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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

RUBÉN LÓPEZ FERNÁNDEZ

7/11/2021

1 Comentario

 
MARIA GRAZIA
      A los veintipico años salí con una chica que tenía mucho dinero. Bueno, sus padres lo tenían, aunque no llegué a saber nunca de qué mata les crecía, y al caso es lo de menos. Hace poco me dio por reactivarme la cuenta de Facebook y me acordé de ella. Maria Grazia llegó a la escuela de idiomas el segundo semestre de mi último curso. A mi grupo le daba una hora de conversación a la semana, en la que nos hacía interactuar con una chispa que tenía más de monitora de campamento que de docente. Era una belleza de primer orden. Mediría un metro con sesenta. Tenía el pelo castaño claro casi rubio y los ojos grandes, de un verde que se fundía en azul según el momento del día. Luego de su clase venían dos horas de la teoría más soporífera con la jefa de departamento. Y nadie lo podía disimular. No sé si por la monotonía de la profesora en sí o por el contraste con el chorro de dinamismo que veníamos de presenciar en Maria Grazia. Estaba haciendo sus prácticas como lectora, y parte de ellas consistía en observar a Margarita, nuestra tutora. Por eso se quedaba a compartir calvario con nosotros. Al término de su primera lección se sentó delante de mí, en diagonal, casi al final del aula. Me pasé los ciento veinte minutos mirándola, respirando el olor a cítricos de su champú, mientras la tutora desplegaba su tela de aburrimiento sobre nuestras cabezas. Me alucinaba la concreción de sus rasgos, como esculpidos con un cincel de seda, y la forma en que su pelo reposaba sobre el inicio de los hombros. Se sentaba erguida, recta, poniendo las manitas sobre la mesa de una manera que la hacía parecer ingrávida.
        A la salida de su segunda tarde con nosotros le solté el bombazo. Me envalentoné a perseguirla desde una distancia prudencial, como de peli de espías, y cuando me di cuenta de que iba a entrar en otra aula me hice el encontradizo.
         —¿Tienes otra clase ahora?
         —Sí. Con cuarto B. Una hora más y por fin acabo.
        Aún se la veía bastante perdida por la escuela, mirando horarios en los tablones y consultando cualquier asunto en su teléfono móvil. Así que me presenté y le pregunté cómo lo llevaba, si tenía piso o hasta cuándo se pensaba quedar. Yo había estado pertrechándome en casa, ensayando qué cosas le diría en ese diálogo que, con suerte, podría durar un par de minutos. No era muy original por entonces, y sigo sin serlo, así que mi exhibición se limitó a eso y a decirle que si necesitaba a alguien que le enseñara la ciudad o la sacara de cualquier lance yo la podía ayudar. Ella me sonrió, me contestó que estaba encantada de aceptar mi ayuda y que, para empezar, necesitaba un compañero para hacer tándem los miércoles en un garito del centro. Yo no sabía ni qué era el tándem, pero lo intuí, y por no parecer imbécil me abstuve de preguntar. Ese mismo día fue miércoles.
       La pasé a recoger antes de las diez por el portal de su edificio. Bajó envuelta en un abrigo muy voluminoso y caminamos hasta el bar. Como había sospechado, hacer tándem consistía en sentarse a charlar con una persona cuya lengua materna fuera la que uno quería aprender. Así que yo le hablaba en italiano y ella se intentaba comunicar conmigo en un español trabajoso y extraño, como afrancesado. Esa misma noche me di cuenta de que efectivamente era guapa, pero era más suave que guapa. No una suavidad parsimoniosa, sino la de las personas con temple, seguras de sí mismas. Con sus maneras pausadas, con su forma de pasarse el flequillo por detrás de una oreja, o incluso al pestañear hacía que se me ralentizase el mundo.
        —Me encantan tuS clases. Creo que son lo mejor de la semana.
        —¿De verdad?
        —De verdad. Con Margarita me aburro como un hongo.
      —Pues significa mucho para mí que me digan eso. Yo me las preparo a conciencia, y no es que sienta mucho reconocimiento de la tutora.
