FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
PEQUEÑA ÉPICA DE CIUDAD GRANDE Esa mañana, el Gabacho sintió alivio al descender el declive de césped que llevaba a las canchas de arcilla del club de tenis ubicado en Coyoacán, pues ninguno de los partidos programados había empezado. Observó que, separados por la red, Sergio, su entrenador, y un hombre barbudo —en indumentaria de tenis que le hubiera valido una ovación en Wimbledon— discutían con agresiva pasividad. El Gabacho alcanzó a escuchar lo siguiente: —No, no, no —insistió el barbudo—. Ustedes llegaron tarde y perdieron el partido de singles masculino por default. Si quieren, de cualquier manera, pueden jugarlo en la cancha de atrás, pero el resultado oficial ya está dado. Además, tenemos que jugar el partido de dobles mixto en este momento, porque mi pareja trae el tiempo limitado y, pos, con las tardanzas, no se puede. Sergio, frustrado, replicó: —Ándenle pues, no tenemos más remedio. La verdad creemos que no es justo que, por cinco mugres minutos de retraso, nos hagan perder uno de los partidos. Pero está bien, su casa, sus reglas. Dándose la media vuelta, balbuceando maldiciones, Sergio se dirigió al césped, en donde el Gabacho se había sentado para quitarse los pants, preparándose para el partido de mixtos. Enojado, en voz baja, le dijo al Gabacho: —Mira, Gabacho, quiero que le pongan una buena recia a este barbón, hijo de la chingada de Berben. ¡Le ganan! ¿Entendido? ¡Claro! Como se cree dueño de su pinche club de tenis, el cabrón pone sus propias reglas. Pero también que no la amuele. ¡Nomás por cinco pinches minutos! ¡Ya ni la jode! Así que échale los kilos y dale una mano a la Yula. Ah, y acuérdate de llamarla, Chibis: ya ves que la Chibis no pudo venir hoy y Yula jugará de cachirula contigo. ¿Okey? —Sí, Sergio —respondió el Gabacho, mientras daba pequeños saltos para calentar, y agregó—: Nomás que no friegues, Yula es entrenadora de básquetbol y no tiene la más puta idea de cómo jugar tenis. Y ya sabes que yo soy rete zacatón para irme a la red, pues ya me he llevado algunos pelotazos en los huevos y estoy bien ciscado. —Tú nomás encárgate de ponerle en su madre al cabrón de Berben. Desde aquí te echamos porras —lo animó Sergio. —Bueno, a ver si al menos le puedo acomodar un buen pelotazo. O haré como que se me zafa la raqueta por el rumbo de su cabeza... —comentó el Gabacho, frunciendo el entrecejo, concentrándose en su plan de ataque. —No, hombre —lo interrumpió Sergio—, tampoco quiero que acabemos el día en la delegación. Tú nomás trata de ganarle. Que sufra. Si le ganas, ya chingamos moralmente. Es de los que no sabe perder. —¡Zas! —sonrió el Gabacho, yéndose a la cancha. En medio del primer set, al caminar a la línea de fondo y ponerse a rebotar la pelota varias veces contra la aplanada superficie roja —para calmar sus nervios y alterar los de sus oponentes— aprestándose a sacar, el Gabacho divagaba: «¡Straik uán! ¡Straik tú! ¡Straik trí!... ¡Pinche Yula! Nomás me recuerda al Nicolás Guillén. Puro straik, hombre. Pos si no es béisbol, sino tenis. La cabrona nomás no conecta con la pelota. Y yo con esta condición física de mierda por andar tragando tlacoyos hasta reventar. Ah, pero ahí ando de caliente todos los domingos en la mañana con mi Chaparrita de piña, en el Molino de Flores, antes de la llegada de la chilanguiza, zampándome tlacoyos bañados en manteca y aparte un mixiote para rematar. Cómo me encantan las Chaparritas. Chín, ya se me antojó una, pero la única chaparra que hay en este club es Yula y se me hace muy interesante que no se rasure las piernas, sus espinillas están más peludas que las mías. Tiene buen ver la canija, todo un privilegio desde la perspectiva de esta bendita línea de saque. Lástima que no me pele porque soy más chavo que ella». Tras volver a abanicar al aire, Yula —hoy Chibis—, se acercó en tono cómplice al Gabacho: —¡Gabachito! ¡Gabachito! ¡Dime qué hago! —Sigue jugando como lo estás haciendo, para que esto se acabe pronto. Ora sí nos hundimos mi Yul...Chibis. No me estoy concentrando bien en el juego, estamos arruinando la situación de forma estelar. Así que haz lo que puedas. —¡Qué mala onda, pero sugiéreme algo! ¡Siquiera para perder con dignidad! --Tá bueno —dijo el Gabacho—. Primero vete para la red, porque, hasta por gastar tiempo, el maldito de Berben nos va a querer quitar puntos. Nomás sostén fuertemente la raqueta frente a ti si algún tiro llega por tu rumbo. Además, ponte buza, que en el primer servicio le pego bien recio a la pelota y te puedo golpear en la nuca, al cabo que ya me debes dos pelotazos. Carlos y Edgar, compañeros de equipo de Yula y el Gabacho —todos ellos representando a su gloriosa, pero modesta, escuela de agricultura ubicada, a media hora de la capital—, sentados en la tribuna natural que ofrecía el césped al lado de la cancha, observaban la masacre. Edgar espetó: —¡Vamos Gabacho! ¡Tú puedes! ¡Aviéntate un as! —tras esto, le susurró a Carlos—: Estos jaitones son bien delicados, ¿No crees? —¿Qué es eso de jaitones? —preguntó Carlos. —¿No sabes? Los de la high society, los de la alta, de la jái. Los que vienen a estos clubes de tenis, nuestros anfitriones de hoy. No la gente de mi rancho. —Ah, esa no me la sabía. Pues más que delicados, arrogantes. Eso de quitarnos un partido por unos cuantos minutos de retraso está muy mal. ¿Cómo la ves con esta pareja dispareja? —preguntó Carlos. —¿Yula y el Gabacho? No hombre, este partido ya lo perdimos por definición —señaló Edgar. —¿Perdimos? ¡Perdieron! —sentenció Carlos—. El Gabacho le está poniendo todas las pelotas facilitas al Berben y este le tira unos remates endiablados a la pobre Yula. Parece péndulo el hombre, corriendo de un lado a otro en el fondo de la cancha. ¡Mira! ¡Ya se volvió a meter a la jardinera! ¡Pinche Gabacho! —se reía y lamentaba Carlos, meneando la cabeza—. Esto ya valió lo que se le unta al queso. Ya perdieron el primer set seis a uno, orita se los escabechan en el segundo. —El Gabacho ya se ve medio cansadón —comentó Edgar—, eso de andar corriendo por todos los confines del universo canchístico tratando de contestar las pelotas que Yula está abanicando al aire, pos al final sí fatiga. —Pos también Sergio —se quejó Carlos—, ¿cómo se le ocurre meternos en este tipo de torneos entre clubes de la Ciudad de México con los jaitones? La Chibis es la única que tiene idea de lo que hay que hacer en la cancha y, para variar, no vino hoy. Entonces tenemos que andar buscando cachirulas como las Sánchez o Yula, que de plano necesitan una valla de concreto para protegerse de los pelotazos que les atizan cuando les toca jugar. —Ya, no seas hojaldre —le reconvino Edgar—. Las Sánchez le meten mucho esfuerzo y entusiasmo. Si no fuera por ellas, ¿cómo cubriríamos los partidos de mujeres? Por cierto, ¿ya te fijaste en el servicio de la señora, la pareja de Berben? —Sí, ¡no manches! —contestó Carlos con una discreta y burlesca carcajada—. Es como si se fuera a sacar un conejo de la axila cuando levanta la raqueta. ¡Qué botanón! En eso, Sergio, que se encontraba parado al lado de ellos, les llamó la atención: —Shhhh... Ya cállense, si no, nos van a querer quitar otro punto de partido. —Uh —dijo Edgar, con una pizca de sarcasmo—, ni que estuviéramos en Roland Garros. Pero total, nos callamos. ¡Chitón! Un tanto arrepentido por haber intentado asesinar a la pareja tenística de Berben mediante un tremebundo pelotazo, el Gabacho ponderaba: «¡Jijos! ¡Ora sí que me barrí a la señora! ¡Pobre! Lo bueno que la señora, ¿será señorita? Jijos, otra vez ando de caliente. Concéntrate en tu jodido juego. No creo que señorita, se ve media cuarentona. Y bueno, ¿que chingaos tiene que ver si es señorita o no? Total, la pobre hace lo que puede. Eso sí, le saca más a los pelotazos que yo». Instruyó a Yula: —Mira, Yul...Chibis, tienes que tratar de enviarle pelotazos a la señora, está más nerviosa que tú y yo juntos. ¿Puedes hacerlo? —Pues lo voy a intentar Gabachito —respondió Yula con cierto entusiasmo, mientras ambos se dirigían a la línea de fondo. —Tú nomás apunta bien y yo trataré también de enviarle los tiros hacia ella —dijo el Gabacho, empezando a crear una estrategia—. Tú corres bastante bien y, en una de esas, hasta nos podemos emparejar en el marcador. Que sude la gota gorda el tal Berben para ganarnos el punto. Órale Yul...Chibis. ¡Póngaseme lista! ¡O, de perdida, ponle la raqueta enfrente a lo que se te venga! Carlos, con una rodilla en el césped, como si esperara su turno al bat, exclamó: —¡Otro piñatazo de la Yula! ¡Parece que no llenó con las posadas de diciembre! Y el Gabacho más bien parece cácher. Mira, ahí va la Yul...Chibis otra vez a conferenciar con el Gabacho. Yo por lo menos ya la hubiera regañado. Ya sabes cómo nos regaña ella cuando nos está entrenando, quesque para mejorar nuestra condición física. —Más bien tísica —opinó Edgar—. Lo que pasa es que el Gabacho anda de chilecaldillo con la Yula, pero ella no lo pela. Fíjate cómo se le queda viendo al botecito de la Yula cada vez que ella se pone lista para el saque del Gabacho. Por eso ni la regaña... ¡Sopas! ¡Le pegó en la mera nalga! ¡Mira cómo brinca la Yula por toda la cancha sobándose, parece impala! Carlos y Edgar trataban de contener la risa, y hasta Sergio también. —¡Pinche Gabacho! ¡Nomás se puso colorado el güey! —comentó Carlos, mientras se cruzaba de brazos para no agitarse tanto. —Ora, ¡no se rían carajos! —intervino Sergio, luchando por poner su cara de entrenador—. Hay que solidarizarse con los nuestros. —Ay Sergio, —se limpiaba una lágrima Edgar—, es que no nos podemos aguantar y tú también estás que te meas de la risa por dentro. —Ya, calmados, ¿eh? —ordenó Sergio. Mientras tanto, en la cancha: —Discúlpame Chib...Yul...Chibis —expresó el Gabacho, mientras en su interior se decía: «Qué ganas de sobarle la pompa». —No te apures Gabachín, es parte del juego, ¿no? —dijo Yula, mientras se sobaba la nalga derecha, al tiempo que le insultaba a su puta madre al Gabacho en lo más recóndito de su mente. —Pos sí, —confirmó el Gabacho, diciéndole—: pónteme un poquito más abierta para que ya no te vuelva a sonar. De seguro el Berben te va a mandar la contestación por tu rumbo, pero ahora con saña, porque estás escamada con el bolazo que te acomodé. Nomás agáchate y escúdate con la raqueta cuando nos la contesten, a ver si la retachas. No trates de hacerle a la volea ni al remate, así tendremos más posibilidades de ganar el punto. Tras regresar de ir al baño, Carlos preguntó: —¿Cómo van nuestros héroes de pacotilla? Parado, más atento al juego, con las manos entrecruzadas sobre la cabeza, Edgar le informó: —Increíble, van ganando el segundo set cuatro juegos a dos. El Gabacho se ve cansado, pero parece que la señora de los conejos axilares está aún más cansada. Con un poco de suerte, podrían empatar el partido si logran arrebatarle el segundo set a Berben. Sorprendido, Carlos observó: —El Gabacho ya empezó a pujar al momento de sacar. Eso quiere decir que el condenado por fin ya está entrando en ritmo con su servicio. ¡Ya era hora! Con un dejo de acusación, Edgar agregó: —Como andabas en el baño, no viste que Yula hizo unos buenos tiros de dejadita que les ayudaron a decidir tres de los juegos a su favor, no importa que ella agarre la raqueta como canastilla de lacrosse. Tal vez está aplicando alguno de sus conocimientos, pues también es entrenadora de vóleibol, aparte del básquet, y creo que le está funcionando. Esto se está poniendo interesante. Mientras tanto, en la cancha: —Ya empatamos mi Chibis. ¿Cómo la béisboleas? —dijo el Gabacho, sonriendo. —¿Tú crees que tenemos chance de ganarles? —preguntó Yula, con un pequeño brillo de esperanza en los ojos. —Sí —contestó el Gabacho con cierta seguridad—. Nomás es cuestión de que no nos secuestren los nervios. Te prometo que ya no te volveré a pegar cuando saque. —No te apures Gabas, ya ni me duele —sonrió Yula, provocándole al Gabacho una inesperada y momentánea arritmia en el corazón. —Bueno, ora sí —confirmó el Gabacho, con el pulso repuesto—. Tratemos de enviarle todos los tiros que se pueda a la señora. Creo que el Berben está bien enchilado. No sé qué tanto le dice a la señora, pero me da la impresión de que ella no le cree nada y también ella se ve cansada. Vamos a subirle todo el voltaje Chibis. ¿Zas? —¡Zas! —contestó Yula con un guiño, dándole otro pequeño revolcón a la bomba hemoglobínica del Gabacho. En ocasiones, el Gabacho era capaz concentrarse tanto en el partido como en sus pensamientos: «Sí que está enojado el Berben. Nomás está pide y pide silencio, y ya van dos veces que avienta la raqueta contra el suelo cuando mete la pata. Creo que, si pudiera, le aventaba la raqueta a la señora. Presiento que sí les vamos a poder poner en toda su progenitora. Vamos a cumplir nuestra misión. Tenemos que aprovechar la ventaja pepsicológica. Berben ha de ser un pésimo jugador de póquer, no disimula nada. De veras que, como dijo Sergio, no sabe perder. ¡As de la Yula! Ojalá que siga sacando así para robarles el partido a estos tales. ¡No, así no! ¡Chibis! ¡Chin! ¡Ya se emocionó! Se le subió el momento a la cabeza y ya empezó a tratar de rematar por todos lados». El Gabacho se frustró: —¡Calmada! ¡Chib...gada madre! Sergio, Edgar y Carlos se encontraban ahora todos de pie en el césped, con los brazos cruzados, como tratando de frenar la tensión que se les había metido en el cuerpo, el partido los poseía. No solo a ellos, sino también a los jugadores del equipo rival, a otros miembros del club, incluso a uno de los meseros con las bebidas; hasta la Ciudad de México entera parecía haber entrado en sobrio recogimiento, como dándole un ápice de respeto a la acción que el evento emanaba. Sergio concluyó: «Ya se nos aceleró la Yula». —¡Tranquila, Chibis! —exclamó, mientras pensaba: «Se está creciendo el Berben. Ya les metió sendos ases a los dos jumentos. No conectan ni una. Cinco a cuatro en el tercer set. ¡Ya valieron! ¡Ya valimos todos! Bueno, siquiera le echaron ganas e hicieron sudar al Berb... ¡Santo pelotazo al Gabacho! Lo bueno es que está cachetón y espero que eso le haya amortiguado el golpe». —¡A ver! ¡Tiempo! —pidió Sergio, haciendo una T con las manos mientras caminaba hacia el golpeado—. ¿Estás bien Gabacho? —Sí, Sergio, nomás me arde el cachete y no me duele tanto como en los blanquillos. Denme un par de segundos. —El puñetas de Berben no quiere —dijo Sergio, mirando hacia Berben, que a su vez hacía señas para continuar—, tienes que seguirle. —Pues órale —dijo el Gabacho—. Aprovecho el enchilamiento del pelotazo para desquitarme. Dirigiéndose a Yula, a su lado, dijo: —Yula, tienes que calmarte. Le tenemos que echar sangre fría a este guisado. —Es que me siento requetebién ahorita Gabas —dijo Yula con entusiasmo—. Déjame seguir jugando como lo estoy haciendo. --Tá bueno pues —respondió el Gabacho, hablando más con las hormonas que con el cerebro, mientras se sobaba el cachete—. Al cabo que no se acaba el mundo si perdemos. Sergio, algo deleitado con la actitud de la pareja, reflexionaba: «Qué bueno que le tocó sacar al Gabas. Le está dando a la pelota con toda su madre y hasta con la mamá de Yula también. Y la Yula ahora sí que se está haciendo a un lado. ¡Híjole!». Edgar reportó: —Ya empataron a cinco en el tercer set, Sergio. No, si está bien enchilado el Gabacho. Ni siquiera le da oportunidad a Yula de tocar la pelota. A ver si no avienta la raqueta al entrecejo de Berben. —No, no creo que lo haga —dijo Sergio—, el Gabacho nomás ladra. Un rato después, incrédulo, Sergio exclamó: —¡Punto para partido! —¿Ya? ¿Tan pronto? —dijo Carlos sorprendido, tras dejar de observar a una bella joven jaitona pecosa de ojos azules, a la que estaba considerando echarle los perros—. ¿Cómo lo hicieron? Son la peor pareja de tenis mixto que he visto en mi vida. Sin hacerle caso, Sergio se dijo apenas perceptiblemente: —No sé cómo se me ocurren estas estúpidas ideas de meterlos a este tipo de torneos para que se fogueen. Me va a dar una úlcera por puro amor al arte. Después de sacar, Berben le pegó a la contestación del Gabacho con un tiro flojo elevado, un globo. Su idea era ganarle el tanto a la Chibis pasando la pelota muy por encima de ella para que no la pudiera contestar. Pero Chibis tomó la raqueta con sus dos manos, desplazándose hacia atrás, levantó sus codos lo más alto posible —de tal forma que la cabeza de la raqueta le tocaba los omóplatos—, lista para dar el piñatazo más espectacular que se haya visto en la historia del tenis. El Gabacho no pudo hacer nada, un grito —¡déjamela!