FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
LA LLANA Los oigo reír, incansables, unos metros adelante, en uno de esos días largos de final de verano. Ella tiene la culpa de que hayamos venido. Antes, cuando conducía por la estrecha carretera que atraviesa el parque de las Salinas, llegó a parecerme una buena idea: una lámina de agua entre nosotros y el mar, de color rosa, verde, fucsia, esperando el ocaso; grupos de flamencos que trazan una raya en el horizonte, a contraluz, y descienden luego para hundir en el fango sus cabezas. Y un poco antes, “Hagamos una excursión”. Y yo la he mirado incrédulo esforzarse por aparentar alguna convicción en la propuesta. “Vayamos a ver el final de La Manga, caminemos por La Llana, del otro lado del puerto”. Justo después me he encogido de hombros y he subido en busca de las llaves del Peugeot. Con la piel ardiendo por el sol tras la siesta y las sobras del sueño rebotando aún en la cabeza, me he preguntado, al subir al coche, desde cuándo la vida es la consecuencia de sus deseos más o menos explícitos; si es posible renunciar a los propios y olvidar que se los ha tenido; si algo de lo que hacemos podrá cambiar algo de lo que somos, o si, en el fondo, el tiempo en nosotros no es sino la versión ampliada de estos días de verano, una sucesión mecánica de formas de no ceder a nuestra condición de Sísifo. Los niños pelean, ahora, por ver quién se queda con el rastrillo. La excursión ha sido larga. El sol se ha escondido hace rato y se ha despertado viento de Levante. Laura camina a mi lado, con las chanclas en la mano, de regreso al aparcamiento. Me ha dicho no, que no vendrá a Madrid conmigo. Descalzos y fríos, nuestros pies pisan la arena húmeda, el cadáver crujiente de miles de posidonias y conchas cuarteadas. Hemos salido tarde. La noche se nos ha venido encima y no hemos llegado a avizorar el final de la playa. Laura me ha dicho sí, que me marche, si tanto lo deseo, ha dicho tu puto trabajo, que ya veremos qué pasa con nosotros, que si me va bien quizás, ir y venir, y aquí estarán mis hijos, por lo menos eso, más no puede garantizarme. Quiero gritarle, enojarme con ella; preguntarle cuándo habíamos tomado la decisión de quedarnos, definitivamente, en esta puta ciudad de provincias, si no era todo esto temporal, como acordamos un día, si no nos estaríamos arrepintiendo, muy pronto. En nuestra conversación, creo haber dicho las palabras coartada, egoísta y proyecto, y la frase el sueño de mi vida, pero ella ha dicho tu maldito ego y decide zanjar el tema. Atiende al pequeño, que se queja de que le escuece un ojo por la arena. Acelera el paso y ya está junto a ellos. Camino en silencio no sé por cuánto tiempo. La noche ha comenzado a comerse los rescoldos del día. Los tres son ya figuras incoloras y sus voces llegan hasta mí deshechas, como en un caleidoscopio sonoro. Mis pasos se ralentizan. El aire es fuerte ahora y su masa se enreda en la ropa. Debería marcharme a Madrid, dejar este trabajo de mierda y cumplir mi sueño. Tomarle la palabra de una vez... Pero es un órdago: en el fondo ella sabe que yo nunca lo haría. Algo hay en mí que yo no entiendo y me ata con un hilo invisible. Dos niños pequeños, dos casas, un sueldo que no alcanza y, tal vez, el final de lo nuestro. Imagino un paisaje de trenes y áreas de servicio y conexiones por Skype y cenas precocinadas y salidas nocturnas con mentiras que no me veo con fuerzas de atravesar. Quizás tenga la culpa la educación católica, el colegio de curas, la familia, ya rota, de donde vengo. O tal vez sea el miedo de arriesgar esto que tengo: la vida de este polizonte extraño que se ha subido a bordo de la mía. Al acabar el verano enviaré ese mail rechazando la oferta. Un mail que será escrito en primera persona, empleando, en pretérito perfecto, la primera conjugación del verbo fracasar. En el horizonte han