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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

ROBERTO BERNAL

2/7/2020

1 Comentario

 
PEDRA BRANCA
[fragmento de novela]


Para el maestro Víctor Jiménez

        Las primeras palabras que te escuché, Caín, estaban cortadas por la corriente del arroyo. No significaban nada. Sólo iban corriente abajo, saltando de piedra en piedra. Tenían, sin embargo, un oficio: hacer que todo Villa Madero hablara como si cuidara la sed.
        Caín tenía aparejada a la noche una casa de adobe, compuesta sobre una lluvia de piedras que se recogieron sobre las paredes; sus manos, ahí, hicieron labor de moldear las recámaras a paisajes de almendros. Después, sobre un costado, en el ala derecha, sembró tamarindos para darle de beber a sus hijos un poco de sombra, y a mí, con el paso de las décadas, ramas donde atajar la hamaca. Pero ya desde entonces navegaban hojitas en aguaceros de lodo. A la cocina, en cambio, le construyó una sola ventana, chica y oval, por donde el fogón escapaba toda la neblina: era humo que achicharraba debajo del comal. Adentro había oscuridades, cazuelas también, y qué pequeña era la lumbre que, desde los tizones, alumbraba las herramientas de la cocina, y qué pequeña, también, la exploración que gobernaba la luz natural hacia el interior de los adobes. Había lumbre que se secaba alrededor de la presencia de Celia Reyes. Se resquebrajaba el barro del fogón al calor de las virutas. Era leña de monte alto, cargada en burro y distribuida en troncos delgados a causa de las afiladas espaldas del mocho. Caín partía en dos el árbol. Un cueramo seco, viejo, con las ramas desnudas, ajeno a los intereses de las cucuchas. El cueramo se convertía en horquilla. Otros, más gruesos, fueron trazados como polines. Sobre ellos, Caín distribuyó millares de tejas. Para atrapar la caída de los alacranes, Celia Reyes zurció pedazos de tela. Así, poco a poco, la casa se hizo presentable, nació el granero, también una alacena para el queso, las gorditas y las cajitas de pan.
         Pero afuera gobernaba la hierba mala. Eran sus dominios los terrenos del patio que se extendía hasta las cercas.
        Te oí hablar, Caín, pero fue como escuchar al arroyo, ¿me entiendes?, como un nervio del agua. Así de quedito. Y callaste de nuevo, como si los almendros, tan airosos, se llevaran tu voz. También tenías la lengua adornada de frutos. Era diciembre. El último día de diciembre. Tú y yo nada más en la casa, y el viento que venía desde la barranca. Ambos fumábamos y yo veía, por el foco, que encajabas los ojos en la noche que se materializaba surcada de estrellas; pero abajo, negra, destinaba a todos nosotros a la orfandad.
         Hice mis oraciones para acordarme de mi abuela Feliciana Piedra. Las manos cruzadas como una vela que alumbra los recuerdos. De ella nace la apertura de la noche: salta su nombre y apellido cuando la recuerdo allá en Villa Madero, en una casa chica, con las tejas desmoronadas, con la mirada sorda sobre las hojas del asinchete. Sabía que iban a morir de amarillas. O de tanto lodo. Pero nunca habló con las sombras que la visitaban. Sabía que del polvo se levantan las voces con las que conversaba, como si las calles entonaran un silbido abandonado, de esos donde no se oye ninguna gente, y que los pasos que escuchaba eran en realidad piedras que se amontonaban frente al hervidero de la tarde. No hablaba mi abuela Feliciana Piedra. Era uno de esos huesos que abandonó el arroyo cuando bajó la corriente. Un becerro ahogado allá en La Puerta, que después se atoró en las ramas, patas arriba, dando círculos en los remolinos de la crecida grande. También se ahogaron sus mugidos.
         Tenía muy flacos los límites de los corrales, ensombrecidos, además, por la pared de la iglesia. La hierba mala hacía allí su reino, con todo ese reguero de hojas alrededor del pozo de agua, que daban la impresión de que mi abuela Feliciana Piedra esperaba que un día el viento viniera y de un soplido barriera todo ese abandono que habían padecido el adobe y las tejas.
          Naciste junto a un árbol que tiene raíces en el agua de la barranca, con el viento un tanto alborotado, un poco, también, con las ramas pesadas, como si estuviera cargado de frutos; tiene de parentela con el almendro un racimo de hojas que se cargan de sol como si sólo dieran la cara hacia la tarde. Ahí naciste, entre polines decorados de tejas, con la luz de la luna torcida hacia horquillas que levantaban los tendederos. Su aranceles eran para un patio escuro.
