FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
ENSUEÑO ¡Lárgate!, me gritaba Cinthia, que no soportaba mi presencia en esa fiesta. ¡Lárgate, bruja!, ¡desgraciada!, ¡te me vas! Me tronaba los dedos para enfatizar su descontento y su voluntad de que yo desapareciera de allí en cuanto antes. Me terminé yendo sólo porque despertó empapada en sudor de la rabia. En su sueño, Cinthia misma me había invitado a la fiesta. Su casa estaba llena de gente con disfraces de animales, de princesa, superhéroe, cura, prostituta, vampiro, luchas libres, botargas de latas de bebidas alcohólicas, verduras variadas, y más. Yo tenía puesto un disfraz como de gato negro con un escote pronunciado, pero para Cinthia, en la pesadilla, yo era un monstruo. Una presencia extraña y maligna que arruinaba el ambiente y creaba caos en el espacio. Por eso quería con todas sus fuerzas que me fuera de su mente. Fue similar con Esther, que llegaba y tomaba al niño de mis brazos, que ahora era un perro que ladraba con estruendo ladridos de mucha ansiedad. Yo cargaba a su hijo, mientras le cantaba una canción para dormir y el niño, que aún no estaba en edad de hablar, lloraba llamando a su madre, diciendo, mamá, no quiero que una extraña me cargue, quiero que me cargues tú, mamá. Yo desaparecía de la imagen por completo y evidentemente no sé qué fue de Esther, ni del niño, ni del perro, ni de mí misma porque esa noche Esther no volvió a soñarme. En otros sueños, en cambio, mi presencia es bienvenida. Como Juanjo, que soñó que estábamos solos él y yo en un cuarto tapizado de espejos y que me desvestía y me dejaba hacerle todo lo que yo quería, más bien, todo lo que él quería que yo quisiera; desde besarle el cuerpo hasta sentarme en su miembro, para probablemente despertar y descubrirse solo en una cama con la verga endurecida y tener que arreglárselas él mismo para acabar de satisfacer el ardor que yo en el sueño, por más que él quiso, no pude quitarle. También me deseaba una mujer, aunque nunca descubrí quién era, porque ella misma se soñó borrosa, con facciones constantemente cambiantes. Estábamos en una sala con más gente, en una especie de reunión. Ella me llevaba a la cocina de la mano. Yo traía minifalda y cuello de tortuga; ella un vestido negro de tirantes delgados que se le cruzaban en el escote profundo de la espalda. La cocina estaba desordenada, llena de enseres domésticos e ingredientes diversos en bolsas de plástico y paquetes de aluminio a medio abrir. Yo trataba de recargar mis nalgas y mis manos sobre la mesa, pero no encontraba un espacio vacío, así que ella me llevaba contra la pared, bajo un reloj, donde nos mirábamos unos segundos sonriendo. Su cara, entonces, se tornaba insinuantemente hermosa. Mis manos sentían la suavidad de su espalda mientras jugaban con los hilos del vestido que le cruzaban el dorso. Mi cara se acercaba a la suya exhalando pausadamente, haciendo ese gesto que hacemos todos cuando vamos a besar. Ella me tomaba del cuello, acariciando mi nuca suavemente, mientras yo bajaba mis manos hacia la curva de sus nalgas y comenzaba a besar sus labios maquillados tenuemente... Los labios más finos y suaves que un sueño pudo darme... En eso entraba alguien más a la cocina, que aunque ya no era cocina en imagen, en concepto seguía siendo, y pronunciaba un ruido apenas comprensible. Hablaba sobre gansos. Algo sobre los gansos... La soñadora respondía y en el acto se le aflojaban los dientes. Lo anunciaba mientras movía el colmillo con su lengua de atrás para adelante hasta que se le caía y lo atrapaba en su mano. Luego volvía a besarme y yo sentía otro de sus dientes en mi boca, pero no lo tomaba personal, porque era solo un sueño. También he sido y he hecho cosas que no hubiera imaginado nunca. En el sueño de Marcela yo era maestra de yoga y daba clase en distintos idiomas concatenados en una misma frase al azar. Hacía malabares y poses con el cuerpo, pero también al hablar: now let’s do the downward facing dog, you want to stretch your legs a bit more and point your hips towards the ceiling and si tu peux écarter les doigts, les doigst de la main vont toujours bien ouverts, parce que die Finger sind wie Antenen, deswegen musst du sie ganz offen lassen, immer ganz ausgestreckt, anche le dita dei piedi sono importante, il faut bien les écarter! Yo decía todo esto sin entender realmente las palabras que salían de mí. La que habla esas lenguas es Marcela, a fin de cuentas, y no yo. Alejandro, por su cuenta, me veía a lo lejos, en sueños, del otro lado del lago, queriendo llegar hasta mí. Yo lo saludaba, dándole la espalda a las montañas que lo llamaban junto conmigo. Se veía a la distancia que quería hablar, pero abría la boca con dificultad y no podía emitir ningún sonido. Remaba un bote de madera y yo lo veía desde la orilla, con mi cara sonriente, que no era en verdad mi cara, aunque seguro que era yo, de otra forma no lo podría estar contando. A la mitad del lago, Alejandro se paralizaba y yo entendía que él trataba con toda su voluntad de remar para llegar a mi lado, pero no lo lograba porque su cerebro no se conectaba con sus brazos ni con su boca. A mí se me empapaba la cara en llanto porque quería que llegara conmigo. Quería estar con él, o más bien, él quería que yo quisiera estar con él, o más bien, su subconsciente quería que yo quisiera estar con él. Así que salté al agua para alcanzarlo, apareciendo en el sueño de otra persona. Me habrán soñado dos la misma noche. Estaba debajo de una regadera, cantando canciones que no conozco, cuando las gotas tibias del agua comenzaron a hacerse más pesadas y a pegarse unas con otras, calentándose hasta formar un chorro de agua hirviendo que me hizo reír porque ahora tenía que saltar dentro y fuera de él a toda velocidad para poder enjuagar el shampoo que se desbordaba en forma de espuma blanca en mi cabello. Salí de allí en toalla y me encontré en una vecindad de esas que están desapareciendo, con patio interior y muchas plantas colgadas de los barandales de cada piso. Ese sueño olía a añoranza. Rodeé uno de los pasillos, de pisos de lozas flojas de distintos colores y patrones. Me asomé por las ventanas hasta que vi a Julián dentro de un cuarto, tirado en un sofá donde un segundo después yo también estaba acostada y ambos sentíamos mucha paz de estar platicando en ese sillón juntos. Martín en cambio soñó con mi muerte. Me daba algo así como un infarto de la nada y él miraba desde la ventana del tercer piso de un edificio cómo me desvanecía a media calle y se agotaba mi existencia. La siguiente escena era mi velorio con gente llorando. No había muchas personas, pero más de las que siempre imaginé que asistirían a despedirme cuando llegara mi muerte. Esto lo sé porque en un momento yo misma platicaba con la gente vestida de negro, tomando un vino rojo y saboreando un canapé. En el fondo del cuarto yo veía mi propia urna ocupada por alguien más que estaba durmiendo y soñando conmigo, probablemente, por estar en mi ataúd. Si acaso lo hizo, ese sueño se esfumó de mi recuerdo. He sido, entonces, anhelos, deseos, miedos, presagios, horrores, tristeza, coraje, fobias, ardor, ansiedad, amor, incertidumbre y calma. Pero estoy cansada de vivir en los sueños de otra gente. Me agota vivir de esta forma, con mi imagen apareciendo sin que yo lo quiera en la negrura de otras mentes cuando el subconsciente se apodera de sus frágiles consciencias. Me gustaría que alguien soñara con mi muerte definitiva o que la persona que me está soñando muera ella misma en el momento preciso en que me sueña. Quizás así se acaba para mí esta locura de vivir en cabezas ajenas, haciendo cosas que yo no dispongo, viviendo una vida absurda basada en una imagen trunca que otra gente crea de mí.