         —¿Y eso? ¿Te trata mal?
         —Emmm... Digamos que soporta mi existencia.
         No me extrañó. Debía de ser muy frustrante para la jefa de departamento que una chica veinticinco años más joven captase tanta atención, sobre todo sabiéndose ella con menos cualidades docentes que un microondas.
         Cuando nos cambiaron de pareja empecé a darme cuenta de que era igual de agradable y atenta con todos los contertulios. La recuerdo con sus gestos lentos de gata, sus jerséis de hilo y sus Converse azules, embarrándose los labios de vaselina, observando desde esos ojos que parecían unos faros antiniebla. Y sintiéndose bien en el centro de todas las miradas. Aun así, quise seguir viéndola, porque es verdad que a mí siempre me daba un poquito más. Me manejaba con esa forma de estar distante pero sin llegar a dejarme ir, de mantenerme a raya pero al alcance de su mano. Así que no me pareció mal empezar a acudir juntos a la biblioteca jurídica las tardes que no teníamos escuela de idiomas.
         Yo estudiaba y ella mareaba libros. Una de las primeras veces me pidió que le ayudara a traducir su curriculum, porque quería encontrar un trabajo de mañanas que pudiera combinar con sus prácticas en la escuela. Me resultaba raro que fueran pasando las semanas y no le saliera nada, hasta que me enteré de que sus padres le mandaban mil euros al mes. Todas las semanas me pedía que le sacara películas del Hollywood clásico que yo normalmente había visto ya, para ponérselas en castellano y hacer oído, me decía. Bonito chance, pensaba yo, la escena del sofá. Pero nunca salió de su boca una invitación en ese sentido. Siempre tenía que estar encima de que devolviera los DVD a tiempo y no me amonestaran a mí. Luego le preguntaba qué le había parecido Historias de Filadelfia, o La ventana indiscreta, y me respondía que no había tenido tiempo de verlas. En mi opinión, tardó un poquito más de lo debido en contarme que no le consideraba novio, pero sí que había “alguien” esperándola en Sassari. Yo estaba en uno de los dos paréntesis que tuve con la que fue mi novia de siempre, y no me la quise tomar en serio porque tampoco me veía para muchos trotes emocionales.
           Pero para cuando llegó la primavera ya merendábamos todas las tardes en la cantina de mi facultad. Yo tenía buen rollo con uno de los camareros desde el primer año de carrera. Nos cizañábamos con frecuencia porque él era del Real Madrid y yo del Atleti. De vez en cuando le hablaba de las idas y venidas con mi ex, y alguna vez le conté de qué trataba el posgrado que estaba cursando. El primer día que aparecí por allí con Maria Grazia me guiñó un ojo. Cuando empezamos a dejarnos ver de seguido me dijo sonriente: “Llévate cuidao, que las italianas las carga el diablo”. “Esto es pa distraerme, compañero”, le contesté yo.
        Cuando las tardes se estiraron consintió en moverse con mi moto por Murcia: de la escuela de idiomas a la biblioteca, de la cantina al tándem, de cualquier antro al portal de su edificio. Mi escúter le recordaba a la de su chico, aunque yo conducía mejor. Más fiable, me decía. De habérmelo pedido, yo la hubiera llevado en moto hasta Cerdeña. En uno de esos viajes me propuso pasar de la biblioteca y echar la tarde en su piso. Vivía en un ático de la calle peatonal que va desde Díez de Revenga hasta la punta opuesta de El Corte Inglés. Era enorme, y lo compartía con una erasmus de Palermo a la que llamaba cugina, no teniendo el menor grado de parentesco con ella. En cuestión de media hora, Maria Grazia me invitó a una infusión, me enseñó la chaqueta de Carolina Herrera que le había mandado su madre desde Ginebra, la sesión que tenía preparada para su próximo miércoles con nosotros, y hasta las fotos de sus últimas vacaciones en Ibiza.
