FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
UN AUTOR ENFADADO Deben saber ustedes que, hace algún tiempo, escribí un cuento. No es porque yo lo diga, pero, francamente, conseguí algo muy logrado. Humildad es verdad, decía Santa Teresa, y no voy a enmendarle la plana a tan insigne mujer haciendo gala de una falsa modestia. Qué quieren que les diga, señores, me sentía justamente satisfecho de mi obra, orgulloso de la perfecta trabazón entre forma y contenido, pues mi cuento conducía tras su lectura a las más profundas reflexiones a través de la palabra exacta. Por si esto fuera poco, mi obra alcanzó el merecido reconocimiento por parte de la crítica. Tengo que admitir que ninguno de esos eruditos llegó a comprender plenamente la simbología, la estructura profunda y las fuerzas actanciales que vertebran mi obra, pero sí se acercaron bastante. Además, yo gustosamente hubiera aceptado la sublime tarea de recorrer el país dando conferencias para matizar las intuiciones de mis lectores y encaminarlas hacia el venero que originó el cuento. Llega ahora el momento de confesar que nosotros, los escritores, aun los más elitistas, anhelamos llegar a un nutrido público. Nos envanece, es cierto, que el prestigioso profesor Zutano de la afamada Universidad X alabe nuestra obra y descubra —quizás tras un minucioso análisis estructuralista— a un reducido grupo de entendidos la perfección con la que hemos elegido cada adjetivo. Siendo esto así, no es menos verdad que todos soñamos con la alada fama y con que nuestro nombre resuene en todos los oídos, penetre en cada hogar y encuentre un hueco en sus bibliotecas. Pues bien, señores, también esta dicha me fue concedida. El vulgo me leyó, y las sucesivas ediciones de mi cuento se agotaron rápidamente en las librerías. Admito que estaba hinchado como un pavo ante el éxito de ventas. Entre los que me leyeron destacaba una jovencita de unos dieciocho años. Aquella niña, de largos cabellos rubios, era el lector ideal con el que todo autor sueña, la utopía hecha realidad. Era ese ser que imbrica la obra con su propia vida. Mi cuento se convirtió en su libro de cabecera: me leía al acostarse, despertaba con él en las manos. Siempre llevaba el ejemplar en el bolso para paladear mis palabras a la primera ocasión que se presentara, ya fuera esperando el autobús, o en el metro, o en la cola del supermercado. Convendrán conmigo en que era enternecedor ver cómo se deleitaba con mi obra una persona de tan corta edad, casi una criatura. Y bien que disfrutaba ella cuando leía mi cuento (no menos de tres veces al día). Yo la observaba, tras el parapeto de las líneas del texto, emocionado por el brillo de sus ojos, que dejaban traslucir la devoción con la que me seguía. Desde mi escondite, me complacía en verla devorar aquel universo nacido de mi mente. Juntos recorríamos cada página, saltando de acá para allá, de una preposición a un verbo, de una idea a otra. Nos deteníamos morosamente en cada descripción, conteníamos el aliento cuando algún peligro acechaba a nuestro héroe y sufríamos juntos con sus desdichas. De mi mano escalaba la joven las altas cimas de mi pensamiento. Muy satisfecho decía para mis adentros: “Qué chiquilla esta, dentro de poco, el cuento será más suyo que mío”. Y miren ustedes por dónde, ahí radicó su error. Porque eso sí que no, hay ciertas libertades que yo no le tolero a nadie. Quizás convendría, con el fin de que puedan ustedes seguirme mejor, explicar un poco el tema de mi cuento. En realidad, este consiste en una reflexión sobre la falacia de la felicidad y la imposibilidad del amor eterno. Para ello había situado a mis personajes (un apuesto príncipe y una delicada princesita) en un castillo medieval. Pues bien, mi joven lectora, a fuerza de recorrer las páginas de mi cuento, había terminado por conocer como la palma de su mano hasta el último rincón de mi castillo. Poco a poco se había instalado en mis dominios. Allí estaba ella, enseñoreada de aquellas vetustas piedras góticas y de sus contornos. Recordarán ustedes, si han leído mi obra, que escribí un final algo ambiguo, pero cualquier persona inteligente puede deducir que el príncipe no vuelve jamás al lado de la princesa. No me negarán que fue muy ingenioso recurrir al tópico lago romántico, de turbias aguas rieladas por la luna, para expresar el negro futuro de la protagonista, condenada a esperar eternamente a un amante que nunca retornará junto a ella. Es evidente que mi lectora cometió una gran equivocación cuando decidió, por su cuenta y riesgo, que las aguas del lago eran límpidas y cristalinas, surcadas por airosos cisnes. ¿Es que no había comprendido nada? Cada vez que la joven releía mi cuento, transformaba en algo distinto mi creación. Aquella tarde en que mi rubia amiga imaginó un alegre lago digno de Walt Disney, dejó abierta la puerta a un final feliz. Tuve que asistir impotente a la demolición de mi cuento. Un día era el lago, otro, mi protagonista femenina peinaba rizos negros en lugar de larga trenza. Si no se detenía aquello pronto, ni yo mismo, el autor, sería capaz de reconocer aquel ente proteico. Temblaba cada vez que la irresponsable muchacha posaba sus ojos en mi escrito. ¿Qué confianzas eran esas? ¿Cómo se atrevía? Me precio de ser una persona de carácter, por eso decidí frenar esa degeneración continua. Puse el caso en manos de los tribunales. Cuando entablé el proceso, esa niña impertinente estaba cambiando la disposición de las habitaciones del castillo. Eso era lo de menos, pero ella no tenía ningún derecho, como le expliqué al juez. Al parecer, no está muy claro quién de los dos tiene razón. Por una parte, yo alego que inscribí mi obra en el registro de la propiedad intelectual; es mía y solo mía. Por otro lado, algunos juristas sostienen que desde el Derecho Romano el uso continuado una cosa conduce a su propiedad, y así, puesto que la desconsiderada joven ha leído mi obra más que nadie, incluso más que yo, habría acabado por hacerla suya con todas las de la ley. Espero impaciente el resultado, la situación empeora por momentos. La última locura de esta chiquilla es para llevarse las manos a la cabeza: al regreso del príncipe, los enamorados han contraído matrimonio. En el tenebroso jardín que yo concebí celebran cada domingo una barbacoa a la que invitan a los vecinos de los alrededores. Además, esta ladrona que me ha arrebatado el producto del sudor de mi tinta, tiene un gusto atroz. Ha instalado una lámpara de diseño junto a la silla en la que se sentaba el anciano rey. Por si fuera poco, ha llenado los jarrones de cristal de Bohemia con ramos de margaritas. ¿Habrá flor más vulgar que las margaritas?
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BUSCANDO PISO Era otra tarde de domingo. Otro día de abril. No hacía ni frío ni calor; el cielo no estaba ni del todo nublado ni del todo soleado; había un poco de viento, pero no mucho. Natalia se aburría. Desde el asiento trasero, con la mejilla apoyada en la mano, miraba por la ventanilla del coche cómo pasaba y se alejaba la extensión de tierra baldía del barrio, hasta que entraron en la autopista y solo había asfalto en vez de tierra seca. Aquella tierra en colina —rastrojos, hierbajos, arena seca y poco más— era lo que los del barrio llamaban ‘parque’ o ‘la cuña verde’, aunque de vegetación no hubiera más que unos pocos árboles y matorrales sueltos, más amarillentos que verdes, y ni siquiera merecía el intrigante nombre de ‘desierto’. Aquel pedazo de nada al borde del barrio permanecía pajizo y quebrado y descuidado cualquier día del año, siempre igual, tan ajeno a la primavera como a los planes de reforma del ayuntamiento, tragándose el horizonte con sus colinas desniveladas y sus ligeros brotes de polvo cuando azuzaba el viento día sí y día también. No era gran cosa, pero Natalia se quedó pensando en ello, porque era su sitio ideal para salir en bicicleta, cerca de casa, y reunirse con los amigos, pasando los ratos muertos. Era su terreno, libre de la jurisdicción de los padres durante unas horas, donde podían montar sus propias historias, juegos y escondites. Para ella, casi cualquier cosa era mejor que ir por ahí a ver otra casa más en venta con sus padres, vete a saber dónde, como tanto les gustaba a ellos los domingos. Era una costumbre que su cabeza de doce años no conseguía comprender, con lo a gusto que estaba cerca de su casa, en el barrio, con sus amigos. —Adónde vamos —preguntó Natalia, desganada, al borde del «cuánto queda» nada más salir. —A ver un nuevo piso, ya te lo hemos dicho —respondió su madre. —Pero si ya tenemos uno y está muy bien. —Bueno, sí, cariño, pero es por mirar uno nuevo. —Pues yo no quiero mirar, que es muy aburrido. ¿No puedo quedarme en el barrio y salir con mis amigos en bici por la cuña verde? —Tú tienes doce años y vas donde tus padres te digan, ¿vale? Ya lo harás otra tarde. Ahora vamos a ver un piso muy bonito, uno reformado, ya verás. —Me da igual. ¿Y si es tan bonito no es muy caro? —Es un poco caro para nosotros, pero la cosa es mirar. No des la vara, ¿vale? Tú compórtate y quédate calladita mientras miramos y ya está. —Mirar, mirar, mirar —refunfuñó la pequeña. Natalia hizo un mohín y volvió a echar un vistazo por la ventanilla, esta vez viendo matojos y tierras muertas diferentes, al borde de los quitamiedos y el asfalto, que no le interesaban. Se quedó callada, atusándose la larga melena rizada y llenando aquellas pobres vistas de fantasías e ideas de juegos para la siguiente tarde que la dejaran bajar con los amigos a su tierra seca en su barrio, ya que ella era la que mejor se inventaba y proponía los planes. Al final, después de apenas veinte minutos en coche, que a Natalia se le hicieron larguísimos, la familia dejó su barrio periférico del sudeste de Madrid y se adentró en otro más al norte. Natalia se fijó en que allí no había ni la mitad de bloques de ladrillo naranja desgastado, como había alrededor de casa, y tampoco tanto espacio de ‘parques’, árboles o matojos, sino calles con ordenadas filas de árboles espaciados, grandes portales y tiendas, donde la acera no tenía tantos agujeros o grietas y estaban aparcados coches de buenas marcas. Parecía una versión de las calles más céntricas de la ciudad, pero con más tranquilidad y menos polvo. Se pararon delante de un bloque de pisos enorme, de los más grandes que Natalia había visto, de un tono gris claro y limpio, adornado con rayas negras al nivel de los balcones de cada piso. Plantas con lustrosas hojas en macetas de piedra adornaban la entrada de un portal que olía como a embalaje de plástico, como a nuevo. La puerta era metálica, pero no estaba oxidada, y tampoco chirriaba como la de casa. De ahí salió una mujer con chaqueta y pantalones grises, a juego con el color del bloque. Llevaba el pelo negro recogido en una coleta, bastante maquillaje y una sonrisa automática. Cuando aparcaron el coche y se acercaron a ella, se notaba que la mujer, que se llamaba María, como indicaba la tarjeta en la solapa de su chaqueta, también olía ligeramente a nuevo y quizás incluso un poco a vainilla. María, la agente inmobiliaria, se presentó, dio la bienvenida a la familia y hasta le dedicó una sonrisa algo menos automática a Natalia, preguntándole cuántos años tenía y comentando a sus padres que parecía una chica muy maja. Natalia respondió tímidamente, mirándose a los pies, y no volvieron a oír una sola palabra salir de su boca durante la visita. Según explicó María, este era un edificio nuevo, aunque no completamente construido desde cero, ya que la constructora ligada a la agencia inmobiliaria había reformado al máximo un bloque de pisos antiguos que ya estaba ahí, que «se había quedado desaprovechado y necesitaba un lavado de cara, porque está en una zona muy buena, pero ahora ha pasado de ser de los más viejos a los más nuevos, completos y modernos —ya saben, hay que renovarse o morir». Subieron en ascensor hasta el cuarto piso y entraron por una puerta en el lado opuesto a la entrada del edificio. Ante ellos se abrió un «hall de entrada diáfano», además de «un comedor espacioso y bien iluminado, que da a un balconcito, con espacio de sobra para dos sofás, para una mesita por allí o para una mesa más grande por allá si quieren»; finalmente, ese comedor, tan «perfecto para un espacio cálido y familiar, muy family-friendly», daba a la cocina y a los otros cuartos por la derecha, donde ya verían «lo bien que están los dormitorios con nuevos baños en suite de primera». Los padres de Natalia tomaban nota de cada ángulo, asintiendo todo el rato al admirar tantos metros cuadrados, mientras sonaba de fondo la vocecilla aguda de la agente. A Natalia, que no estaba escuchando ni observando por donde señalaba la agente, lo que le sorprendía era el absoluto vacío de la estancia, como recién aparecida de la nada o abandonada sin deterioro, sin muebles ni cuadros decorativos siquiera, sin señales de vida doméstica. El suelo de parqué, limpiado hasta sacar brillo, reflejaba el blanco silencioso y frío de las paredes, que no olían a pintura y no producían eco. (Era «nuestro blanco puro marca de la casa, pero también ofrecemos cambiarlo con nuestros pintores de confianza por un módico precio», según decía María desde la entrada, al abrir un armario vacío, sin olor a madera ni a barnizado.) Todo era una perfecta imagen de archivo, tal y como aparecía en la página web y los folletos de la agencia. Mientras los padres de Natalia preguntaban a María cuántos metros cuadrados había en el comedor exactamente y si todos los pisos disponibles en el bloque eran iguales, la pequeña se acercó a las ventanas al fondo del comedor, aburrida. Ella pensaba que estaban perdiendo el tiempo en ese vacío entre cuatro paredes donde había poco que mirar y nada que hacer, no como en la cuña de tierra seca del barrio que tantos baches tenía para hacer tonterías con la bicicleta o hacer la croqueta por una cuestecita, hasta ponerse perdida de polvo, para ver quién llegaba antes abajo del todo. Pero Natalia arqueó las cejas al ver qué había más allá del balcón, al apartar las finas cortinas. Había una explanada por detrás de las vallas de la urbanización, junto a unos árboles sueltos y matorrales, donde la constructora no había conseguido permiso para edificar, pero tampoco había hecho nada con ello el ayuntamiento, que había pospuesto los planes de convertirlo en un pequeño parque infantil, así que solo se habían quedado unos montones de arena allí. (La agente no mencionó nada sobre esto, pasando por alto el balcón.) A Natalia le interesó más esa vista que cualquier vitrocerámica u otros cuartos y baños, por lo que ignoró a su madre cuando le hizo un gesto de que viniera donde ya se había ido la agente, dando más detalles al padre en la cocina. —Vale... ¡Pero quédate ahí quieta, eh! —le susurró su madre, satisfecha con tal de que a su hija no le diese por colgarse de su vestido y poner ojitos de «cuándo nos vamos». Natalia se quedó embobada con la ventana, imaginando qué juegos se inventarían los niños que viviesen ahí y si se juntarían en aquella explanada o en otro sitio. * * * La familia se subió al coche, tras decir adiós a la agente y olvidar su nombre. Mientras el padre arrancaba, la madre le preguntó a Natalia qué tal le había parecido el piso. Esta vez, curiosamente, su hija no había molestado durante la visita. —Muy bien, mamá. Esta vez no me he aburrido tanto —dijo Natalia, más vivaz que antes—. ¿Nos vamos a quedar con la casa? ¿O al menos vamos a volver otro día? —Anda, qué sorpresa. ¿Y eso? Con las pestes que estabas echando al salir de casa. Me alegro de que te haya gustado. Pero no nos podemos permitir ese piso. —¿Y no podemos volver de visita aunque no lo compremos, mamá? ‘Por mirar’, como decís. —Pues sí que te ha gustado, hija... —¿Qué es lo que te ha gustado tanto, Natalia? —preguntó el padre—. Mamá me ha contado que te has quedado ahí tan a gusto en el comedor, ¿no? —Pues, no os lo vais a creer... Tras una pausa, haciéndose la interesante, Natalia se lanzó a hablar, acelerada: —No os vais a creer lo bien que me ha tratado la señora de la casa. Era una mujer bajita, con un moño así de pelo sin lavar, aunque le caían algunos pelos por el flequillo, con una bata un poco vieja y así como polvorienta y me ha dicho que era la señora de la casa. Debía tener como cuarenta y pico años, como vosotros, pero estaba más arrugada que vosotros, sobre todo porque tenía el ceño así fruncido casi todo el rato, ¡pero era muy amable, eh! Tenía el pulso un poco mal y estaba tan pálida que se le veían las venas y los huesos y todo en la piel, casi como transparente, por eso parecía más vieja, pero me contó que tenía cuarenta y algo años. Aun así, se ha