FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
LA TUNDRA Los escombros cubrían el salón-cocina-habitación. La paz del recinto entraba por la ventana del techo, alumbrándolo u oscureciéndolo todo. Había demolido los últimos ladrillos de las paredes del baño y la vieja moribunda del apartamento de al lado ya no chillaba por los ruidos de madrugada. Después tendría que llamar a su puerta con algunas pastas y té de marca blanca como medida de compensación, pero ahora allí estaba el deslumbrante váter, liberado de los muros de su prisión, encumbrado a la hora exacta en la que el sol clavaba su rayo desde lo más alto. Marcus observó su cara empolvada en el agua del fondo grisáceo y supo que había hecho lo correcto. Acumuló contra la pared los escombros y dejó cuatro de los más grandes como asientos. Junto con el palé que usaba como mesa del comedor y la sábana blanca que la cubría a modo de mantel, formaban un conjunto de lo más vanguardista. Satisfecho, se sentó allí para observarlo todo desde otro punto de vista durante un tiempo indefinido. Tachó de su lista “Derribar las paredes del baño” y volvió a fijar su mirada en el váter. Seguía iluminado, aunque considerablemente menos. El sol estaba moviéndose en su contra, lo que significaba que debía llamar lo antes posible a su casero, antes de que él pudiese contestar la llamada. Las seis era la hora límite, el momento en que el casero había estado llegando a su casa todos los días de la semana anterior. Cogió el teléfono y pulsó el número desconocido de la lista vacía del registro de llamadas. Eran las seis menos veinte y repasó el guion de sus vivencias para que fueran amenas, naturalmente convincentes. Para que no se parecieran nada a las historias de los amigos que dejó en la ciudad cuando se fue. Convencido a medias por el estilo de su exordio, apretó el icono verde de llamada universal. Esperó los tonos, impaciente, muy impaciente, y el buzón de voz saltó enérgico y mecánico, trayendo tras sí el pitido. Estaba a salvo durante algún minuto. «Hola Leandro. Buenas tardes, mira, no sé cuándo voy a poder pillarte y tal, pero me corre cierta prisa comentarte algo, es importante, creo. Verás, el verano pasado estuve por algunas partes de por allá, ¿no? Creo que ya te lo había contado el día que me diste las llaves. Bueno, pues allí conocí a un señor por casualidad, muy simpático. Le estuve ayudando a montar unas cosas en la furgoneta que tenía aparcada. Me contó que había viajado mucho él también y bueno, no sé cómo fue, pero buena onda, como dicen allá, me invitó a tomar un té con pastas para compensarme. Yo, que andaba de aventurero, pues dije que sí, y me fui con él. Me presentó a su mujer, a su hijo que se marchaba, qué se yo, y me puso té con pastas en la mesa. Entonces yo pregunté dónde estaba el baño, que necesitaba ir. La mujer me dijo que la puerta que tenía delante era un servicio. Una disposición muy rara tenía esa casa, pero bueno. A la vuelta, el tipo me contó que, en uno de sus viajes, había estado en un país donde la gente cagaba y meaba en las calles, perdona lo escatológico Leandro, pero es que así me lo dijo. A plena luz del día, a cualquier hora. Como perros, como animales, con desprecio lo decía el tipo. Como si hacerlo en la oscuridad de la noche no fuese asqueroso para él, pero, en fin, ese no es el tema. La mujer entonces se puso como incómoda. Nosotros nos estábamos riendo, pero ella le dijo que dejara de hablar de esas, no sé qué palabra dijo, una palabra de allá, pero ya valía de guarrerías, seguro. Que estábamos en la mesa y había comida encima de ella. Un respeto, dijo. Leandro, este mensaje se acaba, te vuelvo a llamar y sigo contándote». Marcus volvió a buscar el número desconocido en su registro vacío de nombres y esperó los tonos de llamada, el buzón y el pitido. «Leandro, otra vez Marcus. Me he extendido un poco, o mucho, no sé, en la explicación, pero es que es importante que nos entendamos. Mira, te va a parecer que te cambio de tema, pero tienes que escuchar esto para que me comprendas bien. ¿Tú sabes que los animales expulsan sus excrementos a metros, o centímetros, de sus semejantes? Tú