TRADUCCIONES
MUESTRARIO DE OTRAS LITERATURAS POSIBLES
CARTA AL FUTURO I Amigo mío: Te escribo para de aquí a un siglo, cinco siglos, para de aquí a mil años… Casi seguro que esta carta no te llegará a las manos o que, si te llega, no la leerás. Poco importa. Escribo por el placer de comunicar. Pero si siempre estimé el arte epistolar, es por ser la forma de comunicación más directa que soporta un amplio margen de silencio; por ser la forma más concreta de diálogo que no anula por entero al monólogo. Además, me seduce el halo de aventura que rodea a una carta: papel desordenado redactado a una hora intermedia, un viento sin rumbo ni orden lo lleva por los caminos, lo pierde o no ahí, lo arroja al cesto de los papeles y del olvido, o lo guarda entre las señales de la memoria. Y por encima de todo, me agrada hablar desde el centro de este invierno y de esta ciudad mortal que me cercan. Escucho las voces subterráneas a la alegría mecánica, a los pasos cronometrados, al ajetreo de nervio y olvido que adivino a lo lejos, en una metrópolis-síntesis construida con alambre y cemento, y es bueno que esas voces resuenen en mi boca. Évora es una ciudad blanca como una ermita. Convergen en ella los caminos de la planicie como el rastro de la esperanza de los hombres. Y como en una ermita, lo que la habita es el silencio de los siglos, del descampado de alrededor. Conozco, de sus espectros, el vestigio de las eras; la noche medieval vive todavía en las calles que se esconden por los rincones. En las piedras del color del tiempo oigo un atropello de voces seculares. Voces de chusma, gritos de condenados, ecos de reyes, señores, estrépito de guerras, odios y sueños, bajo la inmovilidad de los mismos astros. Como un baúl del tiempo, irrealizado y absoluto, la ciudad ignora la exactitud del presente, conoce únicamente la alarma de la memoria. Las casas nuevas tienen todas la misma edad de siglos. Y cuando se sale de la ciudad la planicie prolonga, hasta un límite irreal, esta voz de infinitud. Por eso, es sobre todo por las noches cuando la ciudad se me revela. En las calles yermas, las farolas meditan sobre viejos espectros, velan el rastro del mundo desaparecido, esa ausencia que se siente en todo lo que ha sido tocado por el hombre y le retiene el calor de la vida. Pero porque esta ciudad no confraterniza con nosotros, porque la habitamos como quien pasa, como temporalmente se habita un hostal, porque somos en ella intrusos, yo le reconozco la verdadera cara, no a la luz de la evidencia diurna, sino a una oscura luz de eternidad. Me acuerdo perfectamente, amigo mío, de cuando por primera vez vi el templo de Diana. Era septiembre; yo había venido a hacer exámenes. Conocía el templo de los libros, de las fotografías. Ignoro si el monumento se alinea entre las bellas obras de arte, esas ante las cuales estamos todos autorizados a conmovernos. Lo ignoro porque hoy sé que el milagro puede surgir cuando menos lo sospechamos: la melodía de un músico ambulante, el silbido de quien pasa, un brote de hierba que irrumpe entre las piedras, pueden alborozarnos como la más pura y evidente aparición de la belleza. Subí la calle que sale de la plaza. Mal me fijé entonces en la catedral, oscurecida en un rincón. Llegué al final a la acrópolis donde se yergue el templo. Catorce columnas desnudas se levantaban hacia los astros bañadas por una luna caliente que iluminaba la explanada. Entre estas, se veían las estrellas, el espacio habitaba su irrealidad, y esa mano de piedra irradiaba hacia su infinitud. Suspendido de la memoria y de una oscura interrogación, me quedé allí algún tiempo, tocado por esa sorpresa indiferente que es el halo del umbral de la vida, la anunciación de los orígenes. He visitado el templo a otras horas de luna, pero jamás la inquietud me ha vuelto a visitar así de pura y fulminante; tal vez porque el saberlo, el buscarlo, le velaba un poco la cara — tal vez porque él solo reconoce la verdad de quien no está prevenido, de quien viene desarmado de los combates diurnos. Pero la vida está llena de su don original y solo espera de nosotros un poco de atención — o no exactamente de atención, no exactamente de atención: un poco de humildad, de una íntima desnudez. Yo le reconozco de nuevo, a ese don, a esta hora de lluvia en la que escribo. En la calle desierta, la oigo caer, expulsar de la ciudad los robots de la ilusión, a grandes bramidos de un viento sideral. Dirás tú, amigo mío, o alguien a tu lado, que son ellos precisamente quienes me construyen el mundo donde la “aparición” es posible, este mundo al cobijo de una estufa que me calienta, de un tejado que me abriga. También tengo mi parte de robot, y no la niego. Pero sé que hay otra cosa esperándome y que solo después de ella es que no hay ninguna más. Tengo solo esta vida para vivir y sería casi una traición que yo faltase a su entrevista — esa entrevista concertada desde toda la eternidad. Por eso yo la busco para mi vida, en todos los lugares donde sé que ella me espera con una palabra para decirme. Los robots de la locura son los que la ignoran, porque su mundo es el de la transacción inmediata, un mundo táctil, de objetos, como el de los niños. Yo los veo