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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

CESC FORTUNY i FABRÉ

1/12/2023

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EL RECIPIENTE

A Ángel Guinda
        Usando a los muertos como si fuesen talismanes fue al principio motivo de muchas discusiones y si lo hicimos nosotros o no, resulta ahora ya una menudencia, pues no habiendo hecho más que abandonarnos, sin duda él, sí ha terminado por hacernos a nosotros encendiendo el agua con la chispa del tormento y cerrando el bar donde se emborrachaban los ángeles.
        Tampoco fue nada que nos sorprendiese. Habiendo comprendido que las nubes son la espuma del universo, empezamos a dar a luz a futuros cadáveres. Cuando atardeció sobre nuestras cenizas y la tierra escuchó el clavarse su cuerpo en nosotros, lo vimos bajo nuestra piel, bajo nuestros huesos y tendones y se irguió como un hígado negro que lo tapó todo, como único asidero de la vida monstruosa, como si al perder nuestra carne los pájaros atravesaran el aliento del calcio.
      Pasamos meses ponderando los pros y los contras, meciendo las dudas entre interrogantes y suplicios, aspirando a ser músicos de la palabra que escribiesen con una botella de champán sus propias Biblias, pero el vacío ya estaba en nosotros y a pesar de los intentos de cotejar las impresiones que nos causaba la contemplación del artefacto y de los intentos de poner en común las impresiones que provocaba, nada en nosotros inspiraba ya confianza.
      De manera muy lenta empezó a roncar la tierra desbaratando a los árboles que, vencidos, cedían terreno como jugadores de rugby pereciendo testarudos e inútiles a la vez que las formas rectilíneas se erguían arañando la noche.
     Mientras tanto, un sonido de fondo llamado angustia salpicaba la alfombra de caparazones por la que avanzaba la monstruosa geometría del plástico.
        Ominosos muros lisos como una lápida crecieron violentos como la carne metálica, arrasando los cultivos de nuestros estómagos como una plaga de langostas y pronto empezamos a constatar la ausencia de piezas, bloques o elementos que los constituyeran, así como fisuras, marcas, aristas o rendijas.
         Las discusiones se enredaron como los oscuros peldaños que descienden hasta el magma del planeta, hasta el corazón mismo de los hombres y jugamos en cisternas de crudo olfateando los propios desperdicios como último bastión de la fobia congénita. Y el implacable molino de todas las miserias dejó resbalar el argumento, como un muerto que teme caer en el olvido.
          Hicimos comités, grupos, meetings, asambleas, conferencias y clases magistrales...
      Hicimos tratados, ensayos, documentos clasificados, estudios e informes... El argumento.
Foto
‘Autorretrato’ de Juan Gris (1912)
Foto
Peces muertos © Javier Franco
       De un día para otro las barbacoas de piedra dispuestas en fila formando un cementerio de pequeños incineradores, los olores de animales quemados como un escondite furtivo, el hedor de la madera ardiendo, de la cebolla rancia, de patatas mohosas, dieron paso a un ejército de veranos que descansaban ruinosos como tumbas desheredadas y al pequeño chiringuito abandonado demasiado aprisa. Los monstruos huérfanos como un carro de supermercado se quedaron sin refugio.
        Los conejos, las comadrejas, los zorros y otras bestias se expandieron por la escayola del labio y firmaron en la conciencia del mundo y sangraron y sangramos por el miedo a envejecer y a transformarnos, por el pánico a mirar en el espejo y no ver más que un cristal.
          Paredes de arena soplaban sobre el agua quieta, sobre el impostor líquido negro y denso que había desplazado al lago. Y los niños tras las ventanas del útero estaban tapados con lonas, con todos los árboles detenidos entre el firmamento y el barro, congelados en sus retorcidos brazos de madera, exhibiendo sus arrugas, acometiendo una fotosíntesis secreta. Sólo la polifonía del tornado deslizándose a través de las hojas, zarandeaba la tarde, esa en concreto.
         Nadamos sobre aquel fondo azul, tan oscuro que casi podía verse el agua que lo cubría como un cadáver. Nadamos por nuestra mudez y por nuestra ausencia plena de menstruaciones, por nuestro secreto lamiendo el fuego, borrando con la saliva el sonido etílico de nuestras gargantas.
         La arena giraba bajo nuestros pies y el viento nos levantaba sin empatía, con la furia de un reactor nuclear, sentíamos nuestros brazos tirados por caballos voladores, extendidos como velas, como alas.
          Y nuestros cuerpos se quebraron como ramas secas.
         La enorme masa de agua se hundió como cadáveres en la fosa común que bailan contra la lluvia y caen rabiosos por el árbol que se alimenta de ellos. Brotaron los cipreses de nuestros corazones impidiendo sus raíces los latidos. La madera nos ahogó como a los muertos. Y el agua, como digo, empezó a esfumarse, a secarse, a desaparecer por un enorme desagüe imposible, desnudando al lago y mostrando sus secretos.
