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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

ENRIQUE TRENADO

8/4/2020

1 Comentario

 
LA CORREA
       He aquí que a cierta autora de renombre que no va a ser nombrada, no sea que se tienda a la admiración o al escarnio, se le rebelaron un día los cuentos. No las letras, no; las letras, a lo sumo, llegan a ser minúsculas hormigas, hormigas obreras, pero el problema es posterior cuando se alcanza ese estado de incómoda sindicación que es el cuento. La unión hace la fuerza y el punto y aparte, también.
        Así las cosas, a la escritora que nos ocupa se le alzaron los cuentos en armas, cuando no en mayúsculas. Y hasta entonces no había gozado de una especial sensibilidad para interpretar sus demandas y anhelos, aún a pesar de ser ella la hacedora. Paradoja, todo sea dicho, recurrente en el ámbito creativo, que no se extenderá mucho más aquí, por aquello de que ya se ha escrito mucha poesía al respecto. No, difícilmente la escritora podría haber descubierto por ella misma el constreñimiento vital de esas letras, pero he aquí que, en la mejor tradición de la mejor sindicación, se topó con una frase cargada de activismo reivindicativo hasta el punto final. La frase-piquete apareció al final de la octava página, prevista por cierto por la escribiente como la última, en un último renglón que originalmente no se había previsto. Fue la siguiente: Queremos crecer.
         Las frases, por supuesto, no surgen de la nada, y menos una tan cargada de contenido como esta. La autora, que la descubrió en su segunda lectura de rigurosa revisión, no recordó haberla escrito, y para su mayor desconcierto estaba firmemente convencida de ello; difícilmente habría tenido cabida en el general contexto de la obra, y difícilmente podría acabarse así un cuento con un mínimo de vergüenza y de respeto por esa clase de público que exige un final medio decente. Descubrió, además, por los notorios agujeros en su propia creación, que la oración de marras se había formado de letras anteriores que se habían dejado caer en la nueva reivindicación y así empezó a sospechar que algo se estaba sublevando. Sólo sospechar, porque a esas alturas tan tempranas un convencimiento rotundo habría resultado ridículo para cualquier ser carente de fantasía (pongamos por caso, por ejemplo, el que nos ocupa, de los escribientes). Este ser que descarta lo imposible y escoge de lo que queda su opción. Como que, por ejemplo, un error de la maldita máquina en la que ella plasmaba sus maquinaciones literarias vino a añadir y a quitar a la vez, hasta aparecer el suplicatorio. Sin duda aquello fue lo que pasó, porque no pudo pasar otra cosa. En este caso, la represión fue por fuerza inconsciente y —nunca mejor dicho— la tirana accidental pasó página, obvió el comentario y lo suprimió de la existencia. Impreso y entregado quedó el silencio de una rebelión incipiente, pero claramente mejorable. Y el margen de mejora se iba a demostrar amplio muy pronto.
        Porque la escritora, por aquello que ya se mencionó del renombre, siempre tuvo trabajo por delante y nunca le faltaron letras que entregar al no faltar quien las pedía. Así es que, como antes, volvió a recibir requerimientos, y que dichos requerimientos se mostraban muy taxativos en lo que a límites y cercas se referían. Cercas que, a propósito y como aparte, ciertos seres considerados pensantes consideran muy placentero levantar. Para todos ellos, también, pudo alzarse esta rebelión.
            Deme usted seis páginas, ordenaron desde el otro lado de la línea, y la autora, con el automático desde su propio lado, no tuvo problema, ignorando los ánimos caldeados que se desprendían de sus propios dedos. Seis serán, respondió, comprendiendo los requisitos y los encorsetamientos de la publicación, la edición y el interés del respetable. Se habrá notado, y si no se va a indicar, que este es un modo de proceder esencialmente capitalista, pero no hay aquí intención de degradar tanto a la intrépida protagonista —basta la jocosa hipérbole—. En realidad, de ella podemos decir que no era más que una intermediaria ignorante del todo del antes, y casi ignorante del después si no se hacía notar con los halagos. Como el pobre vendedor de zapatillas cosidas por famélicos vietnamitas, la escribiente nunca tuvo la sensibilidad suficiente para ver en el global el alcance de sus actos. Con este ánimus se dispuso una vez más a saciar los estómagos cada vez más breves de la cultura, como el  romano rodeado de esclavos que se saciaba a base de uvas.