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ÚLTIMOS DÍAS DE PESCA La cosa es así: M duerme y el actor espera en la cocina a que se despierte. El actor es su padre y M duerme porque todavía es temprano. Son las cinco de la mañana. El actor se levantó hace apenas unos minutos, pero él siente que ya espera. Apenas hace diez minutos el actor dormía plácido, pero ahora siente que espera, y también siente que el mundo le debe algo. Por eso, mientras hierve el agua para el té, se atusa el pijama con exacerbado mimo, como si alguien lo espiara, como si alguien se tomara la molestia de distinguirlo en la oscuridad. Él anda así por la casa: en oscuridad. Vive de las luces auxiliares. Su iluminación es una nota ad hoc de sus acciones. Si tiene hambre, lo acompaña la luz de la nevera abierta. Si tiene sed, el piloto de la pava, pues cuando tiene sed acude a la infusión y té es lo que bebe. Solo té. Té y ginebra es lo que bebe. Té, ginebra y algún roncito tal vez. El agua sola no le gusta, no le da placer, le hace mal, dice, se nota como encharcado por dentro y que la comida le nada por la barriga. Si se aletarga en el salón, será el fantasmagórico destello de la televisión prendida a deshoras el que haga las veces de móvil cunero y lo meza hasta el sueño. De esta manera se mueve por el domicilio: dedicado a apagar las luces que los demás olvidan o a las que esperan retornar; permaneciendo en la penumbra o caminando a trompicones, según; palpando las paredes con el cuerpo y salpicándolas de desconchones o asustando involuntariamente a quien sin esperarlo lo encuentra en algún rinconcito de la vivienda, mirándose en algún espejo o con los ojos de zorro perdidos en el jardín, recordando o quizás planeando algo. Desde hace años existe la duda sobre si él mismo es un electrodoméstico. Pero un electrodoméstico no se atusaría el pijama de la forma en la que él lo está haciendo ahora mismo, en la oscuridad de este instante, de esta otra madrugada más, de este desvelo vigente igual al milímetro a otros que hubo. Y pese a que sabe, pese a que conoce con certeza que de ninguna manera alguien lo observa en esta todavía noche cerrada, el actor, desde alguna reconditez de su interior, piensa que quién sabe, que por si acaso, que por qué no. Y se atusa unas arrugas que si es que están por seguro no se ven, no a esta hora, no en esta oscuridad, y utiliza el vidrio como azogue y lo escudriña tratando de verse, y con éxito lo logra: se intuye en el reflejo. Consigue pergeñarse el rostro y en él identifica sin dificultad su pena: la encuentra, la enfila y la esquiva rápidamente. Y redirige la mirada a su cabello. Se lo mesa para darle volumen. Se lo peina con los dedos. Pero, en cambio, curiosamente (o no tan curiosamente), no se preocupa de igual forma por otras tantas cuestiones que también pudieran merecer una parte de su adormecida atención. Ni bola les da a las alpargatas rotas o a los roídos cordeles que en hilillos le cuelgan por la huevada del pantalón con el que duerme en las noches. Ni caso le hace a la peste somnolienta de su boca. Ningún reparo le da las largas uñas de los dedos gordos de los pies —que por motivo desconocido crecen a ritmo superior que el resto—. Pues él sabe. Sabe y conoce. Sabe a ciencia cierta que todo estos asuntos son imposibles de espiarse, que todo esto es inalterablemente imperceptible por el hueco del ventanal, por el hueco de la dichosa abertura a través de la cual imagina que podrían llegar a observarle, la cual, empotrada justo encima del fregadero, solamente le expone medio cuerpo, su parte superior, y, por lo tanto, lo protege en mitades, deniega la visión de ciertas áreas, restringe un algo de su intimidad, concede la condición de inexistente —pues lo que no se ve no existe— a sus desperfectos, fracciona su preocupación y lo convierte en intachable. Al menos desde fuera, desde donde él supone que lo vigilan. Al menos en condiciones normales: a través del ventanal y en esta oscuridad suya. Y esto él lo sabe. Es conocedor. Y prepara el té y gustosamente se peina con los dedos los cabellos de la melena con la ayuda que le concede el reflejo del vidrio mientras espera que hierva el agua, pues el actor cree a pies juntillas que alguien despeinado no comporta vanagloria, en tal caso se trataría de un mero derrotado sin carisma o entidad, un infausto, un chucho de la calle santiaguina. Pero no se encinta el elástico del calzoncillo o remete la camisilla de tirantes por el pijama a fin de que los lamparones que la decoran queden ocultos, no. Solo cuida de aquello que pueda llegar a verse, a señalarse por alguien, a señalarse por alguien de fuera. M duerme ajeno al desvelo del actor. M sueña con tejados naranjas y rotondas en el aire, con carreteras extensísimas del color del petróleo, untuosas e ingrávidas de un abandonado paisaje lunar. Y ni los pasos arrastrados del actor ni los toquecitos que ha dado en la puerta de su habitación lo han despertado. Ni lo harán los intentos siguientes. M no oye. No oye ni ve nada más que sus propios sueños: los tejados en flor, las rotondas sucediéndose en planos subsecuentes, las carreteras de montaña discurriendo por peligrosos desfiladeros de gas y hueso, los despeñamientos que uno tras otro inquietarán sus próximas horas y acelerarán su pulso hasta despertarlo bruscamente. Y eso es raro en él, porque M no sueña casi nunca. O si acaso sueña, siempre lo niega y dice que no ha soñado, que él no sueña. Y dice la mentira sin culpa alguna y crudamente, porque M no quiere tener que explicar sus sueños. Sus sueños son suyos. O, tal vez, a lo máximo, si ocurre que se complica la elusión al no encontrar fuerzas para mentir, inventa algún sueño para que quien le pregunta (normalmente A) lo deje tranquilo. Y así zafa, aunque no le guste mentirle a A. Pero sus sueños son suyos y en realidad escasísimas veces cuenta lo que sueña. Se lo guarda íntimamente para sí. La pestaña salta y sofoca de pronto la única tea de luz que abrigaba la cocina. El actor, repentinamente imposibilitado, después de mantenerse absorto unas milésimas extra en lo que había sido su reflejo, ceja en su fijación y deja de mirarse en el vidrio. Sirve el agua a tientas: palpa el asa de la pava, palpa el asa de la taza, vierte por intuición. Pone las manos arriba de la taza para calentárselas. Es verano y afuera se presiente un calor pegajoso y desacertado, un calor desubicado en una noche como esta. En cambio, la temperatura en el interior es fresca, se mantiene agradable gracias a la orientación de la casa, que no recibe sol directo tras el mediodía. La sensación que el vapor le produce en las palmas también es agradable, pero la cabeza amaga con empezar a picarle y el actor decide apartar las manos demasiado pronto. Pronto para lo que hubiera sido un gesto, digamos, orgánico. Se piensa ridículo por ello, por haber apartado rápidamente las manos, y, aunque no se detiene a mirar hacia el exterior por el hueco de la ventana, siente reparo de sí mismo y se arredra. Musita algo entre dientes mientras camina hacia la mesa. Extiende el brazo libre esperando