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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

PEDRO SÁNCHEZ SANZ

6/4/2017

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LA LITURGIA DEL MAR
          Mi padre se parecía a Omero Antonutti. La mirada del actor, penetrante y algo turbia, me sigue desde la portada de la revista de cine. Me paseo con algo de impaciencia ante los estantes junto al mostrador de la librería, mientras espero a que la joven alemana que trastea en el ordenador me dé una respuesta. Al final me decido a coger la revista y compruebo que la foto desprende un aura de misterio, la de un ser que es familiar y a la vez desconocido. Es la misma sensación que solía tener cuando de niño, a hurtadillas y con un pellizco en el estómago, seguía a mi padre en sus paseos por la orilla del mar.
          La chica rubia me informa de que tienen disponible un ejemplar en inglés, espera sonriente y solícita, así que me apresuro a agradecerle la gestión y confirmarle que me lo llevo. Ella, echando una ojeada a la revista aún en mis manos, pregunta ¿Eso también? Sorprendido, miro hacia abajo y Omero Antonutti me observa con desconfianza. Azorado, dejo la revista sobre el mostrador y sacando la cartera del bolsillo, musito Sí, esto también.
          Con mi reciente compra balanceándose en la bolsa de papel, me acerco al gran ventanal de la tercera planta, donde me encuentro. Me resisto a abandonar la colosal librería sin más. Algo indefinido, una especie de pereza con el mismo poder que la fuerza de la gravedad, me retiene allí dentro. Tras los cristales, una aguanieve cae suavemente sobre la estatua de la plaza, animando a los transeúntes a acelerar el paso. Estamos a finales de marzo y en Múnich la primavera se ha quedado rezagada, disfrutando quizás de un mar que queda muy lejos.
         Sólo al sacar el libro de la bolsa me fijo en su grosor, paso las páginas entre mis dedos rápidamente, le doy la vuelta, dejo que todo su peso de obra sesuda caiga en mi mano y sólo después de esta inspección, me detengo en el título: Retrato del Mediterráneo, de un tal E. Bradford. En las notas de mi padre sólo aparecía el apellido. Lo dejo sobre la mesa de mi diminuto apartamento, junto a la caja. De momento, compaginando estudios y un empleo a media jornada, no puedo permitirme más metros cuadrados. El cielo que cubre toda la ventana sin cortinas es de un gris que empaña la mirada, pero no hay ni rastro del aguanieve de hace una hora. Pienso que una ducha caliente quizás pueda devolverme el buen ánimo que he perdido en la librería.
          Bajo el agua, con los ojos cerrados, vuelvo a ver el gesto indescifrable de mi madre al despedirme ante la puerta de casa hace diez días. La mochila pesaba en mi espalda, pero la pequeña y ligera caja de cartón que sostenía bajo el brazo me resultaba aún más incómoda.  Mientras embutía en la mochila lo imprescindible para las próximas semanas de asentamiento en Múnich, mi madre apenas si dijo palabra. Se mantuvo a una distancia prudencial, asintiendo o negando con la cabeza a mis pocas preguntas de intendencia. Cuando entré en el despacho de mi padre, noté cómo su cuerpo se tensaba, lo noté en la rigidez que adquirió su cuello y en sus labios apretados. Tomé la caja que estaba sobre la mesa, dentro había varios papeles con notas manuscritas, un libro con un velero en la portada, dos cuadernos de tapa negra donde mi padre tomaba notas con una letra pequeña y farragosa, y algunas fotos de paisajes marinos. Todo lo que contenía el cajón izquierdo de su escritorio. El derecho aún seguía lleno de paquetes de tabaco, varios aún intactos, y una caja de cerillas.
          Al despedirme, mi madre la miraba con gesto enigmático, parecía estar despidiéndose de la caja, no de su único hijo. Me pesaba como un cofre de bronce, la mirada de mi madre le transfería el peso de sus años, y de su tristeza tras la muerte de mi padre. Tras unos segundos, alzó los ojos, como quien oye un aleteo de pájaro, y amagando una sonrisa de complicidad, cerró la puerta lentamente.
           El verano era una aventura repetida. Cada año el coche enfilaba la misma carretera secundaria que nos llevaba a la misma cala de la costa levantina. No recuerdo que mis padres discutieran la posibilidad de un cambio de aires, probar las bondades del frescor de la sierra o la brisa salina que corría más al norte o más al sur. Siempre el mismo lugar, la misma luz cegadora, el mismo ardor bajo los pies, como un ritual de confirmación o de conquista, que al niño que yo era siempre le pareció suficiente.
          En esos días en que las olas y el calor sofocante, con su rutina de sombrilla, baños y siesta, sustituían el tedio de la escuela, el roce cortante del viento del norte y la sequía en los sembrados, mi padre era otro, y parecía estar en otro lugar aún más lejano e inaccesible. Paseaba por la orilla, absorto, los ojos fijos en el agua, estudiando la curvatura de las olas, el rizo de la espuma, el brillo del sol en la superficie en calma. A veces, se agachaba para recoger una concha, un trozo de alga o una piedra pulida. Lo sostenía en su mano largamente y lo acariciaba dándole vueltas entre los dedos, como cuentas de un rosario hecho añicos en un naufragio.
