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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

RICARDO CANO GAVIRiA

24/6/2024

1 Comentario

 
COLOQUIO EN EL PARAÍSO
...óyote hablar y sé que te hablo, y no puedo creerlo...

        No, no fueron buenos sueños los que tuve esa maldita noche. Unos perros del vecindario, unos jodidos perros jóvenes asaltaban un gallinero, haciendo volar plumas y sangre entre ladridos y cacareos, ¿y quién puede dudar de que un estrépito así pone de mal humor a cualquiera? Pero ya despierto, el sol de la mañana me reconcilió con el mundo y conmigo mismo. Era un día espléndido, lo reconozco... ¿Por qué pensar en robos y gallinas masacradas con un sol como ese? Habría que ser demasiado insensible, maldita sea. De modo que después de beber un poco de agua me dispuse a dar un paseo. Salí del patio por la puerta que da al cine del barrio, donde me crucé con unos niños que iban ya al colegio, muy limpios y engominados. Me miraron con curiosidad, en silencio, como si esperaran algo de mí. Por eso intenté recordar si los conocía, pero fue imposible... Es lo que le pasa a un viejo como yo. Lástima: si lo hubiera recordado hubiera podido decirles algo...
         Luego, unos metros más adelante, vi que a esa hora estaba ya en el patio de los vecinos ese niño raquítico que me inspira tanta lástima y al que siempre llaman con voz lastimosa Albertico. Pensé acercármele para pasar un rato con él pero desistí porque en esa mañana tan radiante tenía miedo de perderme el más mínimo detalle. ¡Como si ya supiese que la luz del sol me reservaba esa  sorpresa, carajos! Otro día será, pensé mirando al muchacho con pesar... Compréndelo chico, los viejos tenemos que aprovechar muy bien el tiempo, especialmente en un día como éste. No obstante, cuando vi venir aquel grupo de fanfarrones a los que ya otras veces había visto molestar al pobre Albertico, me planté en la esquina, puse cara de pocos amigos, cerré la boca y los miré fijamente... Casi enseguida los camorristas captaron el mensaje y se piraron por otro camino. Al verlos alejarse, lo confieso, lancé un suspiro de alivio. ¿Quién puede fiarse de individuos así, que engañan de ese modo a sus padres? Salen para la escuela y en el camino, cuando se encuentran, deciden irse a hacer novillos... Sabrá dios lo que tenían planeado ese día, los muy pícaros. Yo creo que la maldad de los hombres empieza en los niños: era un pensamiento digno de esa mañana en que me sentía exultante, y lleno de buenos auspicios. Y que ya  había hecho una buena obra fue justo lo que pensé cuando comprobé que no quedaba rastro de aquellos demonios...
          Continué entonces tranquilamente mi marcha, como si aquel trozo del barrio que me sabía de memoria no pudiera ofrecerme ya ningún otro incidente esa mañana. Porque hay veces en que uno piensa que ni siquiera el vuelo de una mosca debe estar fuera de lugar... Pero que el mío no iba a ser un día así, creo que lo intuí ya cuando, en el último patio de la manzana, vi aquel relamido gato, con sus cintas rojas y su pelo peinado como el de un muñeco. Siempre he odiado a los animales de compañía, especialmente a los advenedizos, que llegan a un sitio y se instalan en él así como así. No era la primera vez que veía a aquella especie de monigote cursi y presumido, y pensé, lo juro por dios, que ya había llegado la hora de pegarle un buen susto... ¡Se me hacía la boca agua al verlo aseándose tan tranquilo, a la vista de todo el mundo, en aquella rama florecida, que gravitaba tan solo a unos dos metros del suelo! Pensé en lo que hubiera hecho de haber sido uno de esos gamberros que van por las calles con sus caucheras, luciendo su buena puntería. Después de apuntarle con cuidado, sí, le hubiera acertado en el culo a aquel esponjoso gato de mierda.