alegrado mucho de que yo estuviera ahí, o eso parecía, porque se me ha quedado mirando con sus ojitos marrones, así, tan tiernos, marrones oscuros como los nuestros. Eso sí, la pobre había dormido mal el finde, porque tenía unas ojeras... Estaba con los ojos un poco así, ¿cómo dice papá que los tiene el tío?, así como vidriosos, eso, como los gatos de la calle del barrio. Como gato negro, porque se veía que tenía el pelo negro la mujer, pero le estaban saliendo canas ya. Quizá había sido guapa hace tiempo. Tenía la voz como la abuela, así bajita y un poco ronca, y se paraba mucho al hablar, como con cuidado, y me hablaba con ese tono todo suave y agradable. Pues me ha ofrecido que me siente a charlar, muy amablemente, y me ha dicho que su salón parecía muy grande ahora, pero que ella antes lo tenía más pequeño, aunque no tenía casi muebles. Le pregunté por qué no tenía casi muebles, con lo bonito que queda, y ella me contó que muchos los había tenido que vender a vete tú a saber dónde estaban. También le dije que al menos tenía la casa muy limpia y ella me dijo que sí, que desde que se quedó viuda la tenía limpísima, que ella sabía limpiar muy bien, porque había sido limpiadora, para ganar dinero cuando ya no estaba su marido. Le pregunté si tenía hijos, claro, y me dijo que sí, que tenía un chico adolescente, más mayor que yo, pero que estaba trabajando de camarero por cuatro duros en un bar del centro ahora que era domingo, y que me enseñaría fotos de él en otro momento, con lo guapo que era. Entonces me preguntó ella a mí qué me parecía su casa y yo dije que muy bonita, por agradar, aunque sí dije que era un poco fría, con esas paredes de blanco blanquísimo, y ella me dio la razón, y me dijo que ahora pasaban mucho, mucho frío, más frío que en la calle de noche en invierno. También me dijo que solía recibir muchos invitados, del banco y la policía, y yo le dije que entonces tenía muchas visitas importantes, que ella debía ser importante, pero ella se rio y los llamó buitres, y dijo que yo era la visitante más maja que había tenido, que los otros no. Como me pilló mirando a la explanada de afuera, también me contó que eso era lo único que quedaba de su época, porque ella decía que el ayuntamiento y las compañías y eso van muy rápido para echarte y cambiar pisos y venderlos, pero cambiar y limpiar lo de la explanada, eso no se ponían a hacerlo nunca. Y yo le dije que era lo mismo con la cuña de tierra seca en mi barrio, pero que me lo pasaba bien allí, así que no me importaba. Sonrió un poco entonces, pero ella era muy seria. A veces, como recordando, con la cabeza en otra parte, sabéis. Notaba que quería hablar más, pero parecía cansada. Me miró, así tan pálida, y me pidió que vuelva a visitarla algún día, que le gustaba recibir visitas de nuevo como señora de la casa, aunque le vinieran muchos indeseables a ocuparla a veces, a quitársela, aunque ella intentaba quedarse allí, encantada con su casa, y que no la echaban de ahí ni muerta. Es que al final me dijo que estaba harta, que estaba muerta de soportar tanto problema y de no sé qué cosas legales con su casa, o algo así, y algo sobre el ‘otro barrio’, no sé qué barrio de Madrid. Me dio penita. No quise preguntar más, porque se puso a mirar a la pared y a rascarla un poco con sus uñas largas, uñas sin pintar, diciendo por lo bajo algo así como desucio o de sucio, no sé muy bien, o saucio. Me dijo que no podía ofrecerme un zumo ni nada, que no le quedaba na de na, pero que hasta luego, que iba a tumbarse y caer rendida un rato. Que estaba muerta de cansancio. Entonces vi que veníais vosotros y no sé adónde se fue la mujer y ya nos fuimos. »Lo hubiera dicho antes, para presentaros a la mujer, que se llamaba Dolores, ¡como tú, mamá! Pero me dio vergüenza ahí delante de la agente esa. ¿Qué, no decís nada? ¿No os apetece volver y conocer a la señora Dolores un día? Ya os digo que era muy amable, aunque estaba algo nerviosa, aunque no tuviera zumo ni na de na. Los padres no sabían si reírse ante tal ocurrencia o fruncir el ceño o simplemente ignorar lo que Natalia acababa de contar. Se les quedó una mueca, entre sonrisa irónica y estupefacción, fija en el rostro. Mientras tanto, subieron el volumen de la radio y procuraban mantener la vista en la carretera, mirando a Natalia solo por el espejo retrovisor. Al llegar a casa, no se volvió a hablar del tema. Los padres no volvieron a llevar a su hija a ver pisos porque sí por ahí los domingos en mucho tiempo, lo que alegró a la pequeña, ya liberada. Ella no se acordó de ese día nunca más, así que acabó siendo otro domingo en otro mes de abril que pasó a la larga lista de domingos borrosos de la infancia, de los que se acordaría solo a trozos, medio difuminados con el tiempo, cuando viera aquella extensión de tierra baldía de su barrio, sin edificar, sin uso, al lado de la casa de sus padres, al visitarlos más adelante. Eso sí, siempre permanecía ahí entera aquella tierra irreparable, muerta, eterna.
CÓMO GUISAR GACHAS Arrastrada por el suelo o cogida como un saco de harina es como me imagino, recién nacida, saliendo del pueblo. Y es que, si mis cálculos no fallan, con cuatro brazos no se puede cargar una vida entera. Hay que priorizar. Y mi padre no iba a dejarse el cocido en el fuego, así que lo tapó y, con una cuerda de esparto, enganchado de las dos asas, se lo echó al hombro. Mi madre se había cogido hasta la vajilla de matrimonio, aunque fue antes de llegar a los cinco kilómetros recorridos, en una discusión constante por ver qué dejaban y qué guardaban, que tuvieron que tirar todas sus pertenencias al paso, a duras penas. No fue tarea fácil. Si te deshacías de algo, tenías que esconderlo, que por alguna razón habíamos salido por la noche, y no era parte del plan el echarlo todo a perder tan pronto. Al principio, la bisabuela de ahora, madre de entonces, se entretenía lanzando platos; lejos, los metía entre los arbustos, donde sólo dormían las liebres, hasta que alguna cerámica les abría la cabeza y quedaban descalabradas. Pero más tarde —cuando les pudo el cansancio, estaba todo oscuro y ya no se cruzaban ni con la del culo ancho, ni con la de las coletas, ni con la de los ojos grandes—, pararon en un pozo y volcaron una bolsa con todo lo que les sobraba. Tan importante era la fatiga acumulada de las cuatro primeras horas de caminata, que cayeron al pozo hasta las cucharas, y en el momento en que fueron a beberse el caldo del puchero, tuvieron que hacerlo a sorbos, como si fuera el agua fresca de un grifo. También aprovecharon la parada para ponerse gasas en las manos. La mujer le chupaba los dedos al hombre, que sabían a sopa, y los sanaba, porque, con la prisa, el agua hervida había rebosado y quemaba las yemas del que sujetaba la cuerda. Y no era por las cicatrices que pudieran quedarse que invertían su tiempo en ello, pues las manos estaban ya negras y en la noche no veían nada. Era por el dolor de las ampollas, que no era menudo y no dejaba dormir a nadie. No se oía ni pío: ni explosiones ni los aviones. Eso sí, los ajos y los chorizos secos, que colgaban del mismo sitio del que iba amarrada yo misma, se iban curando conforme se rozaban y hacían una música como la de un sonajero, que me relajaba y daba hambre. Lo más emocionante del viaje era encontrarse con otras familias. Queríamos saludarlas, pero todos, incluida yo, teníamos que callarnos, porque nunca en esos tiempos te podías fiar de nadie, que no teníamos ninguna excusa para estar donde estábamos, con el puchero en las espaldas y, si decías que estabas de «peroles», no se lo creía nadie. Ya no se conoce qué es lo que comerían mis padres los últimos días de trayecto, pero estuvimos, hasta que volvieron a verse pájaros en el cielo, en un sitio que antes no tenía ni nombre, Dios sabrá dónde estará ahora eso, que, en Andalucía seguro, pero Andalucía siempre ha sido muy grande. Yo nací el año mismo en que estalló la guerra, por eso no voy a poder contarte nunca nada más que lo que he oído. Si es que, a mí me llevaban en brazos, no puedo acordarme. ¿No te lo estoy diciendo?
«Después de haber cumplido todos los preceptos de la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su pueblo, Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose; estaba lleno de sabiduría y gozaba del favor de Dios». En una nave con techos altos predicaba el cura el sermón en favor mío, y es que, el día que entramos por la plaza por vez primera en tanto tiempo, parecía eso, con público y todo, una estampa viva de la Biblia. Fue la misma casa de la que nos llevamos el puchero aquella noche, hacía ya tres años, a la que quisimos volver después de la guerra, sin habernos enterado siquiera, allí donde hubiéramos pasado la guardia, quién seguía en el pueblo y quién no. Y no se usa el verbo querer por gusto, sino con intención, que fue llamar a la puerta y llevarnos la sorpresa. En esa casa, donde un día fuimos servidores, ya no había hombres, ni grandes ni pequeños, a los que unos u otros no hubiesen fusilado en el paredón. Las mujeres nos recibieron, pero habitaciones con cama ya no pudieron darnos. Los bienes escaseaban y, donde no valen los billetes, son tus recuerdos los que se revalorizan. Había que prescindir de algo y prescindieron de todos nosotros; sin embargo, nadie sabe si sería la bendición del cura o la suerte del tonto, que encontramos trabajo en menos que canta un gallo. Nos fuimos a una casa con un patio enorme, empedrado, en el que cabían coches y animales callejeros, aunque no tenía baño y había que lavarse en una palangana que compartíamos con quien quisiera usarla. Mi padre hacía de chófer, todo el día fuera. Mientras tanto, nosotras preparábamos su vuelta, que tenía que resultar apetecible. Con un techo para nosotros, empezamos una nueva vida y no nos faltó de nada. El señorito nos daba agua y legumbres, que cambiábamos por pollos, por frutas o por lo que hiciera falta. No sería que la gente del pueblo no pasaba hambre en esos años, pero de eso yo no podía quejarme, que mis cocidos tenían huesos de jamón, pechugas de pavo y hortalizas de todas clases. Eso no quita que hubiera visto, ya con diez o doce años, en casas de vecinos, todas puestas a la vez en un fogarín, tres o cuatro ollas hirviendo los garbanzos con un chorro de aceite y agua. En estos sitios aprendía cosas que no le enseñaban sus padres y que nos cuenta hoy mientras nos corta las uñas, con tijeras, y chilla, como si estuviéramos tres habitaciones más lejos y no sentados sobre sus piernas. Grita como lo hacían las familias en los patios compartidos, las que se decían cosas bonitas entre ellas y hablaban barbaridades de la Iglesia, del ejército y de las putas. La abuela sabía ya a esas alturas quiénes eran las últimas. Llegó un momento en el cual, daba igual la hora del día, se veían por la calle y eran fácilmente reconocibles con sus pelos largos, teñidos al sol con alcoholes, y unos marcados maquillajes luminosos que no llevaba nadie más que ellas. Provocativas, se paseaban por el pueblo buscando las miradas de los hombres y se ganaban, con frecuencia, los insultos de sus mujeres. Eran exuberantes y les gustaba el protagonismo. A menudo se subían en bordillos o poyetes y bailaban al ritmo de una música que debía de estar sonando en su cabeza, pero que nadie más oía. La abuela Teresa, parada frente a ellas bajo la sombra de cualquier árbol, las observaba, fascinada por sus movimientos, con preferencia por la de los ojos grandes. Hoy echa de menos sus curvas y nos pide a sus nietos que bailemos para ella. Durante toda la función, de un solo pase y con una única espectadora, se aplaude con una fuerza desproporcionada que ensordece, que marca los pasos de los bailarines, jóvenes promesas, como lo fueron aquellas. Ella tiene reservada la mecedora porque, del tiempo, ha cogido su forma. El resto nos sentamos en el sofá, tan cubierto de telas que nunca se ha sabido qué color tiene. La abuela no te mira mientras habla. Siempre lleva en las manos revistas del corazón. Pasa las páginas y se hace la interesante. Mueve los ojos de izquierda a derecha, aunque no lea nada. Con los dedos húmedos y mostrando su lengua, con la boca abierta, separa las páginas y se abanica con ellas. Si las hojas se le resisten, les sopla con una intensidad medida. Esta técnica tuvo que desarrollarla de pequeña, cuando llegaron los primeros libros, porque al principio sólo se leían los carteles de las tiendas. Se dice en la familia que la abuela Teresa hablaba en voz alta, aunque no tuviese a quién dirigirse. Los del piso de al lado lo corroboran: que conversa con la televisión, que se echa riñas a sí misma, que le canta coplillas al ciclamen y que, cuando va a orinar, lo anuncia. No suelo merendar, pero a veces me salen los antojos. He sacado la mantequilla del frigorífico a las cuatro y a las seis menos veinte me he puesto a untar las galletas, que tienen que llamarse María. Luego las monto, unas encima de otras. Las que se rompen me las como por el camino. Cuando yo era una niña, para hacer galletas, empezabas comprando el azúcar a granel y luego ya las terminabas en tu casa. La mañana de intercambios, en el mercadillo de los martes, era lo más emocionante de la semana. Iba sola, pero allí me juntaba con gente de todas partes. Todo el mundo hacía lo mismo: se paseaba de arriba abajo, tocaba las telas, pedía probar los quesos o las aceitunas y preguntaba por los precios. Había que aprender a comprar, una no nace sabiendo. Como norma, a la primera, todo tenía que parecerte caro. Ponías cara de susto y hacías como que te ibas para que, a la segunda, te rebajaran la cuenta. Los hombres únicamente compraban papeletas, en la rifa. Se sorteaban perdices, conejos, truchas y sacos de caracoles, dependiendo del día. El ganador paseaba el premio por los bares, con aire triunfador. Yo solía soñar con hacer ese desfile. Sería la primera mujer del pueblo y haría historia. La romería de mayo también reunía a los vecinos. Los maridos vestían a sus mujeres con trapos de colores, que cogían forma de volantes en la cintura y en los hombros. Competían por estar casados con la más guapa de todas. Los pechos estaban realzados con corsés y los vientres se decoraban con flores o lunares; los pelos, recogidos sobre los hombros, con algunos mechones engominados y rosas o claveles por la cabeza. Todas, más blanquecinas que la leche de las vacas, se disfrazaban de gitanas, con gusto. A mí, sus moños me recordaban a los que se hacían las viejas otrora, con un pelo largo y gris parecido al de una rata. Hoy en día, las personas mayores somos distintas: el pelo blanco nos brilla y está elevado divinamente, con una gracia que más quisieran las «romeras» y sus caballos. Durante la hora de la siesta, entre las tres y las cuatro, quedaba prohibido, por tradición —aunque no estuviese escrito en ningún sitio—, hacer vida fuera de casa. Si no querías dormir, te asomabas a la ventana. A mis amigas más fieles de la infancia las conocí apoyadas sobre sus manos, bajo un dintel o detrás de una celosía. Nos mirábamos entre nosotras, indiscretas, y ninguna hablaba. Las imaginaciones volaban y nos inventábamos las vidas de las otras. Una, con cara de angustia, tenía que compartir habitación con su hermano. La que veía más cerca, siempre llorando, se agarraba a la reja como si le faltara el aire. La tercera pasaba las siestas en la segunda planta, abuhardillada, de una casa delgada, que desaparecía, aplastada por sus contiguas. Para ésta última tenía las mejores historias. Me imaginaba que vivía sola, que era una niña abandonada por su familia. Resultaba creíble pensar que no salía a la calle para no perderse la esperada vuelta a casa de su madre, quizás embarazada. Si ella desaparecía de mi vista, yo cerraba los ojos y era capaz de entrar en su habitación, suponiendo dónde estaban la cama y los armarios. Con los años se supo que, sus padres, a los que se llevaron un día presos, estaban entonces muertos de una enfermedad cualquiera. Fui yo la primera que dejó de asomarse a la ventana, rompiendo una bonita amistad. A mis amigas de ahora las he conocido en los viajes, todas viudas, del barrio, que se animan con una partida de cartas o de parchís. Les gusta más la playa que a un tonto un lápiz. Yo, que no quiero mojarme, las espero siempre en la orilla. No suelen venir a casa porque no las invito. Si se presentan sin avisar, pronto subo el volumen de la «tele» como primer aviso para que se marchen. Lo que menos me gusta de ellas es que te lo cuentan todo. No dejan espacio a tu imaginación. Prácticamente antes de preguntarte el nombre, ya te han dicho que tienen tres gatos, que van a cambiar los azulejos de la cocina y que sus nietos acaban de hacer la primera comunión.
