FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
UN ROSARIO Tercer día de protestas: Las paredes de la casa retumban a cada nuevo estallido. El cristo sobre el cabecero tiembla de miedo, cree haber perdido a su mayor creación. Ella no entiende cómo todavía siguen incendiando las calles, llevan desde las siete de la mañana y hace dos horas que pasaron de la media noche. Aún más irrisorio le parece que los cristales sigan de una pieza, tan solo humeados por el hedor de las protestas. Tumbada en la cama, con su rosario entre las manos, clavándose las puntas en las palmas, reza por que su hijo no muera desangrado tras una barricada. Atravesado por el silbido de una bala. Por ese mensaje de represión, discriminación y superioridad por el que cree que es tan importante luchar. Una vida a cambio de un ideal. Su hijo por un cántico. La revolución en pos del amor a Dios. Solo le queda rezar bajo las sábanas, ansiando la llegada de su hijo. Dan las cinco y media de la madrugada, llega visiblemente magullado. Sangrando, cierra la puerta con sumo cuidado, pensando que incluso una de esas gotas carmesí puede alterar el sueño de su madre. Se mete en la cama con moratones que no quiere mostrar y con ira que no puede ocultar. Su madre exhala un amargo suspiro de liberación. Cuarto día de protestas: Consigue despegarse de las sábanas. Ha dormido agarrada al rosario como una cría a su peluche. Por desgracia, las pesadillas no se han desvanecido. Su despertador son los gritos revolucionarios, los estallidos y el nerviosismo de cristo, que no deja de golpear contra la pared. Jamás lo descolgará. Las siete y media y su hijo ya ha abandonado el hogar para fundirse con esa masa indeterminada en la que toda individualidad se pierde. En la que se deja de ser “hijo de” para formar parte del movimiento, del pueblo, de la revolución. Una masa en la que no importa si vives o dejas de hacerlo, en la que prima el ideal antes que tú. Mensaje esperanzador para el individuo, pero no se cuida de él. No es capaz de distinguirle entre ellos. No es capaz de ver a su hijo, se lo ha robado la masa. Ahora solo Dios puede cuidar de él. Las lágrimas comienzan a brotar y recurre al rosario como si de un pañuelo se tratase. No puede hacerse a la idea de que su hijo es ahora puro instante, fatídico y violento instante. Sueña con ello a todas horas. Una bala. Un puñal. Una bomba. Un ideal. Llaman a la puerta. La vecina necesita alojamiento por esta jornada, su casa ha sido ocupada y viajará al extranjero al encuentro de unos familiares el día de mañana. Deja de escuchar a los treinta segundos. No es su hijo quien está frente a la puerta. Quinto día de protestas: Se despierta entre sudores y lágrimas. Agitada, con la frente empapada y el corazón en un puño, lo busca desenfrenadamente. En su sueño lo perdía. Ha estado con ella toda la vida. Se lo regaló su madre, y se lo habría regalado a su hijo de no ser por esa vena atea y esta estúpida revolución. Había destruido todo atisbo de fe religiosa en él. Entre las sábanas, bajo la cama, sobre la alfombra, en el baño, en la mesilla de noche, en el fregadero, en la despensa. Busca desesperadamente. El rosario es lo único que la mantiene cuerda. Lo único que la mantiene cerca de Dios en estos tiempos caóticos y violentos. Puede que se le haya caído en el cuarto de su hijo. Inquieta, intenta rebajar las pulsaciones al máximo, temiendo despertarle. No está. No el rosario, ese se ha esfumado por completo de su mente. Su hijo. No ha vuelto. O lo que es peor, acaba de salir. Está siendo una noche con demasiados altercados; cantidades ingentes de luz provenientes de las hogueras se cuelan por la ventana. Las balas, las bombas, los gritos y los cantos han orquestado esas pesadillas suyas. Pero ya no se encuentra durmiendo, y cada vez la realidad se torna más macabra. Abandona el hogar desesperada, con poco más que una bata. El cristo acaba por caerse del portazo. Entre el caos, el humo, el fuego y el ruido es imposible distinguir algo. Esa amalgama ideológica parece que ha duplicado su tamaño. Tan solo se escuchan proclamas revolucionarias. Ni una sola plegaria. Finalmente, un silbido se hace paso entre la revolución socialista. Sexto día de protestas: Han llegado al congreso. Todo el pueblo se ha lanzado a las armas. Los revolucionarios, sus hermanos. Los cánticos, su biblia. El ideal, su Dios. De entre la venganza, el odio y las lágrimas; una aspiración a una sociedad igualitaria, un genocidio contra la burguesía, una liberación del proletariado, entonan el funeral de su madre. Contra los perros del estado no le queda nada. Ni si quiera ella. Solo una mirada. Una mirada que va más allá del odio, la venganza, la pena o el arrepentimiento. Sus ojos, incendiados, gritan revolución. El pueblo, incendiado, grita revolución. Lo saca a relucir. El nazareno, mártir, pretende levantar a un pueblo. Sangra, pero no de la misma forma en la que lo hacen ellos. No se dejarán pisotear. Vencerán. La recuerda besando su rosario. Lo lanza contra ellos. “Se ve que Dios no escucha a los de nuestro barrio”. Estalla el conflicto. Sobrepasan las vallas y se lanzan contra los militares. Empiezan a entonar los últimos compases de la revuelta. Un silbido extraviado le alcanza. Suena a revolución. Séptimo día de protestas:
