FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
TIBURÓN A CARBONCILLO Se detuvo ante la puerta con el puño en alto, a punto de golpear la madera de pino que los separaba. Cerró los ojos y suspiró, hacía calor y estaba sudada, traía sobre los hombros el cansancio de las dos últimas noches, del no haber dormido, de los llantos de bebé entre las sábanas. El equilibrio la traicionó por un segundo y su cuerpo se tambaleó, estuvo a punto de golpear la puerta con la frente y armar un estruendo en su cabeza y al otro lado. Sin embargo, retrocedió a tiempo y se sentó en uno de los sofás de caucho negro del pasillo. Un sofá sin respaldo, mullido e incómodo. Juntó las piernas y apoyó los codos sobre ellas, las manos en la cara. Y lloró. Le cayó una lágrima y no supo a qué se debía. En los últimos días había perdido a dos amigos suyos en un accidente de tráfico y había tenido que atender al hijo de apenas un año que tenía la pareja. No tendría que hacerse cargo del bebé, sólo cuidarlo hasta que llegara a la ciudad la tía de este, tal como constaba en el testamento. «Por algún motivo, habían dejado uno escrito», pensó con los ojos rojos y las frías y rígidas legañas que le aumentaban en los lagrimales a cada hora que pasaba. Arrastró la manga del fino cárdigan de color caqui por la cara, secando así sus lágrimas, y se puso en pie. Se dio un par de cachetes en el culo y muslos, acomodando la ceñida falda negra, y volvió a encarar la puerta. Se sintió marear, realmente necesitaba echar una cabezada. —Disculpe, ¿tiene un segundo? —preguntó tras golpear la puerta y escuchar que, al otro lado, alguien le decía que pasara. Era el director de la sucursal. Llevaba cuatro años trabajando en ese enorme depósito de efectivo y no lo había visto hasta la fecha. Siempre que tenía un problema o necesitaba hacer un cambio en su jornada, hablaba con su supervisora o con un amigo que había hecho en el área de laboral. —Sí, diga —contestó un hombre cano de cincuenta y muchos o sesenta años. Estaba gordo, tremendamente gordo. En la mesa apaliaba, en uno de los lados, un montón de folios sin cuidado alguno, se veía el desorden a kilómetros. Unos folios sobresalían y otros estaban doblados, algunos se esparcían incluso por el suelo. En el otro lado de la mesa había un pequeño ordenador que parecía estar apagado y unas cuantas fotografías de tiburones. Todas eran de tiburones. Es más, en una de las paredes había un retrato a carboncillo de un tiburón. Carmen se quedó de piedra durante un segundo, sintiendo cómo el mareo se le asentaba en el estómago y las piernas le temblaban; sus ojos veían al tiburón salir del cuadro y acercarse a ella para mordisquear sus rodillas. Deliraba. —Sí, diga —repitió el hombre que ocupaba una silla acolchada, posiblemente hecha a medida, ahora, un poco impaciente. —Ah, sí. Disculpa —dijo Carmen bajando la cabeza ligeramente—. Verá, me ha surgido un problema personal y mi supervisora hoy tiene el día libre. Además, no hay nadie en laboral que pueda ayudarme a estas horas. —Ah, vale. Ya entiendo. Dime, ¿de qué se trata? —Pues... A ver... —dijo esta, buscando las palabras apropiadas—. Unos amigos míos han muerto el otro día en un accidente. Y me estoy ocupando de su bebé hasta que llegué la tía del pequeño a recogerlo, que se supone que llega hoy. —Vaya, lo siento —dijo él, interrumpiéndola. —Sí... Ha sido un golpe. Pero, a ver... —«¿Cómo se lo digo?», pensó para sí—. El caso es que llevo un par de días sin pegar ojo; y claro, me preocupa cómo estará el bebé. Es más, tampoco consigo sacarme a mis amigos de la cabeza... Pero eso, que me caigo con el sueño. Estoy algo mareada, no creo que así pueda hacer mi trabajo como debería. —¡Ah! —exclamó la papada que vibraba al otro lado de la mesa—. Tú tranquila, vete a casa y descansa. Y mañana me cuentas. —Gracias —le dijo Carmen dándose la vuelta, tropezándose ella sola. —¡Cuidado! —Le gustan mucho los tiburones, ¿no? —contestó por nerviosismo, con una sonrisa que temblaba y unos labios que querían abrirse para bostezar, ya con la manilla de la puerta en la mano. —Sí, así es. Cerró la puerta tras de sí y salió de la sucursal sin decirle nada a nadie. Llegó a casa y cogió el teléfono para tenerlo cerca, esperando a que llamara la tía. —Nos vamos a dormir una siesta, ¿qué tal si tú también duermes un poco? —le dijo su novio, con el niño en brazos. —Sí, lo intentaré —y un par de legañas se desprendieron sobre uno de sus puños, apretado y con las venas hinchadas. Él la miró atravesando el tiempo que los unía, tratando de entender cómo estaba. Unos segundos después aupó la diminuta cabeza que sobresalía de una manta blanca como el coral de entre sus brazos y cerró la puerta del salón. Apoyó con cuidado al bebé en la cama y se tumbó con él. Carmen se quedó sola, con sus pensamientos y los temblores de la falta de sueño. Lo que le cruzaba la cabeza parecía una papilla tibia, un cubo de cemento con demasiada agua, el rebosar de un río tras un diluvio. Quiso gritar y provocar los llantos del pequeño que, con suerte, dormiría un par de horas sin hacer ruido. Pero cerró los ojos y llevó las manos sobre el estómago, recostada en una butaca de tela del mismo color que su cárdigan, y durmió hasta que sintió el teléfono vibrar sobre su tripa. —¿Sí? —se pudo entender en el fondo de un bostezo. —Hola, ¿Carmen? —dijo la tía del bebé al otro lado del teléfono. —Ah, hola. Disculpa, estaba durmiendo un poco. —Vaya, perdona por despertarte. —Nada, tranquila —dijo esta, esperando escuchar alguna noticia prometedora. —Mira, estoy aparcando el coche, en media hora o así estoy por ahí. Estabas durmiendo en casa, ¿no? —preguntó una risilla de parquímetro, entrecortada. —Sí, sí. Estoy en casa. Ven cuando quieras, el niño está durmiendo, pero te preparo un café y así charlamos un rato. —Genial, ahora nos vemos. Carmen se abofeteó con delicadeza para dar un poco de color a sus moradas y frías mejillas y fue al baño a lavarse la cara. Echó un vistazo a la habitación en la que dormía todas las noches con un chico encantador y lo vio con la cara apretada contra el colchón y la espalda completamente torcida, con los pies hacia arriaba. Se preguntó cómo era capaz de dormir en esa postura, pero decidió no despertarlo por miedo a molestar al bebé que dormía con él, agarrado a uno de sus brazos. Una extraña ternura le recorrió el cuerpo y decidió hacer una tostada con mantequilla y mermelada de ciruela mientras esperaba a que llegara la tía. Bostezó tres veces antes de que volviera a sonar el teléfono. —No llamé al telefonillo por si el peque seguía durmiendo —dijo la tía a una de las orejas de Carmen. —Vale, entra. Te abro. —y pulsó el botón del interfono que abría la puerta del portal. Colgó y dejó entreabierta la del