Los ingredientes y sus cantidades las mido a ojo. Siempre digo de apuntarlas, pero nunca me acabo acordando. Toda la vida he sido yo quien cocinaba las gachas en casa, hasta cuando mi madre iba a morirse, que le dio por comerlas. Hace tiempo que no las hago, y es que es mucho trabajo si son para ti sola. Es menester que tengas preparado el pan frito, cortado en cuadrados como la yema de un dedo y pasado por aceite ardiendo. Antes de nada, debes haber hervido un cazo de leche con cáscara de limón y algunas ramas de canela. Las gachas, en el pueblo, las comían los pobres, pero a mí me han gustado toda la vida. Una vez se tienen los preparativos, empezamos poniendo, en una sartén grande y onda, aceite de oliva. Nada más se caliente, echamos la matalahúva. Alguna vez que no he tenido matalahúva, le he echado un chorro de anís, directo a la masa, para que deje el gusto igualmente. Al mismo tiempo, freímos tres o cuatro cucharadas grandes de harina de repostería, por persona. Si somos dos, como es el caso, seis o siete. Cuando la harina se tueste, a la que tenemos que haber añadido una pizca de sal, habrán pasado tres o cuatro minutos. Seguidamente, vertimos, poco a poco, la leche. Cuanto más fría, mejor, porque evitamos que se formen grumos. Sin olvidar la que pusimos en el cazo. Con la leche, también volcamos azúcar hasta que quede dulce. No se necesitan muchas horas para hacer gachas, pero, si dejas de remover, se echan a perder. Sumamos leche hasta que la masa la rechace, que puede llegar a ser casi un litro por comensal. Si se te acaba, las aclaras con agua, como hacían los antiguos, que eran más listos que el hambre. Hay que pasarle la varilla hasta que duela el brazo y las gachas empiecen a hervir. En este mismo momento, coges una cuchara y las pruebas, que también están buenas antes de quedar frías. Si ves que están listas, las vuelcas en los platos o las fuentes, como ahora. ¿Ves? Trae «acá p’acá» los tostones, que se los pinchemos sin que se pongan duras. Por encima, espolvoreamos azúcar y canela en polvo, dándonos golpes suaves en la muñeca, para que no caigan de una vez. Ahora ya, las dejamos en reposo hasta que estén en su punto. Mientras, voy a bajar una chispa a la calle. Y se marcha, dejando el rastro de su sonrisa, que nos gana y nos rescata, grabada en el tiempo. (Claro, abuela, vete a dar una vuelta; nosotros te esperamos. Siempre estaremos esperándote).
LAS MANZANAS DORADAS Del arte no hay que despertar, porque en él no dormimos, aún cuando soñemos. En el arte no hay tributo o multa que paguemos por haber gozado de él. Si la vida no nos dio más que una celda de reclusión, empeñémonos en ornamentarla, aunque sólo sea con las sombras de nuestros sueños, dibujos y colores mixtos, esculpiendo nuestro olvido sobre la inmóvil exterioridad de los muros. FERNANDO PESSOA Habían pasado quince años desde que Marisa se casó con Pablo y doce desde que nació Iliana. Era una tarde de esas que invitan a pasear debajo de los árboles, a caminar a la sombra de los tilos, cuando las horas transcurren apaciblemente antes que el ritmo de la ciudad retome su curso y se imponga. Con las ventanas abiertas, el aroma de los tilos subía hasta la casa e impregnaba las habitaciones. Fue entonces cuando el hombre se presentó. Tocó el timbre, serían las tres de la tarde. —¿La casa de la familia Gutiérrez? —preguntó el hombre. —Sí, es aquí. ¿Quién es? —dijo Marisa detrás de la mirilla. —¿Marisa? —Soy Alberto, ¿te acordás? —No puede ser. —Soy yo, Alberto, vine especialmente para hablar con vos. Llegué hace dos días. Marisa abrió la puerta y lo hizo pasar al living. El hombre miraba el lugar, a un lado y al otro, como si estuviera pasando revista. La casa de Marisa era un departamento común, ubicado en barrio tranquilo, donde todavía a la hora de la siesta no se veía a nadie por la calle, sólo se escuchaba el canto de los pájaros. La mirada del hombre se posó en los objetos que poblaban el lugar, había colgados algunos cuadros en las paredes, reproducciones de Picasso, Miró, Modigliani, Gauguin, también algunos óleos originales. Sobre la biblioteca, algunas pequeñas esculturas. Sobre el aparador, unas jarras de plata antiguas. En conjunto era un lugar alegre, luminoso, confortable. —¿Cómo me encontraste? —sentáte, Alberto. —Te busqué en la guía, por el apellido de tu marido, empecé a llamar a uno por uno, hasta que di con un familiar directo y me dijo dónde vivían. Llegué hace dos días, de Estados Unidos, vine con mi mujer y mis dos hijos, quería verte, conversar con vos. —Todavía no tenemos teléfono —dijo Marisa. —Tardan en instalarlo. Marisa se intranquilizó, no había sabido de la existencia de ese hombre desde que se casó con Pablo, nunca un llamado, ni una carta. Iliana abrió los ojos, estaba en su cuarto, había escuchado las voces que venían del living. —Mamá, ¿quién está? —dijo subiendo el tono de voz. —Vení, Iliana, tenemos una visita. Iliana se incorporó, había dormido poca siesta y quería seguir durmiendo más antes de hacer la tarea que le habían asignado en la escuela. Sin mirarse al espejo fue hasta el living y miró al extraño que conversaba con Marisa. El hombre miró a Iliana con ojos escrutadores, como si la estuviera examinando, como si indagara la presencia de ese otro casado con Marisa, en la cara de la chica. Iliana vio una cara adusta y una mirada de odio ¿hacia quién? en los ojos del hombre. Le disgustó enseguida esa presencia extraña en la casa. Un perfecto desconocido que se había presentado ahí y hablaba con su madre, con una confianza que parecía la de un familiar o alguien muy allegado. —Con Alberto estuvimos de novios, antes de conocer a tu papá —dijo Marisa. Iliana miró al hombre, le pareció demasiado serio, ni una sonrisa, además no tenía ningún atractivo físico. ¿Qué le habría visto Marisa para ser novia de ese hombre? —Hola —dijo Iliana. Fue hasta la cocina y se sirvió un vaso de gaseosa y se quedó ahí, escuchando la conversación. —Iliana —llamó Marisa.— Quedate aquí conmigo. Iliana se sentó en un sillón y miró al hombre y miró a Marisa, entonces esta dijo: —Es mi única hija, es muy inteligente, estudiosa, en eso no se parece a mí. El hombre no dijo nada. Bastante parco, hablaba poco, decía lo indispensable. Era un reconocido científico, radicado en Estados Unidos desde hacía años, eso entendió Iliana. Hablaba con un tonito algo soberbio, despechado. Se veía prolijo, pero no elegante, se notaba el esfuerzo por parecerlo. —Me casé con Blanca —dijo el hombre. —Tenemos dos hijos. —¿Con Blanca? —Sí, ella quedó viuda y me casé. Marisa se quedó callada durante unos segundos. Con la mirada fija en uno de los cuadros, pensativa. —Te escribí varias veces —dijo el hombre. —¿Adónde? Nunca me llegó una carta tuya. —A tu casa, a la casa de tu mamá. —Mamá nunca me dijo nada —aseguró Marisa. Su expresión había cambiado, oscilaba entre la tristeza y el odio. Iliana miró hacia la ventana. La luz del sol había irrumpido en el living y las plantas de ahí adentro y las del balcón se veían muy brillantes, algunas hojas más verdes, otras con flores rosa, amarillas, naranjas. A Iliana le gustaba regar las plantas, claro que no eran tantas como las del otro jardín, lleno de árboles añosos y plantas en la casa donde vivían antes. No era como ese jardín del cuadro, el de las manzanas doradas que pendían de un árbol, colgado en una de las paredes del living. El cuadro era una copia al óleo de un cuadro original que representaba El Jardín de las Hespérides. Aquel jardín, el que había disfrutado tanto Iliana, era un jardín en serio. Estaba lejos ahora de ese lugar donde había transcurrido su infancia. Venir a vivir a Buenos Aires había sumado ventajas y también había pérdidas. Lo que más lamentaba Iliana era el jardín, ese pequeño paraíso donde podía observar las hormigas, cómo desfilaban hasta llegar a su cueva cargando pequeñas hojas verdes, o escuchar el canto de los pájaros cercanos y el croar de las ranas en algún charco, después de la lluvia. Le gustaba caminar por el jardín, la higuera llena de frutos que rezumaban en verano, sentarse debajo de la parra y arrancar uvas, o juntar los nísperos que caían del árbol. También de noche, en verano, salir al jardín a mirar las estrellas y escuchar a su padre decirle: —mirá, ves, ahí están las Tres Marías, ¿las ves? Cómo volvería a esa casa, a ese jardín, a esa humedad serena de las hojas que destilaban pequeñas gotas de agua transformándolas casi en piedras preciosas. A ese sol espléndido que se filtraba a través de las hojas de los árboles. A esa quietud de la siesta interrumpida solamente por el canto de los pájaros. A ver correr los gatos que se lanzaban desde los techos a la caza de algún pájaro. A jugar con el perro, a las escondidas. —Podríamos salir a comer todos juntos una noche, dijo el hombre. Vos con tu marido y tu hija, yo con Blanca y mis hijos. —Imposible —dijo Marisa. Pablo no lo aceptaría nunca. —Es una lástima —dijo el hombre. —Iliana. —¿Qué? Mamá. —Alberto se va. Iliana miró al hombre como si no le importara. Había escuchado la conversación a medias. El recuerdo del jardín había sido mucho más poderoso que las palabras que su madre y el hombre intercambiaban. El hombre se acercó a Iliana y esta le extendió la mano, distante. Era un perfecto extraño y así se saludaba a los extraños. Antes de salir el hombre se detuvo frente al cuadro El Jardín de las Hespérides y lo miró atentamente. —¿Este lo pintó tu hermana? —No, lo pinté yo. Ahora tengo tiempo, antes trabajaba. Mi hermana sigue pintando. —Me acuerdo de ella, dijo el hombre. Siempre me acuerdo. El hombre salió y Marisa cerró la puerta, aliviada. Desde hacía algunos minutos un largo río de gotas se deslizaba por su cara y se limpió con la mano. —No sé por qué vino, después de tanto tiempo —dijo Marisa. Iliana señaló el cuadro del jardín. —No llores, mamá, mirá el jardín, mirá las manzanas doradas.
LOS QUE SOBRAN EN EL BOTE Cortó, preocupado. Resultaba un pedido inusual. Llamó a los otros supervisores para averiguar si también habían recibido la orden de interrumpir el recorrido por los colegios de la zona y regresar a la editorial. Solo Lucía, del oeste. —Tengo un mal presentimiento. —Yo también, Lu. Dos meses atrás había sido el encargado de facturación, el último viernes fue una de las diseñadoras. ¿Habría llegado su turno? En varias ocasiones habló con Lucía sobre la posibilidad del despido. Ella estaba convencida de que era la próxima: ser madre soltera le jugaba en contra. El propio gerente comercial lo expresó en una reunión. No importaba que tuviera un título universitario y experiencia en el rubro, cuidar de una nena pequeña la “limitaba”. En la empresa reinaba un silencio fúnebre. Tomás saludó al de recepción, quien le respondió con un chasquido de lengua. “Está picante la cosa”, pensó y tragó saliva. Se dirigió a la oficina de promoción. Lucía todavía no había llegado. Colgó el abrigo en el perchero, se sirvió una taza de té para calmar los nervios. La secretaria entró detrás: el señor Müller quería hablar con él. —Ahora —subrayó, con severidad. Suspiró. —Enseguida voy. Entonces sería el primero en pasar al patíbulo. Ajustó el nudo de su corbata, revisó que tuviera los zapatos limpios, se peinó. La presencia ante todo. Golpeó con los nudillos la puerta del director general. El señor Müller estaba hundido en el sillón de respaldo alto, observaba su computadora con el entrecejo fruncido. Levantó su voluminoso cuerpo y le tendió una mano fría, áspera. —¿Cómo va, Blasco? —con un ademán le indicó que tomara asiento. De un manotazo giró la pantalla de su Mac para impedir que espiara y se inclinó sobre el escritorio—. Lo llamé porque quería hablar con usted. Estaba revisando los números del distribuidor. Aunque la temporada todavía no termina, ya sabe usted que nos sirve de termómetro. Y... Para ser honestos, no me gusta nada lo que veo. La temporada estuvo floja. Más que floja, fue mala. Lisa y llanamente. Pero eso ya lo sabía usted, ¿no? Asintió. El mercado se había reducido casi un 15% debido a la crisis económica y la especulación que se había generado con el cambio de gobierno. Tomás había perdido varias aulas; en las demás zonas tampoco había ido muy bien, según le comentaron sus colegas. Presumió que hablarían sobre la caída en ventas del año; de hecho, en el camino de vuelta había repasado los argumentos que presentaría para tan desfavorable situación. Sin embargo, comprendía que perdía el tiempo: poco le interesaría al señor Müller sus explicaciones. Cuando tomaba una decisión, nada lo hacía cambiar de opinión. Llamaron a la puerta. Entró la secretaria con una bandeja repleta de medialunas de manteca y café. La dejó sobre el escritorio. —¿Quiere algo más, señor? El director general contestó con un gesto, como si espantara una mosca. —Vaya, vaya nomás. —La joven se retiró con la cabeza baja—. ¿Quiere una, Blasco? Mire que están calentitas. Esta panadería las saca una barbaridad... Rechazó el ofrecimiento, no tenía hambre. Sentía una piedra en la boca del estómago. Pensaba en qué usaría la indemnización si lo echaban. ¿Le compraría la moto Kawasaki a su amigo y reemplazaría el lavarropas que ya no funcionaba bien? ¿Se iría de vacaciones al caribe, tal vez a Cancún o Punta Cana (su primo había ido el último verano y decía que las playas eran increíbles)? ¿Guardaría el dinero en el banco y gastaría solo lo necesario hasta encontrar otro empleo? Esto último con seguridad. Siempre había sido un hombre muy cobarde. —La inflación nos ha golpeado muy fuerte, sin dudas —continuó el señor Müller y se sirvió otra medialuna. La primera la había devorado de un bocado—. Bueno, usted lo sabe bien. Vive en el mismo país. Recibe las cuentas de gas, de luz, de agua. Ve lo que aumentaron las cosas en el supermercado, el transporte, la ropa, y el papel... —Hizo una pausa dramática—. Sí, el papel se fue por las nubes. Se hace muy difícil seguir sosteniendo una editorial con precios así. En casos como estos, de crisis, hay que tener mano dura y tomar decisiones que tal vez no sean simpáticas. ¿Me entiende? La pregunta era una trampa: no esperaba respuesta. —Hágase a la idea que estamos en un bote, Blasco —expresó alzando el brazo diestro para acomodarse el reloj. Lo había comprado en Londres, como contaba a menudo. Le echó un vistazo a las agujas y prosiguió—. En el gomón entran doce y el barco se está hundiendo. No puede meter uno o dos más. Son doce y punto. Si los otros tienen que hundirse, mala suerte. Es triste pero hay que hacerlo. Es mi responsabilidad, como dueño del bote. Son decisiones que deben tomarse, por el bien de todos. —Había comenzado uno de sus acostumbrados sermones, pero Tomás ya no quería escucharlo: estaba muy cansado. Que lo dijera, que lo despidiera de una buena vez—. Yo tengo que pensar en la estabilidad del grupo. Prefiero salvar a doce. De eso también se trata la dirección, es decir, con los recursos que hay se hace lo que se puede. Y nosotros somos una PyME, no tenemos tanta espalda. Empezaba a enojarse. Imaginaba su situación en los meses siguientes: yendo de entrevista en entrevista, aguardando días como un idiota a que sonara el celular, sintiéndose un inepto, un incapaz. El señor Müller se arrellanó en su sillón. Se acariciaba la barba blanca, desprolija, con aire pensativo. —Iré al grano, que tengo cosas que hacer. Dígame, Blasco, ¿cómo se ve de jefe de promoción? La pregunta lo tomó desprevenido. La temporada había sido mala, él mismo lo había dicho. No comprendía entonces por qué le ofrecía el puesto. Tampoco se animó a preguntar qué había ocurrido con su antiguo jefe. —Yo necesito gente despierta, que tome las riendas del asunto, que no tenga miedo de dar su opinión, que se plante y me diga cuando las cosas van mal. No quiero una persona condescendiente que diga a todo: “Sí, por supuesto”. ¿Cree que va a poder? —Sí, por supuesto. —Excelente. Esto implica un aumento, obviamente. Por su nueva responsabilidad. No pensé bien el número todavía, lo definiré más tarde. Eso no es lo importante. Lo importante aquí es que usted se haga cargo del bote cuanto antes. Con mis observaciones, claro. Siempre con mis observaciones. Quiero compromiso de su parte, que dé el 110 % de su capacidad. Es una enorme confianza la que estoy depositando en usted. Espero que sepa valorarlo... Sí, ¡adelante! —gritó a la persona que esperaba detrás de la puerta. La secretaria anunció que Lucía Hiriart había llegado, consultó si la hacía pasar. El señor Müller se deshizo de la joven contestándole que se reunirían en un momento. Tomás se levantó con timidez, entendiendo que debía marcharse. El otro lo atajó con la mano. —Espere, Blasco. —Se sacudió las migas que había sobre su camisa—. Como nuevo jefe de promoción es la primera tarea que tiene. Vaya y dígale que queda desvinculada de la empresa. Pídale la computadora, el celular, y el resto de las cosas. Fíjese que no se quede con ningún souvenir. Ya sabe de lo que hablo. —Sí, por supuesto. —No se quede ahí parado. ¡Vaya! Amagó a decir algo, pero el señor Müller ya observaba concentrado la pantalla de su computadora. Le agradeció la oportunidad, cerró la puerta detrás de él. Cuando volvió a su oficina, Lucía revisaba algunas cosas en el interior de su cartera. Lo saludó con un abrazo; lo observó, preocupada. La secretaria le había adelantado que se encontraba reunido con el director general. —¿Y? ¿Qué pasó? ¿Qué te dijo? “Pobre”, pensó Tomás. —Estuvimos hablando sobre varias cosas. —Ajá. ¿Pero qué? ¿Seguís? ¿Habló de los sueldos? Dale, no te hagás el misterioso. Esto no sería fácil. Tomó asiento, unió las yemas de sus manos y con la mirada clavada en la pared, comenzó diciendo: —Hágase a la idea que estamos en un bote, Hiriart...
