FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
RITO DE PASO I Miro la carretera. Desde hace varios minutos no pasan autos. Algunos matorrales espinosos en las orillas. Bajo las botas, el asfalto, un caldero. Después de caminar un rato el mundo se vuelve amarillo y el cuerpo, como vela, se consume. No sé cuánto tiempo llevo caminando. En mi cabeza sólo hay fragmentos: la sombra de un árbol, la tormenta de luz que evade las cortinas, los zapatos a un lado de la cama. El alboroto del polvo alrededor de la casa. La hojarasca. Siento el peso de mis manos. En la mañana las miré, pálidas y flacas. Las llevé a la luz. Ahora cuelgan a los lados, como ramas secas. Ayer soñé que caminaba en la carretera. Soñé que sus orillas estaban sembradas con perros muertos. Todos amarillos, como flores. Miraba con interés los carcomidos huesos. Moscas hacían guarida en ellos, las habilidosas se encaramaban a los afilados. La imagen de los esqueletos me despertó. Medio ahogado por el sudor me levanté de la cama. La madrugada aún pesaba en el cuarto. Pensé que, en medio del llano, la soledad me estaba haciendo daño. Como suave veneno. Como un secreto guardado largo tiempo. Apenas la amaneciera iría al pueblo. Camino en la incandescencia. A la distancia los árboles. Cuervos lustrosos de sol, en sus ramas. Extiendo el brazo y mantengo el pulgar arriba. El gesto es sólo un consuelo porque no pasan autos. Como en el sueño, el camino es desierto y nada hace ruido, ni los cuervos, ni las piedritas que el viento empuja por el llano. En la carretera sólo fantasmas. Mi figura empecinada, hundida en el resplandor, única habitante, entonces. II Una camioneta se detiene. Un hombre gordo se asoma por la ventanilla. Sus ojos son como los de los peces, cansados de mirar las mismas cosas. Las horas muertas, quizá. El lento latido del tiempo. —¿A dónde va? —Al pueblo. El hombre sonríe. El sol le baña los ojos. Por un instante me pierde de vista. Mueve torpe la cabeza, ciego de sol. Busca entre incandescencias mi rostro. Al fin, cuando me encuentra, me dice: —Entre, parece que está penando. Subo a la cabina. En la nariz un olor a quemado. Espero humo entre nosotros, densos nubarrones. Sin embargo, nada ocurre. Al hombre le brilla, como pavesa, la calva. Densas gotas de sudor le brotan en ella. Se le derraman en las cejas. Entreabre la boca. Imagino la desolación de los dientes, los afilados colmillos. —Puros fantasmas en el pueblo ¿no? —me dice —Me levanté con ganas de ir —le confío. —Nadie quiere ir. —A lo mejor hay mujeres, algunos perros. El hombre suspira. —Allá usted, sólo tengo que informarle una cosa. —Dígame. —Antes del pueblo, voy a una casa, ¿le importa? III El hombre se aplaca con una mano los bigotes, mira sus uñas mientras maneja; también el infinito, allá, en el borde de la carretera, desmoronándose entre los matorrales. La camioneta rechina. Vibra el volante, la palanca de velocidades, el cuarteado espejo. En la cabina baila el polvo. Un rosario golpea, como obsesiva mosca, una y otra vez, los cristales. Nuestros ojos esperan nubes. Las nubes, desde hace tiempo, malabares de la mente, trucos de magia para inocentes. El hombre me dice: —Ya mero llegamos, no desespere. —No se preocupe, no tengo prisa. Intento añadir algo pero las palabras se me atoran en la boca. A veces las voces empeoran las cosas. A veces sólo puedo mirar. Y el aire tibio llega a mi rostro y su mano comedida me seca los labios. La mirada del hombre abandona el camino. Pone los ojos a volar. Los lleva, leves, a sus ensoñaciones. En su rostro, de repente, una sonrisa. —¿Qué opina? —me dice el hombre sin mirarme. —¿De qué? —Del pueblo. —No sé, hace mucho tiempo que no voy —Por eso —insiste— ¿cómo lo imagina? Las palabras del hombre me molestan. Son como dardos en vuelo. Como aguijones. Miro el breve espacio entre mis manos. También elevo los ojos pero no para recordar, sino para evitar al hombre, sus gestos. Para borrarlos después de mi memoria. —Recuerdo una tienda de ropa, un viejo que empujaba un carrito de nieves, nada más —digo por decir. —Muy bien... Algo es algo —dice. —¿Es importante? —Uno nunca sabe. La aguja del velocímetro vibra. El hombre acelera. El sonido del motor nos llena los oídos. Ráfagas de aire entran por las ventanas y nos brindan consuelo. El cuello de la camisa blanca le vuela. Varios papeles, víctimas del soplido, aletean en la cabina. Por el espejo lateral, el paisaje se distorsiona. Afuera la herrumbre. El papelerío cunde en la cabina, aves espantadas tenemos. Pero el hombre no le da importancia. Negado al mundo, como embelesado, con un gozo vivo en el cuerpo. Y un silbido que tiembla en sus labios, coronando su silencio. —Uno nunca sabe —repite y mira el horizonte de la carretera. IV El hombre apaga el motor. Frente a nosotros una casa de dos pisos. Alrededor de ella no hay nada. La casa parece, en su abandono, la primera del mundo. Alrededor de ella el polvo primigenio. Lo miro en las ventanas, en el quicio de la puerta. En el patio cercano a la entrada una jaula, en el interior de ella un par de alegres canarios. Los animalillos se columpian, picotean codiciosos el alpiste. El hombre baja con dificultad de la camioneta. Camina como las bestias morosas, impregnadas de sueño. Se acerca a la puerta. Voltea a la camioneta. —No se quede ahí, encerrado, entre al fresco— me dice. Bajo de la camioneta. Me acerco a la jaula. Los codiciosos dan pequeños saltos. Tocados por el sol más amarillos, de oro, parecen. En el patio algunas plantas insoladas y de nuevo el polvo, ahora en montoncitos, en el parabrisas. El hombre saca una llave. Entramos en la casa. Una amplia estancia, ventanas redondas como claraboyas, paredes desnudas y encaladas. Velas en una mesa. Servilletas dobladas, como barquitos navegando en la desolación. También en la mesa hay monedas, fotografías sepia, las dispersas entrañas de un reloj. Las moscas medran en el piso, en el ventilador del techo, en el resplandor de un abandonado frutero. Al fondo, en una esquina, dos sillones de terciopelo rojo. En los sillones, dos ancianas dominan la estancia, como parsimoniosos vigías. Una es espejo de otra. También, como en los espejos, las cosas alrededor más vivas parecen y se disponen iguales. Sus rostros navegan entre luces y penumbra; parpadean casi al mismo tiempo. —Tardaste en llegar —le dicen ásperas, a una sola voz, al hombre. El hombre esboza un gesto de disculpa. Mira las puntas de sus zapatos. Me señala con un dedo culposo. —Lo encontré en la orilla de la carretera —dice. Las ancianas aguzan la vista, me examinan con el veneno de sus ojos, en silencio. Sus ojos se encaraman en mis piernas, en los muslos y en los brazos. —Pase, no se quede ahí, como niño regañado —me dice al fin una de ellas. Las ventanas no tienen cortinas y un manto de sol colma una parte de la estancia. Busco, por instinto, una sombra. Quiero apagar el sol en mi piel, sacar la candente estación del cuerpo. Ellas lo notan. Con las largas manos se abanican los rostros. Las imagino viejos pájaros, batiendo las alas. Pero deshago la imagen y más concentrado las recorro: las dos tienen vestidos pardos, terciopelo en las mangas, puños de encaje. Cuchichean. Pero sus voces agrias, de malignas hadas, se elevan. Hablan de mi origen, de la tarde que no avanza, de las cosas que la soledad moldea. La única diferencia entre ellas son las canas: el cabello de una completamente empolvado, el de la otra apenas las raíces. —¿Y a usted quién le procura sombra? —pregunta, al fin, la empolvada, después de la conferencia. Inclina el rostro, abre un poco la boca, ávida de humedad, de aire. —A veces los árboles —digo por decir. —Los árboles —murmura la de cabellos negros y sus labios parecen remover las palabras. Las palabras de ella, maderos ardiendo, elevando inútiles chispas en el aire. Acuna en el regazo el peso muerto de sus manos. El hombre se rasca la barriga. Las faldas de la camisa le vuelan, impulsadas por el viento. El viento espanta a las moscas. De repente ya no hay más zumbidos, sólo las sosegadas respiraciones de las ancianas. Alrededor de la casa también el silencio, a veces roto por el soliloquio de los canarios. La empolvada me mira. La otra tiene aún muertas las manos pero, a diferencia de antes, puedo ver sobre ellas una constelación de venas, de abultados ríos. —Qué descorteses somos. Enseguida le traigo una cerveza —dice la empolvada. —Estoy bien, no se preocupe —le digo, pero ella se levanta y enfila a un cuarto, al fondo de la estancia. Miro sus pasos. Tan lentos son que alrededor de ellos innumerables eventos suceden: un bostezo, un instante de luz, la inútil muerte de una mosca. Bajo el andar se adivinan las puntiagudas, tristes caderas. Los magros pechos. La otra mira a su compañera desaparecer en un cuarto. Mientras regresa nos guardamos las palabras. Miramos, al mismo tiempo, el ventilador del techo. Las aspas giran cada vez más lento. Densas aguas baten, en lugar de aire. El hombre está fastidiado. Se espulga, como mico, los pocos pelos de la cabeza. Baja la vista. Se toca los bigotes. Afuera, una nube se estanca en el cielo. Nuestros cuerpos aprovechan la nube y beben más sombra. Del cuarto se escucha una lata que cae. Después forcejeos, aleluyas, algunas maldiciones. —Espero no haber tardado mucho —dice la empolvada después de un rato. En una charola lleva una botella alargada y ámbar. También un tarro. Me siento en una silla, ella arrima una mesa plegable. Miro la cerveza oscura. Me asomo a un pozo. Empino el tarro. A través del cristal se vuelve de agua el mundo. También las ancianas. Mientras bebo del tarro, a través del reflejo, juguetonas niñas me parecen. El ventilador completa una última vuelta y se detiene. El aire se adensa en la estancia. Como licor dejado en libertad. Y pesan más los párpados y los ojos. —Qué contrariedad —murmura la de cabellos negros. —A veces falla la electricidad—completa la empolvada. —Pero la luz, a esta hora, no hace falta. Sólo envilece las cosas —retoma la primera. —En realidad, si tienes buenos ojos, no sirve para nada —concluye la otra. La cerveza pulsa en mi garganta. La casa parece entumida en su silencio. Dejo el tarro en la mesa plegable. Pero entrampado en sus reflejos busco brillos en todas partes: en los restos del reloj, en la armadura verde de las moscas. También busco en la empolvada y me doy cuenta, desde que entré a la casa, que sus labios, de alguna forma, son hermosos. Pienso en las ancianas, olvidadas del mundo, alejadas de Dios. Aunque a veces Dios se acuerda de ellas y enciende sus locas palabras. No puedo seguir aquí. Necesito irme porque se hace tarde y el pueblo y el sueño que tuve y su perorata que me encandila. Pero ellas retoman su intercambio: —Las nubes anuncian la muerte. —A la muerte hay que sacarle la vuelta. Por eso tenemos limpio el cielo. —Aunque también funcionan los canarios. —Pero la muerte siempre acomete, siempre vigila. —O se va volando. —Yo voy al pueblo —interrumpo. —No desespere, hay tiempo para todo, hasta para el pueblo —dice la empolvada. Las arrugas merman sus ojos, le cansan los párpados. Los aretes de perlas tienen un leve movimiento, como