apartamento. —Hola, ¿cómo estás? —dijo esta al entrar a la cocina, después de cerrar la puerta de entrada estrepitosamente. Carmen le indicó que mantuviera silencio con un gesto y cerró con cuidado la puerta de la cocina. —Bueno, más o menos —dijo—. Ha ocurrido todo de repente. Todavía no sé cómo procesarlo. ¿Tú cómo estás? —le preguntó a la hermana de su amiga que no había visto nunca. —Bueno, ha sido un viaje largo —dijo la tía, ausente a la situación—. Me apetece muchísimo ese café que me habías prometido. —Sí, ya está la cafetera al fuego. Puedes sentarte. —Gracias, tienes una cocina muy bonita. Supongo que el resto de la casa será igual de bonita. —Sí —contestó Carmen, y dejó que el silencio se asentara durante unos segundos—. ¿Te vas a llevar la cuna también? —No, nunca me gustó esa cuna que le había comprado mi hermana. Además, es muy aparatosa. Haz con ella lo que quieras. Yo todavía tengo la que usó mi Pedro. Le pasaré una bayeta y ala, ¡listo! —dijo entre risas mientras continuaba escrutando las manillas de la alacena—. Por cierto, ¿qué tal funciona la vitrocerámica? Nosotros todavía tenemos hornillos de gas en casa, pero ya hace tiempo que quiero cambiarlos. No es nada seguro, ya sabes... —Sí, va bien —dijo Carmen un poco molesta—. ¿Y el resto de la ropa y el carrito?, ¿eso te lo llevas? —No, no. Tampoco. Con que lo llevemos hasta el coche, ya está. Después ya me encargo yo de desempaquetarlo cuando llegue a casa —volvió a reírse. —¿Tienes sillita en el coche? —preguntó Carmen mientras se levantaba a apagar la cafetera. —¡Pues claro! ¿Qué pensabas, que lo iba a llevar en brazos? —dijo la tía indignada ante la ocurrencia de Carmen. En ese instante, Álvaro entró en la cocina pidiendo un poco de silencio: —Hola, buenos días. Podríais bajar un poco la voz, hay un bebé durmiendo en la habitación de al lado. —Bueno, así se va acostumbrando. Este mundo es muy ruidoso —dijo la tía alzando el labio inferior hasta la nariz. —No, si me refiero al bebé de los vecinos. No quisiera tener problemas... —contestó Álvaro, buscando una excusa que le permitiera cerrar el buzón de impertinencias que aún parecía tener más que decir. —¡Uf, dímelo a mí! —bufó la tía—. No sé cómo me las apañaría en un pisito como este. Yo vivo en un chalet y aún tengo que escuchar las quejas de los vecinos de vez en cuando. Y eso que no compartimos pared. Si es que... Son una molestia de cuidado —dijo golpeando la mesa. Carmen posó los pocillos en la mesa y trajo un brik de leche y un recipiente de cristal donde guardaba el azúcar. Le dio una cuchara a la tía del niño y guardó silencio. —¿Podría bajar la voz? —preguntó Álvaro al escuchar llorar al bebé en la habitación, desconcertado y solo. Salió de la cocina y le regaló una mirada de compasión a Carmen antes de cerrar la puerta. Las dos, solas, guardaron silencio durante un rato. Algo le decía a Carmen que todo esto no tenía ningún sentido. Que su amiga y su marido hubieran muerto y que el pequeño fruto de los dos tuviera que irse a vivir con su tía, no tenía ningún sentido. Le pareció una tomadura de pelo. Al mirarla, con la cara hinchada de comer patatas fritas y las uñas de los dedos sucios de algo que prefería no saber, sintió pena por el bebé que lloraba premonitoriamente en la habitación donde ella se echaría a dormir desconsolada esta noche. En la que habría un nuevo olor que tardaría un par de días en disolverse en su memoria y en las aguas de la lavadora. —¡Vaya un chico guapo que te has conseguido! —exclamó la tía, rompiendo el silencio tras dar un sorbo al café. —Ya ves —contestó como pudo, con la mejor sonrisa que consiguió pintar. Apuró el café y se levantó—. Creo que es mejor que os acompañe al coche. —¿Eh? —preguntó la tía a la impertérrita espalda de Carmen, que recogía su pocillo y el de ella a medio beber y los aclaraba sin reparo alguno en la pila de la cocina—. Está bien, ¿dónde está esa ratita? —dijo al levantarse, con una nueva mueca en la cara. Carmen salió de la cocina y le dijo a Álvaro que cogiera el carrito y la acompañara hasta el coche, que ella iba a echarse a dormir otra vez; le dio un beso en la mejilla y le dio las gracias por ocuparse de todo. Agarró una de las manos del pequeño, que dejó de llorar milagrosamente, y le dijo adiós con una lágrima en los ojos. Besó su frente y se metió en la cama sin despedirse de la invitada. —Vamos —le dijo Álvaro a la boya de color naranja que flotaba sobre las plaquetas de la cocina, con una mano en el bolsillo del chándal y la otra tocando los botones de la vitrocerámica. «Pi, pi», se escuchaba desde el pasillo. Dejaron atrás un ambiente enrarecido y los llantos que se filtraban por debajo de la puerta de la habitación donde Carmen buscaba consuelo entre las sábanas. A la mañana siguiente fue a trabajar con una ojera nueva bajo el ojo izquierdo que no respondía a la falta de sueño, sino a una muda tristeza que se escapaba de su interior. A fin de cuentas, había conseguido dormir un par de horas y ya no se sentía tambalear. No había mareo alguno que torciera sus piernas. Sólo sentía rabia y un malestar al que no se atrevía a poner nombre, no quería maldecir las pocas esperanzas que le quedaban en relación al futuro del niño con el que había compartido la cama en los últimos días. A la hora del café le dijo a su supervisora que le pidiera uno con leche de avena y fue directa al despacho del director. —¿Se puede? —preguntó asomando la cabeza tras escuchar cómo él contestaba a los nudillos que habían golpeado a su puerta con un: «¿sí?». —Ah, hola. Sí, pasa, pasa. Dime, ¿has conseguido dormir un poco? —Sí, hoy he dormido algo. Ya me encuentro muchísimo mejor. Gracias por lo de ayer. —Nada, no te preocupes. ¿Vino la tía del bebé a buscarlo? —Sí. Sí que vino... —dijo Carmen apartando la mirada—. Ha cambiado el cuadro de sitio —dijo de improviso, tratando de alejar todo lo que quería volver a trepar a sus hombros. —Pues sí —dijo este, pensativo—. Ayer cuando te fuiste me quedé mirándolo; y me gusta mucho ese cuadro, no creas, pero me parece un poco... No sé. Ya ves, no tiene ningún color. —¿Y por eso lo puso detrás suya? —preguntó Carmen, mirando al cuadro que se exponía en la pared que ocupaban los títulos que había amasado el hombre con el que hablaba, a su espalda. —Sí —dijo este girando sobre la silla—. Me gustan mucho los tiburones, pero ayer, contemplando este cuadro, sentí algo raro. Y ya ves, decidí moverlo. Así puede que intimide a alguien —dijo con una risa ahogada. —¿Cómo es que le gustan tanto los tiburones? —Son animales magníficos, ya sólo con ver su constitución... —dijo este, que parecía no ser capaz de concretar nada—. Y sus filas de dientes... Además, dicen que son muy agresivos y todo eso, pero yo nunca me he encontrado uno.