asir el respaldo de la silla. Lo encuentra en topetón. Se sienta, sin arrepentimiento alguno por el estruendo ocasionado en el arrastrar de la silla. Musita otra cosa y se calla de golpe. Hace rodar las manos por el cuerpo de la taza, teatral. Se quema pero evita retirar las manos. Aguanta. Soporta la quemazón apretando los dientes y concentrándose sobremanera en habituarse al calor. Su mente se quiebra primero; después, su cuerpo: la mandíbula se rinde y las enrojecidas manos se le separan del recipiente en un espasmo involuntario. Se maldice mientras resopla. Se caga en la puta. Me cago en la puta, profiere la voz de su mente. Sacude las manos enérgicamente en el aire. Se siente un tonto a las tres. Otra vez. La sensación de ardor se va diluyendo, pero imaginar que alguien pueda haberle visto por el hueco del ventanal le irrita y avergüenza a partes iguales. Coge aire y resopla aunque ya no siente dolor. El dolor ha pasado pero el actor resopla entre dientes, como si reuniera fuerzas para enfrentarse a alguien. Vuelve a resoplar, ahora con los labios hacia fuera, exhibido, y cierra mecánicamente los ojos a la vez que el aire escapa de su boca. Se frota la cara con las palmas de las manos y siente las reminiscencias del calor en el pelo de sus despeluchadas cejas. Se destapa la cara ipso facto. Suspira profundamente. A medio suspiro comienza a hacerle recortes al aire expulsado hinchando los carrillos a modo de trompeta y construyendo un ritmo con las subsiguientes expulsiones de aire. No parece una canción reconocible. Es una cadencia improvisada sin intención. Un sonajero. Esto lo logra calmar. Así pasa unos minutos. Entonces, se decide a planear mentalmente el día. Voy a planear el día, se dice. Paso a paso, se dice. Si M se demora en exceso me marcho yo solo, se dice. El actor acaba de cumplir 62 años. Es el verano de 2022, finales, y el actor ha cumplido años, pero no ha querido celebraciones ni fiestas. No estoy de humor, decía, no quiero ver a nadie, decía, no me apetecen grandes aglomeraciones, decía, y solo aceptó una cena íntima en un conocido restaurante de la costa con la familia. El actor antes estaba rechoncho. ‘Antes’ hace referencia a casi siempre. El actor casi siempre ha estado rechoncho, de esta forma está mejor dicho. En aquella época, su nariz, una especie de gancho con ángulos imposibles y prestancia contradictoria, si bien siempre había sido el único reclamo de su rostro, por aquel entonces se disimulaba entre los mofletes y el ancho cuello, que se le trepaba perverso a la cara. Pero el actor no recuerda que una vez fue gordo. El actor no recuerda que casi siempre ha sido gordo. De hecho, se sobresalta cuando de tanto en cuanto alguien hace alusión a su complexión anterior. Se extraña y piensa qué coño dice esta. O: este es un acomplejado y un mamarracho y un inventor. Todo un acontecimiento, pues, en realidad, tampoco es que hubiera estado gordo, sino que, como esa suerte de pandemia universal a extramuros que pareciera que nunca se decidirá a cernirse sobre uno, le llegó la adultez. Y entonces se le puso cuerpo de padre. Nunca fue gordo si se quiere ser exactos. Innegablemente, estuvo pasado. Bajo ningún concepto se podría defender que gozó de un cuerpo atlético, eso era claro. Pero no estaba mal. De hecho, aún en ese tiempo el atractivo se resistió a depender en unilateralidad del peso y se mantuvo en esencia. Fue un gordito apretado el actor, sin colgajos ni tetillas, pero fue un gordito en toda regla. Por ello solía resultar terriblemente curiosa su pérdida selectiva de memoria en estos encuentros. El actor, en estos encuentros, arruga el entrecejo cuando alguien menta esta o aquella chanza que por eso de que las anécdotas son vivencias pasadas recaen en tal o cual evocación, y estas, de higo a breva, debido a los derroteros por los que se extravían las conversaciones, acaban por aludir a su peso anterior, por uno u otro motivo. De hecho, normalmente, la alusión viene a referirse comparativamente a un estado y otro, al pasado y al actual, siempre para levantar halagos a su momento presente, para ensalzarle las virtudes al nuevo hombre, reconocerle su increíble forma, su envidiable nueva magnificencia. Y es que el actor está francamente bien para su edad. Ya no para su edad, está francamente bien a secas. Y es que no hay mal que por bien no venga. Eso dice la inteligencia popular. Hace seis años y algo más, el mismo 31 de diciembre, sobre las tres y media de la tarde, el actor se estrelló de boca contra el suelo y se fracturó la mandíbula por cuatro sitios. Estaba en un almuerzo de parejas con amigos, una de esas horteradas que se celebran para rascarle al año un estertor final y que a base de tenacidad y compromiso se convierten en tradición de piedra, cuando se empezó a encontrar mal y sin avisar salió del restaurante buscando algo del aire que le faltaba al paseo marítimo. Mientras zigzagueaba por entre las mesas todavía le dio tiempo a saludar a ciertos conocidos y mantener un intercambio cordial de saludos y recuerdos para la familia. No llegó al poyete de la playa. Desde su altura de 1,75 metros se desmayó y fue a dar de bruces contra los vendimiados adoquines azules y naranjas de trazo ancho del paseo marítimo. La cara detuvo todo el impacto. Por extraño que parezca la nariz del actor no sufrió daño alguno. Una suerte descomunal. Pues tal caso hubiera sido de una gravedad incluso mayor para el futuro de su autoestima, y es que la deformidad ocasionada por el impacto hubiera variado irreversiblemente la estructura de la cara y el actor hubiera perdido todo su atractivo. Pero, increíblemente, divina providencia, la nariz salió indemne. Fue la cara la que detuvo todo el impacto. Cayó a plomo, con la barbilla en alto, como interpelando al suelo antes de llegar a él. Del suelo no se pasa, se suele decir. Y el actor no pasó del suelo. Pero los ríos de sangre que le manaban fueron a desembocar a una de las alcantarillas del paseo y colorearon las juntas ennegrecidas de los adoquines durante un largo rato, hasta que la ambulancia llegó y la trabajadora del souvenir que había alertado del suceso, todavía conmocionada, salió a pasar la fregona por el estropicio. Gracias a los tres meses que pasó comiendo en pajita el actor dejó de ser un gordito apretado. Aprovechó la coyuntura y se dio al deporte, al fitness y al triatlón, y, ahora, cuando le comentan con grande afecto lo bien parecido que está, la juventud que desprende, que en tal ángulo o en tal otro se le aprecia el serrato, o se maravillan con los abdominales tallados de viejo que su torso desnudo presenta más frecuentemente de lo que sería decoroso, el actor no despacha los comentarios con la mano mientras entorna los ojos y tuerce el gesto en una sonrisa de humildad fingida, no. A ese tipo de comentarios el actor corresponde con alguna pose de culturista o con algún chiste malo sobre George Clooney o Barcelona 92, lo cual es de una tristeza palpitante, pues quien siempre gozó de características físicas atractivas, aprendido, no cae en tan siniestras actitudes, sino que, como todos haríamos, despacha con la mano mientras tuerce el gesto hacia una sonrisa de humildad a veces fingida a veces honesta y gana un poco de tiempo, el tiempo justo que permita entregar una réplica benevolente de vuelta al interlocutor. Pero el actor no puede y eso es justamente lo que le delata. El actor no se resiste a