          A menudo se internaba en el mar, avanzando poco a poco, como si contara los pasos, como si tuviera una meta, invisible para los demás, a medio camino entre su cuerpo y el horizonte. En esos momentos de ingreso en las aguas, sus labios temblaban, pero no era el frío la causa, sospecho que recitaba algún verso sacado de su biblioteca, o una letanía que le ayudaba a avanzar en una especie de trance. Cuando desaparecía bajo la cúpula tierna de una ola, yo aguantaba la respiración hasta que veía emerger su cabeza unos segundos después, unos metros más allá. Él daba unas brazadas y se mantenía en el agua mecido amablemente por las ondas. Entonces yo volvía a la orilla a tumbarme boca abajo, con el pecho pegado a la arena compacta, ofreciendo la espalda al calor del mediodía, y sabía que aún pasaría un buen rato hasta notar sus pasos junto a mi cuerpo.
          Por la ventana entra una luz plomiza de media tarde. Abro la caja y saco algunos papeles garabateados. Dentro de uno de los cuadernos de notas encontré hace unos días un trozo de papel con un título subrayado dos veces y el apellido Bradford en mayúsculas y repasado con lápiz. Me pareció que si mi padre lo había guardado y remarcado debía de ser importante para él. Entre todo el desorden de documentos y vorágine de palabras anotadas, este libro cobra un sentido especial, como un deseo no cumplido, una necesidad de conocer que la enfermedad le arrebató. Con el volumen de Bradford en las manos me siento junto a la ventana y veo que entre sus páginas hay grabados de mapas, especies marinas, rutas de navegación y gráficos. Es como abrir el cajón izquierdo de su escritorio, o como abrir una puerta que me lleva al verano de la infancia, a la playa donde espero el regreso de mi padre.
         Lo primero que notaba era la arena que levantaban sus pies cayendo finamente sobre mis piernas. Luego una sombra que cubría mi espalda y cabeza mitigando la insistencia del sol. Yo mantenía los ojos cerrados, expectante, y me estremecía en cuanto su dedo empezaba a recorrer mi espina dorsal de arriba a abajo, despacio, con un roce leve de gota de agua, mientras decía con voz quebrada ¡Mi pescadito, mi pescadito! Ahí siempre tenía que luchar por no abrir los ojos y mirarle a la cara, porque el miedo a encontrar a mi lado un ser extraño, lleno de escamas, gelatinoso o con grandes agallas, se imponía al impulso de leer sus labios y dedicarle una sonrisa.
           Cuando acababan las vacaciones y volvíamos a casa, se volvía taciturno. Se enfrascaba en lecturas interminables y se encerraba durante horas en su despacho, olvidando a veces hacer alguna de las comidas del día. Recuerdo el sonido de la máquina de escribir por las noches atravesando las paredes, repiqueteando en los muros del pasillo como una lluvia persistente. En las pocas ocasiones en que se mostraba entusiasmado, siempre con un cigarrillo entre los dedos, nos hablaba del Mediterráneo como de una especie de paraíso, un jardín privado y mágico al que tan sólo se pudiera entrar si estaba uno en posesión de un código secreto y arcano.
          La enfermedad, lacra innombrable en mi casa, avanzó por su cuerpo como un tiburón excitado por un rastro de sangre, hundiendo sus pómulos, volviendo turbia su mirada, olvidando libros sin abrir en las estanterías, relegando la máquina de escribir a un rincón donde, inmóvil, se cubría de polvo y frialdad.
          El último año, en su pueblo natal en mitad de La Mancha, al que él se refería con cierta acritud como ¡esa estepa!, paseaba cabizbajo, tambaleante, cuando volvía de las sesiones en el hospital. A veces se detenía y miraba al cielo, limpio, muy azul, acristalado, y sus labios aleteaban levemente, en oración o queja, como unos párpados que luchan por abrirse a la luz. A veces parecía olisquear el aire, como un perro de caza, a la búsqueda de la humedad salina en el horizonte.
          Dejo el grueso volumen tras la lectura del primer capítulo, cansado de traducir mentalmente los párrafos sobre el mar Mediterráneo en el mundo clásico. A finales de marzo aún esperamos el cambio, la claridad y la tibieza, y aunque el cielo tras la ventana persiste en su grisura, ahora se me antoja que podría ser el gris del plumaje de la gaviota, que anuncia siempre con sus gritos la cercanía del mar. En los meses que aún quedan hasta el verano iré desgranando los misterios de este libro, los perfiles de esas aguas tan familiares y tan desconocidas, página a página, brazada a brazada, en una ceremonia de descubrimiento y de reencuentro, hasta que pueda viajar al sur para entrar en el mar susurrando unas palabras que, devoradas por el rumor del oleaje, ni siquiera yo pueda oír.

Imagen
PEDRO SÁNCHEZ SANZ (Sevilla, España, 1970). Actualmente reside en Jerez de la Frontera, donde trabaja como profesor. Ha publicado varios libros de poemas, como La templanza y otros georemas (2013) y Abisales (2015), además de una colección de relatos, Huidas imposibles.

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    El Coloquio de los Perros.
    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856

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