     Miles de peces boqueantes, embarcaciones enfermas, malheridas, árboles putrefactos, casas en ruinas, cadáveres metidos en bolsas y atados a piedras enormes.
          Chatarra, vergüenza y culpa.
         Fue el viejo el primero en sumergirse en aquel cieno y, al volver, sus ojos blancos como dos bolas de grasa confesaron el discurso ambiguo del párroco bisexual y hambriento y nos dijo que la bestia golpea la sonrisa de un piano con una maleta repleta de barbitúricos y nos dijo que la radio se ahoga en la acequia de la rutina sintonizando el hastío con las últimas melodías de una escalera directa a la luna y nos dijo que un ser que no tiene nombre confiesa a los hombres que en el fondo sabe bien nuestra sangre.
          En menos de una semana el lago era un recipiente de plástico casi tan negro como nuestros deseos.
         Tampoco pasó de repente que la abominable selva de luces, los enormes cultivos de asfalto, los hormigueros sin techo donde vivían los hombres, cayeran enfermos como alacranes y sufrieran la convulsión de la crisálida.
         Así, los edificios se desmoronaron como gigantes tetrapléjicos, como si millones de termitas hubiesen devorado las piernas de los rascacielos.
       La curvatura del espacio-tiempo engendró una anormalidad oculta por una superficie hermética. Una profecía autocumplida de las ecuaciones del campo de Einstein. Las odiseas venideras disgregaron el territorio del Recipiente infausto del resto del universo y a partir de ellas ningún átomo pudo huir.
       Esta ondulación había sido meditada por la indeterminación universal que profetizó la existencia del Recipiente y fue su eminente estrella.
          Stephen Hawking, Ellis y Penrose presagiaron varios teoremas primordiales sobre el sobrevenir y sobre la geometría de los Recipientes.
          Imperator, Cancellarius, Hierofante, Hierofante anterior, Praemonstrator. Estrado y Bandera del Este... Pilar Negro, Hegemon, Pilar Blanco...
           Stolistes, Pan, Sal, Rosa, Vino, Lámpara roja, Dadouchos...
           Bandera del Oeste, Hiereus, Kerux, Centinela...
         Cuando estuvimos congregados y vestidos, el viejo, que ahora era el Hierofante, dio un golpe y los oficiantes se levantaron. Nosotros no nos levantábamos excepto en las adoraciones al Este o cuando se preguntaba por los Signos. Tampoco hacíamos nunca circunvoluciones con los oficiantes; pero cuando teníamos que movernos por el Recipiente, lo hacíamos en la dirección del Sol y hacíamos los Signos del Neófito cuando pasábamos por delante del Trono del Este, estuviese o no el Hierofante en él. El Signo de Grado se hacía en la dirección del movimiento excepto cuando se entraba o se salía del Recipiente, que se hacía hacia el Este.
          No tardamos en comprender cuán sepultados estábamos en nuestros colchones y empezamos a sentirnos muy cómodos dinamitando los versos en aquella procesión de cristos que vociferaban a dioses sin orejas y que escalaban la piedra, pues el pus era ya certeza en nuestra oscuridad.
          No tardamos nada en ver, como digo, que los dioses adoran a hombres oscuros y que los hogares, las casas y en definitiva todos nuestros edificios, eran el rincón de la sal que acechaba nuestros zapatos, más puros que el excremento o que nuestros sudores ceremoniales.
Foto
Rugby © Catherine Costet
       El Hierofante, con sus ojos en blanco, se ponía en pie sosteniendo el cetro con la mano derecha y la Bandera del Este con la izquierda. El Kerux se desplazaba hacia el Noreste con lámpara y vara. Seguían después el Hegemon, el Hiereus con bandera y espada, el Stolistes con la copa, el Dadouchos con el incensario y finalmente el Centinela con la espada. Se alineaban todos por este orden detrás del Kerux que conducía la procesión y al pasar por delante del Hierofante cada uno hacía los signos de Horus y Harpócrates.
       Las caras espectrales desplazadas en el tiempo, alargadas hacia atrás como el cuerpo de una mantis que alcanzara las glándulas del reactor nuclear mucho más aprisa que con el caucho y la chatarra, empezaron a viciarse, a engancharse al nuevo fentanilo, a las paredes flexibles y dúctiles, a las negras geometrías etéreas y casi traslúcidas y en definitiva, a resbalar por las autopistas con aquellos recipientes de plástico negro.
         Atrás quedaron cementerios de hormigón, esqueletos de chatarra y deshechos de metal, momias de cemento y asfalto.
          A vista de pájaro, nuestras ciudades parecían nidos de termita destrozados por un oso hormiguero.
       Nos acurrucamos en el Recipiente, volamos con el Recipiente y nuestras casas crecieron en sus labios, expoliando nuestro abdomen en el vacío de la arrogancia, en esa delgada línea que separa la conjunción del destino y aunque nuestro fulgor intentase exorcizar a los poetas blasfemos y no fuese más que un eterno pulgón hablando sánscrito, siguió deglutiendo el mundo por interminables laberintos de mierda.
         Para asegurar su propia supervivencia en los tiempos de la desesperación del éter, el Recipiente expelió células especializadas, resistentes a la radiación ultravioleta, a la aridez, al entusiasmo...
