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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

JUAN MIRELES

5/3/2017

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UNOS HOMBRES
         Voy de camino a encontrarme con unos amigos de hace muchos años. Quedamos de vernos a las cuatro de la tarde en el café de la esquina que no tiene nombre. Dijeron que querían hablar del pasado, de eso que hicimos alguna vez, y no me acuerdo. Hablaron de edificios, de casas, de parques, de algunos juegos, de risas, de otros amigos, de otras personas circundantes, de chismes. Hablaron de sus proyectos, de sus logros, de cuán felices son ahora, y en esa felicidad una cierta nostalgia, así sus caras, mirando hacia adentro, en sus memorias. Salimos del café, después de compartir algunas horas. No la pasé particularmente mal; es decir, la plática rondó sus vidas, y yo no tuve ningún interés en hablar de mí, no tenía caso. Antes de llegar a mi casa pasé a comprar un poco de pan, porque en las noches necesito un pan, puedo comerlo sólo con agua o refresco. Yo no tomó café, no me gusta el café.
         Los viejos no duermen sin antes haberse comido un pan con leche o café o té, no lo perdonan, así como yo, pero yo sustituyo mi bebida por agua o refresco. No duermo sin un pan en el estómago, prefiero los panes con relleno de fresa o piña, pero más los de fresa, a veces panes con un poco de chocolate, pero en ocasiones, sólo en ocasiones porque no soy muy partidario del chocolate.
         Hace tiempo vivo solo, no hay ninguna razón para hacerlo –para mí aislarse es un propósito que se sostiene por sí mismo-, simplemente me gusta estar solo porque en la soledad hay un silencio reconfortante, liberador, no como el silencio de los viejos que es más melancólico: un echarse atrás para desandar y alejarse un tanto de la muerte. Para algunas personas el silencio es quedarse solos, no por gusto, no por voluntad sino porque los abandonaron, porque los amores se van muriendo. Eso es quedarse solos, pienso, eso es sentir miedo, temerle al silencio que confirma las pérdidas.
         Leo a Amos Oz junto a la ventana que da a otras ventanas y a otros muros. Leo: el papel hará una llamarada durante un instante y luego se desvanecerá hacia otro mundo, el papel es liso, se siente seco al tacto, yo no soporto esa sensación, esa textura sonora que se vuelve insoportable a la fricción, y sin embargo la frase es bellísima: el papel hará una llamarada durante un instante y luego se desvanecerá hacia otro mundo. Yo a veces soy el papel, otras, la llamarada o el instante o únicamente el desvanecimiento: incluso en ciertos momentos soy ese otro mundo al que nos vamos todos.
          Ayer tocaron a mi puerta para invitarme a uno de los bares que quedan cerca de mi casa —sin nombre—. Aquellos eran muy jóvenes, nunca los había visto pero parecían conocerme. Fui con ellos, sin ninguna razón. Bebimos toda la noche, y ellos hablaban de mujeres, de las suyas y, mejor, las de otros con un entusiasmo que ya no siento. Fantaseaban con estar con ellas, con la mujer de otro, y paseaban la pregunta “qué se sentirá estar con ellas”: imaginarse dentro —descubrir es despertarse a las cosas, a las personas—. Hablaban de intercambios. Hablaban de divertirse. Hablaban de cosas apenas desveladas —en ese ansia—, por ellos, no por mí que ya lo había vivido todo.
       Leo a Barthes y lo parafraseo: Cualquier profundización en el pensamiento es un acto revolucionario, demasiadas licencias me he tomado en esta cita, demasiada interpretación, demasiadas palabras mías, pero me funcionan, para estos momentos en los que escribir es un acto de revelación pero también revolucionario: ir en contra de uno mismo es escribir. Se escribe para revelarse en contra de uno mismo, para derribar al gran yo que nos contiene y nos perturba. Con cada palabra le quitamos un tanto de ese caparazón rancio que nos contiene.