MARIA GRAZIA A los veintipico años salí con una chica que tenía mucho dinero. Bueno, sus padres lo tenían, aunque no llegué a saber nunca de qué mata les crecía, y al caso es lo de menos. Hace poco me dio por reactivarme la cuenta de Facebook y me acordé de ella. Maria Grazia llegó a la escuela de idiomas el segundo semestre de mi último curso. A mi grupo le daba una hora de conversación a la semana, en la que nos hacía interactuar con una chispa que tenía más de monitora de campamento que de docente. Era una belleza de primer orden. Mediría un metro con sesenta. Tenía el pelo castaño claro casi rubio y los ojos grandes, de un verde que se fundía en azul según el momento del día. Luego de su clase venían dos horas de la teoría más soporífera con la jefa de departamento. Y nadie lo podía disimular. No sé si por la monotonía de la profesora en sí o por el contraste con el chorro de dinamismo que veníamos de presenciar en Maria Grazia. Estaba haciendo sus prácticas como lectora, y parte de ellas consistía en observar a Margarita, nuestra tutora. Por eso se quedaba a compartir calvario con nosotros. Al término de su primera lección se sentó delante de mí, en diagonal, casi al final del aula. Me pasé los ciento veinte minutos mirándola, respirando el olor a cítricos de su champú, mientras la tutora desplegaba su tela de aburrimiento sobre nuestras cabezas. Me alucinaba la concreción de sus rasgos, como esculpidos con un cincel de seda, y la forma en que su pelo reposaba sobre el inicio de los hombros. Se sentaba erguida, recta, poniendo las manitas sobre la mesa de una manera que la hacía parecer ingrávida. A la salida de su segunda tarde con nosotros le solté el bombazo. Me envalentoné a perseguirla desde una distancia prudencial, como de peli de espías, y cuando me di cuenta de que iba a entrar en otra aula me hice el encontradizo. —¿Tienes otra clase ahora? —Sí. Con cuarto B. Una hora más y por fin acabo. Aún se la veía bastante perdida por la escuela, mirando horarios en los tablones y consultando cualquier asunto en su teléfono móvil. Así que me presenté y le pregunté cómo lo llevaba, si tenía piso o hasta cuándo se pensaba quedar. Yo había estado pertrechándome en casa, ensayando qué cosas le diría en ese diálogo que, con suerte, podría durar un par de minutos. No era muy original por entonces, y sigo sin serlo, así que mi exhibición se limitó a eso y a decirle que si necesitaba a alguien que le enseñara la ciudad o la sacara de cualquier lance yo la podía ayudar. Ella me sonrió, me contestó que estaba encantada de aceptar mi ayuda y que, para empezar, necesitaba un compañero para hacer tándem los miércoles en un garito del centro. Yo no sabía ni qué era el tándem, pero lo intuí, y por no parecer imbécil me abstuve de preguntar. Ese mismo día fue miércoles. La pasé a recoger antes de las diez por el portal de su edificio. Bajó envuelta en un abrigo muy voluminoso y caminamos hasta el bar. Como había sospechado, hacer tándem consistía en sentarse a charlar con una persona cuya lengua materna fuera la que uno quería aprender. Así que yo le hablaba en italiano y ella se intentaba comunicar conmigo en un español trabajoso y extraño, como afrancesado. Esa misma noche me di cuenta de que efectivamente era guapa, pero era más suave que guapa. No una suavidad parsimoniosa, sino la de las personas con temple, seguras de sí mismas. Con sus maneras pausadas, con su forma de pasarse el flequillo por detrás de una oreja, o incluso al pestañear hacía que se me ralentizase el mundo. —Me encantan tuS clases. Creo que son lo mejor de la semana. —¿De verdad? —De verdad. Con Margarita me aburro como un hongo. —Pues significa mucho para mí que me digan eso. Yo me las preparo a conciencia, y no es que sienta mucho reconocimiento de la tutora. —¿Y eso? ¿Te trata mal? —Emmm... Digamos que soporta mi existencia. No me extrañó. Debía de ser muy frustrante para la jefa de departamento que una chica veinticinco años más joven captase tanta atención, sobre todo sabiéndose ella con menos cualidades docentes que un microondas. Cuando nos cambiaron de pareja empecé a darme cuenta de que era igual de agradable y atenta con todos los contertulios. La recuerdo con sus gestos lentos de gata, sus jerséis de hilo y sus Converse azules, embarrándose los labios de vaselina, observando desde esos ojos que parecían unos faros antiniebla. Y sintiéndose bien en el centro de todas las miradas. Aun así, quise seguir viéndola, porque es verdad que a mí siempre me daba un poquito más. Me manejaba con esa forma de estar distante pero sin llegar a dejarme ir, de mantenerme a raya pero al alcance de su mano. Así que no me pareció mal empezar a acudir juntos a la biblioteca jurídica las tardes que no teníamos escuela de idiomas. Yo estudiaba y ella mareaba libros. Una de las primeras veces me pidió que le ayudara a traducir su curriculum, porque quería encontrar un trabajo de mañanas que pudiera combinar con sus prácticas en la escuela. Me resultaba raro que fueran pasando las semanas y no le saliera nada, hasta que me enteré de que sus padres le mandaban mil euros al mes. Todas las semanas me pedía que le sacara películas del Hollywood clásico que yo normalmente había visto ya, para ponérselas en castellano y hacer oído, me decía. Bonito chance, pensaba yo, la escena del sofá. Pero nunca salió de su boca una invitación en ese sentido. Siempre tenía que estar encima de que devolviera los DVD a tiempo y no me amonestaran a mí. Luego le preguntaba qué le había parecido Historias de Filadelfia, o La ventana indiscreta, y me respondía que no había tenido tiempo de verlas. En mi opinión, tardó un poquito más de lo debido en contarme que no le consideraba novio, pero sí que había “alguien” esperándola en Sassari. Yo estaba en uno de los dos paréntesis que tuve con la que fue mi novia de siempre, y no me la quise tomar en serio porque tampoco me veía para muchos trotes emocionales. Pero para cuando llegó la primavera ya merendábamos todas las tardes en la cantina de mi facultad. Yo tenía buen rollo con uno de los camareros desde el primer año de carrera. Nos cizañábamos con frecuencia porque él era del Real Madrid y yo del Atleti. De vez en cuando le hablaba de las idas y venidas con mi ex, y alguna vez le conté de qué trataba el posgrado que estaba cursando. El primer día que aparecí por allí con Maria Grazia me guiñó un ojo. Cuando empezamos a dejarnos ver de seguido me dijo sonriente: “Llévate cuidao, que las italianas las carga el diablo”. “Esto es pa distraerme, compañero”, le contesté yo. Cuando las tardes se estiraron consintió en moverse con mi moto por Murcia: de la escuela de idiomas a la biblioteca, de la cantina al tándem, de cualquier antro al portal de su edificio. Mi escúter le recordaba a la de su chico, aunque yo conducía mejor. Más fiable, me decía. De habérmelo pedido, yo la hubiera llevado en moto hasta Cerdeña. En uno de esos viajes me propuso pasar de la biblioteca y echar la tarde en su piso. Vivía en un ático de la calle peatonal que va desde Díez de Revenga hasta la punta opuesta de El Corte Inglés. Era enorme, y lo compartía con una erasmus de Palermo a la que llamaba cugina, no teniendo el menor grado de parentesco con ella. En cuestión de media hora, Maria Grazia me invitó a una infusión, me enseñó la chaqueta de Carolina Herrera que le había mandado su madre desde Ginebra, la sesión que tenía preparada para su próximo miércoles con nosotros, y hasta las fotos de sus últimas vacaciones en Ibiza. En mis visitas posteriores, la compañera siempre tenía a varios erasmus matando tiempo en el piso, y empecé a explicarme por qué nuestras tardes de biblioteca se hicieron algo menos frecuentes. Solía haber una media docena. No me acuerdo de sus nombres, solo de los que eran fijos. Nilma, una portuguesa que hacía periodismo en la privada y llevaba con frecuencia una cámara muy aparatosa al cuello. Y Denis, un francés, estudiante de Economía, que tampoco tenía que currar para vivir a todo trapo y con el que yo no podía competir en igualdad de oportunidades: ni en disponibilidad horaria, ni en posibilidades monetarias ni, hay que reconocerlo, tampoco en estatura. Era de Avignon, lo cual me traía a la cabeza el Picasso de las señoritas desnudas, que naturalmente él no conocía. El señorito de Avignon, le llamaba yo. Salían entre tres y cuatro noches por semana. Maria Grazia solía irse con ellos. Al principio me daba vergüenza evidenciar mis estrecheces cotidianas con una belleza de ese calibre nadando en la abundancia, patinando sobre una vereda sin baches, soleada, transitando hacia lo que ella quisiera que fuese a ser su vida. Algún jueves me incorporé a sus devaneos. Solían empezar en el piso de alguien, a veces en el ático de ellas, luego iban a alguna tasca, y acababan la noche en la discoteca de moda, que por entonces estaba en Centrofama. Y se dejaban querer. Les encantaba tener hasta al más tonto del garito haciendo cola para regalarles el oído. De manera que yo sufría, por mucho que me auto-convenciera de que solo quería echar un par de polvos y, si abandonaba sin haberlo conseguido, las semanas invertidas habrían sido una pérdida de tiempo. Pronto abandoné sus jueves noche. Todavía vivía con mis padres y daba clases particulares a chavales en una academia del Carmen. No era cosa de aparecer con el aspecto de un cadáver todos los viernes, y alguna vez me vi más espeso de lo recomendable. Además, el frenesí de los erasmus empezaba a venirme grande. Y me estomagaba que siempre estuvieran comentando las jugadas de la noche anterior, o cómo hubieran podido mejorarla todavía más, o anticipando lo grandiosa que podía ser la del sábado o la del jueves siguiente. Como si el presente no valiera, o la vida cotidiana fuese para ellos estar atrapados en los intervalos de lo supuestamente importante. Como si abrazar el presente fuese una vulgaridad de proletarios. Entretanto seguí compartiendo algunas tardes de biblioteca con Maria Grazia, y sobre todo los miércoles en la escuela de idiomas. Maria Grazia dedicando su hora a la jerga juvenil más novedosa. Maria Grazia apareciendo con un mapa de su país impreso en un panel más grande que ella, imitando los acentos de cada región como una humorista consumada. Maria Grazia hablando de gastronomía, o de la cronología de la Reunificación italiana. Luego se sentaba al lado mío durante las horas de teoría, y rara vez tenía que intervenir porque la tutora seguía sin involucrarla en sus clases. También nos dejábamos caer de vez en cuando por la cantina de mi facultad, y en una de esas el camarero me preguntó si estaba ya sacando agua del pozo. Yo le dije que todavía no, pero que las excavaciones andaban bien. Algunos de los colegas erasmus se incorporaron a nuestras sesiones de tándem. Y pensé que era una suerte que la lengua de Denis fuese el francés, pues así no me estorbaría. Uno de esos miércoles de abril le propuse a Maria Grazia que fuéramos a tomar algo nosotros solos, en lugar de acudir con el resto de la tribu a la enésima fiesta en un piso de estudiantes. Para mi sorpresa dijo que sí, que le apetecía airearse y pensar en sus cosas. Supongo que fue esa noche cuando la conseguí besar. Estuvimos paseando por Santo Domingo y luego nos metimos en uno de los bares de Plaza de la Merced. Uno que hacía esquina, y recuerdo que por entonces ponía vasazos de Estrella por dos euros con cincuenta. El garito estaba atestado de chavales de vestimenta izquierdosa, entre los que no mucho tiempo atrás hubiera podido estar yo. Quedamos atrapados en una mesa minúscula de un rincón. El murmullo se apoderaba de todos los espacios, por eso estuvimos hablando muy de cerca. Yo había bebido mucha cerveza y me atreví, porque sentí como si una burbuja nos blindara. Ella me vio venir, y me esperó. Su boca sabía tal cual la había imaginado: cálida, carnosa, untada de protector labial. Y pude enredar durante varios minutos los dedos de una mano en su pelo lacio. Luego volvimos caminando a su piso, pero empecé a sentir que se escapaba otra vez. No estaba ahí conmigo. Ya vivía desubicada del presente, como sus camaradas, lamentando algo del pasado, rememorando su vida anterior, o vislumbrando un futuro inmediato que la viniera a rescatar: una excursión al Mar Menor, una fiesta en el piso de Denis a la que nadie me había invitado, una barbacoa en el ático cuando llegara la transferencia de sus padres. Siempre en ese circuito del hastío a la ansiedad, como si también ella pretendiera pillar el tiempo entre los dientes. Esa misma semana conseguí dos golpes de efecto. Accedió a verme jugar un partido de fútbol sala, uno de la fase regular del Trofeo Rector. Nos machacaron como de costumbre, pero yo conseguí un golazo de puntera después de zafarme de un rival y le dediqué a Maria Grazia la celebración. Y justo salió publicado, en el suplemento cultural de un periódico, un cuento que les había mandado y en el que el personaje femenino estaba caracterizado como ella. No me quedaban más conejos en la chistera y aún no había pasado de los primeros besos. Así que me aventuré a confesarle que me gustaba, y ella me contestó que yo era un sol, y un tipo muy “interesante”, para poco después salirme con uno de sus problemas del primer mundo. Le devolví una sonrisa y le dije que era una mimada por la vida, una Peter Pan que jugaba a aprender idiomas como podría haberle dado por la arqueología o el tenis de mesa. Se enfadó. Estuvimos un par de días sin escribirnos. Era sábado por la tarde cuando la llamé para ver dónde estaba. En una cafetería del centro, con la comparsa habitual. La invité a cenar, pero me dijo que iban al piso de un polaco con el que yo apenas había tenido trato. Me ofreció acompañarles. Respondí que no me motivaba el plan y escribí a mis amigos. Esa noche acabé emborrachándome como un puerco y, cuando desperté a la mañana siguiente, vi que había estado llamando por teléfono a Maria Grazia a las cuatro de la madrugada. Ella me había mandado un WhatsApp disculpándose por no haberme cogido el móvil, y diciéndome que a las horas que la llamé ya dormía. Los días posteriores decidí no avasallarla. Pensé que el miércoles en la escuela tendría oportunidad de hablar con ella para destapar todas mis cartas y ver por dónde me salía. Más de una vez me sorprendí teniendo ideas de merodear su avenida. Afortunadamente no lo hice. Debió ser martes por la tarde cuando fui a la biblioteca a devolver unos libros, y me pasé a merendar por la cantina antes de ir a entrenar con los del equipo. —Chaval, el otro tipo —me dijo el camarero. —Qué tipo. No sé de qué me hablas. —Es que no sé cómo se llama. Creo que es francés. —¿Denis? —Sí... O no sé... El francés larguirucho. Te ganó la mano. Les he visto por aquí varias mañanas. Como yo ponía cara de no ir conmigo la cosa, él continuó. —Ayer mismo le tiré de la lengua, le dije ¿con cuál te vas a quedar, con el francés o con el chico de posgrado?, y me contestó “con el francés”. Le dije que eso no era asunto mío, y me despedí con una sonrisa bastante decente, teniendo en cuenta que acababa de explotarme el corazón en astillas. Odié la indiscreción del cantinero, pero no tardé en darme cuenta de que me había hecho un favor. De no ser por él hubiera seguido a expensas, cada vez más encabronado. Me dio la oportunidad de alejarme de una manera digna. Se me llenó la cabeza de veneno. Volví en mi escúter por Floridablanca. Me entraron ganas de estamparme contra un contenedor de vidrio, y luego de arrojarme al Segura con moto y todo mientras atravesaba el Puente de los Peligros. No necesité volver a su clase de conversación para aprobar sexto de italiano. Hace poco pude ver en Facebook que se había casado con el tipo de Sassari. SOLO PARA ERMITAÑOS In memoriam Goethe
GLEIBER ÁLVAREZ (San Carlos de Austria, Venezuela, 1994). Licenciado en Castellano y Literatura. Autor del folleto Decálogo para aspérgeres (Imaginante, 2018) y de la plaquette Post mortem (Imaginante, 2018). Ha publicado cuentos y poemas en revistas como Página Salmón (México) y Philos (Brasil), entre otras.