hacer una pose de culturista. Al actor comienza a darle bronca que sean las seis de la mañana. La neverita con los gusanos la dejó preparada la noche anterior, junto a la puerta de entrada. Allí, apoyadas en la misma puerta, descansan las cañas. Cañas que, por sombrero, colgadas de la puntera, llevan dos gorras de publicidad de ‘Unicaja campeón de la copa Korac’ cada una. A cada sonido que le parece escuchar el actor asoma la cabeza al pasillo que conecta la mesa de la cocina con la puerta de entrada. Ahora que ya los primeros claros comienzan a filtrarse por las ventanas de los distintos puntos de la casa, fija la mirada en el remoto fondo, donde las cañas parecen dos fantasmas antropomorfos, dos espantapájaros inmóviles que le devuelven burlones un saludo telepático o una arenga militar o un quitarse la mirada a quien no se quiere saludar, o qué sé yo. La cosa es que se miran o no se miran pero que aquí están, en vínculo, las cañas y el actor. Y el actor, al cabo de pocos segundos, acaba por esconder de nuevo la cabeza porque comprende que en realidad no ha escuchado más que las tuberías crujir, o a una mosca vibrando y estampándose contra cualquier esquina, o las baldosas crepitando por los corrimientos de tierra que se suceden bajo los cimientos, y le abrasan las ganas revividas de querer posar las manos sobre la taza, aunque la taza ya no humee y el té se haya quedado frío. Pero él sigue deseando posar las manos sobre la taza, por redimirse, por subsanar el fallo anterior de aquel gesto rápido y poco natural que no lo deja pensar con claridad. Pero no lo hace. Se contiene. Contiene las ganas de poner las manos sobre el filo de mármol de la taza, que, por cierto, debe estar helado. Y él lo piensa. El actor piensa que la taza ya lo único que puede aportar es frescor, frescor y el sabor aguado de un té al que se le pasó la hora, de un té que sabe a rayos ya, sabe a lo mismito que el agua fría y, ya lo perdonarán, pero es que él agua fría no bebe, porque no le gusta, porque no le da placer, porque no le sienta bien a la guata, lo embota, lo ahoga por dentro y se siente en un barco. Y, entonces, qué carajos, se dice, qué carajos hago yo bebiéndome este té frío que sabe a pura mierda, y, apaciguado, como si en realidad lo que fuera a hacer fuese rezar un rosario, con la calma que antecede a las decisiones ya tomadas, con uno convencido de la causa y de las consecuencias, indefenso e imperdonable, se levanta arrastrando la silla y se dirige al mueble bar del salón, de donde saca un ponche.
LAS PLATEADAS MANZANAS DE LA LUNA y cogeré hasta el fin de los tiempos las plateadas manzanas de la luna, las doradas manzanas del sol. W. B. Yeats La buhardilla no está limpia ni tampoco ordenada. La contaminación teje sus tapices de ganchillo en los cristales de la ventana; un musgo de polvo amarillento avanza lentamente por los altos del armario, los lienzos apilados, las maletas que bostezan como en una tarde de tormenta, la silla que hay junto al lavabo. En la mesa que lo mismo sirve para comer que para planchar, una naturaleza muerta de revistas arrugadas y trapos, tubos de pintura, una vela para cuando se corta la luz (dos veces esta semana, y estamos a jueves), el cenicero hasta arriba de colillas. Solo Roza lo vaciaba. «Fumas mucho», se quejaba, con ese tono a medias de reconvención, a medias preocupado, y la caricia juguetona de su acento del Este, esa brisa del mar Negro que no llega hasta Sofía, donde la gente se cree tan importante como el patriarca de Constantinopla, trompeteando por la nariz a cada frase. «Sólo lo necesario —se justificaba ella—. Es eso o las uñas..., y los dedos los necesito para pintar». En la radio suena una marcha triunfal, como de costumbre. Como de costumbre, un director con claros síntomas de sordera o de incompetencia (dígase enchufismo agudo) dirige una fanfarria que más que sonar, atruena, una olla de grillos de timbales y trompetas con la gracia musical de un cañonazo. Por suerte, la pieza dura solo unos minutos. Tras una apoteosis de cacharrería y platos rotos, el locutor saluda a los oyentes con una voz engolada que se quiebra en un gallo. Algo turbado, se aclara la garganta y vuelve a la carga: «Salud, eh... Camaradas, q-queridos oyentes de Radio Nacional. La radio del progreso revolucionario. Acabamos de escuchar la obertura para bombardino y orquesta de Stanimira Karabova, titulada..., ¡ejm! Op. 45. Titulada El tri-triunfo de la voluntad. La compañera Karabova, que siempre ha destacado por su compromiso con la clase trabajadora y su, esto, su significación antifascista, es un referente cultural de primer orden, que poco tiene que envidiar a Serguéi Prokófiev o a Dmitri Shostakóvich, los maestros más representativos de». —Ahora no tartamudea —resopla Leta, encendiéndose otro cigarrillo—. Menudo pánfilo, este. ¿Cómo no se le caerá la cara de vergüenza? Comparar a esa afinadora de cencerros con... con... ¡A la Karabova esa!, ¡bah! «La camarada Karabova, profesora del Conservatorio Estatal de Bulgaria, ha sido re-cientemente condecorada con la medalla a la Madre-Heroína del Trabajo Socialista. Vamos a escuchar ahora un breve extracto de su discurso del verano pasado ante el Comité de Mujeres Artistas de Stara Zagora». Ruido de sillas, carraspeos. Se hace el silencio, alguien tose; el silencio de una sala repleta. Y una vocecilla que habla pausada, gritonamente, persuadida de su propia importancia: «Lo primero y más importante que debe caracterizar a una artista de nuestro tiempo es la responsabilidad. Lo digo y la repito: la responsabilidad, camaradas. La responsabilidad que nace del espíritu. Esa responsabilidad, ese sentido del deber hacia la sociedad de la que formamos parte. —Leta no necesita verla para imaginársela. Ha aparecido tantas veces en los noticiarios cinematográficos luciendo una sonrisa de displicencia. Escuálida y fría como una medusa, el flequillo recto y el pelo a lo paje, la ha visto en los periódicos envuelta en sus abrigos de visón y sus estolas de marta siberiana. Las malas lenguas capitalistas (siempre las malas lenguas vienen del otro lado del telón de acero) dicen que Dodie Smith, la novelista inglesa, se basó en ella para su Cruella de Vil, la villana de Ciento un dálmatas—. Compañeras escultoras, escenógrafas, directoras de cine, ¡la creación ha de ser socialista o no será! La sensibilidad especial de las mujeres, esa sensibilidad que solo nosotras poseemos, debe impregnar todas nuestras obras. No nos vayamos por las ramas. Los artefactos de la abstracción y los formalismos no sirven para nuestros propósitos. No son más que envoltorios sin alma. Debemos estar plenamente comprometidas con la realidad, mostrar el mundo tal como es, tal y como nosotras lo entendemos: el folclore y los himnos populares, la experiencia de la maternidad, el trabajo cotidiano en las granjas y las fábricas, la paz de nuestros hogares. Es nuestra misión declararle la guerra al conformismo pequeñoburgués y progresar con la sociedad. La creación no puede quedarse atrás, ¡todo lo contrario! Hemos de marchar a la vanguardia, trabajar codo con codo por la felicidad del pueblo y su instrucción en las miras y el significado del socialismo. Hemos de iluminar el camino con el fulgor de nuestras miradas, acabar con el oscurantismo secular. Las artistas somos madres, somos las maestras del pueblo, ¡las heroínas del proletariado! El camarada Lenin nos llama ingenieras