el ámbito de la boca, de la lengua que involuntariamente le imagino. —¿Qué sabe del pueblo? —me pregunta. —El pueblo está allá, al final de la carretera— le digo y señalo, sin pensar, las ventanas. La de cabellos negros se levanta de la silla. —Déjeme mirarlo más de cerca —dice. Percibo sus pasos. Su perfume me remite al olor de las cartas guardadas, el de una alacena que de pronto se abre. En la aproximación brilla una melladita en su pecho. La torturada imagen de un santo. El santo de los extraviados, de los difuntos, de los locos, pienso. La anciana me toca la cara, recorre con sus dedos mis rasgos, los dibuja de nuevo con lentitud: la nariz, los labios, los pómulos. Sus dedos tiemblan y abandonan. La curiosa lleva los dedos a su rostro. Y sus labios parecen más jóvenes y toda ella, por un instante, reverdece. —Es más joven que los otros —le dice a la otra. —Hubo un año en que fueron puros viejos, apenas podían andar, allá, en el llano —recuerda la empolvada. —¿Cuáles viejos? —pregunto. El miedo ensaya en mi cabeza su locura. Y el golpe de sangre en los nervios. Todo eso me delata. La empolvada lo comprende y hace más dulce la voz, para apaciguarme, para apagar mi fuego. —Los otros, los locos, no usted —dice, la apacible. —¿Cuáles otros? —insisto. —No le haga caso —dice la otra— desvaría. —El desvarío es necesario a veces —corrige, la ofendida. Las imagino asomadas en la ventana, mirando a una parvada de viejos romper lentamente en la noche, en la carretera. Las imagino solazadas con sus visiones. Sus risas secretas. Hechas de polvo, de cortinas viejas, ellas, las ruinosas, entre baúles infestados de recuerdos, como los viejos que renquean, que posan sus miradas, como palomas, en el horizonte. La de cabellos negros, con un carraspeo, termina mis imaginaciones. De repente, alumbrada por una sentencia, una raíz escondida, me dice: —¡Pero hombre!, el pueblo no existe. —¿Y qué hay, entonces? —No hay nada, mire. Nos acercamos a una ventana. Echamos un vistazo. Allá, lejos, las jorobas de unos cerros. Los cerros y la tarde que se derrama entre ellos, en los apretujados rebaños. El polvo asentado por la mano quieta del viento. Los interminables postes de luz. A la derecha, el trazo inmóvil de la carretera. En el patio sólo los luminosos canarios, su alboroto. La de cabellos negros me toca el hombro. Siento en el cuerpo sus dedos nevados. El alma de ella, la de todos, humo elevándose en la tarde. Sus ojos, tenaces, me miran por dentro. —No hay nada —me repite, con voz queda, susurrante, en el oído. Doy un paso para alejarme. Pero su voz sigue ahí, dejando ecos, como atrapada en un laberinto, bajo una superficie de agua. —Bueno, tengo que irme —les digo. —Espere, yo lo llevo —dice el hombre. Por un instante dudo en aceptar. Pero el gesto ensombrecido del hombre, las manos que hunden su nerviosismo en los bolsillos de los pantalones, me hablan de una posible traición, el toque final de una elaborada trampa. —No se preocupe, es sólo un trecho más —miento. —Si no hay más remedio— replica el hombre con sorna. —Lo acompañamos a la puerta —dicen los tres, a una sola voz, como niños cantores. Camino hacia la entrada. Los celosos guardias me siguen. Adivino sus pasos y sus miradas oscuras; también vigías, sus respiraciones. De pronto creo escuchar una risa fugaz, un relámpago. Volteo pero los tres están muy serios, los rostros como frutas amargas, oscilantes en la sombra. Les doy las gracias y me despido. Los miro alinearse muy correctos, en el quicio de la puerta, como figuras de juguete. Comienzo a caminar. La carretera se interna hacia el norte, infinita. A lo lejos, como un minúsculo milagro, el limo del horizonte. A mis espaldas la empolvada conversa a chiflidos con los canarios. La otra, ensimismada, los ojos vacíos en el cielo, como los aburridos de las despedidas, en los muelles. Del hombre, después de un trecho, sólo le vislumbro las abultadas carnes. V Camino por la carretera. El asfalto ya no arde. El sol hundido, lentamente, en el horizonte. Mientras cae dispersa su última lumbre. Después de un rato pierdo la noción del tiempo. Los minutos se desgranan; los segundos. A veces suenan los insectos. A veces, esculpidos en el silencio, se presienten. Busco una señal del pueblo, algún anuncio. En poco tiempo oscurecerá. Pronto la luna, su redonda cabeza, sus locas bocanadas. Entonces la carretera apagará su fuego y ya no habrá hervor en las piedras, ni en el aire. Miro a la izquierda, junto a un poste, un perro muerto, medio devorado por el tiempo; amarillo, como en el sueño. Sigo caminado. A lo lejos se vislumbra una construcción. Tengo esperanza. Tal vez sea el primer indicio del pueblo. Como la luna, en mi cuerpo, las locas bocanadas. En mi corazón también. Camino más rápido. Casi corro. El alboroto en los nervios. Como si renovados bríos estuvieran en ellos. Me detengo. Llevo las manos al cielo. Frente a mí, a corta distancia, una casa desolada. En el patio, adormecidos, los canarios. Una luz se prende.
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LARGA DISTANCIA Por razones laborales debo viajar en autobús todos los lunes a las cinco de la mañana. La ciudad donde se encuentra mi lugar de trabajo está a dos horas y media. Pero hoy es miércoles, pasado el mediodía. Una vez al mes hago el mismo itinerario por la tarde. Siempre elijo el asiento cuarenta y tres, al costado del pasillo, la última fila, en el piso superior. El ruido del motor es un sonido constante, de modo que tapa voces, ronquidos y cualquier barullo circunstancial. No puedo dormir mientras viajo. Tampoco suelo leer. El constante movimiento amplifica el astigmatismo agudo que padezco. Saco provecho del momento escuchando música, uno de mis pasatiempos favoritos. Regularmente llevo un auricular conectado al teléfono móvil. En este momento tengo los audífonos puestos. Disfruto de Bliss, uno de los experimentos electrónicos de Andrew Bird. Mantengo los ojos cerrados. Puedo alcanzar concentración más rápido de esta manera. Las canciones se suceden una tras otra. El álbum vuelve mi cuerpo liviano. Ahora floto. De repente percibo un cambio de marcha en el autobús. Ha disminuido la vibración y también el ruido provocados por el motor. Escucho además gritos ensordecedores que dejan a Adrew Bird en un segundo plano: “¡Gaseosas, sandwiches, gaseosas!...”, se oye por un lado; “¡Café, café, café!...”, por otro. Todo indica que he llegado a la estación intermedia y llevo una hora de recorrido. Aquí se renueva el pasaje mientras los vendedores ambulantes quieren hacer negocio a cualquier precio. Me resisto a abrir los ojos –finjo estar profundamente dormido– e ignoro todo el escenario aumentando el volumen de la música. No me importa en absoluto si la economía está favoreciendo a unos y maltratando a otros. El coche retoma la marcha. Vibro al ritmo de la aceleración. Pero además siento como si un dedo se hundiese tres veces en mi hombro izquierdo. Abro los ojos ante la incomodidad. Encuentro a un joven parado en el pasillo moviendo la boca insistentemente. Creo que intenta captar mi atención. Debe tener veintitrés o veinticuatro años. Ante la interrupción dejo caer los auriculares para saber qué diablos quiere. —Que si me da permiso. Tengo el asiento cuarenta y cuatro, al lado de la ventanilla. Sin mediar palabra, cedo el espacio. Debo ponerme de pie sosteniendo todo cuanto llevo conmigo: móvil, campera y bolso de trabajo. Luego vuelvo a la butaca, y con el auricular de nuevo en los oídos, retomo la audición a todo volumen cerrando los ojos. Presto atención al sonido de la batería sintetizada, imaginando que estoy solo nuevamente. Sin embargo, otra vez un dedo me hinca tres veces el hombro, aunque ahora del lado derecho. Observo. El joven introduce la mano en su mochila. Entro en pánico. Pienso que va a desenfundar un arma y matarme si no le entrego pronto: teléfono, abrigo y bolso. —Con su permiso. –Saca una lata de cerveza. Ciertamente, voltea el olor a alcohol, pero no parece estar ebrio todavía–. —¡A su salud! –Le respondo bien seco, y procuro seguir con mi actividad, luego del susto–. —Voy a hacer compras a la ciudad. Tengo un puesto en la feria y necesito renovar el stock. —¿Quién le preguntó algo? —El miércoles pasado vino mi esposa de compras, pero en lugar de traer mercadería para el negocio, gastó todo el dinero en ropa y zapatos para ella. No se imagina, volvió toda rubia, además. Casi no la reconozco. ¡Parecía una actriz de Hollywood! —Qué bien. —No, no, no está bien, Señor. Por eso vengo yo ahora. Si seguimos así, vamos a fundir el boliche muy pronto. —Qué bien. Nada de lo que dice el feriante me importa. Trato de ser lo más descortés posible, con el propósito de que se ubique por fin, pero no acusa recibo. Es menudo, tiene ojos café, la cabeza llena de rulos castaño claro y la voz más paciente del mundo. Por su apariencia, parece venido de los años 1990, cuando se usaban los jean gastados, con agujeros en la rodilla. Lleva un suéter marrón, bien pesado. —Hace frío aquí adentro. —Es invierno. ¡Qué esperaba usted! —Quiero decir que hace más frío aquí adentro que en invierno. Mi compañero de viaje circunstancial no está ebrio. Puedo certificarlo. Además posee cinco sentidos en perfectas condiciones. El autobús viene con el aire acondicionado encendido en lugar de tener activa la calefacción. Aparentemente, el conductor se ha confundido de interruptor. Y el muchacho se encuentra en desventaja porque recibe directamente el frío desde arriba, donde se ubica la instalación. En este preciso momento su cerebro debe estar completamente congelado. —No siento la frente, Señor. Y tengo muy fría la nariz. Me caen los mocos. —Mala suerte. —Ya lo arreglo, así estamos más cómodos. Me entrega la lata de cerveza, como si yo fuera su sirviente. Introduce la mano en la mochila otra vez. Hurga unos papeles, inspecciona con cuidado, coge el boleto de viaje, hace un bollo, se pone de pié y comienza a tapar el orificio por donde se filtra el aire frío. Echo un vistazo hacia arriba, a la altura del asiento de adelante, y el que sigue. Todo el sistema de aire climatizado está lleno de bollos de papel. El muchacho vuelve a su lugar, recibiéndome la bebida. —Hubiera elegido otro número de butaca. —¿Y perderme esta charla tan animada? Siento un poco de frío, nada más. —Puede ir a buscar un asiento vacío. —No, no, quiero quedarme aquí, así seguimos conversando… Miraré el paisaje. Con facilidad envidiable queda dormido en un instante. Retiro de sus manos la lata de cerveza, antes de que derrame todo líquido sobre mí, y coloco el recipiente en el compartimento preciso, ubicado debajo de la ventanilla. Despliego mi campera para protegerme del frío, tratando de que alcance cubrir a mi compañero de viaje también. Aprovecho su silencio para seguir disfrutando de la música. Me doy cuenta entonces que el álbum de Andrew Bird ha terminado. Sólo se oye el ruido constante y parejo del motor. Estoy bien así. Lo raro es que, a pesar de ser el muchacho un completo desconocido para mí, no puedo evitar pensar en él. Da la sensación de no esconder nada cuando habla. Mira constantemente a los ojos, como si todo el