FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
EL DIBUJANTE Miro mis pies mientras camino. Pie izquierdo, pie derecho, pie izquierdo… Llevo un cordón desatado, pero no me importa. A cada paso doy golpes a las chinas del camino y se levanta una gasa de polvo. El cordón suelto, cada vez está más lleno de tierra. Cuando no tenga más remedio que atarlo estará hecho una porquería. Pero, ahora mismo, eso no me importa. Una gota de sudor cae como una plasta formando un óvalo de barro que pronto queda atrás. Me acerco la mano a la frente, me quito el sudor de las cejas y me limpio la mano en el pantalón. Un objeto duro en el bolsillo me recuerda que estoy volviendo a casa. La mochila me hace sudar aún más. Llevo la camiseta pegada a la espalda, y cuando la mochila salta con los pasos, la corriente de aire me eriza el vello. Meto la mano al bolsillo. Llaves, cartera, otras llaves. En el otro bolsillo, un bolígrafo, el móvil, un cuaderno de bolsillo. Cojo el cuaderno y el móvil se cae al suelo. No me permito detenerme a recogerlo, así que haciendo un giro que mantiene el movimiento continuado, me agacho a recogerlo como el vaquero que rescata a la chica en su caballo. Abro el cuaderno, pero no puedo leerlo. Demasiada luz. No puedo andar y leer. Tengo miedo. No hay nada frente a mí. Un camino de tierra, una casa a mi izquierda de la que asoma su esqueleto de ladrillo entre el cemento. A la derecha, una elevación en el terreno, llena de matas silvestres y rastrojos. Pero tengo miedo de chocar. No puedo leer. Mucho menos escribir. Aún menos dibujar. En el horizonte, un poste de teléfono. Sobre él se posa algo. Hay tanta luz que no se distingue el color. El baño de luz hace que todo sea invisible o lo vuelve negro. Así, lo que hay sobre el poste, parece un cuervo, aunque bien pudiera ser una paloma. Intento dibujarlo o dibujarla sin detenerme. Cojo el bolígrafo. Fracaso. Intento retenerlo en mi memoria, debo dibujarlo más tarde, cuando llegue a casa. Una sombra empieza a trepar por el poste. Debe ser un gato. Con agilidad y sigilo, alcanza la punta. El pájaro ha volado para dejarle su puesto al felino. Sigo con la mirada al cuervo hasta que se desdibuja en el horizonte. El felino se queda en lo alto del poste sin saber qué hacer. No puede bajar. Es una buena historia. La más trágica y la más real. Debo dibujarla. II Aún llevo el cuaderno y el bolígrafo en la mano izquierda cuando llego a casa. Mientras me acerco cojo, con la mano derecha, las llaves que están en mi bolsillo izquierdo. Encuentro unas llaves, las saco. No, son las otras. Segundo intento. Acierto, saco las llaves, pero la cartera se va detrás. Se abre y todas las monedas vuelan. Primero saltan con algarabía, y luego se quedan danzando en un punto emitiendo un sonido en espiral. Sólo la más grande quiere escapar de mí convirtiéndose en rueda. Cuando termino de recogerlas miro a los lados para asegurarme de que nadie lo ha visto. Coloco una mano en el picaporte metálico de la puerta. Está frío, es agradable. Abro con la llave y entro en el patio. Es un alivio. La luz es más tenue y mis ojos necesitan acostumbrarse. Lo veo todo en tonalidades rojizas o verdes. Me siento en el suelo para sentir el fresco del mármol y me quedo ahí. Pongo la mano alternativamente en el suelo y en la pared. Noto cómo se calienta la piedra y entonces cambio. En la pared la sensación es más fuerte por las rugosidades del muro. —¡Mamá!, ¡Paco!