicamente compraban papeletas, en la rifa. Se sorteaban perdices, conejos, truchas y sacos de caracoles, dependiendo del día. El ganador paseaba el premio por los bares, con aire triunfador. Yo solía soñar con hacer ese desfile. Sería la primera mujer del pueblo y haría historia.
           La romería de mayo también reunía a los vecinos. Los maridos vestían a sus mujeres con trapos de colores, que cogían forma de volantes en la cintura y en los hombros. Competían por estar casados con la más guapa de todas. Los pechos estaban realzados con corsés y los vientres se decoraban con flores o lunares; los pelos, recogidos sobre los hombros, con algunos mechones engominados y rosas o claveles por la cabeza. Todas, más blanquecinas que la leche de las vacas, se disfrazaban de gitanas, con gusto. A mí, sus moños me recordaban a los que se hacían las viejas otrora, con un pelo largo y gris parecido al de una rata. Hoy en día, las personas mayores somos distintas: el pelo blanco nos brilla y está elevado divinamente, con una gracia que más quisieran las «romeras» y sus caballos.
         Durante la hora de la siesta, entre las tres y las cuatro, quedaba prohibido, por tradición —aunque no estuviese escrito en ningún sitio—, hacer vida fuera de casa. Si no querías dormir, te asomabas a la ventana. A mis amigas más fieles de la infancia las conocí apoyadas sobre sus manos, bajo un dintel o detrás de una celosía. Nos mirábamos entre nosotras, indiscretas, y ninguna hablaba. Las imaginaciones volaban y nos inventábamos las vidas de las otras. Una, con cara de angustia, tenía que compartir habitación con su hermano. La que veía más cerca, siempre llorando, se agarraba a la reja como si le faltara el aire. La tercera pasaba las siestas en la segunda planta, abuhardillada, de una casa delgada, que desaparecía, aplastada por sus contiguas. Para ésta última tenía las mejores historias. Me imaginaba que vivía sola, que era una niña abandonada por su familia. Resultaba creíble pensar que no salía a la calle para no perderse la esperada vuelta a casa de su madre, quizás embarazada. Si ella desaparecía de mi vista, yo cerraba los ojos y era capaz de entrar en su habitación, suponiendo dónde estaban la cama y los armarios. Con los años se supo que, sus padres, a los que se llevaron un día presos, estaban entonces muertos de una enfermedad cualquiera.
         Fui yo la primera que dejó de asomarse a la ventana, rompiendo una bonita amistad. A mis amigas de ahora las he conocido en los viajes, todas viudas, del barrio, que se animan con una partida de cartas o de parchís. Les gusta más la playa que a un tonto un lápiz. Yo, que no quiero mojarme, las espero siempre en la orilla. No suelen venir a casa porque no las invito. Si se presentan sin avisar, pronto subo el volumen de la «tele» como primer aviso para que se marchen. Lo que menos me gusta de ellas es que te lo cuentan todo. No dejan espacio a tu imaginación. Prácticamente antes de preguntarte el nombre, ya te han dicho que tienen tres gatos, que van a cambiar los azulejos de la cocina y que sus nietos acaban de hacer la primera comunión.
        En realidad, si no quiere ver a sus amigas, es porque ve en ellas el paso del tiempo. A la que no le duelen las muñecas o las caderas, tiene pendiente una operación de cataratas. Además, si alguna de ellas muriera, no sería la primera. Lo más impactante de sus muertes es el motivo: la edad que tienen, que coincide con la de la abuela Teresa.
         Le gusta untarse las manos con cremas delante de nosotros. Empieza a fregar los platos cuando todavía estamos comiendo. Suele acabar la primera y, sin decir nada, se levanta a la cocina, trae la sartén a la mesa y te vuelca, en tu plato, el arroz que ha sobrado, para que no te quedes con hambre, porque, mientras tú creces, ella engorda. Con ese mismo genio, nos enseña a atarnos los cordones, ya que, desde que se cayó de frente y plantó las rodillas en la acera, cada vez lo tiene peor para agacharse. Nos sienta y no nos deja levantarnos hasta que acabamos haciendo el lazo. Del mismo modo, hemos aprendido a hacer la cama y a memorizar las tablas de multiplicar. La abuela tuvo que heredar la disciplina de su marido, que fue maestro, aunque no me lo imagino quitándose la zapatilla como hace ella. El abuelo Juan tenía, en aquel momento, el papel de nieto que conservamos nosotros hoy. La escuchaba por más que contase mil veces lo mismo, que Teresa siempre ha tenido mala memoria, no es cosa de la edad, y no sabe lo que te ha dicho ya y lo que no. Pero lo hace con tal ilusión y visos de credibilidad que nadie es capaz de mandarle que se calle, y la miramos incluso con el interés de cuando no te sabes el desenlace. A veces nos miente, pero no se le nota.
         Sus vidas se cruzaron una vez acabada la guerra civil. En los tres años que duró, el abuelo no se movió del pueblo, que no se convirtió en un páramo, aunque poco le faltase, porque las gentes se quedaron, pero las iglesias y las casas desaparecían por días. Cuando oían sonar los aviones encima de las cabezas, las familias se juntaban entre ellas, para, si morían, hacerlo acompañadas. En una de éstas, el abuelo Juan se cruzó a la casa de enfrente. Fue entonces, como regalo del destino, que reventaron la suya, y éste lo vio venir y ni siquiera cerró los ojos. Pasó los días en la calle, con la consciencia de las ruinas. A veces iba a lo que un día fue su cocina, subía sus antiguas escaleras y se sentaba en lo que quedaba de su dormitorio. Él sentado y ella mirando, así es como se conocieron Juan y Teresa, entre polvo y ceniza.
         Setenta o más años después, este Día de los Santos, la abuela Teresa calla por primera vez. Leemos su historia, sin interrupciones, y es su ausencia de palabras su presencia más fuerte. Después de cada párrafo observamos su cara, guapa e inspiradora, en silencio. Vemos su cabeza vencida por el sueño, dibujando círculos en el aire. El ciclamen, del color de su pelo, nos mira por la ventana, apoyado sobre sí mismo. Aguantamos la digestión del puchero, la cual pesa más que a cuestas, y, receta en mano, escuchando nítidamente su voz muda, seguimos sus pasos y guisamos gachas, que tomaremos de postre.
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             Los ingredientes y sus cantidades las mido a ojo. Siempre digo de apuntarlas, pero nunca me acabo acordando. Toda la vida he sido yo quien cocinaba las gachas en casa, hasta cuando mi madre iba a morirse, que le dio por comerlas. Hace tiempo que no las hago, y es que es mucho trabajo si son para ti sola.
           Es menester que tengas preparado el pan frito, cortado en cuadrados como la yema de un dedo y pasado por aceite ardiendo. Antes de nada, debes haber hervido un cazo de leche con cáscara de limón y algunas ramas de canela. Las gachas, en el pueblo, las comían los pobres, pero a mí me han gustado toda la vida.
          Una vez se tienen los preparativos, empezamos poniendo, en una sartén grande y onda, aceite de oliva. Nada más se caliente, echamos la matalahúva. Alguna vez que no he tenido matalahúva, le he echado un chorro de anís, directo a la masa, para que deje el gusto igualmente. Al mismo tiempo, freímos tres o cuatro cucharadas grandes de harina de repostería, por persona. Si somos dos, como es el caso, seis o siete.
        Cuando la harina se tueste, a la que tenemos que haber añadido una pizca de sal, habrán pasado tres o cuatro minutos. Seguidamente, vertimos, poco a poco, la leche. Cuanto más fría, mejor, porque evitamos que se formen grumos. Sin olvidar la que pusimos en el cazo. Con la leche, también volcamos azúcar hasta que quede dulce. No se necesitan muchas horas para hacer gachas, pero, si dejas de remover, se echan a perder.
         Sumamos leche hasta que la masa la rechace, que puede llegar a ser casi un litro por comensal. Si se te acaba, las aclaras con agua, como hacían los antiguos, que eran más listos que el hambre. Hay que pasarle la varilla hasta que duela el brazo y las gachas empiecen a hervir. En este mismo momento, coges una cuchara y las pruebas, que también están buenas antes de quedar frías. Si ves que están listas, las vuelcas en los platos o las fuentes, como ahora. ¿Ves? Trae «acá p’acá» los tostones, que se los pinchemos sin que se pongan duras. Por encima, espolvoreamos azúcar y canela en polvo, dándonos golpes suaves en la muñeca, para que no caigan de una vez. Ahora ya, las dejamos en reposo hasta que estén en su punto. Mientras, voy a bajar una chispa a la calle.
        Y se marcha, dejando el rastro de su sonrisa, que nos gana y nos rescata, grabada en el tiempo.
        (Claro, abuela, vete a dar una vuelta; nosotros te esperamos. Siempre estaremos esperándote).