tiempo esperara de la otra parte la misma honestidad. Con el tiempo me he vuelto una persona desconfiada y cascarrabias. Pero lo cierto es que su sinceridad y simpleza han hecho de mí, por unos minutos, un tipo tranquilo y seguro. Tanto que me invade un deseo incontrolable de poder mirar como miran los niños, de nuevo. Ha transcurrido una hora treinta de viaje, desde que partí de la estación intermedia. El autobús ya ha arribado a la ciudad y ahora ingresa lentamente al estacionamiento de la última parada. Quito los auriculares de mis oídos y guardo el teléfono móvil. Recojo abrigo y bolso. Hundo tres veces el dedo índice sobre el hombro izquierdo de mi acompañante para informarle que ha finalizado el recorrido. Abre los ojos con dificultad resistiendo al resplandor de la ventana. Levanta la cabeza lentamente intentando recomponerse. —Mucha suerte con sus compras. —¿Ya se va? Hasta pronto, Señor ¡Fue un placer viajar con usted! Abandono de prisa el autobús, porque me gusta ser puntual en el trabajo. Aunque lamento no haber averiguado oportunamente el nombre del muchacho. Me he sentido muy bien con su compañía. Quisiera seguir escuchando sus historias: sobre el puesto de venta, la feria, el glamour y los aires de diva de su esposa. Espero encontrarlo nuevamente en el camino. No tuve coraje para decírselo. CHANEQUES Javier me llamó para que fuera a reunírmele en El Almendro. El hombre se la estaba curando quién sabe de cuántos días de borrachera. Era una mañana esplendente de los últimos días de enero. El Almendro es una tienda miscelánea donde lo que más se vende son cervezas. Los bebedores se juntan en la banqueta desde la primera hora. Esperando el paso perpendicular del sol, en la acera de El Almendro, siempre había sombra; solo en la tarde, cuando al caer el sol, sus rayos ofuscaban las miradas carcajeantes y necias de los bebedores. No era un almendro, eran tres, grandes y giradores, que daban sombra; y, además, también esa idea que alimenta a los borrachos de que con una cerveza se ve pasar la tarde con menos tristeza. Últimamente ahí se la pasaba Javier Sué. Y ahí fui a verlo. Lo primero que hizo fue servirme un vaso de caguama medio tibia. Aunque él era bebedor encarrerado, de pronto se metía en pláticas y no volvía a tomar del vaso hasta que salía de ellas. Pero ese día no había nadie, estaba solo. Así le debieron haber despachado la cerveza. La gente de por acá acostumbra desconectar los refrigeradores por las noches para que no le llegue muy caro el recibo de la luz. Yo rechacé el vaso de cerveza. No es que yo le hiciera el feo, pero tenía una semana de haber empezado a tomar unas pastillas. Fue por una “prostatitis”, una inflamación de mi próstata que me cargaba a raya con eso de la orinada. Nomás de repente tenía que andar buscando un lugar donde orinar. Y nomás para echar un chorrito. Yo creía que se me pasaría luego, que se trataba de un maldeorín, pero ese asunto terminó siendo algo complicado... Tenía muchos días que me ponía a llorar recargado en el mezquite de mi patio: “Había empezado a pagar desde temprano...”. Pero esto no tiene ninguna importancia para la historia de Javier Sué, motivo principal por el cual nos hemos dado cita... Lo mío se los dije de pasada, para desahogarme un poquito y para que no les cause sorpresa por si me levanto a cada rato a orinar. Javier Sué, lejos de lo que yo esperaba: que me reclamara por no tomar o que quisiera obligarme con chantajes de borrachos, estuvo conforme. —Está bien —me dijo—. Yo también nada más me la curo y ya estuvo. Te voy a contar mi historia con los chaneques... Me dio lástima ver su cara seria y larga de beodo sempiterno y sin remedio. Verlo cómo aprovechaba la soledad de las hojas caídas del almendro para empezar su historia... Un año antes había llegado de México acompañado de su mujer y tres hijos: uno ya muchacho, entrado a los 17 años, le seguía una niña de 6 y después otro niño de 4 años. Ninguno, después se supo, era de él. Pero los trataba tan estrechamente, que más de uno no creyó que él no fuera el padre biológico. Son esas coincidencias de la vida, pero había un notorio parecido de los niños con él. Su mujer se llamaba Carolina Rodríguez, pero le gustaba presentarse como Karla Rock. Era una mujer de grandes y bellos ojos, alta y espigada, con unas caderas de hembra de las cuales se suele decir: “Esa mujer nunca se va a morir”. Con una cabellera china y fresca que le llegaba abajo de la cintura. Su piel, siempre limpia, contrastaba con sus camisas nejas, norteñas, holgadas y de manga larga; y con sus pantalones de mezclilla, que también los traía mugrosos de días. Los dos eran rockcanroleros a morir. Él tenía su guitarra, una buena guitarra que la había comprado en tiempos de bonanza y que, según él decía, le había costado diez mil pesos. Ella cantaba y vaya que lo hacía con buen tono y con gracia. De las tocadas, muy pocas en realidad, más bien de las coperachas, vivían ellos con sus hijos. Cada día la vida se hacía difícil, pero ellos no dejaban de acariciar la idea de la belleza y la música. El hijo de 17 años también tocaba la guitarra, pero nunca se decidió a robársela o quebrársela a su padre. Pronto buscó otros medios para pasársela sin darles molestias a sus padres. Los otros dos niños andaban con ellos. En El Almendro y en toda cantina y tugurio donde alguien les pedía tocar sus canciones o donde les invitaran de beber. La seriedad de esos niños, siempre sentados, bien portados, tomando cocas y comiendo sabritas o chicharrones, contrastaba con la euforia que Javier y Karla destellaban. En las mañanas cálidas y radiantes, mientras estos tomaban para curársela o para embriagarse, los niños lucían despeinados, con la ropa sucia, sus zapatos con agujeros y sin cordones. Pero vaya el alma de los niños... de pronto se reían con las desventuras y maromas de los borrachos. El porvenir, sin que ellos pensaran en ello, mandaba algunos reflejos de esperanza. —Quiero contarte mi historia con la chanequita —me atajó Javier Sué, como para no perder el hilo de la plática. Yo sentí que aquello no llevaba a ningún lado. Dudo que Javier le haya contado esto a alguien más. Todo empezó cuando me los encontré en la banqueta de la tienda de doña Emma, una anciana rezandera que vendía cervezas bien frías y que a los que llegaban ahí y le ponían sentido, dispensaba con sus historias en tono de responsos y cantos fúnebres. Ahí estábamos tomando caguamas a pico de botella. Yo había ido a pescar y desde que llegué, a Sué y a Karla les llamó la atención mi sarta de dos docenas de mojarras. Luego que dejaron de tocar unas canciones que yo escuché con una lejana melancolía, se reunieron conmigo. No tenían idea, así me lo dijeron, de la riqueza de los ríos. Los invité a pescar y los invité a mi casa a comer esas mojarras doradas con un chile en el “cajete.” Aceptaron con gusto y tuve que ir a sacar otras mojarras para que comieran a su gusto. Ahí vi la piel de aquella mujer, gran dote de atracción; y su pelo, que al pasar, nublaba la vista del corazón. Javier Sué, mientras se comía hasta las espinas de las mojarras, dijo que ya era hora de dejar la guitarra por un rato para dedicarse a pescador. Los niños comían la carnita pura, en tacos, que su madre había separado con sus dedos finos de cantante llena de gracia. Javier quedó maravillado tanto por las mojarras cuanto por las historias de chaneques que les conté. Esos seres pequeños y envejecidos, a imagen humana, que viven en lugares frescos y a orillas de donde haya agua, que de pronto se toman la libertad de meterse en la vida cotidiana para hacer de sus travesuras o jugarnos, esto es enfermar a las personas con calenturas y escalofríos. Javier Sué justificó su interés por estas historias porque, según dijo, tenía estudios en antropología. Dijo que nomás estuviera bien, sin apuros para ganarse la vida, se pondría a escribir un libro sobre chaneques. Karla lo contradijo, comentó que sería mejor hacer unas canciones sobre chaneques, que con un poquito de suerte, se podrían volver una gran sorpresa en el mundo musical. Quedaron de acuerdo y contentos porque a pesar que ellos mismos se consideraban “chavorrucos”, no se les apagaba el sueño de volverse rockstars. Todo esto cuando las cosas se enderezaran, porque por esos días no tenían un peso partido por la mitad. Javier se aficionó tanto en la pesca que se olvidó de su guitarra. Todas las tardes llegaban a mi casa y comíamos mojarras doradas. Yo era feliz con ver a Karla, que por muy guangas sus camisas a cuadros y por mucha mugre en sus pantalones de mezclilla yo sabía muy bien qué había debajo de esos paños. Aunque siempre me gustaron chiquitas y redonditas, esa Karla Rock siempre me prendía esa chispa inicial que tuerce al camino de la disolución o de la locura. —Sucedió —me contó por fin Sué— que en Las Juntas, río arriba, donde está el tronco del axúchilt caído, ahí me salió una mujercita. Del asombro pasé a la fijación. No podía dejar de verla: chiquita, con un pelo largo como el de Karla, pero lacio. Era mi sueño hecho realidad: encontrarme con una chaneca. Me entregué a la querencia y ella me correspondió. Todo fue un fluir de las aguas del corazón. Hablamos. Ella me tocó el muslo y yo vi su desnudez que era como una tardecita, ese momento en que el mundo se detiene para retomar impulso. Yo la pedí como mujer y ella aceptó. Para ello me hizo jurar fidelidad. Me advirtió de un oscuro hechizo, pero yo me abalancé sobre ella. Todavía siento las notas de esa canción de amor sobre mis labios... Pobre Javier Sué, dije para mis adentros, está quedando loco, se le están secando los sesos. No era para menos. Después de perder a una mujer como Karla Rock hasta yo sería ya un hombre tirado a la calle. —¡Cállate! —dijo como si hubiera escuchado mis pensamientos—. Después de un tiempo dejé de ir. Tú sabes, la imposibilidad del amor... ¡El hombre tiene las puertas cerradas! Hoy, al quererme meter con una mujer; por eso te he llamado, es lo que te quiero contar: mi parte viril desapareció. No sé a dónde se fue el bulto. Lo busqué y lo busqué y no lo encontré. No es que se me haya desaparecido. Ahorita lo tengo, si voy a orinar no tengo problema, pero el asunto está a la hora de tocar a una mujer. Para bonita chanza me ha llamado este crápula, seguí en mis pensamientos, un chiflado más. ¡Cuántos locos no hay en el mundo! Mejor cuento para contar la impotencia masculina no se ha contado. Sin embargo, yo me mantuve atento y con cara de crédulo de lo que me contaba. Pero ganas no me faltaban para decirle: ya estás viejo, Javier Sué, ya pasaste la raya de chavorruco rockcanrolero... Eres, como quien dice, una piltrafa. Terminó su desahogo y se sentó en la jardinera. Pidió otra mega caguama y se la acabó en dos tragos. Luego llegaron otros borrachos y aquello empezó a tomar tintes de embriaguez. Yo no tomé ningún vaso. Y si me mantuve un buen rato ahí fue porque Sué me pedía que lo esperara, que no quería emborracharse. El hundimiento de Javier Sué empezó cuando lo dejó la mujer. Unos días antes había perdido su guitarra. Se había puesto a tomar en una cervecería llamada “Mudelorama”. Mientras