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FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

GREGORIO CAMACHO     FERNÁNDEZ

16/2/2023

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LA PRIMERA PALABRA
        Esa mañana aquel sapiens que vagaba por el llano no se preocupó, como las demás, por ir a beber agua del río, ni si este bajaba cargado de provisiones, como de ordinario, no se arrojó sobre el cuerpo de sus congéneres, no bramó desde la oquedad donde pasaba sus noches al sentir su pecho afligido, no arrancó hierbas para engullirlas... El hombre que inventó la primera palabra observó a la mujer, camuflado tras unos arbustos, atisbando su silueta recortada por la luz emergente de la aurora, corrió tras ella entre los afilados cuchillos del sol que despuntaba y en su camino, entre flores de colores inusitados, obnubilado, la contempló, descuidada, barzoneando entre las sombras del amplio semicírculo del mediodía.
        Unas noches atrás, al amparo de algún sicómoro se le escuchó balbucir un sonido extraño —no un chirrido ni un berrido— una articulación que se afilaba conforme contraía la boca alzando la cabeza hacia las ramas, como queriendo percibir el claro influjo de la luna. Durante algún tiempo, solo se la pronunciaba a sí mismo, receloso de su invención, donde escondido, abría el cofre de su caudal, dando rienda suelta a un silabeo extraño, forzando sus cuerdas vocales, su lengua y sus labios, y como tirando de un invisible torcal, arrancarse de dentro aquel estímulo sonoro, respirando entrecortado, hechizado por su alcance.
          Dejaron de importarle, entonces, aquellos desvelos de antaño que marcaban el rumbo de sus días como ser la avanzadilla cuando migraban en las épocas secas, golpear más fuerte que los demás, llegar el primero al risco; se le antojaban ahora un estruendo: el aullido de una fiera, el bramido del jefe o el quejido de una liebre recién cazada. Solo vivía para aquella voz que le palpitaba, a la que al principio no prestó atención, pero que volvía pertinaz, absorbente, aleteando sobre su cabeza, como el canto de un pájaro: redondo, perfecto, exacto.
          La escuchó por primera vez en sueños, de boca de una mujer esquiva, cuando corría tras ella entre brotes de avena loca, descubierta de pieles, voluptuosa, juguetona, velada apenas por las matas de gramíneas, y se la susurró al oído, enredados, en pleno éxtasis de placer. Así despertó del mundo de los sueños, corrido de gozo, enajenado por lo ocurrido, con un mensaje inédito. Atrapado desde entonces por aquellos dos fonemas armoniosos, intentó muchas noches retornar al sueño donde todo empezó, pero fue imposible, ese mundo es caprichoso, por su voluntariedad no pudo volver a ver a la mujer que le transmitió el mensaje ni a tocar sus pechos placenteros, su piel ebúrnea, comprendiendo que su función fue engendrar la palabra de la que era ahora portador, y que acarrea como si de un hijo se tratase, a la que se dedica a todas las horas, posada sobre él, como las moscas, como el viento, como la fina lluvia.
          En el grupo lo escuchan pronunciar aquella articulación sonora, sin que sepan muy bien a qué se refiere, mientras señala al sol, al arcoíris, a la mujer, al fuego, a las nubes. Él tampoco sabe que pretende solo que esa palabra lo es todo: la teme, lo sobrecoge, le augura un temblor de tierra cuando se le aparece, como el que vio siendo niño y abrirse la tierra en dos y a la gente correr desalentada y fuego en los árboles y animales huyendo y ráfagas de viento y ramas sueltas; sabe que es más fuerte aun que todo aquello, se estremece, se le eriza la piel al barruntarla.
Se le aparece en cualquier momento, cuando va de caza con los demás, cuando afila un palo contra un canto, cuando olfatea el olor intenso de la sangre, usurpado por ese sonido que lo llama desde el abismo, que lo paraliza y enloquece. Los otros, asombrados, lo empiezan a otear como a un extraño, ya no lo conocen y se miran entre sí cuando lo observan.
          Una mañana se acerca a la mujer de la que espera un hijo y se la pronuncia muy despacio arqueando los labios, marcándola bien entre los dientes, dejando salir ese soplo de aire que encierra una vida. Ella se asusta, pues no viene empujado solo por el olfato y el sexo como hasta ahora, y lo aleja de sí, ceñuda, con la cara informe por la avanzada gravidez. La mujer le grita, le entorna los ojos y le frunce los labios, receloso no del hombre, sino de su nuevo artefacto, la palabra, esa perversidad del mundo onírico que desconoce.