          Pensar es estar solo —me digo—. En el bullicio no se puede pensar y yo no sé hacer otra cosa, no sé no pensar, no sé cómo sustituir a las ideas, con qué se sustituye al pensamiento, a las ideas enlazadas, a esa imaginación herética.
Más tarde unos viejos se interesaron en mí, yo me distraje de lo que estaba leyendo y pensando, de esa sensación que contienen las palabras. Estaba sentado en la banca del parque —está a pocas cuadras de mi departamento—, iban caminando cuando me llamaron, querían que me acercara. No se detuvieron así que me uní a su ritmo, a su cadencia, a su desandar. Platicaron de sus vidas, de todo eso que habían ido perdiendo con los años, sus funciones motrices, la diversidad de voluntades que ahora deben sustituirse por ayudas artificiales o por otras manos ajenas. Quisieron intercambiar palabras conmigo, pero les dije que yo no era demasiado viejo todavía como para poder hablar de mi pasado. El pasado es de los viejos. El pasado les interesa a ellos. El pasado está en la evocación al mirar las cosas, los objetos. Los viejos miran demasiado, continuamente, sus figuras en el librero, sus libros, sus muebles antiguos, sus camas, sus televisores. En cada cosa encuentran a alguien con el que conversan. Yo no puedo conversar con nadie, no todavía. Ellos entienden y no me hablan más, pero permiten que siga ahí. Uno de ellos, sin mirarme, dijo que de lejos yo parecía viejo, que ellos iban recogiéndolos, a todos los que veían solos, perdidos. No le respondí. No hacía falta.
          Vuelvo a mi recámara y la noche aprieta porque el frío porque el sereno llega, y también es helado, así lo dicen los viejos que andan por caminos de tierra, en los pueblos, a la espera de una guía, de una luz que los lleve hasta los maderos y el fuego y el humo y la cama a un costado, sin quitarse la ropa, porque el frío.
          Leo algunos poemas, leo rostros afligidos por la soledad, por la muerte, por el no pertenecer, leo a Pizarnik, leo la presencia de la muerte en sus poemas, leo la noche en su poesía. Hay una suerte de paz que conmueve en el anochecer de sus versos, en ese “me van a morir”, y los que van son tantas que llevan consigo su rostro.
         Vuelvo a la pluma y a las hojas. Releo mis memorias y con ello a los amigos, a esa reunión en el café sin nombre, cuando todavía era capaz de hablar —y cuánto hablé— de mí sin pensarlo demasiado, en esa juventud que se va pareciendo más a una madurez que encapsula y serena. Y a los jóvenes del bar con los que me identifiqué en cierta adolescencia, en la que nos bebíamos todo. Después pienso en lo viejos que se habían vuelto mis amigos cuando pasaron por el parque en el que un día decidí sentarme a escribir esto. Y es cuando pienso en el cierre, en darles una salvación, un paraíso, pero el sueño, los ojos decaen, la tensión se pierde y entonces hay que empezar de nuevo, al otro día.
         Mañana les buscaré un final a mis muertos, tal vez tenga que salir para hallarlos, para que sigan contándome cosas, o tal vez deba esperar a que vengan, aunque últimamente han dejado solo el vacío.
Tal vez solo necesite mirar esas otras ventanas, quedarme viendo esas ventanas hasta que ese otro lado se manifieste, hasta que ya nada pueda ser en realidad alguna cosa, hasta que sienta que soy parte de una manifestación continúa de algo, eso que llaman inspiración, entonces es posible que ahí estén, imaginándose que alguien los imagina, soñándose que los sueñan.
       Pero no lo sé, tampoco ellos. Por la mañana intentaré darle un cierre a eses hombres, no por ellos, ellos ya no importan, sino por mí, que cargo con una suerte de angustia, de obsesión por ubicarlos en algún sitio.

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JUAN MIRELES (Estado de México, 1984). Es editor. Actualmente dirige la revista de literatura y arte Monolito. Es autor de la novela Yo (el otro) Octavio (El viaje, 2014). Ha colaborado en una treintena de revistas y suplementos culturales de Latinoamérica, Estados Unidos, España y Brasil.
Mantiene la bitácora [juanmireles.blogspot.mx].

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