FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
UN AUTOR ENFADADO Deben saber ustedes que, hace algún tiempo, escribí un cuento. No es porque yo lo diga, pero, francamente, conseguí algo muy logrado. Humildad es verdad, decía Santa Teresa, y no voy a enmendarle la plana a tan insigne mujer haciendo gala de una falsa modestia. Qué quieren que les diga, señores, me sentía justamente satisfecho de mi obra, orgulloso de la perfecta trabazón entre forma y contenido, pues mi cuento conducía tras su lectura a las más profundas reflexiones a través de la palabra exacta. Por si esto fuera poco, mi obra alcanzó el merecido reconocimiento por parte de la crítica. Tengo que admitir que ninguno de esos eruditos llegó a comprender plenamente la simbología, la estructura profunda y las fuerzas actanciales que vertebran mi obra, pero sí se acercaron bastante. Además, yo gustosamente hubiera aceptado la sublime tarea de recorrer el país dando conferencias para matizar las intuiciones de mis lectores y encaminarlas hacia el venero que originó el cuento. Llega ahora el momento de confesar que nosotros, los escritores, aun los más elitistas, anhelamos llegar a un nutrido público. Nos envanece, es cierto, que el prestigioso profesor Zutano de la afamada Universidad X alabe nuestra obra y descubra —quizás tras un minucioso análisis estructuralista— a un reducido grupo de entendidos la perfección con la que hemos elegido cada adjetivo. Siendo esto así, no es menos verdad que todos soñamos con la alada fama y con que nuestro nombre resuene en todos los oídos, penetre en cada hogar y encuentre un hueco en sus bibliotecas. Pues bien, señores, también esta dicha me fue concedida. El vulgo me leyó, y las sucesivas ediciones de mi cuento se agotaron rápidamente en las librerías. Admito que estaba hinchado como un pavo ante el éxito de ventas. Entre los que me leyeron destacaba una jovencita de unos dieciocho años. Aquella niña, de largos cabellos rubios, era el lector ideal con el que todo autor sueña, la utopía hecha realidad. Era ese ser que imbrica la obra con su propia vida. Mi cuento se convirtió en su libro de cabecera: me leía al acostarse, despertaba con él en las manos. Siempre llevaba el ejemplar en el bolso para paladear mis palabras a la primera ocasión que se presentara, ya fuera esperando el autobús, o en el metro, o en la cola del supermercado. Convendrán conmigo en que era enternecedor ver cómo se deleitaba con mi obra una persona de tan corta edad, casi una criatura. Y bien que disfrutaba ella cuando leía mi cuento (no menos de tres veces al día). Yo la observaba, tras el parapeto de las líneas del texto, emocionado por el brillo de sus ojos, que dejaban traslucir la devoción con la que me seguía. Desde mi escondite, me complacía en verla devorar aquel universo nacido de mi mente. Juntos recorríamos cada página, saltando de acá para allá, de una preposición a un verbo, de una idea a otra. Nos deteníamos morosamente en cada descripción, conteníamos el aliento cuando algún peligro acechaba a nuestro héroe y sufríamos juntos con sus desdichas. De mi mano escalaba la joven las altas cimas de mi pensamiento. Muy satisfecho decía para mis adentros: “Qué chiquilla esta, dentro de poco, el cuento será más suyo que mío”. Y miren ustedes por dónde, ahí radicó su error. Porque eso sí que no, hay ciertas libertades que yo no le tolero a nadie. Quizás convendría, con el fin de que puedan ustedes seguirme mejor, explicar un poco el tema de mi cuento. En realidad, este consiste en una reflexión sobre la falacia de la felicidad y la imposibilidad del amor eterno. Para ello había situado a mis personajes (un apuesto príncipe y una delicada princesita) en un castillo medieval. Pues bien, mi joven lectora, a fuerza de recorrer las páginas de mi cuento, había terminado por conocer como la palma de su mano hasta el último rincón de mi castillo. Poco a poco se había instalado en mis dominios. Allí estaba ella, enseñoreada de aquellas vetustas piedras góticas y de sus contornos. Recordarán ustedes, si han leído mi obra, que escribí un final algo ambiguo, pero cualquier persona inteligente puede deducir que el príncipe no vuelve jamás al lado de la princesa. No me negarán que fue muy ingenioso recurrir al tópico lago romántico, de turbias aguas rieladas por la luna, para expresar el negro futuro de la protagonista, condenada