SOBRE LA LEY DE KAFKA En el cuento titulado ‘Ante la ley’ de Franz Kafka, el autor se limita a contar someramente la historia de alguien, supongamos que se llama Gómez, quien desea entrar a la ley y le resulta imposible porque su destino así lo dicta. Los aficionados a Kafka, que no son pocos, pero tampoco muchos, ya saben cómo termina el terrible cuento, quizá el más áspero de todos los cuentos. Quizá el mejor. Sin embargo, a pesar de su paradójico argumento, este relato no agota todas las posibilidades de la ley, ya que resulta sospechoso el silencio que mantiene su autor sobre los entresijos y laberintos interiores, lo que ha dado lugar a no pocos interrogantes y conjeturas metafísico-filológico-legales. Ciertos descubrimientos literarios han puesto de manifiesto algunas lagunas en el mapa interior de la ley. En primer lugar, en lo que se refiere a su estructura general, el cuento apenas ofrece unos pocos datos tan superficiales que resultan insuficientes. Sin embargo, estudios recientes han arrojado un poco de luz sobre algunos aspectos aislados. Hace poco se ha sabido, gracias a la moderna técnica de la fotografía aeroespacial, que el edificio de la ley posee ciertas peculiaridades que lo hacen único. Se sabe que el muro exterior es un círculo inmenso, carente por completo de ventanas. Esto ha sido confirmado por una expedición que ha tardado treinta y nueve años en rodear el edificio y ha tomado nota de su estilo arquitectónico. La infinita estructura es un conjunto de círculos concéntricos semejante al descrito por Dante en su Comedia, pero menos poblado. Todo el mundo conoce, gracias al cuento de Kafka, al guardián del primer patio y su carácter antipático y sublime. Prescindiré por ello de referirme a él, por el momento. El guardián del segundo patio amurallado, lejos de ser más poderoso que el primero, tal y como quiere dar a entender este en su conversación con el suplicante, es una persona sencilla y modesta que vive de los escasos ingresos de su trabajo, y que jamás ha sostenido la más mínima disputa por conseguir llegar a ocupar el primer puesto, es decir el de guardián exterior, que es el más prestigioso y solicitado, ya que le ha permitido protagonizar uno de los cuentos más terribles de la literatura metafísica. En su célebre ensayo Los guardianes de la ley el doctor Amadeus Lómbriz nos ha dejado la descripción detallada de los guardianes más sobresalientes. El cuarto guardián se llama Stephen Dédalus, y es un famoso actor dublinés que ejerció de arquitecto en la isla griega de Creta, donde aprendió el arte de construir mansiones incomodísimas, arte que luego aplicaría en el diseño de la ley. Aunque la ley fue construida, básicamente, para que el suplicante no lograra nunca entrar en ella, esto no significa que la imagen que el primer guardián, llamado Cirilo, le ofrece al pobre suplicante, Gómez, de solidez y unidad en las voluntades de los guardias que la habitan, sea enteramente así. Todo lo contrario. Ya desde la época de las obras, que atrajeron muchedumbres de obreros de muchos países, los conflictos y las luchas sindicales habían convertido ese magnífico proyecto en algo confuso y sangriento. Pero todo ello no fue nada en comparación con la terrible orgía de odio y terror que se organizó a la hora de elegir a los diferentes guardianes. Durante las oposiciones, a las que se presentaron más de cincuenta millones de candidatos para cubrir una sola de las plazas, que luego se redujo a ninguna, los estiramientos de chaquetas fueron tan enormes que a algunos de los jueces les fue remitido un extremo de su propia chaqueta desde otros continentes. Cuando Gómez se presentó el primer día ante las puertas, las cosas estaban muy mal. Kafka no quiso o no supo ver la putrefacción que reinaba en el interior, y se limitó a relatar los modestos hechos que atañen a la vida de Gómez, como si el destino de este fuera lo más importante en todo el asunto. Y para ello no dudó en poner en boca de Cirilo la historia de guardianes cada vez más impresentables y feos. Ahora sabemos que su relato no es más que un modestísimo episodio superficial y ajeno a los conflictos que surgieron entre los responsables de cada puerta. No solo no estaban por la labor de no dejar pasar a nadie, sino que si Gómez no se hubiera dejado engañar tan fácilmente por un cantamañanas como Cirilo y hubiera llegado a hablar con el segundo guardián, habría tenido la oportunidad de entrar en la ley hasta donde hubiera querido, pero, y esto es lo más importante, lo más seguro es que no hubiera pasado de ahí, a la vista del desastre que reinaba dentro. He aquí los nombres y las vidas de algunos de los guardianes que figuran en el erudito catálogo del Dr. Lómbriz. Cartílagus, guardián de la puerta 76. Experto en reuniones de cinco personas. Escribió el famoso ensayo Los Cinco. Usumiyo Tomiyo, encargado de vigilar la puerta número 13. Era un japonés oriundo de Kioto que jugó un papel protagonista en su propia vida, en la que intervino de un modo decisivo, inmiscuyéndose en sus propios asuntos de un modo tan brutal y salvaje que se vio obligado a huir a través de Siberia, en un viaje por toda Asia Central en busca de la puerta que le permitiera vigilar su propio destino. Gabriel el barroco, del que ya he hablado, que era el guardia de la segunda puerta. Fue durante un largo período de su existencia, un lector empedernido de toda la literatura que se escribió acerca de la filmografía de Tarkovski. Pasaba las largas veladas nocturnas de vigilancia leyendo a los clásicos del tema. Muchas veces daba un paseo hasta cerca de la puerta principal y allí podía escuchar las conversaciones entre Gómez y Cirilo. Los oyó hablar mucho de guerras y de modas. También de cine. Esto último fue lo que le hizo interesarse por el cineasta soviético, uno de cuyos personajes, Stalker, era guardia de una de las puertas más alejadas. Un tal Garrolura guardaba la puerta 315, y llegó a decir, en contra de la opinión del propio Kafka, que a partir de un cierto número, todas las puertas carecían de guardián, o bien este era un tanto amanerado, y si Gómez hubiera llegado hasta la puerta 141 a partir de allí todo hubiera sido coser y cantar. Pues bien, este sujeto hizo un famoso viaje hasta la puerta amarilla, que es la que hay un poco más allá de la número 69. Al volver se le oyó decir que en la 314 se escuchaba continuamente un villancico. Y que en la 628 había leído el libro Kimir, donde se afirma que el libro Kimir no existe. También traía una foto de una galería en la que había tres sillas vacías y un vaso de leche desnatada. El guardia de la puerta número 39 era un pariente lejano de Gómez, aunque este ignoraba esta circunstancia. Se llamaba Patricio Mendoza y era doctor en semiología por la universidad de Semiogrado. Había escrito una novela durante sus años de estudiante titulada La Piedra de piedra, cuya acción transcurre en la ciudad de Petrogrado, donde un hombre es acusado de asesinar a su propia bisabuela después de haberla violado con la ayuda de una mecedora de piedra gótica que había pertenecido a un comerciante judeo-húngaro natural de Piedrahita. Luego resulta que el auténtico dueño de la mecedora era también otro de los guardianes, el de la puerta número 837, el cual acusa a Mendoza de involucrarlo en asuntos tan turbios como el tráfico ilegal de mecedoras a través de los montes Urales. Según las fuentes literarias consultadas, el tal Gómez era un aficionado a la fotografía, cuya única obsesión en la vida era entrar a la dichosa ley, no se sabe con qué propósito. Al parecer, había oído decir en su pueblo que la estaban construyendo con la única finalidad de no dejarlo entrar a él, y esto le bastó para que se emperrara en la idea de entrar allí como fuera y echarle fotos a lo que fuera. El caso es que el guardia de la primera puerta, que era de una empresa de seguridad que exigía a sus empleados una sólida formación literaria y filológica, se puso un tanto quisquilloso y le contó la historia que Kafka nos ha dejado escrita, sobre vigilantes con mucha más energía negativa que él. Esta conversación llegó a oídos del tercer guardián, llamado Crémel, hasta el que llegaron también los ecos de las discusiones preliminares, pues el segundo tenía a veces su puerta abierta y hasta allí llegaban los ecos traídos por el viento del desierto. Cirilo a duras penas había conseguido mantener a raya a Gómez en su intento por entrar allí. Mediante engaños y argucias consigue que crea que eso es imposible. Además le explica con claridad que allí dentro no está permitido el uso de máquinas fotográficas, sobre todo si llevan flash. Esto no lo dice Kafka pero existe constancia de que fue así. Cierta noche, después de convencer a Gómez de que no siguiera insistiendo, Cirilo y Crémel salieron a tomar unas copas por los barrios de Praga. —¿Qué quería ese? —dijo— Crémel, quien no tenía muy claro el asunto. —Es un aficionado a la fotografía y a la ley. Mientras estaban hablando apareció en el pub una tal Felice, que era la encargada de la puerta 69. —¿Qué tal, cómo va todo por la ley? —dijo ella. Mal —dijo Cirilo— hoy he tenido una trifulca con Gómez. —Pero creo que no se le esperaba hasta el año que viene, o al menos eso me dijo Franz el otro día —dijo Felice. —Franz no se entera de nada últimamente —dijo Crémel— desde que está escribiendo esa novela del Castillo, lo que pase aquí le trae sin cuidado. —Pues creo que te ha puesto un pleito por suplantación literaria - dijo Felice. —¿A mí? —dijo Crémel— ¿por qué? —No estoy segura. —No ha sido a Crémel —dijo Cirilo— sino a ese tal Tomiyo. Está sin aparecer por su puerta más de seis meses. Según creo ha tenido problemas últimamente con la felicidad. El hombre tenía una casa de papel y fue atracado por un atracador de papel, durante la celebración del gran año del papel, quien le robó los trescientos gramos de felicidad que había ahorrado durante los últimos años con los ahorros de su empleo en la puerta 13. Aunque habló de ello con Kafka y luego ambos se hicieron una foto dándose la mano, creo que después un abogado que también era fotógrafo fue a su casa y le entregó el papel de la demanda. —Mala suerte —dijo Felice. —Había recurrido a un inventor de placeres para que le recomendara algo nuevo —dijo Crémel— no se le ocurrió otra cosa que decirle al pobre Tomiyo que se dedicara a escribir. Tomiyo le dijo que no se le ocurrían temas para hacerlo y el inventor de placeres le recomendó que escribiera sobre algo ya escrito, con lo que se ahorraría el trabajo de buscar un tema. —¿Y qué tiene que ver todo eso con el pleito? —dijo Felice. —Que a Tomiyo se le ocurrió la idea de escribir sobre un cuento de Franz que se llama Ante la Ley. Tomiyo afirma en su escrito que las cosas no fueron como decía el abogado de Praga, o al menos no todas. Parece que desde que está dedicado a escribir eso ya no viene a vigilar. Y Franz ya le ha dicho varias veces que su trabajo no es cambiar sus argumentos, sino estar en la puerta y vigilar —dijo Crémel. —¿Pero Franz controla personalmente las puertas? —preguntó Cirilo. —Supongo que no. De hecho no sabía la cantidad de conflictos que hay entre los guardianes. Fue el propio Tomiyo el que publicó un artículo dejando al descubierto la confusión que reinaba en la Ley. Incluso hizo una exposición fotográfica con guardianes tirándose los trastos a la cabeza. Franz lo ha denunciado por abandonar su puesto de trabajo para dedicarse a revelar secretos literarios. —Pero si Kafka no admite que existan guardias como Tomiyo, ¿cómo lo va a demandar por dejar la puerta 13? —dijo Cirilo. —Eso no es asunto mío —dijo Crémel. En ese momento vieron entrar a Gómez en el pub y acercarse hasta la barra donde pidió un Martini con hielo y sal. Cirilo trató de ocultar su cara para no ser descubierto por Gómez, pero este lo vio al darse la vuelta para ver quién había por allí. Se quedó asombrado al hallarlo en compañía de los otros dos. Cirilo saludó con cara de circunstancias y Gómez se acercó hasta ellos. Al ver a la chica lo primero que se le ocurrió fue hacerles una foto. Luego tomó asiento con ellos. —¿Cómo estás? —le preguntó Cirilo conciliador. —¿Y tú me lo preguntas? ¿Cómo quieres que esté? ¿Es que no sabes que no he conseguido avanzar ni un solo centímetro en la ley? —Vamos a ver una cosa —dijo Crémel— todos sabemos que la ley solo fue hecha pensando en ti. Pero eso no significa que tengas que entrar de cualquier manera. De hecho, los albañiles que la construyeron dejaron dicho que solo si se te negaba el paso a toda costa la ley cumpliría plenamente su propósito, y tan es así, que si te quedaras fuera para siempre, esto podría ser considerado el mayor éxito de la arquitectura enigmática y literaria moderna. —¿Quién es este sabihondo? —dijo Gómez mirando a Cirilo. —Mi nombre es Crémel y soy el tercer guardián. Pero os he oído discutir la semana pasada y estoy al tanto de todo. —Me parece que no necesito tantas coplas. —Mi nombre es Felice y soy la vigilante 69 —dijo ella presentándose y alargando la mano con suavidad. —Me alegra ver que no todos son iguales. Al día siguiente, con la excusa de que había quedado citado con Felice para hacerle unas fotos junto a la puerta 69 y de paso hacerse algunas juntos, Gómez logró convencer a Cirilo de que lo dejara entrar solo hasta la puerta 69, bajo la promesa de volver por la tarde. Esta intromisión completamente irregular alteró los nervios de muchos guardianes que vieron amenazado su puesto de trabajo, ya que ello suponía el fracaso de todo el proyecto. Casualmente Usumiyo Tomiyo se hallaba ese día en su puesto y al ver aparecer a Gómez con la cantinela de que lo dejaran pasar para ver a Felice, y que luego saldría él mismo por su propia voluntad, adoptó una actitud muy hostil y le dijo que antes de dejarlo pasar tenía que consultar con algunos críticos literarios. Gómez sabía de sobra que cualquier consulta con la crítica especializada supondría su probable expulsión inmediata de la ley y que perdería todo lo conseguido hasta allí. Se pusieron a discutir en voz alta y el alboroto llegó hasta los oídos del cuarto guardián, Stephen Dédalus, el cual se apresuró a acudir para intentar solucionar la trifulca. Como había sido uno de los maestros de obra que hizo la ley, se le consideraba una autoridad en los asuntos relacionados con la misma. —Veamos —dijo— ¿qué pasa aquí? Tomiyo le explicó lo que pretendía Gómez, por lo que se veía obligado a consultar con algunos expertos en la cuestión. El experto era un tal Bruno Policarpus, el cual comenzó a sacar tratados de literatura comparada, catálogos y antiguos poemas. Luego consultó la epopeya heroica sobre el gigante Gilgamesh, su vida y sus hazañas y sus malas