— se quedó atrapado en su garganta. Chibis estaba en mejor posición para rematar. Al ver la preparación de Chibis para dar el golpe, el Gabacho decidió que ya estaba perdido el tanto y mejor se dedicó a estudiar el primaveral y saludable físico de su compañera de juego. Chibis, pareció usar toda su técnica de básquetbol de la que era dueña para levantar el vuelo con un salto inesperado. Emitió un gran pujido, como los del Gabacho al sacar, que acompañó el movimiento de sus brazos en el intento de asestar el colosal golpe a la pelota que —grácilmente— pretendía pasar por encima de ella. El esfuerzo no fue suficiente. Sin embargo, la punta de la raqueta rozó con firmeza la velluda superficie de la pelota amarilla. Y, sin que este fuera el objetivo, la pelota agarró un efecto giratorio brutal en reversa de tal modo que, casi por encantamiento, flotó, zumbando, en dirección a la cancha de los oponentes, apenas al otro lado de la red frente a Yul...Chibis. Al rebotar en el suelo de la cancha contraria, el formidable efecto de reversa que llevaba la pelota hizo que esta se devolviera de inmediato —pasando por encima de la red, sin dar oportunidad a los oponentes para tocarla— a los pies de Yula, quien reaccionó, e intentó pegarle nuevamente. Pero sólo abanicó al aire. La pelota se fue rebotando tranquilamente hacia el fondo de la cancha hasta detenerse en la pared más allá de la línea de saque. Inconscientemente, todos se quedaron inmóviles por un momento —mientras sus sinapsis procesaban lo que acababa de pasar— envueltos en otro breve silencio que, como un pequeño homenaje, les brindó la ciudad. No muy seguro, el Gabacho dirigió su mirada a la derecha, e, inquisitivamente, pensó: «¿Por qué están saltando Sergio, Edgar y Carlos? ¿Ganamos? ¿A poco sí ganamos?». —¡Ganamos mi Yul...Chibis! —le gritó a una Yula que corría hacia él, con los brazos abiertos, borboteando de felicidad. Glosario ¿cómo la béisboleas?: ¿cómo la ves? andar de caliente: excitado andar de chilecaldillo: obsesionado blanquillos: testículos botanón: divertido botecito: trasero cachirula: impostora cácher: jugador que atrapa la pelota que envía el lanzador en un partido de béisbol canija: desgraciada, sentido admirativo chaparra: mujer de baja estatura Chaparrita: marca de bebida mexicana chilanga: persona originaria de la Ciudad de México chilanguiza: multitud de personas de la Ciudad de México ciscado: traumatizado con toda su madre: con todas sus fuerzas de perdida: por lo menos default: por abandono dejadita: golpe leve con raqueta para que la pelota pierda potencia y sea difícil de alcanzar delegación: oficina de la policía echar los perros: coquetear echarle los kilos: esforzarse enchilado: enojado enchilamiento: ofuscación escamado: con miedo tras sufrir un susto güey: persona tonta hojaldre: eufemismo de ojete, mala persona, persona despreciable jardinera: maceta grande, generalmente alargada, que contiene plantas de ornato jijos: asombro le saca: le teme más chavo: más joven me barrí a: destruí a mixiote: carne de borrego cocida al vapor envuelta en la cutícula de pencas de maguey no friegues: no fastidies no pelar: no hacerle caso a alguien que tiene un interés romántico en uno no manches: eufemismo de no mames, expresión vulgar de asombro o incredulidad pants: pantalones deportivos piñatazo: dar un golpe con un palo en forma similar al intento de quebrar una piñata pompa: nalga poner una buena recia: dar una tunda o paliza ponerle en su madre/progenitora: dar una tunda o paliza ponte buzo: ponte alerta posadas: fiestas previas a la navidad en las que se quiebran piñatas puñetas: masturbador, infame que no la amuele: que no perjudique la situación retachar: contestar escabechar: matar, eliminar, en este caso derrotar singles: individuales sonar: pegar tlacoyo: tortilla gruesa ovalada de maíz rellena de frijoles, comida de la calle turno al bat: en partidos de béisbol, el turno del jugador para tratar de batear la pelota, a veces el bateador espera su turno con una rodilla en el suelo valer lo que se le unta al queso: valer nada, perder ya chingamos: ya triunfamos ya ni la jode: maldición de frustración ya valieron/ya valimos: ya perdieron/perdimos, ya no hay esperanza zacatón: cobarde
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LA BOINA
EL RECIPIENTE A Ángel Guinda Usando a los muertos como si fuesen talismanes fue al principio motivo de muchas discusiones y si lo hicimos nosotros o no, resulta ahora ya una menudencia, pues no habiendo hecho más que abandonarnos, sin duda él, sí ha terminado por hacernos a nosotros encendiendo el agua con la chispa del tormento y cerrando el bar donde se emborrachaban los ángeles. Tampoco fue nada que nos sorprendiese. Habiendo comprendido que las nubes son la espuma del universo, empezamos a dar a luz a futuros cadáveres. Cuando atardeció sobre nuestras cenizas y la tierra escuchó el clavarse su cuerpo en nosotros, lo vimos bajo nuestra piel, bajo nuestros huesos y tendones y se irguió como un hígado negro que lo tapó todo, como único asidero de la vida monstruosa, como si al perder nuestra carne los pájaros atravesaran el aliento del calcio. Pasamos meses ponderando los pros y los contras, meciendo las dudas entre interrogantes y suplicios, aspirando a ser músicos de la palabra que escribiesen con una botella de champán sus propias Biblias, pero el vacío ya estaba en nosotros y a pesar de los intentos de cotejar las impresiones que nos causaba la contemplación del artefacto y de los intentos de poner en común las impresiones que provocaba, nada en nosotros inspiraba ya confianza. De manera muy lenta empezó a roncar la tierra desbaratando a los árboles que, vencidos, cedían terreno como jugadores de rugby pereciendo testarudos e inútiles a la vez que las formas rectilíneas se erguían arañando la noche. Mientras tanto, un sonido de fondo llamado angustia salpicaba la alfombra de caparazones por la que avanzaba la monstruosa geometría del plástico. Ominosos muros lisos como una lápida crecieron violentos como la carne metálica, arrasando los cultivos de nuestros estómagos como una plaga de langostas y pronto empezamos a constatar la ausencia de piezas, bloques o elementos que los constituyeran, así como fisuras, marcas, aristas o rendijas. Las discusiones se enredaron como los oscuros peldaños que descienden hasta el magma del planeta, hasta el corazón mismo de los hombres y jugamos en cisternas de crudo olfateando los propios desperdicios como último bastión de la fobia congénita. Y el implacable molino de todas las miserias dejó resbalar el argumento, como un muerto que teme caer en el olvido. Hicimos comités, grupos, meetings, asambleas, conferencias y clases magistrales... Hicimos tratados, ensayos, documentos clasificados, estudios e informes... El argumento. De un día para otro las barbacoas de piedra dispuestas en fila formando un cementerio de pequeños incineradores, los olores de animales quemados como un escondite furtivo, el hedor de la madera ardiendo, de la cebolla rancia, de patatas mohosas, dieron paso a un ejército de veranos que descansaban ruinosos como tumbas desheredadas y al pequeño chiringuito abandonado demasiado aprisa. Los monstruos huérfanos como un carro de supermercado se quedaron sin refugio. Los conejos, las comadrejas, los zorros y otras bestias se expandieron por la escayola del labio y firmaron en la conciencia del mundo y sangraron y sangramos por el miedo a envejecer y a transformarnos, por el pánico a mirar en el espejo y no ver más que un cristal. Paredes de arena soplaban sobre el agua quieta, sobre el impostor líquido negro y denso que había desplazado al lago. Y los niños tras las ventanas del útero estaban tapados con lonas, con todos los árboles detenidos entre el firmamento y el barro, congelados en sus retorcidos brazos de madera, exhibiendo sus arrugas, acometiendo una fotosíntesis secreta. Sólo la polifonía del tornado deslizándose a través de las hojas, zarandeaba la tarde, esa en concreto. Nadamos sobre aquel fondo azul, tan oscuro que casi podía verse el agua que lo cubría como un cadáver. Nadamos por nuestra mudez y por nuestra ausencia plena de menstruaciones, por nuestro secreto lamiendo el fuego, borrando con la saliva el sonido etílico de nuestras gargantas. La arena giraba bajo nuestros pies y el viento nos levantaba sin empatía, con la furia de un reactor nuclear, sentíamos nuestros brazos tirados por caballos voladores, extendidos como velas, como alas. Y nuestros cuerpos se quebraron como ramas secas. La enorme masa de agua se hundió como cadáveres en la fosa común que bailan contra la lluvia y caen rabiosos por el árbol que se alimenta de ellos. Brotaron los cipreses de nuestros corazones impidiendo sus raíces los latidos. La madera nos ahogó como a los muertos. Y el agua, como digo, empezó a esfumarse, a secarse, a desaparecer por un enorme desagüe imposible, desnudando al lago y mostrando sus secretos. Miles de peces boqueantes, embarcaciones enfermas, malheridas, árboles putrefactos, casas en ruinas, cadáveres metidos en bolsas y atados a piedras enormes. Chatarra, vergüenza y culpa. Fue el viejo el primero en sumergirse en aquel cieno y, al volver, sus ojos blancos como dos bolas de grasa confesaron el discurso ambiguo del párroco bisexual y hambriento y nos dijo que la bestia golpea la sonrisa de un piano con una maleta repleta de barbitúricos y nos dijo que la radio se ahoga en la acequia de la rutina sintonizando el hastío con las últimas melodías de una escalera directa a la luna y nos dijo que un ser que no tiene nombre confiesa a los hombres que en el fondo sabe bien nuestra sangre. En menos de una semana el lago era un recipiente de plástico casi tan negro como nuestros deseos. Tampoco pasó de repente que la abominable selva de luces, los enormes cultivos de asfalto, los hormigueros sin techo donde vivían los hombres, cayeran enfermos como alacranes y sufrieran la convulsión de la crisálida. Así, los edificios se desmoronaron como gigantes tetrapléjicos, como si millones de termitas hubiesen devorado las piernas de los rascacielos. La curvatura del espacio-tiempo engendró una anormalidad oculta por una superficie hermética. Una profecía autocumplida de las ecuaciones del campo de Einstein. Las odiseas venideras disgregaron el territorio del Recipiente infausto del resto del universo y a partir de ellas ningún átomo pudo huir. Esta ondulación había sido meditada por la indeterminación universal que profetizó la existencia del Recipiente y fue su eminente estrella. Stephen Hawking, Ellis y Penrose presagiaron varios teoremas primordiales sobre el sobrevenir y sobre la geometría de los Recipientes. Imperator, Cancellarius, Hierofante, Hierofante anterior, Praemonstrator. Estrado y Bandera del Este... Pilar Negro, Hegemon, Pilar Blanco... Stolistes, Pan, Sal, Rosa, Vino, Lámpara roja, Dadouchos... Bandera del Oeste, Hiereus, Kerux, Centinela... Cuando estuvimos congregados y vestidos, el viejo, que ahora era el Hierofante, dio un golpe y los oficiantes se levantaron. Nosotros no nos levantábamos excepto en las adoraciones al Este o cuando se preguntaba por los Signos. Tampoco hacíamos nunca circunvoluciones con los oficiantes; pero cuando teníamos que movernos por el Recipiente, lo hacíamos en la dirección del Sol y hacíamos los Signos del Neófito cuando pasábamos por delante del Trono del Este, estuviese o no el Hierofante en él. El Signo de Grado se hacía en la dirección del movimiento excepto cuando se entraba o se salía del Recipiente, que se hacía hacia el Este. No tardamos en comprender cuán sepultados estábamos en nuestros colchones y empezamos a sentirnos muy cómodos dinamitando los versos en aquella procesión de cristos que vociferaban a dioses sin orejas y que escalaban la piedra, pues el pus era ya certeza en nuestra oscuridad. No tardamos nada en ver, como digo, que los dioses adoran a hombres oscuros y que los hogares, las casas y en definitiva todos nuestros edificios, eran el rincón de la sal que acechaba nuestros zapatos, más puros que el excremento o que nuestros sudores ceremoniales. El Hierofante, con sus ojos en blanco, se ponía en pie sosteniendo el cetro con la mano derecha y la Bandera del Este con la izquierda. El Kerux se desplazaba hacia el Noreste con lámpara y vara. Seguían después el Hegemon, el Hiereus con bandera y espada, el Stolistes con la copa, el Dadouchos con el incensario y finalmente el Centinela con la espada. Se alineaban todos por este orden detrás del Kerux que conducía la procesión y al pasar por delante del Hierofante cada uno hacía los signos de Horus y Harpócrates. Las caras espectrales desplazadas en el tiempo, alargadas hacia atrás como el cuerpo de una mantis que alcanzara las glándulas del reactor nuclear mucho más aprisa que con el caucho y la chatarra, empezaron a viciarse, a engancharse al nuevo fentanilo, a las paredes flexibles y dúctiles, a las negras geometrías etéreas y casi traslúcidas y en definitiva, a resbalar por las autopistas con aquellos recipientes de plástico negro. Atrás quedaron cementerios de hormigón, esqueletos de chatarra y deshechos de metal, momias de cemento y asfalto. A vista de pájaro, nuestras ciudades parecían nidos de termita destrozados por un oso hormiguero. Nos acurrucamos en el Recipiente, volamos con el Recipiente y nuestras casas crecieron en sus labios, expoliando nuestro abdomen en el vacío de la arrogancia, en esa delgada línea que separa la conjunción del destino y aunque nuestro fulgor intentase exorcizar a los poetas blasfemos y no fuese más que un eterno pulgón hablando sánscrito, siguió deglutiendo el mundo por interminables laberintos de mierda. Para asegurar su propia supervivencia en los tiempos de la desesperación del éter, el Recipiente expelió células especializadas, resistentes a la radiación ultravioleta, a la aridez, al entusiasmo... Y las depositó con sumo cuidado en el suelo y en el agua donde sobrevivirían durante milenios. Y nosotros las respiramos, respiramos el polvo amarillo. A partir de entonces, algo vivió dentro de nosotros que no era nosotros mismos y empezamos a enamorarnos de la simpatía de las moscas, de sus ojos helados, profanos y bastardos. Porque para aburrirnos con la pureza, creímos preferible rebanar la esperanza con un martillo neumático y secar nuestras lágrimas de barro. Las mujeres en el Recipiente, los hombres en este otro. Niños y niñas en este y en aquél. Perros y gatos en el otro. Estábamos tumbados en la camilla, teníamos tanto frío que tuvimos que redimir a la madre de los nervios del lobo, nuestra temperatura corporal comenzó a subir y apareció la fiebre provocada por la ingesta de fentanilo. Empezamos a notar esos odiosos movimientos en nuestros vientres y comenzaron a moverse de forma autónoma, nos sedamos el alma y nos esterilizamos los pecados, antes de correr a por nuestros diagnósticos terminales por toda la infinitud congelados, como los ojos del conejo. Nuestro interior era un mar cuyas olas rompían en nuestros vientres. Nuestro interior era la cal y la herrumbre que habitan nuestro desierto. Nuestro interior era el lenguaje para comprender a Dios. Estuvimos en un mundo tan llano que el viento no sabía qué golpear, y mientras, los muertos padecían insomnio y los pubescentes artefactos que exudan como cabezas sobre los coágulos de la carne seguían proliferando junto con los temblores de piernas y sobre todo de brazos. Ahora sí que empezaba a llegar el momento... Los dolores cada vez eran más intensos y fuertes, y de repente nos tuvimos que abrazar a la sed del pájaro que busca la razón de sus tormentos en el estudio molecular de su excreción y empezamos a hacer movimientos circulares con la cabeza, sintiendo de una forma muy intensa un océano de roca, engullidos por el semen obtuso de los niños, derrumbados como el insecto en el abdomen aullador de sus enjambres. Nos quedamos en el Recipiente como cucarachas anquilosadas. Venía algo, ¡lo sentíamos! Empezamos a notar que nos salía... Era como el asfalto que pesa sobre el silencio y como el campo gravitatorio del bosque que atrae a la bestia con la ferocidad de la baba. Teníamos el calor de la arboleda que se arrastra por el corredor infinito y le suplicamos a Dios que nos soplara en la cara y seguimos con los movimientos de ese dolor que dirige los helicópteros de la mente y diluvia en el corazón de los difuntos, cuando la anciana piedra, prostituta tranquila, fruto viejo del hombre, cae en la fosa como el cigarrillo violado por los pulmones. Notamos toda su geometría dentro de nosotros. La estrecha sombra del feto en el Recipiente. Perdimos literalmente la sustancia y empezamos a flotar, de rodillas en la tristeza, como un dolor de aborto y caímos en la mirada de Dios y en la baba del pene que gotea sobre el Verbo para darle brillo. Nos vimos a nosotros mismos tendidos e inertes en el cuenco plástico con los frutos exiliados del viejo bosque, cuando caímos en la fosa madura y nuestra lluvia descalza rellenó los pulmones dentro del pantano. Pero la visión cada vez era más difusa porque no parábamos de coger altura. Fuera de nuestros cuerpos, tendidos en el Recipiente boca arriba, mientras flotábamos sobre él y observábamos todo lo que ocurría a nuestro alrededor. Inútil sería afirmar que fuimos devorados, que lo fuimos, como inútil sería afirmar que fuimos substituidos, que lo fuimos. Nuestras ciudades masticadas por enormes Recipientes y el lago reemplazado por un aún más enorme, rectilíneo y profundamente negro Recipiente impostor. Un polvo amarillo que flotaba y se introducía en nuestra carne y nos tiznaba desde dentro y nos hacía gritar en orgasmos convulsivos. Un polvo amarillo que se enchufó a nuestras conexiones sinápticas y nos sometió a esta burbuja virtual. Es hora de arrancarse la piel del pasado, ya que la muerte es un viaje por el tiempo y nosotros somos un velo que hoy respira mucha de la electricidad, de esa que las estrellas que no nos necesitan, vomitan sobre los hombres que aprendieron a hablar con los muñecos. Y así nuestro llanto, le es indiferente al vasto universo.