me dijiste que tenías un gato en casa. Tú has tenido que ver que incluso lo hace delante de ti, que eres su dueño. Y entonces nosotros, los humanos, los miramos con paternalismo, como cuando se caga un bebé que no sabe que está aquí. ¿Sabes por qué pasa eso, Leandro? Pasa porque creemos que somos superiores. Eso es lo que pasa. Me disgusta esto, Leandro, me disgusta… Pero bueno, al grano. ¿Por qué no lo hacemos nosotros? Hasta que no llegué a esta casa buhardilla que tú me has alquilado, no lo vi. Aquí lo vi, en tu casa, en la mía ahora. Las paredes Leandro. Las paredes. Tu casa no tiene paredes y ha tenido que ser alguna fuerza superior la que ha hecho que yo llame al primer teléfono de alquiler barato en Internet y aquí esté, en la casa reveladora de la verdad del hombre. ¡Que somos animales Leandro! Esta buhardilla es la libertad y la naturaleza juntas, y aquí, pensé yo, voy a poder vivir en paz. Sin el ruido ese que me sigue siempre, que me pasa porque soy humano. Seguro que a ti también te pasa. Yo viajo por eso, pero no me gusta viajar. La cosa es que la buhardilla está muy bien, pero tenía una pega para ser perfecta. No sé si me quedo sin tiempo. Te llamo otra vez y termino de contarte». Marcus colgó el teléfono de nuevo y volvió a buscar el número desconocido. Sin embargo, un mustio sonido eléctrico sonó de repente. Alguien aporreó la puerta y el timbre volvió a sonar. Eran las seis menos diez minutos y Marcus temió que Leandro escuchase los dos mensajes, y que a falta de un tercero en el que pudiera dar por terminado el discurso, viniese directo hacia su casa, viera los escombros, y él tuviera que marcharse de inmediato de la buhardilla. Pensó en que no abrir sería la mejor opción, pero la voz de Leandro atravesó la mirilla vieja de la puerta. Marcus miró a su alrededor, y observó la buhardilla abrumadoramente diáfana, con un vanguardista juego de mesa y sillas en el centro, donde podría comer todos los días. Todas las mañanas iría como un reloj hasta el váter y podría observar su magnífica morada desde allí, sin periódico, sin paredes, sin impedimentos, sin paternalismos, sin ficción, sin humanidad. En la buhardilla observó la tundra abierta, implacable y en paz. Allí quería morir congelado, cuando lo determinase una fuerza superior, la misma que una semana atrás colocó frente a sus ojos el anuncio del alquiler. Allí estaba él, sentado en una roca, con su animalidad gritando hacia las estrellas eternas en el ventanal del techo, sin ruido. Leandro aporreó la puerta más violentamente. —Marcus, ¿estás ahí? He visto luz desde la calle. Vengo a traerte los papeles que faltaban del alquiler.— Marcus apagó la luz y cogió rápidamente la sábana que tenía sobre el palé. Tapó la pequeña pero llamativa montaña de escombros con ella y abrió la puerta. —Hola, Marcus, qué tal, cómo andas, ¿estás a gusto por aquí?— Hizo una mueca fiera como asintiendo lo obvio y sujetó la puerta con fuerza para que Leandro no entrase. —¿Qué pasa? ¿Hay algún problema?— Marcus negó sacudiéndose con un movimiento acompasado de cabeza y tronco. —Bueno, mira, no te molesto más, que he venido directo del trabajo y yo también tengo ganas de estar tranquilo en mi casa. Te cuento, estos papeles me los tienes que firmar. Aquí y aquí. ¿Tienes un boli?— Marcus no tenía ningún bolígrafo encima. Si hubiera aceptado el bolígrafo de regalo en el estanco tendría uno, pero no lo tenía. Lo buscó igualmente, pero no lo tenía. Así, tuvo que abandonar la puerta a merced de la suerte. Para que todo saliera bien, Leandro tenía que quedarse quieto en el rellano, esperando pacientemente a que Marcus encontrase un bolígrafo para firmar sus papeles. Al fin y al cabo, Leandro parecía un tipo con sentido del respeto y esa buhardilla ya no era suya, sino de Marcus. Además de eso, pensaba, para que todo saliera bien, la puerta tampoco tendría que actuar en su contra. Había estado poco en la buhardilla esa semana. No había reparado demasiado en la ancianidad de la madera y menos de las bisagras. Así, cuando dio dos pasos hacia el interior de la casa, dejando la puerta entreabierta, confirmó para sí mismo que una fuerza