EL COLOQUIO DE LOS PERROS
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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

KALTON HAROLD BRUHL

21/12/2023

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NADA PERMANECE OCULTO

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Aquella tarde, en la oficina, Marcela gritó que había perdido uno de sus aretes. Repetía que no se trataba de zirconio, sino de un brillante legítimo, herencia de su abuela. Revisamos sin éxito hasta el último rincón. A la hora de la salida, Marcela seguía llorando. Cuando encendí la luz al llegar al apartamento percibí un pequeño destello proveniente de la mesa de la sala. Me acerqué, extrañado. Era un arete con un brillante. Era, además, idéntico al que nos había mostrado Marcela. No lograba explicármelo. Al día siguiente llegué más temprano que de costumbre y lo dejé entre un par de carpetas sobre el escritorio de Marcela. Unos días después fue Javier quien no encontró su pluma de oro. Pero si la llevaba en el bolsillo de la camisa, se lamentaba. Esa noche también encontré la pluma sobre mi mesa. Fui al baño y me paré frente al espejo del botiquín. Saqué la lengua y con el índice bajé el párpado inferior de mis ojos. No sabía qué buscar, pero me pareció el procedimiento correcto para esos casos. Estaba seguro de que padecía de algún tipo de sonambulismo diurno agravado con episodios de cleptomanía. De alguna forma lo que se perdía en la oficina aparecía en mi apartamento. Al día siguiente repetí el procedimiento y dejé la pluma bajo la bandeja de la impresora. Esa misma tarde, María extravió la carpeta con un importante informe. No hubo manera de encontrarla. Según supe, María se quedó hasta la madrugada intentando reconstruir los documentos. Desde luego, la carpeta descansaba con cierta insolencia sobre mi mesa. Mi caso debía ser grave. No recordaba haber tomado la carpeta y, mucho menos, salir de la oficina, dejarla en mi apartamento y luego regresar al trabajo. La situación me sobrepasaba. Un viernes, Martha exclamó que había perdido dos horas de su vida leyendo un aburrido reporte y, un poco después, Antonia, que es casi una santa, se quejó de que el jefe de departamento la había hecho perder su legendaria paciencia. Vaya, pensé, por lo menos no se ha perdido algo importante. Esa tarde, cuando entré al apartamento, me embargó una extraña beatitud. Me sentía como un santo que aguarda con gozo el cercano martirio. La paciencia de Antonia, pensé.  En ese instante miré mi reloj. La pantalla digital debía marcar las seis; sin embargo, indicaba que eran las cuatro de la tarde. Eran las dos horas de Martha. Me dejé caer sobre el sillón. En ese instante sonó mi celular. Era un número desconocido. Sabía que se trataba de una oferta de televentas, pero aun así contesté la llamada. El vendedor me ofreció una nueva tarjeta de crédito. Escuché, sin inmutarme, las bondades de la tarjeta. Los cobros tendrán apenas un recargo del setenta y cinco por ciento anual, decía el tipo, no me explico cómo el banco puede afrontar ese nivel de pérdidas. Cuando finalizó su presentación le dije amablemente que no me interesaba el producto. Me había vuelto paciente, no tonto. De pronto se me ocurrió una idea extrema para probar mi recién adquirida paciencia. Activé el cronómetro en mi reloj de pulsera y marqué el número de mi exesposa. Respondió al quinto intento. ¿Qué quieres?, preguntó con un tono de fastidio. Escucharte, dije. La respuesta pareció sorprenderla. ¿Qué quieres qué?, volvió a preguntar. Solo escucharte, repetí, que me cuentes cómo fue tu día, cómo va la relación con tu hermana, la dieta, la oficina, lo que quieras decirme. ¿Estás borracho?, preguntó con un tono de regaño. Lo negué varias veces. Está bien, accedió finalmente. Habló sin parar por más de una hora y durante ese tiempo no me limité a decir ajá o ujú ni a intercalar mecánicamente algunas interjecciones. Realmente estaba interesado en su conversación. Cuando terminó de contarme su día, su voz sonaba más alegre. Si siempre te hubieras portado así, dijo, quizás lo nuestro hubiera funcionado. Es posible, reconocí. Podríamos quedar para tomarnos un café, dijo, ¿qué harás mañana? Depende, respondí. ¿De qué?, me preguntó con una risita. De lo que se pierda mañana en la oficina. No te entiendo, exclamó. Estaba a punto de explicárselo todo cuando sonó la alarma del cronómetro. Ya se habían acabado mis dos horas extras. No te entiendo, insistió. En ese momento sentí una terrible aversión al timbre de su voz. Por lo visto también se me había terminado la paciencia ajena. Te llamo otro día, dije secamente y corté la llamada.


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KALTON HAROLD BRUHL (Tegicugalpa, Honduras, 1976). Ha publicado los libros de cuentos El último vagón (2013), Un nombre para el olvido (2014), La dama en el café y otros misterios (2014), Donde le dije adiós (2014), Sin vuelta atrás (2015), La intimidad de los recuerdos (2016), El visitante y otros cuentos de terror (2018), La llamada (2019) y Rituales (2022), así como la novela La mente dividida (2014).
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CHUCHO MÁRQUEZ