GÜEÑEGÜEÑE I Es el primer día del verano; la primera tarde y la primera luz. Estoy junto a Samara, pero tan solo es pasajero. Su vida parece tan vacía como la mía, o quizá incluso más. Sé muy bien que habría otros tipos que se alegrarían por ello: de que su ex esté peor que ellos. Son mediocres y tristes gentes. Aunque, no sé... Tal vez no puedan evitarlo. En todo caso, agradezco no ser así. Llegamos a la pasarela y en su estrechez nos arremeten Bruce y el resto de su tropa. A veces aún detesto que mi hijo lleve ese nombre, que yo hiciera esa concesión. Hoy es de este modo, quizá porque Bruce corre por la pasarela y demuestra ser uno más del barrio. Como yo, pero nunca como su madre. Al menos no del todo. Ella era una estrella venida desde el Oriente cuyo brillo nunca terminó de encajarnos del todo. Pasaban los años y aún parecía que estaba de veraneo. Salvo que no es justo que sintiésemos eso, porque no lo estaba. Porque, por mucho que sus costumbres fueran en gran parte foráneas, hacía todo lo posible por adaptarse. Sin embargo, ¿quién logra controlar lo que siente? Desde luego, yo no. —Voy con tu padre a tomar un té y luego para casa... —dice Samara. --a casa irá sola-- —...Ten cuidado y no saltes desde las rocas. —¿Un té con este calor? —espeta uno de los miembros de la tropa con retintín. Creo que le llaman Piggy. El pobre maldecirá una y otra vez esa ocasión en la que pusieron El Señor de las Moscas en clase. —El té es muy saludable —asegura mi esposa (que no mi pareja) con desidia y aires franceses. —Valeeeee —dice Bruce, expresando un considerable hartazgo. Y, pese a todo, si su madre no lo advirtiese por enésima vez, estoy seguro de que lo echaría de menos. Luego me mira, porque sabe que debo decirle algo. Pero no es así exactamente. Le meso el pelo. —Diviértete y no la líes. Te recogeré el viernes... —Quería venir a la playa... Y el domingo es el cumpleaños de Itahisa —asegura señalando en su dirección. Es una chica algo larguirucha que le saca media cabeza a casi todos. Esta asiente en mi dirección. —El sábado iremos a la playa... A Los Jables. Puede venirse alguno de estos contigo si quiere. Siempre que les den permiso. Y el domingo podemos venir por aquí un rato. —¡Vale! —grita, aliviado. Y sale disparado. Samara mira cómo se alejan con cierta preocupación y luego me mira a mí de un modo que no sé si quiero desentrañar. Pero yo me asomo a la pasarela y nos veo a ambos corriendo en dirección a la playa hace ya tanto tiempo... Veo el agua verde turquesa de los charcos, siento el musgo resbaladizo que amenaza con hacerme caer una vez más, y oigo la cháchara de mis amigos y del resto de los bañistas a lo lejos. Pero sobre todo veo a Samara... Sobre todo la veo a ella. Tal como fue. Volviendo la vista hacia mí y sonriendo bajo el sol sin motivo aparente. Despertando mi alma a las mayores empresas y desvelos. II Para chavales como nosotros, tan arraigados a una minúscula porción de tierra marinera (de patria), el invierno y el verano representaban una diferencia tan marcada, tan dramática, como la distancia entre la noche y el día. No, eso no. Tal vez como encontrarse sano y salir a pasear, sentir la brisa, ser partícipe del bullicio, de la vida del pueblo y su rutina (y aquello que marca su rutina y provoca excitación)... Y, por otra parte, el encontrarse enfermo y no poder ni abrir la ventana, no tener ni apetito, andar con la mente mortificada en los achaques... Me he hecho mayor. Y aunque mi rango de movimiento es mayor (y hasta hace poco lo era por muchísimo) siento que mi mirada se ha estrechado. Todo se estabiliza, pero pierdes muchos colores; muchos matices. Eso es lo que pasa con la edad: el tiempo se escurre, las distancias se acortan y se acepta lo que un día fue inaceptable. Güeñegüeñe era un pequeño poblado pesquero, tan antiguo como la presencia humana en esta isla. El topónimo le viene dado por el particular sonido que la pardela cenicienta hace durante la noche. Y del hecho de que llegaron a vivir por cientos en la zona, logrando con sus coros que las noches fuesen más vivas aún que las mañanas. Y mil veces más extrañas. Viven en los agujeros de las laderas y eran tema de conversación. En la escuela se reían mucho de los que vivíamos por aquí y se sorprendían de que alcanzásemos a conciliar el sueño con semejante algarabía. Tras decaer notablemente debido a las agresiones sobre su hábitat, hoy la colonia vuelve a estar en plena forma. Quizá más felices y con total seguridad más libres. Ellas nos salvaron. Se lo merecen. Primero estaba el poblado, en las cuevas de la ladera. Luego llegó la conquista y se pasó a pescar con caña y pequeños barcos de madera. Posteriormente el puerto se expandió y la capital casi nos absorbe. Y ya no quedaban sino seis o siete barcos, tripulados por algún sentimental ocioso y los cuatro jacosos entrañables que todo el mundo conoce. Pero desde la playa y desde nuestras casas terreras no se veía el puerto, ni los grandes cruceros, ni los yates, los ferrys o las fragatas de guerra. No... Tan solo nuestros pequeños barquitos de madera calafateados en mil ocasiones y las acechantes gaviotas. La gaviota es un animal que nunca debe ser tomado a broma: resistente, independiente y sin miedo. Antes de nacer yo hicieron dos edificios de hasta seis plantas, feos como la madre que los parió. Grises y con una desastrada de balcones de rostro cutre, con pitorro a modo de nariz. Algunos acristalados, otros llenos de macetas, con ropa tendida, aparejos oxidados, pájaros, sillas de jardín... Pero su altura impedía, por suerte, la vista del resto de la ciudad. Con la ayuda de la orografía de la costa, ya que aquel extremo en el cual se asentaba era alargado y se adentraba en el mar. Cuando yo contaba apenas unos años regularizaron gran parte del terreno. El terreno original, polvoriento y repleto de oquedades. E hicieron la pasarela que conecta con la playa, la cual lució ya totalmente oxidada desde el segundo año. Y por aquella misma época nos amenazó un proyecto que pretendía reducir aquel pedazo mágico de costa que nos pertenecía en un resort-anfiteatro tan artificial como cualquier otro. No sé con qué coño comparar aquella idea absurda... Una vez la comparé con cierta actriz de rostro singularísimo y hermoso que optó por someterse a todo tipo de operaciones para entrar en el canon y finalmente terminó hecha un espantajo. Había un tipo muy famoso a cargo del proyecto de profanación (de la profanación de Güeñegüeñe, no de la actriz). El caso es que la presencia de las pardelas nos salvó y ahora todo el mundo mira atrás y suspira de alivio. El hábitat de las pardelas era importante; el nuestro no tanto. Porque cuando demasiadas cosas se tornan artificiales, en parte tú también lo haces. Y porque la belleza arbitraria de nuestro pedazo de costa, sus reflejos, su alejamiento, su convivencia, su luz... Eso no hay urbanista que sea capaz de replicarlo. Hay por allí una montaña no demasiado alta, que se extiende hacia el extremo contrario respecto a las casas, con dos picos y pendientes laterales la mar de indulgentes si uno se encapricha en encaramarse a ellos (cosa que de niños solíamos hacer). La fachada que ofrece al mar es abrupta y surcada de grietas en la parte superior. Y en cambio muy suave y casi perfectamente lisa en el resto, debido a la aglomeración natural de sedimentos y a los sucesivos derrumbes. Por debajo hay un bajío que es una verdadera maravilla, casi una planicie triangular cuyo vértice superior se adentra en el océano como quien no quiere la cosa. La arena amarilla se cuela entre las grietas de las rocas allí donde estas contactan con las aguas, formando algo parecido a una pasta de aspecto saludable. Pero aún es mejor allí donde la plataforma pétrea se encuentra al descubierto, bien pulida y de un amarillo abetunado. En algunas partes aún se aprecian las huellas de las diversas oleadas de magma que debieron formar el lugar, avanzando siempre un par de centímetros más abajo, enfriándose, recibiendo más material... Y de nuevo es un espectáculo cómo brillan en un día soleado, con sus tonos ocres y el aderezo de las costras de sal marina. A mí siempre me recordaron a un plato de tortitas, amontonadas una sobre la otra. No es que por allí las comiésemos, pero las que se veían por la tele siempre lucían un aspecto de lo más apetecible. III Con la pasarela llegaron algunos turistas. Aún muy pocos, pues la ciudad tenía su propia playa edificada sobre plano y con sombrillitas de paja. Por el momento, esta vendía mejor. Pero llegaron algunos y entonces era divertido. Era divertido ver a gentes tan distintas por allí, preguntando con sus acentos rimbombantes y haciendo gala de un claro afán de fraternidad. En algún momento empezaron a ser mayoría y ya no fue tan divertido. El ambiente había mutado por completo. Ahora, éramos los extraños. Pero en el principio estaba bien. Había un tipo que se colocaba a media tarde junto al único chiringuito de la zona (una cantina de metal con cuatro sillas y mesas desgastadas) y tocaba la guitarra acústica. Era un hombre gordo y alto, de densa melena cana, que vestía amplias camisas floridas y se concentraba en su arte. Colocaba un sombrero frente a él y normalmente sacaba apenas lo justo para unas cuantas copas posteriores. No es que no tuviese otras fuentes de ingreso ni nada... Él decía que le gustaba tocar para los demás. Y que si, además, las copas le salían gratis, pues mejor que mejor. También formaba parte de un grupo que hacía homenajes en algunos clubes, creo. Cuando se sentaba en la cantina hablaba con gran pasión de los más diversos temas, pero sobre todo de la música. Y, esto es lo más asombroso de él: le gustaba escuchar. Hubo una canción. La escuché una vez y ya no pude sacármela de la cabeza. Para mí se convirtió en la banda sonora de algún que otro verano. Aquella melodía hipnótica... aquel canto de sirena que me mordía el corazón. Y yo pedía a mi padre una moneda para escucharla una vez más. Un día el viejo guitarrista desapareció y me dejó sin ella (yo nunca lo habría imaginado). Y tal vez así entendáis, como es que un día, bastantes años después, mientras regresaba a casa desde el trabajo, la oí una vez más y me eché a llorar. Supe, al fin, que aquella canción tenía por nombre Albatross y que la había compuesto un tal Peter Green. ¿Había estado alguna vez Peter Green en Güeñegüeñe y le había compuesto una canción? Tal vez fuese alguno de aquellos primeros turistas... Tal vez sí. IV En el principio no estuve solo, sino que formaba una tribu disfuncional con el resto de los chavales del barrio. Éramos muchos y teníamos nuestros altibajos; nuestras pequeñas guerras. Cuando Bentor se mudó yo quedé de facto como líder. Y he de decir que, al contrario que él, era un líder justo. Y bajo mi mando la tribu ya no se metía con los débiles... Aunque sí que castigaba la disidencia con mayor contundencia que nunca. Y seguíamos haciendo nuestras trastadas. Nos gritábamos desde lejos y buscábamos un nuevo plan que seguir. Estaban el fútbol, la exploración, la pesca, la lucha, el escondite, el tirarnos piedras... En el verano estaban el buceo y la playa. ¡Qué gran nadador era yo! ¡Y lo que aguantaba bajo el agua persiguiendo sepias y viejas! Yo tenía un bañador negro a rayas azules, y uno de los viejos del lugar me apodó La Fula. Las fiestas del barrio eran en julio. Incluso teníamos una hermosa imagen de San Telmo en la capilla y la sacábamos en procesión hasta el mar. Era tradición que el cura diese la misa metido hasta la cintura en un charco, mientras dos monaguillos le sostenían las galas para que no se mojasen. Un año llegó una ola de improviso y lo hundió hasta la coronilla. Era precioso, de veras. Y llegaban algunas atracciones de feria que no estaban nada mal. Se montaba un escenario y venían varias orquestas. Mientras muchos otros bailaban, a los más tímidos los acosaban para que se sumasen a la multitud. Solo hubo una cosa que me dio mucha pena: un día Gara (una chica con pecas que apenas salía de casa), después de conversación en corro con otras chicas del barrio, se acercó a Jonay y lo invitó a bailar. Este la correspondió con un gesto poco amable y todos pudimos ver cómo la hacía polvo. Ese tipo de cosas son difíciles de encajar cuando se es tan joven. ¿Qué habrá sido de ella? V Luego, Samara. Samara, la chica de nuestros sueños. Y aún no lo sabíamos. Samara, con su piel de marfil y sus grandes labios color bermellón. Samara, con su cabello enrevesado y cejas rubias, sus pómulos profundos, su nariz afilada y sus ojos agresivos que replicaban el océano. Samara, con sus ataques de risa incontenible, sus trabas de mariposa y su manía de responder sacando la lengua. La campana del despertar; el último ingrediente del paraíso. ¿Cuántas veces vi a los diablillos de la tribu ayudando a la madre de Samara a llevar la compra, haciéndole recados y siendo buenos? Y yo, mientras, nada de nada. Solo alguien más. Solo una chica. Fue el martes tras las fiestas. El sol comenzaba a caer y ella estaba haciendo equilibrios sobre las rocas, al borde de unas bonancibles aguas. Entonces se gira y me sonríe. De pronto, mi ser parecer ser consciente de la estadía en el paraíso y de la amarga posibilidad de un destierro. La amé entonces y la soñé durante un tiempo. En algún momento, cuando hacía tiempo que era mía, comencé a darla por sentado. Ese es mi pecado. Ese es el peor pecado de todos. VI Seguro que habéis oído hablar de los amores de verano. Aunque tal vez deberían decir “amores de un verano” porque es eso a lo que se refieren. El sueño surge y te atrapa. Y, si se te concede el don de ser correspondido, ambos disfrutáis un presente de juventud que tal vez parezca infinito. Porque sólo cuando se es tan joven se puede disfrutar de