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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

HERNÁN D’AMBROSIO

11/7/2022

2 Comentarios

 
LOS LAURELES QUE SUPIMOS CONSEGUIR
       El sol aparece sobre la escollera y el mar es como un celofán tornasol durante unos minutos.
       El reflejo de la luz en el agua lo despabila y Lázaro se levanta. No sabe cómo terminó durmiendo en la garita de los guardavidas, por qué le falta una ojota ni dónde estará. El mareo y las náuseas no le permiten recapitular las horas perdidas. Un combo de gritos y risas le provoca una puntada en la cabeza.
       Cuatro chicas corren por la playa con los zapatos en las manos y vestidos ya pasados de hora.
       —Dale, vamos al agua —dice Marcela tironeando del brazo a Soledad.
       Verónica, que corre detrás, se engancha a Soledad agarrándole la cintura y se la lleva hacia el mar.
       Silvia y Viviana las pasan por la izquierda y entran en el agua dando zancadas.
       —¡Está fría, la concha de la lora! —grita Viviana con el teléfono por encima de su cabeza para que no se moje.
       —Por algo no quiero ir —dice Soledad.
       —No querés ir por el chongo, no te hagas la boluda —dice Marcela.
      Federico no sabe si el amanecer rompió el hechizo o si pueden ir a desayunar juntos. Prende un cigarrillo para hacer tiempo. Le quedan cuatro puchos en el atado, más o menos una hora de espera disimulada, mirando hacia el mar con cara de poeta.
       --¿Você pode me dar um cigarro?
      Federico saca del atado un cigarrillo algo doblado. Ahora le quedan tres y su capacidad de espera se reduce a cuarenta y cinco minutos. También le convida fuego.
      Ronaldo apoya el parlante en la arena. Como una puñalada, tiene enchufado un pendrive que contiene un compilado para ocho horas de clases de zumba. Mientras termina el cigarrillo, frena al barquillero. Por el precio de un barquillo, gira la ruleta y se lleva... ¡Dos!
       El barquillero madruga por necesidad. Su producto no es el más competitivo del mercado playero, necesita primerear antes de que los panchos y los churros le quiten la posibilidad de vender esos cucuruchos de dos dimensiones, sin dulce ni encanto. A primera hora, vende bien entre pibes con bajón y viejos nostálgicos.
         Baaarrrquillos, Baaarrrquillos
        Con las patas en la orilla, Abelardo y Eloísa disfrutan de las aguas de la Costa Atlántica. Los jubilados ven de pronto un perro que corre desde la arena hacia ellos y se acurrucan instintivamente, esperando que los salpique. Lo acarician y se alejan antes de que salte alrededor de ellos otra vez.
         Chucho le ladra a las olas. Corre hacia la orilla cuando se le acercan y vuelve al mar para ladrarles cuando el agua se aleja. Mueve la cola, está contento. Encontró una hamburguesa completa en un tacho de la Rambla y, un rato después, a un nene se le cayó medio helado de chocolate y crema al piso.
         —¡Pará, Noelia, pará! —grita Juan Carlos López.
       Noelia es una caniche toy que corre desaforada hacia el Chucho con la correa ondeando al viento, como si estuviera en una comedia romántica. Los López persiguen a Noelia cargando cuatro reposeras, una sombrilla, un paquete de sándwiches de miga y dos esterillas. Analía López se arrepiente de no haberla dejado en la casa de su suegra por el precio de escuchar un sermón diario sobre cuán mal cuidada tenía a la pobre cachorrita y a sus dos nietos.
         Hay cafécafé, hay cafécafé.
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Foto de Jeremy Bishop en Unsplash
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Simon Maina (AFP)
        Adelaida le agarra el dedo gordo a Mariana, que sonríe en el cochecito mientras su bisabuela le recita:
 
Que mi dedito lo cogió una almeja,
y que la almeja se cayó en la arena,
y que la arena se la tragó el mar.
Y que del mar la pescó un ballenero
y el ballenero llegó a Gibraltar;
y que en Gibraltar cantan pescadores:
“Novedad de tierra sacamos del mar,
novedad de un dedito de niña.
¡La que esté manca lo venga a buscar!”
 