—. No hay nadie en casa. Bajo las escaleras del patio y entro en la cocina. Bebo un vaso de agua. En el cuarto de baño me lavo la cara y me mojo el pelo. Me lavo las manos y pongo las muñecas durante un rato en el chorro de agua fresca. Al momento me dirijo a mi habitación. Subo la persiana de un tirón y la luz me daña de nuevo los ojos. Abro la ventana para que entre el aire. Tiro sobre la cama todo lo que llevo en los bolsillos, me quito la mochila y me siento en la silla frente al escritorio. Abro la mochila, saco el bloc de dibujo y el estuche. III La blancura del papel me excita. Me hace sentir poderoso. La genialidad de los hombres siempre se ha demostrado frente a ella. Y sólo en ella se reconoce. En los lienzos, en los libros, en las partituras… Toda la grandeza humana tiene su origen en un cuadrángulo blanco. Lo tengo frente a mí. Pienso en el cuervo. Negro. Abro el estuche y cojo el carboncillo. Casi al momento dirijo la mano al papel, pero no hago nada. Me da miedo mancillar la hoja. En ella se condensa toda la potencia humana. Lo negro sobre lo blanco será el acto. Todo acto equivocado, por nimio que sea, destruirá su potencia perfecta. Me dejo los escrúpulos en otra parte y aprieto el carbón sobre la hoja. Desde un extremo a otro del papel trazo una línea recta. A la derecha trazo una perpendicular más corta que representa el poste de la línea de teléfono. Sobre ella ha de estar el cuervo. No me atrevo ni a esbozarlo aún. A unos metros, es decir, pocos centímetros a la izquierda, más o menos en el centro de la hoja, está el gato atusándose los bigotes. Con un pequeño círculo negro lo represento sentado, y mirando con disimulo al pájaro. Debe estar ya salivando pensando en su presa. No quiere hacerse visible pero le resulta imposible. Nada de esto se percibe mirando este círculo negro. Continúo esbozando partes del paisaje evitando tocar las zonas donde habitan los protagonistas. A la izquierda, con varias líneas rectas, dibujo la casa con sus ladrillos asomando entre el cemento, y a la derecha la subida del terreno con los matorrales y los rastrojos. Multitud de rayas que hago sin precisión me sirven para figurarme dónde se compondrán las hojas de hierba seca. Miro al cielo, al cielo de papel. Difumino varios trazos que he hecho con el carbón de lado. Pero no había nubes. El cielo era perfecto. La inmensidad azul. IV Zuuuummm. Maldito bicho. Zuuummm. ¿Para qué habré abierto la ventana? Ya no podré dibujar. Siento cosquillas en el cuello. Manotazo. Zuuummm. Un trazo negro me pasa frente a los ojos. Zuuummm. Silencio. Continúo con el dibujo. Zuuummm. Sobre el brazo esta vez. Parece frotarse las manos pensando en que no me va a dejar concentrarme. Me armo con el bloc y me levanto de la silla. Zuuuummm, Se ha posado sobre la bola del mundo. Dueña de la geografía de plástico. La espanto con la mano para poder atizarle en el aire. Zuuummm. Fallo de nuevo. Me siento como el gato frente al cuervo. Es completamente imposible que la cace. Prevé mis movimientos y no puedo hacer nada por evitarlo. Pero pese a todo lo vuelvo a intentar. Zuuuummm. Cambio de estrategia. Dejo el bloc sobre la mesa. Me sitúo en el extremo de la habitación opuesto a la ventana y desde ahí la voy empujando a salir por la misma. Zuuuummm. Doy un paso y está sobre la silla. Zuuuummm. Otro y se coloca en el flexo dibujando un trazo en el aire. Zuuummm. Uno más y ya está sobre las completas de Poe. Tiene la ventana justo a su espalda. Un paso más y… Zuuuummm. Otra línea negra. Me pasa por encima y vuelta a empezar. Con toda mi rabia me giro dando un puñetazo a ciegas. ¡Pom! Silencio. Noto algo húmedo, viscoso, en la mano. Creo que he acertado. Levanto la mano del bloc y veo un borrón negro justo sobre el poste de teléfonos. V Tiro el pañuelo a la papelera cuando me limpio la mano. Me tiendo sobre la cama. Me siento un poco culpable por acostarme con los zapatos puestos, todo se ha llenado de tierra. Enseguida se me pasa. Aún acostado, me giro a un lado y alargo el brazo a la estantería. Con algo de esfuerzo tomo el diccionario