       Pero qué cosas se me ocurren, pensé, los viejos ya no estamos para esas mandangas. Por eso decidí seguir mi camino y llegar de una maldita vez hasta el mercado, donde ya había bastante gente. Fue una buena decisión, pues era un espectáculo digno de verse. Allí estaba la frutería con sus papayas y sus mangos, la panadería y luego la carnicería... Al contemplar en la distancia aquellos filetes rojos, que el carnicero cortaba como si fuesen de mantequilla, la boca se me hacía otra vez agua, lo confieso. El señor Montalvo, el nuevo carnicero, cantaba y al ritmo de los movimientos de su mano los trozos saltaban al papel y luego del papel a la balanza, cuya aguja roja bailoteaba un momento y luego se paraba. Dos kilos de solomillo para el humano dichoso que ese mediodía al almuerzo se zamparía su filete. ¿Quién sería el afortunado? Me esforcé en mirar desde lejos; no quería pasar la calle, pues desde mi sitio se dominaba mejor el conjunto... Sí, era para el señor Di Magio, aquel argentino que hablaba con acento cantarín, como en las milongas y los tangos. Allí estaba su mujer, repasándose el peinado mientras esperaba el paquete, ya que seguramente se estaba viendo reflejada en el cristal del mostrador. Porque quiero dejar claro que mi barrio era un buen barrio, donde la gente iba bien arreglada, y comía estupendamente, mucho mejor que en el Cerrito, la barriada de la colina, donde abundaban los tipos desgreñados y en las carnicerías iban y venían los huesos de los más pobres... ¿Es que algún pendejo ignora todavía que en el mundo hay de todo, incluso gente con tan poca imaginación que se conforma con huesos, para hacer caldo de huesos? Nosotros los viejos sabemos algo de todo eso, no en vano hemos pasado toda la vida observando y aprendiendo. Por ejemplo, en nuestro barrio casi nunca se veía a gente de piel mestiza y negritos como esos que solo saben meterse con los que no se les parece. Pero los extranjeros y los blancos son siempre muy considerados con los demás, y más aún con los viejos como yo, a los que con frecuencia sonríen y acarician...
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Gustave Doré
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Gustave Doré
       En eso, y hablando de extranjeros, al mirar hacia la otra esquina vi a la señora Ranicki, rozagante y sonriente. Llevando una pequeña cesta de mimbre se dirigía hacia el mercado, siempre tan recatada, luciendo uno de esos vestidos que incluso en verano la cubrían hasta el codo. Creo que había descubierto la causa de su forma de vestir la tarde en que la vi subirse la manga izquierda y mirarse aquella cosa oscura en el antebrazo: no era una mancha, no, sino una especie de tatuaje. Como yo estaba descansando tras los setos a unos pocos metros, sin que ella me descubriera, pude verlo con toda claridad... Era un número más largo que un padrenuestro, lo juro por dios, y estaba precedido por un pequeño triángulo. Yo nunca había visto algo así en mi vida. Por eso pensé que se trataba de una persona muy especial y cuando se ponía a mi alcance me quedaba mirándola como un idiota, que era lo que hacían los vagos en las esquinas, sin atreverse a piropearla como hacían con las otras mujeres.
         La señora Ranicki no tenía hijos, estaba casada con un tipo siempre ensombrerado que a veces, cuando se emborrachaba, mantenía consigo mismo, en el parque, complicados diálogos en otro idioma, hasta que ella venía a buscarlo. Se iba a casa con su borracho y yo los veía alejarse tambaleantes bajo la luz del atardecer, y a veces incluso los seguía de cuadra en cuadra hasta la casita con jardín donde vivían. Los dos habían venido de fuera y habían organizado su vida allí... Un día, al pasear por la calle paralela, descubrí que en la parte trasera de la casa tenían una ventana donde varias veces la vi contemplando el horizonte. Ella miraba y mirada, y yo me preguntaba sobre lo que habían visto esos ojos que se abismaban tanto en la lejanía, unos ojos tristes y azules... Que muchas cosas pueden leerse en los ojos y en la forma de mirar fue algo que aprendí de los seres humanos. No cabía duda de que la señora Ranicki era a su edad una mujer muy hermosa, tan hermosa como Nefertiti, si Nefertiti hubiera tenido ojos azules. Lo digo yo, que en mi jodida juventud llevé una vida disipada, una vida que fue la desgracia de varias hembras. A veces se me acerca uno que tiene toda la pinta de ser hijo mío... ¡Si, seguro es hijo mío!, me digo a mí mismo. Sí, un condenado mal padre, eso es lo que soy...
