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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

JUAN JOSÉ ROSADO

12/11/2014

1 Comentario

 
PLÁSTICO
[fragmento de una novela inédita]
    He soñado con Mary Cuppins. Está muy presente en mi vida, mis hijas han visto la película tantas veces que casi me la sé de memoria. El caso es que en mi sueño ella recaló en otra familia adinerada encabezada por un hombre maduro y bien parecido, frío, casi envasado al vacío. De su mujer se puede decir lo mismo con las consabidas diferencias externas.

    A sus dos hijas les habían inculcado un férreo sentido de la disciplina y las relaciones sociales. Mary procuraba ganar su confianza intercalando en las clases pequeñas sorpresas: sacaba de su maleta los objetos más inesperados, abría los libros con un chasquido o los elevaba desde la mesa hacia los ojos de las niñas lentamente. Hasta ese momento, en aquella residencia sólo conocían la magia a través de los libros de ficción.

    A las tres semanas el señor de la casa la llevó a un reservado. Le informó de que se dedicaba profesionalmente a la pintura y de que la chica que solía posar para él se había entregado a la vida licenciosa y había desaparecido; necesitaba con premura una modelo que posara para un encargo. Mis obras decoran las más altas instancias del Imperio; imagínese adornando alguna de las residencias más distinguidas de la capital.

    Cuppins entreveía la rendición escondida en la exigencia de posar; asimismo sabía que una negativa la devolvería a la calle y ya conocía las penurias y la soledad de Londres. Los momentos de desamparo la habían acercado a sus paisanas venidas a la capital, analfabetas todas ellas (sin suerte en el intento de trabajar de sirvientas, se ofrecían en las calles).

  —La pintaré con una novedosa técnica traída de Paris, consiste en descomponer su cuerpo en pinceladas aparentemente arbitrarias que cobran sentido vistas a partir de cierta distancia. En cuanto al tema no se preocupe, interpretará a Judit, la heroína del Antiguo Testamento.

    —Conozco la Biblia, soy hija de un pastor de la Iglesia.

    —Desde luego. Las niñas nos han hecho saber sus progresos en los estudios. Le agradezco el esmero y cariño con que enseña a nuestras hijas. La confianza que mi mujer y yo hemos depositado en usted me aconseja proponerle esta colaboración artística.

     Mary no podía negarse. Llevaría el paraguas por si tuviera que salir volando.
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    Dos días más tarde fue conducida en coche de caballos. Se vistió de manera desaliñada para no resultar deseable. Conforme avanzaba hacia la incertidumbre, la calzada se volvía más irregular. El continuo zarandeo la mareaba. Para evitarlo fijó su atención en lo que conseguía entrever tras los visillos de la ventana: la ropa de los transeúntes cada vez era más vieja y deshilachada.

    El carruaje paró, el cochero le abrió la puerta y sin ninguna deferencia le mandó entrar en un portal y subir hasta la segunda planta, allí la esperaba el Señor. Tras abrirle la puerta sin mucha atención, éste continuó alimentando el fogón que calentaría el estudio. El ala ancha de su sombrero la ayudó a ocultar la mirada en esos primeros momentos. Sobre la pared descansaban varios cuadros de mujeres completamente desnudas, en algunos de ellos posaban reclinadas sobre una cama que identificó al fondo. Tras el biombo está lo que te debes poner, escuchó. Sobre una silla la esperaban unas babuchas, unos pantalones orientales, una camisa de tul y una diadema. El atuendo se acercaba más a la fantasía oriental de prostitutas pintadas por Delacroix que a las recreaciones bíblicas, y en ambos casos el físico de Mary Cuppins no era apropiado: los pechos resultaban económicos y sobre el pantalón asomaban bien perfilados los cuernos de la pelvis; si habláramos de belleza lo más que podríamos llegar es a calificarla de resultona, y en aquella situación además su desnudez entregada resultaba lánguida.

   Sal ya. La esperaba cerca del fogón estirando una alfombra con la punta del zapato. Al oírla acercarse se giró para cogerla por los hombros y sentarla. En su mano izquierda puso una jarra dorada; la llenó de agua para tensar el músculo del brazo. Mr Sickert la pintó de frente y a su mismo nivel, haciendo coincidir la mirada del espectador con la del partenaire de Judit, Holofernes, dispuesto a que su inminente amante colmara de vino su copa.

    Siguieron tres horas. La extrema quietud de la modelo se contraponía al nervio del pintor; no le bastaba con mover el pincel, se había convertido en un cuerpo que pintaba. A la par bebía, al principio a tragos cortos, finalmente con la exageración general de su comportamiento. Mary sustituyó el pudor por la inquietud. Cuando el Señor anunció el final de la sesión, ella corrió hacia la mampara para recuperar sus pobres ropas. Se vistió muy rápido y salió con la mirada fija en la puerta; sobre la marcha dio las buenas noches.