a esperar eternamente a un amante que nunca retornará junto a ella. Es evidente que mi lectora cometió una gran equivocación cuando decidió, por su cuenta y riesgo, que las aguas del lago eran límpidas y cristalinas, surcadas por airosos cisnes. ¿Es que no había comprendido nada? Cada vez que la joven releía mi cuento, transformaba en algo distinto mi creación. Aquella tarde en que mi rubia amiga imaginó un alegre lago digno de Walt Disney, dejó abierta la puerta a un final feliz. Tuve que asistir impotente a la demolición de mi cuento. Un día era el lago, otro, mi protagonista femenina peinaba rizos negros en lugar de larga trenza. Si no se detenía aquello pronto, ni yo mismo, el autor, sería capaz de reconocer aquel ente proteico. Temblaba cada vez que la irresponsable muchacha posaba sus ojos en mi escrito. ¿Qué confianzas eran esas? ¿Cómo se atrevía? Me precio de ser una persona de carácter, por eso decidí frenar esa degeneración continua. Puse el caso en manos de los tribunales. Cuando entablé el proceso, esa niña impertinente estaba cambiando la disposición de las habitaciones del castillo. Eso era lo de menos, pero ella no tenía ningún derecho, como le expliqué al juez. Al parecer, no está muy claro quién de los dos tiene razón. Por una parte, yo alego que inscribí mi obra en el registro de la propiedad intelectual; es mía y solo mía. Por otro lado, algunos juristas sostienen que desde el Derecho Romano el uso continuado una cosa conduce a su propiedad, y así, puesto que la desconsiderada joven ha leído mi obra más que nadie, incluso más que yo, habría acabado por hacerla suya con todas las de la ley. Espero impaciente el resultado, la situación empeora por momentos. La última locura de esta chiquilla es para llevarse las manos a la cabeza: al regreso del príncipe, los enamorados han contraído matrimonio. En el tenebroso jardín que yo concebí celebran cada domingo una barbacoa a la que invitan a los vecinos de los alrededores. Además, esta ladrona que me ha arrebatado el producto del sudor de mi tinta, tiene un gusto atroz. Ha instalado una lámpara de diseño junto a la silla en la que se sentaba el anciano rey. Por si fuera poco, ha llenado los jarrones de cristal de Bohemia con ramos de margaritas. ¿Habrá flor más vulgar que las margaritas?
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BUSCANDO PISO Era otra tarde de domingo. Otro día de abril. No hacía ni frío ni calor; el cielo no estaba ni del todo nublado ni del todo soleado; había un poco de viento, pero no mucho. Natalia se aburría. Desde el asiento trasero, con la mejilla apoyada en la mano, miraba por la ventanilla del coche cómo pasaba y se alejaba la extensión de tierra baldía del barrio, hasta que entraron en la autopista y solo había asfalto en vez de tierra seca. Aquella tierra en colina —rastrojos, hierbajos, arena seca y poco más— era lo que los del barrio llamaban ‘parque’ o ‘la cuña verde’, aunque de vegetación no hubiera más que unos pocos árboles y matorrales sueltos, más amarillentos que verdes, y ni siquiera merecía el intrigante nombre de ‘desierto’. Aquel pedazo de nada al borde del barrio permanecía pajizo y quebrado y descuidado cualquier día del año, siempre igual, tan ajeno a la primavera como a los planes de reforma del ayuntamiento, tragándose el horizonte con sus colinas desniveladas y sus ligeros brotes de polvo cuando azuzaba el viento día sí y día también. No era gran cosa, pero Natalia se quedó pensando en ello, porque era su sitio ideal para salir en bicicleta, cerca de casa, y reunirse con los amigos, pasando los ratos muertos. Era su terreno, libre de la jurisdicción de los padres durante unas horas, donde podían montar sus propias historias, juegos y escondites. Para ella, casi cualquier cosa era mejor que ir por ahí a ver otra casa más en venta con sus padres, vete a saber dónde, como tanto les gustaba a ellos los domingos. Era una costumbre que su cabeza de doce años no conseguía comprender, con lo a gusto que estaba cerca de su casa, en el barrio, con sus amigos. —Adónde vamos —preguntó Natalia, desganada, al borde del «cuánto queda» nada más salir. —A ver un nuevo piso, ya te lo hemos dicho —respondió su madre. —Pero si ya tenemos uno y está muy bien. —Bueno, sí, cariño, pero es por mirar uno nuevo. —Pues yo no quiero mirar, que es muy aburrido. ¿No puedo quedarme en el barrio y