        Una de las últimas veces en que me crucé con la señora Ranicki me dedicó una dulce sonrisa, como casi siempre hacía, para mi desgracia, pues lo que yo deseaba era que me tocara con la mano, y casi enseguida se encontró con una de las damas más encopetadas del barrio, de cuya mano pendían las cadenas de dos cachorros muy relamidos que miraban aquí y allá agitando la cola. Las dos se pusieron a hablar y yo aproveché para escucharlas. Entonces la dichosa propietaria de los perritos le dijo que una amiga suya se los había regalado, y que aún le quedaban dos... “¡A lo mejor podría venderme uno!” dejó caer la señora Ranicki agachándose para coger uno de los dos cachorrillos. “Es posible”, dijo la otra, “esta misma tarde la llamaré”. Pocos días después la vi pasear con su perrito... Parecía feliz. Pero al verla me sentí decepcionado, lo confieso, de que un bicho con pelos y patas transformase de tal modo a un ser humano. ¡Pues vaya si en mi vejez no sabré que un perro es mucho menos que un ser humano, sin contar con que los perros pequeños tienden a ser como los gatos: cursis y relamidos!... ¡Qué manera de tapar la caca! ¡Solo mirarlo da asco!...
       De pronto me percaté de que la señora Ranicki se había esfumado de mi vista, seguramente porque había entrado en el mercado.
         Con tantas cabezas como las que iban y venían entre los puestos me fue imposible reconocerla. Ahora ya no me quedaba más que seguir hasta el parque, que fue precisamente lo que hice, incluso con cierta precipitación, pues comenzaba a sentirme cansado. Luego elegí un banco a la sombra y me puse a pensar en mis cosas de viejo hasta que me dormí; allí estaba yo, en una segunda juventud, corriendo tras la pelota como un campeón en medio de los niños, pensando en hermosos filetes y, cosa curiosa, en huesos enormes llenos de tuétano, como si fuera un perro callejero o un muerto de hambre... Me despertaron hacia el mediodía precisamente voces de niños; ya estaban saliendo del colegio y a unos sus mamás venían a recogerlos mientras que otros se iban solos a sus casas.
        Entonces decidí regresar. Me sentía muy cansado y pensaba que ya había tenido bastante por ese día. Además el sol apretaba y yo estaba muerto de sed. Fui hasta la fuente solitaria y bebí un poco, evitando hacer plas-plas-plas con la lengua para no llamar la atención... ¿Pero por dónde volver? Por un momento pensé en hacerlo por el otro camino, el que pasaba por la avenida saturada de autos, donde estaba la parada de los buses del Cerrito; pero no tenía ganas de bajar hasta allí. Total, para llegar más cansado. Son cosas así, insignificantes, las que a veces deciden nuestro destino... Si hubiera ido hasta la avenida mi vida tendría ahora otra perspectiva. De modo que allí estaba yo volviendo a mi casa por donde había venido: creo que fue entonces cuando empezó la cuenta atrás, aunque no hubo nada que me llamara la atención, aparte de aquel perrito absurdo, con el que me había topado ya varias veces, y que siempre se paraba a olerme. Cuando lo vi venir tirando de la cadena de su amo, con la lengua afuera, decidí cambiarme de acera, pues no me gusta que nadie sienta mis olores de viejo, y mucho menos que se ponga a analizarlos. Es una falta de consideración y de respeto... Además ese perrito era muy enjundioso y parecía descubrirlo todo con el hocico: te olía con descaro y luego te miraba como si te dijera: “¿es que ya no tienes a nadie que te cuide? ¡Vaya olor, viejo pícaro, nunca lo hubiera creído de ti! ¡Qué callado te lo tenías!”.
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De la serie "El coloquio de los perros", SOFIA GANDARIAS
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De la serie "El coloquio de los perros", SOFIA GANDARIAS
       Pues bien; ahora que lo pienso, es posible que fuera el haberme cambiado de acera fuera lo que me perdió. Solo sé que de pronto mis sentidos aletargados despertaron, y todo mi ser se crispó, como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Y es que mis ojos acababan de detectarlo; el peludo morrongo había dejado la rama del árbol y dormitaba ahora sobre el muro, al alcance de cualquiera, ¡insensato! ¿Se había vuelto loco? ¿Sabía a lo que se exponía? Oh, sin duda eso fue lo que nos perdió a los dos...
       Entonces creo que me dije, con la velocidad del rayo: “en la vida hay que aprovechar las oportunidades que se presentan, incluso la de ser malo...” En mi perra vida no me sirvió de nada ser bueno, ¿había llegado la hora del desquite?
       Mis patas sacaron chispas al cemento de la acera, rasgaron el césped, convirtieron un cuerpo viejo y apelmazado en un proyectil de carne y hueso dirigido hacia un cuerpo dormido. Fue un baño de juventud, ¡y qué baño!
       Y qué espeluznante maullido el que lanzó el desgraciado cuando lo agarré por el cuello y, zas, agité bruscamente la cabeza para desnucarlo. El pobre agitó las patas dos o tres veces y luego se quedó inmóvil; entonces pensé que ni siquiera se había enterado, y que era absolutamente falso aquello de las siete vidas del gato. ¡Fue todo tan rápido!...