verdad un amor de verano. Sólo cuando se es tan joven uno logra ignorar totalmente su futuro. Disfruta de las caricias, la calidez y el ensimismamiento. Luego el otro se marcha y... No diré que no duela, pero se pasa muy pronto. Y te quedas con un bonito cuento al que regresar; una suerte de pintura que cuelgas en algún lugar privilegiado de tus recuerdos. En un amor de un verano no debes hacer frente al futuro ni a las consecuencias. Samara y yo sí tuvimos que hacerles frente. Ambos renunciamos a nuestros respectivos y posibles amores de un verano y pasamos toda la adolescencia juntos. Pero entonces no importaba nada, porque nos amábamos y el sueño permanecía incólume. Entonces nada más importaba. Samara se licenció en bellas artes y yo lo aposté todo a mi carrera como futbolista. Un zote como yo... ¿Qué otra cosa podía hacer? Luego llegó Bruce y mi lesión de rodilla. Ambos habíamos vivido al amparo de perspectivas muy frágiles. Ella no encontró trabajo en aquello que la apasionaba y a mí no me quedó más remedio que convertirme en mula de carga por cuenta ajena. Demasiadas horas, demasiadas responsabilidades y demasiada presión. Y la certeza exacerbada de estar viviendo una vida que no queríamos vivir. Y entonces llegaron las discusiones, las dudas, la incomprensión y un resentimiento creciente e injusto. Una noche, después de un día horrible en todos los sentidos, fallé. Fallé a Samara; fallé a mi hijo. Un par de días más tarde llegué a casa y los vi juntos, acurrucados en el sillón, aguardando por mí para ver una película. No pude soportarlo. Se lo conté. Se lo conté todo a ella. Bruce no debe saberlo nunca... los niños jamás deben ser rehenes de los errores de sus padres. Y... ¿Sabéis qué? Aquí viene lo peor de todo: Samara quiso perdonarme, pero yo no la dejé. Fui yo quien no pudo perdonarse a sí mismo. Había arruinado nuestra pintura; lo había arruinado todo. VII —¿Cuándo dejarás de hacer el idiota y volverás a casa? —dice ella, intentando mostrarse despreocupada, antes de dar otro sorbo al té. —No lo sé —digo yo—. Necesito... Necesito sentir que lo merezco. Ella suspira. Ya no hay músico en el chiringuito. Ya no lo lleva nadie del barrio. Ya apenas va nadie del barrio por allí. —La vida no es perfecta. No nos castigues doblemente por tu error. Charlamos un rato más. Yo le prometo que lo pensaré. Y antes de regresar a mi hogar vacío, muy lejos de mi patria chica, regreso una vez más a la pasarela. Durante un instante veo a mi hijo abajo, en la playa, corretear y lanzarse una docena de veces al mar. Pero pronto todo eso desaparece. Es otra vez el primer día del verano y la tribu al completo está reunida. Vuelvo la vista para ver a Samara y suena aquella canción. Una gaviota alza el vuelo y nos sobrepasa; bate las alas con gran fuerza y determinación. Se lleva mi alma; pone rumbo hacia el horizonte. ENSUEÑO ¡Lárgate!, me gritaba Cinthia, que no soportaba mi presencia en esa fiesta. ¡Lárgate, bruja!, ¡desgraciada!, ¡te me vas! Me tronaba los dedos para enfatizar su descontento y su voluntad de que yo desapareciera de allí en cuanto antes. Me terminé yendo sólo porque despertó empapada en sudor de la rabia. En su sueño, Cinthia misma me había invitado a la fiesta. Su casa estaba llena de gente con disfraces de animales, de princesa, superhéroe, cura, prostituta, vampiro, luchas libres, botargas de latas de bebidas alcohólicas, verduras variadas, y más. Yo tenía puesto un disfraz como de gato negro con un escote pronunciado, pero para Cinthia, en la pesadilla, yo era un monstruo. Una presencia extraña y maligna que arruinaba el ambiente y creaba caos en el espacio. Por eso quería con todas sus fuerzas que me fuera de su mente. Fue similar con Esther, que llegaba y tomaba al niño de mis brazos, que ahora era un perro que ladraba con estruendo ladridos de mucha ansiedad. Yo cargaba a su hijo, mientras le cantaba una canción para dormir y el niño, que aún no estaba en edad de hablar, lloraba llamando a su madre, diciendo, mamá, no quiero que una extraña me cargue, quiero que me cargues tú, mamá. Yo desaparecía de la imagen por completo y evidentemente no sé qué fue de Esther, ni del niño, ni del perro, ni de mí misma porque esa noche Esther no volvió a soñarme. En otros sueños, en cambio, mi presencia es bienvenida. Como Juanjo, que soñó que estábamos solos él y yo en un cuarto tapizado de espejos y que me desvestía y me dejaba hacerle todo lo que yo quería, más bien, todo lo que él quería que yo quisiera; desde besarle el cuerpo hasta sentarme en su miembro, para probablemente despertar y descubrirse solo en una cama con la verga endurecida y tener que arreglárselas él mismo para acabar de satisfacer el ardor que yo en el sueño, por más que él quiso, no pude quitarle. También me deseaba una mujer, aunque nunca descubrí quién era, porque ella misma se soñó borrosa, con facciones constantemente cambiantes. Estábamos en una sala con más gente, en una especie de reunión. Ella me llevaba a la cocina de la mano. Yo traía minifalda y cuello de tortuga; ella un vestido negro de tirantes delgados que se le cruzaban en el escote profundo de la espalda. La cocina estaba desordenada, llena de enseres domésticos e ingredientes diversos en bolsas de plástico y paquetes de aluminio a medio abrir. Yo trataba de recargar mis nalgas y mis manos sobre la mesa, pero no encontraba un espacio vacío, así que ella me llevaba contra la pared, bajo un reloj, donde nos mirábamos unos segundos sonriendo. Su cara, entonces, se tornaba insinuantemente hermosa. Mis manos sentían la suavidad de su espalda mientras jugaban con los hilos del vestido que le cruzaban el dorso. Mi cara se acercaba a la suya exhalando pausadamente, haciendo ese gesto que hacemos todos cuando vamos a besar. Ella me tomaba del cuello, acariciando mi nuca suavemente, mientras yo bajaba mis manos hacia la curva de sus nalgas y comenzaba a besar sus labios maquillados tenuemente... Los labios más finos y suaves que un sueño pudo darme... En eso entraba alguien más a la cocina, que aunque ya no era cocina en imagen, en concepto seguía siendo, y pronunciaba un ruido apenas comprensible. Hablaba sobre gansos. Algo sobre los gansos... La soñadora respondía y en el acto se le aflojaban los dientes. Lo anunciaba mientras movía el colmillo con su lengua de atrás para adelante hasta que se le caía y lo atrapaba en su mano. Luego volvía a besarme y yo sentía otro de sus dientes en mi boca, pero no lo tomaba personal, porque era solo un sueño. También he sido y he hecho cosas que no hubiera imaginado nunca. En el sueño de Marcela yo era maestra de yoga y daba clase en distintos idiomas concatenados en una misma frase al azar. Hacía malabares y poses con el cuerpo, pero también al hablar: now let’s do the downward facing dog, you want to stretch your legs a bit more and point your hips towards the ceiling and si tu peux écarter les doigts, les doigst de la main vont toujours bien ouverts, parce que die Finger sind wie Antenen, deswegen musst du sie ganz offen lassen, immer ganz ausgestreckt, anche le dita dei piedi sono importante, il faut bien les écarter! Yo decía todo esto sin entender realmente las palabras que salían de mí. La que habla esas lenguas es Marcela, a fin de cuentas, y no yo. Alejandro, por su cuenta, me veía a lo lejos, en sueños, del otro lado del lago, queriendo llegar hasta mí. Yo lo saludaba, dándole la espalda a las montañas que lo llamaban junto conmigo. Se veía a la distancia que quería hablar, pero abría la boca con dificultad y no podía emitir ningún sonido. Remaba un bote de madera y yo lo veía desde la orilla, con mi cara sonriente, que no era en verdad mi cara, aunque seguro que era yo, de otra forma no lo podría estar contando. A la mitad del lago, Alejandro se paralizaba y yo entendía que él trataba con toda su voluntad de remar para llegar a mi lado, pero no lo lograba porque su cerebro no se conectaba con sus brazos ni con su boca. A mí se me empapaba la cara en llanto porque quería que llegara conmigo. Quería estar con él, o más bien, él quería que yo quisiera estar con él, o más bien, su subconsciente quería que yo quisiera estar con él. Así que salté al agua para alcanzarlo, apareciendo en el sueño de otra persona. Me habrán soñado dos la misma noche. Estaba debajo de una regadera, cantando canciones que no conozco, cuando las gotas tibias del agua comenzaron a hacerse más pesadas y a pegarse unas con otras, calentándose hasta formar un chorro de agua hirviendo que me hizo reír porque ahora tenía que saltar dentro y fuera de él a toda velocidad para poder enjuagar el shampoo que se desbordaba en forma de espuma blanca en mi cabello. Salí de allí en toalla y me encontré en una vecindad de esas que están desapareciendo, con patio interior y muchas plantas colgadas de los barandales de cada piso. Ese sueño olía a añoranza. Rodeé uno de los pasillos, de pisos de lozas flojas de distintos colores y patrones. Me asomé por las ventanas hasta que vi a Julián dentro de un cuarto, tirado en un sofá donde un segundo después yo también estaba acostada y ambos sentíamos mucha paz de estar platicando en ese sillón juntos. Martín en cambio soñó con mi muerte. Me daba algo así como un infarto de la nada y él miraba desde la ventana del tercer piso de un edificio cómo me desvanecía a media calle y se agotaba mi existencia. La siguiente escena era mi velorio con gente llorando. No había muchas personas, pero más de las que siempre imaginé que asistirían a despedirme cuando llegara mi muerte. Esto lo sé porque en un momento yo misma platicaba con la gente vestida de negro, tomando un vino rojo y saboreando un canapé. En el fondo del cuarto yo veía mi propia urna ocupada por alguien más que estaba durmiendo y soñando conmigo, probablemente, por estar en mi ataúd. Si acaso lo hizo, ese sueño se esfumó de mi recuerdo. He sido, entonces, anhelos, deseos, miedos, presagios, horrores, tristeza, coraje, fobias, ardor, ansiedad, amor, incertidumbre y calma. Pero estoy cansada de vivir en los sueños de otra gente. Me agota vivir de esta forma, con mi imagen apareciendo sin que yo lo quiera en la negrura de otras mentes cuando el subconsciente se apodera de sus frágiles consciencias. Me gustaría que alguien soñara con mi muerte definitiva o que la persona que me está soñando muera ella misma en el momento preciso en que me sueña. Quizás así se acaba para mí esta locura de vivir en cabezas ajenas, haciendo cosas que yo no dispongo, viviendo una vida absurda basada en una imagen trunca que otra gente crea de mí. ÚLTIMOS DÍAS DE PESCA La cosa es así: M duerme y el actor espera en la cocina a que se despierte. El actor es su padre y M duerme porque todavía es temprano. Son las cinco de la mañana. El actor se levantó hace apenas unos minutos, pero él siente que ya espera. Apenas hace diez minutos el actor dormía plácido, pero ahora siente que espera, y también siente que el mundo le debe algo. Por eso, mientras hierve el agua para el té, se atusa el pijama con exacerbado mimo, como si alguien lo espiara, como si alguien se tomara la molestia de distinguirlo en la oscuridad. Él anda así por la casa: en oscuridad. Vive de las luces auxiliares. Su iluminación es una nota ad hoc de sus acciones. Si tiene hambre, lo acompaña la luz de la nevera abierta. Si tiene sed, el piloto de la pava, pues cuando tiene sed acude a la infusión y té es lo que bebe. Solo té. Té y ginebra es lo que bebe. Té, ginebra y algún roncito tal vez. El agua sola no le gusta, no le da placer, le hace mal, dice, se nota como encharcado por dentro y que la comida le nada por la barriga. Si se aletarga en el salón, será el fantasmagórico destello de la televisión prendida a deshoras el que haga las veces de móvil cunero y lo meza hasta el sueño. De esta manera se mueve por el domicilio: dedicado a apagar las luces que los demás olvidan o a las que esperan retornar; permaneciendo en la penumbra o caminando a trompicones, según; palpando las paredes con el cuerpo y salpicándolas de desconchones o asustando involuntariamente a quien sin esperarlo lo encuentra en algún rinconcito de la vivienda, mirándose en algún espejo o con los ojos de zorro perdidos en el jardín, recordando o quizás planeando algo. Desde hace años existe la duda sobre si él mismo es un electrodoméstico. Pero un electrodoméstico no se atusaría el pijama de la forma en la que él lo está haciendo ahora mismo, en la oscuridad de este instante, de esta otra madrugada más, de este desvelo vigente igual al milímetro a otros que hubo. Y pese a que sabe, pese a que conoce con certeza que de ninguna manera alguien lo observa en esta todavía noche cerrada, el actor, desde alguna reconditez de su interior, piensa que quién sabe, que por si acaso, que por qué no. Y se atusa unas arrugas que si es que están por seguro no se ven, no a esta hora, no en esta oscuridad, y utiliza el vidrio como azogue y lo escudriña tratando de verse, y con éxito lo logra: se intuye en el reflejo. Consigue pergeñarse el rostro y en él identifica sin dificultad su pena: la encuentra, la enfila y la esquiva rápidamente. Y redirige la mirada a su cabello. Se lo mesa para darle volumen. Se lo peina con los dedos. Pero, en cambio, curiosamente (o no tan curiosamente), no se preocupa de igual forma por otras tantas cuestiones que también pudieran merecer una parte de su adormecida atención. Ni bola les da a las alpargatas rotas o a los roídos cordeles que en hilillos le cuelgan por la huevada del pantalón con el que duerme en las noches. Ni caso le hace a la peste somnolienta de su boca. Ningún reparo le da las largas uñas de los dedos gordos de los pies —que por motivo desconocido crecen a ritmo superior que el resto—. Pues él sabe. Sabe y conoce. Sabe a ciencia cierta que todo