        —¡Beto! —grita Elena desde la reposera. 
        Beto, que juega a la pelota paleta contra su nieto Miguelito, le erra al golpe por el grito y pierde el punto.
        —¿Qué pasa?
        —Escritora chilena, siete letras ―lee Elena en la revista de crucigramas.
        —¡Qué sé yo!
        Rubén instala la carpa. Abre un paquete de bizcochos de grasa, prepara el mate y saca el termo de la mochila junto con un parlante que tiene forma de Minion. Conecta su celular por bluethoot y abre Spotify. Le da play y suena un acordeón a todo volumen:
 
Una vez me quedé ahí dormido en la playa
y así yo soñé que del cielo bajaba
un enjambre de estrellas y la luna plateada
y las olas del mar con su luz salpicaba.
 
        —¡Beto!
       Miguelito festeja el puntazo que pierde su abuelo por desconcentrarse. A Beto no le gusta perder, se calienta como si estuviera jugando por guita.
       —¿Qué?
       —Grupo de cumbia santafesina, ocho letras.
       —¡Qué carajo sé yo!
 
Hay gaseosa fría.
Hay gaseosa fría:
agua mineral,
Sprite,
Coca.
 
      Los Rodríguez y los Sosa compiten por el único hueco disponible de la playa. Lorena Rodríguez se abre por la orilla y Carla Sosa por el cordón de las carpas privadas, la grieta playera. José Rodríguez y Pedro Sosa chocan sus reposeras sacando chispas mientras corren por el centro de la playa. A nadie le importa dónde están sus hijos en este preciso momento, ya se ocuparán cuando ganen la posición. Se mueven entre las sombrillas, saltando personas que toman sol sobre lonas y reposeras abiertas en ángulos obtusos.
      Lorena Rodríguez se dobla el tobillo derecho y hace malabares para que no se le caigan las facturas cuando tropieza con el pozo que hizo Martín para que el mar no inunde la playa. A pesar del dolor, Lorena no cede y sigue en carrera sin perder ni una medialuna.
     Carla Sosa corre orillando la soga-grieta. Un grito de Lucrecia le advierte que está por patear su cabeza, ella no puede esquivarla porque tiene el cuerpo enterrado en la arena. Carla salta la cabeza y continúa compitiendo.
      Tras un violento empujón de José Rodríguez, Pedro Sosa cae sobre una familia entera, incluyendo el castillo del pequeño Ricardo, que ya no quiere ser arquitecto cuando sea grande, quiere ser policía.
        José trata de detenerse, pero igualmente vuelca sobre la sombrilla de tres metaleros tan duros que están con ropa negra y jeans en la playa, tomando cerveza.
        Carla y Lorena están muy parejas, cada una da la vida por la causa familiar. Sin embargo, no hay recompensa para su esfuerzo porque Nina coloca una lona, un molde con forma estrella de mar y un balde azul en el último lugar disponible de la playa. Los Pérez, que venían en el tercer puesto de la carrera de los Rodríguez y los Sosa, enviaron a su hija a reservar el lugar porque ella podía moverse mejor entre la gente, más aún luego del espacio allanado por la caída de los patriarcas.
        —¡Mirá, papá, se le cayó el corpiño a esa minita! —grita Danielito señalando el mar.
       —¡Bien, tiburón! —lo felicita Héctor mirando a Lucía, que se tapa las tetas con el brazo derecho y con la mano izquierda busca la parte de arriba del bikini en el agua.
        Beatriz le da un codazo debajo de las costillas a Héctor y un tirón de pelo a Daniel.
        Macarena y Fernanda la saludan con una inclinación de cabeza y una sonrisa cómplice mientras caminan hacia el puesto móvil de vestidos y pashminas tomadas de la mano.
        —En mi época eso no pasaba —se queja Gustavo al verlas.
        —No, en tu época desaparecían a quienes pensaban distinto —le responde su hijo, Tomás.
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Simon Maina (AFP)

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Andrés Perry / AFP
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Foto de Saksham Gangwar en Unsplash
       Una pelota rueda hasta sus pies. Tomás apunta a la cancha improvisada de fútbol-tenis para devolverla, pero le pega con tres dedos y el remate sale con comba hacia una cancha de tejo, golpeando el bochín. El equipo de las rayadas dice que el partido está amañado, acusa al equipo de las lisas de contratar al pibe. Empieza de nuevo el partido, anuncian oportunamente quienes estaban perdiendo.
 