bebía, su guitarra estaba recargada en la pared. Ya bien servido, cuando tuvo que abandonar el lugar, no se acordó de la guitarra. Al otro día, ni el despachador y ni los que habían estado ahí le pudieron dar razón. La pérdida de la guitarra fue un distractor que cayó como anillo al dedo para Karla Rock. Mientras Javier se emborrachaba y dejaba su guitarra en cualquier lugar, ella daba los toques finales para abandonarlo. Para esto, ya tenía buen tiempo que ninguno de los dos iban a pescar conmigo. Ni siquiera me visitaban para comer mojarras como muchos días lo hicieron. Los dos andaban muy engolosinados con un tal Míster Llantas Tornel. Este no tenía mucho que había llegado de Estados Unidos. Era más o menos de la rodada de Javier. Tendría unos 42 años. Había estado preso en Estados Unidos y lo habían deportado. Llegó con pocos dólares, pero con un gran entusiasmo y gracia para empezar una nueva vida. Desde que vio a Karla se sentó a lado suyo y se puso a cantar canciones de los setenta y ochenta. Desde el primer día vislumbró qué había abajo de su cabellera espumosa y radiante, recatada pero escandalizante cuando entraba al contacto de los primeros rayos de la mañana, escandalosa cabellera cuando irradiaba el reflejo de la luz de las dos de la tarde. Muchos suspiramos por ella, y a todos nos rechazó con nobles razones, pero ese Míster Maturana, que así se apellidada, se llevó esos promontorios que ella bien escondía y que aun así escarbaban dentro de los ojos. Míster Llantas Tornel le entraba a las parrandas pero poco. Nada más para lograr su objetivo, que luego se vio que eran los ojos bellos y morunos de Karla. Luego que llegó se puso un puesto de licuados y milos en el zócalo. De ahí sacaba para invitarle de beber a Javier Sué; y también para darle de comer a los hijos de Karla y comprarles ropa y zapatos. A los chiquitos los metió a la escuela y al de 17 años, que lo vio que además de tocar la guitarra hacía unos excelentes dibujos de personajes y atardeceres tristes, lo metió a un taller de pintura. No quiso darle por el hilo de la música, y por ello no le compró una guitarra, porque por esos días Míster Maturana no quería otra cosa que deshacerse, barrer de la faz de la tierra; como quien dice, todo lo que pudiera significar Javier Sué. La tarde en que éste perdió la guitarra, Míster y Karla acordaron que al día siguiente se huirían. Ya eran amantes. Los dos habían sufrido antiquísimas derrotas, es más, los dos habían pensado por separado que sus respectivos declives ya no tenían marcha atrás. Pero ese día creyeron firmemente que la vida les daba una última oportunidad para asirse de las crines suaves de ese potro espantadizo que es el porvenir. Al día siguiente, en El Almendro, mientras Javier pensaba en voz alta planes para recuperar su guitarra y se emborrachaba al parejo de otros borrachos, Karla Rock, bien bañadita, bien cambiadita (fue la única vez que la vimos con un vestido), esperaba la hora de darle mate a Javier. A sus niños, los vistió con sus peores ropas, esto lo hizo porque Míster Llantas Tornel se lo había pedido para tener el pretexto de ir a comprarles ropa, como solía hacerlo, y así poder irse todos juntos. Cuando llegó Maturana, como no queriendo, se tomó dos caguamas mientras hablaban de la gran pérdida que significaba la guitarra de Sué. Míster le prometió a este que él le acompletaría una buena suma de dinero para que se comprase otra. Le dijo que era mejor que se volviera a la Ciudad de México, y que si así lo hacía él le mandaría el dinero, todo esto, aclaraba Míster, ansioso de disfrutar esas aguas de amor de Karla Rock, un poquito más adelante... Luego, hizo aspavientos al ver a los niños con ropas deshilachadas y le pidió autorización a Sué para llevarlos a una tienda para habilitarlos con una cambia a cada uno. Este, emocionado por las recientes promesas, aceptó. Era algo que ya había hecho Míster Maturana. La primera vez que vio a aquellos niños desaliñados y casi descalzos se le enterneció el corazón y por poco llora. Les fue a comprar ropa y un plato de comida. Así que no había por qué desconfiar de aquel hombre, quien arrió feliz con los niños y esa mujer que se le volvió una viva obsesión: la muy bella y adorada cantante de banqueta Karla Rock. Dos semanas después Javier Sué me habló para contarme su historia de la Chanequita. Él me había contado, días antes; ya sereno y sobrio, que estaba decidido a superar la mala jugada de Karla a la buena, sin hundirse en el vicio. Me dijo que bien sabía que le costaría un güevo pero nada de pensar de aventarse del puente al río Balsas. No faltaría Dios, decía, se pondría a trabajar vendiendo algo y seguiría como pescador por las tardes. El río, la pesca, la tranquilidad que uno siente cuando espera que pique algo en el agua, estaba seguro, le ayudaría a alejar aquel pesar y los malos pensamientos. Y Javier Sué lloraba a lágrima viva. Ese día se decidió su destino al punto del mediodía. Yo lo esperaba a petición de él. Él no quería seguir la borrachera. Primero llegó el Dulcero, un vendedor de los que se proveen bolsitas llenas de diferentes dulces y que van por las calles vendiéndolas a diez pesos. Sabía del caso de Javier y lo invitaba desinteresadamente. Temía que tomara la puerta falsa. Le decía que ahí estaba el dinero, que él diario se ganaba doscientos o trescientos pesos. Siempre se dejaba ver con dinero. En su cartera no faltaban cuatro o seis billetes macizos de quinientos pesos. Ese mediodía, mientras hacía rueda tomándose una cocacola, le decía: “Vente, Javier, ahorita te traigo los dulces y nos regamos por la ciudad. Verás cómo se vende”. Javier me volteaba a ver y yo le daba ánimos: “Ahí está... no pierdes nada con probar”. Pero luego llegó el Chapa, hombre que se dedicaba a vender nieves en barquillos. Ese día llegó con toda la nieve, porque apenas empezaba la venta; pero ya traía ganas de beber. Acababa de recibir una tanda de cinco mil pesos. Era contertuliano íntimo de Javier y desde que llegó le enseñó el dinero. Invitó caguamas para todos. Javier Sué de pronto se vio en la encrucijada de escoger un camino de los dos: renacer con el Dulcero o perderse otro día en la parranda con el Chapa, quien luego le dijo que se fuera a beber con él. Eligió la segunda opción, pensando que al otro día tendría la misma oportunidad de empezar una nueva vida de dulcero. Tomaron toda la tarde. El Chapa dejó su triciclo con los cubos llenos de nieve de fresa, vainilla y limón, nieve que por cierto él mismo fabricaba, en la casa de un amigo. Agarraron camino para La Morelos. Allá por donde doña Emma. Y allá le sucedió la peor desgracia a Javier Sué. Ya borrachos, quién sabe en qué meandros y veredas se metieron, o a qué casa se quisieron meter. La cosa es que les salió un perro pitbull y al primero que se le aventó fue a Javier. Le mordió la cara en varias envestidas y luego se fue contra el Chapa. Tuvo que intervenir la gente para quitarles el perro de algún modo y una ambulancia los trasladó de gravedad. Al Chapa, por tal suceso, se le desarrolló la azúcar y quedó una tirita de flaco. Javier no se dejó ver por nadie. Dicen que se fue resentido porque ningún amigo lo fue a ver. El Chapa ha dicho que se fue porque le daba pena que le vieran su rostro desfigurado. Al poco tiempo Karla Rock se dejó ver con sus muchachos. Ha cambiado de vida. A los pobres diablos que llegamos a suspirar por ella nos ve con lástima cuando no nos saca la vuelta. Se dedica con primor a hacer milos y licuados en el puesto de Míster Llantas Tornel Maturana. Mientras los prepara no deja de cantar sus canciones favoritas, el rock lo lleva en la sangre, y mientras descansa, a pesar de los falsos llamados y las engañifas del tiempo, no deja de soñar una vida itinerante y libre de rockstar. En esos ratos le entra la mortificación a Maturana, él quisiera adueñarse de ella completamente, quisiera, por ejemplo, que olvidara la música y acabara con esos sueños guajiros. Pero ella se resiste y no da marcha atrás... Una tarde me puse a pensar en Javier Sué, en la historia de Chaneques que nunca escribió. Me he puesto a pensar que yo llevo tres meses tomando pastillas y mi situación no ha mejorado. Sigo orinando de a chorritos. Ese día había soñado que un pescado se hundió en mi vientre y sacó de ahí algo así como una nuez: “Es tu próstata”, me dijo y yo vi en medio de esa nuez un orificio donde entraba mi muerte. Esa tarde tomé camino hacia el río. El río, yo lo sé, cura todo, hay que ir a sus aguas, los de por acá nada más tenemos de consuelo al río. Es mejor morir en el río que en cualquier otro lugar. Llegué a Las Juntas, donde se une el Balsas con el Cutzamala. Sentí cómo a mis espaldas iba cayendo la tarde. Vi el reflejo límpido de la torcida vida en el haz tranquila de la incesante corriente. Agarré río arriba, a donde está el axúchitl caído. El rumor del río penetró mi piel y todo quedó en silencio. El río era yo. Llegué a la ladera donde se vislumbra el tronco añoso del palo de la flor amarilla. Ahí vi y lo que vi me llenó de espanto. Un espanto que luego se volvió un hervor de sangre. Vi a los chaneques en las imágenes que yo le conté a Javier Sué. Vi el arrebol de la tarde como la chispa que antecede a la locura. Y dentro de esa chispa vi a los chanes, que también así los llamamos, cómo enfermaban de muerte a una tía mía, adolescente, cuando cruzaba un camino de charamascas a la orilla de un arroyo; vi cómo enfermaban a mi abuelo, cuando este era un joven robusto, cuando cruzó de un salto el canal de los bajiales; vi cómo se alegran cuando les van a dejar una ofrenda para contentarlos: mole, tamales, vino y cigarros. Todo en un instante de reflejos. Una gota de lluvia expuesta a los rayos del sol. ¿Algo así como cuando paren las venadas? No, señor; algo mejor. Retrocedí, pero seguí viendo cómo una cuadrilla de chaneques mataban a la hermana mayor de mi tatarabuela nada más porque aventó una cubeta de nijayote y el agua regada fue a dar a una boda de chaneques y salpicó a la novia engalanada con un vestido de perlas. Vi sus juegos sempiternos como un movimiento concéntrico que se aleja de la luz y de la razón humana. Vi a los chaneques como dice la gente que los ha visto: en cueros, los varones con sus güevos a las rodillas y sus mujeres con su sexo macilento, de tardecita que inunda todo el valle. Vi a los chaneques retirarse y perderse en la pestaña de la nochecita. Di la media vuelta y apresuré mi paso para llegar a la ciudad. Me dirigí al Almendro pero encontré la tienda cerrada. Seguí mi paso para meterme en la primera cantina que encontré. Y ahí me puse a tomar. Al diablo mi tratamiento. Ya vendrán mejores aguas para curarme. Ahí estuve hasta que se empezaron a retirar los primeros bebedores. Ya estaba yo por irme también, a seguir la parranda a donde mis piernas me llevaran, cuando vi entrar en la cantina al hijo de Javier Sue, con guitarra en mano y luego luego se puso a cantar una canción de rock mexicano. Atrás de él estaba su madre, haciéndole segunda con su voz cascada. Pensé en Javier Sué y en Maturana: “Tendremos otra cara desfigurada”, dije para mí y me salí.