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JUAN CASTRO SÁNCHEZ (Córdoba, España, 2000). Es estudiante del grado en Fundamentos de la Arquitectura en la ETSAM. Finalista en varios certámenes literarios de ámbito nacional, desarrolla una faceta creativa en la que combina arquitectura y literatura. En la actualidad, se forma y colabora con La Joven Compañía, en Madrid. Participa como director creativo y artístico en la compañía de teatro musical Deep Darshan.
Su relato ‘Cómo guisar gachas’ es inédito.

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    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856

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    Jose Manuel Ferrandez Verdu
    Juan Amancio Rodriguez Garcia
    Juan Cabeza Torru
    Juan Castro Sanchez
    Juan Francisco Hernandez
    Juan Mireles
    Juarjo Gomez
    Julio Quintana
    Kalton Harold Bruhl
    Lorena Maro
    Luis Sanchez Martin
    Manuel Alcalde
    Manuel Casal Lodeiro
    Marta Ledri
    Martin Arias
    Miguel Angel Hernandez Navarro
    Miguel Catalan
    Miguel Rodriguez Otero
    Miriam Gomez Vegas
    Nacho Montoto
    Natxo Vidal
    Natxo Vidal Guardiola
    Nicolas Kouzouyan
    Noe Israel Borja
    Olga Beltran Filarski
    Paz Hinojosa
    Pedro Sanchez Sanz
    Perdendosi
    Pilar Sanchez Lozano
    Rafael Lopez Vilas
    Raoul Frary
    Ricardo Cano Gaviria
    Ricardo Hirschfeldt
    Roberto Bernal
    Roberto Garces Marrero
    Roberto Mascodagama
    Rodrigo Lopez Romero
    Rodrigo Osorio Guerrero
    Ruben Lopez Ferandez
    Samuel Pardo Martinez
    Sara Montero Anneren
    Sergio Barreto
    Tomas Solazzi
    Victor Almeda Estrada
    Victor Gutierrez Sanz
    Vilma Dominguez
    Viren Mahtani

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