estos asuntos son imposibles de espiarse, que todo esto es inalterablemente imperceptible por el hueco del ventanal, por el hueco de la dichosa abertura a través de la cual imagina que podrían llegar a observarle, la cual, empotrada justo encima del fregadero, solamente le expone medio cuerpo, su parte superior, y, por lo tanto, lo protege en mitades, deniega la visión de ciertas áreas, restringe un algo de su intimidad, concede la condición de inexistente —pues lo que no se ve no existe— a sus desperfectos, fracciona su preocupación y lo convierte en intachable. Al menos desde fuera, desde donde él supone que lo vigilan. Al menos en condiciones normales: a través del ventanal y en esta oscuridad suya. Y esto él lo sabe. Es conocedor. Y prepara el té y gustosamente se peina con los dedos los cabellos de la melena con la ayuda que le concede el reflejo del vidrio mientras espera que hierva el agua, pues el actor cree a pies juntillas que alguien despeinado no comporta vanagloria, en tal caso se trataría de un mero derrotado sin carisma o entidad, un infausto, un chucho de la calle santiaguina. Pero no se encinta el elástico del calzoncillo o remete la camisilla de tirantes por el pijama a fin de que los lamparones que la decoran queden ocultos, no. Solo cuida de aquello que pueda llegar a verse, a señalarse por alguien, a señalarse por alguien de fuera. M duerme ajeno al desvelo del actor. M sueña con tejados naranjas y rotondas en el aire, con carreteras extensísimas del color del petróleo, untuosas e ingrávidas de un abandonado paisaje lunar. Y ni los pasos arrastrados del actor ni los toquecitos que ha dado en la puerta de su habitación lo han despertado. Ni lo harán los intentos siguientes. M no oye. No oye ni ve nada más que sus propios sueños: los tejados en flor, las rotondas sucediéndose en planos subsecuentes, las carreteras de montaña discurriendo por peligrosos desfiladeros de gas y hueso, los despeñamientos que uno tras otro inquietarán sus próximas horas y acelerarán su pulso hasta despertarlo bruscamente. Y eso es raro en él, porque M no sueña casi nunca. O si acaso sueña, siempre lo niega y dice que no ha soñado, que él no sueña. Y dice la mentira sin culpa alguna y crudamente, porque M no quiere tener que explicar sus sueños. Sus sueños son suyos. O, tal vez, a lo máximo, si ocurre que se complica la elusión al no encontrar fuerzas para mentir, inventa algún sueño para que quien le pregunta (normalmente A) lo deje tranquilo. Y así zafa, aunque no le guste mentirle a A. Pero sus sueños son suyos y en realidad escasísimas veces cuenta lo que sueña. Se lo guarda íntimamente para sí. La pestaña salta y sofoca de pronto la única tea de luz que abrigaba la cocina. El actor, repentinamente imposibilitado, después de mantenerse absorto unas milésimas extra en lo que había sido su reflejo, ceja en su fijación y deja de mirarse en el vidrio. Sirve el agua a tientas: palpa el asa de la pava, palpa el asa de la taza, vierte por intuición. Pone las manos arriba de la taza para calentárselas. Es verano y afuera se presiente un calor pegajoso y desacertado, un calor desubicado en una noche como esta. En cambio, la temperatura en el interior es fresca, se mantiene agradable gracias a la orientación de la casa, que no recibe sol directo tras el mediodía. La sensación que el vapor le produce en las palmas también es agradable, pero la cabeza amaga con empezar a picarle y el actor decide apartar las manos demasiado pronto. Pronto para lo que hubiera sido un gesto, digamos, orgánico. Se piensa ridículo por ello, por haber apartado rápidamente las manos, y, aunque no se detiene a mirar hacia el exterior por el hueco de la ventana, siente reparo de sí mismo y se arredra. Musita algo entre dientes mientras camina hacia la mesa. Extiende el brazo libre esperando asir el respaldo de la silla. Lo encuentra en topetón. Se sienta, sin arrepentimiento alguno por el estruendo ocasionado en el arrastrar de la silla. Musita otra cosa y se calla de golpe. Hace rodar las manos por el cuerpo de la taza, teatral. Se quema pero evita retirar las manos. Aguanta. Soporta la quemazón apretando los dientes y concentrándose sobremanera en habituarse al calor. Su mente se quiebra primero; después, su cuerpo: la mandíbula se rinde y las enrojecidas manos se le separan del recipiente en un espasmo involuntario. Se maldice mientras resopla. Se caga en la puta. Me cago en la puta, profiere la voz de su mente. Sacude las manos enérgicamente en el aire. Se siente un tonto a las tres. Otra vez. La sensación de ardor se va diluyendo, pero imaginar que alguien pueda haberle visto por el hueco del ventanal le irrita y avergüenza a partes iguales. Coge aire y resopla aunque ya no siente dolor. El dolor ha pasado pero el actor resopla entre dientes, como si reuniera fuerzas para enfrentarse a alguien. Vuelve a resoplar, ahora con los labios hacia fuera, exhibido, y cierra mecánicamente los ojos a la vez que el aire escapa de su boca. Se frota la cara con las palmas de las manos y siente las reminiscencias del calor en el pelo de sus despeluchadas cejas. Se destapa la cara ipso facto. Suspira profundamente. A medio suspiro comienza a hacerle recortes al aire expulsado hinchando los carrillos a modo de trompeta y construyendo un ritmo con las subsiguientes expulsiones de aire. No parece una canción reconocible. Es una cadencia improvisada sin intención. Un sonajero. Esto lo logra calmar. Así pasa unos minutos. Entonces, se decide a planear mentalmente el día. Voy a planear el día, se dice. Paso a paso, se dice. Si M se demora en exceso me marcho yo solo, se dice. El actor acaba de cumplir 62 años. Es el verano de 2022, finales, y el actor ha cumplido años, pero no ha querido celebraciones ni fiestas. No estoy de humor, decía, no quiero ver a nadie, decía, no me apetecen grandes aglomeraciones, decía, y solo aceptó una cena íntima en un conocido restaurante de la costa con la familia. El actor antes estaba rechoncho. ‘Antes’ hace referencia a casi siempre. El actor casi siempre ha estado rechoncho, de esta forma está mejor dicho. En aquella época, su nariz, una especie de gancho con ángulos imposibles y prestancia contradictoria, si bien siempre había sido el único reclamo de su rostro, por aquel entonces se disimulaba entre los mofletes y el ancho cuello, que se le trepaba perverso a la cara. Pero el actor no recuerda que una vez fue gordo. El actor no recuerda que casi siempre ha sido gordo. De hecho, se sobresalta cuando de tanto en cuanto alguien hace alusión a su complexión anterior. Se extraña y piensa qué coño dice esta. O: este es un acomplejado y un mamarracho y un inventor. Todo un acontecimiento, pues, en realidad, tampoco es que hubiera estado gordo, sino que, como esa suerte de pandemia universal a extramuros que pareciera que nunca se decidirá a cernirse sobre uno, le llegó la adultez. Y entonces se le puso cuerpo de padre. Nunca fue gordo si se quiere ser exactos. Innegablemente, estuvo pasado. Bajo ningún concepto se podría defender que gozó de un cuerpo atlético, eso era claro. Pero no estaba mal. De hecho, aún en ese tiempo el atractivo se resistió a depender en unilateralidad del peso y se mantuvo en esencia. Fue un gordito apretado el actor, sin colgajos ni tetillas, pero fue un gordito en toda regla. Por ello solía resultar terriblemente curiosa su pérdida selectiva de memoria en estos encuentros. El actor, en estos encuentros, arruga el entrecejo cuando alguien menta esta o aquella chanza que por eso de que las anécdotas son vivencias pasadas recaen en tal o cual evocación, y estas, de higo a breva, debido a los derroteros por los que se extravían las conversaciones, acaban por aludir a su peso anterior, por uno u otro motivo. De hecho, normalmente, la alusión viene a referirse comparativamente a un estado y otro, al pasado y al actual, siempre para levantar halagos a su momento presente, para ensalzarle las virtudes al nuevo hombre, reconocerle su increíble forma, su envidiable nueva magnificencia. Y es que el actor está francamente bien para su edad. Ya no para su edad, está francamente bien a secas. Y es que no hay mal que por bien no venga. Eso dice la inteligencia popular. Hace seis años y algo más, el mismo 31 de diciembre, sobre las tres y media de la tarde, el actor se estrelló de boca contra el suelo y se fracturó la mandíbula por cuatro sitios. Estaba en un almuerzo de parejas con amigos, una de esas horteradas que se celebran para rascarle al año un estertor final y que a base de tenacidad y compromiso se convierten en tradición de piedra, cuando se empezó a encontrar mal y sin avisar salió del restaurante buscando algo del aire que le faltaba al paseo marítimo. Mientras zigzagueaba por entre las mesas todavía le dio tiempo a saludar a ciertos conocidos y mantener un intercambio cordial de saludos y recuerdos para la familia. No llegó al poyete de la playa. Desde su altura de 1,75 metros se desmayó y fue a dar de bruces contra los vendimiados adoquines azules y naranjas de trazo ancho del paseo marítimo. La cara detuvo todo el impacto. Por extraño que parezca la nariz del actor no sufrió daño alguno. Una suerte descomunal. Pues tal caso hubiera sido de una gravedad incluso mayor para el futuro de su autoestima, y es que la deformidad ocasionada por el impacto hubiera variado irreversiblemente la estructura de la cara y el actor hubiera perdido todo su atractivo. Pero, increíblemente, divina providencia, la nariz salió indemne. Fue la cara la que detuvo todo el impacto. Cayó a plomo, con la barbilla en alto, como interpelando al suelo antes de llegar a él. Del suelo no se pasa, se suele decir. Y el actor no pasó del suelo. Pero los ríos de sangre que le manaban fueron a desembocar a una de las alcantarillas del paseo y colorearon las juntas ennegrecidas de los adoquines durante un largo rato, hasta que la ambulancia llegó y la trabajadora del souvenir que había alertado del suceso, todavía conmocionada, salió a pasar la fregona por el estropicio. Gracias a los tres meses que pasó comiendo en pajita el actor dejó de ser un gordito apretado. Aprovechó la coyuntura y se dio al deporte, al fitness y al triatlón, y, ahora, cuando le comentan con grande afecto lo bien parecido que está, la juventud que desprende, que en tal ángulo o en tal otro se le aprecia el serrato, o se maravillan con los abdominales tallados de viejo que su torso desnudo presenta más frecuentemente de lo que sería decoroso, el actor no despacha los comentarios con la mano mientras entorna los ojos y tuerce el gesto en una sonrisa de humildad fingida, no. A ese tipo de comentarios el actor corresponde con alguna pose de culturista o con algún chiste malo sobre George Clooney o Barcelona 92, lo cual es de una tristeza palpitante, pues quien siempre gozó de características físicas atractivas, aprendido, no cae en tan siniestras actitudes, sino que, como todos haríamos, despacha con la mano mientras tuerce el gesto hacia una sonrisa de humildad a veces fingida a veces honesta y gana un poco de tiempo, el tiempo justo que permita entregar una réplica benevolente de vuelta al interlocutor. Pero el actor no puede y eso es justamente lo que le delata. El actor no se resiste a hacer una pose de culturista. Al actor comienza a darle bronca que sean las seis de la mañana. La neverita con los gusanos la dejó preparada la noche anterior, junto a la puerta de entrada. Allí, apoyadas en la misma puerta, descansan las cañas. Cañas que, por sombrero, colgadas de la puntera, llevan dos gorras de publicidad de ‘Unicaja campeón de la copa Korac’ cada una. A cada sonido que le parece escuchar el actor asoma la cabeza al pasillo que conecta la mesa de la cocina con la puerta de entrada. Ahora que ya los primeros claros comienzan a filtrarse por las ventanas de los distintos puntos de la casa, fija la mirada en el remoto fondo, donde las cañas parecen dos fantasmas antropomorfos, dos espantapájaros inmóviles que le devuelven burlones un saludo telepático o una arenga militar o un quitarse la mirada a quien no se quiere saludar, o qué sé yo. La cosa es que se miran o no se miran pero que aquí están, en vínculo, las cañas y el actor. Y el actor, al cabo de pocos segundos, acaba por esconder de nuevo la cabeza porque comprende que en realidad no ha escuchado más que las tuberías crujir, o a una mosca vibrando y estampándose contra cualquier esquina, o las baldosas crepitando por los corrimientos de tierra que se suceden bajo los cimientos, y le abrasan las ganas revividas de querer posar las manos sobre la taza, aunque la taza ya no humee y el té se haya quedado frío. Pero él sigue deseando posar las manos sobre la taza, por redimirse, por subsanar el fallo anterior de aquel gesto rápido y poco natural que no lo deja pensar con claridad. Pero no lo hace. Se contiene. Contiene las ganas de poner las manos sobre el filo de mármol de la taza, que, por cierto, debe estar helado. Y él lo piensa. El actor piensa que la taza ya lo único que puede aportar es frescor, frescor y el sabor aguado de un té al que se le pasó la hora, de un té que sabe a rayos ya, sabe a lo mismito que el agua fría y, ya lo perdonarán, pero es que él agua fría no bebe, porque no le gusta, porque no le da placer, porque no le sienta bien a la guata, lo embota, lo ahoga por dentro y se siente en un barco. Y, entonces, qué carajos, se dice, qué carajos hago yo bebiéndome este té frío que sabe a pura mierda, y, apaciguado, como si en realidad lo que fuera a hacer fuese rezar un rosario, con la calma que antecede a las decisiones ya tomadas, con uno convencido de la causa y de las consecuencias, indefenso e imperdonable, se levanta arrastrando la silla y se dirige al mueble bar del salón, de donde saca un ponche.