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ESPERAR POR NADA En Bogotá llueve mucho por estos días. La gente está en la calle, corre de un lado al otro y le gritan al gobierno que vaya a comer la mierda que a todos nos han dado de comer en los últimos 200 años. Millones son los inconformes en el país, pero solamente hay miles en la calle. No es proporcional, pero para algunos es una bella muestra de esperanza, una de tal calibre que me alcanzó a emocionar para hacer un cartel y salir a protestar. Lo hice en dos pliegues de cartulina blanca pegados con cinta transparente, de esa que no cuesta más de 700 pesos, mientras me tomaba la última botella de guaro que pude pagar con la liquidación que me pagó aquel empleador mediocre, ese mismo que me botó a la calle porque se le dio la gana. Quince putos años a la basura, con un salario mediocre que, a lo sumo, subió seis puntos porcentuales, mientras todo lo demás subía y subía como espuma en un vaso de cerveza mal servida. Quince putos años para terminar haciendo una cartelera, cagándome en otro presidente mediocre que, quien sabe cómo, ocupó la Casa de Nariño. Siempre me gustó el teatro, entonces decidí hacer un cartelón para que la gente dijera “este tipo es pilo”. Con letras negras gruesas, pintadas con un pincel barato, escribí “Godot llegará antes que el Presidente”. No sé si fue la borrachera o el alcoholismo, pero me dije “que mierda más bonita”. Amarré los pliegos a un par de palos que encontré en el parque de la casa y me puse en marcha para unirme al gentío anónimo que hoy pide más de algo distinto, algo que tal vez no llegue, ¡pero qué hijueputas! En la calle fue lo mismo de siempre. Gritos y cánticos que se repiten una y otra vez, que cambian con el apellido del gamín que esté en turno; aglomeraciones sociales, insultos que van y vienen y una guardia policial que esconde su rostro, cual verdugo de la Europa medieval, para recordarnos que estamos a un instante de conocer el otro mundo. Pasaron más de cuatro horas, todo se movía con un halo de normalidad que aburría. La gente bien pensante y con familia se fue retirando de a poco y de los cientos de miles, quedamos unas decenas de miles; parecía como un reloj de arena deshaciéndose. Yo sostenía mi cartel con el ímpetu de un borracho. La mayoría no entendía, algunos me preguntaban “¿Qué es ese Godot?, ¿un grupo antifascista internacional?”. Los que captaron el remedo de chiste se reían de una forma cínica, como si me criticaran por mi egocentrismo severo, y los policías se miraban unos a otros detrás de esos cascos negros. Parecían conspirar. Con el paso del tiempo comencé a sentirme ridículo; algo que no es muy extraño en mi vida. Me dije a mí mismo: qué hace un adulto en medio de esta cosa, seré el desecho improductivo que tanto critican los que no salen a estas cosas. Fumo, me drogo y soy alcohólico; definitivamente no soy un adalid de la moral, pero ¿acaso los desechos no tenemos derechos? Me mamé de reflexionar sobre todo eso, enrollé el cartelón y lo guardé en la maleta. Prendí un cigarrillo y me largué. En la Plaza de Bolívar hay cuatro caminos posibles para salir de las manifestaciones. Cuando era adolescente descubrí que la salida más sencilla es la que da por la biblioteca Luis Ángel Arango. Es como si las bibliotecas tuvieran algo que ahuyentan a la policía; aunque hay que ser justos, en los pasillos de ese lugar se esconden fanáticos religiosos que se deben coger con pinzas. En fin, me fui tragando el humo del cigarro cuando escuché el retumbar de las lacrimógenas en la plaza. Miles de personas empezaron a correr cual ganado y me sobrepasaron. Me tropecé y quedé en el suelo. Por alguna razón idiota me escondí en esas escaleras del Museo de Arte del Banco de la República que parecen una trinchera, esperando que se acabara el mierdero. Mala idea. La gente se fue, el aire estaba contaminado con gas lacrimógeno y a mí me dio una tos tremenda. Al final, la calle