FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
DESDE LA PUERTA Aparcan, sobre nuestra acera. Delante de nuestra puerta. Miramos los dos, Julio y yo. Podría ser el Audi del procurador del número cuarenta y seis, o el Porsche Cayenne de la mamá de Nuño, el niño alérgico al oxígeno que compra libretas y estuches de cada una de las películas con las que se apasiona y que presumiblemente tira a la basura —presumiblemente también sin reciclar— o su madre o él mismo o la chica colombiana que lo cuida, que vive en el treinta y uno en nuestra acera —nosotros somos impares—, podría ser cualquiera pero no es ninguno de ellos. Lo sabemos incluso antes de levantar la cabeza, pero igual miramos. No es un coche, así que descartamos pronto la idea de llamar a la grúa. Tenemos orden de hacerlo. Suena ruda la palabra orden, pero Nora es nuestra jefa, Nora paga, Nora manda. Con el mundo hacia la ruina, aún no nos ha bajado el sueldo, y los ingresos sí han bajado. Julio observa un instante el coche por el cristal. Las vitrinas nuevas son diáfanas, transparentes. Con no gustarme, no puse muchas objeciones. Julio sí se quejó; antes, claro. Eso, dice aún Nora, cuando nos ve mirar el escaparate poco antes de redecorarlo cada seis meses, que permite que veamos a quienes entran, que no está hecho con la intención de que los de fuera nos observen en una jaula o una pecera. Ambas, me digo yo para mí. Julio, cuando tomamos una cerveza, dice otras cosas, salvo del cartel de ABIERTO, que hizo él a mano. El poco color que en las vitrinas hay, además, es blanco, blanquísimo. No sabemos si vendemos haut couture, productos Apple u otros minimalismos. Lo que vendemos es pequeño, eso es lo único que tienen en común las grapas, las chinchetas y los iPhones. Julio observa, luego resopla cansinamente y baja la mirada a una serie de facturas y de albaranes cuyas cifras debe cuadrar. Yo no soy muy bueno en esa tarea, de modo que solemos cambiárnosla. A él tampoco le gusta, o dice que no le gusta. Sin embargo, es rápido y efectivo. Mientras, yo lo observo. Sabe que escribo, sabe que en ocasiones ha sido el héroe de mis cuentos. Algunas veces se los dejo; algunos los corrige: estudió Letras. No sé cómo dio con sus codos en la trastienda transparente de una papelería. Ni siquiera una librería papelería, o aun papelería-librería: aquí no vendemos ni periódicos. Sus grandes ojos marrones denotan un cansancio larvario. Sé que este adjetivo le gustará, y sé que saberse literatura le hará despegarse un poco de su vida, la misma vida que le entrecierra los ojos. La perfidia de la vida es que cuando te quiere hacer daño no te deja dormido ni tampoco despierto, y eso es lo que creo le está haciendo a Julio. Su cabello tampoco brilla. Su rubia cabellera grunge, a la altura de los hombros, se muestra algo grasienta. Sus hombros están caídos y juraría haber visto sus manos temblar al coger la taza de té que siempre le acompaña. Creo que bebe demasiados excitantes, pese a lo cual los últimos días ha dado algunas cabezadas delante del ordenador, y el día antes de comenzar el borrador de este cuento me ha pedido, cosa que jamás había hecho hasta la fecha, que cerrase solo la tienda porque no se sentía bien. Su nariz gordezuela abre las aletas casi a cada momento en que no cree que lo estoy mirando. Varios días seguidos ha traído la misma camiseta desparejada; hasta la fecha sólo repetía pantalones, y nunca equivocaba combinación: hace años que me explicó lentamente la teoría del color. Me preocupa. Julio se ha ido. Nora se me acerca. —Me preocupa. —Y a mí. Y tú también me preocupas. —Yo soy más fuerte. —Ya lo sé, Nora. Pero nadie es tan fuerte como para que eso no le haga mella. Al día siguiente, volvemos a estar Julio y yo. Nora entrará a las doce. Nora trabaja casi tanto como nosotros. Semanalmente, calculamos, hace tres horas y media menos que nosotros, lo cual desde mi punto de vista es casi nada. Nora es trabajadora, y es fuerte. Nora suele conseguir lo que quiere. Tiene los ojos juntos de los depredadores, y no pretendo que parezca un insulto sino