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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

LUZ AYUSO

5/12/2017

3 Comentarios

 
UN PUZZLE SIN RESOLVER

A la memoria de mis abuelos

         Pasábamos unos días de vacaciones en la casa familiar del pueblo. Construida en el mismo lugar en el que antiguamente se erigiera la casa del tatarabuelo, en el número 9 de la calle mayor, muy cerca de la plaza.
         ― Abuelo, ¿éste era tu hermano?
 Desde pequeña compartía con mi abuela el gusto de mirar viejas fotos. Cuando ya habíamos jugado al veoveo, o al cuento de María Sarmiento, en el que indefectiblemente la primera de las “pelotitas” iba para mi abuelo Augusto, recuerdo que yo pensaba que eran regalos y la segunda se la mandaba a mi madre, y la abuela me decía: “¡no, a la mamá no!” Entonces me di cuenta de que las pelotitas no eran precisamente un regalo cariñoso, y no sabía por qué debíamos mandarle una a mi abuelo. Sí sabía que los abuelos estaban separados, la abuela vivía en Murcia con nosotros, el abuelo se había quedado en el pueblo. Pero poco más.
          Cuando mi abuela y yo nos aburríamos, cogíamos las cajas de hojalata que antes habían contenido hilos o bombones,  y que después rebosaban viejas fotografías y las observábamos una a una. Mi abuela me explicaba quiénes eran todas aquellas personas que ya no existían y que apenas nadie recordaba. Me fascinaba observar aquellos instantes de vida capturados en el pasado por una fracción de segundo de luz e invocar de nuevo sus nombres, fijarlos en mi memoria para que siguieran viviendo en mí, a través de mi recuerdo. Mirar sus rostros, adivinar sus emociones y pensamientos e incluso el carácter de cada cual, según el momento en que la cámara hubiera disparado.  Observar detenidamente sus ropas, sus peinados, la estética de la época. Si eran retratos de estudio vestían sus mejores trajes, lucían los mejores peinados y sonreían tímidamente. Si eran fotos espontáneas intentaba captar las emociones del momento: la alegría de una reunión familiar, la felicidad inconsciente de dos amigas jugando, la pasión contenida de una pareja de novios paseando por un jardín… Mi abuela los nombraba uno a uno, y confirmaba o no mis pensamientos: “éste era una bellísima persona”, y me contaba alguna anécdota que yo escuchaba atentamente. Sabía que eran historias de un pasado lejano, pero intuía que estaban entrelazadas entre sí y que alguna relación tenían conmigo, como si de esas viejas historias saliera un cordón umbilical que me uniera a ellos.
         Recuerdo los retratos de mi abuela, bellísima, en los que ella se deleitaba con coquetería casi infantil. En ellos emulaba los peinados de las famosas actrices de la época, como Irene Dunne o Myrna Loy, aunque ella era mucho más guapa, con su franca sonrisa de pequeños dientes perfectamente alineados, y aquel brillo en su mirada, que siempre conservó.
         Me gustaba especialmente la fotografía de “Agustín el loco”, de mirada triste pero digna, vestido con su uniforme del Tabor de Regulares, o lo que quedaba de él. En las guerras de África, donde pasó tres años buscando la gloria, perdió el juicio. Se pasaba los días paseando por el pueblo con su uniforme, librando batallas con niños y hombres que se burlaban de él y acompañando en la distancia a las doncellas que caminaban solas por la calle.  Como no tenía de qué vivir, mi familia le daba algo cuando pasaba a visitarlos. “Agustín el loco”, en su condición de tal, se enteraba de todas cosas en el pueblo, pues nadie lo tenía en consideración, se hablaba delante de él como si de un perro vagabundo se tratara, así cuando llegaron los fascistas al pueblo fue corriendo al ayuntamiento, al despacho de mi bisabuelo, que era el secretario, a advertirlo, para que mi familia se escondiera, porque, entre otros, venían a buscarlos.
También era una de mis preferidas la de mi tía Clotilde, tan poco agraciada, la pobre, pero heredera de los baños de Fortuna, muy de moda entonces y concurridos por la jet set de la época. Ella sonreía, mirando con auténtica devoción de enamorada a su novio, guapísimo, un galán de cine a lo Tyrone Power, que se casó con ella por su dinero y que la hizo tan infeliz. Recuerdo sus visitas, de tarde en tarde, que tanto nos alegraban, especialmente a mi abuela. Pulcramente vestida y maquillada, sonreía educada pero sinceramente. De ella emanaba una bondad innata y una candidez que parecían no casar con su edad ni con lo que le había tocado vivir. Era simplemente un ser dulce y entrañable.
         En la foto que yo mostraba a mi abuelo en la casa del pueblo, durante nuestras vacaciones, aparecía un hermoso joven de mirada fresca e ingenua, la mirada de un muchacho al que la vida aún no ha jugado ninguna mala pasada. Sostenía en sus manos una gallina blanca, completamente domesticada. Supuse que era Fabio, el hermano de mi abuelo, muerto en la guerra, siendo apenas un niño, pues a él y a mi abuelo los habían llamado a filas cuando  cursaban el bachiller. La Quinta del Biberón, los llamaban. Poco se hablaba en mi casa de la guerra, como en todas las casas, fueron tiempos horribles que nadie quería recordar. Mi abuelo, hombre de pocas palabras, casi nunca hablaba de ella y yo, aunque sentía curiosidad por saber cómo la había vivido él, jamás le preguntaba, pues no quería molestarlo forzándolo a recordar aquellos tiempos que le robaron la juventud, y que sabía por ciertos comentarios que le habían hecho mella. Pocas veces nos contó algunas anécdotas, y no eran precisamente graciosas.
         Aquel día, ante mi pregunta, el abuelo cogió la foto, la miró y la hizo pedazos sin decir una palabra. Luego se fue. Mi madre y yo recogimos los pedazos y los recompusimos, sin saber qué decir ante la reacción del abuelo. Sí, aquel joven era Fabio, su hermano mayor.
        