    Ya he dicho que su situación laboral tan inestable le aconsejaba acatar los requerimientos de sus patronos. Por eso necesitaba hablarle a alguien que la escuchara sin criticarla, alguien conocido que no fuera deshollinador (todos ellos unos temerarios inconscientes con las neuronas adultas anuladas por el hollín). Lo mejor sería buscar a las amigas de su pueblo en el barrio de Whitechapel. De niña su padre no le dejaba relacionarse con ellas apelando a la diferencia de clase, en cambio Londres le permitía mostrarse sincera.

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    Hasta allí anduvo durante más de media hora mientras la noche descendía. Visitó varias tabernas sin encontrarlas. Al salir de la última un desdentado le preguntó el precio y aceleró el paso hacia el lado oscuro de la calle. Puesto que no la siguió, no necesitó provocar un torbellino. Encaró una calle larga; la perspectiva la cerraba un carruaje. Avanzó en busca de otro tasca. Vacía la calle, fijó la atención en el coche de caballos. Se sorprendió de reconocerlo en medio de aquella Gomorra: pertenecía a Sir Walter Sickert, su amo. El cochero no estaba, le picó la curiosidad, se acomodó entre las sombras. Consideraba justo descubrir los vicios secretos del hombre que la había obligado a mostrarle su desnudez.

    A  los cinco minutos apareció el siervo desde un callejón. Se acercó a una de las ventanillas. Explicó de palabra y con las manos los recovecos del pasaje. Mr. Sickert salió cubierto con una capa muy ancha; lo reconoció por su altura y la forma de caminar.

   Mary abrió su paraguas para elevarse hasta los tejados. La niebla y la pobreza de la iluminación ocultaban sus portentos. Afinó el oído hasta reconocer su voz en una ventana sobre la que se proyectaban sombras en movimiento. Se trasladó flotando hasta ella. Vio a una mujer desgastada por la vida aceptar una cantidad de monedas. Se giró para guardarlas en un cajón. Con las mismas empezó a quitarse el vestido por la cabeza. Entretanto él abrió el maletín y de inmediato extrajo un estilete. Cuando la mujer consiguió librarse de la prenda, el señor ya estaba a su espalda presto a degollarla con un tajo preciso. Con la otra mano la sostuvo por los pelos para que el cuerpo no girase y el arrebato de sangre no lo manchase.

    Cuppins no tuvo los suficientes arrestos para ver lo que vino después. Por los periódicos supo que su señor decoró el cuchitril con las vísceras de su víctima. Todo el mundo lo llamaba Jack el destripador.

    Aquel descubrimiento convertía en mal menor el riesgo de ser poseída. Una vez más lamentó su mala suerte con los hombres. El trabajo, exhibirse desnuda ante un asesino, el valor de su palabra contra un miembro de la alta sociedad; díganos señorita, de qué manera ha descubierto al asesino, ¿volando? Semejante amasijo de pensamientos la bloqueó hasta el punto de afectar a su trabajo: las sumas las resolvía como rectas, entre las explicaciones de Gramática se colaban nombres científicos de animales. Tanto aturullamiento intentaba mitigarlo aportando a sus pupilos cariño y éstos le respondieron salvando poco a poco la distancia social que les separaba.

    A ese crimen le siguió otro, ninguno de los cuales influyó en el devenir de la mansión Sickert, orgullosa (como todas las de clase alta) de su inamovible fe en el protocolo, ajena a los vaivenes de la sociedad. No conseguía digerir que formaba parte del mobiliario de la residencia del monstruo.

   Sabedora del peligro, había aprendido las costumbres del asesino para evitarlo, ello no impidió que él fuera a su encuentro, más concretamente a su dormitorio. Mrs Cuppins, lamento hablar con usted en este lugar si bien es lo más adecuado: comprenda que mis modelos desagradan a mi mujer y no está dispuesta a tenerlas cerca. Debe volver a posar para despachar los últimos retoques. El impresionismo es una técnica de pintura rápida con el inconveniente de que el óleo tarda demasiado en secar, por ello tengo pendiente recrear varios matices de su piel. Mary no supo reaccionar. Debe volver a posar. Mañana tras el almuerzo la recogerá mi cochero en el mismo lugar que en la ocasión anterior. No impaciente mi inspiración. Se retiró sin esperar sus consideraciones.
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    Al día siguiente repitió el trayecto aterrorizada de pensar que iba a recibir la atención del monstruo, y eso la podía convertir en víctima. Dos horas más tarde ya estaba posando. Aquel día lucía los pezones erectos y la piel erizada, octubre había avanzado hasta imponer el frío. El miedo a morir la hizo repasar su vida; desde niña había poseído poderes y con la edad fue aprendiendo a dominarlos, siempre en secreto, el temor que le infundía su padre la acostumbró a ser reservada, hasta que él la descubrió.

    Para un pastor protestante se hacían muy difíciles de digerir aquellas cualidades. Olvidó sus sentimientos de padre y la echó de casa por bruja. Claro que no se lo contó a nadie. A ojos de los vecinos Mary Cuppins ampliaba sus estudios en casa de unos familiares. En realidad estaba tirada en un camino con los pies cubiertos de barro y muerta de frío. En aquellos días iniciáticos se prometió a sí misma que se dedicaría a hacer el bien, los dones por los que su padre había renegado de ella le servirían para llevar a cabo su misión y para defenderse mucho mejor que cualquier otra mujer. Por eso debía sentirse segura atendiendo a todos los movimientos de su oponente. Jack bebió mientras pintaba. La mirada escrutadora del pintor poco a poco se fue relajando.