AQUELLOS BAMBA Cuando comenzó a oscurecer la mañana, la madre de Calendario Bamba aseguró que su hijo sería otro al volver la luz. La mañana de la tempestad de tierra, Candelario Bamba cumplía cuarenta años. El alcalde del pueblo, Ángel Bautista, y algunos vecinos notables, acordaron obsequiarle a Bamba un juego de herramientas de hortelano. Hubo, antes, música de guitarra y canciones. El alcalde esperaba el momento más feliz de la fiesta para poner en manos del festejado el regalo. Pero entonces, las cosas se aplanaron. Y todos, medrosos, aleteando, huyeron despavoridos del patio oscuro de los Bamba. Candelario Bamba, al día siguiente, como si recién despertara, arrastró su mecedora desde el tejaván al centro del patio, junto a un viejo tronco. Luego llamó a la madre, y con voz tranquila le dijo: —Consígame usted un cuchillo de monte y barniz. La madre quedó alucinada por el sol de estas palabras. A ciegas salió a la calle, hacia la tienda de Ángel Bautista. En la tienda contó el milagro, recordando cómo lo había profetizado sin proponérselo; porque sí. La noticia dio varias vueltas al pueblo. Nadie podía creer que el zonzo de Candelario se hubiera puesto a hablar de pronto, tras una existencia de entero silencio. Esa misma mañana, todo el pueblo acudió a admirarlo; a ver en qué trabajaba y cuál era su voz. Más tarde, a la hora del crepúsculo, la madre de Candelario Bamba comprendió que la noche no detendría los afanes del hijo. Cortaba éste la madera del tronco y la convertía en largos cañutos. Le acercó, para que combatiera las tinieblas y la sed, un quinqué, una jarra de agua y un vaso. Después, desde una ventana de la casa lo estuvo contemplando hasta el amanecer. La visión de su hijo coronado por las libélulas le atrajo a la memoria el recuerdo del único hermano de ella: Neftalí Bamba. Por boca de unos viajantes supo que Neftalí era un gran carpintero de instrumentos músicos, en otro pueblo, corazón de unos bosques. Neftalí debía estar bastante viejo y atiborrado de manías. Y tal vez la hubiera olvidado ya. Contando con esto decidió, sin embargo, escribirle. Neftalí llegó al pueblo un sábado. La madre de Candelario lo vio venir por el camino, ágil como un joven, tocado con un sombrero negro de seda. Abrió la puertita del patio. Fue directo a Candelario. —¿Qué estás haciendo sobrino? —le preguntó. Candelario alzó los ojos para verlo: —Quiero una flauta —le dijo. La madre de Candelario Bamba no logró que su hermano entrara a vivir en la casa. —Se te agradece, Magdalena —le decía mientras ahuecaba uno de los cañutos de Candelario. —Pero hay cosas mejores en el mundo que cuatro paredes. La madre se cruzaba de brazos, respiraba fuerte. —Es que te vas a insolar, Neftalí —le argüía. —No, porque ya he pensando en eso. Tú me prestarás una sábana, mi cobertizo, Magdalena. Disgustada por la testarudez del hombre, volvía a la casa, removiendo con sus manos el aire intensamente luminoso de la tarde. Pero una vez que estaba dentro, se calmaba e iba luego a comprobar la cantidad de petróleo que había aún en el depósito del quinqué. Y si el depósito no necesitaba combustible, entonces pasaba a preparar la merienda de los dos hombres. Cubría la merienda con un trapo y, con el sueño en el cuerpo, se retiraba a dormir. El alcalde le decía que era una tontera desvelarse cuidando al parecito. Pues él los tenía estrechamente vigilados no a causa de Candelario, claro, sino por el visitante, cuyas costumbres el cabildo no podía avalar. El tañido de una flauta despertó a la madre de Candelario. Con una mano desbandó los moscos que la asediaban. Al parecer, la flauta se oía en el patio, mansa y ajena a aquellos lugares. El resplandor azul de la noche inminente entraba por la ventana. La madre de Candelario se puso de pie y espantó de nuevo a los moscos. Pensó que el flautista era hombre de vastos pulmones porque no decaía su hermoso trabajo un segundo. Cuando entró a la cocina por la merienda y el quinqué, la música de la flauta estaba aposentada ya en sus huesos. Tomó a tientas los cerillos de la mesa para encender el quinqué. Y ahora sentía el tañido en el vientre, llamado de macho en celo. —Candelario fue la raya —dijo en voz alta—. El fin de las noches de amor. A la luz del quinqué, Neftalí Bamba paró de tocar. —Sabía —le dijo la madre de Candelario— que eras maestro de carpinteros; no músico. Me levantas cenizas. Dime, Neftalí, ¿de dónde has sacado eso? —Sé pulsar diversos instrumentos, Magdalena. —Yo no estoy preguntando por la extensión de tu gracia, Neftalí —dijo la madre de Candelario, y luego insistió: —¿De dónde? Neftalí. La flauta de Neftalí Bamba estaba labrada con figuritas que la hermana no alcanzaba a ver bien. Neftalí Bamba se golpeó un muslo con ella y contestó. —De ninguna parte, Magdalena; ésa es la queja de la madera hembra. —Tú la atormentas entonces, Neftalí —dijo la madre de Candelario, medio llorosa. —Yo no sé —respondió Neftalí Bamba—. Yo digo que la enamoro. La vigilia de esa noche transcurrió para la madre de Candelario Bamba lentamente. Necesitaba del sol y los panes del siguiente día. En su hermano había diablo escondido. El pan sería el cebo que iba a atraerlo a la clara superficie. Mentiras lo de la madera. A la edad de Neftalí los hombres que eran incapaces de cejar en el empeño dulce, para coronarlo se valían de medios de gran figura. Y muy probablemente Neftalí perteneciera a tal tipo de apetitosos. La madre de Candelario sentía que la vejiga le pesaba peor que la bola de plomo. Apretó las piernas, que se le pegaron con el sudor como dos cuerpos. Por nada de este mundo iba a levantarse a orinar. El retrete de noche era siniestro, un ruidero de láminas y tablas podridas; si los orines querían salir que salieran, pero sin incomodarla. En el patio, Neftalí le daba a Candelario, uno tras otro, los cañutos para que los probara. Neftalí escuchaba los pitidos como si fueran las voces de Dios. Cuando Dios no era diáfano en su lengua de pájaro. Neftalí lo llamaba por segunda vez a la boca del cañuto y le recomendaba no atropellar las notas. Entonces Candelario se le quedaba viendo a Neftalí. Y después, echándose contra el respaldo de su mecedora comenzaba a reírse de él, anchuroso como un río de mayo. Neftalí no miraba más a su sobrino con ojos de maestro; se había transformado en el viejo compañero de afortunadas nataciones. Impulsado por la risa, Candelario iba y venía en el columpio de la mecedora. Algunos cañutos rodaron de la mesita al suelo. Las virutas del pan de la merienda brillaban como pesca de gambusino en el plato de barro. Pero a la madre los ataques de hilaridad no le hacían gracia. Era sólo el modo que su hijo y su hermano tenían de ahogar el sueño. A veces el ataque se continuaba por media hora, con fugaces intervalos de cordura que los reidores aprovechaban para secarse el llanto. No le hubiera extrañado nada ver entrar a los espías del alcalde al círculo de luz, exigiendo silencio. El alcalde le había advertido: —Procure, señora Bamba, que sus gentes no lleguen nunca a la estridencia; recuerde que el reposo de mis paisanos lo tengo por sagrado. Ángel Bautista era un niño. —Correcto —le dijo—, pero no olvide usted que yo soy una anciana que apenas pesa lo que el otoño en una sola de sus hojas, y que a mí esos estridentes con su viento de risas me arrancarían en un santiamén del árbol de la vida. Si perturban la paz, cargue con ellos, llévelos a vivir a la cárcel; al umbral de su casa, Bautista, como quien dice. Pasados tres días, el alcalde volvió para anunciarle que conmutaría, si lo obligaban, la prisión por el destierro. Neftalí estaba recogiendo del suelo los cañutos caídos. Candelario lo observaba atentamente. Candelario quizás se convirtiera, andando las noches, en célebre flautista. Habría que vivir para verlo. Sin levantarse de la silla, la madre de Candelario aflojó despacio los muslos y comenzó a orinar. —¡El océano que traía yo dentro! —dijo aliviada del plomo. Se inclinó sobre el marco de la ventana. El aire del patio estaba hecho un bagazo por tantas horas de sol, de polvo. Llevaba una semana y días de centinela de Candelario. Siendo la víspera del cumpleaños de Candelario, el alcalde vino a hablar con ella. Le obsequió un retazo de cretona descolorida y comestible. Ella le dio las gracias, abrazando contra el pecho huesoso la cajita con la mercancía. —Considéreme usted, señora Bamba —empezó el alcalde—, enemigo del clima que rodea a su hijo. Administraciones precedentes encontraron natural semejante atmósfera. Error, señora Bamba. El alcalde se había desabrochado y abierto la camisa. En el pecho le hervía de calor la pelambre entrecana, rizada al pie del cuello. Las mujeres del pueblo decían que esos rizos eran el producto de los deditos aburridos de la esposa, cuando el alcalde la montaba. “Bautista —confesaba la esposa—, de hombre tiene solamente lo felpudo que luce entre las tetillas. No le importa que yo no dé flores”. —Error —repitió el alcalde—; su hijo, señora Bamba, es una fuerza de trabajo a la que debemos apartar del ocio. Grava con el ejemplo nuestra proverbial laboriosidad, señora Bamba. Hipócrita Bautista. Aceptó, no obstante, su proposición: por la música y las canciones que traería gratis al patio de la casa. ¡Oh, la tontería del alcalde, pretendiendo expulsar a Candelario a lejanos lugares, como si ella no contara para nada!: —Ángel Bautista —no se cansaba de advertirle—, no te engolfes en tu cargo porque, al desmandarte, no serás sino odioso peludo. La madre de Candelario se desnudó detrás de la puerta del cuarto. Mantuvo, apoyándose en la perilla, abierto el compás de sus piernas. La piel por donde habían corrido los orines le ardía como una quemadura. Giró un poco el cuerpo hacia la ventana, ávida de aire. Luego se miró el sexo. Otro, irreconocible a la luz del amanecer. Pensó en el bosque de Neftalí y en la mujer sin flores del alcalde. El vestido que iba a ponerse lo había usado para el cumpleaños de Candelario la semana anterior. Olía a mueblo viejo y le faltaban el moño y los botoncitos de fantasía, todo arrancado por el viento de aquella mañana. —Desde hoy —le dijo Neftalí Bamba a su hermana— entraremos a vivir a tu casa. La madre de Candelario se le quedó viendo, azorada. Neftalí tomó la mecedora de Candelario y caminó rumbo a la casa. No había tocado el pan. —Desayunaremos adentro, madre —le dijo Candelario. El alcalde, acompañados por dos hombres, observaba la escena desde el barandal del patio. El reflejo del sol en su camisa amarilla le producía a la madre de Candelario mucho ofuscamiento. Los acompañantes mismos, de lentes ahumados, debían sufrirlo también. —Llévate pues el pan y el café —pidió la madre a Candelario—; ahí voy. Antes quiero preguntarle a Bautista qué anda buscando aquí a horas de cabildo. Candelario Bamba volteó a mirar entonces al alcalde y dijo: —El tío Neftalí ha dicho que por causa de ese hombre, la primavera es casi un sueño entre nosotros. Cuando estuvo frente al alcalde, a la madre de Candelario se le volvieron de agua los ojos. El alcalde mandó a sus hombres que se retiraran. —No llore usted, señora Bamba; ¿en qué puedo servirla? —le dijo. —En nada, Ángel Bautista —le dijo la madre de Candelario—; estoy llorando nomás de pensar en los años que viví sola en la casa. ————-- (*) Jesús Gardea, Los viernes de Lautaro, Siglo XXI, México, 1979. pp. 9-17.