17/12/2023

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PEQUEÑA ÉPICA DE CIUDAD GRANDE
         Esa mañana, el Gabacho sintió alivio al descender el declive de césped que llevaba a las canchas de arcilla del club de tenis ubicado en Coyoacán, pues ninguno de los partidos programados había empezado. Observó que, separados por la red, Sergio, su entrenador, y un hombre barbudo —en indumentaria de tenis que le hubiera valido una ovación en Wimbledon— discutían con agresiva pasividad. El Gabacho alcanzó a escuchar lo siguiente:
          —No, no, no —insistió el barbudo—. Ustedes llegaron tarde y perdieron el partido de singles masculino por default. Si quieren, de cualquier manera, pueden jugarlo en la cancha de atrás, pero el resultado oficial ya está dado. Además, tenemos que jugar el partido de dobles mixto en este momento, porque mi pareja trae el tiempo limitado y, pos, con las tardanzas, no se puede.
          Sergio, frustrado, replicó:
         —Ándenle pues, no tenemos más remedio. La verdad creemos que no es justo que, por cinco mugres minutos de retraso, nos hagan perder uno de los partidos. Pero está bien, su casa, sus reglas.
          Dándose la media vuelta, balbuceando maldiciones, Sergio se dirigió al césped, en donde el Gabacho se había sentado para quitarse los pants, preparándose para el partido de mixtos. Enojado, en voz baja, le dijo al Gabacho:
          —Mira, Gabacho, quiero que le pongan una buena recia a este barbón, hijo de la chingada de Berben. ¡Le ganan! ¿Entendido? ¡Claro! Como se cree dueño de su pinche club de tenis, el cabrón pone sus propias reglas. Pero también que no la amuele. ¡Nomás por cinco pinches minutos! ¡Ya ni la jode! Así que échale los kilos y dale una mano a la Yula. Ah, y acuérdate de llamarla, Chibis: ya ves que la Chibis no pudo venir hoy y Yula jugará de cachirula contigo. ¿Okey?
          —Sí, Sergio —respondió el Gabacho, mientras daba pequeños saltos para calentar, y agregó—: Nomás que no friegues, Yula es entrenadora de básquetbol y no tiene la más puta idea de cómo jugar tenis. Y ya sabes que yo soy rete zacatón para irme a la red, pues ya me he llevado algunos pelotazos en los huevos y estoy bien ciscado.
          —Tú nomás encárgate de ponerle en su madre al cabrón de Berben. Desde aquí te echamos porras —lo animó Sergio.
          —Bueno, a ver si al menos le puedo acomodar un buen pelotazo. O haré como que se me zafa la raqueta por el rumbo de su cabeza... —comentó el Gabacho, frunciendo el entrecejo, concentrándose en su plan de ataque.
          —No, hombre —lo interrumpió Sergio—, tampoco quiero que acabemos el día en la delegación. Tú nomás trata de ganarle. Que sufra. Si le ganas, ya chingamos moralmente. Es de los que no sabe perder.
          —¡Zas! —sonrió el Gabacho, yéndose a la cancha.
         
           En medio del primer set, al caminar a la línea de fondo y ponerse a rebotar la pelota varias veces contra la aplanada superficie roja —para calmar sus nervios y alterar los de sus oponentes— aprestándose a sacar, el Gabacho divagaba: «¡Straik uán! ¡Straik tú! ¡Straik trí!... ¡Pinche Yula!
 
           Nomás me recuerda al Nicolás Guillén. Puro straik, hombre. Pos si no es béisbol, sino tenis. La cabrona nomás no conecta con la pelota. Y yo con esta condición física de mierda por andar tragando tlacoyos hasta reventar. Ah, pero ahí ando de caliente todos los domingos en la mañana con mi Chaparrita de piña, en el Molino de Flores, antes de la llegada de la chilanguiza, zampándome tlacoyos bañados en manteca y aparte un mixiote para rematar. Cómo me encantan las Chaparritas. Chín, ya se me antojó una, pero la única chaparra que hay en este club es Yula y se me hace muy interesante que no se rasure las piernas, sus espinillas están más peludas que las mías. Tiene buen ver la canija, todo un privilegio desde la perspectiva de esta bendita línea de saque. Lástima que no me pele porque soy más chavo que ella».
           Tras volver a abanicar al aire, Yula —hoy Chibis—, se acercó en tono cómplice al Gabacho:
           —¡Gabachito! ¡Gabachito! ¡Dime qué hago!
           —Sigue jugando como lo estás haciendo, para que esto se acabe pronto. Ora sí nos hundimos mi Yul...Chibis. No me estoy concentrando bien en el juego, estamos arruinando la situación de forma estelar. Así que haz lo que puedas.
           —¡Qué mala onda, pero sugiéreme algo! ¡Siquiera para perder con dignidad!
           --Tá bueno —dijo el Gabacho—. Primero vete para la red, porque, hasta por gastar tiempo, el maldito de Berben nos va a querer quitar puntos. Nomás sostén fuertemente la raqueta frente a ti si algún tiro llega por tu rumbo. Además, ponte buza, que en el primer servicio le pego bien recio a la pelota y te puedo golpear en la nuca, al cabo que ya me debes dos pelotazos.
 
          Carlos y Edgar, compañeros de equipo de Yula y el Gabacho —todos ellos representando a su gloriosa, pero modesta, escuela de agricultura ubicada, a media hora de la capital—, sentados en la tribuna natural que ofrecía el césped al lado de la cancha, observaban la masacre. Edgar espetó:
          —¡Vamos Gabacho! ¡Tú puedes! ¡Aviéntate un as! —tras esto, le susurró a Carlos—: Estos jaitones son bien delicados, ¿No crees?
          —¿Qué es eso de jaitones? —preguntó Carlos.
          —¿No sabes? Los de la high society, los de la alta, de la jái. Los que vienen a estos clubes de tenis, nuestros anfitriones de hoy. No la gente de mi rancho.
          —Ah, esa no me la sabía. Pues más que delicados, arrogantes. Eso de quitarnos un partido por unos cuantos minutos de retraso está muy mal. ¿Cómo la ves con esta pareja dispareja? —preguntó Carlos.
          —¿Yula y el Gabacho? No hombre, este partido ya lo perdimos por definición —señaló Edgar.
          —¿Perdimos? ¡Perdieron! —sentenció Carlos—. El Gabacho le está poniendo todas las pelotas facilitas al Berben y este le tira unos remates endiablados a la pobre Yula. Parece péndulo el hombre, corriendo de un lado a otro en el fondo de la cancha. ¡Mira! ¡Ya se volvió a meter a la jardinera! ¡Pinche Gabacho! —se reía y lamentaba Carlos, meneando la cabeza—. Esto ya valió lo que se le unta al queso. Ya perdieron el primer set seis a uno, orita se los escabechan en el segundo.
          —El Gabacho ya se ve medio cansadón —comentó Edgar—, eso de andar corriendo por todos los confines del universo canchístico tratando de contestar las pelotas que Yula está abanicando al aire, pos al final sí fatiga.
          —Pos también Sergio —se quejó Carlos—, ¿cómo se le ocurre meternos en este tipo de torneos entre clubes de la Ciudad de México con los jaitones? La Chibis es la única que tiene idea de lo que hay que hacer en la cancha y, para variar, no vino hoy. Entonces tenemos que andar buscando cachirulas como las Sánchez o Yula, que de plano necesitan una valla de concreto para protegerse de los pelotazos que les atizan cuando les toca jugar.
          —Ya, no seas hojaldre —le reconvino Edgar—. Las Sánchez le meten mucho esfuerzo y entusiasmo. Si no fuera por ellas, ¿cómo cubriríamos los partidos de mujeres? Por cierto, ¿ya te fijaste en el servicio de la señora, la pareja de Berben?
          —Sí, ¡no manches! —contestó Carlos con una discreta y burlesca carcajada—. Es como si se fuera a sacar un conejo de la axila cuando levanta la raqueta. ¡Qué botanón!
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En medio del primer set...
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Ya empataron a cinco...
          En eso, Sergio, que se encontraba parado al lado de ellos, les llamó la atención:
          —Shhhh... Ya cállense, si no, nos van a querer quitar otro punto de partido.
         —Uh —dijo Edgar, con una pizca de sarcasmo—, ni que estuviéramos en Roland Garros. Pero total, nos callamos. ¡Chitón!
 