Lloren, chicos, lloren:
a los pirulines,
a los pirulines.
A los pirulines,
a los pirulines
 
         —¿No querés un chupetín?
         —No, después.
         Martina arrastra a su madre hasta la garita del guardavidas, sobre la que ondula un banderín amarillo con bordes negros. El mar, como si tuviera una crisis existencial, está dudoso.
         —¡Señor!
        Sergio está de malhumor. Aún no pudo sacar el olor a fernet y cerveza que quedó impregnado en la garita. El calor del sol empeora el tufo con el correr del día. Se asoma y mira a la niña y a su madre. Martina está apurada, señala el mar.
         —¡Hay un hombre ahogándose!
         Sergio mira hacia el mar, pero no encuentra a nadie en peligro.
         —¿Dónde lo ves? Yo no veo nada.
         —Allá, por donde está la banana.
         —Yo tampoco lo encuentro —dice la madre de Martina.
         —Tiene un gorro rojo y blanco.
         Sergio mira a la banana saltando entre las olas y tirando personas al mar. Abre los ojos, sorprendido.
         —¡Sí, ahí lo encontré! ¿Cómo te llamás?
         —Martina.
         —Felicitaciones, Martina. Hoy salvaste una vida.
         —Ahora sí, mamá, quiero dos pirulines... Y un copo de nieve después de cenar.
         Sergio se cuelga un salvavidas naranja alrededor del cuello y sale corriendo. Se lleva puesta la pelota del partido de fútbol-tenis, que sigue rodando a la deriva sobre la arena. El guardavidas cae y, girando en el piso, se reincorpora del tropezón heroicamente, como si la maniobra hubiera sido planeada. Entra al mar y se zambulle en la primera ola para ganar velocidad nadando.
         Aplausos.
         Julio aplaude al bañero, ya sea por su maniobra, por su heroísmo o por sus músculos, hasta que se da cuenta de que el aplauso está destinado a alertar sobre un niño perdido que recorre la playa acompañado por dos guardavidas pensando que un par de caracoles no valen tanta angustia.
        Marlene camina a contramano de la procesión del niño perdido. Sostiene el termo con el brazo derecho para aplaudir hasta que sale del tumulto. Por scrollear en Twitter, no se da cuenta de que está por cruzar la ruta de un frisbi sin mirar hacia los costados. Los mellizos Korioto juegan con el disco entre tres lonas, dos reposeras y una silla plegable que los miran con una mezcla de temor y odio. Marlene pasa caminando y el frisbi le pega en la frente. Está por gritarle un par de improperios a uno de los mellizos, pero se adelanta la madre de las criaturas y le ahorra el trámite. No solo los reta, también les saca el juguete, lo que es festejado en toda esa zona de la playa.
        Marlene se toca la frente para ver si le salió un chichón. Debería ponerse manteca, según su abuela, o hielo, según su madre. No importa. Cambia el termo de mano y se pone las ojotas para caminar por la arena blanda. Pasa las carpas y las sombrillas, que están prácticamente vacías. Llega al bar de la entrada de la playa. Pegunta si le convidan agua caliente, pero se la venden: cuarenta pesos.
         Catalina va por el tercer peluche consecutivo de la máquina del bar. Pone otra ficha. Se juntaron cinco personas para ver su proeza. Mueve la palanca con elegancia. Ya conoce el juego, la velocidad del desplazamiento de la pinza, su oscilación. Le apunta al Woody que está culo para arriba, entre un Buzz Lightyear y un Señor Cara de Papa. La garra baja. Catalina, que vio Toy Story 1 anoche, piensa que algún marciano verde le puede arrebatar el premio. En realidad, no es un marciano lo que hace que falle, sino su codicia. Si le hubiera apuntado al Mickey Mouse que está cerca del hueco, habría sido fácil, pero se confió y fue por el Woody, que está difícil de agarrar y, encima, es flaco y se resbala entre las pinzas de la garra.
         Ni los marcianos ni la codicia, Germán cree que fue su culpa. Se acercó a ver el tercer juego y la mufó; la piba iba bien hasta que apareció él. Tuvo la misma sensación durante algunos partidos de Boca y cada vez que iba a un juego de básquet de su hermana.
         Se desocupa una cama elástica y Germán saca un turno para olvidarse por un rato de su miedo a ser yeta.
       Juan baja de la cama elástica antes de que termine el tiempo porque ve que entra a la playa el vendedor de avioncitos de telgopor. Hace días que lo está esperando. La última vez que lo vio, sus padres no quisieron comprarle uno. Pero cambiaron de opinión y hoy tiene la plata.
       Juan corre hasta donde está el vendedor de aviones y le pide uno de color verde, que es el que mejor se ve ondeando en el cielo.
        El vendedor enrolla la tanza en un pequeño rectángulo de telgopor hasta que el avión aterriza en los brazos de Juan, que lo aferra con ambas manos sobre su pecho y corre hacia la sombrilla de sus padres para mostrárselos. La arena le quema los pies y va a los saltos hasta el camino de madera porque no aguanta el dolor. Da unos pocos pasos y se tropieza con una parte del camino donde faltan tres listones de madera. Juan cae al piso y el avión se parte en sus brazos, pelotitas de telgopor se mezclan con la arena.
         —¡Uh, qué golpe que te diste!
         Juan mira el avioncito con melancolía. Acepta la mano de Valeria, que lo ayuda a levantarse.
         —Capaz que podemos arreglarlo. ¿Querés venir conmigo?
       Mira la hora en su reloj, todavía es temprano. Sus padres no se alarmarán si tarda un rato más en volver a la sombrilla. No quiere confesar que finalmente se compró un avión y lo rompió antes de estrenarlo.
 