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FRESAS Rememoraba la habitación de la otra tarde: la ropa colgando sobre un tubo, el paquete de galletas en el mueble, el televisor pequeño y estorboso, una mancha oscura en la pared necesitada de una mano. Conocía sus intenciones, el ir y venir de las frases, ese afanarse hacia el listón, los botones, el tirante. Sobre la barra de la cocina había un montón de fresas secándose en un cuenco de plástico. De un rojo intenso, aunque las había que viraran al claro. Junto a ellas los trastes apilados, dos cucharas y un cuchillo sin filo. Más allá, el grifo que pierde un hilo de agua. Le había dicho que esperara, sin terminar de decidirse. Lo había prometido y él aguardaba con ansia. Serían los cabellos rizados y la herida de los labios, el desdén aprendido quién sabe dónde. Finalmente ella concedió, cayeron las tiras de los hombros y la tela de la blusa. También la falda que hizo a un lado para desabrochar los zapatos. Aparecieron los dos senos que nunca había mirado, la carne anónima que permanecía indiferente. Una nube incandescente llenaba la ventana. Debajo proliferaban los sonidos de la ciudad. En la asfixia que crecía al calor de la tarde, nunca aliviada por el ventilador impotente en su jaula. La luna de un espejo devolvió una imagen descompuesta. Quiso fijar en su cabeza algún pormenor, quizás el arco de las vértebras o la expresión última. Porque no hubo ternura. Apenas hablaron después. Ella estiró con sus dedos el borde de las sábanas, un cuerpo cansado como todos. Sería lo sofocante del cuarto o la dilación de la espera, la insaciable voracidad del tedio. No le concedió el verla desnuda por mucho. Recurrió a la blusa aunque no al sostén, a los calzones que no a la falda. Él se levantó también, vistiéndose deprisa. Esforzó el inicio de una línea, pero la voz le salió cansada. Ella fue a la cocina a cortar la corona verde de las fresas que chorreaban un agua rosada, amontonándolas en un plato limpio. Comió una y luego otra por inercia. Estaban salpicadas de semillas que tronaban en los dientes. POST-PLAST Aunque no se sabría hasta bastante tiempo después, todo comenzó en el vertedero de Pilsworth South en Manchester, durante la ola de calor del mes de mayo de aquel mismo año. La primera generación de esporas del hongo comenzó a extenderse por el distrito de Bury, y trasportada tanto por los vehículos que salían de la zona como por el viento, en una semana había alcanzado ya todo el área del Gran Manchester. Las primeras imágenes mostradas por la TV local mostraban manchas amarillentas de origen desconocido que, siempre en forma de círculos de diversos tamaños, habían aparecido sobre todo tipo de superficies plásticas, en la ropa de los transeúntes, en la pintura de las casas, en el mobiliario urbano y en el exterior de coches y autobuses. En seguida se comprobó que sólo afectaba a los objetos elaborados con algún compuesto orgánico sintético y, tras los primeros análisis, se descartó algún posible defecto de fabricación en los polímeros o un deterioro térmico de los mismos debido a las inusitadas temperaturas de aquel verano. Las pruebas biológicas fueron concluyentes: sobre los plásticos se estaba instalando un hongo de tipo filamentoso hasta entonces desconocido, que se bautizó con el nombre de Aspergillus staudingeris. Durante los primeros días, y mientras el hongo seguía extendiéndose a un ritmo exponencial por otras zonas de Gran Bretaña, la preocupación se limitaba al aspecto estético y, como mucho, al temor ante las posibles pérdidas de propiedades que pudiesen experimentar los plásticos atacados por el moho. Si eso sucedía, afirmaban algunos ingenieros, podría llegar a causar algún accidente, sobre todo por los elementos plásticos omnipresentes en los vehículos a motor, coches, autobuses, motos, camiones..., puesto que en algunos de los más modernos llegaban a constituir hasta el 20% de su peso, comenzando por el contenido de poliéster de los neumáticos, uno de los materiales atacados por el nuevo Aspergillus. Estas eran todas las preocupaciones... Hasta que los primeros plásticos que habían sido colonizados se comenzaron literalmente a deshacer. Tras las fases iniciales de germinación de las esporas y de extensión de las hifas, el hongo comenzaba a liberar enzimas específicas al sustrato polimérico concreto sobre el que asentaba y que descomponían las cadenas de hidrocarburos para alimentarlo con el carbono que contenían, un proceso que se realizaba a una velocidad que sorprendió incluso a los especialistas en micología. Entre 13 y 20 días después de comenzar su ataque, dependiendo de la temperatura y de la humedad ambiental, los hongos reducían cualquier elemento plástico a una masa gelatinosa y pegajosa, cuyo color variaba en función de los aditivos y el tipo de polímero, y cuyo olor era invariablemente insoportable. La biología ya tenía en aquella época identificados algunos hongos que eran capaces de descomponer determinados tipos de plástico, como el Aspergillus tubingensis o el Pestalotiopsis microspora, pero no se conocía ninguno que fuese capaz de hacerlo con cualquier clase de plástico, ni a esa velocidad y con semejante capacidad de reproducción. Cuando se había descubierto que algunos hongos podían degradar el plástico rompiendo sus moléculas, la comunidad científica se había alegrado, así como los gobiernos y el movimiento ecologista, porque creyeron que podría contribuir a eliminar los residuos considerados hasta entonces no biodegradables. La sorpresa fue descubrir que el reino Fungi no sabía diferenciar entre lo que los humanos consideraban desecho y lo que suponía un elemento útil: para los hongos todo constituía una nueva fuente riquísima en carbono, y su misión biosférica era descomponerlo para reintegrar ese elemento básico para la vida al ciclo natural. En cuanto al origen de aquella nueva especie de hongo no pudo ser determinado, pero algunas investigaciones apuntaban a la posibilidad de que hubiera llegado al vertedero de Manchester procedente de un área deforestada del Amazonas donde se abastecía de soja una empresa local de piensos para cerdos. A partir de aquella constatación, y teniendo en mente el precedente de la pandemia provocada por el SARS-Cov-2 en 2020, se dio rápidamente la alarma en todo el mundo. Se establecieron cuarentenas muy rígidas en las áreas donde iban surgiendo los primeros casos, de las que no se permitía salir a ninguna persona ni objeto, así como un bloqueo comercial absoluto con el Reino Unido, que resultó del todo inútil en cuanto los vientos cambiaron de dirección y comenzaron a llevar billones de esporas del Aspergillus staudingeris hacia el oeste, los cuales dieron origen a los primeros casos en el continente tan solo un mes después de haberse identificado el hongo. Las autoridades de la UE aprobaron el empleo de todo tipo de fungicidas, con los que se rociaban todos los elementos en cuya composición entrase algún derivado del petróleo. Incluso se llegó a proponer fumigar desde helicópteros ciudades enteras, pero los escasos helicópteros, aviones y drones que se había logrado mantener volando estaban dedicados a traslados urgentes de personas heridas o enfermas. Se aconsejó a la ciudadanía proteger sus objetos plásticos más necesarios en cajas de madera o metálicas con cierres herméticos a base de gomas de caucho natural, pero había muy pocos recipientes de este tipo en el mercado y las cadenas de fabricación enseguida se vieron desbordadas. Las fumigaciones se demostraron efectivas para detener el avance del hongo. Por supuesto salvaban momentáneamente los objetos rociados pues las colonias de hongos morían, pero en cuanto desaparecía de la superficie la sustancia fungicida y llegaban nuevas esporas, la descomposición de los plásticos se reanudaba, para desesperación de las autoridades, que se veían atrapadas en una monumental tarea inútil digna de Sísifo. Por todas partes la gente veía cómo la mayoría de su ropa se deshacía en una masa viscosa, a excepción de aquella compuesta 100% de algodón y los viejos jerseys y mantas de lana, las chaquetas y zapatos de cuero y alguna otra ropa antigua, ya muy escasa. Las tiendas de ropa de segunda mano se quedaron sin existencias de este tipo de prendas en cuestión de pocos días. Las fábricas textiles no daban abasto, y la producción de materia prima textil