LAS PLATEADAS MANZANAS DE LA LUNA y cogeré hasta el fin de los tiempos las plateadas manzanas de la luna, las doradas manzanas del sol. W. B. Yeats La buhardilla no está limpia ni tampoco ordenada. La contaminación teje sus tapices de ganchillo en los cristales de la ventana; un musgo de polvo amarillento avanza lentamente por los altos del armario, los lienzos apilados, las maletas que bostezan como en una tarde de tormenta, la silla que hay junto al lavabo. En la mesa que lo mismo sirve para comer que para planchar, una naturaleza muerta de revistas arrugadas y trapos, tubos de pintura, una vela para cuando se corta la luz (dos veces esta semana, y estamos a jueves), el cenicero hasta arriba de colillas. Solo Roza lo vaciaba. «Fumas mucho», se quejaba, con ese tono a medias de reconvención, a medias preocupado, y la caricia juguetona de su acento del Este, esa brisa del mar Negro que no llega hasta Sofía, donde la gente se cree tan importante como el patriarca de Constantinopla, trompeteando por la nariz a cada frase. «Sólo lo necesario —se justificaba ella—. Es eso o las uñas..., y los dedos los necesito para pintar». En la radio suena una marcha triunfal, como de costumbre. Como de costumbre, un director con claros síntomas de sordera o de incompetencia (dígase enchufismo agudo) dirige una fanfarria que más que sonar, atruena, una olla de grillos de timbales y trompetas con la gracia musical de un cañonazo. Por suerte, la pieza dura solo unos minutos. Tras una apoteosis de cacharrería y platos rotos, el locutor saluda a los oyentes con una voz engolada que se quiebra en un gallo. Algo turbado, se aclara la garganta y vuelve a la carga: «Salud, eh... Camaradas, q-queridos oyentes de Radio Nacional. La radio del progreso revolucionario. Acabamos de escuchar la obertura para bombardino y orquesta de Stanimira Karabova, titulada..., ¡ejm! Op. 45. Titulada El tri-triunfo de la voluntad. La compañera Karabova, que siempre ha destacado por su compromiso con la clase trabajadora y su, esto, su significación antifascista, es un referente cultural de primer orden, que poco tiene que envidiar a Serguéi Prokófiev o a Dmitri Shostakóvich, los maestros más representativos de». —Ahora no tartamudea —resopla Leta, encendiéndose otro cigarrillo—. Menudo pánfilo, este. ¿Cómo no se le caerá la cara de vergüenza? Comparar a esa afinadora de cencerros con... con... ¡A la Karabova esa!, ¡bah! «La camarada Karabova, profesora del Conservatorio Estatal de Bulgaria, ha sido re-cientemente condecorada con la medalla a la Madre-Heroína del Trabajo Socialista. Vamos a escuchar ahora un breve extracto de su discurso del verano pasado ante el Comité de Mujeres Artistas de Stara Zagora». Ruido de sillas, carraspeos. Se hace el silencio, alguien tose; el silencio de una sala repleta. Y una vocecilla que habla pausada, gritonamente, persuadida de su propia importancia: «Lo primero y más importante que debe caracterizar a una artista de nuestro tiempo es la responsabilidad. Lo digo y la repito: la responsabilidad, camaradas. La responsabilidad que nace del espíritu. Esa responsabilidad, ese sentido del deber hacia la sociedad de la que formamos parte. —Leta no necesita verla para imaginársela. Ha aparecido tantas veces en los noticiarios cinematográficos luciendo una sonrisa de displicencia. Escuálida y fría como una medusa, el flequillo recto y el pelo a lo paje, la ha visto en los periódicos envuelta en sus abrigos de visón y sus estolas de marta siberiana. Las malas lenguas capitalistas (siempre las malas lenguas vienen del otro lado del telón de acero) dicen que Dodie Smith, la novelista inglesa, se basó en ella para su Cruella de Vil, la villana de Ciento un dálmatas—. Compañeras escultoras, escenógrafas, directoras de cine, ¡la creación ha de ser socialista o no será! La sensibilidad especial de las mujeres, esa sensibilidad que solo nosotras poseemos, debe impregnar todas nuestras obras. No nos vayamos por las ramas. Los artefactos de la abstracción y los formalismos no sirven para nuestros propósitos. No son más que envoltorios sin alma. Debemos estar plenamente comprometidas con la realidad, mostrar el mundo tal como es, tal y como nosotras lo entendemos: el folclore y los himnos populares, la experiencia de la maternidad, el trabajo cotidiano en las granjas y las fábricas, la paz de nuestros hogares. Es nuestra misión declararle la guerra al conformismo pequeñoburgués y progresar con la sociedad. La creación no puede quedarse atrás, ¡todo lo contrario! Hemos de marchar a la vanguardia, trabajar codo con codo por la felicidad del pueblo y su instrucción en las miras y el significado del socialismo. Hemos de iluminar el camino con el fulgor de nuestras miradas, acabar con el oscurantismo secular. Las artistas somos madres, somos las maestras del pueblo, ¡las heroínas del proletariado! El camarada Lenin nos llama ingenieras de almas, ¿y qué si no eso es lo que somos? De nosotras depende traer al mundo al hombre moderno, el hombre soviético. Así es, compañeras. Brindemos por el triunfo de la libertad y el bienestar, ¡hurra! Y por Bulgaria, nuestra queridísima patria». Las perlas de la gargantilla brillan a la luz de los focos, lleva los labios pintados de rouge. Leta se la imagina en mitad del estrado, dando violentas palmadas para subrayar sus palabras: pam, pam, pam, como un ejército que desfila hacia el campo de batalla. Los aplausos atruenan a través de la radio. Piensa: qué gran dictador hubiera sido de haber nacido hombre. Vivas a esto, a aquello, mientras un grupo de voces infantiles canta el himno nacional: Querida Bulgaria, tierra de héroes. Tararí, tarará. El marido de la Karabova, Konstantín Kaganóvich, estará en primera fila; siempre lo está, obsequioso y resuelto como el camarlengo del papa. Atento a los primeros flashes para saltar al estrado y entregarle un bouquet de fleurs, para que ella pueda decir con su perfil más fotogénico: «Vamos a convertir el mundo en un jardín de flores, ¡hurra!». Konstantín Kaganóvich le saca casi veinte años a su esposa. Es su batyushka, su padrecito; un ruso gordinflón y pendenciero de metro cincuenta, con barbita de chivo y monóculo dorado. Se hace llamar general, aunque a lo más que llegó en el ejército fue a ordenanza. Durante la guerra civil acaudilló a una partida de desertores y piratas del Volga, rasputines de medio pelo, independentistas chechenos y kurdos, una banda de holgazanes con los bigotes trenzados que extendía sus correrías por las tierras sin ley de la retaguardia. Robaban lo que encontraban a su paso, esquilmaban a los terratenientes y saqueaban las haciendas de los nobles, abandonadas a toda prisa ante el avance de los bolcheviques. Atacaban los convoyes militares, daba igual de qué bando fueran, y vendían las armas y los suministros a especuladores y contrabandistas sin escrúpulos. Si algún militar de alta alcurnia tenía la desgracia de caer en sus manos, le cortaban la nariz o una oreja y se la enviaban a sus familiares en el exilio, hecho lo cual lo fusilaban sin mayor demora o le hacían servir de blanco en sus ejercicios con cuchillos, por llamar ejercicios a las apuestas. La mayoría de las veces la familia pagaba por un fiambre descuartizado. El general Kaganóvich (Kostenka, para los amigos), a sus cincuenta y tantas primaveras, se tiene por un pozo de sabiduría mundana. «¡El patriarca ruso de la nueva sociedad!», exclama, levantando dos dedos como si estuviera destinado a evangelizar entre los bárbaros. «Duermo cuanto quiero —se confiesa, a solas con sus íntimos— y cago como una máquina de hacer salchichas». Se levanta tarde y empieza a beber: vermut, champán, coñac, kirsch..., lo primero que le venga a la mano. Bebe como un cosaco y juega a las cartas por afición, aunque apostando fuerte y casi siempre en divisas: marcos alemanes, libras esterlinas. También, si no queda otro remedio, en propiedades inmobiliarias. Sea por su afición a las trampas, costumbre que conserva del ejército, o por los favores que le deben los demás jugadores (advenedizos que aspiran a entrar en la nomenklatura, la nueva administración), raro es el día que se retira con pérdidas. «¡Ah, las revoluciones! —suspira entonces, encendiéndose un puro—. Tienen un..., ¿cómo se dice? Un je ne sais quoi. La gran madre Rusia es como esta botella. Cambiamos la etiqueta, pero lo de dentro no cambia. Es el mismo vodka asqueroso de mujik. Nazdo-rov’ye! —brinda, dando un taconazo militar y lanzando el vaso por encima del hombro—. ¡Dios guarde a!, ¡hic! »¡Varvara!, ¡ay, Varuschka! Hijita mía, mi pichoncito, ¿qué clase de anfitrión me haces ser? Varinka, palomita, ¿dónde habrás metido el caviar, cabecita loca? Estos señores son mis amigos, moi tovarishchi..., ¡son mis hermanos! ¿Qué manera es esta de agasajarlos? Y tú, Mamonov, saco de mierda, pordiosero hijo de perra, ¿qué haces ahí como un pasmarote? Kazajo cabrón, rey de las pulgas, ¿dónde están les champagnes à la mousse crémeuse, especie de boñiga del Caspio? Hijo de una gitana con liendres, ¡échame el aliento! Como hayas bebido, ¡ay, Mamonov! Como hayas vuelto a beber te mando a picar a las minas. ¡Por san saramp...!, ¡no me contradigas! ¡Por san Serapión que lo hago! —Y se santigua a la manera ortodoxa, empezando a sacarse el cinturón. La compañera Karabova y el padrecito Kostenka aprovecharán su primera visita a Berlín para cambiar de aires. Dicho por boca de un diplomático occidental (las malas lenguas de las que hablábamos), para «pasarse el socialismo por la Puerta de Brandemburgo». Llenarán las maletas y varios baúles en un banco de Zúrich y embarcarán en Cherburgo rumbo a los Estados Unidos de América, la patria de la liberté, la électricité y el Ku Klux Klan. Una vez en Nueva York, se declararán exiliados políticos en rigurosa exclusiva para la revista Time, posarán para la portada de Life con la Estatua de la Libertad de fondo y llorarán la tierra perdida en las páginas centrales del Harper’s Bazaar, mostrando de paso la jaula dorada en la que van a pasar el resto de sus días: un lujoso ático estilo Renacimiento con vistas a Central Park. —...los campos son amplios —cantan los niños—, juntos los vamos a arar. ¡Por nuestra querida y maravillosa patria estamos dispuestos a dar el trabajo y la vida! «¡La república de los campesinos y los trabajadores será eterna! —aúlla una voz entre el público». Tralarí, tralará. Leta siente el frío del cristal en la frente. Fuma con los brazos cruzados sobre el pecho, ignorando el cigarrillo, que se le va consumiendo en los labios. El humo le entra en los ojos. Entrecierra los párpados, que le pesan. Puede que sea de fiebre. Desde hace algún tiempo le cuesta centrarse, se distrae con facilidad; tiene que poner orden en sus pensamientos, su cabeza está llena de trastos. Es un bote de bordes mellados, uno de esos botes metálicos para galletas en el que se acaba metiendo un poco de todo: recuerdos, recortes de periódico, entradas para una obra de teatro (una adaptación de Lady Macbeth de Mtsensk a la que llegaron tarde y chorreando, llovía a mares, y riéndose como dos colegialas), postales coloreadas de globos aerostáticos sobre un mar de viñedos que le enviaba a Roza su padre. Un papelito en el que apuntó unos versos de Neruda: «tal vez tu corazón oye crecer la rosa / de ayer, la última rosa de ayer, la nueva rosa». Todo lo que no se atreve a tirar, pero que tampoco sabe qué hacer, dónde meterlo. La mugre de los días. Metida entre los dobleces del papel con los versos de Neruda hay una flor seca, prensada en una libreta de apuntes al carboncillo, entre estudios de perspectiva y bosquejos anatómicos, que todavía conserva ese algo sutil, muy frágil, de su antigua fragancia. Las calles se escurren como regueros de agua jabonosa. Fachadas de corte neoclásico con ventanas que lanzan miradas de auxilio al exterior. En las pupilas de los edificios puede verse reflejado el hastío de los cuartos a medio hacer, los calcetines tirados por el suelo. El doctor Lubryakov, proctólogo por correspondencia y autor de literatura erótica por afición, con abrigo de invierno y gorro ruso, aporrea una máquina de escribir hasta que termina una hoja, momento que aprovecha para saltar de la silla y dar vueltas a la mesa como una locomotora (¡chu!, ¡chuuu!), echándose el aliento en las manos mientras reflexiona sobre cómo llenar la siguiente hoja. La anciana del tercero, de ojos hundidos y delantal sobre la falda, tiende la ropa en una cuerda de pared a pared, porque como lo haga fuera se le va a congelar. De pie y con un vaso de vino tinto entre las manos, la señora Bosanova mira hacia un rincón del cuarto, como si fuera un personaje de Hooper y quisiera huir por la tangente. —Es lo que hay, guapa —murmura Leta—. En todos los sitios cuecen habas. Lo acabará haciendo, la señora Bosanova, dos semanas más tarde. Dejará a sus hijos pequeños a cargo de la portera —«Es..., bueno. Bajo en un santiamén»— y saltará por la ventana. Un aluvión de individuos con gorra o sombrero inunda las aceras en ambas direcciones. Caminan en silencio, abriéndose paso a codazos, la cabeza entre los hombros, las manos en los bolsillos, con cuidado de no pisar la nieve que se acumula a los lados. Los dioses del Olimpo proletario no les quitan la vista de encima. La efigie del padrecito Stalin les vigila, al menos durante algunos pasos. Vienen después Lenin y Dimitrov, con ese gesto de quien ve algo a lo lejos que los demás no alcanzan. Será porque los dos están muertos. Carteles descoloridos del faquir Miti (¡Éxito total!, ¡últimas funciones!), el famoso ilusionista de turbante blanco y mirada hipnótica, se reparten el espacio con hoces y locomotoras, gavillas de trigo, puños al viento. Un banquero gordo como una tarántula es aplastado por una bota gigante. Un obrero metalúrgico fornido, bien comido, rompe sus cadenas sin esfuerzo aparente y enarbola la bandera roja. Más adelante, una campesina de aspecto rubicundo, con unos pechos bajo la blusa de mírame y no me toques (o mejor dicho, de agárrate y no te menees), avanza con confianza hacia el futuro cargando sendos cubos de leche. ¡Quién los pillara!, pensará más de un contrarrevolucionario al pasar por delante, haciéndosele la boca agua. —Circulen, circulen —ordena un guardia de tráfico, reprimiendo un bostezo. Los coches rebotan en los adoquines. Furgonetas Škoda color cardenillo se cruzan con Tatras cubiertos de nieve. Un Trabant de juguete, con la carrocería medio de plástico, medio de cartón prensado, adelanta a un Victoria renqueante, tuerto de un faro, que frena de repente y maniobra para aparcar en un sitio en el que no cabe; los que vienen detrás lo sortean entre bocinazos e insultos. Trolebuses y motocicletas se deslizan como en una pista de hielo o en una atracción de feria, como si fuesen autos de choque a los que les hubieran prohibido chocar. Taxis estatales, un camión cargado de escombros. El tranvía de la línea 18 aparece al final de la calle. Llega con retraso, con la lengua fuera; suelta un chirrido oxidado cuando el conductor tira del freno y se sacude al salir de la curva. La gente se aprieta en la parada. Gruistas de pelo grasiento y linotipistas, ferroviarios con el bigote amarillo por la nicotina; unos van al trabajo, otros vuelven del turno de noche con la boca llena de sueño y las extremidades de trapo. Todo sea por erigir la patria socialista. Las amas de casa han bajado para ir la compra. «¡Tsss, oiga! Usted, claro, ¿quién si no? —Se hacen hueco sin miramientos e intentan colarse, clavándose el tacón cuando se pisan—. Atrás. Ahí, ahí. ¡Habrase visto la..., qué morro!». Todo es tan ruin, suspira Leta. Los bloques de cemento y ladrillo son los panales de una colmena urbana. Las semanas que terminan se remiendan y vuelven a usarse. Lo mismo ocurre con las personas. Bibliotecarios de mejillas colgantes, soldadores a los que les faltan dos dientes, payasos de cara lavada que han olvidado sus gracias y marineros sin mar y sin barco, pero con una castaña a media mañana que ríete tú del pirata Barbanegra. El camarero de un restaurante económico examina sus zapatos, no vaya a ser que a fuerza de frotar y frotar todas las noches le asome la punta de un dedo. Su compañero de al lado, blanco y redondo como un queso de bola, se atornilla el tímpano con el meñique. Borrones grotescos, marionetas humanas. La mayoría son consecuencia de la miseria moral y la guerra fría, de la sucesión de los días sin propósito alguno. «¿Y yo?, ¿qué narices hago yo?». El último de la fila es un viejo poeta de gafas torcidas que cuenta la calderilla en la palma antes de subir al tranvía; descuenta dos botones y las pelusillas en lugar de contar las sílabas de una epopeya. Al lado, un antiguo director de cine que lleva más de diez años pegando sellos en una oficina de las afueras. Volviéndose gris y más gris y más triste de 8 a 13.30 y de 15 a 18. Los sábados solo por la mañana. Leta se reconoce a sí misma mirándose en ellos. El pelo negro, ribeteado de canas, las telarañas de arrugas en torno a los ojos. Ve su reflejo en el cristal de la ventana. Tiene ganas de huir, pero no sabe adónde. La última tarde que bajó a por pinturas se detuvo frente a un escaparate en la esquina con Baba