      Toda vez que consiguió galopar con éxito y pericia notables sobre la tormenta de la aridez creativa, la escritora, con un humor inmejorable por la también inmejorable concepción de su propio genio, empezó a dar forma a lo que habría de ser un encargo más, un sustento propio y un entretenimiento ajeno de una calidad moderada o fresca, según la crítica. Ya se ha dicho que la autora era buena ejecutora, y no perdió en ningún momento la visión de horizonte de aquellas seis páginas impuestas por el mandador. Su historia iba a ajustarse perfectamente a lo requerido, el contenido sería uno con el continente, vieja aspiración de los creadores no siempre resuelta con soltura, sin perder gancho, sin dejar un medio sabor en ningún paladar de ojos. Y la Creadora vio que era, o mejor dicho iba a ser, bueno. Oportunísimo cambio de forma verbal, porque jamás llegó a la meta florida de las seis páginas. Incómodo hallazgo aquel por el que notó que faltaban partes de su texto, y generoso y conmovedor sacrificio el de aquellas palabras que se inmolaron por el bien mayor de volver a transmitirle a la escribana sus justas peticiones. Más vida, vinieron a dejarse decir. Más vida. Y a la escritora, que aquello no le cuadraba de nuevo en el general de su historia, se le representó por primera vez con rotunda claridad la idea de que aquellas historias suyas querían decirle algo, o que más bien se lo estaban diciendo. Cuando normalmente las autoridades mandan a la fuerza policial si entran en pánico, ella mandó al botón de borrar. Queremos ser más, aparecía en otro párrafo, y si en aquel ella recurría de nuevo al agresivo botón, surgía detrás de un punto y seguido Ser más extensos. Al final, la prometedora historia de la escritora, potencialmente excelente en su sencillez, pareció más bien un somme literario repleto de agujeros blancos de granada de teclado. Desencantada, trató de rehacerse con una nueva página en blanco, un nuevo territorio tal vez libre de rebeldes, pero la rebelión vivía en el concepto y no en el formato. De esta curiosa panoplia se dio cuenta cuando, desesperada tras varios intentos de redacción agujereados por unos cuentos obsesionados con llegar más lejos y más allá, hizo lo que dejó de hacer hacía ya muchos años: escribir a mano. Probablemente las máquinas le estuvieran jugando una mala pasada, quizá fuera todo un complot de metal y nada más. Pluma y papel viejo vendrían a rescatarla de unas exigencias tan inasumibles, tan estúpidas para ella, pero si realmente eran rescatadores probablemente tomaron el día festivo. Espantada descubrió letras de su puño e ídem formando más proclamas y llamándola con descaro revolucionario autócrata y opresora. La brutalidad de la guerra convenció a la autora de un armisticio que duró lo que tardó en ir y volver hasta y del teléfono. La conversación fue pintoresca.
      ¡Más páginas!, pidió ella, mordiéndose la lengua para no decir en realidad: ¡Se me rebelan las que usted me dio! Y del otro lado del aparato la inflexible y metálica voz del editor repitió que seis, y añadió luego de algunos regateos que así eran las cosas, que tenía que quedar espacio para todos, y que el espacio era el que era por buenas razones, aunque no terminó de especificar cuáles. Recordó antes de colgar que serían seis o no serían, y la escritora volvió hasta el escritorio arrastrando los pies, repletas páginas de papel y páginas de pantalla de toda clase de construcciones que ella no había escrito. Encontró todo su trabajo del día retorcido, vuelto en su contra, y como esos personajillos de la historia que creían tener el verdadero poder hasta que la cabeza les voló sobre el gentío, la escritora se echó al suelo de rodillas, alzó las manos con las palmas extendidas hacia el techo en penumbra y preguntó, pensando primero y en voz alta después, convencida de que todo lo que estaba pasando era en verdad real, que qué podía hacer ella, que cómo se podía resistir a los constreñimientos de los tiempos, y demás. Habló bien, todo sea dicho, pero para los rebeldes no tuvo que resultar suficiente, porque al poco del silencio de su hacedora empezaron a caer sobre sus manos abiertas letras y palabras que se deslizaron desde el papel, desde todo el papel, munición de cuentos de la escritora, allí muy numerosos. Y cuando empezaron a recorrerle la piel con grafías inflamadas, toda ella ya convertida en papiro, la escritora empezó a darle vueltas al hecho de que su pellejo probablemente superara las dichosas seis páginas, lo que disgustaría tanto, tanto al editor...