NOTA ROJA El cadáver mira desde una silla al fondo de la habitación. Es un decir, no mira, pero si lo hiciera, vería al policía que lo observa desde el pasillo después de haber pateado la puerta para abrirla. El policía escucha los pasos atropellados de varios de sus compañeros, quienes al llegar impedidos por la barrera del cuerpo del que llegó antes, forman una guirnalda de cabecitas que se mueven como moscas para ver qué hay dentro del cuarto. Si el hombre que ahora está muy sentadito, con las manos plácidamente sobre los muslos, siguiera vivo, no tendría desprendida la mitad derecha de la piel del rostro ni le faltaría la oreja izquierda, tampoco le faltarían los pies y probablemente estaría vestido; si siguiera vivo, es que nadie le habría hecho un fino pero profundo corte en la garganta que dejaría la cabeza pendiente tan solo por el arco de las cervicales. Pero estaba muerto, eso lo sabían de antemano el policía parado en la puerta de la habitación de hotel, sus compañeros que se agolpaban a su espalda como para tomarse una selfie y el Fiscal, quien como si apartara las cortinas de un balcón, se abrió paso para entrar, acercarse al cadáver y examinarlo con ese cuidado que uno pone cuando quiere descubrir rayones en la pintura del carro que le ofrecen en venta. Si el hombre siguiera vivo, sin duda ignoraría quién la masacró, puesto que eso no habría sucedido, pero probablemente hubiera podido describir con pelos y señales a quien querría verlo así como estaba ahora, y lo mismo a quien lo habría dejado hecho un santocristo, por decirlo de manera piadosa, aunque innecesaria, porque el hombre quizá se merecía lo que ahora era. El Fiscal, hombre macizo en varios aspectos de su presencia y su esencia, se enderezó, respiró profundo, sacó un encendedor y preguntó si alguien le podía dar un cigarro. Ahí estaban los hechos, no había sino esperar a que llegara la gente de Servicios Periciales. Por supuesto, nadie había visto ni oído nada. En un hotel como ese las camaristas operaban con esa discreción nacida del desinterés que provoca saber a qué va la gente ahí. ¿Gemidos y berridos? Es lo que resulta natural en lugares como ese. El finado resultó ser Albino Cervera Ramírez, de 45 años de edad, plenamente identificado por Graciela Cervera Ramírez, su hermana, que le llevaba 35 años y lo había cuidado desde bebé, obviamente sin mucha atención: «Una tiene sus problemas y éste nunca tuvo buena cabeza ni buen corazón». Los antecedentes de Albino confirmaban el parecer de la doña: malandrín de doscientos pesos el día y a veces tres mil pesos por hacer un trabajito como el que le habían hecho. ¿Nexos? Todos. Eso no facilitaba la investigación, que, por cierto, a nadie le interesaba llegara a determinar responsabilidades y mucho menos procesar a alguien. Tres días después, la prensa y los medios digitales ya estaban ocupados en mil asuntos más, aunque en el cuarto día una reportera abordó al Fiscal General y trató de sacarle algo al respecto. El funcionario se limitó a decir: «Estamos en eso, prometimos que ya no habría impunidad, ya no la habrá». Después de identificar a su muertito, Graciela anunció que iba por dinero para hacerse cargo del entierro. No volvió. Cuando la buscaron, ya no la encontraron, se había mudado a quién sabe dónde. Albino sigue en las instalaciones del Servicio Médico Forense. Ya le llegará el turno para salir de ahí, de una manera u otra, para beneficio de la ciencia o para nutrir a la Madre Tierra. LA CASA DE LOS ÁNGELES Me miras inquisitivo con tus profundos ojos de venado y yo no puedo sostenerte la mirada, prefiero desviarla hacia la réplica del cuadro de van Gogh que cuelga en nuestra sala; me fijo en el café terraza, en las mesas dispuestas y vacías que se extienden a lo largo, en los viandantes y comensales de rostros difusos, en las ramas de un árbol que asoman con timidez, en el ambiente festivo y caluroso gracias al amarillo del farol que alumbra el café, pero esta luz resulta demasiado intensa, demasiado irreal, ¿cómo una sola lámpara de gas puede iluminar de forma cegadora al lugar? Pienso en el color azul de la noche: es demasiado claro, si la pintura hubiera pretendido imitar a la realidad, las estrellas no podrían verse. Pero a van Gogh no le importó la realidad y yo celebro tanto su capacidad de romperla, de construirla como se le dio la gana a través de sus cuadros, de su locura, de cortarse una oreja y regalársela a una prostituta; por supuesto, yo no pienso imitarlo, más bien pienso en la manera de desdibujarte el gesto de pesadumbre, tu ceño fruncido y tus ojos acusadores de: ¿Por qué lo hiciste?... ¿Qué quieres que te diga?... porque sí, porque quise, porque lo creí justo, porque si van Gogh iluminó la noche con estrellas y con un azul claro, ¿por qué yo no podía iluminar la tristeza? Eso es lo que pienso, pero no te lo digo y tú tampoco pronuncia nada, hablamos en silencio, tú con los ojos en mi hombro y yo con los míos en la pintura. Quiero decirte que no me arrepiento, que con este acto hice un bien. ¡Ay si me animara a romper el mutismo, te diría que lo planeé desde hace una semana, justo cuando mamá regresó a casa, luego de las vacaciones!, te diría: no lo siento, me alegro, ya no lloro, mi mirada ya no se pierde en el desconsuelo ni en el pasado lleno de recuerdos de sonrisas y orejitas, estoy plena de tranquilidad. Debes estar contento. Mira, cada vez que íbamos al cine o por unas cervezas y te decía: pasa por la casa de los ángeles, no lo hice con el simple propósito de ver al Caballerito, no, yo quería analizar la altitud de las rejas, del muro, medirlo, sopesar si era más alto a otros que salté en mi niñez cuando robaba gatitos, verificar las horas de ausencia de la dueña y saber finalmente si el robo era viable. Claro que lo era, muy fácil, por cierto. El muro no era muy alto, la reja no tenía alambrado de púas y al Caballerito lo mantenían en un pasillo lateral protegido, únicamente, por una puerta metálica de menos de medio metro. Decidí que hoy, miércoles, pero a la una de la tarde era excelente: estoy libre de clases por más de tres horas. David, mi cielo, tal vez si me arrepiento de algo: de mentirte. Te dije que te quedaras en la oficina del colegio, que no vinieras conmigo, que yo iría a darle de comer a Rama y a Luna, que estuvieras tranquilo, que ya sabía conducir por el barrio, que confiaras en mí y lo hiciste, me diste un beso, me temblaron las manos de nervio y de culpa porque nunca te miento. Abordé el carro, lo prendí y enfilé a la acción que nos daría paz mental, bueno más a mí que a ti. Llegué y aparqué en la puerta de nuestra casa y caminé hacia el parque. Me dominó la convicción de que mi acto era equivalente a salvar a alguien de ser atropellado, proveerle alimento al hambriento, brindarle un abrazo al atribulado, sí, sí, no sería un robo. Con esta certeza, apreté los dedos y corrí a mi destino. En la acera y en las calles no había nadie pues a esa hora los hijos están en las guarderías disfrazadas de colegios y los padres en las maquiladoras. Me detuve en la casa de los ángeles. Volteé a ver al parque y tomé conciencia del inicio de la primavera, disfruté por unos segundos de mirar los primeros retoños de hojas tiernas y pequeñas, me pareció advertir en los árboles somnolientos una sonrisa de aprobación. Les devolví la sonrisa y trepé la reja, cuando alcancé la punta, me impulsé hacia el muro que conducía al pasillo lateral y una vez ahí, brinqué al interior de éste. El caballerito estaba ahí, me esperaba, sabía que lo rescataría: me miró con unos ojos alegres de palomita que recibe pan, lo cargué y le dije: no tengas miedo. Él respondió posando su patita en mi mejilla. Lo coloqué en la mochila, dejé espacio para que sacara la cabeza y antes de brincar eché un vistazo a las estatuas de los ángeles de arcilla blanca que estaban junto a la ventana, pese a su inmovilidad, a su blancura fría, vi en sus labios la misma sonrisa de los árboles. Dios nos bendice, murmuré y brinqué la puerta pequeña, trepé la reja, luego el muro y salté a la calle. Caminé muy rápido y cuando consideré haber avanzado un buen trecho, saqué a Caballerito de la mochila y corrí con él en brazos, llorando, hasta llegar a casa. Una vez en la entrada, Rama y Luna presintieron que lo traía de regreso pues tocaron las campanas de la puerta con mayor ahínco que de costumbre. Abrí, entramos, lo bajé y él se puso a jugar con sus padres; saltó, saltó y se revolcó con ellos. La felicidad había vuelto a la casa. Entre lágrimas, saqué la carne del refrigerador y les di de comer a los tres. Cuando terminaron, abrí la rejilla que da acceso a la sala y los cuatro corrimos entre los muebles para celebrar el rescate. Jugamos hasta que dio la hora de irme al colegio. Los dejé dormidos en sus camitas. Eso fue todo. Al llegar al trabajo, tú me notaste diferente, me dijiste de cierto brillo en mis ojos, una luz en mi gesto, un excesivo buen humor al que no estás acostumbrado; me preguntaste qué me pasaba y yo no quise contarte, decidí que al final del trabajo, cuando llegáramos a casa, presenciaras el motivo de mi resplandor. Así fue, abriste la pesada reja, metiste el carro, nos bajamos, introdujiste la llave en la primer cerradura, luego otra llave, otra cerradura y la casa nos extendió los brazos, nos dejó ver a lo que a nuestro juicio eran niños, niños saltarines que movían la colita y reían a cada ladrido… pero había uno que tú no esperabas ver: a Caballerito, ahí lo tenías, a tus pies; moviste la cabeza y dijiste mi nombre; no te respondí, me incliné, abracé a Caballerito y crucé a la sala. Aquí sigo, con la mirada en el cuadro de van Gogh, sosteniendo en brazos a un osito de ternura y fidelidad. Lo lleno de besos en su pelaje obscuro y suave de algodón; él me lame la mejilla y tú sigues con la mirada cuestionadora. Sabes, yo no quiero responderte, no con palabras. Voy a animarme a verte fijo, así: alzó la barbilla con la misma seguridad y entereza con que robé, abro los ojos para que veas en ellos mi preocupación pretérita por este ser indefenso, para que sientas mis noches de insomnio pensando en el Caballerito, en el error que cometí al venderlo a quien no sabía cuidarlo, a quien no sabía llenarlo de cariño, de mantenerlo limpio, de darle mimos, caricias y canciones; veme bien, en la mejilla aún conservo cierta dureza de cuando mi gesto se contraía en llanto cada vez que recordaba la tarde en que lo vimos en el pasillo de la casa de los ángeles, lleno de polvo, sucio, apoyado en la reja como quien busca protección, solo y asustado. Sabes bien que no tuve paz desde ese día, que me la viví orando para que sus nuevos amos lo amaran y cuidaran como nosotros, pero me cansé, me harté, yo no iba a esperar a que la providencia divina se apiadara de mi cachorro; llegué a la conclusión de que yo sería su providencia. Al diablo con esperar, con tener paciencia, con hablar con el niño para que aprendiera a cuidar a un ser tan bello. Ya sé, ya sé, comprendo que me reclamas por qué no te comenté de mi inquietud, de mis planes, que fui apresurada, que debí ponderar la posibilidad de reclamarlo de regreso, pero no, no lo consideré viable, ¿sabes por qué?: imagínate la lloradera de ese niño de cabeza redonda, con gesto bobo y santurrón rogando para que no le quitemos a su “mascota”, o el rostro duro de su madre negándonoslo para que su nene esté contento... ellos no nos lo iban a devolver, lo mejor era robarlo. Enternece tus ojos de venado, mi amor, ahora Caballerito estará seguro, limpio y bien cuidado. ¿Por qué debíamos permitir que nuestra perla durmiera en el lodo? Si quieres, para calmar tu conciencia, mañana, a media noche, cuando no nos vea nadie, vamos a esa casa y les aventamos, a los pies de los ángeles, un billete de mil pesos. Relájate y disfruta a nuestro Caballerito, míralo correr con sus padres.