       Y las depositó con sumo cuidado en el suelo y en el agua donde sobrevivirían durante milenios.
          Y nosotros las respiramos, respiramos el polvo amarillo.
         A partir de entonces, algo vivió dentro de nosotros que no era nosotros mismos y empezamos a enamorarnos de la simpatía de las moscas, de sus ojos helados, profanos y bastardos. Porque para aburrirnos con la pureza, creímos preferible rebanar la esperanza con un martillo neumático y secar nuestras lágrimas de barro.
         Las mujeres en el Recipiente, los hombres en este otro. Niños y niñas en este y en aquél. Perros y gatos en el otro.
          Estábamos tumbados en la camilla, teníamos tanto frío que tuvimos que redimir a la madre de los nervios del lobo, nuestra temperatura corporal comenzó a subir y apareció la fiebre provocada por la ingesta de fentanilo. Empezamos a notar esos odiosos movimientos en nuestros vientres y comenzaron a moverse de forma autónoma, nos sedamos el alma y nos esterilizamos los pecados, antes de correr a por nuestros diagnósticos terminales por toda la infinitud congelados, como los ojos del conejo. Nuestro interior era un mar cuyas olas rompían en nuestros vientres. Nuestro interior era la cal y la herrumbre que habitan nuestro desierto. Nuestro interior era el lenguaje para comprender a Dios.
         Estuvimos en un mundo tan llano que el viento no sabía qué golpear, y mientras, los muertos padecían insomnio y los pubescentes artefactos que exudan como cabezas sobre los coágulos de la carne seguían proliferando junto con los temblores de piernas y sobre todo de brazos. Ahora sí que empezaba a llegar el momento...
         Los dolores cada vez eran más intensos y fuertes, y de repente nos tuvimos que abrazar a la sed del pájaro que busca la razón de sus tormentos en el estudio molecular de su excreción y empezamos a hacer movimientos circulares con la cabeza, sintiendo de una forma muy intensa un océano de roca, engullidos por el semen obtuso de los niños, derrumbados como el insecto en el abdomen aullador de sus enjambres.
        Nos quedamos en el Recipiente como cucarachas anquilosadas. Venía algo, ¡lo sentíamos!
          Empezamos a notar que nos salía... Era como el asfalto que pesa sobre el silencio y como el campo gravitatorio del bosque que atrae a la bestia con la ferocidad de la baba.
        Teníamos el calor de la arboleda que se arrastra por el corredor infinito y le suplicamos a Dios que nos soplara en la cara y seguimos con los movimientos de ese dolor que dirige los helicópteros de la mente y diluvia en el corazón de los difuntos, cuando la anciana piedra, prostituta tranquila, fruto viejo del hombre, cae en la fosa como el cigarrillo violado por los pulmones.
           Notamos toda su geometría dentro de nosotros.
           La estrecha sombra del feto en el Recipiente.
          Perdimos literalmente la sustancia y empezamos a flotar, de rodillas en la tristeza, como un dolor de aborto y caímos en la mirada de Dios y en la baba del pene que gotea sobre el Verbo para darle brillo. Nos vimos a nosotros mismos tendidos e inertes en el cuenco plástico con los frutos exiliados del viejo bosque, cuando caímos en la fosa madura y nuestra lluvia descalza rellenó los pulmones dentro del pantano. Pero la visión cada vez era más difusa porque no parábamos de coger altura. Fuera de nuestros cuerpos, tendidos en el Recipiente boca arriba, mientras flotábamos sobre él y observábamos todo lo que ocurría a nuestro alrededor.
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Dolor © Marcos Rea
        Inútil sería afirmar que fuimos devorados, que lo fuimos, como inútil sería afirmar que fuimos substituidos, que lo fuimos. Nuestras ciudades masticadas por enormes Recipientes y el lago reemplazado por un aún más enorme, rectilíneo y profundamente negro Recipiente impostor.
        Un polvo amarillo que flotaba y se introducía en nuestra carne y nos tiznaba desde dentro y nos hacía gritar en orgasmos convulsivos. Un polvo amarillo que se enchufó a nuestras conexiones sinápticas y nos sometió a esta burbuja virtual.
        Es hora de arrancarse la piel del pasado, ya que la muerte es un viaje por el tiempo y nosotros somos un velo que hoy respira mucha de la electricidad, de esa que las estrellas que no nos necesitan, vomitan sobre los hombres que aprendieron a hablar con los muñecos.
         Y así nuestro llanto, le es indiferente al vasto universo.

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CESC FORTUNY i FABRÉ (Barcelona, España, 1971). Es autor de los poemarios La misteriosa canción de la sangre (2010), El silenci plou sobre les pedres (2013), La dolorosa partitura del miedo (2014) y Métodos para ahogar con la nariz (2019), así como de la novela de terror experimental El quirófano en el bosque (2020). Ha sido traducido al inglés, rumano y armenio. Publica habitualmente poesía, narrativa y ensayo en la revista La Náusea, y ha colaborado en otras revistas como Kokoro, Paper de vidre, Periscopio o El humo.
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