simplemente una metáfora. Sólo que es una mujer que no jalona sus afectos. No conmigo. Nos conocemos desde el último curso del instituto, y nosotros mismos tuvimos una pequeña cosa de un fin de semana. Desechada esta, estrechamos nuestra amistad aún más. Nora es mi mejor amiga, y si fuera homosexual, Julio sería mi amor platónico; pero ella no es mi Hermes, ni él mi Ganímedes. Nuestros nombres y nuestras vidas parecen bastante más vulgares y limitadas. Nora misma es un tanto vulgar: su cascada de cabello rizado negro, descuidado y con algunas canas, sus grandes hombros y sus grandes caderas, sus camisas abiertas dos botones, su manera de fumar sin preguntar, sus ojos grandes, sus pasos grandes, sus tacones grandes... Todo en ella parece no caber en el lugar en el que está. Con ella dentro, todo queda lleno, o más bien rebosante. Cuando le he robado la coraza —con alcohol, con marihuana, con una puesta de sol y una pausa en el reloj—, ha querido ser la Magdalena de Gentileschi, pero para mí siempre ha sido más bien su Judith. Quien no sepa a qué me refiero, debería buscar en la red información sobre ambas pinturas, porque le aclararán seguro más que mis palabras. Nora aún no entra. La papelería está vacía. La puerta cerrada. Apenas hay nada entre las paredes. El desván donde almacenamos las cajas está vacío. El pasillo está vacío. Nadie hay en la caja, ni en el escaparate, ni mirando nada para comprar. Solo Julio y yo observamos en silencio la calle. No siempre estamos hablando. No somos don Quijote y Sancho, ojalá. Julio gira el lápiz entre sus dedos; parece un baterista torpe al que de tanto en tanto se le cae la baqueta. Un día me contó que en la biblioteca envidiaba a quienes sabían girar el bolígrafo de esa manera; lo recuerdo porque me sorprendió cómo decía que quienes sabían hacer eso eran especiales. Yo me sonreí y le dije que él sí que era especial. Lo dije con un acento que enmascaraba todo lo que quería comunicarle, un tono que funcionó a la perfección. Me miró y me dijo que no, que yo sí que era especial. Y como toda la biblioteca era especial, hasta las bibliotecarias nos fuimos a tomar una cerveza. En la biblioteca no se estudia más allá de la una. Cuando acaba de girar el lápiz, porque se ha cansado de rotarlo o porque se ha cansado de recogerlo del suelo, se levanta. Camina lentamente de un lado para otro y al tocar la pared, sin haber centrado lo mirada perdida un solo instante, en ningún lugar de la abigarrada pared, gira en un ángulo variable y sigue su camino como la pelota del Arkanoid más allá del punto de retorno. Sé que espera con desagrado que le hable, y le regalo mi silencio. Nora entra, se abre la puerta y Nora entra. La papelería se llena. Me doy cuenta, como despertando de un ensueño o de un desvanecimiento de que hay tres clientes: un hombre de cincuenta años largos que podría ser maestro o profesor, una mujer de la edad de Nora que sin duda es maestra y un niño que parece adolescente. —Julio, que no te das cuenta. —Hola, Nora, buenos días. —Sí, hola. Pero atiende a los clientes que están esperando. —Disculpa, Nora —intervengo—, que no nos habíamos dado cuenta. Yo estaba en otro mundo. —Si quieren algo sólo deben pedirlo. ¿Desea algo, caballero? —pregunta al hombre. —Estaba yo antes —dice la mujer—. Venía a por unas carpetillas, unas fundas, digo, de plástico, transparentes. —Claro. ¿Cuántas quería? —Dígame a mí, caballero —atajo—. ¿Qué quería? No lleva más de dos minutos atender y cobrar a los tres clientes. Conocemos a la perfección la tienda. Somos buenos empleados. Somos muy buenos empleados. Podríamos tener una papelería cada uno, y serían negocios rentables. Podríamos si tuviéramos el capital, así es que no podemos. —No hagáis esperar a los clientes. Yo prefiero que les preguntéis. —No se pregunta en ningún sitio, mira en El Corte Inglés. Esos sí saben de marketing: tienen a muchas personas trabajando en mercadotecnia y nunca verás que se te acerquen y te atosiguen. —Esto no es el Corte Inglés. —Pues aún peor, no tienen donde esconderse si te echas encima de ellos. —No me hables