         Años más tarde, leía en la cama las memorias de un reconocido poeta español. Yo misma le había regalado el libro a mi madre, porque este poeta era primo hermano de mi abuelo, y relataba su niñez, que en parte había transcurrido en el mismo lugar en el que transcurrió la de mi madre. Leía con curiosidad aquellas páginas, a veces entreveía lugares y personas que yo también conocía, o de los que había oído hablar. Llegado un punto empezaba a hablar de mi propia familia. Con asombro y pesar leí cómo se hacía un retrato poco halagador del padre de mi abuelo. No es que cargara las tintas, sólo decía la verdad, pero yo no podía creerlo. Mi abuelo estaba entonces durmiendo en la habitación contigua a la mía, pues solía pasar los días más duros del invierno con nosotros en Murcia. El libro describía a su padre como un dandy sin escrúpulos que había abandonado a su familia, después de la guerra. Me levanté. Mi madre veía la tele en el salón y a mí me urgía una explicación. ¿Era eso cierto? ¿El padre de mi abuelo lo había abandonado? ¿Por qué no me habían dicho nunca nada? Mi madre confirmó la historia. Al terminar la guerra, mi bisabuelo reunió una gran cantidad de dinero de la familia, iba a buscar el cadáver de su hijo Fabio para llevarlo al pueblo y enterrarlo allí. En realidad se escapaba a Madrid con otra mujer y jamás quiso volver a saber nada de su esposa ni del hijo que le quedaba. Ni que decir tiene que no recuperó el cuerpo exánime de su hijo.
         Mi abuelo… Aquella persona huraña con la que jamás pude conectar, era un ser humano que no sólo había padecido una guerra, sino al que su propio padre había abandonado para siempre. ¿Por qué no me lo habían dicho antes? ¿Por qué había dejado mi madre que me enterara a través de una novela autobiográfica?  Igual que no se hablaba de la guerra, en casa tampoco se comentaban las desgracias de nuestra familia, se trataba de un acuerdo tácito de los padres para proteger a los hijos. Tampoco el abuelo le había dicho nunca nada a mi madre, ella lo sabía por mi abuela. Aunque años más tarde le reconoció en el hospital que una vez en Madrid había visto a su padre saliendo de un teatro y que se acercó a él para saludarlo. Contaba que su padre lo vio, dio media vuelta y se fue corriendo. El abuelo aseguraba que su padre lo había visto y reconocido, pero que salió por piernas, supongo que carecía del valor para dejar que su hijo se le acercase.
         Volvamos a la casa familiar del pueblo. Esta vez no pasábamos unos días de vacaciones, el abuelo había muerto y estábamos allí para enterrarlo. Me encontraba en el comedor sin saber qué hacer y cogí los dos álbumes de fotos que el abuelo guardaba en casa. Eran dos álbumes de cromos Nestlé de cuando él y su hermano eran pequeños, que él había utilizado para poner sus fotos. Abrí las páginas. Empecé a mirar las fotografías. Allí estaba la foto de Fabio, el joven muchacho de mirada fresca e ingenua, con su gallina en las manos. No era la fotografía que el abuelo había roto. Era otra intacta. Tenía una copia. Al pasar una de las páginas me encontré con una gran colección de fotos de su padre, de joven y no tan joven… ¿Por qué el abuelo había conservado tantas fotos de su padre? ¿Por qué no las había roto y las dejó toda su vida un lugar tan notorio en su pequeño álbum? ¿Era este hallazgo un signo inequívoco de perdón? ¿Acaso el abuelo había sido capaz de perdonar a su padre? 
          El abuelo, sin duda, se llevó muchos  secretos con él. 

Imagen
LUZ AYUSO (1976). Licenciada en filología inglesa. Especialidazada en literatura italiana, durante su estancia en Florencia. Ha participado en diversos fanzines y revistas, como Oh, poetry y Casa subterránea.
Ha traducido a autores italianos y británicos.
Este cuento es inédito.
3 Comentarios
Antonio meroño link
13/3/2018 03:37:47 pm

Hola luz,,perdona la ortografía, te escribo desde la tablet...me ha gustado mucho tu relato, enhorabuena...mi abuelo,y sus hermanos estuvieron en la guerra, ninguno murió, pero si que sufrieron cárcel, exilio...estoy escribiendo sobre ello...soy Antonio meroño,,escribo aquí a veces...,se feliz, ,un abrazo

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