estaba sola y el enfrentamiento de bolillo y piedras se estaba dando dos cuadras más al norte. Me sentía en una película de espías y me fui adentrando en las calles hacia el sur. El pueblo fantasma en el que se convirtió esta parte de la ciudad daba un poco de miedo, pero nada que no se pudiera controlar; hasta que aparecieron ese par de malparidos. Ramírez y Castellanos (porque siempre se llaman así); dos tipos imponentes escondidos en una esquina que me cogieron por la espalda. Me arrastraron de la maleta y me llevaron a uno de esos callejones estrechos del centro bogotano. Creo que fue Ramírez el que dijo: Prrra hiasdpta, abraew lasd malt… No le entendí un carajo, me empujó y volvió a repetir la misma frase sin sentido. La capucha que le tapaba la cara no lo dejaba hablar con claridad. Le dije “no entiendo” y se emputó más, me amenazó con el bolillo y Castellanos le dijo “cálmese”. Se quitó el casco y pude ver a un costeño de ojos saltones con una pañoleta en la cabeza, creo que tenía complejo de Rambo. Me dijo: “Una requisa. ¡Abra la maleta!”. Como siempre he sido un cobarde le dije “por supuesto oficial”. Abrí la maleta y en medio de la oscuridad de esa tela vieja estaba el cartelón enrollado, mal visto e impunemente brillaba en medio de la nada. “Erre, tenemos un mamerto”, dijo mientras una sonrisa se le formaba en la comisura de los labios. Ramírez se quitó la máscara y lo pude ver. Era gordo, cachetón y parecía uno de esos borrachos de los bares que se la pasa dándose en la jeta con todo el mundo. “Epa, lindo el hijueputa jodiendo con maricadas”, dijo mientras me empujaba con el codo. “Ábralo”. Me sentí en medio de la inquisición, aunque el cartelón era una pendejada. Pensé que me iban a pedir un soborno o alguna vaina de esas. Fui extendiendo los pliegos de cartulina y esas letras negras deformadas les mostraban la frase “Godot llegará antes que el presidente”. “Qué gonorrea. Un terrorista internacional”, dijo Ramírez. “¿Será? Puede ser otra cosa”, dijo Castellanos. “Un bobo hijueputa, al fin y al cabo” repitió Ramírez. “De esto nos alertaron en el cuartel, venecocubanos, rusochilenos o bolivianobolcheviques que vienen a desestabilizar la democracia”. Me mimaron “¿quién es Godot?”. Yo no había entendido muy bien la obra de Becket, entonces pues tampoco tenía ni idea. Me encogí de hombros y dije “La verdad, no tengo idea”. Craso error porque me cogieron a patadas, hasta que a alguno de los dos se le encendió el bombillo. “Toca llevarlo a donde mi superior Martínez, ese man la tiene clara con toda esta mierda de los terroristas internacionales”. Intenté refutar lo que decían, pero las palabras se me atragantaron. Las piernas me temblaban, las rodillas chocaban como si fueran un cascabel y sentía un hormigueo en la cara mientras el corazón iba a mil por hora. Castellanos me daba empujones como si fuera una vaca, mientras se contaban un chisme sobre una patrullera que se había comido a medio escuadrón y justo, justo, a ninguno de los dos le había tocado la oportunidad. Caminamos como tres cuadras en esa escena irreal de caos naturalizado. “Mi subteniente, acá le dejo a este perro”, dijo Ramírez, “vamos a cubrir lo que falta de la quinta, que hay unas ratas lanzando piedra”. Me tiraron al suelo y extendieron el cartelón como si fuera la prueba reina para desmantelar al ELN, Hezbolá o Sendero Luminoso. Los pasos del subteniente eran intimidantes. Talón, punta, talón, punta, cual modelo de Vogue. Lo miré a la cara, pero su traje era diferente al de los demás. No tenía número de identificación y su nombre no se leía por ningún lado. El pasamontañas ocultaba su tez blanca y unos ojos café que desplegaban el autoritarismo que a mí me fue negado al nacer. “Identifíquese”, dijo con severidad, pero manteniendo la calma. Le dije que era un marchante más, que de chistoso quería hacer ese cartelón, que no tenía trabajo, que estaba jodido con una hernia discal y era alcohólico. Estuve a punto de pedirle piedad, pero levantó la mano y me hizo callar como si fuera un perro. “Los terroristas siempre se hacen los lastimeros cuando los agarran, pero viejo, mínimo se lleva una buena tunda de este día”. “Ya me la dieron”, le dije. Como que le hizo gracia, porque entrecerró un poquito los ojos. Después de ese par de preguntas se paseó por el cartelón, hasta que se detuvo en la palabra Godot. Abrió los ojos como si hubiese visto al mismísimo diablo. Ahí fue cuando me di cuenta que en su mano derecha estaba colgando un rosario de madera. “Ave maría”, gritó, “la marcha está llena de satánicos”. Otro par de policías que estaban haciendo ronda por ahí se acercaron al escuchar el nombre de la purísima madre de Jesús, o de la putísima que lo acompañó en vida, la verdad no sé diferenciar muy bien esos papeles. Martínez les dijo: “¡Cuidado! Están convocando al diablo, los malparidos están convocando al diablo”. Algún despistado, como yo, se atrevió a preguntar “¿Por qué lo dice, señor?”