así. —No te estoy hablando mal. La gente, sobre todo la que no te conoce, a ti o a cualquiera, necesita una “vía de escape”. ¿Has visto alguna vez entre personas a un galgo? —Sí, me sé lo del galgo, me lo has dicho muchas veces, tantas como te he dicho yo que a los clientes hay que preguntarles. Haz el favor, Julio y hazme caso. —La tienda es tuya, lo sé. Voy a salir un minuto a fumar un cigarro. Vuelvo en cinco minutos. —¿No has dicho uno? Julio ha oído, su cabeza ha girado un pequeño ángulo, pero no ha contestado. Sale por la puerta abierta. Se le ve desde dentro, de espaldas, el pie contra la pared del edificio contiguo, mirando hacia la nada. Fuera de la tienda también está la nada. —No ha tenido gracia. —No pretendía... Bueno, sí. Si no, esto es un velatorio. —No es un velatorio, es la canción de Depeche. Enjoy the silence. —Uff... Miro a Nora. Se le fruncen los labios. Pero me da igual, por su broma no perdono. —¿Tan mal lo lleva? —Sí. —Yo creía que Julio... —Está dolido. Es normal. Pero hay que seguir, no hay que pararse. Como las arenas movedizas de las películas, que si te paras te tragan. No le pido más. Cuando quiera, ella hablará. Y él. Si no hablan, abandonaré este manuscrito. Pasan dos días sin nada que destacar, y yo no siento la necesidad de sumar palabras a mi manuscrito. Al tercero, contando el número de Pilots que vienen en las cajas de 0.7 —no es la primera vez que no viene exacto, no solo pero más frecuentemente en déficit— Julio me dice que la ha dejado. Nora baja del desván. Julio enrojece instantáneamente. Nora no ha oído nada, o eso parece, pero el rubor de él la hace detenerse y escudriñar su rostro. Julio enrojece aún más. —Porno no, ¿eh? Eso en casa. Me río. Alguna vez me ha hablado de los disparates que hace en la cama. Es la mujer menos discreta que he conocido jamás. Por mucho que me he negado a oírlo, sé que Julio prefiere por detrás, por la vagina o anal, que cuando está excitado apenas distingue, que a ella si no le “aturden” (la metáfora no es mía) el clítoris con la lengua no se queda a gusto, que más de dos veces no le gusta, aunque a veces hace excepciones, que tiene ropitas y un juguete pequeño y uno más grande ya con su uso, aunque cuando ve los de las tiendas le da un ataque de risa porque son demasiado grandes, que respeta los arrebatos de hombría porque ella tiene arrebatos de “mujerío” que son bastante iguales, o sea “ponérselo al otro en la boca” con actitud de ir a partirle la cara, que le gusta también ser delicada y que sean delicados con ella o para si mismos, los hombres que se vuelven hacia su interior y se quedan solos con su placer lento como niños Budas, que estando con Julio ha probado alguna otra pareja sexual, no más de tres que yo sepa, y que amar a Julio era el máximo porque amar y follar a quien se ama no tenía comparación. Y de porno también hemos hablado. Por eso me río. Julio no se ríe. Hace casi una semana que no lo veo reírse. Pienso que si sigue así un poco más le preguntaré. A lo mejor me equivoco y lo que necesita es que alguien le saque de su maelstrom. El maelstrom, el martes por la mañana, se vacía solo. Un desagüe salvaje y cruel se abre bajo los pies de Julio. La tienda está cerrada, son los instantes previos a cerrar al mediodía. Nora ha tenido una mala mañana, aunque algo me dice que trajo la mala mañana consigo en el bolso, apenas a las ocho cuando abrimos. Todo se dispara al comentar: —Después, si tienes un rato, Julio, mira a ver si pudieras revisar los precios de los pegamentos de Pritt y de algunos de los productos de Stabilo, que al parecer no están bien. Esta mañana cuando estaba cobrando he encontrado algunos pequeños fallos. O en realidad —mejor, pese a ser el narrador, no miento—, al ordenar: —Julio, pon más atención. Los precios de Pritt y Stabilo los pusiste tú ayer y están mal. Esta tarde corrígelos. Julio vuelve a mirar de lado, y de repente se da la vuelta. —Cuánto me equivoco, ¿eh? —Pues últimamente sí te estás equivocando más, la verdad. A ver si te vas centrando. —Discúlpame, te he hecho perder como dos euros y