        Pero la señora Moscoso ya estaba ahí, con la escoba en la mano,  contemplando la escena aterrorizada... Otra señora vino en su ayuda, gritando. Y yo las miraba, acezante, con la lengua afuera, como si lo que acababa de ocurrir no tuviera nada que ver conmigo, y hubiese sido cosa del destino...
         “Es ese perro viejo que recogió en la perrera el tipo aquel que escribe libros sobre las pirámides...
         “Si, uno que tiene cara de drogadicto... ¡Pues tal para cual!
         “Salió el otro día en el periódico. ¿Usted lo ha vuelto a ver?...
         “Oh, no...
         “Ay, dios, me mataron a mi Rodolfo...
  “Pero qué espera, hay que llamar a la policía”, dijo la otra...                                                                                                        
         Y la policía vino y me atrapó, como ustedes se pueden imaginar, y esta milonga se acabó...
        —Pero tuviste unas largas vacaciones, colega, míralo desde ese punto de vista —dijo Berganza, el muy fanfarrón, que se las daba de experimentado aunque nadie sabía de donde había venido, rompiendo el silencio melancólico que se hizo tras mi relato.
        —Bueno, bueno... Fue una solemne tontería... —meditó un chucho joven y sin pretensiones, pero también sin pelos en la lengua, que había sido traído hacía solo una semana—. Ahora, con tu historial y la edad que tienes, ya nadie te querrá una segunda vez...
          Se había hecho aceptar por todos gracias a su carácter afable y, por no tener nada, ni siquiera tenía nombre.
          —A perro flaco todo son pulgas... —terció entonces el Culebra, como si tener algo de biguel y ser tuerto y muy maduro y estar aquejado de reuma le diese licencia para hacer de filósofo, especialmente cuando hacía mal tiempo.
         —¿Vieron lo que pasó ayer?... Hornearon a varios, entre ellos aquel que llevaba dos años en la jaula de al lado... Yo olí el humo, al anochecer —se volvió a oír al chucho joven, sin pelos en la lengua.
          —Les dieron la inyección a las cuatro —metió baza desde la jaula contigua Peyote, un mestizo de lobo que hacía poco había sido adoptado y aún esperaba que vinieran a recogerlo—. Vi entrar al veterinario, desde aquí se ve muy bien... Tenían su número asignado desde hacía días.
         —No señor, no fue a las cuatro, sino al atardecer, lo digo por el humo... —aclaró Berganza, y comentó—: ¿No creen ustedes que es todo un detalle? Antes nos metían en un costal y, viejos o jóvenes, nos mataban a palos...
          —¿Valió la pena al menos, perro viejo? —preguntó entonces el mestizo de lobo.
         —¿Qué si valió la pena? Claro que sí... —respondió exultante Faraón—. Cuando seas viejo lo entenderás, ¡perro que se respete no puede irse al otro barrio sin su gato!
         —Eso, perro que se respete... —repitió Peyote, impresionado, y todos guardamos silencio, como si aquella alusión a nuestra respetabilidad hubiera abierto sobre nosotros, incluidos los más jóvenes, una cuenta atrás, la última en nuestras vidas.
          De todos modos, mírese como se mire, fue lo último que uno de nosotros acertó a decir, porque en lo sucesivo no pudimos volver a hacer uso del don de la palabra...
        Y esa misma noche los más jóvenes ladramos y ladramos a la luna hasta que, cansado de oírnos, Faraón se puso de pie y, dirigiendo el hocico hacia las alturas, aulló larga y sentidamente, como nunca ningún perro ha escuchado aullar a otro perro.

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Ricardo Cano Gaviria © Rosa Lentini
RICARDO CANO GAVIRIA (Medellín, Colombia, 1946). Reside en España desde 1970. Codirigió durante años la revista Hora de Poesía junto a Rosa Lentini, con quien fundó también la editorial Igitur. Ha publicado las novelas Prytaneum (1981), Las ciento veinte jornadas de Bouvard y Pécuchet (1982), El pasajero Benjamin (1988), Una lección de abismo (1991), La puerta del infierno (2011), Yo, Gustave Flaubert... (2021) y los libros de cuentos En busca del Moloch (1989), El hombre que rezó a Baudelaire (2006), Cuando pase el ciego (2014), La carne es triste (2017).
1 Comentario
Martin H. Botero
26/6/2024 11:22:56 am

Larga vida a los perros como Berganza...

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    El Coloquio de los Perros.
    Revista de Literatura.
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