          Un tanto arrepentido por haber intentado asesinar a la pareja tenística de Berben mediante un tremebundo pelotazo, el Gabacho ponderaba: «¡Jijos! ¡Ora sí que me barrí a la señora! ¡Pobre! Lo bueno que la señora, ¿será señorita? Jijos, otra vez ando de caliente. Concéntrate en tu jodido juego. No creo que señorita, se ve media cuarentona. Y bueno, ¿que chingaos tiene que ver si es señorita o no? Total, la pobre hace lo que puede. Eso sí, le saca más a los pelotazos que yo». Instruyó a Yula:
          —Mira, Yul...Chibis, tienes que tratar de enviarle pelotazos a la señora, está más nerviosa que tú y yo juntos. ¿Puedes hacerlo?
       —Pues lo voy a intentar Gabachito —respondió Yula con cierto entusiasmo, mientras ambos se dirigían a la línea de fondo.
          —Tú nomás apunta bien y yo trataré también de enviarle los tiros hacia ella —dijo el Gabacho, empezando a crear una estrategia—. Tú corres bastante bien y, en una de esas, hasta nos podemos emparejar en el marcador. Que sude la gota gorda el tal Berben para ganarnos el punto. Órale Yul...Chibis. ¡Póngaseme lista! ¡O, de perdida, ponle la raqueta enfrente a lo que se te venga!
          Carlos, con una rodilla en el césped, como si esperara su turno al bat, exclamó:
          —¡Otro piñatazo de la Yula! ¡Parece que no llenó con las posadas de diciembre! Y el Gabacho más bien parece cácher. Mira, ahí va la Yul...Chibis otra vez a conferenciar con el Gabacho. Yo por lo menos ya la hubiera regañado. Ya sabes cómo nos regaña ella cuando nos está entrenando, quesque para mejorar nuestra condición física.
       —Más bien tísica —opinó Edgar—. Lo que pasa es que el Gabacho anda de chilecaldillo con la Yula, pero ella no lo pela. Fíjate cómo se le queda viendo al botecito de la Yula cada vez que ella se pone lista para el saque del Gabacho. Por eso ni la regaña... ¡Sopas! ¡Le pegó en la mera nalga! ¡Mira cómo brinca la Yula por toda la cancha sobándose, parece impala!
          Carlos y Edgar trataban de contener la risa, y hasta Sergio también.
         —¡Pinche Gabacho! ¡Nomás se puso colorado el güey! —comentó Carlos, mientras se cruzaba de brazos para no agitarse tanto.
        —Ora, ¡no se rían carajos! —intervino Sergio, luchando por poner su cara de entrenador—. Hay que solidarizarse con los nuestros.
          —Ay Sergio, —se limpiaba una lágrima Edgar—, es que no nos podemos aguantar y tú también estás que te meas de la risa por dentro.
          —Ya, calmados, ¿eh? —ordenó Sergio.
 
          Mientras tanto, en la cancha:
          —Discúlpame Chib...Yul...Chibis —expresó el Gabacho, mientras en su interior se decía: «Qué ganas de sobarle la pompa».
          —No te apures Gabachín, es parte del juego, ¿no? —dijo Yula, mientras se sobaba la nalga derecha, al tiempo que le insultaba a su puta madre al Gabacho en lo más recóndito de su mente.
         —Pos sí, —confirmó el Gabacho, diciéndole—: pónteme un poquito más abierta para que ya no te vuelva a sonar. De seguro el Berben te va a mandar la contestación por tu rumbo, pero ahora con saña, porque estás escamada con el bolazo que te acomodé. Nomás agáchate y escúdate con la raqueta cuando nos la contesten, a ver si la retachas. No trates de hacerle a la volea ni al remate, así tendremos más posibilidades de ganar el punto.
 
          Tras regresar de ir al baño, Carlos preguntó:
          —¿Cómo van nuestros héroes de pacotilla?
         Parado, más atento al juego, con las manos entrecruzadas sobre la cabeza, Edgar le informó:
        —Increíble, van ganando el segundo set cuatro juegos a dos. El Gabacho se ve cansado, pero parece que la señora de los conejos axilares está aún más cansada. Con un poco de suerte, podrían empatar el partido si logran arrebatarle el segundo set a Berben.
          Sorprendido, Carlos observó:
         —El Gabacho ya empezó a pujar al momento de sacar. Eso quiere decir que el condenado por fin ya está entrando en ritmo con su servicio. ¡Ya era hora!
          Con un dejo de acusación, Edgar agregó:
          —Como andabas en el baño, no viste que Yula hizo unos buenos tiros de dejadita que les ayudaron a decidir tres de los juegos a su favor, no importa que ella agarre la raqueta como canastilla de lacrosse. Tal vez está aplicando alguno de sus conocimientos, pues también es entrenadora de vóleibol, aparte del básquet, y creo que le está funcionando. Esto se está poniendo interesante.
 