de origen natural se mostró totalmente insuficiente para suplir la destrucción inexorable de las prendas de poliéster y otros tejidos sintéticos. Comenzaron a producirse problemas de abastecimiento también con numerosos productos alimenticios que venían envasados en plásticos. Las distribuidoras rápidamente prescindieron de estos materiales e improvisaron sistemas de abastecimiento a granel de la mayoría de productos, agotando en pocas semanas todas las existencias de cajas de madera, botellas de cristal con tapa metálica o de corcho, los sacos de arpillera y otros tipos de soporte para los alimentos a granel. Pero, con todo, el mayor problema lo constituía la falta de vehículos para trasporte de cualquier tipo de mercancía: la mayoría de camiones y camionetas modernos tenían piezas plásticas que, al descomponerse, causaban todo tipo de averías. Se calcula que en los países de la UE el 80% de los vehículos de reparto dejó de funcionar en las áreas más afectadas por el hongo. La mayoría de neumáticos no aguantaba la descomposición de sus fibras sintéticas y la velocidad máxima en carretera fue drásticamente reducida en la mayoría de países como manera de hacer menos graves los constantes accidentes que estas averías producían, lo cual relentizaba enormemente el trasporte y obligaba a buscar cadenas cortas de suministro. A la vista de que aquello no tenía vuelta atrás, los gobiernos aprobaron innumerables medidas extraordinarias, aprobando decreto tras decreto. Al cierre de fronteras para minimizar la entrada en cada país de esporas adheridas a personas, vehículos o mercancías, le siguió la interrupción casi total del comercio internacional, excepto para determinadas materias primas no plásticas que se consideraban críticas y que debían pasar un riguroso proceso de desinfección en las fronteras. Uno de los primeros métodos que se intentaron fue la radiación ultravioleta, pero el 90% de las esporas lograban sobrevivir. Se probaron posteriormente métodos de inmersión de las mercancías en líquidos fungicidas, que eran más efectivos, pero tenían la desventaja de que no todas las mercancías los admitían y producían un deterioro y contaminación inadmisible, especialmente en los alimentos. A los dos meses de su extensión fuera de Gran Bretaña, todo el hemisferio norte estaba afectado por el hongo plastívoro y comenzaba a colonizar numerosos países del hemisferio sur, que pese a haber interrumpido el tráfico aéreo y marítimo con los países afectados, no pudieron mantenerse estancos ante esporas de un tamaño de apenas unas micras, tan ligeras que podían ser trasportadas literalmente por cualquier objeto y, por supuesto, por el aire. En los países tropicales la germinación de las esporas era prácticamente instantánea y la descomposición de los plásticos se producía en cuestión de apenas una semana. Sin embargo, en muchos de ellos el uso social del plástico era menor o, al menos, menos vital, y se vieron menos afectados en su vida diaria que los países más industrializados, donde la petroquímica era ubicua. Las medidas adoptadas inicialmente por el Reino Unido, y posteriormente por la UE, fueron replicadas con ligeras adaptaciones en todos los países a medida que se iba extendiendo la infestación, en algunos incluso de manera preventiva, lo cual se demostró muy efectivo a la hora de reducir daños. Las primeras medidas se dirigieron a los sectores más críticos: alimentación, transporte, energía, sanidad... Todos los vehículos que eran capaces de circular sin piezas de plástico fueron requisados, dotados de neumáticos de caucho natural y dedicados a abastecer hospitales, farmacias, gasolineras, explotaciones agroganaderas, tiendas de alimentación y otras instalaciones que fueron declaradas críticas. También se reservó una parte de estos vehículos para transporte de personas enfermas o heridas. Los accidentes en empresas y hogares aumentaron de manera dramática, sobre todo los debidos a descargas eléctricas al descomponerse los plásticos de los aislamientos en las instalaciones y el cableado. Los incendios por la misma causa eran constantes. Por suerte, buena parte de las conducciones eléctricas, al no estar expuestas al aire, no eran fácilmente accesibles para las esporas de aquel hongo aerobio y, según se descubrió, los campos electromagnéticos inducidos por el paso de la corriente también dificultaban la colonización de los termoplásticos utilizados en los dispositivos eléctricos y electrónicos. Esto también salvó parte de los elementos informáticos con un amplio uso de plástico en chips y placas base, aunque sí que se produjeron importantes pérdidas de información en soportes como CDs, DVDs y en aquellos tipos de discos duros menos herméticos. Un grave problema, sobre todo en áreas urbanas, surgió cuando las tuberías de cloruro de polivinilo, polipropileno o polietileno que trasportaban el agua potable y formaban el alcantarillado, se comenzaron a descomponer en los tramos expuestos al aire. Algunas áreas fueron completamente desalojadas y sus habitantes instalados en pabellones deportivos y campamentos improvisados mientras se reparaban de urgencia las conducciones dañadas o directamente se sellaban, dejando zonas completas sin suministro y sin saneamiento. Su sustitución se demostró demasiado costosa en muchos lugares, y se optó por realizar empalmes con tuberías cerámicas, metálicas o de cemento en los puntos más críticos, como eran los hospitales. En numerosos lugares la población debía recorrer diariamente distancias importantes hasta los puntos de la ciudad donde aún había suministro de agua potable, la cual debían trasportar en garrafas de vidrio y botellas metálicas proporcionadas por las autoridades. El calor y las tuberías rotas de saneamiento produjeron no pocos brotes de enfermedades gastrointestinales en numerosas ciudades, que incrementaron el número de víctimas colaterales del hongo. Precisamente los hospitales fueron otro foco de incremento de la mortalidad indirecta, pues el uso de plásticos era ubicuo, incluyendo los elementos de intubación, goteros y todo tipo de material de un solo uso que había ido sustituyendo al material desinfectable que se había utilizado durante buena parte del siglo XX. En estos centros se intentó en un primer momento usar purificadores de aire que impidiesen el acceso de las esporas a las áreas más críticas, pero estos aparatos también contenían no pocas piezas plásticas, así que fue un intento inútil y el hongo también colonizó la plastisfera sanitaria. Las muertes se dispararon y tan solo se comenzaron a reducir cuando la reintroducción de material esterilizable y las nuevas piezas hechas con bioplásticos especiales comenzaron a suplir parcialmente los elementos de uso más crítico. Dentro de una economía de guerra, decretada en numerosos países, se puso en marcha una reconversión de numerosas fábricas, puestas bajo el control del Estado, para producir en masa elementos críticos con materiales no plásticos: botellas de vidrio y de metal, cajas de cartón, cajas y barriles de madera, ropa de algodón, lino, cuero y lana, bolsas de fécula, cuerdas de esparto y otras fibras y un largo etcétera. Las fábricas que ya se dedicaban a producir con este tipo de materiales fueron declaradas “industria protegida”, sus instalaciones y plantillas ampliadas y su gestión intervenida por el Estado para asegurar el suministro a los puntos decretados vitales. Las pocas instalaciones que realizaban bioplásticos se pusieron a pleno rendimiento, enfocándose a sustituir piezas para todo tipo de vehículos y elementos médicos, puesto que al no estar basadas en hidrocarburos las piezas hechas con biopolímeros no eran atacados por el hongo. Las personas que quedaron sin trabajo en las numerosas empresas que se vieron obligadas a cerrar, bien por carecer de sustitutos al plástico o por depender de clientes o proveedores extranjeros, fueron recolocadas en estas nuevas instalaciones o contratadas por el Estado y trasladadas a localidades rurales para aumentar la producción local de alimentos y suplir las importaciones, para lo cual en algunos países hubo que expropiar tierras productivas infrautilizadas. Este traslado masivo de población llegó a afectar en algunos países a más de la mitad de la población urbana y ocasionó numerosos problemas de logística, especialmente en aquellos países cuyos gobiernos contaban