de la A a la G. Me recuesto de nuevo y abro. Cuernezuelo. Cuerno. Cuero. Cuerpear. Cuerpo (de innumerables acepciones): Cuerpo calloso, hacer de cuerpo, cuerpo extraño, cuerpo del delito, a cuerpo de rey…). Cuérrago. Cuerria. Cuerudo. Cuerva. Cuervera. Cuervo. Cuervo. Cuervo: Pájaro carnívoro, mayor que la paloma, de plumaje negro con visos pavonados, pico cónico, grueso y más largo que la cabeza, tarsos fuertes, alas de un metro de envergadura, con las mayores remeras en medio, y cola de contorno redondeado. Pájaro carnívoro de más de un metro. Pensándolo bien, el gato no habría tenido la más mínima posibilidad contra el cuervo. En un enfrentamiento el cuervo lo habría destrozado. Quizá no era un cuervo, tal vez un grajo, o una urraca, acaso una paloma. En todo caso es irrelevante para el dibujo... para la historia. VI Sobre el escritorio paso rápidamente las páginas. Hay una buena foto de un cuervo en la sección de las paseriformes de mi enciclopedia animal. A mí me parece una mosca aplastada de un puñetazo. Arranco la página del bloc y la guardo en mi carpeta de bocetos. Otra vez me asalta la blancura. Dibujo a toda página el esqueleto del cuervo. Varios círculos lo representan de una forma muy vaga. Y con un triángulo esbozo someramente el pico. No sé porqué me llama la atención el pico. Me centro en detallarlo. Arqueo convenientemente las líneas y señalo los orificios nasales. Con cierto placer empiezo a sombrearlo. Miro constantemente la enciclopedia. El satinado de la página hace que el cuervo brille como una idea platónica. Empiezo a detallar la cabeza y el resto del cuerpo. Hago multitud de líneas. Me detengo en el plumaje. Más líneas. Más sombras. Difuminado. Círculos de carbón para los ojos. Sombreado bajo las patas. Más sombras en el cuerpo. Plumas negras. Sfumato. Trazos en múltiples direcciones. Párpados. Más líneas. Garras negras. Repaso el pico. Más líneas. Vuelvo al plumaje. Más líneas. Trazos. Trazo largo. Otra línea. Rayas en el cuerpo. Más líneas. Más líneas. Más líneas... VII Mis pensamientos corren como un perro que se ha escapado de su dueño. Con ansia de correr hacia una libertad que parece encontrarse siempre un poco más adelante. Sin embargo lo mejor que le puede pasar a mi pensamiento es que, como el perro, sea aplastado por un camión, así la tragedia da una explicación al esfuerzo. Lo más triste de una huída es no morir en el intento, porque se desvela el absurdo de la existencia. No se puede escapar de la vida. No hay motivación en la vida. La vida es la motivación. El perro corre para encontrar la libertad. Pero correr es la libertad. Y correr es efímero. Con la lengua fuera mi espíritu vuelve a mí y frente a mis ojos se encuentra el dibujo terminado. VIII Oigo crujir la puerta de la calle. Los pasos de mi hermano bajan la escalera, cruzan el patio, se meten en la cocina y de ahí al salón. Cuando levanto la vista me doy cuenta de que ha anochecido. Me desperezo con todas mis fuerzas. Abro la boca sin reparos y dejo el carboncillo en el estuche. Voy a darme una ducha. Cojo ropa. Salgo de mi habitación. Cuando mi hermano me saluda le contesto con un gruñido y me encierro en el cuarto de baño. Me desvisto. Entro en la ducha y abro el grifo. Me rodean multitud de cuadrángulos blancos. El vapor de agua los cubre de seda. No puedo evitar levantar un dedo y dibujar en uno de ellos. ¿Habrá bajado el gato? ¿Habrá muerto? ¿Para qué habrá subido? Su naturaleza se lo habrá exigido. Como a mí me exige que aproveche el vapor de agua para mancillar la blancura del cuadrángulo. Cuando salgo de la ducha en el azulejo se queda un gato sonriendo. IX Una vaharada de tufo maloliente me da un puñetazo cuando cierro la bolsa de basura. Cruzo el patio y subo las escaleras sin