       A mi abuela Feliciana Piedra la abandonó Francisco Salgado cuando ella contaba con veintiséis o veintisiete años; la abandonó con tres hijos, entre ellos Caín, que era una cosa pequeña. Francisco Salgado dijo que se iba, aunque no mencionó a la otra mujer; dijo, sí, que la dejaba bien sostenida, con los potreros, los animales y la casa para ella. Sacó las bolsas del pantalón. Me voy sin nada, repitió. Y atajó bien el portón antes de irse. Villa Madero, a esa hora, todavía tenía el sol detrás de los árboles y algunas nubes detenidas arriba de los cerros. No había más que el silencio que se propiciaba de los ojos de mi abuela Feliciana Piedra. Días después, su familia la encontró sentaba debajo de la sombra de los limones. Sus hijas estaban en cuclillas en un rincón del pretil. Lloraban de hambre. A Caín se le había agusanado el pañal. Alguien corrió el rumor que los gusanos ya había devorado algo de la carne.
       Desde entonces, mi abuela Feliciana Piedra platicó muy poco; en parte porque los hermanos le quitaron los hijos; pero también porque su madre, Rosa Antúnez, estaba sorda. Lo que consigues con encender ese par de leños, es que la noche arda como si las estrellas fueran luces naturales de este hervidero de monte. Allá se acorralan las oscuridades, el viento las lleva a una esquina de la noche.
      Sólo el Día de Muertos había luz en la casa de mi abuela Feliciana Piedra. Desde el patio, una hilera de velas iluminaba el camino incendiado hacia el interior de los adobes; después, las velas hacían una señal de cruz hacia los cuartos: camino que hicieron una y otra vez gente muerta. Parientes que se levantaban con la oscuridad y con las lámparas de petróleo en las manos, avanzando hacia la cocina, donde gobernaba todavía más oscuridad, con los árboles encima del fogón y dando sombra a la leña apagada. Allí, un solo cerillo iluminaba el mundo. Ponían las lámparas encima de la alacena. El resplandor dejaba ver las bocas masticando el pan de vaqueta. En el fogón comenzaba el sol artificial. Como éste, ardía como si quisiera desalentar el entorno. Ojalá que el arroyo —otra vez el arroyo— vuelva a sus caudalosas llamas. El mundo parecía tener movimiento en las sombras que caían sobre las paredes: una llamarada pequeña que, sin embargo, daba licencias para que apareciera todo vivo. Mi bisabuela Rosa Antúnez ya echaba tortillas sobre el comal. Pero de ella sólo aparecían las manos, que, cuando iban a la masa, regresaban a la oscuridad. Media cara también se hacía visible por causa del fogón. No así su voz, que tenía de las brasas que también la modulaba el aire. Cuando me duerma, sólo alcanzaré escucharte decir que no queda nadie más que le haga compañía a la noche. La madrugada, sin embargo, quebraba más oscura hacia el patio; allá, todavía no despertaba ningún ruido, salvo el del burro, que resoplaba y echaba las orejas hacia adelante mientras le ponían la montura y le cruzaban el cinto por debajo de la panza. Su horizonte era ese camino de piedras que todavía reflejaba lo negro, y también a las estrellas: esas luces coloradas y azules que hablaban de lo solitario del cielo; el camino no, si consideramos que tenía por compañía las líneas temblorosas que describían las montañas. Que tu muerte sea compromiso de abono para la tierra. Si no te ponen cal, serás como lágrimas de petróleo: seco sobre tus huesos, y tu alma oscura, ese laberinto de pecados, saldrá a flote cuando sobre tu tumba nazcan todas esas flores avergonzadas de haberse alimentado de tus dientes. El burro conocía el camino, por eso iba sereno, con la rienda suelta, manso como la luz de la madrugada. Tenía como refuerzo los silbidos que soltaba el aire en el potrero. Un viento cargado con saltos de los cuiniques. Tan suave como la panza de una culebra. Los mosquitos se sostenían en otro aire, artificial, el que reviraba el cueramo.