          Mientras tanto, en la cancha:
          —Ya empatamos mi Chibis. ¿Cómo la béisboleas? —dijo el Gabacho, sonriendo.
        —¿Tú crees que tenemos chance de ganarles? —preguntó Yula, con un pequeño brillo de esperanza en los ojos.
         —Sí —contestó el Gabacho con cierta seguridad—. Nomás es cuestión de que no nos secuestren los nervios. Te prometo que ya no te volveré a pegar cuando saque.
          —No te apures Gabas, ya ni me duele —sonrió Yula, provocándole al Gabacho una inesperada y momentánea arritmia en el corazón.
        —Bueno, ora sí —confirmó el Gabacho, con el pulso repuesto—. Tratemos de enviarle todos los tiros que se pueda a la señora. Creo que el Berben está bien enchilado. No sé qué tanto le dice a la señora, pero me da la impresión de que ella no le cree nada y también ella se ve cansada. Vamos a subirle todo el voltaje Chibis. ¿Zas?
          —¡Zas! —contestó Yula con un guiño, dándole otro pequeño revolcón a la bomba hemoglobínica del Gabacho.
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Se cree dueño de su pinche club de tenis...
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Increíble, van ganando...
          En ocasiones, el Gabacho era capaz concentrarse tanto en el partido como en sus pensamientos: «Sí que está enojado el Berben. Nomás está pide y pide silencio, y ya van dos veces que avienta la raqueta contra el suelo cuando mete la pata. Creo que, si pudiera, le aventaba la raqueta a la señora. Presiento que sí les vamos a poder poner en toda su progenitora. Vamos a cumplir nuestra misión. Tenemos que aprovechar la ventaja pepsicológica. Berben ha de ser un pésimo jugador de póquer, no disimula nada. De veras que, como dijo Sergio, no sabe perder. ¡As de la Yula! Ojalá que siga sacando así para robarles el partido a estos tales. ¡No, así no! ¡Chibis! ¡Chin! ¡Ya se emocionó! Se le subió el momento a la cabeza y ya empezó a tratar de rematar por todos lados». El Gabacho se frustró:
           —¡Calmada! ¡Chib...gada madre!
 
          Sergio, Edgar y Carlos se encontraban ahora todos de pie en el césped, con los brazos cruzados, como tratando de frenar la tensión que se les había metido en el cuerpo, el partido los poseía. No solo a ellos, sino también a los jugadores del equipo rival, a otros miembros del club, incluso a uno de los meseros con las bebidas; hasta la Ciudad de México entera parecía haber entrado en sobrio recogimiento, como dándole un ápice de respeto a la acción que el evento emanaba.
           Sergio concluyó: «Ya se nos aceleró la Yula».
          —¡Tranquila, Chibis! —exclamó, mientras pensaba: «Se está creciendo el Berben. Ya les metió sendos ases a los dos jumentos. No conectan ni una. Cinco a cuatro en el tercer set. ¡Ya valieron! ¡Ya valimos todos! Bueno, siquiera le echaron ganas e hicieron sudar al Berb... ¡Santo pelotazo al Gabacho! Lo bueno es que está cachetón y espero que eso le haya amortiguado el golpe».
        —¡A ver! ¡Tiempo! —pidió Sergio, haciendo una T con las manos mientras caminaba hacia el golpeado—. ¿Estás bien Gabacho?
         —Sí, Sergio, nomás me arde el cachete y no me duele tanto como en los blanquillos. Denme un par de segundos.
            —El puñetas de Berben no quiere —dijo Sergio, mirando hacia Berben, que a su vez hacía señas para continuar—, tienes que seguirle.
          —Pues órale —dijo el Gabacho—. Aprovecho el enchilamiento del pelotazo para desquitarme.
            Dirigiéndose a Yula, a su lado, dijo:
           —Yula, tienes que calmarte. Le tenemos que echar sangre fría a este guisado.
        —Es que me siento requetebién ahorita Gabas —dijo Yula con entusiasmo—. Déjame seguir jugando como lo estoy haciendo.
           --Tá bueno pues —respondió el Gabacho, hablando más con las hormonas que con el cerebro, mientras se sobaba el cachete—. Al cabo que no se acaba el mundo si perdemos.
 
          Sergio, algo deleitado con la actitud de la pareja, reflexionaba: «Qué bueno que le tocó sacar al Gabas. Le está dando a la pelota con toda su madre y hasta con la mamá de Yula también. Y la Yula ahora sí que se está haciendo a un lado. ¡Híjole!».
          Edgar reportó:
          —Ya empataron a cinco en el tercer set, Sergio. No, si está bien enchilado el Gabacho. Ni siquiera le da oportunidad a Yula de tocar la pelota. A ver si no avienta la raqueta al entrecejo de Berben.
          —No, no creo que lo haga —dijo Sergio—, el Gabacho nomás ladra.
 
          Un rato después, incrédulo, Sergio exclamó:
          —¡Punto para partido!
         —¿Ya? ¿Tan pronto? —dijo Carlos sorprendido, tras dejar de observar a una bella joven jaitona pecosa de ojos azules, a la que estaba considerando echarle los perros—. ¿Cómo lo hicieron? Son la peor pareja de tenis mixto que he visto en mi vida.
          Sin hacerle caso, Sergio se dijo apenas perceptiblemente:
        —No sé cómo se me ocurren estas estúpidas ideas de meterlos a este tipo de torneos para que se fogueen. Me va a dar una úlcera por puro amor al arte.
 
