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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

ANDREA ALFARO GARCÍA

1/6/2016

1 Comentario

 
EL BUITRE

          Desde allí, desde lo más alto de la montaña, el pájaro era tan insignificante. Lo reconoció como un buitre, bicho feo, y le apuntó con el rifle. Lo tenía en el punto de mira. El bicho buscaba comida, ella también. El bicho gruñó, craw, craw. La mujer lo dejó ir. Si le disparaba, caería en picado, dibujando círculos hasta chocarse contra la superficie del río. Y después se sumergiría, rompiendo el agua en dos. De nada servía gastar munición.

 
                                                                                                                              ******************
 
          La mujer dejaba el rifle siempre reposando en la pared, a la vista. Se tumbaba de medio lado, con la espalda apoyada en uno de los brazos del sillón y los pies encima del otro. Las mantas, una, dos, tres, cuatro, seis, las que fueran, nunca eran bastantes. El fuego de la chimenea hacía crujir las piñas de los pinos, que se convertían en ascuas y más tarde en cenizas. Apenas quedaba leña en la espuerta que tenía al lado de la chimenea, y las piñas tenía que desenterrarlas de la nieve. Las cubría de la noche a la mañana. Ella no tenía nada que hacer: sólo esperaba. Y llevaba tantísimo tiempo esperando. Salía de la cabaña para coger piñas e intentar cazar. Nunca disparaba el rifle. Lo sostenía como al bebé que nunca había tenido, sólo que el rifle estaba más flaco y era más largo que un niño. Era el rifle de Arnold. Arnold se marchó. Qué sería de él, desde que se había ido de allí, de lo alto de la montaña. Ella sabía cazar, pero para disparar el rifle tenía que tener al animal cerca y sobre la tierra. Disparar al cielo y que la presa cayera al río no ayudaba en absoluto. Y se estaba quedando sin comida. Con aquel tiempo era difícil salir a ningún sitio para buscar algo que echarse a la boca. No podía dejar la cabaña a solas. Estaba en el deber de protegerla. La cabaña era lo único que tenía. Era el trabajo de años. Y sentía que si la dejaba sola, no volvería nunca. Y alguien echaría la puerta abajo o rompería las ventanas en su ausencia y dormiría en su propia cama. Y la ensuciaría con la mierda de todo su cuerpo, restregándose contra el blanco impoluto de las sábanas que ella misma puso el día en que Arnold se marchó. Las mismas en las que ella todavía no se había acostado, las mismas que todavía no habían rozado su piel. Dormía en el mismo sillón en el que estaba sentada ahora, con las mismas mantas y en la misma posición. Dormía todo el día, excepto cuando salía para coger piñas o fingir que cazaba, cuando cocinaba con lo que tenía dentro de la cabaña o cuando colocaba la madera y las piñas en la fogata. La mujer se quedó dormida con los pies colgando, el vestido aplastado sobre su cuerpo, arrugándose, y medio lado de la cabeza apoyado en el sillón.
          «Lo único que te pido, Rose Marie, lo único que te pido es que si algún día dejo esta casa por el motivo que sea, el que sea, cuides de ella, ¿entiendes? Esto es todo lo que te dejaré cuando me marche, Rose Marie, y cuando me muera. Esta casa. Esta cabaña que construí con mis propias manos, con mi propio esfuerzo. Esto es lo único que puedo dejarte, porque no tengo nada más en este mundo. Nada más que a ti y a estas cuatro paredes, y todo lo que guardan dentro. Esto es lo único que tengo. Y cuando me marche, si me marcho —o me llevan—, esto será lo único que te quede de mí».

 
                                                                                                                     **********************
 
          Arnold no dijo: me voy. Nunca lo hizo. Pero él sabía que se iría. Que tendría que marcharse. Que se lo llevarían. Por eso le decía tantas veces lo que tendría que hacer una vez se marchara. Porque lo sabía. En las montañas era más difícil que los encontraran, eso decía Arnold, y ese era el motivo por el que habían creado allí el hogar. La mujer se ahogaba en aquel sitio —cada vez se le hacía más pequeño—, y se arrodillaba ante la cama y en lugar de rezar, como debería haber hecho cada noche, maldecía. Le deseaba el infierno a todos aquellos que habían llegado a su casa dando voces y escupiendo insultos, enseñando mucho los dientes, enseñando su rabia —casi se imaginaba las babas de perro colgando—; les deseaba el infierno a todos ellos, que habían sacado a Arnold de la cama, cuando todavía vestía el pijama. Y se lo deseaba a ella misma también. Ella era la que había abierto la puerta a las cinco y media de la mañana.