encender la luz. Hay un agradable frescor y el canto de los grillos lo refuerza. Las zapatillas y el pijama me avergüenzan ligeramente cuando estoy en la calle, aunque no hay nadie para verme. Procuro mantener la bolsa de basura lejos de mí. Centenares de mosquitos se arremolinan junto a la única luz que ilumina la calle hasta que encuentran apetitoso el olor de mi bolsa. Me apresuro hasta los contenedores. Piso la barra que abre el contenedor y con una ridícula demostración de fuerza y destreza cuelo la bolsa en la boca del infierno. A lo lejos, enmarcado por la luna, brilla un poste de teléfonos, y en lo alto, maúlla desesperado un gato. X Las zapatillas en contacto con la tierra. Cada paso me tienta a descalzarme. No lo hago. El polvo se me pega en las piernas. A oscuras la distancia hasta el poste me parece mucho mayor. La noche es fresca y el aire remueve mi pijama. Uno de los mosquitos ha cenado en mi hombro. Todo es fresco pero mi hombro arde. Estoy vivo. En un portal, a lo lejos, hay un oasis de luz. Una anciana toma el fresco en la puerta y sólo está iluminada por la luz del televisor que flota en la oscuridad frente a ella. Desde aquí puedo oír la película que la anciana dormida se está perdiendo. Dolor. En la oscuridad me he cortado con un alambre. No ver la herida multiplica el dolor. El tacto húmedo hace pensar en sangre. Se vuelve barro al mojar la tierra que tengo pegada en las piernas. Sangre de barro. Sigo caminando. Me acostumbro ligeramente a la oscuridad. Cada vez veo más estrellas. Una gota de sangre se enfría en mi tobillo, me hace cosquillas como un insecto paseándose. Cuando miro mis pies me asombra más lo sucias que están mis zapatillas que el goterón de óleo negro que tengo en el gemelo. Llego al poste. No sé a qué he venido. Arriba aún está el gato. Parece una gárgola en una catedral. Inmóvil y amenazante, pero totalmente indefenso, a merced del aire. Instintivamente siento la necesidad de tirarle piedras. Me agacho (agujas se me clavan en el gemelo), revuelvo la tierra con los dedos y encuentro un par de cantos. Parece que estuviesen cubiertos de sal que se me pega en las manos. Miro arriba, me cuesta tragar al forzar la mirada perpendicular. Una silueta felina forma un agujero negro en las constelaciones. Doy varios pasos atrás. Mi mano toma impulso y se balancea hacia delante, abre los dedos, deja libre la piedra. Fallo adrede para ver la reacción del animal. No hay reacción. Me preparo para el segundo lanzamiento. Desisto antes de intentarlo. Me acerco al poste. Con la piedra aún en la mano intento traquetearlo. Con la izquierda noto la madera reseca hiriendo sutilmente mi piel. Con la derecha noto la piedra hiriendo sutilmente la madera reseca. El gato permanece petrificado. Vuelvo a mirarlo durante varios segundos. Respiro profundamente y doy un gruñido cuando le pego una patada al poste con la planta del pie. A mis ojos es como si le hubiese lanzado una bolsa de harina agujereada. Abro la mano y dejo caer el canto. Me doy la vuelta martirizándome por ser lo suficientemente sensato como para no escalar el poste... Por no morir en el intento. XI Mi habitación es un horno, más aún con el flexo encendido. Cierro la puerta para no despertar a mi madre y mantengo la ventana cerrada para evitar los insectos. De nuevo cojo el bloc, esta vez con otra idea en la cabeza. Naturaleza antinatural. El animal sigue ahí, y yo sigo aquí. Pudriéndome. En este útero de ideas, húmedo y caliente donde me siento seguro y ajeno a la realidad. Este cráneo que es mi cuarto, me encierra y me obliga a buscar la vida eterna en algo que no soy yo. Un cuadrángulo blanco. No hay diferencia entre un gato escalando un poste de teléfonos y un genio haciendo la obra de su vida. Aunque se