con menos recursos y capacidad de organización. Las protestas sociales que estallaron por estos cambios forzosos de trabajo y ubicación se extinguieron por sí solas al poco tiempo, a medida que la gente se iba quedando sin alternativas para satisfacer sus necesidades más básicas, aunque en algunos países las autoridades aplicaron métodos altamente coercitivos y una nivel de represión que si no fue mayor fue simplemente porque los Estados necesitaban concentrar sus escasos recursos en otros puntos. Afortunadamente, el hongo no mostró efectos directos sobre la salud humana, ni producía toxinas en su metabolización de los plásticos. Algunas personas mostraban ligeros síntomas alérgicos en lugares cerrados con altas concentraciones de esporas, como irritación de ojos y fosas nasales, pero los casos graves fueron escasos. Aunque hubo médicos que alertaron sobre la posibilidad de que los hongos atacasen los microplásticos que ya para aquel entonces contaminaban el interior del cuerpo de casi todos los seres humanos, la falta de aire parecía evitar que le sirviesen de alimento al hongo. Las únicas personas que sufrieron alteraciones de cierta importancia y un deterioro de algún aspecto de su funcionalidad corporal fueron aquellas que tenían implantes plásticos en contacto con el exterior, como implantes cocleares y prótesis en sus extremidades, puesto que estos plásticos eran también atacados por el hongo. El mayor impacto que produjo el Aspergillus staudingeris sobre la gente fue, sin duda, en sus modos de vida, especialmente en los países más industrializados. En un primer momento mucha gente intentó proteger del hongo sus enseres hechos de nylon, poliéster, PVC, metacrilato y otros tipos de plásticos y gomas sintéticas (ropa, dispositivos electrónicos, muebles, juguetes y todo tipo de cachivaches), pero cuando tomaban consciencia de que era prácticamente imposible impedir que se contaminasen por las ubicuas esporas, comenzaron a desembarazarse de ellos para evitar las desagradables consecuencias de su descomposición, llenando las calles de objetos plásticos abandonados. Los gobiernos respondieron a esta práctica imponiendo sanciones y ofrecieron como alternativa la recogida en camiones de todo tipo de elementos plásticos, estuvieran contaminados o no, que en algunos países eran arrojados al fondo de lagos y pantanos para evitar que se convirtieran en focos de extensión del hongo, lo cual fue duramente criticado por las organizaciones ecologistas. En otros lugares con una legislación ambiental aun más laxa, los plásticos recogidos eran incinerados, lo cual aumentó de manera aguda la polución por dioxinas, furanos y otros elementos carcinógenos. En la mayoría de países, sin embargo, optaron simplemente por abandonarlos en vertederos y dejar que allí fueran descompuestos por el hongo, aunque esto creaba a su vez problemas por la lixiviación de los restos de su descomposición. Hubo elementos plásticos de los que era imposible deshacerse, como las pinturas acrílicas que recubrían las paredes de las viviendas y que se convirtieron en pátinas viscosas y malolientes que hubo que limpiar penosamente y sustituir posteriormente por encalados y otros recubrimientos de origen natural. Tras esta fase de biodestrucción y abandono del material plástico, aquellas sociedades que habían llegado a producir más de 50 kilos de plástico al año per cápita iban entrando una tras otra en la nueva normalidad pospetroquímica, la era post-plast, como se dio en bautizar. En cuestión de poco más de un año la mayoría de sociedades habían logrado una relativa estabilización en su funcionamiento socioeconómico con un uso más frugal de materiales de origen no fósil, con un alto grado de autosuficiencia en aspectos básicos como la producción de alimentos, con una movilidad mucho más reducida y, por supuesto, con una reconversión de una escala jamás vista en tan breve espacio de tiempo en los empleos y en los ciclos productivos. La gente no tuvo más remedio que acostumbrarse de nuevo a vestir con prendas hechas con tejidos naturales de origen vegetal o animal, a lavarse los dientes con cepillos de madera y cerdas naturales, a dormir en colchones rellenos de lana de oveja, a ir a la compra con capachos y recipientes reutilizables para trasportar los alimentos a granel, y en general desapareció la costumbre de usar-y-tirar tan propia de la era del plástico, pues ahora todo era reutilizable una y otra vez hasta que se caía de viejo y era repuesto entonces por algo igual de duradero. «Vivir sin plástico es fácil: ¡tú también puedes lograrlo!», era uno de los lemas de campaña que algunos gobiernos utilizaron para motivar a la población. Aquellas campañas estaban repletas de consejos para el cambio de hábitos, combinados habitualmente con documentales y películas clásicas que mostraban cómo las sociedades hasta mediados del siglo XX eran capaces de vivir muy dignamente sin usar absolutamente nada de plástico. El gran número de empresas dependientes del plástico dio paso a un número más reducido de empresas que utilizaban exclusivamente materiales de origen natural y local, aunque poco a poco, al desaparecer el plástico también desapareció la preocupación por el nuevo hongo y se volvió a reanudar un comercio internacional más centrado en materiales críticos, y ya no se importaba más que aquello que resultaba imposible producir en el país y solamente en el caso de que fuera realmente necesario para la economía y el bienestar de sus poblaciones. El sector primario volvió a ser la base de todas las economías, puesto que a un sector agroalimentario que se había multiplicado para sustituir los alimentos importados, se le sumaba ahora una importante producción de materiales de origen natural que constituían la única materia prima disponible para todos los sectores económicos. Se calcula que en los países de la OCDE tres cuartas partes de la población cambiaron de trabajo con respecto a la época previa a la aparición del hongo, cuyo nicho ecológico a partir de aquel momento quedó circunscrito a los vertederos, con brotes esporádicos en determinados puntos cuando salían a la luz (y al aire) masas de plástico por demoliciones o por sustituciones planificadas, como las que se siguieron realizando durante la década siguiente en las infraestructuras y redes de saneamiento. La crisis del nuevo Aspergillus dejó el PIB mundial en un 30% de su nivel previo, aunque algunos economistas auguraban modestos crecimientos una vez que la economía había logrado sustituir la mayoría de sus insumos poliméricos. Pero fue precisamente entonces cuando, en un pequeño laboratorio de Azerbayán, se identificó una cepa mutada de la bacteria Ideonella sakaiensis que le permitía alimentarse de la gasolina y otros hidrocarburos, deteriorando sus propiedades hasta volverlos incombustibles. A la semana de conocerse la noticia, dos de cada tres vehículos del país caucásico tenían ya sus depósitos de combustible contaminados por las esporas bacterianas, y se había confirmado la presencia de esporas en numerosos lugares de Armenia, Rusia y Turquía.
LA ILEGIBLE MEMORIA DEL PRADO A Emma, que en otra vida fue tigre y león. —¡Qué bien te ves, campeón! —exclama un hombre. Ernesto no sabe quién le ha hablado así que saluda en todas direcciones. Se suma a la procesión que va al ayuntamiento, ve a una virgen que un vecino carga en brazos. De pronto, alguien le toca el hombro, se trata de dos muchachos: —Don Ernesto, véanos luchar —le piden al tiempo que se alejan y empiezan a forcejear. Uno derriba al otro sobre su espalda. —Los felicito, chavales, ¿van a participar más tarde en la demostración de lucha leonesa? —pregunta Ernesto. Los muchachos contestan que sí y se despiden. Durante el trayecto restante hacia el ayuntamiento, Ernesto recuerda otra época de su vida: en su juventud fue campeón de aluches en la ribera y en la montaña. Se cuela entre sus memorias el rostro, viejo y fiero como el suyo, de Ismael: el antagonista de su historia de gloria. «Hoy tengo la oportunidad de ser el mejor campeón», piensa, pero las preocupaciones no esperan: ¿su cuerpo soportará el trajín?, ¿qué dirá su esposa? Se lamenta al reconocer que la vejez y las cuatro paredes de su hogar lo han domado. —¡Ernesto!, ¿dónde está tu esposa: doña Carmen? —pregunta una señora sacándolo de su ensimismamiento. —Se ha quedado en casa a