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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

JORGE LÓPEZ LLORENTE

3/4/2022

1 Comentario

 
BUSCANDO PISO

        Era otra tarde de domingo. Otro día de abril. No hacía ni frío ni calor; el cielo no estaba ni del todo nublado ni del todo soleado; había un poco de viento, pero no mucho. Natalia se aburría. Desde el asiento trasero, con la mejilla apoyada en la mano, miraba por la ventanilla del coche cómo pasaba y se alejaba la extensión de tierra baldía del barrio, hasta que entraron en la autopista y solo había asfalto en vez de tierra seca. Aquella tierra en colina —rastrojos, hierbajos, arena seca y poco más— era lo que los del barrio llamaban ‘parque’ o ‘la cuña verde’, aunque de vegetación no hubiera más que unos pocos árboles y matorrales sueltos, más amarillentos que verdes, y ni siquiera merecía el intrigante nombre de ‘desierto’. Aquel pedazo de nada al borde del barrio permanecía pajizo y quebrado y descuidado cualquier día del año, siempre igual, tan ajeno a la primavera como a los planes de reforma del ayuntamiento, tragándose el horizonte con sus colinas desniveladas y sus ligeros brotes de polvo cuando azuzaba el viento día sí y día también. No era gran cosa, pero Natalia se quedó pensando en ello, porque era su sitio ideal para salir en bicicleta, cerca de casa, y reunirse con los amigos, pasando los ratos muertos. Era su terreno, libre de la jurisdicción de los padres durante unas horas, donde podían montar sus propias historias, juegos y escondites. Para ella, casi cualquier cosa era mejor que ir por ahí a ver otra casa más en venta con sus padres, vete a saber dónde, como tanto les gustaba a ellos los domingos. Era una costumbre que su cabeza de doce años no conseguía comprender, con lo a gusto que estaba cerca de su casa, en el barrio, con sus amigos.
         —Adónde vamos —preguntó Natalia, desganada, al borde del «cuánto queda» nada más salir.
         —A ver un nuevo piso, ya te lo hemos dicho —respondió su madre.
         —Pero si ya tenemos uno y está muy bien.
         —Bueno, sí, cariño, pero es por mirar uno nuevo.
        —Pues yo no quiero mirar, que es muy aburrido. ¿No puedo quedarme en el barrio y salir con mis amigos en bici por la cuña verde?
        —Tú tienes doce años y vas donde tus padres te digan, ¿vale? Ya lo harás otra tarde. Ahora vamos a ver un piso muy bonito, uno reformado, ya verás.
         —Me da igual. ¿Y si es tan bonito no es muy caro?
        —Es un poco caro para nosotros, pero la cosa es mirar. No des la vara, ¿vale? Tú compórtate y quédate calladita mientras miramos y ya está.
         —Mirar, mirar, mirar —refunfuñó la pequeña.
        Natalia hizo un mohín y volvió a echar un vistazo por la ventanilla, esta vez viendo matojos y tierras muertas diferentes, al borde de los quitamiedos y el asfalto, que no le interesaban. Se quedó callada, atusándose la larga melena rizada y llenando aquellas pobres vistas de fantasías e ideas de juegos para la siguiente tarde que la dejaran bajar con los amigos a su tierra seca en su barrio, ya que ella era la que mejor se inventaba y proponía los planes.
         Al final, después de apenas veinte minutos en coche, que a Natalia se le hicieron larguísimos, la familia dejó su barrio periférico del sudeste de Madrid y se adentró en otro más al norte. Natalia se fijó en que allí no había ni la mitad de bloques de ladrillo naranja desgastado, como había alrededor de casa, y tampoco tanto espacio de ‘parques’, árboles o matojos, sino calles con ordenadas filas de árboles espaciados, grandes portales y tiendas, donde la acera no tenía tantos agujeros o grietas y estaban aparcados coches de buenas marcas. Parecía una versión de las calles más céntricas de la ciudad, pero con más tranquilidad y menos polvo. Se pararon delante de un bloque de pisos enorme, de los más grandes que Natalia había visto, de un tono gris claro y limpio, adornado con rayas negras al nivel de los balcones de cada piso. Plantas con lustrosas hojas en macetas de piedra adornaban la entrada de un portal que olía como a embalaje de plástico, como a nuevo. La puerta era metálica, pero no estaba oxidada, y tampoco chirriaba como la de casa. De ahí salió una mujer con chaqueta y pantalones grises, a juego con el color del bloque. Llevaba el pelo negro recogido en una coleta, bastante maquillaje y una sonrisa automática. Cuando aparcaron el coche y se acercaron a ella, se notaba que la mujer, que se llamaba María, como indicaba la tarjeta en la solapa de su chaqueta, también olía ligeramente a nuevo y quizás incluso un poco a vainilla.