alcance el objetivo pronto se tendrá hambre de nuevo. Escalo y pierdo mi vida. Mi vida. Sacrifico mi tiempo en esta vida por una vida futura encerrada en un fósil de mi espíritu en papel. La inspiración es la uña del perro doméstico. Creada para cazar, para desgastarse poco a poco o romperse en la carne de una presa. Una vez domesticado las uñas crecen hasta clavarse en la propia carne. Ya me hace daño la inspiración. Instinto como trampa. Para el reconocimiento, aíslate. Para ser feliz, sufre. Para vivir, muere. Es una buena historia, la más trágica y la más real. Debo dibujarla. XII Calor. Frenéticamente agito el carbón. Gotas de sudor manchan la página. No me importa. Paseo la lengua tras los incisivos y la muerdo inconscientemente. Arriba y abajo. A los lados bailan mis ojos. Me laten las sienes. Un gato. Poe. Arde el gemelo. Insignificante. El vello de los brazos se me pega con el sudor y ensucio más la hoja. Cruzo los dedos de los pies hasta la frontera del dolor. Placer. Con saltos pequeños me ajusto en la silla. Pienso en el gato. El cuervo. Poe. La Hammer. Kubrick. El flexo me quema la sien izquierda. Borges. Me arde la oreja y la pego en la madera de la mesa. Nocturno. Chopin. José Asunción Silva. García Márquez. José Martí. El comunismo. James Bond. Pistola. Me pica la cabeza. Cráneo previlegiado. Dejo carbón. Lápiz. Sombreado. Punta rota. Papelera. Soplar. Madera y grafito. Burroughs. Ano consciente, parlante. Da Vinci. Akira Kurosawa. De noche tras las cortinas. Shakespeare. Marlowe. Reloj en la pared. Gato en busca del tiempo perdido. Insectos anidando en ojo. Protostomia. David Lynch. Parásito. Un paseo en la oscuridad por el llano en llamas. Respiro. Rajo la hoja en dos, arrugo los trozos y los tiro a la oscuridad detrás de mí. Blancura. Líneas negras. Pelo calado y camiseta pegada. Antebrazos doloridos se quejan del roce. Scorsese se afeita y Buñuel se afeita los ojos en la tierra. En la punta del lápiz Lorca es fusilado. La picadura del hombro quiere destruirme. Stravinsky raja el cielo y Huidobro lo cose. Schönberg se desliza por los rastrojos y Alban Berg cuadricula el esqueleto de la casa. En el gemelo tengo otro corazón. Rimbaud aplasta la mosca sobre el poste de teléfonos y la sombra de Baudelaire la mira con hambre. Suelto el lápiz. Contad si son catorce, está hecho. Me acabo de dar cuenta de que no he parpadeado en más de media hora. Quizá. Y de que sólo Da Vinci era dibujante. XIII Aprieto los ojos con todas mis fuerzas y los noto secos. Casi rasca el cerrar los párpados. Me llevo la mano a la cara y con la yema de los dedos noto las arrugas del ceño fruncido. Noto cómo golpea la sangre cuando me laten los globos oculares. Al poco fluye un arroyo en mis lagrimales y se me humedecen los dedos. Aún no lo he visto. Lo he hecho, lo he mirado, lo he creado, lo he vomitado. Pero no lo he visto. No quiero abrir los ojos aún. Mi mano se desliza hacia abajo y aprovecha para secarse a lo largo de la nariz. Al levantar el vuelo frota sus extremidades para deshacerse de las pestañas mojadas que se han quedado adheridas. Ya veo, todavía con los ojos cerrados, la luz del flexo. Se manifiesta como un sol sangriento a mi izquierda (para no hacerme sombra con mi propia mano). Con desgana, como despertando de una pesadilla de ideas inconexas, despego los párpados. Al principio, una katana corta el cuello a un fénix de noche y un chorro de sangre blanca se estrella horizontalmente sobre un lienzo negro. Después las formas acuosas van adquiriendo solidez. Aparto la mirada de la mesa y como un idiota me quedo mirándome la rodilla durante largos minutos. Cuando levanto la mirada paso de largo sobre la hoja y la veo pasar difuminada como a un suicida que hubiese saltado frente a mi