superior le había guiado hasta allí para protegerlo. La puerta no se abrió. Equilibradamente se quedó en su sitio. Marcus pensó que, si consiguiera despachar rápidamente a Leandro, aun tendría tiempo de seguir con el guion de su discurso y grabar el tercer mensaje en su buzón antes de que él llegara a su casa. Estaba cada vez más convencido de que su peroratio era magnífica. El rellano retumbó y chirrió seguidamente en ese momento. Una puerta se abría, y Marcus se giró rápidamente. La luz del rellano confirmó que no era su puerta la que se había abierto. De un momento a otro la vieja decrépita del apartamento de al lado estaba saludando al casero y sin dejar que respondiese éste, empezó a elevar el tono de voz, hablándole de todos los percances que le había causado el hombre desagradable al que le había alquilado la casa. La anciana increpaba a Leandro y le decía que los ruidos en la madrugada eran ilegales y la policía no quería escuchar los ruegos de una mujer vieja y sola. La puerta se cerró después con un brusco chirrido y un golpe. Entonces todo se detuvo para Marcus. Se miró las manos y se acarició el pelaje de éstas, el cual había empezado a crecerle en la semana que llevaba en la buhardilla. Se mesó la barba hasta la barriga, que ya se había ligado al pelo del pecho. El viento de la tundra comenzaba a enfriarlo todo, le acariciaba cortante, le movía el pelaje a su son y se le introducía por las orejas grandes, enviándole un mensaje mudo y contundente. Aquella buhardilla era su territorio. Leandro entró a la sala, sin luz apenas más que la luna que brillaba arriba y se reflejaba en la oquedad en tonos grisáceos y blanquecinos. Estupefacto miró a su alrededor sin reconocer la casa en alquiler que había dejado una semana atrás al inquilino mundano de la mochila. Leandro recordó entonces la idea que tuvo al ver aquella mochila a hombros de Marcus. Era considerablemente más joven que él y su aspecto aventurero había despertado en él el fantasma ya no del paso del tiempo, sino del tiempo perdido y la ensoñación, la visión de marcharse a ver el mundo él también con una mochila como esa había estado rondándole toda la semana. Con la mochila en su mente, Leandro se oscureció y murió como esos hombres de ciudad que no le temen a la Naturaleza, con los papeles legales en la mano. Marcus había cogido una de las sillas vanguardistas de su salón y le golpeó con potente firmeza en la cabeza. Era la misma en la que estaba sentado cuando Leandro decidió no hacer lo mismo esa tarde que las últimas, durante la semana en que Marcus lo había observado detenidamente. La sangre brotaba y le ató la sábana alrededor de la cabeza con un nudo fuerte. Después, se lamió las manos con ansia. Recordó entonces al hombre que lo invitó a tomar té con pastas en el viaje de verano y de la carne exquisita que la mujer le obligó a probar a Marcus después de la merienda. Para Marcus, el hombre simpático se hizo coronar como gran sabio de la naturaleza cuando le explicó, con sumo detalle y gran conocimiento, todo lo que debía saber si alguna vez necesitaba desmembrar y descuartizar a un animal, así como los múltiples usos que un hombre puede darle a todas y cada una de las partes que conforman los cuerpos.
Marcus miró a su alrededor. La tundra se había oscurecido aún más y el viento había dado paso a una ventisca helada. Colocó entonces las cuatro sillas vanguardistas como vértices de un cuadrado, arrastró el cuerpo dentro y puso el palé sobre los cuatro puntos. Desató el nudo de la sábana que cubría la cabeza de Leandro y con la sábana empapada de sangre cubrió la estructura, dejando uno de los lados descubiertos. Marcus entró en la guarida rápidamente, a rastras. El frío de la noche en la tundra comenzaba a calarle los huesos y a cortarle la piel de los labios. Resguardado por fin, observó a su presa lentamente, parte por parte, de arriba abajo, mientras hacía memoria. Le arrancó las prendas que llevaba puestas y se las puso él mismo con dificultad. Así, viéndose libre, se admiró de sí mismo, de su aprendizaje y de cómo la tundra le había convertido, por fin, en uno más de los hijos de la Naturaleza.