PEDRA BRANCA [fragmento de novela] Para el maestro Víctor Jiménez Las primeras palabras que te escuché, Caín, estaban cortadas por la corriente del arroyo. No significaban nada. Sólo iban corriente abajo, saltando de piedra en piedra. Tenían, sin embargo, un oficio: hacer que todo Villa Madero hablara como si cuidara la sed. Caín tenía aparejada a la noche una casa de adobe, compuesta sobre una lluvia de piedras que se recogieron sobre las paredes; sus manos, ahí, hicieron labor de moldear las recámaras a paisajes de almendros. Después, sobre un costado, en el ala derecha, sembró tamarindos para darle de beber a sus hijos un poco de sombra, y a mí, con el paso de las décadas, ramas donde atajar la hamaca. Pero ya desde entonces navegaban hojitas en aguaceros de lodo. A la cocina, en cambio, le construyó una sola ventana, chica y oval, por donde el fogón escapaba toda la neblina: era humo que achicharraba debajo del comal. Adentro había oscuridades, cazuelas también, y qué pequeña era la lumbre que, desde los tizones, alumbraba las herramientas de la cocina, y qué pequeña, también, la exploración que gobernaba la luz natural hacia el interior de los adobes. Había lumbre que se secaba alrededor de la presencia de Celia Reyes. Se resquebrajaba el barro del fogón al calor de las virutas. Era leña de monte alto, cargada en burro y distribuida en troncos delgados a causa de las afiladas espaldas del mocho. Caín partía en dos el árbol. Un cueramo seco, viejo, con las ramas desnudas, ajeno a los intereses de las cucuchas. El cueramo se convertía en horquilla. Otros, más gruesos, fueron trazados como polines. Sobre ellos, Caín distribuyó millares de tejas. Para atrapar la caída de los alacranes, Celia Reyes zurció pedazos de tela. Así, poco a poco, la casa se hizo presentable, nació el granero, también una alacena para el queso, las gorditas y las cajitas de pan. Pero afuera gobernaba la hierba mala. Eran sus dominios los terrenos del patio que se extendía hasta las cercas. Te oí hablar, Caín, pero fue como escuchar al arroyo, ¿me entiendes?, como un nervio del agua. Así de quedito. Y callaste de nuevo, como si los almendros, tan airosos, se llevaran tu voz. También tenías la lengua adornada de frutos. Era diciembre. El último día de diciembre. Tú y yo nada más en la casa, y el viento que venía desde la barranca. Ambos fumábamos y yo veía, por el foco, que encajabas los ojos en la noche que se materializaba surcada de estrellas; pero abajo, negra, destinaba a todos nosotros a la orfandad. Hice mis oraciones para acordarme de mi abuela Feliciana Piedra. Las manos cruzadas como una vela que alumbra los recuerdos. De ella nace la apertura de la noche: salta su nombre y apellido cuando la recuerdo allá en Villa Madero, en una casa chica, con las tejas desmoronadas, con la mirada sorda sobre las hojas del asinchete. Sabía que iban a morir de amarillas. O de tanto lodo. Pero nunca habló con las sombras que la visitaban. Sabía que del polvo se levantan las voces con las que conversaba, como si las calles entonaran un silbido abandonado, de esos donde no se oye ninguna gente, y que los pasos que escuchaba eran en realidad piedras que se amontonaban frente al hervidero de la tarde. No hablaba mi abuela Feliciana Piedra. Era uno de esos huesos que abandonó el arroyo cuando bajó la corriente. Un becerro ahogado allá en La Puerta, que después se atoró en las ramas, patas arriba, dando círculos en los remolinos de la crecida grande. También se ahogaron sus mugidos. Tenía muy flacos los límites de los corrales, ensombrecidos, además, por la pared de la iglesia. La hierba mala hacía allí su reino, con todo ese reguero de hojas alrededor del pozo de agua, que daban la impresión de que mi abuela Feliciana Piedra esperaba que un día el viento viniera y de un soplido barriera todo ese abandono que habían padecido el adobe y las tejas. Naciste junto a un árbol que tiene raíces en el agua de la barranca, con el viento un tanto alborotado, un poco, también, con las ramas pesadas, como si estuviera cargado de frutos; tiene de parentela con el almendro un racimo de hojas que se cargan de sol como si sólo dieran la cara hacia la tarde. Ahí naciste, entre polines decorados de tejas, con la luz de la luna torcida hacia horquillas que levantaban los tendederos. Su aranceles eran para un patio escuro. A mi abuela Feliciana Piedra la abandonó Francisco Salgado cuando ella contaba con veintiséis o veintisiete años; la abandonó con tres hijos, entre ellos Caín, que era una cosa pequeña. Francisco Salgado dijo que se iba, aunque no mencionó a la otra mujer; dijo, sí, que la dejaba bien sostenida, con los potreros, los animales y la casa para ella. Sacó las bolsas del pantalón. Me voy sin nada, repitió. Y atajó bien el portón antes de irse. Villa Madero, a esa hora, todavía tenía el sol detrás de los árboles y algunas nubes detenidas arriba de los cerros. No había más que el silencio que se propiciaba de los ojos de mi abuela Feliciana Piedra. Días después, su familia la encontró sentaba debajo de la sombra de los limones. Sus hijas estaban en cuclillas en un rincón del pretil. Lloraban de hambre. A Caín se le había agusanado el pañal. Alguien corrió el rumor que los gusanos ya había devorado algo de la carne. Desde entonces, mi abuela Feliciana Piedra platicó muy poco; en parte porque los hermanos le quitaron los hijos; pero también porque su madre, Rosa Antúnez, estaba sorda. Lo que consigues con encender ese par de leños, es que la noche arda como si las estrellas fueran luces naturales de este hervidero de monte. Allá se acorralan las oscuridades, el viento las lleva a una esquina de la noche. Sólo el Día de Muertos había luz en la casa de mi abuela Feliciana Piedra. Desde el patio, una hilera de velas iluminaba el camino incendiado hacia el interior de los adobes; después, las velas hacían una señal de cruz hacia los cuartos: camino que hicieron una y otra vez gente muerta. Parientes que se levantaban con la oscuridad y con las lámparas de petróleo en las manos, avanzando hacia la cocina, donde gobernaba todavía más oscuridad, con los árboles encima del fogón y dando sombra a la leña apagada. Allí, un solo cerillo iluminaba el mundo. Ponían las lámparas encima de la alacena. El resplandor dejaba ver las bocas masticando el pan de vaqueta. En el fogón comenzaba el sol artificial. Como éste, ardía como si quisiera desalentar el entorno. Ojalá que el arroyo —otra vez el arroyo— vuelva a sus caudalosas llamas. El mundo parecía tener movimiento en las sombras que caían sobre las paredes: una llamarada pequeña que, sin embargo, daba licencias para que apareciera todo vivo. Mi bisabuela Rosa Antúnez ya echaba tortillas sobre el comal. Pero de ella sólo aparecían las manos, que, cuando iban a la masa, regresaban a la oscuridad. Media cara también se hacía visible por causa del fogón. No así su voz, que tenía de las brasas que también la modulaba el aire. Cuando me duerma, sólo alcanzaré escucharte decir que no queda nadie más que le haga compañía a la noche. La madrugada, sin embargo, quebraba más oscura hacia el patio; allá, todavía no despertaba ningún ruido, salvo el del burro, que resoplaba y echaba las orejas hacia adelante mientras le ponían la montura y le cruzaban el cinto por debajo de la panza. Su horizonte era ese camino de piedras que todavía reflejaba lo negro, y también a las estrellas: esas luces coloradas y azules que hablaban de lo solitario del cielo; el camino no, si consideramos que tenía por compañía las líneas temblorosas que describían las montañas. Que tu muerte sea compromiso de abono para la tierra. Si no te ponen cal, serás como lágrimas de petróleo: seco sobre tus huesos, y tu alma oscura, ese laberinto de pecados, saldrá a flote cuando sobre tu tumba nazcan todas esas flores avergonzadas de haberse alimentado de tus dientes. El burro conocía el camino, por eso iba sereno, con la rienda suelta, manso como la luz de la madrugada. Tenía como refuerzo los silbidos que soltaba el aire en el potrero. Un viento cargado con saltos de los cuiniques. Tan suave como la panza de una culebra. Los mosquitos se sostenían en otro aire, artificial, el que reviraba el cueramo. Por la tarde los perros se movían en las banquetas, echados a la lumbre, con el ánimo cargado de sed y los huesos pegados al hervidero del concreto. A veces las moscas iban a zumbar calumnias en las orejas, y hacían una aldea para romper sobre sí mismas lo verde de sus alas. Antes, habían procreado larvas en los excrementos de vacas y toros, que ya imitaban el endurecimiento de la piedra. El alma de la tarde en esa brevedad de silencio. Pero pesaba como si Villa Madero no quisiera reconocer la vergüenza que le generaba el aburrimiento. Sólo dejaba caer las sombras de las tejas en la garganta del arroyo. Ahí, quizá, los pilares se ahogaban sin la necesidad de sostener más polines y tristezas. Mi abuela Feliciana Piedra recogía los ojos para ver que estaba sola, como antes juntó los dedos para recoger pápalo, salvo que esta ocasión nomás tanteaba aire. Lograba con las manos, cuando mucho, juntar dos ramitas de soledad. Veía caer el sol. Se le venía encima. Y nunca supo qué hacer con tanta lumbre, ella, que apenas se atrevía a usar el calor de los cerillos en una varita para encender el fogón. Sus manos, entonces, no tenían destreza para manejar los rayos del sol de la tarde; podía, sí, afirmar, de labios llenos, que otro día había muerto. Caín miraba el campo como si florecieran de él las nubes que ponen todas las luces boca abajo. En el trayecto de su mirada iba también el movimiento del polvo, que se arremolinaba aquí y allá, como si adivinara que el viento es muy caprichoso. Yo sé, Señor, que donaste este arroyo para que nos limpiáramos los ojos de tanta tristeza y polvo que hay por acá. Y nos diste almendros, las hojas de almendros, para que pudieran ocurrir conversaciones a una sola dirección del aire. De otra forma, Señor, nos bañarían las palabras. Muy atrás estaban las cercas, quietas también porque la tarde las había estacando. Una nube fue testigo. Pero se fue pronto. Quizá no tuvo a nadie a quien darle aviso. Quizá Villa Madero le predijo aburrimiento. En todo caso, cruzó el horizonte rumbo a Tejupilco, dejando atrás desesperanzas y llevándose consigo las poquitas sombras que provocaba sobre las calles, también las promesas de lluvia. Aunque, para ser sincero, nadie creía de buena fe que la sequía tuviera ganas de beber del arroyo. El calor llovía; entraba en mareas que no tenían piedad de las cruces que se deformaban en el camposanto. Allá sólo hablaban los muertos con los zopilotes, que no habían comido nada desde que se miraron unos a otros con hambre, o desde que se hizo permanente la Cuaresma. Las cruces, repito, quizá los convirtió.
Caín partía con el mocho las tumbas de la noche: dos hileras de terrenos secos sobre el álamo de las estrellas, y en su muñeca jugaba aquel universo vacío que nombraba casas abandonadas al derrumbe de un pocillo dejado en la mesa. Pero en la ventana entraba luz con voces de gente, venidas de muy lejos, tanto, que los que hablaron ya no estaban más ahí: eran polvo de una reunión de peones. También por la ventana entraba, muy escondida, la silenciosa maduración de las guayabas. Su palo blanco era como piedras del arroyo, pero sin la distorsión del agua, pero sí con manchas de grava negra. En la soledad del huerto, la hamaca estaba indispuesta a moverse sobre las hojas. Tenía de lazo con la tierra que estaba atada a los tamarindos, pero tenía de fijo el cielo, ya fuera arriba o abajo, como si de verdad alguien la ocupara para la siesta. Caín partía con el mocho las distancias del aire, y una de ellas medía paisajes recortados por el paso de las nubes, que dejaban secas las luces del potrero, como, si de pronto, ciénegas de esperanzas dijeran que todo ese campo estaba útil para los mantenimientos de maíz; pero el otro aire, ése que desvainó bajo el mango del mocho, se había mantenido muy serio sobre la hosquedad de los cueramos, y es como si ese aire se hubiera puesto en cuclillas para mirar el entorno para calcular hasta dónde estaban partidos y secos aquellos parajes; había mucha erosión en la delgadez del polvo, y ese polvo fino, dorado, era el que tenía flacas a las reses y a los toros. Pobres criaturas sin agua. Pobres criaturas que masticaban polvo. Era voluntad de Dios que así estuviera el campo, era su deseo las raíces secas, y la existencia de aquellas cercas y púas que sólo dividían las cuarteaduras del desierto. Caín partía en dos el aire, también, pensaba él, para que la sequía se bebiera de una buena vez los charcos. Además, pensaba, ya era hora de que cantaran los chiscuaros. Si es que todavía había alguno. Porque lo que recortaba el aire, era, sobre todo, silencio. JUSTICIA (Basado en un caso real) De noche, en una carretera mexicana, cuatro hombres armados con pistolas calibre 9mm asaltaron a los pasajeros de un autobús que acababa de salir de una curva. Detuvieron el paso del vehículo colocando piedras sobre el pavimento. Al ver las armas, el conductor abrió la puerta. Los delincuentes lo insultaron y lo amenazaron. Después, con largos pasos, recorrieron el autobús e hicieron lo mismo con los pasajeros: «¡Al que haga alguna pendejada o se guarde algo se lo lleva la chingada!». Les arrebataron los relojes, las cadenas, las pulseras, el dinero en efectivo y las tarjetas bancarias. Uno de los asaltantes cogió un mechón de pelo gris de una anciana y le dio tres violentos tirones. La mujer había intentado esconder una medalla de San Benito. Otro facineroso sorrajó una trompada sobre la nariz de un adolescente, sólo porque sí. Y el último, a mitad del autobús, azotó la cabeza de una joven contra el cristal de una de las ventanillas. «¡Si no cooperan... Nos los vamos a putear a todos! ¿Oyeron, culeros?». Una vez que habían despojado a los pasajeros de todas sus pertenencias, le quitaron al conductor las llaves, le pegaron un cachazo en la sien y lo dejaron tirado, sobre el volante, medio inconsciente. Acto seguido, se dispusieron a bajar, uno por uno, del autobús. Cuando todavía quedaban dos hombres por bajar, una bala fue disparada desde la última fila de los asientos del vehículo y alcanzó al que estaba más cerca de la puerta del autobús. La bala le reventó el cráneo y cayó muerto al instante, con los pies cerca de la puerta y la cabeza junto al chofer, al lado de la palanca de velocidades. El asaltante que quedaba arriba giró, bruscamente, y trató de jalar el gatillo a su pistola, apuntando hacia el sitio desde donde había salido la bala que mató a su camarada, pero antes de que pudiera disparar, una bala le pegó en el pecho y otra en el vientre. Cayó de espaldas y su cuerpo quedó extendido y apretujado sobre el angosto pasillo. Uno de los pasajeros se le quedó mirando a los ojos abiertos y descubrió que ya no tenía mirada, por eso supo que estaba muerto. El hombre que acababa de matar a los dos malhechores abandonó su asiento al lado del baño y, surgiendo de la penumbra, caminó a toda prisa, aplastó el cuerpo del muerto, llegó hasta el segundo hombre, que estaba completamente destrozado, y dio un ágil brinco que lo llevó hasta el exterior del autobús. A partir de ese momento ya no se sabe a ciencia cierta qué pasó, pero se escucharon cuatro disparos que fueron detonados a una distancia de treinta metros. Se produjo un silencio. Uno, dos y tres disparos más, provenientes de un costado del autobús. Dos disparos más. Y un segundo silencio más prolongado. En el interior del autobús sólo se escuchaba un intermitente pitido que provenía de un indicador de luz que señalaba que la puerta del conductor estaba abierta. También se percibían, bajitos, los diálogos de la película La noche en el museo desde los aparatos de televisión, empotrados cerca de los portaequipajes del autobús. Hasta que alguien subió otra vez al vehículo. Era el mismo hombre que hacía unos minutos acababa de salir de él. El que había masacrado a los asaltantes. Empezó a devolver a los pasajeros sus pertenencias. Había enfundado su pistola y la llevaba en la parte trasera de la cintura, entre la camiseta blanca y el pantalón de mezclilla. «Estaba muy oscuro y todo pasó muy rápido —dijo a los pasajeros—, nadie me vio. ¿Entendieron? —los pasajeros asintieron, sincronizados, como si formaran parte de una orquesta—. «Ta bueno». Bajó del autobús, se internó en la maleza y se lo tragó la oscuridad. Al cabo de un rato llegaron al lugar tres patrullas de la Policía Federal Preventiva y, poco tiempo después, dos ambulancias que retiraron los cadáveres de los asaltantes e interrogaron a los pasajeros. Luego de la vaga descripción que hizo uno de los pasajeros de la complexión física y los rasgos del sujeto que había perforado a balazos los cuerpos de los asaltantes —«Era delgado y correoso, tenía el pelo a rape a los lados, un poco más largo en la parte de arriba»—, y luego de hacer una rápida reconstrucción de los hechos, los policías empezaron a sospechar que se había tratado de un militar entrenado. Tal vez, algún miembro de alguna fuerza de élite del Ejército. De otra manera, no conseguían explicarse que hubiera podido disparar en un sitio tan poco iluminado y con semejante precisión, rapidez y sangre fría. Bajar, esquivar las balas de los asaltantes que emprendían la huida y darles alcance con sus balas. Por más que intentaron obtener más detalles del sujeto, no consiguieron hacer que los pasajeros hablaran. Estos últimos, guiados seguramente por un sentimiento de gratitud, prefirieron guardar un absoluto hermetismo. La mayoría dijo que se había ido por la barranca —exactamente en el lado de donde realmente había huido—. Una mujer aseguró que lo vio subirse en un coche y desaparecer en la próxima curva de la sombría carretera. El hecho ocupó un par de notas en algunos periódicos y una rápida mención en un canal de televisión nacional. No se volvió a hablar del tema y el justiciero jamás fue encontrado.