         María, la agente inmobiliaria, se presentó, dio la bienvenida a la familia y hasta le dedicó una sonrisa algo menos automática a Natalia, preguntándole cuántos años tenía y comentando a sus padres que parecía una chica muy maja. Natalia respondió tímidamente, mirándose a los pies, y no volvieron a oír una sola palabra salir de su boca durante la visita.
        Según explicó María, este era un edificio nuevo, aunque no completamente construido desde cero, ya que la constructora ligada a la agencia inmobiliaria había reformado al máximo un bloque de pisos antiguos que ya estaba ahí, que «se había quedado desaprovechado y necesitaba un lavado de cara, porque está en una zona muy buena, pero ahora ha pasado de ser de los más viejos a los más nuevos, completos y modernos —ya saben, hay que renovarse o morir». Subieron en ascensor hasta el cuarto piso y entraron por una puerta en el lado opuesto a la entrada del edificio. Ante ellos se abrió un «hall de entrada diáfano», además de «un comedor espacioso y bien iluminado, que da a un balconcito, con espacio de sobra para dos sofás, para una mesita por allí o para una mesa más grande por allá si quieren»; finalmente, ese comedor, tan «perfecto para un espacio cálido y familiar, muy family-friendly», daba a la cocina y a los otros cuartos por la derecha, donde ya verían «lo bien que están los dormitorios con nuevos baños en suite de primera». Los padres de Natalia tomaban nota de cada ángulo, asintiendo todo el rato al admirar tantos metros cuadrados, mientras sonaba de fondo la vocecilla aguda de la agente. A Natalia, que no estaba escuchando ni observando por donde señalaba la agente, lo que le sorprendía era el absoluto vacío de la estancia, como recién aparecida de la nada o abandonada sin deterioro, sin muebles ni cuadros decorativos siquiera, sin señales de vida doméstica. El suelo de parqué, limpiado hasta sacar brillo, reflejaba el blanco silencioso y frío de las paredes, que no olían a pintura y no producían eco. (Era «nuestro blanco puro marca de la casa, pero también ofrecemos cambiarlo con nuestros pintores de confianza por un módico precio», según decía María desde la entrada, al abrir un armario vacío, sin olor a madera ni a barnizado.) Todo era una perfecta imagen de archivo, tal y como aparecía en la página web y los folletos de la agencia.
         Mientras los padres de Natalia preguntaban a María cuántos metros cuadrados había en el comedor exactamente y si todos los pisos disponibles en el bloque eran iguales, la pequeña se acercó a las ventanas al fondo del comedor, aburrida. Ella pensaba que estaban perdiendo el tiempo en ese vacío entre cuatro paredes donde había poco que mirar y nada que hacer, no como en la cuña de tierra seca del barrio que tantos baches tenía para hacer tonterías con la bicicleta o hacer la croqueta por una cuestecita, hasta ponerse perdida de polvo, para ver quién llegaba antes abajo del todo. Pero Natalia arqueó las cejas al ver qué había más allá del balcón, al apartar las finas cortinas. Había una explanada por detrás de las vallas de la urbanización, junto a unos árboles sueltos y matorrales, donde la constructora no había conseguido permiso para edificar, pero tampoco había hecho nada con ello el ayuntamiento, que había pospuesto los planes de convertirlo en un pequeño parque infantil, así que solo se habían quedado unos montones de arena allí. (La agente no mencionó nada sobre esto, pasando por alto el balcón.) A Natalia le interesó más esa vista que cualquier vitrocerámica u otros cuartos y baños, por lo que ignoró a su madre cuando le hizo un gesto de que viniera donde ya se había ido la agente, dando más detalles al padre en la cocina.
         —Vale... ¡Pero quédate ahí quieta, eh! —le susurró su madre, satisfecha con tal de que a su hija no le diese por colgarse de su vestido y poner ojitos de «cuándo nos vamos».
           Natalia se quedó embobada con la ventana, imaginando qué juegos se inventarían los niños que viviesen ahí y si se juntarían en aquella explanada o en otro sitio.