relaciones con el gigante Enkidu. También consultó la Biblia, y la expulsión del paraíso terrenal por motivos más bien superfluos. Por último examinó un viejo tratado sobre el laberinto de Cnossos. —Aquí dice —dijo el crítico refiriéndose al Génesis— que por comerse una simple manzana fueron expulsados del paraíso. El árbol del bien y del mal estuvo presente durante aquella emocionante jornada. Hubo mordiscos y serpientes. En fin, no faltó de nada. Pero, sinceramente, no veo motivos para tomar una decisión tan drástica por una fruta tan sana y natural. Ni que fuera la única manzana. No sé qué pensar. —Eso no nos ayuda con el problema —dijo Dédalus— aquí la cuestión no es echar a nadie de ninguna parte sino, simplemente, no dejarlo entrar. Y el motivo es aún más oscuro, ya que no lo tenemos claro. Según parece la ley se hizo por recomendación de un agrimensor anónimo. Luego Kafka fue por ahí diciendo que este hombre aquí presente iba a venir con la intención de meter sus narices dentro, pero sin decir para qué ni cómo. Cuando se presentó Gómez todo estaba ya casi preparado para empezar a impedirle la entrada. Todo el mundo pensaba que lo que había dicho Kafka eran palabras que pertenecían a la propia ley, y que de alguna manera su construcción obligaba, como una consecuencia de carácter sobrenatural, a cumplir aquéllas palabras que el escritor dejó impresas. La crítica tomó cartas en el asunto y dio alas a la teoría de Kafka. Todos los críticos se hicieron una piña con el asunto y el pobre Gómez, al que habían involucrado literariamente, se vio envuelto en un dilema insencillo. O quedarse en su casa con modesta disposición, haciendo caso omiso de las habladurías, o presentarse ante la ley a sabiendas de que todo iba a estar en su contra. —Comprendo —dijo Policarpus— y estoy convencido de que un análisis profundo de las confusiones a que ha dado lugar la ley podrían ayudar a esclarecer la cuestión. De todas formas, mi consejo es que, de momento, Gómez actúe conforme a su propia conciencia. La ley es la ley, pero el alma humana tiene también sus pequeñas leyes que no son paja blanda. —Yo no aspiro a nada —dijo Gómez— y me importa un bledo la ley. Lo único que estoy intentando hacer es ir a ver a Felice, con quien tengo algunas cosas que me interesa aclarar. Entre ellas, me gustaría hacerle algunas fotos junto a su puerta. Se lo prometí y ella es una mujer que no es fácil de olvidar. Por ello necesito que la crítica literaria se pronuncie acerca de la conveniencia o no de cruzar las puertas de la ley de una forma natural, con la rotundidad que da el no saber nada de nada y el descreer de los compromisos poéticos y ontológicos de la ley. —Pero nadie debe olvidar esos compromisos —dijo Tomiyo— o de lo contrario habremos ido demasiado lejos. —¿De qué estás hablando? —dijo Gómez. —De mí mismo —dijo Tomiyo. Pero antes de que nadie pudiera contestarle apareció Stalker, que era el vigilante de la puerta 314. Según dijo había abandonado su puesto de trabajo hacía más de veinte años y erró sin ningún orden por los pasillos de la ley en busca de la persona encargada de pagarle la nómina, pues estaba sin cobrar varios lustros. Llevaba una fotografía vieja de esa persona, que era más una ficción que una realidad, y probablemente la foto aquélla la habría sacado de algún catálogo viejo y pasado de moda. Stalker tenía una amiga que era la encargada de la puerta 628. Entre ambos habían organizado una tertulia literaria en un lugar llamado la zona literaria, que poseía la virtud de que los participantes lograrían escribir versos excelentes. El guardián de la puerta 471 se llamaba Pirano y había organizado un círculo agrícola alrededor de su puerta donde se hablaba y discutía de todos los asuntos cerealistas y agropecuarios así como hortofrutícolas de la parte más fértil de la ley. Sin embargo esto no fue visto con buenos ojos por el de la puerta 96, de nombre Cardolario, que había asistido a algunas reuniones del Círculo de Viena, y en su opinión el círculo agrario poseía un radio pi veces inferior al del círculo de Viena, por lo que sostenía la superioridad de aquél con respecto a este. Igualmente afirmaba la superioridad del círculo vienés con respecto a la tertulia de Stalker. También intentó ligar con Felice, de la puerta 69, basándose en la similitud de sus números, pero a ella ése detalle no la había convencido del todo. Una mañana Gómez se presentó ante la ley con una fotografía del círculo de Viena y otra de la Tertulia de Stalker, en la que aparecían este acompañado por García Lorca, Miguel Hernández y la otra amiga que regentaba un night club en la puerta 628 y que, junto con Stalker, eran los organizadores de aquella tertulia, la cual se celebraba en la puerta 471, donde había un café llamado Tertulia 17. En la foto del círculo de Viena estaban representados Freud, Wittgenstein, Godel y Mata Hari, formando un cuadrado inscrito en un círculo de radio igual a un metro y 314 centímetros. La guardiana de la puerta 628 se llamaba Sonia. Al ver ambas fotos Cirilo le dijo a Gómez con sorna: —¿No se tratará de otro de tus trucos para que te deje entrar otra vez? —Nada de trucos. Con estas fotos quiero demostrar la superioridad de la tertulia de Stalker, ya que el radio de dicha tertulia, que también es circular, mide exactamente un metro y seiscientos noventa centímetros, por lo que sobrepasa al de Viena en más de trescientos centímetros. En aquel momento salía por la puerta principal Usumiyo Tomiyo acompañado por Garrolura y Dédalus, el famoso albañil irlandés. Iban con la intención de darse una vuelta por la tertulia de Cansinos, ya que habían oído decir que esa noche iba a ir Kafka, y deseaban escuchar sus opiniones acerca de la ley para corroborarlas o, en caso necesario, rebatirlas. Gómez decidió acompañarlos, ya que el truco de las fotografías no le había funcionado. Sin embargo al llegar al café donde habitualmente se celebraba dicha tertulia, les dijeron que esa noche la habían trasladado a la puerta número cinco, donde había una cafetería llamada La Quinta de Pi. Con la excusa de asistir a la tertulia, Gómez consiguió de nuevo entrar en la ley. Al llegar al pub ya habían tomado asiento algunos poetas y celebridades, entre ellos Kafka y Cansinos. También había un barbero famoso y varios andaluces de Jaén, así como algunas estudiantes de talleres literarios con su vaso de gin tonic. —La poesía exige silencio —dijo Cansinos rompiendo el silencio que reinaba. —El tamaño del silencio solo se puede medir en silencio o bien con alguna cancioncilla popular —dijo Dédalus, que se había incorporado a la tertulia con gran entusiasmo como corresponde a un gran amante de las tertulias. —Tenemos que hacer algo, o de lo contrario se quedará sin hacer —dijo Kafka. —¿Algo como qué? —preguntó Tomiyo. —No lo sé, cualquier cosa, lo que sea con tal de satisfacer al destino. El destino exige satisfacción y nosotros nunca estamos preparados para dársela —dijo Kafka. —Ese es un tema complicado —dijo Garrolura—, en cambio sería mucho más sencillo que el destino nos diera satisfacción a nosotros, a pesar de ser imposible. —¿Hablas por ti o por alguien más? —dijo Gómez. Garrolura dio un sorbo a su vaso de ron con tónica. —Hablo en nombre de todos aquellos que quieren que hable en nombre de los que no saben que no voy a hablar en su nombre. —No quiero entrar en detalles vergonzosos, pero creo que entrar en la ley no debería ser un detalle vergonzoso —dijo Gómez. —Eso lo dices porque ignoras la ley —dijo Tomiyo—, pero yo sé cómo es y no me gustaría cargar con ella. —Los empleados pueden salir por la puerta de atrás que siempre estará abierta para irse —dijo Kafka. Yo ya tengo bastantes problemas con mi padre y con un proceso que me han imputado por no sé qué. Además está el asunto ese del castillo. No tengo tiempo material para dedicar a los miles de guardianes que custodian la ley. Tendría que ser dios para poder ocuparme de todo, y aun así me vería desbordado por las súplicas constantes de todo el mundo. Que cada uno se entienda con sus asuntos. La zona comprendida entre las puertas 69 y 96 era conocida como la zona M, y era la más peligrosa literariamente. Algunos de los guardias estaban tan bien informados sobre todo tipo de asuntos que a veces escribían en las paredes frases enigmáticas para que todo el que pasara por allí no las comprendiera y mientras se esforzaba por entender su significado incomprensible los guardas aprovechaban ese momento para largarse a las afueras y hacer fotografías de todo cuanto les apeteciera. Alguno de los guardianes, como el de la puerta número 77, eran fotógrafos tan encomiables que habían conquistado el título de doctor fotográfico. Uno de ellos consiguió fotografiar un objeto tan extraño que llegó a ponerse en duda la existencia real de la fotografía misma, afirmándose que era un simple duplicado, y que tanto el objeto como su foto eran falsos. Otro logró fotografiar una piedra que había en el suelo, pero lo hizo con tanta vehemencia que parecía cosa de magia. Varios fotografiaron a personas que habían regresado de un viaje tan largo que en sus rostros se leía la perplejidad. En la puerta 700 había un célebre agricultor y mentiroso que se dio a conocer por sus estudios de agricultura literaria católica. Durante muchos años sostuvo la teoría de que la longitud media de las raíces de las matas de pimientos era diez veces pi. Esto le granjeó la enemistad de la mayoría de los agricultores de la ley, que no veían la necesidad de relacionar pi con el cultivo de los pimientos, ya fueran rojos o verdes. Hubo controversias y certámenes. Pepe, que era el nombre del agricultor, asistió con asombro a la refutación de los principios agrícolas que con tanto ahínco había establecido sobre la base de sus estudios acerca de las plantaciones postmodernas de pimientos agrarios. Vio con estupor expandirse la doctrina según la cual él mentía acerca de pi y los pimientos. —Me importa un rábano que digan que miento acerca de pi y los pimientos —dijo en un congreso acerca de la cuestión de las raíces de las plantas de pimientos y su relación con los números transcendentes, dejándose llevar por un arrebato rabanístico. Pronto se averiguó que la teoría de Pepe carecía de fundamento algebraico. El valor medio de las raíces de las matas de pimientos diferían de 10 П en más de la raíz quinta de П. Como además pi, por ser un número transcendente, no podía ser raíz de ningún polinomio de coeficientes reales, menos aún lo sería de una mata de pimientos, aunque tuviera coeficientes contrarios a la ley. Y lo que se dijera acerca de las raíces bien podría ser dicho de las ramas. Pepe se había ido por las ramas al formular una teoría tan arriesgada sobre las raíces. El árbol de la ley fue plantado por uno de los guardianes más ancianos. Había sobrevivido a varios concilios y esto le valió el sobrenombre de “el Púas”. Era conocido como Paco el Púas y desde joven destacó por su habilidad para deber dinero a la gente. Incluso llegó a deber dinero a personas que no habían existido nunca y de la que no se tenía noticias. Cuando las deudas le llegaron hasta las raíces de la memoria, decidió sentarse en una silla a descansar y esperar bajo el árbol de la ley. Cuando Garrolura supo por persona interpuesta que el árbol de la ley cobijaba a un descansador, quiso hacerle una fotografía paralela, por lo que acometió la tarea de interrogar a todo el mundo. Sus preguntas comenzaron en marzo de 87 y se prolongaron por espacio de varios veranos. Todas las primaveras acudía hasta la silla de Paco a preguntarle que cómo había logrado sentarse bajo el árbol de la ley —Soy un hombre que debe demasiado dinero para estar sentado fuera de la sombra del árbol de la ley —dijo. Pronto brotó una mata de pimientos bajo el árbol de la ley. Garrolura hizo una foto en la que aparece un desierto rodeado de sombras. Esto llamó la atención de varios acreedores de Paco, que no se explicaban cómo era posible fotografiar un desierto bajo el árbol de la ley. —Venimos a que nos enseñes a fotografiar desiertos —le dijeron a Garrolura al llegar. —Me importa menos de medio pimiento todo el dinero que os debe Paco. Para mí lo único importante es que los pimientos nacidos al amparo de la ley estén todos bajo el proceder de pi y de los múltiplos de pi. —El desierto no es calculable sin pi —dijo uno de ellos. —¿Cómo puedo haceros ver que debajo de este árbol solo están permitidas las sombras cuyo perfil se someta a la octava categoría de la cifra de pi? —No te es posible hacérnoslo saber. Paco, el descansado, el salpimentado, el debedor, tomó esa silla en la que ha sido fotografiado 314 veces sin interrupción. Eso es mucho dinero. Nosotros no descansaremos hasta fotografiar a Paco recibiendo un pimiento y algo de dinero de manos de Pepe. Garrolura no salía de su asombro. Hizo venir a una hermosa bella llamada Juana y le mostró toda la escena. —¿Qué me estás enseñando? —dijo aquella. —Lo mismo que tú ves aquí. Paco ha acumulado deudas que son una maravillosa monstruosidad. Ahora comienza a darse cuenta de que en su silla todo es posible. Pepe está obligado a entregarle el pimiento central de su cosecha. El descansador de la silla del árbol de la ley fotografiado por Garrolura con un pimiento fue puesto como hoja de perejil por sus enemigos. Cuando en la ley se hizo el silencio, todos entendieron que se estaba haciendo tarde. Al otro día apareció Stalker con una bolsa de pimientos verdes e hizo un revuelto de pimientos y ajos para salpimentar la vida de Paco. La llegada de Stalker obligó a Garrolura a sacar una foto al árbol. Pero justo en el preciso instante de hacer la foto, desde lo alto de la copa del árbol algo descendía por el aire. Parecía un trozo de papel blanco por un lado. Por el otro era una imagen fotográfica en la que aparecía Dédalus acompañado por Gómez y Sonia. Los tres estaban junto a una hormigonera en la que sin duda se estaba amasando materia para construir la ley. De tal modo que en la foto de Garrolura se veía, a su vez, la foto que descendía de lo alto del árbol de la ley, además del propio árbol. Todo esto movió especulaciones y cábalas acerca de lo que podría significar aquella foto. —¿Se puede saber qué hacías con Gómez y Sonia en esta foto? —preguntó Garrolura a Dédalus mostrándole la foto que él mismo había sacado y en la que se veía la otra foto. —En esa época yo era amante de Sonia —dijo Dédalus. —¿Y Gómez, qué significa su presencia junto a vosotros dos y la hormigonera? —Por aquel entonces éramos jóvenes y necesitábamos hacer el indio. Gómez apareció un día diciendo que había recibido una carta de un agrimensor de Praga en la que le rogaba que comenzara cuanto antes a construir un