          Después de sacar, Berben le pegó a la contestación del Gabacho con un tiro flojo elevado, un globo. Su idea era ganarle el tanto a la Chibis pasando la pelota muy por encima de ella para que no la pudiera contestar. Pero Chibis tomó la raqueta con sus dos manos, desplazándose hacia atrás, levantó sus codos lo más alto posible —de tal forma que la cabeza de la raqueta le tocaba los omóplatos—, lista para dar el piñatazo más espectacular que se haya visto en la historia del tenis.
          El Gabacho no pudo hacer nada, un grito —¡déjamela!— se quedó atrapado en su garganta. Chibis estaba en mejor posición para rematar. Al ver la preparación de Chibis para dar el golpe, el Gabacho decidió que ya estaba perdido el tanto y mejor se dedicó a estudiar el primaveral y saludable físico de su compañera de juego.
        Chibis, pareció usar toda su técnica de básquetbol de la que era dueña para levantar el vuelo con un salto inesperado. Emitió un gran pujido, como los del Gabacho al sacar, que acompañó el movimiento de sus brazos en el intento de asestar el colosal golpe a la pelota que —grácilmente— pretendía pasar por encima de ella. El esfuerzo no fue suficiente. Sin embargo, la punta de la raqueta rozó con firmeza la velluda superficie de la pelota amarilla. Y, sin que este fuera el objetivo, la pelota agarró un efecto giratorio brutal en reversa de tal modo que, casi por encantamiento, flotó, zumbando, en dirección a la cancha de los oponentes, apenas al otro lado de la red frente a Yul...Chibis. Al rebotar en el suelo de la cancha contraria, el formidable efecto de reversa que llevaba la pelota hizo que esta se devolviera de inmediato —pasando por encima de la red, sin dar oportunidad a los oponentes para tocarla— a los pies de Yula, quien reaccionó, e intentó pegarle nuevamente. Pero sólo abanicó al aire. La pelota se fue rebotando tranquilamente hacia el fondo de la cancha hasta detenerse en la pared más allá de la línea de saque. Inconscientemente, todos se quedaron inmóviles por un momento —mientras sus sinapsis procesaban lo que acababa de pasar— envueltos en otro breve silencio que, como un pequeño homenaje, les brindó la ciudad.
        No muy seguro, el Gabacho dirigió su mirada a la derecha, e, inquisitivamente, pensó: «¿Por qué están saltando Sergio, Edgar y Carlos? ¿Ganamos? ¿A poco sí ganamos?».
         —¡Ganamos mi Yul...Chibis! —le gritó a una Yula que corría hacia él, con los brazos abiertos, borboteando de felicidad.
Glosario
¿cómo la béisboleas?: ¿cómo la ves?
andar de caliente: excitado
andar de chilecaldillo: obsesionado
blanquillos: testículos
botanón: divertido
botecito: trasero
cachirula: impostora
cácher: jugador que atrapa la pelota que envía el lanzador en un partido de béisbol
canija: desgraciada, sentido admirativo
chaparra: mujer de baja estatura
Chaparrita: marca de bebida mexicana
chilanga: persona originaria de la Ciudad de México
chilanguiza: multitud de personas de la Ciudad de México
ciscado: traumatizado
con toda su madre: con todas sus fuerzas
de perdida: por lo menos
default: por abandono
dejadita: golpe leve con raqueta para que la pelota pierda potencia y sea difícil de alcanzar
delegación: oficina de la policía
echar los perros: coquetear
echarle los kilos: esforzarse
enchilado: enojado
enchilamiento: ofuscación
escamado: con miedo tras sufrir un susto
güey: persona tonta
hojaldre: eufemismo de ojete, mala persona, persona despreciable
jardinera: maceta grande, generalmente alargada, que contiene plantas de ornato
jijos: asombro
le saca: le teme
más chavo: más joven
me barrí a: destruí a
mixiote: carne de borrego cocida al vapor envuelta en la cutícula de pencas de maguey
no friegues: no fastidies
no pelar: no hacerle caso a alguien que tiene un interés romántico en uno
no manches: eufemismo de no mames, expresión vulgar de asombro o incredulidad
pants: pantalones deportivos
piñatazo: dar un golpe con un palo en forma similar al intento de quebrar una piñata
pompa: nalga
poner una buena recia: dar una tunda o paliza
ponerle en su madre/progenitora: dar una tunda o paliza
ponte buzo: ponte alerta
posadas: fiestas previas a la navidad en las que se quiebran piñatas
puñetas: masturbador, infame
que no la amuele: que no perjudique la situación
retachar: contestar
escabechar: matar, eliminar, en este caso derrotar
singles: individuales
sonar: pegar
tlacoyo: tortilla gruesa ovalada de maíz rellena de frijoles, comida de la calle
turno al bat: en partidos de béisbol, el turno del jugador para tratar de batear la pelota, a veces el bateador espera su turno con una rodilla en el suelo
valer lo que se le unta al queso: valer nada, perder
ya chingamos: ya triunfamos
ya ni la jode: maldición de frustración
ya valieron/ya valimos: ya perdieron/perdimos, ya no hay esperanza
zacatón: cobarde


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CHUCHO MÁRQUEZ (Culiacán, México, 1962). Creció en Texcoco. Ha sido investigador agrícola en alfalfa, cuidador, amo de casa y analista de datos. Actualmente es traductor de software. Ha publicado relatos en Molino de Letras (México), Agradecidas señas (Texas) y The Sun Magazine (Carolina del Norte). Escritor en ciernes, cuando el tiempo lo permite. Empírico en las artes de: paternidad, piano, guitarra, tortillas de maíz y pan. Hijo de Elvira y Fidel. Reside en Kansas.
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TOMÁS SOLAZZI

