FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
SE7EN TECH CLUB Try this trick and spin it, yeah your head will collapse. Pixies, ‘Where is my mind?’ Ayer me adelantó por Juan de Borbón. Era un coche familiar de un color verde oscuro anodino. Me fijé en la pegatina de atrás, que rezaba Se7en Tech Club. No recuerdo en qué momento desapareció de mi vista, demasiadas rotondas con sus estridentes monumentos desviaban mi atención cuando se evaporó. Conozco bien el origen de esa contradicción. El mal surge así. Como una pegatina que pasa inadvertida incluso ante el auténtico propietario del automóvil, quien con toda seguridad es el padre del conductor. Tal vez ese padre presta el vehículo a su vástago los fines de semana o bien ha adquirido un coche nuevo y le deja en herencia el antiguo. Un buen sabueso encontraría el rastro de alguna reunión nocturna, quizás en la guantera. No llegaría a abrir la carpeta de la documentación, porque la documentación que busca se encuentra en la superficie, en el momento penúltimo de la materia sólida, en que se fragmenta en polvo y se aleja mística o enigmática en pos de la sublimación. Pasaría los dedos de manera sucia, fría y metódica por el cenicero. Tal vez diría: ¿Comprendes? Y su interlocutor asentiría con la barbilla o solo con la mente o luciendo un fugaz destello al borde del párpado inferior. Son códigos secretos. Sin embargo, no existe ese sabueso. No en estas coordenadas. Lo hemos extraído de una serie americana. Aunque el viejo maestro dijo que lo que está aquí, está en todas partes y lo que no está aquí, no está en ninguna parte. Recuerdo la época, ya pasada, en la que el club vendió cientos de pegatinas. Los miembros del club las compraban y las pegaban en la parte trasera del auto familiar o incluso del coche del trabajo, donde convivían con las pegatinas corporativas de talleres de carpintería metálica y otras por el estilo. Durante la semana, los miembros del club se reconocían por las carreteras gracias a esas pegatinas y obtenían una sensación similar a formar parte del club de la lucha que disfrutaban de forma tácita, obedeciendo un curioso voto de silencio, deslizando, acaso, una sonrisa pícara y negando con la cabeza antes de pisar el acelerador y girar la rueda del volumen de la radio. Por aquella época, sorprendí una mañana a mi madre haciendo jabón casero en un barreño azul celeste. Busqué signos de violencia. La palmera de la calle aún seguía en pie, poco después llegó el picudo y la pudrió por completo. Un día enfilé la calle con mi viejo coche rojo y sentí la tristeza de su ausencia. Pregunté por la palmera como quien pregunta por un familiar entrañable. Significaba algo. También cambiaron el nombre de la calle, de modo que ahora era una calle sin palmera y sin un nombre fascista. Mis padres se mudaron de allí. Ahora vive mi hermano en esa casa de esa calle sin palmera y sin nombre fascista donde ya no aparco el viejo coche del que me deshice una tarde de primavera a cambio de trescientos euros. Un coche bonito y muy baqueteado, que asumió una cantidad nada desdeñable de violencia por mí o por mis pecados. Supongo que el residuo de estas vivencias secretas origina la idea de El club de la lucha en Palahniuk, más viejo, no mucho más, que yo. Individuos jóvenes que consideran formar parte de un club oculto, con un lenguaje secreto que tan solo ellos son capaces de advertir. Pegatinas.
Esta mañana he seguido la misma rutina de los últimos días: me he despertado a las 06:00 am, he salido de la ducha a las 06:13, me he sentado a desayunar a las 06:31, he arrancado el motor de mi coche a las 06:44. A las 06:51, al salir del túnel, he alcanzado al coche de ayer. Conducía tan cerca de él que podía leer de nuevo la pegatina que reza Se7en Tech Club. Ambos hemos doblado hacia Juan de Borbón. El sol no había salido aún. He imaginado que lo seguía hasta el club, como en aquella época. Eso es lo que hacía. Seguía al Conejo Blanco hasta la madriguera. Nos encontraríamos en el parking y decidiríamos si pagábamos la entrada o solo pasábamos allí la mañana, charlando, bebiendo... ¿Comprendes? No recuerdo en qué momento ha desaparecido de mi vista, demasiadas rotondas con sus estridentes monumentos desviaban mi atención cuando se ha evaporado.