almacén para dar cobijo a la ley. Gómez era un famoso psiquiatra de Jaén que había estudiado fotografía aérea con un tal Evaristo Pérez. Pero en febrero de 1918 se publicó el cuento de Kafka Ante la ley y Gómez se sintió aludido personalmente. Acto seguido se matriculó en el curso de fotografía agraria del Dr. Lombriz, en Hamburgo y más tarde fue a los Alpes con la excusa de fotografiar unos matojos que habían crecido alrededor del círculo de Viena. Esto le dio ocasión de intervenir en la famosa tertulia lógico-positivista donde hizo una foto al empirismo neocriticista de Popper, en la que aparecen varias moscas y dos o tres plumas de pollo húngaro. La foto le granjeó las puertas del gran mundo académico y la universidad de Heildelberg lo contrató para dar un curso sobre pollos y moscas sueltas. Pero al cabo de poco tiempo la prensa reveló que en la ley había crecido un árbol a cuya sombra estaba descansando un descansador. Gómez vio en esa noticia la gran oportunidad de su vida. A partir de entonces sucumbió a la tentación de fotografiar algunas cosas que luego dio a conocer. Según Dédalus, Gómez fue a entrevistarse con Kafka después de conocer la noticia de la aparición del árbol dentro de la ley. Quería organizar una expedición. —Me gustaría entrar en la ley —dijo. —No puedo ayudarte. Hay guardianes ad hoc para impedírtelo. Yo tengo un cuento escrito acerca de ti y no me gustaría tener que cambiarlo. Es un relato magnífico y un regalo del destino. —No entiendo de literatura. Yo soy fotógrafo y lo único quiero es fotografiar el árbol que ha crecido al amparo de la ley. —¿Eres acaso agrimensor? —dijo Kafka. —Soy agricultor, psiquiatra y fotógrafo agrario. Me gustan los árboles, sobre todo si nacen de manera imprevista. Espero poder hacer una exposición completa de la ley por dentro. Además he oído decir que un descansador se halla sentado permanentemente bajo ése árbol. Eso es importante para mí, que percibo en ello el símbolo de algo hermoso. —¡Maldita sea! —dijo Kafka. Me estás volviendo loco con tanta ambición. Confórmate con mirar por la rendija o por las ventanas. Tras esta agria entrevista, y siempre según Dédalus, Gómez anduvo preguntando por los alrededores del monstruoso edificio de la ley hasta que se enteró de que Garrolura estaba preparando una bienal en Mojácar con sus fotos de la ley y su árbol. Gómez adquirió una hormigonera, siguiendo las instrucciones que el agrimensor de Praga le había hecho llegar. Yendo una tarde con la hormigonera por un callejón en dirección a un paraje de las afueras, para comenzar a construir el almacén, siguiendo el consejo del agrimensor, se encontró con Garrolura que estaba tomando unas cañas acompañado de Sonia y el mismo Dédalus. Pero en aquélla época Gómez todavía no había paseado por delante de la puerta de la ley con la intención de entrar. Como el paso de la hormigonera hacía tanto ruido, ya que se hallaba en plena acción de amasar material para su edificio, esto molestó a Sonia, que se interpuso delante de Gómez y le abofeteó con inusitada energía. Gómez cayó al suelo y la hormigonera continuó su camino. Al oír el relato de Dédalus, Garrolura se puso de mal humor ya que era una historia muy extraña. —Creo que mientes en lo de Gómez y la hormigonera. ¿Cómo puede esta avanzar por la calle como si fuera un vehículo? Estos acontecimientos fueron narrados por el doctor Amadeus Lómbriz en su célebre obra completa La hormigonera y la ley. Anécdotas de la ley Anécdota número 1.- Gómez no sabía que Sonia era amante de Stalker. Por eso quiso visitarla en su piso de Praga, para preguntarle por la hormigonera. Después de aquella tarde en que fue abofeteado por Sonia, había perdido de vista la hormigonera, ya que después del bofetón, fue a pasear por el muelle y ya no pensó más en la ley. Sonia era compañera de piso de Felice, y cuando Gómez fue a su piso, Felice no estaba presente. Luego, mucho después, cuando Gómez conoció a Felice en un pub del barrio gótico de Praga, no imaginaba que Felice era conocida de Sonia. Gómez quiso entrar a la ley solo para hacerse unas fotos con Felice, pero esto le acarreó problemas con la crítica literaria. Algunos críticos publicaron artículos ridiculizando las ambiciones fotográficas de Gómez y atribuyéndole pretensiones que Gómez no tenía, pero el mundo es así. Gómez se vio obligado a escribir un largo ensayo acerca de sí mismo para exponer ante la opinión pública sus propias opiniones sobre la ley, la fotografía y la hormigonera. También habló de pollos húngaros y de Stalker. De este último hacía afirmaciones tales como que no tenía ni idea de cómo organizar tertulias literarias. Stalker era un sujeto muy complicado. Intentó llevar la polémica al terreno fotográfico y presentó algunas fotos muy bellas de terrenos baldíos con imágenes de personas llenas de dramatismo. Sin embargo cuando se enteró de que Gómez había visitado el piso de Sonia se puso como fuera de sí. Stalker había conocido a Sonia en una puerta de la ley llamada la puerta verde. Él estaba entonces bastante perdido en la ley y una tarde llegó hasta aquélla puerta con un libro debajo del brazo. Sonia se hallaba acompañada por un tal Tomiyo, de Kioto, el cual le estaba mostrando en un papel que tenía guardado en una bolsa de papel, los episodios más importantes de su vida. Para él el papel lo era todo. Lo que no pudiera ser representado en papel es como si no existiera. Por eso siempre llevaba un gran papel dentro de la bolsa en donde apuntaba todo lo que veía y pensaba y hacía multitud de esquemas acerca de muchas cosas. Cuando Sonia vio aquél papel de Tomiyo tan lleno de dibujos y rayas y letras quedó estupefacta y empezó a enamorarse del japonés. Pero Stalker había llegado y se deslumbró por la apariencia de Sonia, que era una cosaca de Kazajstán que tenía grandes cualidades intelectuales. Había estudiado en secreto a los pollos en una granja de Ekaterimburgo, pero de eso no dijo nada a Tomiyo, el cual, confiado en sus habilidades con los papeles, creía que ya tenía a Sonia en el bote. Sin embargo, Stalker se les acercó con sigilo y cuando Tomiyo intentaba explicarle a Sonia el contenido de su gran papel, Stalker comenzó a cantar una canción sobre pollos secretos de Ucrania. Esto emocionó en tal grado a Sonia que dejó a Tomiyo con su papel desplegado y corrió a escuchar la canción de Stalker. Luego este le dijo que había recorrido muchas puertas hasta llegar allí y que pensaba reunir fuerzas poéticas para una tertulia. Cuando Gómez supo que Sonia y Felice vivían en el mismo piso de alquiler, concibió un plan para fotografiarlas a ambas y demostrar de este modo que sus relaciones con la ley eran más profundas de lo que pensaba todo el mundo. Como eran guardianas oficiales sabía que solo un hábil golpe de mano le permitiría llevar a cabo su proyecto con éxito. Contrató un detective de la agencia Pinkerton, especializado en asuntos literarios y agrícolas, y le pagó una buena suma por informarle de lo que estaba pasando dentro de la ley desde un punto de vista agrario. El agente le informó acerca del árbol que había crecido dentro de la ley y esto le sirvió a Gómez para elaborar su plan. Con una cámara de la marca Focus que llevaba un zoom potente, aprovechando un día en que Kafka acudió a inspeccionar las puertas, lo fotografió mientras se introducía y hablaba con los distintos guardianes. De este modo logró hacer una foto lejanísima en la que aparece Kafka hablando con el descansador debajo del árbol de la ley. Luego hizo una exposición en el casino en la que aparecen todas las tomas que hizo, y que tuvo un gran éxito de público y crítica. Cuando Gómez fue a la ley y se entrevistó con Cirilo, el primer guardián, tenía algunos argumentos para que lo dejaran entrar. Sin embargo no consiguió convencerlo. Varios días después se presentó acompañado por la hormigonera, en cuyo interior varios pollos aguardaban el momento de abalanzarse dentro del edificio de la ley para recorrerlo a su antojo. Esto ocasionó un gran desastre literario que estropeó todo lo que Kafka había previsto, ya que no contaba con la presencia de pollos austríacos. Sin embargo, entre la confusión ocasionada por los pollos, Gómez aprovechó para meterse allí y llegar hasta el árbol. El descansador había dejado la silla durante un rato para ir a solucionar ciertos asuntos y Gómez aprovechó para sentarse bajo el árbol de la ley.
EL CORTACÉSPED Solo digo que es de muy mal nacido alegrarse del mal ajeno. Me explico: Decidí hacerme un chequeo cuando comencé a notar sofocos al subir las escaleras. Supuse que dos cajetillas diarias tendrían su parte de culpa, también algún que otro gin-tonic los fines de semana. Nada más levantarme por las mañanas, tosía hasta echar los hígados; el ataque solo lo calmaba el primer cigarrillo del día, que sabía mal pero sentaba bien y una vez abierta la veda, los siguientes pitillos se sucedían como en concilio ecuménico. En definitiva, cosas del tabaco y la edad, por lo que no le di mayor importancia. Ese día debía acudir a la consulta para recoger los resultados. Como no iba a ser por mucho tiempo y por no complicarme, estacioné el coche en zona de minusválidos. Di mi nombre a la señorita de recepción que me dijo aguardase en la sala de espera. No había muchos pacientes, solo dos hombres cogidos de la mano en actitud melosa. No tengo problema con eso, aunque sí hace sentirme algo incómodo. Me senté junto al ficus artificial intentando ignorarlos, sin humor para hojear las revistas atrasadas de cotilleos. Los dos hombres debieron notar mi turbación, pues lejos de soltarse, redoblaron sus arrumacos. Mucho vicio que hay por el mundo y también mucha la tontería, pero como he dicho, allá cada cual. La recepcionista se asomó para indicarme que era mi turno de consulta. En vez del doctor de siempre, una facultativa joven me tendió la mano invitándome a tomar asiento mientras yo me preguntaba qué había pasado con el viejo doctor, aunque sin mucha insistencia, pues saltaba a la vista que había salido ganando con el cambio, si bien el hecho de que fuese mujer y joven me creó dudas acerca de su profesionalidad. Como en un par de ocasiones la mirada se me desvió hacia su escote, procuré centrarme en la ventana que tenía a su espalda, con vistas al jardín de rododendros. El día era uno de esos en los que no apetece más que sentarse en el parque para recibir el sol de cara, dejando que la vida le pasase a uno a sus anchas. La doctora se levantó para colocar la radiografía sobre el panel luminoso de pared, momento que aproveché para mirarle el trasero. La luz parpadeó y emitió un zumbido antes de fijarse, y al instante surgieron dos continentes negros que pretendían ser mis pulmones, y en su interior unas manchas blancas de forma circular. Era como si me nevase por dentro, al modo de una de esas bolas de cristal con paisaje navideño que, al agitarla, da comienzo la tormenta. Del exterior llegó el sonido de una furgoneta estacionando que distrajo mi atención. El conductor que bajó para abrir la portezuela llevaba un mono verde de operario municipal. Pensé en otro empleado público de los que poco o nada trabajan y a los que todos los demás contribuyentes pagamos su sueldo. Yo solo digo que una semanita en la obra y verían lo que es el verdadero esfuerzo. Pero en fin, como ya he dicho, allá cada cual. Intenté volver a la doctora y centrarme en lo que decía. La cosa no pintaba bien, sabía que me quitaría el tabaco e intentaría convencerme para realizar algo de ejercicio. Que no me gustase sudar es un hecho, que no pueda dejar la nicotina es otro, ambos igual de enquistados en lo más profundo de mi ser. Preveía un tira y afloja y una negociación, pero la cuestión última radicaba en no ceder. Como contrapartida le ofrecería volverme vegetariano o abstemio, pero el tabaco y el chándal ni tocarlos, doctora. Ella tomó un bolígrafo para remarcarme las zonas afectadas. Nunca me gustó la nieve ni el frío, y si por aquel lío de faldas la arpía de mi ex-esposa no me obligase a pasarle una pensión, hace tiempo que me hubiera marchado al sur, a un sitio de palmeras y gaviotas, donde vestir todo el año en camiseta y bermudas. Entonces se escuchó el ruido fuerte de un motor, y volví a la ventana para ver al operario municipal encendiendo lo que parecía una máquina cortacésped. La doctora se aproximó para cerrarla, pero el ruido continuó filtrándose a través de los cristales. Apagó el expositor de pared y retiró la placa que a partir de entonces engrosaría mi historial. Se la notaba tensa, y entonces, no sé por qué, me pareció realmente adorable. Empezó a escribir algo en mi expediente, como postergando el momento de una situación incómoda. Me fijé en que no llevaba alianza y en su esmerada manicura. Bonita, pulcra y bien educada... ¿Qué más se podría pedir? Y me dio por imaginar toda una vida juntos, en un pueblo pesquero de casas encaladas. Ella recogiendo la ropa del tendal, alzándose de puntillas para alcanzar la de más arriba, descalza sobre el césped y con un vestido de tréboles. La colada contrastando con un fondo azul marino, hasta donde llegan los ecos de mi martillo al reparar una embarcación varada en la playa. Se había corrido la voz de que era un buen calafate y no me faltaban encargos. Sorprenderla entonces a mediodía, entrando con sigilo y descalzo para encontrarla en la cocina con media cebolla en la mano, y agarrándola por la cintura, levantarla en el aire mientras ella me tilda de bestia y animal, diciendo que apesto a brea y sal. Pero feliz de verme allí a su lado. Y yo le regalo la caracola y el caballito de mar que encontré entre las redes. Mas el ensueño desapareció con el ruido del cortacésped que por momentos se acercaba. El hombre llevaba unos auriculares para proteger sus oídos, se le notaba la buena vida bajo la funda que se le ceñía en la barriga. La doctora sonrió comprensiva y esperó a que el ruido se alejase para comenzar a hablar. Dijo lo mucho que se había avanzado en medicina en esos años y en la conveniencia de empezar un tratamiento cuanto antes. El tabaco, por supuesto, habría que dejarlo. Intenté negociarlo, con una reducción simbólica al principio y drástica después, pero ella se mostró tajante: ni un pitillo al día. Temblé ante la posibilidad de que la cajetilla que llevaba en el bolsillo fuese la última; el pensarlo me provocó unas ganas irrefrenables de fumar. Intenté serenarme volviendo a la ventana y al jardinero, que ya se había concedido un pequeño paréntesis tras su dura jornada, y para mi desesperación, también un pitillo. En aquel momento lo odié con todas mis fuerzas, al igual que odié a los dos engendros que se hacían carantoñas en la sala de espera. La doctora seguía hablando, a mí me