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EL BUITRE Desde allí, desde lo más alto de la montaña, el pájaro era tan insignificante. Lo reconoció como un buitre, bicho feo, y le apuntó con el rifle. Lo tenía en el punto de mira. El bicho buscaba comida, ella también. El bicho gruñó, craw, craw. La mujer lo dejó ir. Si le disparaba, caería en picado, dibujando círculos hasta chocarse contra la superficie del río. Y después se sumergiría, rompiendo el agua en dos. De nada servía gastar munición. ****************** La mujer dejaba el rifle siempre reposando en la pared, a la vista. Se tumbaba de medio lado, con la espalda apoyada en uno de los brazos del sillón y los pies encima del otro. Las mantas, una, dos, tres, cuatro, seis, las que fueran, nunca eran bastantes. El fuego de la chimenea hacía crujir las piñas de los pinos, que se convertían en ascuas y más tarde en cenizas. Apenas quedaba leña en la espuerta que tenía al lado de la chimenea, y las piñas tenía que desenterrarlas de la nieve. Las cubría de la noche a la mañana. Ella no tenía nada que hacer: sólo esperaba. Y llevaba tantísimo tiempo esperando. Salía de la cabaña para coger piñas e intentar cazar. Nunca disparaba el rifle. Lo sostenía como al bebé que nunca había tenido, sólo que el rifle estaba más flaco y era más largo que un niño. Era el rifle de Arnold. Arnold se marchó. Qué sería de él, desde que se había ido de allí, de lo alto de la montaña. Ella sabía cazar, pero para disparar el rifle tenía que tener al animal cerca y sobre la tierra. Disparar al cielo y que la presa cayera al río no ayudaba en absoluto. Y se estaba quedando sin comida. Con aquel tiempo era difícil salir a ningún sitio para buscar algo que echarse a la boca. No podía dejar la cabaña a solas. Estaba en el deber de protegerla. La cabaña era lo único que tenía. Era el trabajo de años. Y sentía que si la dejaba sola, no volvería nunca. Y alguien echaría la puerta abajo o rompería las ventanas en su ausencia y dormiría en su propia cama. Y la ensuciaría con la mierda de todo su cuerpo, restregándose contra el blanco impoluto de las sábanas que ella misma puso el día en que Arnold se marchó. Las mismas en las que ella todavía no se había acostado, las mismas que todavía no habían rozado su piel. Dormía en el mismo sillón en el que estaba sentada ahora, con las mismas mantas y en la misma posición. Dormía todo el día, excepto cuando salía para coger piñas o fingir que cazaba, cuando cocinaba con lo que tenía dentro de la cabaña o cuando colocaba la madera y las piñas en la fogata. La mujer se quedó dormida con los pies colgando, el vestido aplastado sobre su cuerpo, arrugándose, y medio lado de la cabeza apoyado en el sillón. «Lo único que te pido, Rose Marie, lo único que te pido es que si algún día dejo esta casa por el motivo que sea, el que sea, cuides de ella, ¿entiendes? Esto es todo lo que te dejaré cuando me marche, Rose Marie, y cuando me muera. Esta casa. Esta cabaña que construí con mis propias manos, con mi propio esfuerzo. Esto es lo único que puedo dejarte, porque no tengo nada más en este mundo. Nada más que a ti y a estas cuatro paredes, y todo lo que guardan dentro. Esto es lo único que tengo. Y cuando me marche, si me marcho —o me llevan—, esto será lo único que te quede de mí». ********************** Arnold no dijo: me voy. Nunca lo hizo. Pero él sabía que se iría. Que tendría que marcharse. Que se lo llevarían. Por eso le decía tantas veces lo que tendría que hacer una vez se marchara. Porque lo sabía. En las montañas era más difícil que los encontraran, eso decía Arnold, y ese era el motivo por el que habían creado allí el hogar. La mujer se ahogaba en aquel sitio —cada vez se le hacía más pequeño—, y se arrodillaba ante la cama y en lugar de rezar, como debería haber hecho cada noche, maldecía. Le deseaba el infierno a todos aquellos que habían llegado a su casa dando voces y escupiendo insultos, enseñando mucho los dientes, enseñando su rabia —casi se imaginaba las babas de perro colgando—; les deseaba el infierno a todos ellos, que habían sacado a Arnold de la cama, cuando todavía vestía el pijama. Y se lo deseaba a ella misma también. Ella era la que había abierto la puerta a las cinco y media de la