Haaaaay churros.
Crocantitos los churros.
Hay dulce’ y relleno’ los churros.
 
       Valeria lo lleva más allá de donde fue jamás, pasando la escollera semienterrada por la arena. Al cruzarla, se acercan unos metros hacia la orilla y encuentran un oasis de castillos de arena decorados con moldes de peces y almejas, pozos con agua donde limpian caracoles y tres barriletes sostenidos por ojotas que resisten como si fueran cañas de pescar en espera de pique.
        —¡Necesitamos cinta adhesiva con urgencia! —grita Valeria mientras Juan deposita los restos del avión en el centro de una pista de carreras.
Todos lo miran con preocupación.
         —¡Yo consigo! —dice Nahuel levantando la mano.
         Corre hacia donde está su familia sintiéndose un guardavidas. Agarra por la orilla porque es más rápido, esquiva unas aguas vivas y esos cascarones blancos asquerosos que bien podrían haber contenido la cría de algún dinosaurio del Parque Jurásico. Se siente tentado por el imponente puesto móvil de panchos y choclos, que huele a manjares. El panchero saca una salchicha como si fuera una anguila y la mete en un pan cortado al medio. El estómago de Nahuel ruje pidiendo comida, dándole a entender que es una cuestión de vida o muerte, pero no tiene plata. Si más tarde su mamá le da unos pesos, buscará el puesto móvil de panchos por toda la playa, más allá de los médanos, si es necesario.
        Nahuel llega a la sombrilla agitado, necesita tomar aliento para poder hablar. Su madre lo mira con cierto hartazgo. Estaba tranquila en la reposera, leyendo una novela de John Katzenbach, y apareció el pibe para joderla.
         —¿Qué pasa, Nahuel?
         —Necesito cinta adhesiva, ma.
         —La tiene tu padre, está tratando de arreglarle la tabla a tu hermana —señala hacia la orilla.
         Nahuel sale corriendo otra vez, llega justo cuando su hermana se va con la tabla hacia el mar. Emilia salta la primera y la segunda ola, y se lanza sobre la tercera, atravesándola. Una cuarta ola le da un topetazo cuando emerge y la revuelca hasta la orilla.
         Rogelio clava el palo con gorras en la arena para ayudar a Emilia a levantarse y junta los pedazos de tabla antes de que se los lleve el mar.
         —¿Tenés algo de River o de Ford? —le pregunta Gisela con cierta impaciencia porque tuvo que esperar a que el viejo terminara de ayudar a la nena para que la atendiera.
         —Sí, te muestro —Rogelio se limpia la arena de las manos refregándoselas contra el pantalón—. Tenés pilusos a cuatrocientos y gorras por trescientos.
         —Dame una gorra de River.
        Rogelio le ofrece una bolsa y ella la rechaza. Gisela le lleva la gorra a su papá porque dice que se siente medio insolado, como si se hubiera olvidado de los cuatro litros de cerveza que tomó anoche mientras comía rabas en el restaurante del puerto.
         —Te pongo un poquito de bronceador, gordo —dice Norma, untándole una buena cantidad de pasta blanca en cada cachete.        
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Foto de Juja Han en Unsplash
         Adolfo frunce el ceño, el frío de la crema le da un poco de escalofríos, pero se deja mimar por su mujer.
       Norma le pasa el bronceador a su hija. Yesica se embadurna los hombros, la cara, el abdomen, el pecho y la espalda. Después se pasa la crema por las piernas y, finalmente, por los brazos. Se tira en la lona para tomar sol de frente. Pocos minutos después, se queda dormida. El viento hace que vuele la arena, que se adhiere a la piel de Yesica porque el bronceador funciona como pegamento.
 