salir con mis amigos en bici por la cuña verde? —Tú tienes doce años y vas donde tus padres te digan, ¿vale? Ya lo harás otra tarde. Ahora vamos a ver un piso muy bonito, uno reformado, ya verás. —Me da igual. ¿Y si es tan bonito no es muy caro? —Es un poco caro para nosotros, pero la cosa es mirar. No des la vara, ¿vale? Tú compórtate y quédate calladita mientras miramos y ya está. —Mirar, mirar, mirar —refunfuñó la pequeña. Natalia hizo un mohín y volvió a echar un vistazo por la ventanilla, esta vez viendo matojos y tierras muertas diferentes, al borde de los quitamiedos y el asfalto, que no le interesaban. Se quedó callada, atusándose la larga melena rizada y llenando aquellas pobres vistas de fantasías e ideas de juegos para la siguiente tarde que la dejaran bajar con los amigos a su tierra seca en su barrio, ya que ella era la que mejor se inventaba y proponía los planes. Al final, después de apenas veinte minutos en coche, que a Natalia se le hicieron larguísimos, la familia dejó su barrio periférico del sudeste de Madrid y se adentró en otro más al norte. Natalia se fijó en que allí no había ni la mitad de bloques de ladrillo naranja desgastado, como había alrededor de casa, y tampoco tanto espacio de ‘parques’, árboles o matojos, sino calles con ordenadas filas de árboles espaciados, grandes portales y tiendas, donde la acera no tenía tantos agujeros o grietas y estaban aparcados coches de buenas marcas. Parecía una versión de las calles más céntricas de la ciudad, pero con más tranquilidad y menos polvo. Se pararon delante de un bloque de pisos enorme, de los más grandes que Natalia había visto, de un tono gris claro y limpio, adornado con rayas negras al nivel de los balcones de cada piso. Plantas con lustrosas hojas en macetas de piedra adornaban la entrada de un portal que olía como a embalaje de plástico, como a nuevo. La puerta era metálica, pero no estaba oxidada, y tampoco chirriaba como la de casa. De ahí salió una mujer con chaqueta y pantalones grises, a juego con el color del bloque. Llevaba el pelo negro recogido en una coleta, bastante maquillaje y una sonrisa automática. Cuando aparcaron el coche y se acercaron a ella, se notaba que la mujer, que se llamaba María, como indicaba la tarjeta en la solapa de su chaqueta, también olía ligeramente a nuevo y quizás incluso un poco a vainilla. María, la agente inmobiliaria, se presentó, dio la bienvenida a la familia y hasta le dedicó una sonrisa algo menos automática a Natalia, preguntándole cuántos años tenía y comentando a sus padres que parecía una chica muy maja. Natalia respondió tímidamente, mirándose a los pies, y no volvieron a oír una sola palabra salir de su boca durante la visita. Según explicó María, este era un edificio nuevo, aunque no completamente construido desde cero, ya que la constructora ligada a la agencia inmobiliaria había reformado al máximo un bloque de pisos antiguos que ya estaba ahí, que «se había quedado desaprovechado y necesitaba un lavado de cara, porque está en una zona muy buena, pero ahora ha pasado de ser de los más viejos a los más nuevos, completos y modernos —ya saben, hay que renovarse o morir». Subieron en ascensor hasta el cuarto piso y entraron por una puerta en el lado opuesto a la entrada del edificio. Ante ellos se abrió un «hall de entrada diáfano», además de «un comedor espacioso y bien iluminado, que da a un balconcito, con espacio de sobra para dos sofás, para una mesita por allí o para una mesa más grande por allá si quieren»; finalmente, ese comedor, tan «perfecto para un espacio cálido y familiar, muy family-friendly», daba a la cocina y a los otros cuartos por la derecha, donde ya verían «lo bien que están los dormitorios con nuevos baños en suite de primera». Los padres de Natalia tomaban nota de cada ángulo, asintiendo todo el rato al admirar tantos metros cuadrados, mientras sonaba de fondo la vocecilla aguda de la agente. A Natalia, que no estaba escuchando ni observando por donde señalaba la agente, lo que le sorprendía era el absoluto vacío de la estancia, como recién aparecida de la nada o abandonada sin deterioro, sin muebles ni cuadros decorativos siquiera, sin señales de vida doméstica. El suelo de parqué, limpiado hasta sacar brillo, reflejaba el blanco silencioso y frío de las paredes, que no olían a pintura y no producían eco. (Era «nuestro blanco puro marca de