*   *   *

        La familia se subió al coche, tras decir adiós a la agente y olvidar su nombre. Mientras el padre arrancaba, la madre le preguntó a Natalia qué tal le había parecido el piso. Esta vez, curiosamente, su hija no había molestado durante la visita.
       —Muy bien, mamá. Esta vez no me he aburrido tanto —dijo Natalia, más vivaz que antes—. ¿Nos vamos a quedar con la casa? ¿O al menos vamos a volver otro día?
        —Anda, qué sorpresa. ¿Y eso? Con las pestes que estabas echando al salir de casa. Me alegro de que te haya gustado. Pero no nos podemos permitir ese piso.
        —¿Y no podemos volver de visita aunque no lo compremos, mamá? ‘Por mirar’, como decís.
        —Pues sí que te ha gustado, hija...
        —¿Qué es lo que te ha gustado tanto, Natalia? —preguntó el padre—. Mamá me ha contado que te has quedado ahí tan a gusto en el comedor, ¿no?
         —Pues, no os lo vais a creer...
         Tras una pausa, haciéndose la interesante, Natalia se lanzó a hablar, acelerada:
        —No os vais a creer lo bien que me ha tratado la señora de la casa. Era una mujer bajita, con un moño así de pelo sin lavar, aunque le caían algunos pelos por el flequillo, con una bata un poco vieja y así como polvorienta y me ha dicho que era la señora de la casa. Debía tener como cuarenta y pico años, como vosotros, pero estaba más arrugada que vosotros, sobre todo porque tenía el ceño así fruncido casi todo el rato, ¡pero era muy amable, eh! Tenía el pulso un poco mal y estaba tan pálida que se le veían las venas y los huesos y todo en la piel, casi como transparente, por eso parecía más vieja, pero me contó que tenía cuarenta y algo años. Aun así, se ha alegrado mucho de que yo estuviera ahí, o eso parecía, porque se me ha quedado mirando con sus ojitos marrones, así, tan tiernos, marrones oscuros como los nuestros. Eso sí, la pobre había dormido mal el finde, porque tenía unas ojeras... Estaba con los ojos un poco así, ¿cómo dice papá que los tiene el tío?, así como vidriosos, eso, como los gatos de la calle del barrio. Como gato negro, porque se veía que tenía el pelo negro la mujer, pero le estaban saliendo canas ya. Quizá había sido guapa hace tiempo. Tenía la voz como la abuela, así bajita y un poco ronca, y se paraba mucho al hablar, como con cuidado, y me hablaba con ese tono todo suave y agradable. Pues me ha ofrecido que me siente a charlar, muy amablemente, y me ha dicho que su salón parecía muy grande ahora, pero que ella antes lo tenía más pequeño, aunque no tenía casi muebles. Le pregunté por qué no tenía casi muebles, con lo bonito que queda, y ella me contó que muchos los había tenido que vender a vete tú a saber dónde estaban. También le dije que al menos tenía la casa muy limpia y ella me dijo que sí, que desde que se quedó viuda la tenía limpísima, que ella sabía limpiar muy bien, porque había sido limpiadora, para ganar dinero cuando ya no estaba su marido. Le pregunté si tenía hijos, claro, y me dijo que sí, que tenía un chico adolescente, más mayor que yo, pero que estaba trabajando de camarero por cuatro duros en un bar del centro ahora que era domingo, y que me enseñaría fotos de él en otro momento, con lo guapo que era. Entonces me preguntó ella a mí qué me parecía su casa y yo dije que muy bonita, por agradar, aunque sí dije que era un poco fría, con esas paredes de blanco blanquísimo, y ella me dio la razón, y me dijo que ahora pasaban mucho, mucho frío, más frío que en la calle de noche en invierno. También me dijo que solía recibir muchos invitados, del banco y la policía, y