Heeelado-helado. Heeelado-helado.
Hay palito, bombón helado.

Heladerooo.
 
        El viento sopla cada vez más fuerte, viene desde el vientre del mar. Con ganas de silbar, pasa por cada hendija y hendidura.
         Un grupo de nubes negras se esparcen sobre el cielo, tapando el sol.
         El primer trueno resuena durante nueve segundos, como una trompeta que anuncia la tormenta.
       Una ola más alta que las escolleras avanza sobre la playa con temeridad. Eugenio y Culini la surfean mientras transmiten en vivo por Instagram.
         Sabrina limpia las ojotas de toda la familia en la orilla y sacude la lona a las apuradas. Vuelve a la sombrilla, que ya recoge Gabriel, junto con la mesita, la reposera y la silla plegable. Levantan todo mucho más rápido de lo que tardaron en instalarse.
         Antes de que caigan las primeras gotas, la playa queda vacía. Los únicos testimonios del verano son los restos de yerba a medio enterrar en la arena, las bolsas de nylon que embolsa el viento, una reposera rota abandonada en la orilla y una ojota engullida por el mar.

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© Bárbara Iansilevich
HERNÁN D’AMBROSIO (General Rodríguez, Argentina, 1985). Es Profesor de Letras. Coordina grupos de lectura y escritura. Escribió las novelas Cosas que pasan (2013), Sutra de Buenos Aires (2015) e Imagen y semejanza (2018), y los libros de poesía Singing in the brain (2010) y Una cosa que empieza con P (2018). Sus cuentos circulan en diversos medios digitales.
2 Comentarios
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    Revista de Literatura.
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    Jose Luis Cubillo
    Jose Manuel Ferrandez Verdu
    Juan Cabeza Torru
    Juan Castro Sanchez
    Juan Francisco Hernandez
    Juan Mireles
    Luis Sanchez Martin
    Manuel Alcalde
    Manuel Casal Lodeiro
    Marta Ledri
    Martin Arias
    Miguel Angel Hernandez Navarro
    Miguel Catalan
    Miguel Rodriguez Otero
    Miriam Gomez Vegas
    Nacho Montoto
    Natxo Vidal
    Natxo Vidal Guardiola
    Nicolas Kouzouyan
    Noe Israel Borja
    Olga Beltran Filarski
    Paz Hinojosa
    Pedro Sanchez Sanz
    Perdendosi
    Pilar Sanchez Lozano
    Rafael Lopez Vilas
    Raoul Frary
    Ricardo Hirschfeldt
    Roberto Bernal
    Roberto Garces Marrero
    Roberto Mascodagama
    Rodrigo Lopez Romero
    Rodrigo Osorio Guerrero
    Ruben Lopez Ferandez
    Samuel Pardo Martinez
    Sara Montero Anneren
    Sergio Barreto
    Victor Almeda Estrada
    Victor Gutierrez Sanz
    Viren Mahtani

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