aparecido las primeras luces del puerto. La noche se ha hecho densa, compacta, poblándose de nubes. El cielo es de tormenta. El viento, más intenso, se arremolina en los oídos. Creo que es la mayor la que echa a correr primero —camina por la izquierda—, al llegar a una mancha oscura que se dobla, tal vez la palmera quebrada que vimos al venir. Queda poco ya para el final del trayecto. No puedo ver el rostro de Laura en la distancia, de espaldas como está, pero puedo imaginar, como tantas veces, algo que trepa en ella al fondo de los ojos sobre la angustia o la pena, para disolverlos como azúcar en agua contra todo pronóstico. Y entonces su hermosura no se percibe con los sentidos, sino que se comprende sin necesidad de mediaciones. Ha tomado al pequeño de la mano para salir corriendo, persiguiendo a la niña. El eco entrecortado de sus risas, los gritos de Martín, a la carrera, se apagan a lo lejos, borrados como arena por el batir de las olas. Los veo a duras penas, envueltos ya en las sombras, siluetas que parecen escaparse, ateridas o hambrientas, persiguiendo las luces del aparcamiento. Sin casi darme cuenta me he detenido. La noche cae sobre mí: las formas fantasmales de los juncos y el carrizo, sobre las dunas; y, más allá, las salinas, oscuras, a mi izquierda; el mar, rompiendo sordo, devorando la playa bajo un cielo sin luna, a mi derecha. Rugen las olas. Ronca el viento. Vuelvo a mirar al frente. Sus tres sombras parecen haberse evaporado. Me estoy quedando solo en medio de La Llana. Algo en mi interior se agita. Se despierta. Me muevo, camino otra vez, ahora más deprisa, comienzo a correr en línea recta siguiendo el rastro de los tres. Crujen las posidonias muertas bajo mi peso. Siento clavarse en mis pies los guijarros, las conchas cuarteadas, las hojas de los pinos carrascos. Corriendo sobre una masa blanda, informe, humedecida, les grito que hay que ver, no hay quien os pille, que verán como les coja, que guarden energías, que otro día volveremos y veremos el final de La Manga y saldremos a ver los flamencos o a la feria o a cualquier otro sitio, quizás mañana. Mañana, otra vez, juntos. Les repito. Una lágrima fría recorre mi rostro hacia la sien derecha. Que me esperen, les grito, que no me dejen solo. Y al hacerlo siento una punzada en el costado. Solo no, les digo, que quiero estar con vosotros. Y sigo corriendo y tropiezo y continúo y mi voz suena hacia adentro, empujada por un muro de viento. El cerco de las luces deja intuir de nuevo sus siluetas, primero, y poco a poco van materializándose sus cuerpos, que ahora caminan, despacio, a punto de alcanzar los travesaños partidos de la pasarela de madera que los saca de la playa. Exhausto, llego junto a ellos, que toman aliento, dándome aún la espalda. Es una tontería, lo sé, pero de pronto me siento aliviado de haberlos alcanzado, la presión en la garganta cede. Feliz de integrar de nuevo el grupo, me acerco y pongo suavemente la palma de la mano sobre el hombro derecho de la mayor: “Marta”, le digo, “qué rápido corres”. Pero su rostro no es el de Marta: se ha girado y me mira como si viera a un fantasma. Una mujer que se parece a Laura y que no reconozco la agarra por el brazo y se la lleva, apresuradamente. “No se acerque a mis hijos”. Y de nuevo corren, los tres, hasta el aparcamiento: la mujer, la mayor y el pequeño, que bajo el haz de luz de las farolas ya tampoco es rubio ni tiene hoyuelos ni debe de llamarse Martín y no se parece en nada a mi pequeño. Un hombre los espera junto a un Volvo con el motor en marcha. Y los miro alejarse. Atravesar el aparcamiento desierto. Perderse en la carretera que lleva a San Pedro. La farola que me alumbra parpadea. Se apaga. Comienza a llover.
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El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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