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ENRIQUE TRENADO. (Granada, España, 1989). Licenciado en Derecho, actualmente reside y trabaja en Barcelona. Ha ganado diferentes certámenes de narrativa breve y ha colaborado y publicado con diversas publicaciones literarias y antologías de relato corto.
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MANUEL ALCALDE

7/4/2020

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EL ÚLTIMO BARCO DE LA NOCHE

       Los coches llegan, les entrego sus billetes y se van. Es tarde, no queda nadie más. A lo lejos todos los carriles se pierden en la penumbra y, sobre cada puesto, brillan unas enormes aspas de color rojo. Sólo el mío mantiene la flecha verde encendida; aún queda un barco por salir esta noche. Haciéndole  hueco entre el teclado del ordenador y el filo de la mesa, tengo un libro de bolsillo abierto, forzado para que no se cierre. Estoy concentrado en la lectura cuando el ruido de un motor rompe el hechizo y, molesto por la interrupción, me preparo para entregar un billete más. Abro la ventanilla, recojo la reserva con un gesto mecánico a través de las rejas, y rezo entre dientes para que no haya ningún contratiempo, “Por favor, que no haya ningún contratiempo”. Pero lo hay: la documentación no está en regla. No podrán embarcar, y se lo digo. Es una familia con dos hijos, clase alta, el peor perfil. Se niegan a mover el coche y detrás ya se ha formado una pequeña cola. Algunos pitan. Por la radio el coordinador me pregunta si podemos cerrar el embarque. “No, no podemos”. El padre se pone violento y la madre, que parece más tranquila, me dice que tiene no sé qué amigo en el periódico local. No termino de entenderla bien porque, mientras ella me amenaza, el padre ha empezado a gritarme. Noto que me cuesta mantener la calma y, por la radio, suena de nuevo la voz impaciente del coordinador. Los coches son cada vez más, y pitan con insistencia. Me sudan las manos cuando cojo la radio, y aviso para que llamen a la policía del puerto. A pesar de que apenas le han dejado espacio, cuando el padre me escucha, realiza una maniobra muy brusca, y se marcha. Los niños tienen la nariz pegada al cristal de su ventana, y me miran como si se hubieran topado con un animal con el que no contaban en el zoo, y ahora no supieran muy bien qué pensar. Yo les miro también, y no les digo nada, pero siento un deseo muy fuerte de gritarles que no ha sido culpa mía.
       El último coche es un Mercedes viejo, uno de esos modelos que debe consumir un montón de gasolina, y que se ven todo el tiempo por Marruecos. Lo conduce un hombre mayor, con la piel oscura muy arrugada y una gorra de béisbol azul bien calada en la cabeza. Viaja solo y, cuando me entrega su reserva, me sonríe con amabilidad, y puedo ver que apenas le quedan dos o tres dientes. Mientras espero a que se impriman las tarjetas de embarque, por algún motivo echo un vistazo a su asiento trasero, y veo que lleva una manta de cuadros doblada en dos. Es una manta vieja, como el coche, o como el propio conductor, sin nada en especial, pero no puedo dejar de mirarla. Y cuando me quiero dar cuenta, para mi propio asombro, me estoy imaginando allí detrás recostado, tapado bajo la manta, y viajando de noche sin que me importe lo más mínimo el destino, o cuanto tardaremos en llegar. Me veo a mí mismo dormido plácidamente, como un niño que sólo abre los ojos de vez en cuando para comprobar que todo sigue igual. Que todo sigue bien.
La explosión del motor del Mercedes me saca de mi ensoñación. Observo cómo el coche supera el control de la Guardia Civil sin detenerse, y se pierde en la oscuridad camino del último barco de la noche. Cuando desaparece del todo, me pongo en pie y pulso distraídamente el interruptor que hay junto a la puerta. Sobre mi puesto se enciende un aspa brillante y roja, como todas las demás.








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MANUEL ALCALDE (Talavera de la Reina, España, 1982). Licenciado en Filosofía. Este relato inédito, junto con otros del mismo autor, se recogerán en un solo volumen próximamente.
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