recibir a mi hijo y a mi nieta que nos visitan hoy. Con disimulo, Ernesto sale de la calle y camina por el prado, a simple vista, con dirección a ningún lado, ya lejos mira sobre su hombro: nadie lo sigue. Sonríe: se siente libre. ****** Ismael baja de la camioneta a estirar las piernas. Le duele la espalda y la cadera por el viaje. Sabe que la decisión que ha tomado puede lastimarlo. «Mi cuerpo no es el mismo que hace cincuenta años», dice en su mente, pero su voluntad tiene mayor fuerza que la duda. Gente pasa junto a él y no reparan en su presencia: van al ayuntamiento con saxofones, trompetas y las banderas de León y Valdefresno. Vuelve a poner en marcha la camioneta, en el camino piensa en por qué ha bajado a la ribera: «La última vez, Ernesto subió a la montaña y me venció en mi propia tierra, esto no quedará así». Después del último enfrentamiento de Ernesto e Ismael, los años corrieron con mayor velocidad, nacieron los hijos y las familias crecieron haciendo que aquel duelo dejara de ser físico, empezaron a batirse en las cabezas de los leoneses: ahí se han vencido en incontables ocasiones. Pero ambas leyendas todavía están atadas a la tierra, pueden desempatar y definir quién es el mejor. Por eso, días atrás, Ismael telefoneó a Ernesto y pactaron el encuentro en un terreno cercano a Valdefresno. Ernesto aguarda en las afueras de una casa en la que vivió en sus años de ganadero. Ve llegar a Ismael. Se saludan y se dan un único abrazo sin intenciones lúdicas. El prado es el único testigo infranqueable de los aluches. ******* —Si tuvieras tres delfines mascotas, ¿qué nombres les pondrías? —le pregunta Manuel a su hija Beatriz mientras él conduce el coche. Ella se acomoda los anteojos y observa por la ventana el paisaje colmado de árboles y matorrales antes de hablar: —Suimi uno, Suimi dos y Suimi tres. —¿Por qué los mismos nombres, hija? —Es que todos los delfines son iguales, creo que cada uno es un fragmento de uno solo más grande que ha decidido repartir su alma en los océanos. El padre ríe y el rostro de Beatriz denota seriedad. —¿Y los demás delfines del mundo llevarían los números siguientes? ¿Se cumple algo parecido con los otros animales? —Sí. El silencio reina por un rato, luego Beatriz pregunta: —¿Cuánto falta para llegar donde los abuelos? —Tranquila, hija, en minutos estaremos en Valdefresno. ******* Se ponen ropa apropiada: camiseta ligera y pantalón corto. Caminan descalzos buscando una zona en la que sus pies se sientan cómodos. —Que sea la última vez, Ismael —pide Ernesto. —Así será... Y ya que no hay árbitro, seguiremos hasta que el otro ya no pueda. Estiran las extremidades y trotan en sitio para calentar los músculos. —Estoy listo, anciano —informa uno. —Lo mismo digo —dice el otro. Se acercan y ajustan los cinturones del otro. Comienzan a forcejear. Ismael es de brazos fuertes, levanta con facilidad a su adversario. Ernesto es ágil con las piernas y evita que lo volteen. Al hacer fuerza, Ernesto observa cómo los pies de su rival se separan del suelo, lo gira y deja que la gravedad los guíe a ambos al césped con la espalda de Ismael por delante. El local pasa a ganar. Se ponen de pie y, sin decir nada, se agarran de nuevo del cinto. A los pocos segundos, se les enredan las piernas. Ismael desata el nudo levantando y haciendo girar varias veces a su oponente. Teme marearse y que, por una maña contraria, vuelva a caer, pero no, consigue dejar la marca de la espalda de Ernesto en el prado. Están empates. Antes de continuar, se miran: jadear no los avergüenza, saben que es por la edad. —¿Te cansaste, Ismaelito? —No es sorpresa: los viejos vivimos cansados. —Dime una cosa: ¿por qué me pediste luchar? —Por la gloria. —¿Cuál gloria? Si hoy el corro es imaginario. —Aun así está lleno: no cabe un alma más. Y la gloria que deseo es sin alarde, es silenciosa. —Bueno, veremos quién se queda con ella. Se toman de la cintura otra vez. ******* Doña Carmen recibe a su hijo y a su nieta. —¿Dónde está el abuelo? —consulta Beatriz. —No lo sé —responde la abuela con preocupación—, fue al ayuntamiento esta mañana y no ha vuelto. —¿Estará con algún vecino, mamá? —No, hijo, nadie lo ha visto. ¿Pueden ir a buscarlo a nuestra casita de campo? No se me ocurre otro lugar donde pueda estar. Manuel y Beatriz regresan al coche y van hasta donde la carretera les permite. Continúan a pie. Beatriz ve dos cuerpos a la distancia. Ha olvidado ponerse sus anteojos. Dice: —¿Qué es eso de allá, padre? Parecen leones. Manuel ve en esa dirección. —No, hija, parecen personas peleando. —¿El abuelo es uno de ellos? —No sé, desde acá no los diferencio, ¿tú cómo los ves? —Como dos figuras borrosas que se unen y se separan. Mientras se aproximan, Beatriz pregunta: —¿Crees que llevan mucho tiempo así? —Supongo que sí, hijita. —¿Qué le diremos a la abuela? —Eso es problema de tu abuelo. Los luchadores se detienen al ver que tienen compañía. Manuel dice: —Bueno, ¿quién ha ganado? —Todavía no hay ganador —contesta Ernesto: está sudado y agitado. —Yo voy ganando —comenta Ismael unos metros más allá. Beatriz centra su atención en el suelo, hay tantas huellas de espaldas y pies que podría decirse que ha habido innumerables combates. —Si el prado hablara, qué historias nos contaría —dice Beatriz entre suspiros.
LA VENDA DE DIOS
MARTA LEDRI (Entre Ríos, Argentina). Licenciada en Letras. Profesora de Castellano, Literatura y Latín. Investigadora y escritora de crítica literaria.
MURIÓ MI HERMANO. LUEGO VI LA LUCHA LIBRE EN INTERNET MIÉRCOLES, 18 DE NOVIEMBRE DE 2020 Por la mañana Hoy ha amanecido lloviendo, algo poco habitual en Murcia. Estoy de buen humor, lo estoy siempre que ocurre. Quien vive en otras zonas donde el sol es casi un mito no lo entiende, pero cuando se vive, para bien, para mal o para nada, en una zona donde el cielo brilla trescientos sesenta días al año, la ruptura de lo convencional siempre se presenta en forma de oportunidad. Lo inusual de la lluvia hace que los recuerdos asociados a ella cobren fuerza sobre el resto. La lluvia me retrotrae de inmediato a mi infancia, época que quien me conoce sabe que no me gusta recordar y de la que apenas hablo, pero con la que me permito hacer un aparte bajo el cielo gris. Mis veranos de niño son dignos de incineración y olvido inmediato; el aburrimiento alcanzaba cotas insoportables que pronto derivaban en verdadera tortura. Todos mis amigos se iban a la playa con sus familias y, por más que la imaginación sea el arma más poderosa de un niño, llegaba un punto a mitad de vacaciones en el que me aburría de crear mundos en cualquier punto de la solitaria replaceta de mi barrio; además, la diferencia de edad con mis hermanos hacía que estos jamás me contemplaran para sus quehaceres (que, dicho sea de paso, es probable que tampoco me interesaran, pues mis hermanos se emborrachaban e iban al gimnasio y mis hermanas rezaban y se pintaban las uñas). Y entonces llegaban las primeras lluvias. Y lo hacían en forma de tormenta, lo que aumentaba mi ya de por sí casi irracional arrojo a la contemplación. Es curioso, me aburría corriendo por las calles, dibujando países imaginarios en la arena, creando ejércitos, equipos de fútbol o simples grupos de amigos con chapas y canicas, pero la tormenta de verano invertía la realidad y era feliz contemplándola sentado en el brazo del sillón del salón que solía ocupar mi padre (a esa hora en el trabajo), sin hacer nada más. Me maravillaba el tono anaranjado que tomaba el cielo visible a través de la ventana, el característico olor de aquellos días (ambas cosas me siguen maravillando, a mí o al niño que se niega a desaparecer por el bien de quien lo alberga) y hoy creo entender que aquella fascinación podía deberse a saberme cerca del final del verano: el colegio empezaría en menos tiempo del que llevaba transcurrido desde que acabara el curso anterior, y eso significaba de nuevo amigos, se acababa la soledad de un hogar de esos que ahora llaman desestructurados donde todo lo que dijera o hiciese tenía grandes posibilidades de convertirse en un grito o insulto de mis hermanos y hermanas (estas también me lanzaban un guantazo de vez en cuando), una paliza por parte de mi madre, que después se pasaría en la cama dos días seguidos para terminar de alegrar el bodegón, o el total y absoluto desinterés de mi padre, que vivía por y para fumar, comer y ver la televisión.