. Y Martínez se sacó una retahíla sobre el origen místico de un demonio llamado Godot, un sanguinario que hacía no sé qué carajo en el infierno. Los tipos que no tenían casco ni pasamontañas se pusieron pálidos, todos se daban la bendición y me miraban con asco y odio. Se ordenaron en círculos alrededor mío, comenzaron a rezar un padrenuestro y al final, no entendí muy bien por qué, empezaron a aplaudir. Martínez gritaba de forma orgásmica el nombre de Cristo y se dijeron “Dios y Patria”, que repitieron en coro. Eran como ocho o nueve tipos, se dispersaron y un par de idiotas me pegaron con los bolillos en las piernas. Caí de rodillas, mareado por el gas lacrimógeno y el miedo. Le pedí al tipo que me dejara ir y me contestó “se irá pero al camión, perro satánico”. Estuve solo como media hora, luego dejaron a un par de manifestantes desmayados por los golpes para que me hicieran compañía silenciosa. Su respiración agitada acompasaba un mundo casi irreal, donde se escuchaba la polifonía de bombas industriales y explosivos caseros. Cuatro horas estuve mirando la pared negra de la tanqueta. A los desmayados se los llevaron en un camión de la Cruz Roja y yo me quedé solo, esperando a que algo pasara. Doce horas, doce putas horas en un camión. La puerta se abrió y entraron como ocho policías, cual equipo de borrachines de barrio a sentarse a mi lado. “Acá está la loca satánica”, dijo Ramírez. Cuando entraron comenzó a oler a chucha; una chucha ácida mezclada con el gas lacrimógeno. Un par de policías me preguntaron cómo se convocaba a Godot, mientras que otro creyente dijo, cual niño de primaria, “con esas cosas no se juega”. Martínez se subió de último. Tenía el crucifijo amarrado y se lo pasaba por el pulgar y el índice. Gritó, “mi teniente dice que ni mi dios se puede enterar de esto. Así que mijito, ¿va a cooperar”. Me señaló y lo único que hice fue asentir. Ahora el niño de primaria era yo, volví a ser el niño matoneado de mi infancia. “¿A dónde me lleva?”, le pregunté entrecortando cada palabra. “Fresco”, dijo Martínez, mientras que Castellanos no me quitaba los ojos de encima. No se veía nada, solo sentía el carro en movimiento y comencé a despedirme mentalmente de todo el mundo. Hasta que Martínez dijo “listo, ábranla”. La puerta de atrás se abrió mostrándome la noche bogotana a toda velocidad, con esas luces amarillentas que afean todo el cuadro. Estábamos por la circunvalar y la tanqueta redujo su velocidad como a veinte kilómetros por hora. “Salte”, dijo Martínez sin mirarme, “y ojo que, si me llega a pasar algo raro, el primer perro que lo paga es usted”. Vi que levantó la cabeza y posó como los futbolistas cuando celebran un gol. Me paré para saltar, tragué saliva y uno de esos desgraciados me empujó con la punta del bolillo. Escuchaba sus carcajadas mientras me raspaba la cara con el asfalto, di como tres vueltas y comencé a sentir el sabor de la sangre en la boca. Los volteé a ver por última vez; un par estaban en la puerta lanzando los trozos de mi cartelera cual confeti que se fue esparciendo por la calle. No quedaban rastros ni de Godot, ni mucho menos del presidente. Me arrastré por la calle hasta la orilla. Nadie me vino a recoger, el lugar parecía una tumba. Dormí un par de horas recostado en una pared hasta que la luz del alba me despertó. Gané un poco de fuerza y me fui caminando hasta mi casa; lo único que me dejaron fue la billetera sin plata y un celular roto. Como dije, no tengo trabajo, mucho menos servicio de salud. No supe cuántos huesos me rompieron, ni qué me irá a pasar si a ese loco del Martínez se le aparece la patasola en una tostada ¿Y qué gané con todo esto? Ni trabajo, ni derechos, ni ser escuchado. Lo único que me quedó fueron esos desconocidos huesos rotos y un temor para no volver a salir a la calle. Ya no queda nada que esperar. Pero aun así, espero. Algo tendrá que pasar con este país antes que me muera, algo tendrá que pasar para que no nos estén pisoteando de esta forma. Pero es pura mierda, ni las banderas, ni los políticos, ni las ideas nos salvarán de esto. Aunque estoy convencido de que esa es una verdad innegable, aún tengo esperanzas para seguir esperando... |
FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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