treinta y seis céntimos. Me lo puedes descontar del sueldo. —Pues debería. —Es increíble, qué cínica eres. Y hace un mes, rogándome. Interrumpo diciendo que tengo un poco de prisa. Sin mirar, Nora dice que me quede, que me lleva a casa en coche. Por encima de su temeridad al volante, temo al afluente de agresividad al volante que le dará este encontronazo con Julio. Contesto que no, gracias. Sin más. Quiero creer que no me alineo con ninguno de ellos. Pese a todo, siempre he pensado que cuando llegue a anciano, Julio será bello como Samuel Beckett. Descarto de nuevo este pensamiento; me parece que Nora se está tomando el error como una base para otra cosa íntima, arcana, profunda. El miércoles Julio llama para avisar de que no se ha levantado bien, que ha pasado mala noche. —No, no tienes que traer justificante, no —oigo—. Solo descansa, ve al médico si lo necesitas pero no para darme ningún papel. No tienes... ¡Julio! ¡Cállate! ¡Déjame hablar! Ya está, pues lo que tú quieras. Nora cuelga violentamente. No es muy dada a esas manifestaciones: Nora solo descubre sus gozos, como las máscaras de la Ópera de Sichuan. Debajo, si lo hay, no se conoce su dolor. —Es un imbécil. Me pone negra. —He oído un poco. Parece que se ha pasado. Pero si me permites... —¡Que me trae un justificante médico! ¡Pero si es capaz de empezar a llamar al sindicato! —... No me permites, no. La tarde es más calmada. Entran dos niños y me doy cuenta de que tratan de robar una fruslería, una grapadora de la franquicia de la Liga de Fútbol. Aunque algunas fruslerías de una papelería de un barrio que ha dejado de ser obrero y que ha empezado a ser residencial pueden ser relativamente caras. Nora conoce a la familia de uno de ellos. Presiona al más débil hasta un lugar cercano al sadismo; le hace llorar bastante antes de parar de amedrentarlo. Le sugiero que se calme, que nos podemos buscar problemas. Con el teléfono que le ha dado el niño llama a su casa para que la dominicana lo recoja. Con el otro teléfono que le ha dado habla con su padre, con dureza, sin dejarle intervenir. Al menos, ella no ha dejado de monologar sin pausa. —A estos imbéciles —me comenta en voz baja— alguien debe enseñarles que todo lo que se hace y lo que se deja de hacer tiene consecuencias. Su dinero y el de sus papás a mí no me vale. —Hasta cierto punto. Yo supongo que algo de razón llevas, pero ¿no te habrás pasado? —No. En absoluto. Cerca del fin de la tarde llega Julio. Lleva una carpeta, donde intuyo que guarda las recetas. Le salgo al paso y le conmino a que no le enseñe el justificante a Nora, por favor. Avanza un poco por el pasillo principal, pero me doy cuenta de que no se aleja en exceso de la puerta. —¿Ha pasado algo, Nora? —Un niño que quería hacer la gracia, robando, ya sabes. Los pijos. —¿Y sus padres? ¿Has tenido líos? —Alguna cosa, pero nada fuera de tiesto. ¿Cómo estás tú? —Mejor. Un catarro dice el médico, gracias por preguntar. —Qué menos, Julio. Además, tengo que saber si vienes mañana. —Ya. —Que no lo digo por eso, que me interesa. —Ya. —Créeme. Lo pregunto porque me interesa. Me interesa tu salud. —El justificante lo llevo aquí. Te lo dejo y me voy a casa. A eso he venido. —Julio... ¡Julio! ¡Joder, Julio, como si no lleváramos tres años juntos! —Y tres semanas separados. —Mira, esto hay que hacerlo como adultos. Y llevarse bien. —Me voy. Vuelvo mañana. Cuídate —se despide de mí— y no la cojas tú. Ni tú, Nora. El jueves por la mañana libro. Pero no puedo dejar solos a Julio y a Nora una mañana entera si no quiero que la tragedia se plante entre los paquetes de folios y me borre el final del cuento. Lo miserable, me digo, aunque parte, no es todo en mí. Después de todo, son tanto mis amigos como mis personajes. Al llegar, Julio se extraña de verme, pero Nora en privado me lo agradece. Argumento que me faltan algunas cosas que hacer, y ella me sigue diciéndome que a cambio me deja el viernes por la tarde libre. El remedio es mucho peor que la enfermedad, y callar, que hablar. —¿Ahora sí valen los cambios de turno? Que yo sepa los prohibiste en la