14/12/2023

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                                                LA BOINA
       Me desperté por la mañana y fui de compras. Tenía veinte euros en el bolsillo y supe que no debía excederme en lo que llevaba, ya que si no debía pasar por la humillación de tener que dejar algún producto por no disponer del presupuesto. Diecinueve con cuarenta, me cobró y corroboré que había hecho bien mis cuentas. Me fui del supermercado con mi bolsa y la llevé a casa. Cuando volví me di cuenta de que me faltaban productos y efectivamente coincidió con que había otra bolsa en cuestión que yo no había recogido. Volví y allí seguía la bolsa, en el mismo lugar donde la había dejado. Debe tener usted más cuidado hombre, me soltó la cajera. Tiene razón, es que últimamente no sé bien donde tengo la cabeza, le contesté. Pues yo veo que la tiene en el lugar en donde en general van las cabezas, es decir, arriba y pegada al cuello, replicó al instante. Tomé la bolsa y al salir vi que una persona me seguía en la dirección en la que volvía. Al principio no le di importancia, pero luego empecé a dar vueltas innecesarias y al ver que el hombre seguía ahí, entonces entendí que debía hacer algo al respecto. No tenía miedo, pues había relojeado al tipo y no parecía peligroso, más bien yo podía ser un problema para él. ¿Necesita algo, hombre?, le pregunté. Sabe usted, me haría bien que me contestara una duda que tengo desde que lo vi en el supermercado, era yo quien se encontraba detrás suyo cuando se olvidó la bolsa que ahora lleva en su mano. ¿Podría decirme dónde compró esa boina?, me preguntó señalándome la cabeza. Le contesté que había sido un regalo de un amigo, que no podía resolverle la duda. Se me quedó mirando como si necesitara algo más pero no lo expresara. ¿Podría venderme la boina?, me preguntó, a lo que contesté que lógicamente no tenía precio. Insistió con que pagaría hasta cincuenta euros, y yo seguí negándole su petición. Caminé sin mirar atrás, esta vez algo más ligero, como para asegurarme que esta persona no me siguiera, llegué a casa, me descalcé, acomodé los productos del supermercado y cuando me miré al espejo, ya no tenía la boina en mi cabeza. ¿Dónde la había dejado? Salí a dar un paseo nuevamente, a ver si se me había caído y logré notar que todos los habitantes que caminaban por las calles de mi barrio tenían la misma boina que yo había perdido. No había una sola persona que no tuviera esa prenda gris y azul. Caminé como para salirme del barrio y ver si había más gente en la misma situación y pude comprobar que nada cambiaba, incluso los niños tenían su versión más pequeña. ¿No tiene boina?, me preguntó una señora al sentarme en un banco de la plaza. No, es que no sé bien donde tengo la cabeza, le contesté. Pues yo veo que la tiene en el lugar en donde en general van las cabezas, es decir, arriba y pegada al cuello, replicó al instante. Me paré enseguida y me fui a casa nuevamente. Allí me quedé unos cuantos días.
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TOMÁS SOLAZZI (Buenos Aires, Argentina, 1993). Entrenador de tenis y locutor, entre otras cosas, estudió Filología Hispánica en la Universidad de Szeged. Actualmente hace una maestría en Antropología Cultural en la Universidad Eötvös Loránd de Budapest. Como director teatral se desempeñó en obras de microteatro estrenadas en Buenos Aires. Ha sido publicado por la Universidad de Szeged y revistas literarias tanto por sus cuentos cortos, obras teatrales y poemas.
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CESC FORTUNY i FABRÉ