de almas, ¿y qué si no eso es lo que somos? De nosotras depende traer al mundo al hombre moderno, el hombre soviético. Así es, compañeras. Brindemos por el triunfo de la libertad y el bienestar, ¡hurra! Y por Bulgaria, nuestra queridísima patria». Las perlas de la gargantilla brillan a la luz de los focos, lleva los labios pintados de rouge. Leta se la imagina en mitad del estrado, dando violentas palmadas para subrayar sus palabras: pam, pam, pam, como un ejército que desfila hacia el campo de batalla. Los aplausos atruenan a través de la radio. Piensa: qué gran dictador hubiera sido de haber nacido hombre. Vivas a esto, a aquello, mientras un grupo de voces infantiles canta el himno nacional: Querida Bulgaria, tierra de héroes. Tararí, tarará. El marido de la Karabova, Konstantín Kaganóvich, estará en primera fila; siempre lo está, obsequioso y resuelto como el camarlengo del papa. Atento a los primeros flashes para saltar al estrado y entregarle un bouquet de fleurs, para que ella pueda decir con su perfil más fotogénico: «Vamos a convertir el mundo en un jardín de flores, ¡hurra!». Konstantín Kaganóvich le saca casi veinte años a su esposa. Es su batyushka, su padrecito; un ruso gordinflón y pendenciero de metro cincuenta, con barbita de chivo y monóculo dorado. Se hace llamar general, aunque a lo más que llegó en el ejército fue a ordenanza. Durante la guerra civil acaudilló a una partida de desertores y piratas del Volga, rasputines de medio pelo, independentistas chechenos y kurdos, una banda de holgazanes con los bigotes trenzados que extendía sus correrías por las tierras sin ley de la retaguardia. Robaban lo que encontraban a su paso, esquilmaban a los terratenientes y saqueaban las haciendas de los nobles, abandonadas a toda prisa ante el avance de los bolcheviques. Atacaban los convoyes militares, daba igual de qué bando fueran, y vendían las armas y los suministros a especuladores y contrabandistas sin escrúpulos. Si algún militar de alta alcurnia tenía la desgracia de caer en sus manos, le cortaban la nariz o una oreja y se la enviaban a sus familiares en el exilio, hecho lo cual lo fusilaban sin mayor demora o le hacían servir de blanco en sus ejercicios con cuchillos, por llamar ejercicios a las apuestas. La mayoría de las veces la familia pagaba por un fiambre descuartizado. El general Kaganóvich (Kostenka, para los amigos), a sus cincuenta y tantas primaveras, se tiene por un pozo de sabiduría mundana. «¡El patriarca ruso de la nueva sociedad!», exclama, levantando dos dedos como si estuviera destinado a evangelizar entre los bárbaros. «Duermo cuanto quiero —se confiesa, a solas con sus íntimos— y cago como una máquina de hacer salchichas». Se levanta tarde y empieza a beber: vermut, champán, coñac, kirsch..., lo primero que le venga a la mano. Bebe como un cosaco y juega a las cartas por afición, aunque apostando fuerte y casi siempre en divisas: marcos alemanes, libras esterlinas. También, si no queda otro remedio, en propiedades inmobiliarias. Sea por su afición a las trampas, costumbre que conserva del ejército, o por los favores que le deben los demás jugadores (advenedizos que aspiran a entrar en la nomenklatura, la nueva administración), raro es el día que se retira con pérdidas. «¡Ah, las revoluciones! —suspira entonces, encendiéndose un puro—. Tienen un..., ¿cómo se dice? Un je ne sais quoi. La gran madre Rusia es como esta botella. Cambiamos la etiqueta, pero lo de dentro no cambia. Es el mismo vodka asqueroso de mujik. Nazdo-rov’ye! —brinda, dando un taconazo militar y lanzando el vaso por encima del hombro—. ¡Dios guarde a!, ¡hic! »¡Varvara!, ¡ay, Varuschka! Hijita mía, mi pichoncito, ¿qué clase de anfitrión me haces ser? Varinka, palomita, ¿dónde habrás metido el caviar, cabecita loca? Estos señores son mis amigos, moi tovarishchi..., ¡son mis hermanos! ¿Qué manera es esta de agasajarlos? Y tú, Mamonov, saco de mierda, pordiosero hijo de perra, ¿qué haces ahí como un pasmarote? Kazajo cabrón, rey de las pulgas, ¿dónde están les champagnes à la mousse crémeuse, especie de boñiga del Caspio? Hijo de una gitana con liendres, ¡échame el aliento! Como hayas bebido, ¡ay, Mamonov! Como hayas vuelto a beber te mando a picar a las minas. ¡Por san saramp...!, ¡no me contradigas! ¡Por san Serapión que lo hago! —Y se santigua a la manera ortodoxa, empezando a sacarse el cinturón. La compañera Karabova y el padrecito Kostenka aprovecharán su primera visita a Berlín para cambiar de aires. Dicho por boca de un diplomático occidental (las malas lenguas de las que hablábamos), para «pasarse el socialismo por la Puerta de Brandemburgo». Llenarán las maletas y varios baúles en un banco de Zúrich y embarcarán en Cherburgo rumbo a los Estados Unidos de América, la patria de la liberté, la électricité y el Ku Klux Klan. Una vez en Nueva York, se declararán exiliados políticos en rigurosa exclusiva para la revista Time, posarán para la portada de Life con la Estatua de la Libertad de fondo y llorarán la tierra perdida en las páginas centrales del Harper’s Bazaar, mostrando de paso la jaula dorada en la que van a pasar el resto de sus días: un lujoso ático estilo Renacimiento con vistas a Central Park. —...los campos son amplios —cantan los niños—, juntos los vamos a arar. ¡Por nuestra querida y maravillosa patria estamos dispuestos a dar el trabajo y la vida! «¡La república de los campesinos y los trabajadores será eterna! —aúlla una voz entre el público». Tralarí, tralará. Leta siente el frío del cristal en la frente. Fuma con los brazos cruzados sobre el pecho, ignorando el cigarrillo, que se le va consumiendo en los labios. El humo le entra en los ojos. Entrecierra los párpados, que le pesan. Puede que sea de fiebre. Desde hace algún tiempo le cuesta centrarse, se distrae con facilidad; tiene que poner orden en sus pensamientos, su cabeza está llena de trastos. Es un bote de bordes mellados, uno de esos botes metálicos para galletas en el que se acaba metiendo un poco de todo: recuerdos, recortes de periódico, entradas para una obra de teatro (una adaptación de Lady Macbeth de Mtsensk a la que llegaron tarde y chorreando, llovía a mares, y riéndose como dos colegialas), postales coloreadas de globos aerostáticos sobre un mar de viñedos que le enviaba a Roza su padre. Un papelito en el que apuntó unos versos de Neruda: «tal vez tu corazón oye crecer la rosa / de ayer, la última rosa de ayer, la nueva rosa». Todo lo que no se atreve a tirar, pero que tampoco sabe qué hacer, dónde meterlo. La mugre de los días. Metida entre los dobleces del papel con los versos de Neruda hay una flor seca, prensada en una libreta de apuntes al carboncillo, entre estudios de perspectiva y bosquejos anatómicos, que todavía conserva ese algo sutil, muy frágil, de su antigua fragancia. Las calles se escurren como regueros de agua jabonosa. Fachadas de corte neoclásico con ventanas que lanzan miradas de auxilio al exterior. En las pupilas de los edificios puede verse reflejado el hastío de los cuartos a medio hacer, los calcetines tirados por el suelo. El doctor Lubryakov, proctólogo por correspondencia y autor de literatura erótica por afición, con abrigo de invierno y gorro ruso, aporrea una máquina de escribir hasta que termina una hoja, momento que aprovecha para saltar de la silla y dar vueltas a la mesa como una locomotora (¡chu!, ¡chuuu!), echándose el aliento en las manos mientras