costaba seguirle el ritmo. Volví a nuestra improbable vida marital, pero no a una casita de techumbres en la costa, sino a una cabaña alpina, donde cada mañana, con una brizna de hierba en la boca, yo conduciría el rebaño de cabras a las praderías, mientras ella haría requesón para vender en la feria. Y al anochecer le haría el amor, despacito para no sofocar mis pulmones nevados, besando cada rincón de su cuerpo todavía con olores agrios del requesón. Nuevamente el runrún de la dichosa segadora volvió a transportarme al mundo real, con la doctora hablándome en una jerga incomprensible. No me explicaba tanto dramatismo. A fin de cuentas, nada me dolía, nada ocurría salvo el tabaco y la edad; así que cansado de tanta pantomima dije: —Señorita... Puede decírmelo sin tapujos... ¿Qué es lo que tengo? Ella levantó la vista de los papeles y ensombreció el gesto. En ese justo momento, volvió a pasar el operario del cortacésped frente a la ventana para hacerme imposible el escucharla. Solo pude ver como movía los labios en lo que parecía ser una palabra corta, de dos sílabas a lo sumo. Llegados a este punto, me reitero en lo inicialmente dicho. TIBURÓN A CARBONCILLO Se detuvo ante la puerta con el puño en alto, a punto de golpear la madera de pino que los separaba. Cerró los ojos y suspiró, hacía calor y estaba sudada, traía sobre los hombros el cansancio de las dos últimas noches, del no haber dormido, de los llantos de bebé entre las sábanas. El equilibrio la traicionó por un segundo y su cuerpo se tambaleó, estuvo a punto de golpear la puerta con la frente y armar un estruendo en su cabeza y al otro lado. Sin embargo, retrocedió a tiempo y se sentó en uno de los sofás de caucho negro del pasillo. Un sofá sin respaldo, mullido e incómodo. Juntó las piernas y apoyó los codos sobre ellas, las manos en la cara. Y lloró. Le cayó una lágrima y no supo a qué se debía. En los últimos días había perdido a dos amigos suyos en un accidente de tráfico y había tenido que atender al hijo de apenas un año que tenía la pareja. No tendría que hacerse cargo del bebé, sólo cuidarlo hasta que llegara a la ciudad la tía de este, tal como constaba en el testamento. «Por algún motivo, habían dejado uno escrito», pensó con los ojos rojos y las frías y rígidas legañas que le aumentaban en los lagrimales a cada hora que pasaba. Arrastró la manga del fino cárdigan de color caqui por la cara, secando así sus lágrimas, y se puso en pie. Se dio un par de cachetes en el culo y muslos, acomodando la ceñida falda negra, y volvió a encarar la puerta. Se sintió marear, realmente necesitaba echar una cabezada. —Disculpe, ¿tiene un segundo? —preguntó tras golpear la puerta y escuchar que, al otro lado, alguien le decía que pasara. Era el director de la sucursal. Llevaba cuatro años trabajando en ese enorme depósito de efectivo y no lo había visto hasta la fecha. Siempre que tenía un problema o necesitaba hacer un cambio en su jornada, hablaba con su supervisora o con un amigo que había hecho en el área de laboral. —Sí, diga —contestó un hombre cano de cincuenta y muchos o sesenta años. Estaba gordo, tremendamente gordo. En la mesa apaliaba, en uno de los lados, un montón de folios sin cuidado alguno, se veía el desorden a kilómetros. Unos folios sobresalían y otros estaban doblados, algunos se esparcían incluso por el suelo. En el otro lado de la mesa había un pequeño ordenador que parecía estar apagado y unas cuantas fotografías de tiburones. Todas eran de tiburones. Es más, en una de las paredes había un retrato a carboncillo de un tiburón. Carmen se quedó de piedra durante un segundo, sintiendo cómo el mareo se le asentaba en el estómago y las piernas le temblaban; sus ojos veían al tiburón salir del cuadro y acercarse a ella para mordisquear sus rodillas. Deliraba. —Sí, diga —repitió el hombre que ocupaba una silla acolchada, posiblemente hecha a medida, ahora, un poco impaciente. —Ah, sí. Disculpa —dijo Carmen bajando la cabeza ligeramente—. Verá, me ha surgido un problema personal y mi supervisora hoy tiene el día libre. Además, no hay nadie en laboral que pueda ayudarme a estas horas. —Ah, vale. Ya entiendo. Dime, ¿de qué se trata? —Pues... A ver... —dijo esta, buscando las palabras apropiadas—. Unos amigos míos han muerto el otro día en un accidente. Y me estoy ocupando de su bebé hasta que llegué la tía del pequeño a recogerlo, que se supone que llega hoy. —Vaya, lo siento —dijo él, interrumpiéndola. —Sí... Ha sido un golpe. Pero, a ver... —«¿Cómo se lo digo?», pensó para sí—. El caso es que llevo un par de días sin pegar ojo; y claro, me preocupa cómo estará el bebé. Es más, tampoco consigo sacarme a mis amigos de la cabeza... Pero eso, que me caigo con el sueño. Estoy algo mareada, no creo que así pueda hacer mi trabajo como debería. —¡Ah! —exclamó la papada que vibraba al otro lado de la mesa—. Tú tranquila, vete a casa y descansa. Y mañana me cuentas. —Gracias —le dijo Carmen dándose la vuelta, tropezándose ella sola. —¡Cuidado! —Le gustan mucho los tiburones, ¿no? —contestó por nerviosismo, con una sonrisa que temblaba y unos labios que querían abrirse para bostezar, ya con la manilla de la puerta en la mano. —Sí, así es. Cerró la puerta tras de sí y salió de la sucursal sin decirle nada a nadie. Llegó a casa y cogió el teléfono para tenerlo cerca, esperando a que llamara la tía. —Nos vamos a dormir una siesta, ¿qué tal si tú también duermes un poco? —le dijo su novio, con el niño en brazos. —Sí, lo intentaré —y un par de legañas se desprendieron sobre uno de sus puños, apretado y con las venas hinchadas. Él la miró atravesando el tiempo que los unía, tratando de entender cómo estaba. Unos segundos después aupó la diminuta cabeza que sobresalía de una manta blanca como el coral de entre sus brazos y cerró la puerta del salón. Apoyó con cuidado al bebé en la cama y se tumbó con él. Carmen se quedó sola, con sus pensamientos y los temblores de la falta de sueño. Lo que le cruzaba la cabeza parecía una papilla tibia, un cubo de cemento con demasiada agua, el rebosar de un río tras un diluvio. Quiso gritar y provocar los llantos del pequeño que, con suerte, dormiría un par de horas sin hacer ruido. Pero cerró los ojos y llevó las manos sobre el estómago, recostada en una butaca de tela del mismo color que su cárdigan, y durmió hasta que sintió el teléfono vibrar sobre su tripa. —¿Sí? —se pudo entender en el fondo de un bostezo. —Hola, ¿Carmen? —dijo la tía del bebé al otro lado del teléfono. —Ah, hola. Disculpa, estaba durmiendo un poco. —Vaya, perdona por despertarte. —Nada, tranquila —dijo esta, esperando escuchar alguna noticia prometedora. —Mira, estoy aparcando el coche, en media hora o así estoy por ahí. Estabas durmiendo en casa, ¿no? —preguntó una risilla de parquímetro, entrecortada. —Sí, sí. Estoy en casa. Ven cuando quieras, el niño está durmiendo, pero te preparo un café y así charlamos un rato. —Genial, ahora nos vemos. Carmen se abofeteó con delicadeza para dar un poco de color a sus moradas y frías mejillas y fue al baño a lavarse la cara. Echó un vistazo a la habitación en la que dormía todas las noches con un chico encantador y lo vio con la cara apretada contra el colchón y la espalda completamente torcida, con los pies hacia arriaba. Se preguntó cómo era capaz de dormir en esa postura, pero decidió no despertarlo por miedo a molestar al bebé que dormía con él, agarrado a uno de sus brazos. Una extraña ternura le recorrió el cuerpo y decidió hacer una tostada con mantequilla y mermelada de ciruela mientras esperaba a que llegara la tía. Bostezó tres veces antes de que volviera a sonar el teléfono. —No llamé al telefonillo por si el peque seguía durmiendo —dijo la tía a una de las orejas de Carmen. —Vale, entra. Te abro. —y pulsó el botón del interfono que abría la puerta del portal. Colgó y dejó entreabierta la del apartamento. —Hola, ¿cómo estás? —dijo esta al entrar a la cocina, después de cerrar la puerta de entrada estrepitosamente. Carmen le indicó que mantuviera silencio con un gesto y cerró con cuidado la puerta de la cocina. —Bueno, más o menos —dijo—. Ha ocurrido todo de repente. Todavía no sé cómo procesarlo. ¿Tú cómo estás? —le preguntó a la hermana de su amiga que no había visto nunca. —Bueno, ha sido un viaje largo —dijo la tía, ausente a la situación—. Me apetece muchísimo ese café que me habías prometido. —Sí, ya está la cafetera al fuego. Puedes sentarte. —Gracias, tienes una cocina muy bonita. Supongo que el resto de la casa será igual de bonita. —Sí —contestó Carmen, y dejó que el silencio se asentara durante unos segundos—. ¿Te vas a llevar la cuna también? —No, nunca me gustó esa cuna que le había comprado mi hermana. Además, es muy aparatosa. Haz con ella lo que quieras. Yo todavía tengo la que usó mi Pedro. Le pasaré una bayeta y ala, ¡listo! —dijo entre risas mientras continuaba escrutando las manillas de la alacena—. Por cierto, ¿qué tal funciona la vitrocerámica? Nosotros todavía tenemos hornillos de gas en casa, pero ya hace tiempo que quiero cambiarlos. No es nada seguro, ya sabes... —Sí, va bien —dijo Carmen un poco molesta—. ¿Y el resto de la ropa y el carrito?, ¿eso te lo llevas? —No, no. Tampoco. Con que lo llevemos hasta el coche, ya está. Después ya me encargo yo de desempaquetarlo cuando llegue a casa —volvió a reírse. —¿Tienes sillita en el coche? —preguntó Carmen mientras se levantaba a apagar la cafetera. —¡Pues claro! ¿Qué pensabas, que lo iba a llevar en brazos? —dijo la tía indignada ante la ocurrencia de Carmen. En ese instante, Álvaro entró en la cocina pidiendo un poco de silencio: —Hola, buenos días. Podríais bajar un poco la voz, hay un bebé durmiendo en la habitación de al lado. —Bueno, así se va acostumbrando. Este mundo es muy ruidoso —dijo la tía alzando el labio inferior hasta la nariz. —No, si me refiero al bebé de los vecinos. No quisiera tener problemas... —contestó Álvaro, buscando una excusa que le permitiera cerrar el buzón de impertinencias que aún parecía tener más que decir. —¡Uf, dímelo a mí! —bufó la tía—. No sé cómo me las apañaría en un pisito como este. Yo vivo en un chalet y aún tengo que escuchar las quejas de los vecinos de vez en cuando. Y eso que no compartimos pared. Si es que... Son una molestia de cuidado —dijo golpeando la mesa. Carmen posó los pocillos en la mesa y trajo un brik de leche y un recipiente de cristal donde guardaba el azúcar. Le dio una cuchara a la tía del niño y guardó silencio. —¿Podría bajar la voz? —preguntó Álvaro al escuchar llorar al bebé en la habitación, desconcertado y solo. Salió de la cocina y le regaló una mirada de compasión a Carmen antes de cerrar la puerta. Las dos, solas, guardaron silencio durante un rato. Algo le decía a Carmen que todo esto no tenía ningún sentido. Que su amiga y su marido hubieran muerto y que el pequeño fruto de los dos tuviera que irse a vivir con su tía, no tenía ningún sentido. Le pareció una tomadura de pelo. Al mirarla, con la cara hinchada de comer patatas fritas y las uñas de los dedos sucios de algo que prefería no saber, sintió pena por el bebé que lloraba premonitoriamente en la habitación donde ella se echaría a dormir desconsolada esta noche. En la que habría un nuevo olor que tardaría un par de días en disolverse en su memoria y en las aguas de la lavadora. —¡Vaya un chico guapo que te has conseguido! —exclamó la tía, rompiendo el silencio tras dar un sorbo al café. —Ya ves —contestó como pudo, con la mejor sonrisa que consiguió pintar. Apuró el café y se levantó—. Creo que es mejor que os acompañe al coche. —¿Eh? —preguntó la tía a la impertérrita espalda de Carmen, que recogía su pocillo y el de ella a medio beber y los aclaraba sin reparo alguno en la pila de la cocina—. Está bien, ¿dónde está esa ratita? —dijo al levantarse, con una nueva mueca en la cara. Carmen salió de la cocina y le dijo a Álvaro que cogiera el carrito y la acompañara hasta el coche, que ella iba a echarse a dormir otra vez; le dio un beso en la mejilla y le dio las gracias por ocuparse de todo. Agarró una de las manos del pequeño, que dejó de llorar milagrosamente, y le dijo adiós con una lágrima en los ojos. Besó su frente y se metió en la cama sin despedirse de la invitada. —Vamos —le dijo Álvaro a la boya de color naranja que flotaba sobre las plaquetas de la cocina, con una mano en el bolsillo del chándal y la otra tocando los botones de la vitrocerámica. «Pi, pi», se escuchaba desde el pasillo. Dejaron atrás un ambiente enrarecido y los llantos que se filtraban por debajo de la puerta de la habitación donde Carmen buscaba consuelo entre las sábanas. A la mañana siguiente fue a trabajar con una ojera nueva bajo el ojo izquierdo que no respondía a la falta de sueño, sino a una muda tristeza que se escapaba de su interior. A fin de cuentas, había conseguido dormir un par de horas y ya no se sentía tambalear. No había mareo alguno que torciera sus piernas. Sólo sentía rabia y un malestar al que no se atrevía a poner nombre, no quería maldecir las pocas esperanzas que le quedaban en relación al futuro del niño con el que había compartido la cama en los últimos días. A la hora del café le dijo a su supervisora que le pidiera uno con leche de avena y fue directa al despacho del director. —¿Se puede? —preguntó asomando la cabeza tras escuchar cómo él contestaba a los nudillos que habían golpeado a su puerta con un: «¿sí?». —Ah, hola. Sí, pasa, pasa. Dime, ¿has conseguido dormir un poco? —Sí, hoy he dormido algo. Ya me encuentro muchísimo mejor. Gracias por lo de ayer. —Nada, no te preocupes. ¿Vino la tía del bebé a buscarlo? —Sí. Sí que vino... —dijo Carmen apartando la mirada—. Ha cambiado el cuadro de sitio —dijo de improviso, tratando de alejar todo lo que quería volver a trepar a sus hombros. —Pues sí —dijo este, pensativo—. Ayer cuando te fuiste me quedé mirándolo; y me gusta mucho ese cuadro, no creas, pero me parece un poco... No sé. Ya ves, no tiene ningún color. —¿Y por eso lo puso detrás suya? —preguntó Carmen, mirando al cuadro que se exponía en la pared que ocupaban los títulos que había amasado el hombre con el que hablaba, a su espalda. —Sí —dijo este girando sobre la silla—. Me gustan mucho los tiburones, pero ayer, contemplando este cuadro, sentí algo raro. Y ya ves, decidí moverlo. Así puede que intimide a alguien —dijo con una risa ahogada. —¿Cómo es que le gustan tanto los tiburones? —Son animales magníficos, ya sólo con ver su constitución... —dijo este, que parecía no ser capaz de concretar nada—. Y sus filas de dientes... Además, dicen que son muy agresivos y todo eso, pero yo nunca me he encontrado uno. |
FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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