JUEVES, 19 DE NOVIEMBRE DE 2020 Por la mañana Hace años que no hablo con nadie de mi familia. Guardo mucho rencor, pero tampoco puedo decir que odie a nadie, salvo a mi hermano mediano (no el que ha fallecido, ese era el mayor) al que deseo todos los males que puedan acontecerle despacio y de uno en uno. El no hablar con el resto de mi familia fue una decisión dolorosa, sobre todo por decir adiós a mis sobrinos, pero, ahora lo sé, la mejor que pude tomar. Llevaba años sintiéndome un inútil completo, alguien que no podía si quiera opinar. No sabía a qué se dedicaba mi padre ni cuánto ganaba, no sabía si vivíamos de alquiler o en propiedad. Mi madre echó de casa al hoy fallecido y estuve casi diez años sin saber nada de él, viviendo ambos en la misma ciudad. Estudié (sin terminarlas) dos carreras que no me gustaban, obligado en el primer caso por mi madre y mi hermano (el despojo humano que, por desgracia, continúa vivo), y en el segundo por dos de mis hermanas que, avergonzadas por mi falta de titulación universitaria, curaban su frustración tirándome las migajas de sus sueldos cada mes para que me sintiera querido y valorado. No sé cómo esperaban que pudiera sentirse valorado alguien a quien se le refutaba absolutamente todo de manera sistemática, siempre al compás de la misma cantinela: «no dices más que tonterías». A cambio sólo tenía que coger el teléfono de vez en cuando (pero nunca para decirles que estaba mal, yo estaba muy bien pero no me daba cuenta) y dejarme fotografiar junto a ellas en Navidad y algún cumpleaños. Mientras tanto, me pudría en trabajos de nueve a dos y de cuatro a ocho mientras ellas me reprochaban que no estudiaba porque era un gandul. Y así era mi vida hasta que un día exploté y les dije que podían meterse su ayuda (que sólo me ayudaba a comprar más cerveza y hundirme en una espiral de baja autoestima y autodestrucción) por donde les cupiese y me borraran de sus vidas. A dos de ellas, en realidad; contra la tercera y el recientemente fallecido no tenía nada en contra (tampoco a favor, nuestras existencias parecían tener lugar en distintos planos), pero, al igual que con mis sobrinos, la única forma de salir de ese camino que me llevaba irremisiblemente al suicidio era romper con todo y con todos. JUEVES, 19 DE NOVIEMBRE DE 2020 Por la noche Mi hermana lleva desde ayer bombardeándome a whatsapps a raíz de la muerte de mi hermano. Le encanta escuchar su propia voz, y supongo que leer sus propios mensajes le producirá la misma satisfacción. Me da igual todo lo que me cuenta de lo buena que ha sido con mi hermano (a quien ha estado años sin hablar) en sus últimos días. Un calco fotograma a fotograma de lo que hizo con mi madre. Creo que hace todo eso para lograr la admiración de su hija y no morir sola, pero me da igual, ni me importa ni es asunto mío. El caso es que ha habido un mensaje en particular que ha estado a punto de hacerme responder. Ya digo que no quiero odiar a nadie, mi respuesta a esta familia que nunca debió existir es y será siempre el silencio, salvo temas administrativos de herencias, propiedades y demás, siempre que sea del todo imposible emplear a intermediarios. En el mencionado mensaje, que casi me hace romper mi sagrado voto de ignorancia hacia ella y cualquiera que se apellide como yo, me contaba que guardaba un recuerdo muy bonito de cuando ella y el fallecido eran pequeños y mi padre los llevaba a pescar, y que ese recuerdo era suyo, quería conservarlo y nadie se lo iba a arrebatar. Y ha sido entonces cuando he estado a punto de contarle yo otra historia, también un recuerdo. Hace muchos años mi hermana pasó unos días en mi casa y pudo ver de primera mano cómo me encontraba, esto es, sintiéndome la última mierda que se arrastraba sobre la tierra, obsesionado con la idea de que mis amigos, todos con la carrera recién terminada, empezaban a tener buenos trabajos, buenos coches e incluso daban la entrada para una casa y yo, que había pasado toda mi vida estudiando, no tenía dónde caerme muerto. Cabe decir que ella y otra de mis hermanas pagaban la casa donde vivía «para que no me preocupara por eso y pudiera estudiar», pero trabajaba de nueve a dos y de cuatro a ocho, con lo que era imposible ya no ir a clase, sino simplemente fotocopiarme un libro. Siempre me ha parecido muy curioso que ninguna de ellas, licenciadas ambas, comprendiera algo tan simple. El caso es que la mañana que se marchó no pudimos vernos, porque yo me había ido a trabajar, y al volver a casa a mediodía para comer de pie y volver a salir corriendo, encontré una nota en la cocina en la que me decía: «Sabes que en mi casa siempre habrá una habitación para ti». Unos días después creí que me habían robado el coche, aunque simplemente se lo había llevado la grúa. Pero aquello fue determinante para ver que mi vida se iba a la mierda. De repente me paré a pensar, algo que nunca me ha sentado nada bien, y me vi sin coche. Y si a mi coche le pasaba algo no podía comprar otro, mi capacidad de ahorro era nula (tampoco podía ir al dentista, por cierto). Y sin coche no podía ir a mi trabajo en un polígono mal comunicado. Y sin trabajo no podía comprar comida, y así comenzó una espiral de sudor, temblor y miedo que acabó conmigo en urgencias, donde fueron poniéndome pastillas debajo de la lengua hasta dar con la que al fin me sacó de aquel ataque de pánico o crisis de ansiedad, nunca supe lo que fue. Al salir me fui directo a casa y llamé a mi hermana para pedirle que me alojara un tiempo, mientras me preparaba una oposición. Me dijo que no. Y ese recuerdo es mío, quiero conservarlo y nadie me lo va a arrebatar.
EN EL BARRIO
SE7EN TECH CLUB Try this trick and spin it, yeah your head will collapse. Pixies, ‘Where is my mind?’ Ayer me adelantó por Juan de Borbón. Era un coche familiar de un color verde oscuro anodino. Me fijé en la pegatina de atrás, que rezaba Se7en Tech Club. No recuerdo en qué momento desapareció de mi vista, demasiadas rotondas con sus estridentes monumentos desviaban mi atención cuando se evaporó. Conozco bien el origen de esa contradicción. El mal surge así. Como una pegatina que pasa inadvertida incluso ante el auténtico propietario del automóvil, quien con toda seguridad es el padre del conductor. Tal vez ese padre presta el vehículo a su vástago los fines de semana o bien ha adquirido un coche nuevo y le deja en herencia el antiguo. Un buen sabueso encontraría el rastro de alguna reunión nocturna, quizás en la guantera. No llegaría a abrir la carpeta de la documentación, porque la documentación que busca se encuentra en la superficie, en el momento penúltimo de la materia sólida, en que se fragmenta en polvo y se aleja mística o enigmática en pos de la sublimación. Pasaría los dedos de manera sucia, fría y metódica por el cenicero. Tal vez diría: ¿Comprendes? Y su interlocutor asentiría con la barbilla o solo con la mente o luciendo un fugaz destello al borde del párpado inferior. Son códigos secretos. Sin embargo, no existe ese sabueso. No en estas coordenadas. Lo hemos extraído de una serie americana. Aunque el viejo maestro dijo que lo que está aquí, está en todas partes y lo que no está aquí, no está en ninguna parte. Recuerdo la época, ya pasada, en la que el club vendió cientos de pegatinas. Los miembros del club las compraban y las pegaban en la parte trasera del auto familiar o incluso del coche del trabajo, donde convivían con las pegatinas corporativas de talleres de carpintería metálica y otras por el estilo. Durante la semana, los miembros del club se reconocían por las carreteras gracias a esas pegatinas y obtenían una sensación similar a formar parte del club de la lucha que disfrutaban de forma tácita, obedeciendo un curioso voto de silencio, deslizando, acaso, una sonrisa pícara y negando con la cabeza antes de pisar el acelerador y girar la rueda del volumen de la radio. Por aquella época, sorprendí una mañana a mi madre haciendo jabón casero en un barreño azul celeste. Busqué signos de violencia. La palmera de la calle aún seguía en pie, poco después llegó el picudo y la pudrió por completo. Un día enfilé la calle con mi viejo coche rojo y sentí la tristeza de su ausencia. Pregunté por la palmera como quien pregunta por un familiar entrañable. Significaba algo. También cambiaron el nombre de la calle, de modo que ahora era una calle sin palmera y sin un nombre fascista. Mis padres se mudaron de allí. Ahora vive mi hermano en esa casa de esa calle sin palmera y sin nombre fascista donde ya no aparco el viejo coche del que me deshice una tarde de primavera a cambio de trescientos euros. Un coche bonito y muy baqueteado, que asumió una cantidad nada desdeñable de violencia por mí o por mis pecados. Supongo que el residuo de estas vivencias secretas origina la idea de El club de la lucha en Palahniuk, más viejo, no mucho más, que yo. Individuos jóvenes que consideran formar parte de un club oculto, con un lenguaje secreto que tan solo ellos son capaces de advertir. Pegatinas.