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POR DONDE PASE EL VIENTO Desdichado de mí, que se acomodó sobre mi cabeza. Huesudo de largo pico que hincó sus garras sobre mi cráneo, agarrándose con fuerza. Con empeño y buen ritmo picoteó a voluntad el centro de mi frente hasta conseguir abrir un hoyo de lado a lado. —Feo pájaro y hoyo que tienes en la cabeza. Dijo a desgana aquella que consideraba mi mujer. —Sí, para que pase el viento. Contesté mientras guiñaba el ojo al pajarraco que ya me daba la espalda, buscando otros viejos troncos con intención de abrirles un boquete por donde pase el viento. LA TESIS DE KELLER En 1964, John Arthur Collins, eminente profesor de la universidad de Oxford, publicó un ensayo titulado A theory of control masses. Años antes, Theodor Adorno, principal representante de la Escuela de Frankfurt, había afirmado que la música cumplía un papel fundamental en el adoctrinamiento social. Mauricio Keller, estudiante de último año en Stanford, repasaba sus notas —su tesina era más importante para él de lo que reconocía en público; sabía de lo decisivo de su aportación en el campo de la geopolítica y la teoría de masas—, referidas a la obra de Adorno e igualmente a la de Collins, matizando algún que otro enunciado, aunque estaba de acuerdo en lo sustancial. Sin embargo, ambos, uno por relativizarlo y otro por despreciarlo, habían obviado lo que Keller llamaba "las maniobras de los poderes en la sombra". Y en eso precisamente consistía su tesis: en cerrar el círculo que Adorno y Collins habían abierto hacía ya más de cuatro décadas, aportando el eslabón que faltaba. Por supuesto no sería sencillo demostrar la validez de su argumento, pero Keller no era del tipo de persona que se rinde fácilmente. Además, por si esto no bastase, las evidencias, en cierto modo, constataban su teoría. En este sentido era fundamental el análisis de los contenidos televisivos e igualmente del arte —no sólo de la música, como afirmaba Adorno— que, a la postre, se había convertido en el principal opio del pueblo, con la televisión como paradójica vanguardia del mismo. "Un posible indicador para calibrar la incidencia de los medios es determinar su influjo en el cambio generacional del paradigma televisivo —afirmaba Keller en su trabajo—. Pero no basta con ésto, pues, con frecuencia, detrás de unas siglas —NBC, CNN, CBS, MTV...— hay un perfil psicológico (o varios) que, cual máscara de arcilla, pretende implantarse en el tejido social. Al fin —concluía—, lo importante no es tanto qué se ve, sino quién lo ve". Esta era, sin duda, una de las grandes aportaciones de Keller. Si nadie viese la televisión, ¿de qué serviría divulgar ideas a través de ella? Por tanto, de acuerdo con esta tesis, cualquier investigación que se preciase de seria, tendría que estudiar antes al sujeto que está al otro lado de la pantalla, en su casa, sin olvidar, igualmente, el sentido de los contenidos programáticos. En ese doble enfoque --Estética bifocal del arte televisivo, lo llamaba— estaba la clave. La hipótesis atonal dodecafónica de Adorno, además, tomada prestada del antiguo culto dionisiaco, para explicar demostrandum la influencia de la música en los más jóvenes como medio conductista-inductivo, abría un abanico de nuevas posibilidades. Por una parte, de ser cierto este enunciado, a modo de premisa, como, de hecho, parecía, era poco menos que ingenuo entenderlo como mera casualidad; por otra, ajustando la tesis al resto de las artes y al medio televisivo en particular, como difusor y catalizador de ellas —planteamiento que Keller defendía a ultranza—, sería posible establecer una especie de teoría estética global del control de masas. Más allá de lo revolucionaría que pudiera sonar la idea, no era eso lo más importante. Lo decisivo era su aplicación fáctica en el campo de la geopolítica. Y Keller creía saber cómo demostrarlo.
El control de masas a través de los diferentes "productos" audiovisuales, de un modo ciertamente sutil —y acaso imperceptible—, es el gran triunfo del Sistema. Llegando a ser éstos —los productos tecnoaudiovisuales— el actual opio del pueblo. La difusión de las ideas ha sido, desde Platón y antes, la gran batalla que, de un modo u otro, se ha venido librando en diversas sociedades y civilizaciones. Y la geopolítica, disciplina antigua, aunque no se conociera por tal nombre, no lo ignoraba. Keller releía el ensayo de Collins, investigando, en paralelo, el influjo de la cultura persa, en la búsqueda de un idea primigenia. De lograrlo, sería una buena introducción para su trabajo. Lo titularía: Protoidea de la teoría política del control social en la civilización persa en época de Ciro. Le parecía una posibilidad más que probable y, sin duda, atractiva. Sin embargo, toda su investigación quedó truncada cuando, ciertamente para su sorpresa, en el curso de la misma, descubrió una nota manuscrita —al parecer, un esbozo de carta— del propio Collins, dirigida a uno de sus alumnos, a propósito del ensayo, y en la que a duras penas cuadraba la fecha de escritura y publicación del mismo, si se tenían en cuenta algunos detalles que el eminente profesor mencionaba en esa nota. Lo que le llevaba a concluir, con poco margen para el error, que Collins había robado su original idea al antiguo alumno, quien poco antes de la publicación de la obra murió en extrañas circunstancias. Según dijeron, amaneció muerto en su dormitorio tras una noche de juerga y borrachera, a pesar de que nadie le había visto nunca tomar ni tan siquiera una cerveza. Se decretó que la causa más probable de su fallecimiento fue un ataque al corazón. No se solicitó una autopsia. Su único familiar conocido era una tía octogenaria, de nombre Mary Anne, que tan sólo se llevó un par de colchas y unos cuadros, tras vender la casa. Los nuevos propietarios, una acomodada familia del sur, malvendió la mayoría de los enseres y recuerdos o los arrojaron directamente a la basura —entre ellos, el estudio sobre la teoría de grupos que nunca llegaría a publicarse y que, sin embargo, con toda probabilidad, o al menos así lo creía firmemente Keller, leyó Collins— como pecios dispersos de un naufragio. |
FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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