        Por la tarde los perros se movían en las banquetas, echados a la lumbre, con el ánimo cargado de sed y los huesos pegados al hervidero del concreto. A veces las moscas iban a zumbar calumnias en las orejas, y hacían una aldea para romper sobre sí mismas lo verde de sus alas. Antes, habían procreado larvas en los excrementos de vacas y toros, que ya imitaban el endurecimiento de la piedra. El alma de la tarde en esa brevedad de silencio. Pero pesaba como si Villa Madero no quisiera reconocer la vergüenza que le generaba el aburrimiento. Sólo dejaba caer las sombras de las tejas en la garganta del arroyo. Ahí, quizá, los pilares se ahogaban sin la necesidad de sostener más polines y tristezas. Mi abuela Feliciana Piedra recogía los ojos para ver que estaba sola, como antes juntó los dedos para recoger pápalo, salvo que esta ocasión nomás tanteaba aire. Lograba con las manos, cuando mucho, juntar dos ramitas de soledad. Veía caer el sol. Se le venía encima. Y nunca supo qué hacer con tanta lumbre, ella, que apenas se atrevía a usar el calor de los cerillos en una varita para encender el fogón. Sus manos, entonces, no tenían destreza para manejar los rayos del sol de la tarde; podía, sí, afirmar, de labios llenos, que otro día había muerto.
        Caín miraba el campo como si florecieran de él las nubes que ponen todas las luces boca abajo. En el trayecto de su mirada iba también el movimiento del polvo, que se arremolinaba aquí y allá, como si adivinara que el viento es muy caprichoso. Yo sé, Señor, que donaste este arroyo para que nos limpiáramos los ojos de tanta tristeza y polvo que hay por acá. Y nos diste almendros, las hojas de almendros, para que pudieran ocurrir conversaciones a una sola dirección del aire. De otra forma, Señor, nos bañarían las palabras. Muy atrás estaban las cercas, quietas también porque la tarde las había estacando. Una nube fue testigo. Pero se fue pronto. Quizá no tuvo a nadie a quien darle aviso. Quizá Villa Madero le predijo aburrimiento. En todo caso, cruzó el horizonte rumbo a Tejupilco, dejando atrás desesperanzas y llevándose consigo las poquitas sombras que provocaba sobre las calles, también las promesas de lluvia. Aunque, para ser sincero, nadie creía de buena fe que la sequía tuviera ganas de beber del arroyo. El calor llovía; entraba en mareas que no tenían piedad de las cruces que se deformaban en el camposanto. Allá sólo hablaban los muertos con los zopilotes, que no habían comido nada desde que se miraron unos a otros con hambre, o desde que se hizo permanente la Cuaresma. Las cruces, repito, quizá los convirtió.
        Caín partía con el mocho las tumbas de la noche: dos hileras de terrenos secos sobre el álamo de las estrellas, y en su muñeca jugaba aquel universo vacío que nombraba casas abandonadas al derrumbe de un pocillo dejado en la mesa. Pero en la ventana entraba luz con voces de gente, venidas de muy lejos, tanto, que los que hablaron ya no estaban más ahí: eran polvo de una reunión de peones. También por la ventana entraba, muy escondida, la silenciosa maduración de las guayabas. Su palo blanco era como piedras del arroyo, pero sin la distorsión del agua, pero sí con manchas de grava negra. En la soledad del huerto, la hamaca estaba indispuesta a moverse sobre las hojas. Tenía de lazo con la tierra que estaba atada a los tamarindos, pero tenía de fijo el cielo, ya fuera arriba o abajo, como si de verdad alguien la ocupara para la siesta. Caín partía con el mocho las distancias del aire, y una de ellas medía paisajes recortados por el paso de las nubes, que dejaban secas las luces del potrero, como, si de pronto, ciénegas de esperanzas dijeran que todo ese campo estaba útil para los mantenimientos de maíz; pero el otro aire, ése que desvainó bajo el mango del mocho, se había mantenido muy serio sobre la hosquedad de los cueramos, y es como si ese aire se hubiera puesto en cuclillas para mirar el entorno para calcular hasta dónde estaban partidos y secos aquellos parajes; había mucha erosión en la delgadez del polvo, y ese polvo fino, dorado, era el que tenía flacas a las reses y a los toros. Pobres criaturas sin agua. Pobres criaturas que masticaban polvo. Era voluntad de Dios que así estuviera el campo, era su deseo las raíces secas, y la existencia de aquellas cercas y púas que sólo dividían las cuarteaduras del desierto. Caín partía en dos el aire, también, pensaba él, para que la sequía se bebiera de una buena vez los charcos. Además, pensaba, ya era hora de que cantaran los chiscuaros. Si es que todavía había alguno. Porque lo que recortaba el aire, era, sobre todo, silencio.
Imagen
ROBERTO BERNAL (Villa Madero, México, 1975). Ha publicado notas, traducciones y textos narrativos en las revistas El poeta y su trabajo, Este país, Mula blanca, La santa crítica, Malatesta, Altazor, el suplemento “Letra Viva” del periódico El Imparcial de Oaxaca, entre otras.
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