Marta. Estaban armando y vistiendo los maniquíes. Uno descansaba en el suelo, un simple torso sin brazos ni piernas. A otro le habían puesto un traje folclórico muy colorido, y un tercero, el que tenía la cabeza de papel maché, llevaba el uniforme de piloto de la Balkan Airlines. ¡Vengan todos!, ¡anímense y entren en el Paraíso del Proletariado! Abrimos nuestras puertas con unos descuentos in-cre-í-bles. Rebajas, ¡rebajas! Grandes rebajas en la sección de Alegrías Infundadas y Espejismos. Grandes esperanzas. Compren sus quimeras..., desmontables..., reutilizables. Hasta un 50% en alucinaciones. Utopías recién llegadas de China. ¡No dejen pasar esta oportunidad! Alguien grita, ¿qué pasa? Un perro corre por la acera. Más que correr, escapa. Es un chucho al que le falta una pata, lo que no le impide sortear ágilmente a todo aquel con el que se cruza, escurriéndose como una anguila entre las piernas de los viandantes. Glad, el carnicero, hace aspavientos a la puerta de su tienda. Embutidos Holodomor, pone en el cartel del escaparate. Comestibles. Embutidos y conservas. Glad es un alemán pequeño pero recio, completamente calvo, con un bigote a lo káiser Guillermo y los brazos de un levantador de peso. Lleva el delantal manchado de sangre. Sobre la cabeza agita un cuchillo de hoja rectangular, uno de esos con aspecto de machete que se emplean para cortar el hueso y tajar la carne. El perro corre con una ristra de morcillas en la boca. Sudzhuk, karnache, es difícil saberlo desde tan lejos. Aprovecha que el tranvía sigue parado para cruzar por delante. Una moto está a punto de atropellarlo. Al camión militar que viene en sentido contrario, sin embargo, ran-tran-trán, ran-tran-trán, un camión con ruedas de oruga hasta arriba de barro, ran-tran-trán, ran-tran-trán, no le da tiempo de esquivarlo; o el conductor tiene prisa por volver al cuartel, ran-tran-trán, ran-tran-trán, y en lugar del freno pisa el acelerador. Un gañido que pone los pelos de punta. Leta aparta la vista, pero no por eso deja de oír al carnicero. Sus carcajadas tienen muy poco de alegres. El chac, chac, chac del cuchillo al cortar las chuletas resulta menos siniestro. Cuando mira de nuevo, Glad está volviendo a su tienda. Lleva el cuchillo en una mano y, en la otra, la ristra del chucho. ¡Pfiiiih!, un silbido. Leta se sobresalta. Atraviesa el cuarto en dos zancadas, sin prestar atención o intentando no hacerlo al quejido de las suelas de las botas, que le traen a la mente otros quejidos, otros llantos, sobre ese mismo suelo de linóleo. El café está subiendo. Apaga el hornillo y se sirve algo más de medio vaso; el resto, hasta el borde, lo llena de vodka. En el lavabo hay un florero sin flores, con cuatro dedos de aguarrás y un puñado de pinceles. Elige el más pequeño, seca las cerdas con un trapo y usa el mango a modo de cuchara. El café está caliente, muy fuerte, justo como le gusta. Deja el vaso en la silla y coge otro pincel, muy fino. Observa el grosor, chasquea la lengua. No le convence. Bebe otro trago y busca uno un poco más largo. Este servirá, piensa. Lo seca y se lo mete al bolsillo. «¿Y la?, ¿dónde estará? —Busca alrededor—. ¿Dónde habré metido e-esa...? La pe-queña. ¡Hija de!». Pasa revista al rincón de la cama, la almohada con manchas de sudor, la manta hecha un gurruño. El papel que cubre las paredes, de un verde deprimente, ha empezado a levantarse. Sobre el cabecero hay un mapamundi con chinchetas en Tasmania, La Habana, Madagascar, Samarcanda... «¡y Salamanca! —concluía Roza cada vez que añadían un nuevo destino: Tierra del Fuego, isla de Pascua—. No olvides nuestro viaje a España. Veremos a los enanos y los pícaros del Prado, comeremos paella y luego, ¡olé, matador! Luego iremos a los toros», exclamaba con entusiasmo, remedando con más gracia que acierto un escorzo flamenco. Eran como niñas jugando a las casitas. Pusieron sus sueños al lado de la cama, aquel puñado de nombres exóticos, aureolados de misterio, sobre los que habían leído en ediciones clandestinas de Kipling, Salgari, en las crónicas de los reporteros enviados al extranjero. Allí estaba el mapa de sus deseos, el non plus ultra de sus ilusiones; el lugar extraordinario en el que anidan los dragones: hic sunt dracones. Lejos, muy lejos de las fronteras cotidianas, en los recovecos de los antiguos atlas, esos que indican la manera de alcanzar las costas de Atlantis. Hay un plano grabado al aguafuerte de las catacumbas de Roma con una manada de elefantes al lado, refrescándose en una charca a la sombra del Kilimanjaro. Góndolas que se pierden en la niebla, una copia de una estampa japonesa (una urraca en una rama de melocotonero) y otra de la Annunciazione de Fra Angelico, forman un luminoso collage de fotografías recortadas de revistas, pegadas en cartones y clavadas a la pared. El monte Fuji pintado en añil y oro, el Taj Mahal labrado en plata a la luz de la luna. Otras, las personales, las enmarcaron. Son las que se hicieron con la Zenit de Leta, la que compraron con el dinero de su primer cuadro vendido. —Dichosa espátula, ¿dónde...? —Le da una última calada al cigarrillo. Busca el cenicero y lo aplasta—. ¡Ah! Ahí la tiene, delante mismo de sus narices. A los pies de la cama hay un rimero de libros, catálogos, discos de Ella Fitzgerald, Violeta Parra, comprados en el mercado negro. La espátula está encima. Hay un tratado de arte, un par de biografías de intelectuales del régimen, oficialmente aburridísimas, y una colección de recetas, pero la mayoría de las obras son antologías poéticas. Y casi todas de Roza. Leta se mete la espátula en el mono y coge un libro al azar. Es pequeño, no llegará ni a las cien páginas, pero está encuadernado con esmero, con tapas de cuero repujado con sobredorados. Florilegio poético, lleva por título, con un lema debajo en letra más pequeña: Poemas del amor hermoso. ¡Uf! Lo hojea por encima, sin fijarse demasiado, pero quedándose con algún verso de pasada. Nerval: «y, como un ojo naciente cubierto por sus párpados», que le hace pensar en el principio de Un perro andaluz. Whitman: «Estábamos juntos. / Olvidé lo demás». No tiene muy claro si aventarlo en medio del cuarto o devolverlo a su sitio, cuando se escurre entre las páginas una foto que debía hacer las veces de punto de lectura. Leta la coge del suelo. Son Roza y ella montadas en bicicleta, con una sonrisa que es además una mueca, porque el sol les daba en la cara. Deja el librito a un lado y se sienta en la cama. ¿Cuánto hace de? Dos, no. Tres años..., ¿Ya? Bebieron un par de cervezas en el parque de la Libertad y alquilaron un tándem. Puede que fuese por el calor, o porque era su cumpleaños y les apetecía hacer algo distinto. Ella va con pantalón corto y tirantes, camisa de rayas; siempre se ha sentido cómoda con ropa de hombre. Roza, con canotier y caftán de lino, se sienta delante. Rodearon el lago y pedalearon hasta la fuente del oso y los pingüinos. Iban silbando, canturreando estribillos patrióticos a los que les cambiaban la letra o la melodía, sustituyéndola por los éxitos que habían oído a escondidas en las emisoras turcas. En el paseo de los olmos centenarios una ardilla atravesó el sendero y se escabulló por un tronco. Por seguirla —«¡Lety! ¡Leeety, mira!, ¿la ves? ¿La estás...?»—, a punto estuvieron de llevarse por delante el carrito de un bebé. Roza giró bruscamente y se fueron de cabeza a un seto, ¡qué desastre!, mientras la dueña del carrito, una morsa nariguda con cuatro pisos de moño, se quitaba las gafas de sol (unas enormes, de carey), soltaba un bufido y, volviendo a ponérselas, ofendidísima, se marchaba en sentido contrario, echando pestes sobre esta juventud de ahora. Lo que dijo en realidad fue echta chu-ventú d’ahoa, porque arrastraba la voz como si hubiera desayunado brandy con tranquilizantes o le patinara la dentadura postiza. Roza se sacudió las hojas de los brazos y las piernas, se puso una ramita en los labios como si fuera una pipa y, guiñando un ojo, se echó el sombrero hacia delante. Imitaba a un lobo de mar, y lo más cercano a un lobo de mar que conocía era a Popeye. Se puso una mano en la frente como si oteara el horizonte desde la cofa de un barco y, señalando el carrito, que se iba perdiendo a lo lejos, exclamó: «¡Por allí, capitán!, ¡por allí resopla!». Así era Roza. Tenía siete años más que ella y siempre había ejercido como hermana mayor, solo que una hermana desacomplejada y rebelde. Su padre, aviador del Cáucaso al que las purgas de Stalin dejaron sin familia y sin patria, se ganaba la vida como piloto de acrobacias en la Italia septentrional, la Costa Azul y los Alpes. Roza era una muchacha regordeta, no muy alta, de ojos saltones y pelo corto, que andaba de una manera especial; había nacido con las dos piernas rotas. Su madre se desangró durante el parto y ella se crio con unas tías de Kokiche, un pueblecito de la bahía de Burgas, de donde salió para ir a estudiar a Sofía. Despierta y vivaracha, en ocasiones un tanto deslenguada (lo que justificaba por el ejemplo de sus tías, momias en vida, tres santurronas que no levantaban la vista del suelo), se burlaba de todo y de todos, de sí misma la primera; la tomaba con sus piernas arqueadas, una más larga que la otra, y se imitaba exagerando la cojera, a veces hasta la crueldad. Roza hablaba por los codos. Le encantaba chismorrear con cualquiera, en cualquier parte, mentía con descaro y se sentaba al piano en cuanto había ocasión. Aprendió a tocar en el convento de Sveta Skholastika a instancia de sus tías, que le ponían lazos colorados en las trenzas y la llamaban su pequeña monjita, en un mamotreto roñoso lleno de flatulencias con el que hizo sus pinitos entre villancicos y salmos, y, si se daba la ocasión de que la madre organista saliera a liarse un cigarrillo, aprovechaba para ensayar las coplillas no demasiado edificantes que había sorprendido en los labios de las mujeres de los pescadores, mientras zurcían las redes. Roza se reía continuamente: con la mirada, a carcajadas, sin motivo ninguno. Todo lo contrario que Leta, tan reconcentrada y seria. «Ven aquí, Cara Vinagre —le dijo cuando se cansó de imitar a Popeye, y acercándose a ella le tendió la mano—. Lázaro, levántate y anda..., y deje usted de gruñir tanto. Veintisiete añazos ya, ¿eh? —Dio un silbido—. Estás hecha oficialmente toda una cascarrabias, ¡ja, ja, ja! —La atrajo hacia sí y le puso una flor en la oreja—. Per la ragazza più bella. Feliz cumpleaños», añadió, besándola con fuerza, mordiéndole los labios. En una esquina de la fotografía hay una cita de Tolstoi: «incluso en la ciudad, la primavera es siempre la primavera». —Roza... —musita, acariciando las letras con la yema de los dedos—, Rozetka... Estábamos juntas, olvidé lo demás. Olvidaron la radio, así que no escucharon los pasos. Podrían haber visto el Volga negro con matrícula de la DS, la Seguridad del Estado, que aparcaba frente al edificio, y a los tres agentes que salían del interior solo con haberse asomado a la ventana, pero estaban charlando, siempre andaban charloteando, discutiendo sobre alguna bobada. Roza bailaba. Hay que reconocer que lo hacía con gracia, siguiendo de forma natural el compás de las canciones, a pesar de la cojera. Leta no le quitaba la vista de encima; puede que la estuviera dibujando. No sintieron el retumbar de los pasos en las escaleras, y para cuando los gritos irrumpieron en el cuarto, ¡Abran, abran!, aquellos berridos acompañados por unos golpes que amenazaban con arrancar la puerta de las bisagras, ya era demasiado tarde. ¡Abran de una vez! ¿Qué estaba ocurriendo? Leta llegó con el corazón encogido. ¿Fuego?, ¿algún enfermo? Al abrir se encontró con dos tipos enormes, de cejas espejas y ojos romos, que olían a col fermentada y estiércol; sendos especímenes de troglodita vestidos con impermeable. El que asomaba entre ellos, con sombrero gris y abrigo de pieles, fumaba con parsimonia un purito largo y fino que olía a tabaco turco. Se volvió para mirar a una cuarta persona que se había quedado atrás, junto a las escaleras, y le hizo un gesto, señalando a la muchacha. Era el señor Semerdzhiev, el casero, a quien se dirigía. Leta lo vio entonces. Llevaba el batín y las pantuflas de siempre. El señor Semerdzhiev gruñó algo que nadie entendió, se ajustó las gafas con mano nerviosa, sin acabar de mirar hacia delante, y negó brevemente con la cabeza: no, no. —¿No? —afirmó el del abrigo de pieles, chupando el purito y soltando nubecillas de humo. Se encogió de hombros—. Vamos. Uno de los agentes apartó a Leta de un empujón y entraron. Todo fue muy rápido, como suele ocurrir en estos casos. Roza insulta a alguien. La tienen cogida de un brazo, se sacude y se queja: le hacen daño. Ella corre para ayudarla, pero se topa con una bofetada, ¡plas!, que la lanza al suelo. Un silbido en el oído. La nariz empieza a sangrarle. Contempla fascinada las formas extrañas, de un rojo siena intenso, que traza la sangre en la palma de la mano. Lo demás no importa. Quiere levantarse, pero está aturdida y resbala. Le duele el hombro, le duelen mucho las costillas y el labio. Cierra los ojos y ve a uno de los neandertales arrojando libros y discos contra las paredes..., por la ventana. ¿Quién la ha abierto?, ¿cuándo? Vuelca las sillas, coge el colchón y lo lanza a la otra punta del cuarto, no tanto porque esté buscando algo en concreto como por el simple placer de destrozar. Se ríe. Romper por romper. Su lengua es gruesa como una oruga, tiene los dientes cuadrados. El placer infantil de aplastar a una hormiga. Se ríe, se ríe. Nada tiene sentido. El hombre del puro mira los lienzos y las acuarelas, los paisajes urbanos. «Cheshki, aquí. —Señala algo. Añade—: Slovashki, esto otro». Debe de ser el cabecilla del grupo. Sopesa un desnudo de Roza, mira a la modelo, que sigue forcejeando entre lágrimas e insultos. Acaba por meterse el cuadro debajo del brazo y sale. Leta no puede levantarse. Le han dado una patada en el vientre, está mareada. Vomita. Dentro de la buhardilla va cayendo la tarde. Estábamos juntas. No consigue olvidarla. Se la llevaron a la Casa del Pueblo, que hacía las veces de estación de tránsito y clasificación para los detenidos, y de ahí salió aquella misma noche hacia el campo de concentración de Klanitsa-5, un matadero para mujeres en el óblast de Targóvishte, a siete horas en autocar de la capital. Leta no lo sabría hasta mucho más tarde. Se pasaba el día de una comisaría a la otra, preguntando a los policías, a los militares, a todo aquel que pudiera saber algo, cualquier cosa. Llamaba por teléfono a las oficinas de la Seguridad del Estado, aunque la mayoría de las veces le colgaban antes de que terminara de hablar. No sabemos nada, clic. No vuelva a llamar, clic. Se ha equivocado, clic. Clic..., clic..., ¡clic! «No se preocupe, y no cierre con llave. Cuando menos se lo espere, aparecerá —le aconsejó una secretaria con voz de cáncer de garganta, antes de soltar un gargajo de tos—. ¿Ha mirado debajo de la cama? A veces no nos acordamos de dónde hemos puesto, ¡jaaaa, ja...!, ¡argggh!». Los policías se cansaron pronto de verla, que no, que no, de oír una y otra vez las mismas preguntas. ¿Es que está sorda? La amenazaban con detenerla, le decían que era una desviada, una enemiga del pueblo, la arrastraban sin miramientos hasta la calle entre las filas de personas que esperaban su turno, quietos todos como estatuas. Pero a ella le daba igual, a pesar de su congénita timidez. Y volvía. Finalmente fue el tío K., el heladero, el único que se apiadó de ella. Habló con su cuñado, bedel en el Ministerio del Interior, que lo hizo con un antiguo compañero de seminario que trabajaba en los archivos. Descubrieron que Roza contrajo fiebres tifoideas nada más llegar a Targóvishte. Leta había oído hablar de las condiciones de los deportados, de la degradación y las humillaciones cotidianas, del trabajo extenuante y la comida sin sustancia, incluso de los fusilamientos sin juicio previo; pero cuando el tío K. le preguntó si quería conocer la fecha exacta del fallecimiento y dónde estaba el cuerpo enterrado, Leta tuvo que sujetarse al carrito de los helados para no caer redonda al suelo. La cabeza le da vueltas. Respira profundamente una, dos..., varias veces. Al abrir los ojos tiene la sensación de no haberlos abierto. Está en una mecedora. La buhardilla se balancea hacia un lado, hacia el otro, como un barco a la deriva. La foto sigue en su regazo, la bicicleta de un rojo brillante sobre una degradación de grises. Leta apoya los codos en las rodillas y se tapa la cara con las manos. Tiene ganas de llorar, de lanzarse en picado como un aeroplano, pero el tiempo pasa. Tictac, tictac. Son más de veinte metros, suspira. Y no se decide. Ni por una cosa, ni por la otra. Las paredes vuelven a su sitio. Abre el libro al azar y mete la fotografía. «¡Es necesario vivir!», clama Paul Valéry desde su cementerio marino. El café se ha quedado frío. Había dejado el vaso en el suelo y casi lo tira de un puntapié. Lo pone en la silla sobre la antología poética y se levanta. Es necesario vivir. Retiene las palabras sin tragarlas, les da vueltas en la boca como si fueran un jarabe amargo. El caballete está fuera, a la intemperie. —Hay que acabar el cuadro.