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         Durante una época no vuelve a repetirla. Ya que tanto hiere a los demás, intenta vivir como ellos, como antes, negándose a sí mismo, obviando su silbido interior. Pero es inútil, el hombre sucumbe a aquello que lo abduce con una fuerza imperecedera, que perentorio lo reclama.
        Apoyado en un palo de acacia, apartado por todos, inicia un lento peregrinar sin rumbo, hacia el sur, donde el agua es escasa y abundan los escorpiones, solo protegido por un verbo, que cada día lo acompaña. Encuentra otros grupos que, recelosos, lo rechazan al verlo solo, por enfermo, por excluido quizás, murmuran entre ellos con su lenguaje aun sin palabras, solo barruntos, quejidos, como el de los animales; alguna mujer lo requiere al mirar atrás, pero es reprendida por su jefe.
       Come lo poco que es capaz de conseguir por sus propias manos, las bayas que alcanza con su brazo, la carne que le dejan las hienas, las gotas de rocío hurtadas a las hojas de los árboles, la sal en la ribera de las rocas, y prosigue, impulsado por la fuerza de su creación.
        Tras una larga temporada entre bestias y alimañas, libre de los hábitos y vicios del clan, sale en su búsqueda, recuerda al hijo que debió nacer y a la mujer que lo debió parir, recuerda a los otros, los buenos, los malos, los amigos lo que lo repudiaron y al jefe que lo arrojó de ellos... Orientado por los vientos que siempre desvelan cualquier misterio y dejan huella del paso de los hombres, avanza hacia el norte y luego hacia poniente, donde las tierras son más frescas. Más delgado pero robustecido por su aislamiento: ha tenido que luchar contra todas las dificultades a las que antes se enfrentaban todos juntos.
       Sobre una montaña avizora al grupo, ya más numeroso, a varios días de marcha; un último esfuerzo para llegar hasta ellos: se provee de termitas bajo las rocas, de reptiles infrecuentes, de plantas y flores y duerme con su palabra retumbándole en las sienes. Al llegar al valle todos se asombran de su presencia, la mujer lo mira agarrada a un niño pequeño mostrando su enorme vientre. El jefe sale a defenderlos del más inofensivo de los suyos, le increpa, le alza un palo y persuade a los otros a que le secunden. El hombre, viste nuevas pieles y una barba más larga, más afilada la mirada, permanece impertérrito.
      En la danza torpe de los dos hombres no luchan dos guerreros, sino la fe de un mundo nuevo contra otro que se apaga, no es la fuerza la que vence sino la esperanza. Casi sin poder evitarlo, el hombre solo, pertrechado de su cuerpo, mata al jefe y se queda con su cabeza inerme entre las manos, apenas con un leve giro de muñeca; ya lo había vencido desde mucho antes de avistarlo, como lo supieron todos desde que intuyeron su presencia. Coge al pequeño sobre sus hombros y le muestra los riscos, las hilaturas de agua que caen deshilvanadas por las rocas, el sol posado sobre ellas, la densa tarde presurosa, verde, junto al valle, y le regala una langosta saltarina, alza los ojos hacia él, que le responde con muecas y zalamerías, y le pronuncia la palabra que el pequeño balbucea.
        El grupo se asienta en el valle bajo tiendas de ramas y pieles, cerca del gran río, parapetados por el bosque, donde abundan los alimentos y el agua, y donde se multiplican en poco tiempo.
          El hombre envejece, postrado a la sombra de los árboles, contemplando las plantas, el cielo, las puestas de sol, dejándose acariciar la cara por los niños, rodeado de los hombres, antes y después de salir de caza, de las mujeres encinta que se le acercan para que les pose la mano sobre sus vientres, otras le incorporan el cuello para ayudarlo a beber. Recuerda a la mujer que le enseñó la primera palabra, cree verla en la joven que le asiste, con unas piernas hermosas y unas manos bruñidas, pese a unos molestos rayos de sol de frente que le impiden verla con nitidez. En calma, inmerso en un lento y apacible sopor —le pesan la cara, los párpados, la frente— se deja arrastrar por el sueño, donde sí ve con más claridad a la joven esquiva. La escucha pronunciar de nuevo la palabra y a todos los que están a su lado —todos al unísono— repetirla, ahora sí, perfectamente. Arrebolado su corazón, es agarrado por la persuasiva muchacha que lo atrae hacia sí, sin soltarlo, y juntos abandonan el valle, los dos, entrelazados de las manos, sintiendo su piel caliente, su aliento cálido, sus mechones de pelo movidos por el viento rozándole la cara...
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GREGORIO CAMACHO FERNÁNDEZ (Almonte, España, 1974). Es Licenciado en Derecho y jurista de profesión. Ha sido profesor de la UNED. Escribe relatos y está enfrascado en su primera novela.

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