 
                                                                                                                     ************************
 
          No quiso despertar a Arnold. Ella ya estaba despierta, fregando los cacharros de la cocina. Había salido de la cabaña para llenar un barreño de nieve que se había hecho agua al lado de la chimenea. Con esa agua lavaba los platos. Aporrearon la puerta y a ella se le escurrió un vaso de las manos. Cayó dentro del barreño, salpicándole espuma sobre la ropa. Se secó las manos en un paño y se acercó a la puerta para escuchar a quien estuviera detrás. Los golpes contra la madera no cesaban. Escuchó la voz de un hombre gritando: «ARNOLD ABERNATHY, ABRA LA JODIDA PUERTA». La mujer lo entendió en ese mismo instante, no antes. Comprendió por qué Arnold tenía tanto miedo, por qué estaba tan obsesionado con repetirle: cuando me marche, Rose Marie, cuando me marche. Cuando se lo llevaran. Dejaron de golpear la puerta con los puños, y pasaron a dar patadas, haciendo más ruido. Temió que la echaran abajo. Gritó: «YA VA, YA VA». Y desechó el cerrojo.
          Entreabrió la puerta, sin llegar a permitir el paso de los hombres. Conseguía ver a tres desde aquel ángulo, pero un poco después descubriría que eran cinco. El primero de ellos —el mismo que había gritado que Arnold saliese de la cabaña— empujó la madera y arrastró a la mujer, de modo que la abertura se hizo más grande y los cinco hombres entraron en la cabaña. El frío se coló con prisa, como si no tuviese mucho tiempo para entrar, aprovechándose de la situación. Los caza-recompensas llevaban armas en los cinturones. La mujer pegó la espalda al mueble más cercano, y allí se arrinconó. Se abrazó el cuerpo, vestido sólo con un camisón largo y viejo, el frío se le colaba en los huesos. El mismo hombre que había empujado la puerta se dirigió a ella y dijo: «Su marido. Dónde está su marido». Ella miró en dirección a la puerta del dormitorio. «¿Qué quieren de él, quiénes son ustedes?». «Venimos a por ese canalla». «Mi marido no es ningún canalla», dijo ella. El hombre sonrió y enseñó los dientes, sólo le faltaba lamérselos. «Buscadlo y arrastradlo hasta aquí», ordenó a los otros. La mujer echó a correr, intentando interponerse entre ellos y la puerta del dormitorio. Uno de ellos la alcanzó con un manotazo antes de que le diera tiempo a recorrer la mitad del camino.
          El resto de la historia es un poco feo: un hombre sacando a Arnold de la cama por el tobillo, su cabeza estrellándose contra el suelo. Los gritos de Arnold, las risas de los tipos. El cuerpo de Arnold arrastrándose por todo el suelo, un hombre tirando de sus tobillos. La mujer arrodillada frente a la puerta, las lágrimas chorreándole los pómulos, los labios, el cuello. Rose Marie se llevó un tortazo en la mandíbula, y vistió el morado durante semanas. Lo último que dijo uno de los caza-recompensas fue: «No se imagina lo que vale la cabeza de este viejo. Usted misma lo vendería si lo supiera». La mujer le escupió en la cara justo antes de que saliera de la cabaña. Arrastraron a Arnold en pijama, no lo vistieron, no le dejaron vestirse. «Se congelará», suplicó la mujer. «Ese será su problema». Ella recordaba el portazo. Los gritos de Arnold se escuchaban incluso con la puerta cerrada, igual que había oído los gritos del caza-recompensas.

 
                                                                                                                          *******************
 
          El buitre la miró desde la nieve. El uno al otro contemplándose durante un buen rato. La mujer apuntó al bicho con el rifle. Dijo: «Esta vez no te me escapas». El mismo buitre rondaba la cabaña desde que se habían llevado a Arnold. Estaba convencida de que siempre era el mismo. Un buitre solitario buscando carroña. «No hay muertos para ti en esta montaña», siseó. Dio un par de pasos hacia el animal, lentos. Una rama crujió bajo el pie de Rose Marie. El pájaro gruñó. Se levantó del suelo agitando las alas, dejando de prestarle atención a la mujer. Ella le disparó cuando el bicho todavía no había
alcanzado el medio metro de altura. El buitre se revolvió en la nieve, tintándola de rojo sucio; la mujer lo agarró por las alas y le torció el cuello. Le prepararía la cena a Arnold, y lo esperaría sentada a la mesa del comedor hasta el amanecer, si era necesario. Un guiso con la carne de aquel bicho carroñero.
Imagen
ANDREA ALFARO GARCÍA (Albacete, España, 1996) estudia el Grado en Literatura General y Comparada en la Universidad Complutense de Madrid. Escribe y lee narrativa en todos sus tamaños: novela, relato y microrrelato.

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