Esta mañana he seguido la misma rutina de los últimos días: me he despertado a las 06:00 am, he salido de la ducha a las 06:13, me he sentado a desayunar a las 06:31, he arrancado el motor de mi coche a las 06:44. A las 06:51, al salir del túnel, he alcanzado al coche de ayer. Conducía tan cerca de él que podía leer de nuevo la pegatina que reza Se7en Tech Club. Ambos hemos doblado hacia Juan de Borbón. El sol no había salido aún. He imaginado que lo seguía hasta el club, como en aquella época. Eso es lo que hacía. Seguía al Conejo Blanco hasta la madriguera. Nos encontraríamos en el parking y decidiríamos si pagábamos la entrada o solo pasábamos allí la mañana, charlando, bebiendo... ¿Comprendes? No recuerdo en qué momento ha desaparecido de mi vista, demasiadas rotondas con sus estridentes monumentos desviaban mi atención cuando se ha evaporado. POR DONDE PASE EL VIENTO Desdichado de mí, que se acomodó sobre mi cabeza. Huesudo de largo pico que hincó sus garras sobre mi cráneo, agarrándose con fuerza. Con empeño y buen ritmo picoteó a voluntad el centro de mi frente hasta conseguir abrir un hoyo de lado a lado. —Feo pájaro y hoyo que tienes en la cabeza. Dijo a desgana aquella que consideraba mi mujer. —Sí, para que pase el viento. Contesté mientras guiñaba el ojo al pajarraco que ya me daba la espalda, buscando otros viejos troncos con intención de abrirles un boquete por donde pase el viento. LA TESIS DE KELLER En 1964, John Arthur Collins, eminente profesor de la universidad de Oxford, publicó un ensayo titulado A theory of control masses. Años antes, Theodor Adorno, principal representante de la Escuela de Frankfurt, había afirmado que la música cumplía un papel fundamental en el adoctrinamiento social. Mauricio Keller, estudiante de último año en Stanford, repasaba sus notas —su tesina era más importante para él de lo que reconocía en público; sabía de lo decisivo de su aportación en el campo de la geopolítica y la teoría de masas—, referidas a la obra de Adorno e igualmente a la de Collins, matizando algún que otro enunciado, aunque estaba de acuerdo en lo sustancial. Sin embargo, ambos, uno por relativizarlo y otro por despreciarlo, habían obviado lo que Keller llamaba "las maniobras de los poderes en la sombra". Y en eso precisamente consistía su tesis: en cerrar el círculo que Adorno y Collins habían abierto hacía ya más de cuatro décadas, aportando el eslabón que faltaba. Por supuesto no sería sencillo demostrar la validez de su argumento, pero Keller no era del tipo de persona que se rinde fácilmente. Además, por si esto no bastase, las evidencias, en cierto modo, constataban su teoría. En este sentido era fundamental el análisis de los contenidos televisivos e igualmente del arte —no sólo de la música, como afirmaba Adorno— que, a la postre, se había convertido en el principal opio del pueblo, con la televisión como paradójica vanguardia del mismo. "Un posible indicador para calibrar la incidencia de los medios es determinar su influjo en el cambio generacional del paradigma televisivo —afirmaba Keller en su trabajo—. Pero no basta con ésto, pues, con frecuencia, detrás de unas siglas —NBC, CNN, CBS, MTV...— hay un perfil psicológico (o varios) que, cual máscara de arcilla, pretende implantarse en el tejido social. Al fin —concluía—, lo importante no es tanto qué se ve, sino quién lo ve". Esta era, sin duda, una de las grandes aportaciones de Keller. Si nadie viese la televisión, ¿de qué serviría divulgar ideas a través de ella? Por tanto, de acuerdo con esta tesis, cualquier investigación que se preciase de seria, tendría que estudiar antes al sujeto que está al otro lado de la pantalla, en su casa, sin olvidar, igualmente, el sentido de los contenidos programáticos. En ese doble enfoque --Estética bifocal del arte televisivo, lo llamaba— estaba la clave. La hipótesis atonal dodecafónica de Adorno, además, tomada prestada del antiguo culto dionisiaco, para explicar demostrandum la influencia de la música en los más jóvenes como medio conductista-inductivo, abría un abanico de nuevas posibilidades. Por una parte, de ser cierto este enunciado, a modo de premisa, como, de hecho, parecía, era poco menos que ingenuo entenderlo como mera casualidad; por otra, ajustando la tesis al resto de las artes y al medio televisivo en particular, como difusor y catalizador de ellas —planteamiento que Keller defendía a ultranza—, sería posible establecer una especie de teoría estética global del control de masas. Más allá de lo revolucionaría que pudiera sonar la idea, no era eso lo más importante. Lo decisivo era su aplicación fáctica en el campo de la geopolítica. Y Keller creía saber cómo demostrarlo.
El control de masas a través de los diferentes "productos" audiovisuales, de un modo ciertamente sutil —y acaso imperceptible—, es el gran triunfo del Sistema. Llegando a ser éstos —los productos tecnoaudiovisuales— el actual opio del pueblo. La difusión de las ideas ha sido, desde Platón y antes, la gran batalla que, de un modo u otro, se ha venido librando en diversas sociedades y civilizaciones. Y la geopolítica, disciplina antigua, aunque no se conociera por tal nombre, no lo ignoraba. Keller releía el ensayo de Collins, investigando, en paralelo, el influjo de la cultura persa, en la búsqueda de un idea primigenia. De lograrlo, sería una buena introducción para su trabajo. Lo titularía: Protoidea de la teoría política del control social en la civilización persa en época de Ciro. Le parecía una posibilidad más que probable y, sin duda, atractiva. Sin embargo, toda su investigación quedó truncada cuando, ciertamente para su sorpresa, en el curso de la misma, descubrió una nota manuscrita —al parecer, un esbozo de carta— del propio Collins, dirigida a uno de sus alumnos, a propósito del ensayo, y en la que a duras penas cuadraba la fecha de escritura y publicación del mismo, si se tenían en cuenta algunos detalles que el eminente profesor mencionaba en esa nota. Lo que le llevaba a concluir, con poco margen para el error, que Collins había robado su original idea al antiguo alumno, quien poco antes de la publicación de la obra murió en extrañas circunstancias. Según dijeron, amaneció muerto en su dormitorio tras una noche de juerga y borrachera, a pesar de que nadie le había visto nunca tomar ni tan siquiera una cerveza. Se decretó que la causa más probable de su fallecimiento fue un ataque al corazón. No se solicitó una autopsia. Su único familiar conocido era una tía octogenaria, de nombre Mary Anne, que tan sólo se llevó un par de colchas y unos cuadros, tras vender la casa. Los nuevos propietarios, una acomodada familia del sur, malvendió la mayoría de los enseres y recuerdos o los arrojaron directamente a la basura —entre ellos, el estudio sobre la teoría de grupos que nunca llegaría a publicarse y que, sin embargo, con toda probabilidad, o al menos así lo creía firmemente Keller, leyó Collins— como pecios dispersos de un naufragio. |
FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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