última soflama que nos diste. —Dije... Oye, yo no doy soflamas, yo hablo con vosotros como dueña de la tienda y os digo qué es lo que quiero. Soy una buena jefa, no soy una mandona, solo quiero tener el control de mi negocio. —Tú siempre quieres el control de todo. Nuestra casa la hiciste tú, nuestros horarios tú, nuestras vacaciones tú, nuestros amigos... —Los amigos no, eso es mentira. ¿Borja y El Oso cuántas veces se quedaron a cenar? ¿Cien? ¿Doscientas? Y venga a poner la gorra, y a marcharse cuando les daba la gana, y a no traer nada nunca, y a fumar dentro de casa por mucho que les decía —yo, se lo decía yo, tú qué le ibas a decir nada a tus amigos, bien que te habría gustado ponerte a darle a la María con ellos—. Pues nunca me cayeron bien, y nunca dije nada. —Ni tú a ellos, como si no se te notara. Eres el sheriff. Un sheriff que quería lo que quería. —El hijo. —Sí. —Quedarme embarazada. —Sí. —Otra vez. —Sí. Otra vez. Nunca se irá de entre nosotros dos. —Ya no hay nosotros dos, Julio. —Lo sé. Me echaste de tu vida y de tu casa porque no te quise hacer un hijo. No quiero, ahora no me apetece, quiero vivir mi vida yo para mí. Mi vida es mi negocio como tu librería es el tuyo. Tu papelería, tu papelería. Libros aquí fuera. —Decidí cortar porque tú eras incapaz. No podíamos vivir juntos y uno tenía que dar el paso. Tú eres un indeciso. —Muchas gracias, un detalle los insultos. —Tú me has llamado sheriff antes. Mira, aún pienso que eres un buen hombre. —¡Por Dios! ¡Vale ya! —¡Que no, que no lo he dicho con esa intención! Un hombre bueno, eso es lo que quería decir. —Un hombre bueno que no puede entender que la vida es caminar hacia adelante, que no te puedes quedar siempre estancado. Yo tengo una edad y se me empieza a poner cuesta arriba. —No te das cuenta, lo dices solo por ti... Parece que quisieras tenerlo con cualquiera. Con Cristóbal mismo. Un tiempo estuvisteis juntos, ¿no? Pídele el favor. —¡Eh! —intervengo— ¡A mí no me metáis! —¿No quieres hacerle un hijo a Nora, Cristo? Seguro que te agradece el favor subiéndote el sueldo. —Deja de decir basuras, Julio. Yo no tengo nada que ver con vosotros. —Y no te las des de grosero —retoma Nora—. No te va. No sabes. Tú no eres así. —¿Y cómo soy? ¿También sabes mejor que yo cómo soy? —Julio. Eres un hombre bueno, pero eres un inmaduro. Si el otro día le estabas diciendo a Cristo que me habías dejado... —Y qué más dará. ¿Es que importa quién abandona a quién, si los dos nos quedamos solos? —Da que no es verdad. Yo corté. Tú nunca te habrías atrevido. —Tú ganas. Una clienta, una mujer mayor, abre la puerta. Nora se apresta a atenderla, o al menos esa impresión tomo. Pero me sorprende cuando lo que sale de sus labios es: —¿Será mucho? Es que como he visto que estaba abierto, ese cartel tan colorido. —Gracias. Lo hizo él —señala a Julio—. Del tiempo no puedo decirle: estamos discutiendo cosas importantes. —Ah, bueno, hija. Pues en otro rato vuelvo. Hasta... Julio la acompaña y le abre la puerta. La conserva abierta más tiempo del que ella, parsimoniosa o lenta, tarda en marcharse. Nora lo mira; yo lo miro. Aguardamos con expectación y necesidad yo. Con necesidad y angustia ella. Nora no es de esperar. —No des el portazo, Julio. Cambiaremos, te lo prometo. —Hablaremos —contesta él. Y sale discretamente, dejando que la puerta, que a veces se obstina en mantenerse entreabierta, se atranque o no en las piedras de siempre. Este relato es inédito ANDRÉS NORTES (Murcia, España, 1977). Entre Murcia y Florencia se licenció en Filología Hispánica. Actualmente trabaja como profesor de Lengua Española y Literatura en el IES Villa de Abarán y mantiene una bitácora literaria titulada Murmullos de la anciana.
2 Comentarios
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21/9/2022 05:42:38 am
Buenos días señor / señora,
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Alberto Damian
24/10/2022 12:39:43 am
Buen día,
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FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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