       En mis visitas posteriores, la compañera siempre tenía a varios erasmus matando tiempo en el piso, y empecé a explicarme por qué nuestras tardes de biblioteca se hicieron algo menos frecuentes. Solía haber una media docena. No me acuerdo de sus nombres, solo de los que eran fijos. Nilma, una portuguesa que hacía periodismo en la privada y llevaba con frecuencia una cámara muy aparatosa al cuello. Y Denis, un francés, estudiante de Economía, que tampoco tenía que currar para vivir a todo trapo y con el que yo no podía competir en igualdad de oportunidades: ni en disponibilidad horaria, ni en posibilidades monetarias ni, hay que reconocerlo, tampoco en estatura. Era de Avignon, lo cual me traía a la cabeza el Picasso de las señoritas desnudas, que naturalmente él no conocía. El señorito de Avignon, le llamaba yo. Salían entre tres y cuatro noches por semana. Maria Grazia solía irse con ellos. Al principio me daba vergüenza evidenciar mis estrecheces cotidianas con una belleza de ese calibre nadando en la abundancia, patinando sobre una vereda sin baches, soleada, transitando hacia lo que ella quisiera que fuese a ser su vida. Algún jueves me incorporé a sus devaneos. Solían empezar en el piso de alguien, a veces en el ático de ellas, luego iban a alguna tasca, y acababan la noche en la discoteca de moda, que por entonces estaba en Centrofama. Y se dejaban querer. Les encantaba tener hasta al más tonto del garito haciendo cola para regalarles el oído. De manera que yo sufría, por mucho que me auto-convenciera de que solo quería echar un par de polvos y, si abandonaba sin haberlo conseguido, las semanas invertidas habrían sido una pérdida de tiempo.
       Pronto abandoné sus jueves noche. Todavía vivía con mis padres y daba clases particulares a chavales en una academia del Carmen. No era cosa de aparecer con el aspecto de un cadáver todos los viernes, y alguna vez me vi más espeso de lo recomendable. Además, el frenesí de los erasmus empezaba a venirme grande. Y me estomagaba que siempre estuvieran comentando las jugadas de la noche anterior, o cómo hubieran podido mejorarla todavía más, o anticipando lo grandiosa que podía ser la del sábado o la del jueves siguiente. Como si el presente no valiera, o la vida cotidiana fuese para ellos estar atrapados en los intervalos de lo supuestamente importante. Como si abrazar el presente fuese una vulgaridad de proletarios.
       Entretanto seguí compartiendo algunas tardes de biblioteca con Maria Grazia, y sobre todo los miércoles en la escuela de idiomas. Maria Grazia dedicando su hora a la jerga juvenil más novedosa. Maria Grazia apareciendo con un mapa de su país impreso en un panel más grande que ella, imitando los acentos de cada región como una humorista consumada. Maria Grazia hablando de gastronomía, o de la cronología de la Reunificación italiana. Luego se sentaba al lado mío durante las horas de teoría, y rara vez tenía que intervenir porque la tutora seguía sin involucrarla en sus clases. También nos dejábamos caer de vez en cuando por la cantina de mi facultad, y en una de esas el camarero me preguntó si estaba ya sacando agua del pozo. Yo le dije que todavía no, pero que las excavaciones andaban bien.
       Algunos de los colegas erasmus se incorporaron a nuestras sesiones de tándem. Y pensé que era una suerte que la lengua de Denis fuese el francés, pues así no me estorbaría. Uno de esos miércoles de abril le propuse a Maria Grazia que fuéramos a tomar algo nosotros solos, en lugar de acudir con el resto de la tribu a la enésima fiesta en un piso de estudiantes. Para mi sorpresa dijo que sí, que le apetecía airearse y pensar en sus cosas. Supongo que fue esa noche cuando la conseguí besar. Estuvimos paseando por Santo Domingo y luego nos metimos en uno de los bares de Plaza de la Merced. Uno que hacía esquina, y recuerdo que por entonces ponía vasazos de Estrella por dos euros con cincuenta. El garito estaba atestado de chavales de vestimenta izquierdosa, entre los que no mucho tiempo atrás hubiera podido estar yo. Quedamos atrapados en una mesa minúscula de un rincón. El murmullo se apoderaba de todos los espacios, por eso estuvimos hablando muy de cerca. Yo había bebido mucha cerveza y me atreví, porque sentí como si una burbuja nos blindara. Ella me vio venir, y me