1/12/2023

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EL RECIPIENTE

A Ángel Guinda
        Usando a los muertos como si fuesen talismanes fue al principio motivo de muchas discusiones y si lo hicimos nosotros o no, resulta ahora ya una menudencia, pues no habiendo hecho más que abandonarnos, sin duda él, sí ha terminado por hacernos a nosotros encendiendo el agua con la chispa del tormento y cerrando el bar donde se emborrachaban los ángeles.
        Tampoco fue nada que nos sorprendiese. Habiendo comprendido que las nubes son la espuma del universo, empezamos a dar a luz a futuros cadáveres. Cuando atardeció sobre nuestras cenizas y la tierra escuchó el clavarse su cuerpo en nosotros, lo vimos bajo nuestra piel, bajo nuestros huesos y tendones y se irguió como un hígado negro que lo tapó todo, como único asidero de la vida monstruosa, como si al perder nuestra carne los pájaros atravesaran el aliento del calcio.
      Pasamos meses ponderando los pros y los contras, meciendo las dudas entre interrogantes y suplicios, aspirando a ser músicos de la palabra que escribiesen con una botella de champán sus propias Biblias, pero el vacío ya estaba en nosotros y a pesar de los intentos de cotejar las impresiones que nos causaba la contemplación del artefacto y de los intentos de poner en común las impresiones que provocaba, nada en nosotros inspiraba ya confianza.
      De manera muy lenta empezó a roncar la tierra desbaratando a los árboles que, vencidos, cedían terreno como jugadores de rugby pereciendo testarudos e inútiles a la vez que las formas rectilíneas se erguían arañando la noche.
     Mientras tanto, un sonido de fondo llamado angustia salpicaba la alfombra de caparazones por la que avanzaba la monstruosa geometría del plástico.
        Ominosos muros lisos como una lápida crecieron violentos como la carne metálica, arrasando los cultivos de nuestros estómagos como una plaga de langostas y pronto empezamos a constatar la ausencia de piezas, bloques o elementos que los constituyeran, así como fisuras, marcas, aristas o rendijas.
         Las discusiones se enredaron como los oscuros peldaños que descienden hasta el magma del planeta, hasta el corazón mismo de los hombres y jugamos en cisternas de crudo olfateando los propios desperdicios como último bastión de la fobia congénita. Y el implacable molino de todas las miserias dejó resbalar el argumento, como un muerto que teme caer en el olvido.
          Hicimos comités, grupos, meetings, asambleas, conferencias y clases magistrales...
      Hicimos tratados, ensayos, documentos clasificados, estudios e informes... El argumento.
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‘Autorretrato’ de Juan Gris (1912)
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Peces muertos © Javier Franco
       De un día para otro las barbacoas de piedra dispuestas en fila formando un cementerio de pequeños incineradores, los olores de animales quemados como un escondite furtivo, el hedor de la madera ardiendo, de la cebolla rancia, de patatas mohosas, dieron paso a un ejército de veranos que descansaban ruinosos como tumbas desheredadas y al pequeño chiringuito abandonado demasiado aprisa. Los monstruos huérfanos como un carro de supermercado se quedaron sin refugio.
        Los conejos, las comadrejas, los zorros y otras bestias se expandieron por la escayola del labio y firmaron en la conciencia del mundo y sangraron y sangramos por el miedo a envejecer y a transformarnos, por el pánico a mirar en el espejo y no ver más que un cristal.
          Paredes de arena soplaban sobre el agua quieta, sobre el impostor líquido negro y denso que había desplazado al lago. Y los niños tras las ventanas del útero estaban tapados con lonas, con todos los árboles detenidos entre el firmamento y el barro, congelados en sus retorcidos brazos de madera, exhibiendo sus arrugas, acometiendo una fotosíntesis secreta. Sólo la polifonía del tornado deslizándose a través de las hojas, zarandeaba la tarde, esa en concreto.
         Nadamos sobre aquel fondo azul, tan oscuro que casi podía verse el agua que lo cubría como un cadáver. Nadamos por nuestra mudez y por nuestra ausencia plena de menstruaciones, por nuestro secreto lamiendo el fuego, borrando con la saliva el sonido etílico de nuestras gargantas.
         La arena giraba bajo nuestros pies y el viento nos levantaba sin empatía, con la furia de un reactor nuclear, sentíamos nuestros brazos tirados por caballos voladores, extendidos como velas, como alas.
          Y nuestros cuerpos se quebraron como ramas secas.
         La enorme masa de agua se hundió como cadáveres en la fosa común que bailan contra la lluvia y caen rabiosos por el árbol que se alimenta de ellos. Brotaron los cipreses de nuestros corazones impidiendo sus raíces los latidos. La madera nos ahogó como a los muertos. Y el agua, como digo, empezó a esfumarse, a secarse, a desaparecer por un enorme desagüe imposible, desnudando al lago y mostrando sus secretos.
     Miles de peces boqueantes, embarcaciones enfermas, malheridas, árboles putrefactos, casas en ruinas, cadáveres metidos en bolsas y atados a piedras enormes.
          Chatarra, vergüenza y culpa.
         Fue el viejo el primero en sumergirse en aquel cieno y, al volver, sus ojos blancos como dos bolas de grasa confesaron el discurso ambiguo del párroco bisexual y hambriento y nos dijo que la bestia golpea la sonrisa de un piano con una maleta repleta de barbitúricos y nos dijo que la radio se ahoga en la acequia de la rutina sintonizando el hastío con las últimas melodías de una escalera directa a la luna y nos dijo que un ser que no tiene nombre confiesa a los hombres que en el fondo sabe bien nuestra sangre.
          En menos de una semana el lago era un recipiente de plástico casi tan negro como nuestros deseos.
         Tampoco pasó de repente que la abominable selva de luces, los enormes cultivos de asfalto, los hormigueros sin techo donde vivían los hombres, cayeran enfermos como alacranes y sufrieran la convulsión de la crisálida.
         Así, los edificios se desmoronaron como gigantes tetrapléjicos, como si millones de termitas hubiesen devorado las piernas de los rascacielos.
       La curvatura del espacio-tiempo engendró una anormalidad oculta por una superficie hermética. Una profecía autocumplida de las ecuaciones del campo de Einstein. Las odiseas venideras disgregaron el territorio del Recipiente infausto del resto del universo y a partir de ellas ningún átomo pudo huir.
       Esta ondulación había sido meditada por la indeterminación universal que profetizó la existencia del Recipiente y fue su eminente estrella.
          Stephen Hawking, Ellis y Penrose presagiaron varios teoremas primordiales sobre el sobrevenir y sobre la geometría de los Recipientes.
          Imperator, Cancellarius, Hierofante, Hierofante anterior, Praemonstrator. Estrado y Bandera del Este... Pilar Negro, Hegemon, Pilar Blanco...
           Stolistes, Pan, Sal, Rosa, Vino, Lámpara roja, Dadouchos...
           Bandera del Oeste, Hiereus, Kerux, Centinela...
         Cuando estuvimos congregados y vestidos, el viejo, que ahora era el Hierofante, dio un golpe y los oficiantes se levantaron. Nosotros no nos levantábamos excepto en las adoraciones al Este o cuando se preguntaba por los Signos. Tampoco hacíamos nunca circunvoluciones con los oficiantes; pero cuando teníamos que movernos por el Recipiente, lo hacíamos en la dirección del Sol y hacíamos los Signos del Neófito cuando pasábamos por delante del Trono del Este, estuviese o no el Hierofante en él. El Signo de Grado se hacía en la dirección del movimiento excepto cuando se entraba o se salía del Recipiente, que se hacía hacia el Este.