mañana. ************************ No quiso despertar a Arnold. Ella ya estaba despierta, fregando los cacharros de la cocina. Había salido de la cabaña para llenar un barreño de nieve que se había hecho agua al lado de la chimenea. Con esa agua lavaba los platos. Aporrearon la puerta y a ella se le escurrió un vaso de las manos. Cayó dentro del barreño, salpicándole espuma sobre la ropa. Se secó las manos en un paño y se acercó a la puerta para escuchar a quien estuviera detrás. Los golpes contra la madera no cesaban. Escuchó la voz de un hombre gritando: «ARNOLD ABERNATHY, ABRA LA JODIDA PUERTA». La mujer lo entendió en ese mismo instante, no antes. Comprendió por qué Arnold tenía tanto miedo, por qué estaba tan obsesionado con repetirle: cuando me marche, Rose Marie, cuando me marche. Cuando se lo llevaran. Dejaron de golpear la puerta con los puños, y pasaron a dar patadas, haciendo más ruido. Temió que la echaran abajo. Gritó: «YA VA, YA VA». Y desechó el cerrojo. Entreabrió la puerta, sin llegar a permitir el paso de los hombres. Conseguía ver a tres desde aquel ángulo, pero un poco después descubriría que eran cinco. El primero de ellos —el mismo que había gritado que Arnold saliese de la cabaña— empujó la madera y arrastró a la mujer, de modo que la abertura se hizo más grande y los cinco hombres entraron en la cabaña. El frío se coló con prisa, como si no tuviese mucho tiempo para entrar, aprovechándose de la situación. Los caza-recompensas llevaban armas en los cinturones. La mujer pegó la espalda al mueble más cercano, y allí se arrinconó. Se abrazó el cuerpo, vestido sólo con un camisón largo y viejo, el frío se le colaba en los huesos. El mismo hombre que había empujado la puerta se dirigió a ella y dijo: «Su marido. Dónde está su marido». Ella miró en dirección a la puerta del dormitorio. «¿Qué quieren de él, quiénes son ustedes?». «Venimos a por ese canalla». «Mi marido no es ningún canalla», dijo ella. El hombre sonrió y enseñó los dientes, sólo le faltaba lamérselos. «Buscadlo y arrastradlo hasta aquí», ordenó a los otros. La mujer echó a correr, intentando interponerse entre ellos y la puerta del dormitorio. Uno de ellos la alcanzó con un manotazo antes de que le diera tiempo a recorrer la mitad del camino. El resto de la historia es un poco feo: un hombre sacando a Arnold de la cama por el tobillo, su cabeza estrellándose contra el suelo. Los gritos de Arnold, las risas de los tipos. El cuerpo de Arnold arrastrándose por todo el suelo, un hombre tirando de sus tobillos. La mujer arrodillada frente a la puerta, las lágrimas chorreándole los pómulos, los labios, el cuello. Rose Marie se llevó un tortazo en la mandíbula, y vistió el morado durante semanas. Lo último que dijo uno de los caza-recompensas fue: «No se imagina lo que vale la cabeza de este viejo. Usted misma lo vendería si lo supiera». La mujer le escupió en la cara justo antes de que saliera de la cabaña. Arrastraron a Arnold en pijama, no lo vistieron, no le dejaron vestirse. «Se congelará», suplicó la mujer. «Ese será su problema». Ella recordaba el portazo. Los gritos de Arnold se escuchaban incluso con la puerta cerrada, igual que había oído los gritos del caza-recompensas.
******************* El buitre la miró desde la nieve. El uno al otro contemplándose durante un buen rato. La mujer apuntó al bicho con el rifle. Dijo: «Esta vez no te me escapas». El mismo buitre rondaba la cabaña desde que se habían llevado a Arnold. Estaba convencida de que siempre era el mismo. Un buitre solitario buscando carroña. «No hay muertos para ti en esta montaña», siseó. Dio un par de pasos hacia el animal, lentos. Una rama crujió bajo el pie de Rose Marie. El pájaro gruñó. Se levantó del suelo agitando las alas, dejando de prestarle atención a la mujer. Ella le disparó cuando el bicho todavía no había alcanzado el medio metro de altura. El buitre se revolvió en la nieve, tintándola de rojo sucio; la mujer lo agarró por las alas y le torció el cuello. Le prepararía la cena a Arnold, y lo esperaría sentada a la mesa del comedor hasta el amanecer, si era necesario. Un guiso con la carne de aquel bicho carroñero. |
FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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