     —Tiene usted un físico muy adecuado al personaje, Judith fue capaz de ocultar su misión hasta la consumación final —dijo el señor Sickert. Aunque sabía que se trataba de un comentario interesado, la vanidad vacía de Mary Cuppins lo agradeció.

     Al poco el pintor se alejó unos diez metros del cuadro para verlo a esa distancia. Volvió junto al cuadro, metió todos los pinceles en esencia de trementina y se limpió las manos con un trapo.

     —La obra está brillantemente concluida. Señorita Cuppins, quiero celebrar con usted este momento.

     —Señor Sickert, debo visitar a una tía...

    —Olvide lo que tuviera previsto, venga a ver el cuadro y tómese un trago conmigo. No me gusta que me lleven la contraria —insistió agitando una de sus manos.

     Mary se acercó a ver el retrato; le extrañó no reconocerse en él, su imagen contraponía la displicencia al ofrecer el vino con la mirada concentrada en las intenciones ocultas. Ella no sabía interpretar, todo lo exteriorizaba. Casi sin darse cuenta Jack puso en sus manos un vasito de whisky. En la esquina inferior derecha de lienzo asomaba la empuñadora de un puñal.

     Tras el segundo sorbo se produjo la esperada invasión, en la que su oponente empleó de manera diversa su cuerpo: aprovechó los salientes huesudos para hacerla girar y colocarla en la posición más cómoda para su deseo, que se deleitó en sus partes magras. Mientras la abrumara de ese modo no debía tener miedo. Se dejó besar.

    Cuando intuía el riesgo de que la cogiera por el cuello, movía todo el cuerpo como si la hubiera sobresaltado una estampida de pasión.

     Dime algo, quiero escuchar tu voz, estás viva, le demandaba.

    No sabía qué contestar y sin embargo se sentía obligada a responder algo, lo que fuera, aunque no tuviera sentido. Para resolver el problema eligió la palabra más larga que conocía: supercutifragilistiespiadiposo. Repítela. Supercutifragilistiespiadiposo. Al recitarla lentamente, el conjuro causó en su oponente una vibración que se acusaba en el glande. El señor se deleitaba ensimismado por aquel cosquilleo erógeno sin percatarse de que la magia también lo hacía levitar.
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    Cuppins empleó un movimiento enérgico para atraer desde el fondo dos sogas; una inmovilizó las piernas, la otra hizo lo propio con los brazos sobre las caderas. Labor tan aparatosa llamó la atención del degenerado, que preguntó de inmediato qué estaba pasando.

     —Usted es Jack el destripador, lo he visto cometer un crimen.

     —Eso no va contigo. ¡Suéltame ahora mismo puta!

     Lo calló de placer recitando más lentamente aún el hechizo. Lo elevó un poco más y lo giró hasta dejarlo horizontal, a continuación lo depositó sobre la cama. Se acercó a él y sosteniéndole la mirada le susurró:

     —Ahora te voy a destripar con magia.

     Sacó del bolso su varita y la movió hacia arriba igual que una directora de orquesta. Los botones de la camisa del varón huyeron. Un movimiento circular oprimiendo la zona del estómago infló la piel; parecía que se hubiera tragado un globo, de tanto crecer acabó por rajarse. El señor Sickert arrancó a gritar. Luego la heroína desenredó las vísceras y las elevó, suspendidas en el aire trazaban caprichosos arabescos. Lejos de quedarse en un espectáculo estático, Mary puso en movimiento su creación con singular donaire, salpicando las paredes de lunares derramados. El asesino chilló igual que un berraco hasta morir.

     El resto de ocupantes del inmueble corrieron a la calle espantados. Algunos viandantes repararon en el tumulto y esperaron a ver quién salía. Ya era de noche. Mary Cuppins huyó por el cielo cargando su retrato de heroína bíblica. Desde allí, aterida de frío, pensó que bajo ella malvivían mujeres a las que había salvado con su crimen.

     De madrugada llegó la noticia a la residencia de la familia Sickert. La policía descubrió a la viuda las poco edificantes aficiones de su marido, y le aconsejaron maquillar las circunstancias de su muerte para no mancillar la reputación de sus apellidos.

     Mary Cuppins se entregó a consolar a los niños; para que se evadieran de su tragedia dibujaron mucho, sobre todo formas circulares de colores. A los pocos días perdió su trabajo.

     Bueno, ya ha escuchado mi sueño, sobre la marcha lo he decorado y creo que ha quedado muy bien. ¿Me puede decir si el sueño explica mis problemas?

     —Necesito sopesar reposadamente los mimbres del sueño, tantos símbolos no se pueden descifrar de inmediato. Le responderé en la próxima sesión.

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