ventana. Llego hasta el reloj que hay colgado en la pared. Las 3:33. Bajo un poco la mirada para ver el cadáver estrellado del suicida. Perfecto. XIV Hace frío. El viento nocturno seca rápidamente el sudor y me da un escalofrío. Cojera. Un pegote de mermelada late en mi gemelo. De nuevo tierra, zapatillas sucias mientras no puedo ver mis pies mientras camino. No flota ya la luz del televisor frente a la anciana dormida. Maullidos. Otra vez a los pies del poste. Apoyo un pie. Como poseído me encaramo de brazos y piernas sobre el mástil. Me arrastro sobre la madera seca y me rasgo el pijama a cada centímetro que escalo, pero ahora mismo eso no me importa. Trepo en segundos hasta arriba. Me asombra mi agilidad y me siento súbitamente poderoso. El gato ha observado con parsimonia todos mis movimientos. Cuando alargo la mano para recogerlo el maldito salta con soltura, cae de pie y se aleja tan campante. Entre humillado y orgulloso miro la posición que ha estado ocupando el felino durante unas quince horas. Embriagado por mi poder recién descubierto decido subir un paso más. Colocarme justo donde estaba él. No hay forma humana de conseguirlo. De algún modo consigo colocar medio cuerpo en la punta del mástil. Quisiera colocarme como aquella gárgola felina, pero es imposible. Intento reprimirlo por todos los medios, siento que es absurdo pero la soledad y el secreto me obligan a decirlo. Aprieto los labios y después con desgana y arrepentimiento dejo escapar el aire en la oscuridad: —Miau. Cuando consigo cierta estabilidad me doy cuenta de lo alto que estoy. De lo fuerte que sopla el viento. De las heridas que me ha causado por todo el cuerpo la escalada. De lo inseguro de mi posición. De lo negligente que es el cimiento del poste. De que cada vez tengo los brazos más cansados y que me empiezan a temblar. De que una caída sería mortal. ¿Cómo pude dibujar el poste en tan pocos centímetros? ¿Tan tenue es la vida humana? El viento comienza a arreciar y el pelo se me arremolina. Desde esta altura puedo ver todo el valle azulado por la luna. Un valle de sombras de arena que corretean empujadas por el viento. Las pocas luces de las casas y de la calle se oscurecen. Crecen pequeños remolinos de tierra que derriban un contenedor y abren las bolsas de basura. Quizá también aquella que yo mismo había arrojado. Me entra arena en los ojos. Bajo mis pies, entre las lenguas de tierra creo adivinar una silueta. Es un animal. Se atusa los bigotes y me mira con disimulo. Inútilmente intenta hacerse invisible. Pero yo no soy un cuervo. No puedo volar. Ni ese animal es un gato. No es el gato. No puede serlo. Se decide. Arranca una carrera y clava sus uñas en el poste. Trepa como un demonio con la boca abierta. Siento una impotencia sin límites cuando intento una evasión. Sólo consigo encogerme de hombros para detener la embestida. El reflejo de la luna en sus colmillos es lo último que veo antes de dejarme caer cuando el maldito gato me muerde en el ojo izquierdo. El mundo se da la vuelta y mi cabeza apunta hacia el suelo. Al menos así la tragedia da una explicación al esfuerzo. XV
En el escritorio descansaba la obra terminada. Un océano de dunas tempestuosas. Una luna gigante partida por la mitad y cosida quirúrgicamente. En el centro, un mástil hundiéndose en las arenas. A los pies del mismo la boca de Cronos representada por una Caribdis de tierra. Sobre el mástil un hombre desesperado encaramado como una gárgola. Su cabeza era como si hubiesen aplastado de un puñetazo... una mosca.
5 Comentarios
8/7/2015 02:16:14 am
Se lo comunicaremos al autor del relato.
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FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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