POR LAS MALAS No perdería ni un segundo más en tratar de persuadirla; no había más tiempo que perder. Aquel hombre, dado que no podía hacerlo por las buenas, resolvió hacerlo por las malas. Había de empezar por desnudarla. No iba a serle fácil, ella iba a defenderse con uñas y dientes. El hombre, en un movimiento repentino, aprisionó las dos muñecas de ella en su mano derecha. Ella, con los dos brazos inmovilizados, soltó un desesperado alarido de impotencia. Con la mano izquierda, el hombre consiguió, en tres enérgicos tirones, despojarla de sus mallas cortas y sus bragas. Ella soltó el más agudo y punzante de los alaridos, ensordeciendo al hombre. Lloraba, gritaba entre sollozos, perneaba, manoteaba, pero de nada le servía; él, encajando golpes, ya había conseguido desnudarla también de cintura para arriba. —No, por favor, no quiero —suplicaba ella entre lágrimas y agónicos sollozos. —Cariño —dijo el hombre, borrando con la yema de su pulgar las lágrimas del rostro de ella—, el baño se está enfriando y mamá está a punto de llegar. Ya te he explicado que mami me ha pedido que estuvieras bañada para cuando volviera. Va a volver del trabajo con el tiempo justo para peinarte, que hoy mi niña cumple cuatro añitos y la fiesta empieza en menos de una hora. —¡Sí, papi, mi cumple! ¡Bieeen! —gritaba ella, riendo y aplaudiendo, mientras el hombre la tomaba en brazos y la sentaba en una bañerita de plástico llena de espumosa agua templada. EL FIN DE LOS DÍAS Abrió los ojos a duras penas y vio a través de la ventana abierta una sotana tendida a secar en el patio, entre haces de leña seca y arriates de azucenas. El sol caía de plano sin proyectar sombra y supuso que debía de faltar poco para el mediodía. Trató de despegar la cabeza de la almohada, pero no fue capaz siquiera de eso. Se encontraba tan exhausto como antes de quedarse dormido. Se limitó a cambiar de postura, arroparse con la sábana y volver a entornar los ojos. Desde la galería, al otro lado de la puerta, llegaba el sonido monocorde de los hermanos cantando las antífonas de vísperas: Y se alegrarán cuantos en ti confían, exultarán por siempre. Tú los protegerás y en ti se regocijarán aquellos que aman tu nombre. Notó que Evandros, desde los pies de la cama, tiraba con las uñas del borde de la colcha y trató de espantarlo con un grito, pero el gato no se dio por aludido y siguió incordiando con toda tranquilidad hasta que llamó su atención un petirrojo que se había posado a picotear algo en el alféizar. Soltó la colcha en el acto, cruzó la celda sigilosamente y pegó un brinco en dirección a la ventana sin acordarse de que no tenía más que tres patas. El salto se quedó corto, y Evandros rebotó contra la pared y cayó al suelo sobre los cuartos traseros con un bufido ahogado mientras el petirrojo lo observaba impertérrito sin moverse de su sitio. No estás mucho mejor que yo, pensó. Luego cerró los ojos de nuevo y volvió a caer en un duermevela que se prolongó hasta el final de la mañana, cuando el hermano Timoleón irrumpió en la celda abriendo la puerta de un empellón. Venía con un mandil de cocina puesto sobre el hábito y traía una bandeja con un tazón de sopa caliente, una cuchara de madera y un frasco de doxiciclina. —Cristo ha resucitado —saludó al entrar. Se giró hacia él medio adormilado y se aclaró la garganta antes de responder. —Verdaderamente —murmuró—, ha resucitado. El hermano se aproximó sin prisa, esperó hasta que consiguió incorporarse sobre los codos para apoyar la espalda en el cabecero y luego le posó la bandeja en el regazo con gesto adusto. —Coma antes de que se enfríe —se limitó a decir. Empuñó la cuchara y obedeció sin rechistar mientras su ángel custodio aguardaba en pie junto a la ventana, secándose el sudor de la cara con un pañuelo. —¿Y Evandros? —preguntó con la boca llena—. ¿Dónde se ha metido? —Es un gato —gruñó el hermano—. ¿Qué más da dónde esté? No le faltaba razón, de manera que lo dejó correr y siguió comiendo en silencio sin derramar una sola gota de sopa a pesar de los escalofríos y la rigidez de los dedos. Cuando terminó la última cucharada, se limpió las comisuras con la manga del pijama, abrió el frasco de la doxiciclina y se tragó dos comprimidos en seco. Después trató de eructar, pero no fue capaz de hacerlo, conque dio el refrigerio por liquidado y pidió al hermano Timoléon que se llevase el cuenco vacío. El monje se acercó a la cama y, antes de nada, colocó bajo su almohada un cordón de oración y una ramita de romero sin molestarse en dar explicaciones. A continuación, recogió la bandeja y se dirigió al corredor con un suspiro de cansancio poco habitual en él. —Queda con Dios —se despidió al cruzar el umbral. —Que Él te guarde. A pesar de lo poco y mal que se entendían entre sí, se sintió una vez más en deuda con el hermano. La comida y la medicación le habían hecho cobrar fuerzas suficientes para enderezar el día, o al menos para intentarlo. No sólo se había sacudido de encima el sopor de la mañana, sino que la fiebre parecía haber bajado y se encontraba incluso dispuesto a tratar de moverse. Respiró hondo unas cuantas veces, y acto seguido se giró para sacar las piernas de la cama, echó mano a la muleta que acumulaba polvo junto a la mesilla y se puso en pie lenta y trabajosamente, pero sin sentir el menor atisbo de dolores o mareos. Luego apretó los dientes y echó a andar en dirección a la puerta con pasos torpes y temblorosos. El hermano Timoleón la había dejado entreabierta, de manera que no tuvo más que empujarla con el codo para salir al patio interior del convento, barrido y fregado a conciencia por los novicios durante la mañana. Renqueó a duras penas hasta el aljibe y se sentó en el brocal, a la sombra del emparrado, sudando a chorros y boqueando como un pez fuera del agua. Cuando por fin recuperó el resuello y levantó los ojos del suelo, vio a Evandros tumbado al sol en lo alto de la tapia mientras se lamía tranquilamente el muñón. Ambos se quedaron vigilándose de soslayo sin moverse de donde estaban hasta que se abrió de golpe el portalón del establo y apareció el Abad Sotirios, pertrechado con unos guantes de trabajo y unas tijeras de podar. Caminaba con la espalda muy derecha y el mentón en alto, aunque resultaba imposible no fijarse en cómo arrastraba los pies. —Cristo ha resucitado. —Verdaderamente, ha resucitado. El anciano se apoyó en la baranda forzando una sonrisa fatigada y miró a su alrededor con cierta extrañeza, como si notara algo desacostumbrado o fuera de lugar. —¿Cómo va todo, Padre? —De mal en peor. Se me olvidan cada vez más cosas, y luego se me olvida que se me han olvidado. Y nadie se atreve a decirme una palabra al respecto. —Fingir que no ocurre nada no deja de ser un intento de ayudar. —Lo sé. Por eso no protesto. Por eso y porque de momento tampoco se han atrevido a hablar del tema al obispo ni al vicario general. Tú lo has dicho, pensó: de momento. —En cualquier caso —suspiró el Abad—, por mucho que me falle la memoria, si tengo estas tijeras en la mano está claro lo que he venido a hacer aquí. Llegado a esta conclusión, se apartó bruscamente de la baranda para subirse en una banqueta y emprender la tarea lenta y enojosa de podar uno a uno los brotes más débiles de la parra, poniendo buen cuidado en cortar a ras de tallo sin dejar muñones ni desgarrar la corteza. Evandros, entre tanto, se bajó parsimoniosamente de la tapia, se acercó a los frutales del hermano cillerero y empezó a afilarse las uñas de la pata sana en el tronco de un peral recién injertado. El Padre le miró de reojo, pero optó por seguir con su labor y dejarle perpetrar el destrozo a sus anchas, conque se impuso la necesidad de intervenir y enderezar el desaguisado: tras unos minutos de espera, una vez que tanto el gato como su amo se habían olvidado de su presencia como tercero en discordia, se agachó a coger un guijarro de buen tamaño del suelo, y acto seguido apuntó al cuerpo rollizo de Evandros y lo lanzó con tal fuerza que faltó poco para que el hombro se le saliera de sitio. Le acertó de lleno en las costillas y le hizo desplomarse como un muñeco de trapo con un aullido de dolor que sobresaltó al monje, distrayéndole por un instante de la poda. —Deje tranquilo al gato —ordenó sin levantar la voz. —¿Ha visto lo que se traía entre manos? —Me he dado perfecta cuenta. Aun así, déjelo tranquilo. —Usted manda, Padre. —Ese es justo mi cometido aquí: mandar. Dicho esto, el Abad se bajó de la banqueta, sacó un pulverizador del saquillo del hábito y comenzó a rociar metódicamente con fungicida todos y cada uno de los cortes que acababa de hacerle a la parra. Mientras, Evandros se arrastró a duras penas hasta detrás de las tomateras plantadas bajo el saledizo y se quedó inmóvil, con las orejas caídas y el vientre pegado al suelo. Dos alondras sobrevolaron el patio persiguiéndose mutuamente sin demasiado empeño. Un limón maduro cayó al suelo desde una rama vencida y rodó sin ruido hasta la rejilla de drenaje. Del otro lado de la tapia llegó el sonido de los cencerros del rebaño del cabildo de Eleuterna, que regresaba al valle al caer el sol desde los pastizales de la meseta. Por un momento, tuvo la impresión de que el tiempo se había detenido. De que aquella tarde anodina era la misma tarde del día anterior, y también la del siguiente. Señal seguramente de que le estaba volviendo a subir la fiebre. —Cuando Dios Todopoderoso se propuso dar forma al mundo —reflexionó el Padre mientras raspaba el moho de un tallo con la uña—, dio en crear ni más ni menos que un huerto. —Cierto. Un huerto en Edén, al Oriente. Y en él hizo nacer de la tierra todo árbol agradable a la vista y bueno para comer. El anciano se acercó a la bomba del aljibe, agarró la palanca con fuerza y tiró de ella una y otra vez hasta que brotó un chorro de agua turbia que utilizó para lavarse la cara y las manos a conciencia. —Para Él fue fácil —gruñó mientras se secaba con la manga del sayal—. Yo, en cambio, le he dedicado a este lugar horas, días, meses, años... Una vida entera. Y, cuando me vaya, no lo habré dejado mucho mejor de lo que me lo encontré al llegar. Era obligado mentir. No quedaba otra alternativa. —Aun así, habrá merecido la pena. —Eso quiero creer. Aunque no las tengo todas conmigo. Afortunadamente, no hubo tiempo para un segundo embuste: el Maestro de Novicios irrumpió de improviso en el patio y se plantó ante su superior con un suspiro de impaciencia un tanto teatral. —Llevamos un buen rato esperándole, reverendísimo. —¿Esperándome a mí? —se sorprendió el aludido—. ¿Para qué? —Para el capítulo de faltas. Tenía que haber empezado hace veinte minutos. —¿El capítulo de faltas? ¿Otra vez? El Maestro reprimió un nuevo suspiro y le cogió ambas manos con delicadeza en un gesto de amabilidad poco propio de él. —Otra vez, sí. La vida de un monje es repetición y rutina, reverendísimo. El Padre Abad se quedó callado un momento con aire abstraído y finalmente asintió sin demasiado convencimiento. —Repetición y rutina, en efecto. Para aquietar el alma y encauzarla hacia Él. —Así es, reverendísimo —convino su segundo, tirándole del brazo con suavidad en dirección al ala norte del monasterio—. Conque volvamos a la brega y no desatendamos más nuestras tareas. El Padre se dejó conducir dócilmente a través del patio, y al llegar a la puerta de la sala capitular ambos cruzaron el umbral a toda prisa, sin mirar atrás ni molestarse en cerrar tras de sí. El lugar volvió a quedarse en completo silencio, pero eso no duró: casi al instante apareció de nuevo el Maestro de Novicios con cara de pocos amigos. —El Padre Abad se ha dejado su breviario. —¿Aquí? —Eso dice. —No lo creo. Cuando llegó no traía más que el pulverizador y las tijeras de podar. El Maestro caminó hasta el centro del huerto, echó un vistazo un tanto desganado a su alrededor y murmuró algo entre dientes con una mueca de enojo. —Tenga paciencia con él, hermano. Las cosas se le están complicando mucho, y muy deprisa. No fue buena idea. Se puso rígido como una tabla y retrocedió bruscamente como si le hubieran escupido en plena cara. —¿De veras —replicó en tono airado— te ves en situación de dar consejos? —No pretendo dar consejos. Únicamente... —Nadie te quiere aquí —le interrumpió—. Ni uno solo de nosotros. Tienes sitio en este monasterio porque el Padre Abad lo ordena, y cuando él falte dejarás de tenerlo. Con fiebre o sin fiebre. Con muleta o sin muleta. —Usted sabe quiénes me están buscando ahí fuera. —No te están buscando: les consta que te has escondido detrás de estos muros. Simplemente han decidido no forzar las cosas y limitarse a esperar a que acabemos echándote. —Cuando falte el Padre. Con muleta o sin muleta. —Justamente. Conque más te vale dejar de perder el tiempo y ponerte a rezar lo que sepas. —Supongo que no me quedan muchas otras opciones. —Supones bien —sentenció el Maestro, zanjando la discusión y olvidándose del breviario para volverse a paso vivo por donde había venido. En el mismo momento en que entró de nuevo en el edificio, una ráfaga de viento frío y húmedo barrió el patio de lado a lado, desprendiendo un buen puñado de hojas de la parra y desmantelando los plásticos con que el Padre protegía los esquejes del semillero. La tregua había terminado. Echó mano a la muleta, se puso en pie y cojeó penosamente de regreso al pabellón de enfermería. A mitad de camino oyó un crujido a su espalda, y al darse la vuelta vio a Evandros afanado otra vez en descortezar el injerto del peral. Optó por no impedírselo, no tanto por las órdenes del Abad como por el hecho incontestable de que el gato, a diferencia de él, pertenecía a aquel lugar por derecho propio y actuaba conforme a ello con toda naturalidad. Lo que en realidad tocaba hacer no era empeñarse en poner orden en casa ajena, sino seguir el consejo que acababan de darle e hincarse de rodillas para implorar ayuda. Los portones de la basílica del convento, justo frente a él, estaban abiertos de par en par, y en la penumbra del interior se atisbaba a San Miguel Arcángel guardando espada en mano la entrada meridional del iconostasio. Por un instante, se sintió tentado de santiguarse y cruzar el umbral, pero a los hermanos no les iba a gustar en absoluto que un cismático se tomara la libertad de hollar el suelo más sagrado de la isla, de manera que se quedó justo donde estaba, de pie y apoyado en la muleta, y allí mismo se dirigió al Dios de los afligidos: Yo invoco tu respuesta, Yahvé, mi protector; inclina el oído y escucha mis palabras... Comenzó con cierta vacilación, pero a medida que avanzaba en su plegaria fue ganando aplomo y elevando el tono de voz hasta casi gritar. Se sentía a un tiempo sereno y extrañamente enardecido. Aun sabiendo con toda certeza que la suerte estaba echada, seguía recitando salmo tras salmo en el patio desierto sin parar siquiera a coger aire. Ni podía ni quería dejar de hacerlo. El Padre lo repetía a menudo: orar sin esperar nada a cambio es orar dos veces.
DEBAJO DE MI LENGUA HABITA UN ALACRÁN Debajo de mi lengua habita un alacrán. No sé cómo entró ahí, ni me importa. ¿Por qué he de molestarlo si yo mismo soy un pedazo de carne en el paladar de la tierra? Si escogió mi boca como cueva, allá él. Alacrán amarillo, casi transparente. María, la vecina, no volvió a cenar conmigo cuando vio salir de mi boca su cola como espada. Por eso, mientras como o bebo agua, trato de hacerlo de manera correcta: despacio y sin prisas. Pero a veces se me olvida por culpa de la vida acelerada que llevo. Estoy seguro que encontraré la manera de detener a tiempo mi dentadura impertinente cuando sienta su cuerpecito duro entre la masa del aporreadillo y la tortilla. ¿Cómo evitar la pequeña tragedia? Por las noches, cuando el pueblo duerme y yo no puedo hacerlo debido a mi trastorno, el animalito se apiada y clava su aguijón en la punta de mi lengua para depositar dos gotitas viscosas que corren por mi cuerpo y en unos cuantos segundos quedo completamente adormilado. Durante el día, en la calle o en el trabajo, los monosílabos y las gesticulaciones han sustituido a las extensas conversaciones que caracterizaban mi personalidad. Me he percatado que algunos me miran con extrañeza e incluso hasta con horror. Pero esto no seguirá por mucho tiempo, porque presiento que mi estimado huésped, compadecido por este nuevo malestar, alguna de estas noches suministrará totalmente su fluido letal.
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FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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