reflexiona sobre cómo llenar la siguiente hoja. La anciana del tercero, de ojos hundidos y delantal sobre la falda, tiende la ropa en una cuerda de pared a pared, porque como lo haga fuera se le va a congelar. De pie y con un vaso de vino tinto entre las manos, la señora Bosanova mira hacia un rincón del cuarto, como si fuera un personaje de Hooper y quisiera huir por la tangente. —Es lo que hay, guapa —murmura Leta—. En todos los sitios cuecen habas. Lo acabará haciendo, la señora Bosanova, dos semanas más tarde. Dejará a sus hijos pequeños a cargo de la portera —«Es..., bueno. Bajo en un santiamén»— y saltará por la ventana. Un aluvión de individuos con gorra o sombrero inunda las aceras en ambas direcciones. Caminan en silencio, abriéndose paso a codazos, la cabeza entre los hombros, las manos en los bolsillos, con cuidado de no pisar la nieve que se acumula a los lados. Los dioses del Olimpo proletario no les quitan la vista de encima. La efigie del padrecito Stalin les vigila, al menos durante algunos pasos. Vienen después Lenin y Dimitrov, con ese gesto de quien ve algo a lo lejos que los demás no alcanzan. Será porque los dos están muertos. Carteles descoloridos del faquir Miti (¡Éxito total!, ¡últimas funciones!), el famoso ilusionista de turbante blanco y mirada hipnótica, se reparten el espacio con hoces y locomotoras, gavillas de trigo, puños al viento. Un banquero gordo como una tarántula es aplastado por una bota gigante. Un obrero metalúrgico fornido, bien comido, rompe sus cadenas sin esfuerzo aparente y enarbola la bandera roja. Más adelante, una campesina de aspecto rubicundo, con unos pechos bajo la blusa de mírame y no me toques (o mejor dicho, de agárrate y no te menees), avanza con confianza hacia el futuro cargando sendos cubos de leche. ¡Quién los pillara!, pensará más de un contrarrevolucionario al pasar por delante, haciéndosele la boca agua. —Circulen, circulen —ordena un guardia de tráfico, reprimiendo un bostezo. Los coches rebotan en los adoquines. Furgonetas Škoda color cardenillo se cruzan con Tatras cubiertos de nieve. Un Trabant de juguete, con la carrocería medio de plástico, medio de cartón prensado, adelanta a un Victoria renqueante, tuerto de un faro, que frena de repente y maniobra para aparcar en un sitio en el que no cabe; los que vienen detrás lo sortean entre bocinazos e insultos. Trolebuses y motocicletas se deslizan como en una pista de hielo o en una atracción de feria, como si fuesen autos de choque a los que les hubieran prohibido chocar. Taxis estatales, un camión cargado de escombros. El tranvía de la línea 18 aparece al final de la calle. Llega con retraso, con la lengua fuera; suelta un chirrido oxidado cuando el conductor tira del freno y se sacude al salir de la curva. La gente se aprieta en la parada. Gruistas de pelo grasiento y linotipistas, ferroviarios con el bigote amarillo por la nicotina; unos van al trabajo, otros vuelven del turno de noche con la boca llena de sueño y las extremidades de trapo. Todo sea por erigir la patria socialista. Las amas de casa han bajado para ir la compra. «¡Tsss, oiga! Usted, claro, ¿quién si no? —Se hacen hueco sin miramientos e intentan colarse, clavándose el tacón cuando se pisan—. Atrás. Ahí, ahí. ¡Habrase visto la..., qué morro!». Todo es tan ruin, suspira Leta. Los bloques de cemento y ladrillo son los panales de una colmena urbana. Las semanas que terminan se remiendan y vuelven a usarse. Lo mismo ocurre con las personas. Bibliotecarios de mejillas colgantes, soldadores a los que les faltan dos dientes, payasos de cara lavada que han olvidado sus gracias y marineros sin mar y sin barco, pero con una castaña a media mañana que ríete tú del pirata Barbanegra. El camarero de un restaurante económico examina sus zapatos, no vaya a ser que a fuerza de frotar y frotar todas las noches le asome la punta de un dedo. Su compañero de al lado, blanco y redondo como un queso de bola, se atornilla el tímpano con el meñique. Borrones grotescos, marionetas humanas. La mayoría son consecuencia de la miseria moral y la guerra fría, de la sucesión de los días sin propósito alguno. «¿Y yo?, ¿qué narices hago yo?». El último de la fila es un viejo poeta de gafas torcidas que cuenta la calderilla en la palma antes de subir al tranvía; descuenta dos botones y las pelusillas en lugar de contar las sílabas de una epopeya. Al lado, un antiguo director de cine que lleva más de diez años pegando sellos en una oficina de las afueras. Volviéndose gris y más gris y más triste de 8 a 13.30 y de 15 a 18. Los sábados solo por la mañana. Leta se reconoce a sí misma mirándose en ellos. El pelo negro, ribeteado de canas, las telarañas de arrugas en torno a los ojos. Ve su reflejo en el cristal de la ventana. Tiene ganas de huir, pero no sabe adónde. La última tarde que bajó a por pinturas se detuvo frente a un escaparate en la esquina con Baba Marta. Estaban armando y vistiendo los maniquíes. Uno descansaba en el suelo, un simple torso sin brazos ni piernas. A otro le habían puesto un traje folclórico muy colorido, y un tercero, el que tenía la cabeza de papel maché, llevaba el uniforme de piloto de la Balkan Airlines. ¡Vengan todos!, ¡anímense y entren en el Paraíso del Proletariado! Abrimos nuestras puertas con unos descuentos in-cre-í-bles. Rebajas, ¡rebajas! Grandes rebajas en la sección de Alegrías Infundadas y Espejismos. Grandes esperanzas. Compren sus quimeras..., desmontables..., reutilizables. Hasta un 50% en alucinaciones. Utopías recién llegadas de China. ¡No dejen pasar esta oportunidad! Alguien grita, ¿qué pasa? Un perro corre por la acera. Más que correr, escapa. Es un chucho al que le falta una pata, lo que no le impide sortear ágilmente a todo aquel con el que se cruza, escurriéndose como una anguila entre las piernas de los viandantes. Glad, el carnicero, hace aspavientos a la puerta de su tienda. Embutidos Holodomor, pone en el cartel del escaparate. Comestibles. Embutidos y conservas. Glad es un alemán pequeño pero recio, completamente calvo, con un bigote a lo káiser Guillermo y los brazos de un levantador de peso. Lleva el delantal manchado de sangre. Sobre la cabeza agita un cuchillo de hoja rectangular, uno de esos con aspecto de machete que se emplean para cortar el hueso y tajar la carne. El perro corre con una ristra de morcillas en la boca. Sudzhuk, karnache, es difícil saberlo desde tan lejos. Aprovecha que el tranvía sigue parado para cruzar por delante. Una moto está a punto de atropellarlo. Al camión militar que viene en sentido contrario, sin embargo, ran-tran-trán, ran-tran-trán, un camión con ruedas de oruga hasta arriba de barro, ran-tran-trán, ran-tran-trán, no le da tiempo de esquivarlo; o el conductor tiene prisa por volver al cuartel, ran-tran-trán, ran-tran-trán, y en lugar del freno pisa el acelerador. Un gañido que pone los pelos de punta. Leta aparta la vista, pero no por eso deja de oír al carnicero. Sus carcajadas tienen muy poco de alegres. El chac, chac, chac del cuchillo al cortar las chuletas resulta menos siniestro. Cuando mira de nuevo, Glad está volviendo a su tienda. Lleva el cuchillo en una mano y, en la otra, la ristra del chucho. ¡Pfiiiih!, un silbido. Leta se sobresalta. Atraviesa el cuarto en dos zancadas, sin prestar atención o intentando no hacerlo al quejido de las suelas de las botas, que le traen a la mente otros quejidos, otros llantos, sobre ese mismo suelo