esperó. Su boca sabía tal cual la había imaginado: cálida, carnosa, untada de protector labial. Y pude enredar durante varios minutos los dedos de una mano en su pelo lacio. Luego volvimos caminando a su piso, pero empecé a sentir que se escapaba otra vez. No estaba ahí conmigo. Ya vivía desubicada del presente, como sus camaradas, lamentando algo del pasado, rememorando su vida anterior, o vislumbrando un futuro inmediato que la viniera a rescatar: una excursión al Mar Menor, una fiesta en el piso de Denis a la que nadie me había invitado, una barbacoa en el ático cuando llegara la transferencia de sus padres. Siempre en ese circuito del hastío a la ansiedad, como si también ella pretendiera pillar el tiempo entre los dientes.
       Esa misma semana conseguí dos golpes de efecto. Accedió a verme jugar un partido de fútbol sala, uno de la fase regular del Trofeo Rector. Nos machacaron como de costumbre, pero yo conseguí un golazo de puntera después de zafarme de un rival y le dediqué a Maria Grazia la celebración. Y justo salió publicado, en el suplemento cultural de un periódico, un cuento que les había mandado y en el que el personaje femenino estaba caracterizado como ella. No me quedaban más conejos en la chistera y aún no había pasado de los primeros besos. Así que me aventuré a confesarle que me gustaba, y ella me contestó que yo era un sol, y un tipo muy “interesante”, para poco después salirme con uno de sus problemas del primer mundo. Le devolví una sonrisa y le dije que era una mimada por la vida, una Peter Pan que jugaba a aprender idiomas como podría haberle dado por la arqueología o el tenis de mesa. Se enfadó.
        Estuvimos un par de días sin escribirnos. Era sábado por la tarde cuando la llamé para ver dónde estaba. En una cafetería del centro, con la comparsa habitual. La invité a cenar, pero me dijo que iban al piso de un polaco con el que yo apenas había tenido trato. Me ofreció acompañarles. Respondí que no me motivaba el plan y escribí a mis amigos. Esa noche acabé emborrachándome como un puerco y, cuando desperté a la mañana siguiente, vi que había estado llamando por teléfono a Maria Grazia a las cuatro de la madrugada. Ella me había mandado un WhatsApp disculpándose por no haberme cogido el móvil, y diciéndome que a las horas que la llamé ya dormía. Los días posteriores decidí no avasallarla. Pensé que el miércoles en la escuela tendría oportunidad de hablar con ella para destapar todas mis cartas y ver por dónde me salía. Más de una vez me sorprendí teniendo ideas de merodear su avenida. Afortunadamente no lo hice.
         Debió ser martes por la tarde cuando fui a la biblioteca a devolver unos libros, y me pasé a merendar por la cantina antes de ir a entrenar con los del equipo.
         —Chaval, el otro tipo —me dijo el camarero.
         —Qué tipo. No sé de qué me hablas.
         —Es que no sé cómo se llama. Creo que es francés.
         —¿Denis?
         —Sí... O no sé... El francés larguirucho. Te ganó la mano. Les he visto por aquí varias mañanas.
         Como yo ponía cara de no ir conmigo la cosa, él continuó.
         —Ayer mismo le tiré de la lengua, le dije ¿con cuál te vas a quedar, con el francés o con el chico de posgrado?, y me contestó “con el francés”.
         Le dije que eso no era asunto mío, y me despedí con una sonrisa bastante decente, teniendo en cuenta que acababa de explotarme el corazón en astillas. Odié la indiscreción del cantinero, pero no tardé en darme cuenta de que me había hecho un favor. De no ser por él hubiera seguido a expensas, cada vez más encabronado. Me dio la oportunidad de alejarme de una manera digna. Se me llenó la cabeza de veneno. Volví en mi escúter por Floridablanca. Me entraron ganas de estamparme contra un contenedor de vidrio, y luego de arrojarme al Segura con moto y todo mientras atravesaba el Puente de los Peligros.
        No necesité volver a su clase de conversación para aprobar sexto de italiano.
        Hace poco pude ver en Facebook que se había casado con el tipo de Sassari.