yo le dije que entonces tenía muchas visitas importantes, que ella debía ser importante, pero ella se rio y los llamó buitres, y dijo que yo era la visitante más maja que había tenido, que los otros no. Como me pilló mirando a la explanada de afuera, también me contó que eso era lo único que quedaba de su época, porque ella decía que el ayuntamiento y las compañías y eso van muy rápido para echarte y cambiar pisos y venderlos, pero cambiar y limpiar lo de la explanada, eso no se ponían a hacerlo nunca. Y yo le dije que era lo mismo con la cuña de tierra seca en mi barrio, pero que me lo pasaba bien allí, así que no me importaba. Sonrió un poco entonces, pero ella era muy seria. A veces, como recordando, con la cabeza en otra parte, sabéis. Notaba que quería hablar más, pero parecía cansada. Me miró, así tan pálida, y me pidió que vuelva a visitarla algún día, que le gustaba recibir visitas de nuevo como señora de la casa, aunque le vinieran muchos indeseables a ocuparla a veces, a quitársela, aunque ella intentaba quedarse allí, encantada con su casa, y que no la echaban de ahí ni muerta. Es que al final me dijo que estaba harta, que estaba muerta de soportar tanto problema y de no sé qué cosas legales con su casa, o algo así, y algo sobre el ‘otro barrio’, no sé qué barrio de Madrid. Me dio penita. No quise preguntar más, porque se puso a mirar a la pared y a rascarla un poco con sus uñas largas, uñas sin pintar, diciendo por lo bajo algo así como desucio o de sucio, no sé muy bien, o saucio. Me dijo que no podía ofrecerme un zumo ni nada, que no le quedaba na de na, pero que hasta luego, que iba a tumbarse y caer rendida un rato. Que estaba muerta de cansancio. Entonces vi que veníais vosotros y no sé adónde se fue la mujer y ya nos fuimos.
       »Lo hubiera dicho antes, para presentaros a la mujer, que se llamaba Dolores, ¡como tú, mamá! Pero me dio vergüenza ahí delante de la agente esa. ¿Qué, no decís nada? ¿No os apetece volver y conocer a la señora Dolores un día? Ya os digo que era muy amable, aunque estaba algo nerviosa, aunque no tuviera zumo ni na de na.
        Los padres no sabían si reírse ante tal ocurrencia o fruncir el ceño o simplemente ignorar lo que Natalia acababa de contar. Se les quedó una mueca, entre sonrisa irónica y estupefacción, fija en el rostro. Mientras tanto, subieron el volumen de la radio y procuraban mantener la vista en la carretera, mirando a Natalia solo por el espejo retrovisor.
        Al llegar a casa, no se volvió a hablar del tema. Los padres no volvieron a llevar a su hija a ver pisos porque sí por ahí los domingos en mucho tiempo, lo que alegró a la pequeña, ya liberada. Ella no se acordó de ese día nunca más, así que acabó siendo otro domingo en otro mes de abril que pasó a la larga lista de domingos borrosos de la infancia, de los que se acordaría solo a trozos, medio difuminados con el tiempo, cuando viera aquella extensión de tierra baldía de su barrio, sin edificar, sin uso, al lado de la casa de sus padres, al visitarlos más adelante. Eso sí, siempre permanecía ahí entera aquella tierra irreparable, muerta, eterna.

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JORGE LÓPEZ LLORENTE (Madrid, España, 1998). Es graduado en Lengua y Literatura Inglesa por la Universidad de Oxford. Su primer libro es el poemario Los ojos desdibujados (Olé, 2021). Ha publicado poesía, relatos y artículos en revistas en español y en inglés, como Mordedor, -Algia, Cherwell y The Oxford Student. Este relato es inédito.
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