la casa, pero también ofrecemos cambiarlo con nuestros pintores de confianza por un módico precio», según decía María desde la entrada, al abrir un armario vacío, sin olor a madera ni a barnizado.) Todo era una perfecta imagen de archivo, tal y como aparecía en la página web y los folletos de la agencia. Mientras los padres de Natalia preguntaban a María cuántos metros cuadrados había en el comedor exactamente y si todos los pisos disponibles en el bloque eran iguales, la pequeña se acercó a las ventanas al fondo del comedor, aburrida. Ella pensaba que estaban perdiendo el tiempo en ese vacío entre cuatro paredes donde había poco que mirar y nada que hacer, no como en la cuña de tierra seca del barrio que tantos baches tenía para hacer tonterías con la bicicleta o hacer la croqueta por una cuestecita, hasta ponerse perdida de polvo, para ver quién llegaba antes abajo del todo. Pero Natalia arqueó las cejas al ver qué había más allá del balcón, al apartar las finas cortinas. Había una explanada por detrás de las vallas de la urbanización, junto a unos árboles sueltos y matorrales, donde la constructora no había conseguido permiso para edificar, pero tampoco había hecho nada con ello el ayuntamiento, que había pospuesto los planes de convertirlo en un pequeño parque infantil, así que solo se habían quedado unos montones de arena allí. (La agente no mencionó nada sobre esto, pasando por alto el balcón.) A Natalia le interesó más esa vista que cualquier vitrocerámica u otros cuartos y baños, por lo que ignoró a su madre cuando le hizo un gesto de que viniera donde ya se había ido la agente, dando más detalles al padre en la cocina. —Vale... ¡Pero quédate ahí quieta, eh! —le susurró su madre, satisfecha con tal de que a su hija no le diese por colgarse de su vestido y poner ojitos de «cuándo nos vamos». Natalia se quedó embobada con la ventana, imaginando qué juegos se inventarían los niños que viviesen ahí y si se juntarían en aquella explanada o en otro sitio. * * * La familia se subió al coche, tras decir adiós a la agente y olvidar su nombre. Mientras el padre arrancaba, la madre le preguntó a Natalia qué tal le había parecido el piso. Esta vez, curiosamente, su hija no había molestado durante la visita. —Muy bien, mamá. Esta vez no me he aburrido tanto —dijo Natalia, más vivaz que antes—. ¿Nos vamos a quedar con la casa? ¿O al menos vamos a volver otro día? —Anda, qué sorpresa. ¿Y eso? Con las pestes que estabas echando al salir de casa. Me alegro de que te haya gustado. Pero no nos podemos permitir ese piso. —¿Y no podemos volver de visita aunque no lo compremos, mamá? ‘Por mirar’, como decís. —Pues sí que te ha gustado, hija... —¿Qué es lo que te ha gustado tanto, Natalia? —preguntó el padre—. Mamá me ha contado que te has quedado ahí tan a gusto en el comedor, ¿no? —Pues, no os lo vais a creer... Tras una pausa, haciéndose la interesante, Natalia se lanzó a hablar, acelerada: —No os vais a creer lo bien que me ha tratado la señora de la casa. Era una mujer bajita, con un moño así de pelo sin lavar, aunque le caían algunos pelos por el flequillo, con una bata un poco vieja y así como polvorienta y me ha dicho que era la señora de la casa. Debía tener como cuarenta y pico años, como vosotros, pero estaba más arrugada que vosotros, sobre todo porque tenía el ceño así fruncido casi todo el rato, ¡pero era muy amable, eh! Tenía el pulso un poco mal y estaba tan pálida que se le veían las venas y los huesos y todo en la piel, casi como transparente, por eso parecía más vieja, pero me contó que tenía cuarenta y algo años. Aun así, se ha alegrado mucho de que yo estuviera ahí, o eso parecía, porque se me ha quedado mirando con sus ojitos marrones, así, tan tiernos, marrones oscuros como los nuestros. Eso sí, la pobre había dormido mal el finde, porque tenía unas ojeras... Estaba con los ojos un poco así, ¿cómo dice papá que los tiene el tío?, así como vidriosos, eso, como los gatos de la calle del barrio. Como gato negro, porque se veía que tenía el pelo negro la mujer, pero le estaban saliendo canas ya. Quizá había sido guapa hace tiempo. Tenía la voz como la abuela, así bajita y un poco ronca, y se paraba mucho al hablar, como con cuidado, y me hablaba con ese tono todo suave y agradable. Pues me ha ofrecido que me siente a charlar, muy amablemente, y me ha dicho que su salón parecía muy grande