de linóleo. El café está subiendo. Apaga el hornillo y se sirve algo más de medio vaso; el resto, hasta el borde, lo llena de vodka. En el lavabo hay un florero sin flores, con cuatro dedos de aguarrás y un puñado de pinceles. Elige el más pequeño, seca las cerdas con un trapo y usa el mango a modo de cuchara. El café está caliente, muy fuerte, justo como le gusta. Deja el vaso en la silla y coge otro pincel, muy fino. Observa el grosor, chasquea la lengua. No le convence. Bebe otro trago y busca uno un poco más largo. Este servirá, piensa. Lo seca y se lo mete al bolsillo. «¿Y la?, ¿dónde estará? —Busca alrededor—. ¿Dónde habré metido e-esa...? La pe-queña. ¡Hija de!». Pasa revista al rincón de la cama, la almohada con manchas de sudor, la manta hecha un gurruño. El papel que cubre las paredes, de un verde deprimente, ha empezado a levantarse. Sobre el cabecero hay un mapamundi con chinchetas en Tasmania, La Habana, Madagascar, Samarcanda... «¡y Salamanca! —concluía Roza cada vez que añadían un nuevo destino: Tierra del Fuego, isla de Pascua—. No olvides nuestro viaje a España. Veremos a los enanos y los pícaros del Prado, comeremos paella y luego, ¡olé, matador! Luego iremos a los toros», exclamaba con entusiasmo, remedando con más gracia que acierto un escorzo flamenco. Eran como niñas jugando a las casitas. Pusieron sus sueños al lado de la cama, aquel puñado de nombres exóticos, aureolados de misterio, sobre los que habían leído en ediciones clandestinas de Kipling, Salgari, en las crónicas de los reporteros enviados al extranjero. Allí estaba el mapa de sus deseos, el non plus ultra de sus ilusiones; el lugar extraordinario en el que anidan los dragones: hic sunt dracones. Lejos, muy lejos de las fronteras cotidianas, en los recovecos de los antiguos atlas, esos que indican la manera de alcanzar las costas de Atlantis. Hay un plano grabado al aguafuerte de las catacumbas de Roma con una manada de elefantes al lado, refrescándose en una charca a la sombra del Kilimanjaro. Góndolas que se pierden en la niebla, una copia de una estampa japonesa (una urraca en una rama de melocotonero) y otra de la Annunciazione de Fra Angelico, forman un luminoso collage de fotografías recortadas de revistas, pegadas en cartones y clavadas a la pared. El monte Fuji pintado en añil y oro, el Taj Mahal labrado en plata a la luz de la luna. Otras, las personales, las enmarcaron. Son las que se hicieron con la Zenit de Leta, la que compraron con el dinero de su primer cuadro vendido. —Dichosa espátula, ¿dónde...? —Le da una última calada al cigarrillo. Busca el cenicero y lo aplasta—. ¡Ah! Ahí la tiene, delante mismo de sus narices. A los pies de la cama hay un rimero de libros, catálogos, discos de Ella Fitzgerald, Violeta Parra, comprados en el mercado negro. La espátula está encima. Hay un tratado de arte, un par de biografías de intelectuales del régimen, oficialmente aburridísimas, y una colección de recetas, pero la mayoría de las obras son antologías poéticas. Y casi todas de Roza. Leta se mete la espátula en el mono y coge un libro al azar. Es pequeño, no llegará ni a las cien páginas, pero está encuadernado con esmero, con tapas de cuero repujado con sobredorados. Florilegio poético, lleva por título, con un lema debajo en letra más pequeña: Poemas del amor hermoso. ¡Uf! Lo hojea por encima, sin fijarse demasiado, pero quedándose con algún verso de pasada. Nerval: «y, como un ojo naciente cubierto por sus párpados», que le hace pensar en el principio de Un perro andaluz. Whitman: «Estábamos juntos. / Olvidé lo demás». No tiene muy claro si aventarlo en medio del cuarto o devolverlo a su sitio, cuando se escurre entre las páginas una foto que debía hacer las veces de punto de lectura. Leta la coge del suelo. Son Roza y ella montadas en bicicleta, con una sonrisa que es además una mueca, porque el sol les daba en la cara. Deja el librito a un lado y se sienta en la cama. ¿Cuánto hace de? Dos, no. Tres años..., ¿Ya? Bebieron un par de cervezas en el parque de la Libertad y alquilaron un tándem. Puede que fuese por el calor, o porque era su cumpleaños y les apetecía hacer algo distinto. Ella va con pantalón corto y tirantes, camisa de rayas; siempre se ha sentido cómoda con ropa de hombre. Roza, con canotier y caftán de lino, se sienta delante. Rodearon el lago y pedalearon hasta la fuente del oso y los pingüinos. Iban silbando, canturreando estribillos patrióticos a los que les cambiaban la letra o la melodía, sustituyéndola por los éxitos que habían oído a escondidas en las emisoras turcas. En el paseo de los olmos centenarios una ardilla atravesó el sendero y se escabulló por un tronco. Por seguirla —«¡Lety! ¡Leeety, mira!, ¿la ves? ¿La estás...?»—, a punto estuvieron de llevarse por delante el carrito de un bebé. Roza giró bruscamente y se fueron de cabeza a un seto, ¡qué desastre!, mientras la dueña del carrito, una morsa nariguda con cuatro pisos de moño, se quitaba las gafas de sol (unas enormes, de carey), soltaba un bufido y, volviendo a ponérselas, ofendidísima, se marchaba en sentido contrario, echando pestes sobre esta juventud de ahora. Lo que dijo en realidad fue echta chu-ventú d’ahoa, porque arrastraba la voz como si hubiera desayunado brandy con tranquilizantes o le patinara la dentadura postiza. Roza se sacudió las hojas de los brazos y las piernas, se puso una ramita en los labios como si fuera una pipa y, guiñando un ojo, se echó el sombrero hacia delante. Imitaba a un lobo de mar, y lo más cercano a un lobo de mar que conocía era a Popeye. Se puso una mano en la frente como si oteara el horizonte desde la cofa de un barco y, señalando el carrito, que se iba perdiendo a lo lejos, exclamó: «¡Por allí, capitán!, ¡por allí resopla!». Así era Roza. Tenía siete años más que ella y siempre había ejercido como hermana mayor, solo que una hermana desacomplejada y rebelde. Su padre, aviador del Cáucaso al que las purgas de Stalin dejaron sin familia y sin patria, se ganaba la vida como piloto de acrobacias en la Italia septentrional, la Costa Azul y los Alpes. Roza era una muchacha regordeta, no muy alta, de ojos saltones y pelo corto, que andaba de una manera especial; había nacido con las dos piernas rotas. Su madre se desangró durante el parto y ella se crio con unas tías de Kokiche, un pueblecito de la bahía de Burgas, de donde salió para ir a estudiar a Sofía. Despierta y vivaracha, en ocasiones un tanto deslenguada (lo que justificaba por el ejemplo de sus tías, momias en vida, tres santurronas que no levantaban la vista del suelo), se burlaba de todo y de todos, de sí misma la primera; la tomaba con sus piernas arqueadas, una más larga que la otra, y se imitaba exagerando la cojera, a veces hasta la crueldad. Roza hablaba por los codos. Le encantaba chismorrear con cualquiera, en cualquier parte, mentía con descaro y se sentaba al piano en cuanto había ocasión. Aprendió a tocar en el convento de Sveta Skholastika a instancia de sus tías, que le ponían lazos colorados en las trenzas y la llamaban su pequeña monjita, en un mamotreto roñoso lleno de flatulencias con el que hizo sus pinitos entre villancicos y salmos, y, si se daba la ocasión de que la madre organista saliera a liarse un cigarrillo, aprovechaba para ensayar las coplillas no demasiado edificantes que había sorprendido en los labios de las mujeres de los pescadores, mientras zurcían las redes. Roza se reía continuamente: con la mirada, a carcajadas, sin motivo ninguno. Todo lo contrario que Leta, tan reconcentrada y seria. «Ven aquí, Cara Vinagre —le dijo cuando se cansó de imitar a Popeye, y acercándose a ella le tendió la mano—. Lázaro, levántate y anda..., y deje usted de gruñir tanto. Veintisiete añazos ya, ¿eh? —Dio un silbido—. Estás hecha oficialmente toda una cascarrabias, ¡ja, ja, ja! —La atrajo hacia sí y le puso una flor en la oreja—. Per la ragazza più bella. Feliz cumpleaños», añadió, besándola con fuerza, mordiéndole los labios. En una esquina de la fotografía hay una cita de Tolstoi: «incluso en la ciudad, la primavera es siempre la primavera». —Roza... —musita, acariciando las letras con la yema de los dedos—, Rozetka... Estábamos juntas, olvidé lo demás. Olvidaron la radio, así que no escucharon los pasos. Podrían haber visto el Volga negro con matrícula de la DS, la Seguridad del Estado, que aparcaba frente al edificio, y a los tres agentes que salían del interior solo con haberse asomado a la ventana, pero estaban charlando, siempre andaban charloteando, discutiendo sobre alguna bobada. Roza bailaba. Hay que reconocer que lo hacía con gracia, siguiendo de forma natural el compás de las canciones, a pesar de la cojera. Leta no le quitaba la vista de encima; puede que la estuviera dibujando. No sintieron el retumbar de los pasos en las escaleras, y para cuando los gritos irrumpieron en el cuarto, ¡Abran, abran!, aquellos berridos acompañados por unos golpes que amenazaban con arrancar la puerta de las bisagras, ya era demasiado tarde. ¡Abran de una vez! ¿Qué estaba ocurriendo? Leta llegó con el corazón encogido. ¿Fuego?, ¿algún enfermo? Al abrir se encontró con dos tipos enormes, de cejas espejas y ojos romos, que olían a col fermentada y estiércol; sendos especímenes de troglodita vestidos con impermeable. El que asomaba entre ellos, con sombrero gris y abrigo de pieles, fumaba con parsimonia un purito largo y fino que olía a tabaco turco. Se volvió para mirar a una cuarta persona que se había quedado atrás, junto a las escaleras, y le hizo un gesto, señalando a la muchacha. Era el señor Semerdzhiev, el casero, a quien se dirigía. Leta lo vio entonces. Llevaba el batín y las pantuflas de siempre. El señor Semerdzhiev gruñó algo que nadie entendió, se ajustó las gafas con mano nerviosa, sin acabar de mirar hacia delante, y negó brevemente con la cabeza: no, no. —¿No? —afirmó el del abrigo de pieles, chupando el purito y soltando nubecillas de humo. Se encogió de hombros—. Vamos. Uno de los agentes apartó a Leta de un empujón y entraron. Todo fue muy rápido, como suele ocurrir en estos casos. Roza insulta a alguien. La tienen cogida de un brazo, se sacude y se queja: le hacen daño. Ella corre para ayudarla, pero se topa con una bofetada, ¡plas!, que la lanza al suelo. Un silbido en el oído. La nariz empieza a sangrarle. Contempla fascinada las formas extrañas, de un rojo siena intenso, que traza la sangre en la palma de la mano. Lo demás no importa. Quiere levantarse, pero está aturdida y resbala. Le duele el hombro, le duelen mucho las costillas y el labio. Cierra los ojos y ve a uno de los neandertales arrojando libros y discos contra las paredes..., por la ventana. ¿Quién la ha abierto?, ¿cuándo? Vuelca las sillas, coge el colchón y lo lanza a la otra punta del cuarto, no tanto porque esté buscando algo en concreto como por el simple placer de destrozar. Se ríe. Romper por romper. Su lengua es gruesa como una oruga, tiene los dientes cuadrados. El placer infantil de aplastar a una hormiga. Se ríe, se ríe. Nada tiene sentido. El hombre del puro mira los lienzos y las acuarelas, los paisajes urbanos. «Cheshki, aquí. —Señala algo. Añade—: Slovashki, esto otro». Debe de ser el cabecilla del grupo. Sopesa un desnudo de Roza, mira a la modelo, que sigue forcejeando entre lágrimas e insultos. Acaba por meterse el cuadro debajo del brazo y sale. Leta no puede levantarse. Le han dado una patada en el vientre, está mareada. Vomita. Dentro de la buhardilla va cayendo la tarde. Estábamos juntas. No consigue olvidarla. Se la llevaron a la Casa del Pueblo, que hacía las veces de estación de tránsito y clasificación para los detenidos, y de ahí salió aquella misma noche hacia el campo de concentración de Klanitsa-5, un matadero para mujeres en el óblast de Targóvishte, a siete horas en autocar de la capital. Leta no lo sabría hasta mucho más tarde. Se pasaba el día de una comisaría a la otra, preguntando a los policías, a los militares, a todo aquel que pudiera saber algo, cualquier cosa. Llamaba por teléfono a las oficinas de la Seguridad del Estado, aunque la mayoría de las veces le colgaban antes de que terminara de hablar. No sabemos nada, clic. No vuelva a llamar, clic. Se ha equivocado, clic. Clic..., clic..., ¡clic! «No se preocupe, y no cierre con llave. Cuando menos se lo espere, aparecerá —le aconsejó una secretaria con voz de cáncer de garganta, antes de soltar un gargajo de tos—. ¿Ha mirado debajo de la cama? A veces no nos acordamos de dónde hemos puesto, ¡jaaaa, ja...!, ¡argggh!». Los policías se cansaron pronto de verla, que no, que no, de oír una y otra vez las mismas preguntas. ¿Es que está sorda? La amenazaban con detenerla, le decían que era una desviada, una enemiga del pueblo, la arrastraban sin miramientos hasta la calle entre las filas de personas que esperaban su turno, quietos todos como estatuas. Pero a ella le daba igual, a pesar de su congénita timidez. Y volvía. Finalmente fue el tío K., el heladero, el único que se apiadó de ella. Habló con su cuñado, bedel en el Ministerio del Interior, que lo hizo con un antiguo compañero de seminario que trabajaba en los archivos. Descubrieron que Roza contrajo fiebres tifoideas nada más llegar a Targóvishte. Leta había oído hablar de las condiciones de los deportados, de la degradación y las humillaciones cotidianas, del trabajo extenuante y la comida sin sustancia, incluso de los fusilamientos sin juicio previo; pero cuando el tío K. le preguntó si quería conocer la fecha exacta del fallecimiento y dónde estaba el cuerpo enterrado, Leta tuvo que sujetarse al carrito de los helados para no caer redonda al suelo. La cabeza le da vueltas. Respira profundamente una, dos..., varias veces. Al abrir los ojos tiene la sensación de no haberlos abierto. Está en una mecedora. La buhardilla se balancea hacia un lado, hacia el otro, como un barco a la deriva. La foto sigue en su regazo, la bicicleta de un rojo brillante sobre una degradación de grises. Leta apoya los codos en las rodillas y se tapa la cara con las manos. Tiene ganas de llorar, de lanzarse en picado como un aeroplano, pero el tiempo pasa. Tictac, tictac. Son más de veinte metros, suspira. Y no se decide. Ni por una cosa, ni por la otra. Las paredes vuelven a su sitio. Abre el libro al azar y mete la fotografía. «¡Es necesario vivir!», clama Paul Valéry desde su cementerio marino. El café se ha quedado frío. Había dejado el vaso en el suelo y casi lo tira de un puntapié. Lo pone en la silla sobre la antología poética y se levanta. Es necesario vivir. Retiene las palabras sin tragarlas, les da vueltas en la boca como si fueran un jarabe amargo. El caballete está fuera, a la intemperie. —Hay que acabar el cuadro.
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FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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