          No tardamos en comprender cuán sepultados estábamos en nuestros colchones y empezamos a sentirnos muy cómodos dinamitando los versos en aquella procesión de cristos que vociferaban a dioses sin orejas y que escalaban la piedra, pues el pus era ya certeza en nuestra oscuridad.
          No tardamos nada en ver, como digo, que los dioses adoran a hombres oscuros y que los hogares, las casas y en definitiva todos nuestros edificios, eran el rincón de la sal que acechaba nuestros zapatos, más puros que el excremento o que nuestros sudores ceremoniales.
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Rugby © Catherine Costet
       El Hierofante, con sus ojos en blanco, se ponía en pie sosteniendo el cetro con la mano derecha y la Bandera del Este con la izquierda. El Kerux se desplazaba hacia el Noreste con lámpara y vara. Seguían después el Hegemon, el Hiereus con bandera y espada, el Stolistes con la copa, el Dadouchos con el incensario y finalmente el Centinela con la espada. Se alineaban todos por este orden detrás del Kerux que conducía la procesión y al pasar por delante del Hierofante cada uno hacía los signos de Horus y Harpócrates.
       Las caras espectrales desplazadas en el tiempo, alargadas hacia atrás como el cuerpo de una mantis que alcanzara las glándulas del reactor nuclear mucho más aprisa que con el caucho y la chatarra, empezaron a viciarse, a engancharse al nuevo fentanilo, a las paredes flexibles y dúctiles, a las negras geometrías etéreas y casi traslúcidas y en definitiva, a resbalar por las autopistas con aquellos recipientes de plástico negro.
         Atrás quedaron cementerios de hormigón, esqueletos de chatarra y deshechos de metal, momias de cemento y asfalto.
          A vista de pájaro, nuestras ciudades parecían nidos de termita destrozados por un oso hormiguero.
       Nos acurrucamos en el Recipiente, volamos con el Recipiente y nuestras casas crecieron en sus labios, expoliando nuestro abdomen en el vacío de la arrogancia, en esa delgada línea que separa la conjunción del destino y aunque nuestro fulgor intentase exorcizar a los poetas blasfemos y no fuese más que un eterno pulgón hablando sánscrito, siguió deglutiendo el mundo por interminables laberintos de mierda.
         Para asegurar su propia supervivencia en los tiempos de la desesperación del éter, el Recipiente expelió células especializadas, resistentes a la radiación ultravioleta, a la aridez, al entusiasmo...
       Y las depositó con sumo cuidado en el suelo y en el agua donde sobrevivirían durante milenios.
          Y nosotros las respiramos, respiramos el polvo amarillo.
         A partir de entonces, algo vivió dentro de nosotros que no era nosotros mismos y empezamos a enamorarnos de la simpatía de las moscas, de sus ojos helados, profanos y bastardos. Porque para aburrirnos con la pureza, creímos preferible rebanar la esperanza con un martillo neumático y secar nuestras lágrimas de barro.
         Las mujeres en el Recipiente, los hombres en este otro. Niños y niñas en este y en aquél. Perros y gatos en el otro.
          Estábamos tumbados en la camilla, teníamos tanto frío que tuvimos que redimir a la madre de los nervios del lobo, nuestra temperatura corporal comenzó a subir y apareció la fiebre provocada por la ingesta de fentanilo. Empezamos a notar esos odiosos movimientos en nuestros vientres y comenzaron a moverse de forma autónoma, nos sedamos el alma y nos esterilizamos los pecados, antes de correr a por nuestros diagnósticos terminales por toda la infinitud congelados, como los ojos del conejo. Nuestro interior era un mar cuyas olas rompían en nuestros vientres. Nuestro interior era la cal y la herrumbre que habitan nuestro desierto. Nuestro interior era el lenguaje para comprender a Dios.
         Estuvimos en un mundo tan llano que el viento no sabía qué golpear, y mientras, los muertos padecían insomnio y los pubescentes artefactos que exudan como cabezas sobre los coágulos de la carne seguían proliferando junto con los temblores de piernas y sobre todo de brazos. Ahora sí que empezaba a llegar el momento...
         Los dolores cada vez eran más intensos y fuertes, y de repente nos tuvimos que abrazar a la sed del pájaro que busca la razón de sus tormentos en el estudio molecular de su excreción y empezamos a hacer movimientos circulares con la cabeza, sintiendo de una forma muy intensa un océano de roca, engullidos por el semen obtuso de los niños, derrumbados como el insecto en el abdomen aullador de sus enjambres.
        Nos quedamos en el Recipiente como cucarachas anquilosadas. Venía algo, ¡lo sentíamos!
          Empezamos a notar que nos salía... Era como el asfalto que pesa sobre el silencio y como el campo gravitatorio del bosque que atrae a la bestia con la ferocidad de la baba.
        Teníamos el calor de la arboleda que se arrastra por el corredor infinito y le suplicamos a Dios que nos soplara en la cara y seguimos con los movimientos de ese dolor que dirige los helicópteros de la mente y diluvia en el corazón de los difuntos, cuando la anciana piedra, prostituta tranquila, fruto viejo del hombre, cae en la fosa como el cigarrillo violado por los pulmones.
           Notamos toda su geometría dentro de nosotros.
           La estrecha sombra del feto en el Recipiente.
          Perdimos literalmente la sustancia y empezamos a flotar, de rodillas en la tristeza, como un dolor de aborto y caímos en la mirada de Dios y en la baba del pene que gotea sobre el Verbo para darle brillo. Nos vimos a nosotros mismos tendidos e inertes en el cuenco plástico con los frutos exiliados del viejo bosque, cuando caímos en la fosa madura y nuestra lluvia descalza rellenó los pulmones dentro del pantano. Pero la visión cada vez era más difusa porque no parábamos de coger altura. Fuera de nuestros cuerpos, tendidos en el Recipiente boca arriba, mientras flotábamos sobre él y observábamos todo lo que ocurría a nuestro alrededor.
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Dolor © Marcos Rea
        Inútil sería afirmar que fuimos devorados, que lo fuimos, como inútil sería afirmar que fuimos substituidos, que lo fuimos. Nuestras ciudades masticadas por enormes Recipientes y el lago reemplazado por un aún más enorme, rectilíneo y profundamente negro Recipiente impostor.
        Un polvo amarillo que flotaba y se introducía en nuestra carne y nos tiznaba desde dentro y nos hacía gritar en orgasmos convulsivos. Un polvo amarillo que se enchufó a nuestras conexiones sinápticas y nos sometió a esta burbuja virtual.
        Es hora de arrancarse la piel del pasado, ya que la muerte es un viaje por el tiempo y nosotros somos un velo que hoy respira mucha de la electricidad, de esa que las estrellas que no nos necesitan, vomitan sobre los hombres que aprendieron a hablar con los muñecos.
         Y así nuestro llanto, le es indiferente al vasto universo.

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CESC FORTUNY i FABRÉ (Barcelona, España, 1971). Es autor de los poemarios La misteriosa canción de la sangre (2010), El silenci plou sobre les pedres (2013), La dolorosa partitura del miedo (2014) y Métodos para ahogar con la nariz (2019), así como de la novela de terror experimental El quirófano en el bosque (2020). Ha sido traducido al inglés, rumano y armenio. Publica habitualmente poesía, narrativa y ensayo en la revista La Náusea, y ha colaborado en otras revistas como Kokoro, Paper de vidre, Periscopio o El humo.
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