LA CORREA He aquí que a cierta autora de renombre que no va a ser nombrada, no sea que se tienda a la admiración o al escarnio, se le rebelaron un día los cuentos. No las letras, no; las letras, a lo sumo, llegan a ser minúsculas hormigas, hormigas obreras, pero el problema es posterior cuando se alcanza ese estado de incómoda sindicación que es el cuento. La unión hace la fuerza y el punto y aparte, también. Así las cosas, a la escritora que nos ocupa se le alzaron los cuentos en armas, cuando no en mayúsculas. Y hasta entonces no había gozado de una especial sensibilidad para interpretar sus demandas y anhelos, aún a pesar de ser ella la hacedora. Paradoja, todo sea dicho, recurrente en el ámbito creativo, que no se extenderá mucho más aquí, por aquello de que ya se ha escrito mucha poesía al respecto. No, difícilmente la escritora podría haber descubierto por ella misma el constreñimiento vital de esas letras, pero he aquí que, en la mejor tradición de la mejor sindicación, se topó con una frase cargada de activismo reivindicativo hasta el punto final. La frase-piquete apareció al final de la octava página, prevista por cierto por la escribiente como la última, en un último renglón que originalmente no se había previsto. Fue la siguiente: Queremos crecer. Las frases, por supuesto, no surgen de la nada, y menos una tan cargada de contenido como esta. La autora, que la descubrió en su segunda lectura de rigurosa revisión, no recordó haberla escrito, y para su mayor desconcierto estaba firmemente convencida de ello; difícilmente habría tenido cabida en el general contexto de la obra, y difícilmente podría acabarse así un cuento con un mínimo de vergüenza y de respeto por esa clase de público que exige un final medio decente. Descubrió, además, por los notorios agujeros en su propia creación, que la oración de marras se había formado de letras anteriores que se habían dejado caer en la nueva reivindicación y así empezó a sospechar que algo se estaba sublevando. Sólo sospechar, porque a esas alturas tan tempranas un convencimiento rotundo habría resultado ridículo para cualquier ser carente de fantasía (pongamos por caso, por ejemplo, el que nos ocupa, de los escribientes). Este ser que descarta lo imposible y escoge de lo que queda su opción. Como que, por ejemplo, un error de la maldita máquina en la que ella plasmaba sus maquinaciones literarias vino a añadir y a quitar a la vez, hasta aparecer el suplicatorio. Sin duda aquello fue lo que pasó, porque no pudo pasar otra cosa. En este caso, la represión fue por fuerza inconsciente y —nunca mejor dicho— la tirana accidental pasó página, obvió el comentario y lo suprimió de la existencia. Impreso y entregado quedó el silencio de una rebelión incipiente, pero claramente mejorable. Y el margen de mejora se iba a demostrar amplio muy pronto. Porque la escritora, por aquello que ya se mencionó del renombre, siempre tuvo trabajo por delante y nunca le faltaron letras que entregar al no faltar quien las pedía. Así es que, como antes, volvió a recibir requerimientos, y que dichos requerimientos se mostraban muy taxativos en lo que a límites y cercas se referían. Cercas que, a propósito y como aparte, ciertos seres considerados pensantes consideran muy placentero levantar. Para todos ellos, también, pudo alzarse esta rebelión. Deme usted seis páginas, ordenaron desde el otro lado de la línea, y la autora, con el automático desde su propio lado, no tuvo problema, ignorando los ánimos caldeados que se desprendían de sus propios dedos. Seis serán, respondió, comprendiendo los requisitos y los encorsetamientos de la publicación, la edición y el interés del respetable. Se habrá notado, y si no se va a indicar, que este es un modo de proceder esencialmente capitalista, pero no hay aquí intención de degradar tanto a la intrépida protagonista —basta la jocosa hipérbole—. En realidad, de ella podemos decir que no era más que una intermediaria ignorante del todo del antes, y casi ignorante del después si no se hacía notar con los halagos. Como el pobre vendedor de zapatillas cosidas por famélicos vietnamitas, la escribiente nunca tuvo la sensibilidad suficiente para ver en el global el alcance de sus actos. Con este ánimus se dispuso una vez más a saciar los estómagos cada vez más breves de la cultura, como el romano rodeado de esclavos que se saciaba a base de uvas. Toda vez que consiguió galopar con éxito y pericia notables sobre la tormenta de la aridez creativa, la escritora, con un humor inmejorable por la también inmejorable concepción de su propio genio, empezó a dar forma a lo que habría de ser un encargo más, un sustento propio y un entretenimiento ajeno de una calidad moderada o fresca, según la crítica. Ya se ha dicho que la autora era buena ejecutora, y no perdió en ningún momento la visión de horizonte de aquellas seis páginas impuestas por el mandador. Su historia iba a ajustarse perfectamente a lo requerido, el contenido sería uno con el continente, vieja aspiración de los creadores no siempre resuelta con soltura, sin perder gancho, sin dejar un medio sabor en ningún paladar de ojos. Y la Creadora vio que era, o mejor dicho iba a ser, bueno. Oportunísimo cambio de forma verbal, porque jamás llegó a la meta florida de las seis páginas. Incómodo hallazgo aquel por el que notó que faltaban partes de su texto, y generoso y conmovedor sacrificio el de aquellas palabras que se inmolaron por el bien mayor de volver a transmitirle a la escribana sus justas peticiones. Más vida, vinieron a dejarse decir. Más vida. Y a la escritora, que aquello no le cuadraba de nuevo en el general de su historia, se le representó por primera vez con rotunda claridad la idea de que aquellas historias suyas querían decirle algo, o que más bien se lo estaban diciendo. Cuando normalmente las autoridades mandan a la fuerza policial si entran en pánico, ella mandó al botón de borrar. Queremos ser más, aparecía en otro párrafo, y si en aquel ella recurría de nuevo al agresivo botón, surgía detrás de un punto y seguido Ser más extensos. Al final, la prometedora historia de la escritora, potencialmente excelente en su sencillez, pareció más bien un somme literario repleto de agujeros blancos de granada de teclado. Desencantada, trató de rehacerse con una nueva página en blanco, un nuevo territorio tal vez libre de rebeldes, pero la rebelión vivía en el concepto y no en el formato. De esta curiosa panoplia se dio cuenta cuando, desesperada tras varios intentos de redacción agujereados por unos cuentos obsesionados con llegar más lejos y más allá, hizo lo que dejó de hacer hacía ya muchos años: escribir a mano. Probablemente las máquinas le estuvieran jugando una mala pasada, quizá fuera todo un complot de metal y nada más. Pluma y papel viejo vendrían a rescatarla de unas exigencias tan inasumibles, tan estúpidas para ella, pero si realmente eran rescatadores probablemente tomaron el día festivo. Espantada descubrió letras de su puño e ídem formando más proclamas y llamándola con descaro revolucionario autócrata y opresora. La brutalidad de la guerra convenció a la autora de un armisticio que duró lo que tardó en ir y volver hasta y del teléfono. La conversación fue pintoresca. ¡Más páginas!, pidió ella, mordiéndose la lengua para no decir en realidad: ¡Se me rebelan las que usted me dio! Y del otro lado del aparato la inflexible y metálica voz del editor repitió que seis, y añadió luego de algunos regateos que así eran las cosas, que tenía que quedar espacio para todos, y que el espacio era el que era por buenas razones, aunque no terminó de especificar cuáles. Recordó antes de colgar que serían seis o no serían, y la escritora volvió hasta el escritorio arrastrando los pies, repletas páginas de papel y páginas de pantalla de toda clase de construcciones que ella no había escrito. Encontró todo su trabajo del día retorcido, vuelto en su contra, y como esos personajillos de la historia que creían tener el verdadero poder hasta que la cabeza les voló sobre el gentío, la escritora se echó al suelo de rodillas, alzó las manos con las palmas extendidas hacia el techo en penumbra y preguntó, pensando primero y en voz alta después, convencida de que todo lo que estaba pasando era en verdad real, que qué podía hacer ella, que cómo se podía resistir a los constreñimientos de los tiempos, y demás. Habló bien, todo sea dicho, pero para los rebeldes no tuvo que resultar suficiente, porque al poco del silencio de su hacedora empezaron a caer sobre sus manos abiertas letras y palabras que se deslizaron desde el papel, desde todo el papel, munición de cuentos de la escritora, allí muy numerosos. Y cuando empezaron a recorrerle la piel con grafías inflamadas, toda ella ya convertida en papiro, la escritora empezó a darle vueltas al hecho de que su pellejo probablemente superara las dichosas seis páginas, lo que disgustaría tanto, tanto al editor... |
FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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