ahora, pero que ella antes lo tenía más pequeño, aunque no tenía casi muebles. Le pregunté por qué no tenía casi muebles, con lo bonito que queda, y ella me contó que muchos los había tenido que vender a vete tú a saber dónde estaban. También le dije que al menos tenía la casa muy limpia y ella me dijo que sí, que desde que se quedó viuda la tenía limpísima, que ella sabía limpiar muy bien, porque había sido limpiadora, para ganar dinero cuando ya no estaba su marido. Le pregunté si tenía hijos, claro, y me dijo que sí, que tenía un chico adolescente, más mayor que yo, pero que estaba trabajando de camarero por cuatro duros en un bar del centro ahora que era domingo, y que me enseñaría fotos de él en otro momento, con lo guapo que era. Entonces me preguntó ella a mí qué me parecía su casa y yo dije que muy bonita, por agradar, aunque sí dije que era un poco fría, con esas paredes de blanco blanquísimo, y ella me dio la razón, y me dijo que ahora pasaban mucho, mucho frío, más frío que en la calle de noche en invierno. También me dijo que solía recibir muchos invitados, del banco y la policía, y yo le dije que entonces tenía muchas visitas importantes, que ella debía ser importante, pero ella se rio y los llamó buitres, y dijo que yo era la visitante más maja que había tenido, que los otros no. Como me pilló mirando a la explanada de afuera, también me contó que eso era lo único que quedaba de su época, porque ella decía que el ayuntamiento y las compañías y eso van muy rápido para echarte y cambiar pisos y venderlos, pero cambiar y limpiar lo de la explanada, eso no se ponían a hacerlo nunca. Y yo le dije que era lo mismo con la cuña de tierra seca en mi barrio, pero que me lo pasaba bien allí, así que no me importaba. Sonrió un poco entonces, pero ella era muy seria. A veces, como recordando, con la cabeza en otra parte, sabéis. Notaba que quería hablar más, pero parecía cansada. Me miró, así tan pálida, y me pidió que vuelva a visitarla algún día, que le gustaba recibir visitas de nuevo como señora de la casa, aunque le vinieran muchos indeseables a ocuparla a veces, a quitársela, aunque ella intentaba quedarse allí, encantada con su casa, y que no la echaban de ahí ni muerta. Es que al final me dijo que estaba harta, que estaba muerta de soportar tanto problema y de no sé qué cosas legales con su casa, o algo así, y algo sobre el ‘otro barrio’, no sé qué barrio de Madrid. Me dio penita. No quise preguntar más, porque se puso a mirar a la pared y a rascarla un poco con sus uñas largas, uñas sin pintar, diciendo por lo bajo algo así como desucio o de sucio, no sé muy bien, o saucio. Me dijo que no podía ofrecerme un zumo ni nada, que no le quedaba na de na, pero que hasta luego, que iba a tumbarse y caer rendida un rato. Que estaba muerta de cansancio. Entonces vi que veníais vosotros y no sé adónde se fue la mujer y ya nos fuimos. »Lo hubiera dicho antes, para presentaros a la mujer, que se llamaba Dolores, ¡como tú, mamá! Pero me dio vergüenza ahí delante de la agente esa. ¿Qué, no decís nada? ¿No os apetece volver y conocer a la señora Dolores un día? Ya os digo que era muy amable, aunque estaba algo nerviosa, aunque no tuviera zumo ni na de na. Los padres no sabían si reírse ante tal ocurrencia o fruncir el ceño o simplemente ignorar lo que Natalia acababa de contar. Se les quedó una mueca, entre sonrisa irónica y estupefacción, fija en el rostro. Mientras tanto, subieron el volumen de la radio y procuraban mantener la vista en la carretera, mirando a Natalia solo por el espejo retrovisor. Al llegar a casa, no se volvió a hablar del tema. Los padres no volvieron a llevar a su hija a ver pisos porque sí por ahí los domingos en mucho tiempo, lo que alegró a la pequeña, ya liberada. Ella no se acordó de ese día nunca más, así que acabó siendo otro domingo en otro mes de abril que pasó a la larga lista de domingos borrosos de la infancia, de los que se acordaría solo a trozos, medio difuminados con el tiempo, cuando viera aquella extensión de tierra baldía de su barrio, sin edificar, sin uso, al lado de la casa de sus padres, al visitarlos más adelante. Eso sí, siempre permanecía ahí entera aquella tierra irreparable, muerta, eterna.
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FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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