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RUBÉN LÓPEZ FERNÁNDEZ (Molina de Segura, España, 1987). Es profesor de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social en la Universidad de Murcia. Este relato es inédito.
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GLEIBER ÁLVAREZ

6/11/2021

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SOLO PARA ERMITAÑOS

In memoriam Goethe

       Cuando veo el hilo de humo saliendo de la antigua cabaña en la cima del fiordo, en pleno crepúsculo, me dan ganas de correr a todos los turistas. Hace años los maldije como una plaga mortífera que temporada a temporada se cernía a lo largo de estas tierras. Hoy todavía recuerdo el mar del atardecer con su resplandor apagado desde aquella cabaña. Ese era todo mi mundo: el fuego para las noches; las provisiones para el invierno; los amuletos contra los lobos y los osos, el bosque y la mar.
        Durante muchos años creí que vivir así era mi religión.
      Dejaba miel y flores cuando el sol se posaba en lo alto de las piedras erguidas; con una oración entre dientes amolaba la hoja de mi hacha y sabía si una bestia rondaba con apretujar las heces, con oír a los pájaros.
        Ya no recuerdo quién me contaba los cuentos. A lo mejor fueron todos mis mayores, porque entre las sombras púrpuras que absorben la morada, viene a mi mente una voz muy parecida a la mía, que en cada alborada me recuerda, me recuerda la muerte de los dioses. Cuídate de enterrar los huesos en las islas que se hunden en el horizonte. Se abren los tulipanes, danzan las muchachas.
        Yo los sentía antes de que llegaran. Lo único que necesito es mi hacha, los anzuelos, aquellas pieles de oso y las botas, me dije sin voltear atrás cuando la dejé abandonada.
          Por el camino pensaba en la taiga, en los lobos. Seguro así aprenden los santos a hablar con las bestias.
          Las luces boreales no me van dejar dormir, pensé alegre, olvidándome de mis huellas.
        En todas partes los encontré: salían a tomar fotos, a murmurar, a decir que conocían el mundo después de que violaban estas tierras. Yo los contemplaba con el hacha en ristre, silencioso detrás de los fresnos, con ganas de silbar para asustarlos, para que se acercaran.
         Cuando me acostaba, veía la nieve manchada de sangre pero yo no sabía de quién era la sangre. Al principio creí que era mía y por las mañanas casi no tenía la misma fuerza que antaño; estaba muy apartado de las piedras y no sabía si los ciervos en verdad iban tan lejos con las coronas de agujas de pinos que les confiaba.
         Hubo una noche que el fuego no me alcanzó para el amanecer y yo me quedé temblando en medio de la cabaña, viendo el juego de largas sombras, como si las escuchara. Siempre viene otro, me acordé. Aquel pensamiento surgió de la nada. Pero yo sabía que era de los viejos cuentos de mis muertos. Siempre viene otro, repetí asomado por la ventana. Todavía me acuerdo de esa madrugada; parecía el último hombre en el mundo. Me hizo falta el olor de las frutas podridas, la carne de pescado, las olas que susurraban en la otra cabaña.
         Hace un mes visité la que construí tierra adentro y la conseguí con las ventanas resplandeciendo y el mismo hilo de humo elevándose por encima de las copas de los fresnos.
         Si le contara a mi esposa que estas huesudas manos levantaron aquellos reinos, si supiera que todo pasó antes de que naciera el guía que nos dio la bienvenida, pero calló todas las horas junto a ella.







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GLEIBER ÁLVAREZ (San Carlos de Austria, Venezuela, 1994). Licenciado en Castellano y Literatura. Autor del folleto Decálogo para aspérgeres (Imaginante, 2018) y de la plaquette Post mortem (Imaginante, 2018).  Ha publicado cuentos y poemas en revistas como Página Salmón (México) y Philos (Brasil), entre otras.

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    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856

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