ahora, pasando desorientados por la calle abandonada, huyendo, despavoridos, de la invasión del silencio. Con paraguas abiertos, con los cuellos de los abrigos subidos, se refugian en sus garitas como animales acosados, ahí se quedan esperando a que el enemigo pase. Sí, ellos conocen la “fraternidad” y la yerguen como bandera de su redención. De la fraternidad ellos solo conocen la fácil estrategia de las palabras cambiadas, de los brazos que se apoyan los unos en los otros contra el miedo; pero la profunda fraternidad — tú lo sabrás, amigo mío — no es una cadena de brazos, sino una comunión del silencio, una comunión de la sangre. Toda vida que se cumple agota la comunicabilidad donde quiera que se anuncie. Así, la hora de su verdad no es la hora del mitin, sino de la soledad final. La máscara que nos defiende, no tanto de los otros como de nosotros mismos (porque si nos la ponemos no es tanto para que los otros nos identifiquen a través de ella como para acabar identificándonos con ella), esa máscara que es de comedia, aun cuando es de tragedia, es bien vana en los instantes postrimeros de cualquier situación, porque entonces los ojos que nos ven no nos ven desde fuera, sino desde el interior. ¡Ay! Estar solo es terrible. Y difícil: la propia soledad del espíritu inventa la memoria de la fraternidad corpórea, rememora la presencia de los otros, las opiniones de los otros, sus miradas que se nos clavan y nos esperan del otro lado de la aprobación. Por eso se me ocurre muchas veces que para que un hombre sepa qué voz última le habla, debería al menos verse ardientemente en el momento de una muerte abandonada, en una isla desierta y perdida. Pascal: On mourra seul… Sí, pero la mentira conoce todos los caminos, incluso los que nosotros ignoramos. La muerte espectacular en una acción de heroísmo puede inventar el espectáculo aun cuando no lo haya. Puede inventarlo en la memoria de la unión fácil, que perdura, con el mundo habitado. Todo hombre muere solo, pero no todos lo saben. Recuperar en cada acción la soledad original de una muerte verdadera es el profundo acto humano de quien no quisiera perderse, de quien desea eliminar esa zona que se interpone entre la mentira de todo y la verdad iluminada de nosotros mismos, esa zona que es lo baldío para los otros y con la cual se construye la “sicología de las multitudes”… ¡Ay! La realidad inmediata reconforta, aunque sea la realidad de una piedra que nos lanzan. Porque una piedra es consistente, se conoce, sin inquietud, en la dureza que nos crea en las propias manos, nos define, sin sombras, la cabeza que nos hirió, la sangre que nos inundó la cara. Las piedras nos construyen la calle que pisamos y donde podemos sentirnos vivos de esa vida inmediata que sabe el dónde y el para dónde, de esa vida articulada como engranaje preciso de reloj, a cuyo rumor acompasado puede incluso apetecer dormir… Llueve. La furia del viento no cesa. Fustigada por su látigo, la lluvia se escurre por la vidriera, barre la calle de recuerdos concretos. Es una memoria antigua, pesada de augurio, se me levanta en su clamor, memoria oscura, anterior a la vida. Así, lo que recuerdo no tiene cara ni nombre; es la forma hueca de un umbral vago, pura anunciación de presencia, oscura inquietud de una aparición. En un lejos imaginado, pasan los vientos alienados, masas de niebla se deslizan sobre la tierra abandonada; una voz de espacio resuena en mi atención suspendida. Lo que es cierto e inmediato, lo que me viene a la boca y tiene nombre, lo que es exacto y mesurable, se refugia en la timidez de la penumbra y del silencio; porque la voz oscura que me habla transciende el pasado y el futuro, vibra verticalmente desde mis raíces hasta los límites del universo, ahí donde el recuerdo es solo pura expectativa despojada de su contorno, es solo pura interrogación. A esta hora absoluta, conozco el vértigo de la infinitud, el halo más distante de mi presencia en el mundo… II Pero tú, amigo mío, ¿dónde estás? Sobre tu suerte, ¡cuántas cosas fascinantes y absurdas hemos imaginado! Sin embargo, todo eso que hemos imaginado, fíjate, cuántas veces no sería como respuesta a nuestras interrogaciones, sino como un motivo más para distraernos… Porque la distracción es la parte más rebelde y la más insidiosa de nuestra condición. Se nos infiltra no solo en nuestro consentimiento, en las treguas que nos damos, sino también en lo que es una conquista de nuestra rara grandeza. El arte, el heroísmo, la propia evidencia del vértigo, del milagro, los sueños de la redención y de la nobleza, todo lo que incumbe a nuestra profunda unidad, un nada lo reabsorbe en solidez, en moneda de compra-venta para que hagamos transacción con los otros en el mercado de la vanidad, del pasatiempo, en el gran mercadillo de la vida. Hay una distancia infinita entre la aparición de la verdad, la inmediata evidencia de sea lo que sea, y hasta incluso de su reconocimiento: cuando miramos a la evidencia por segunda vez, ella ya está alineada, clasificada, endurecida entre las cosas que nos cercan. He aquí porque ignoramos o deprisa ignoramos la cara de lo que hay de extraño en los hechos más banales: en el de la vida, en el de la muerte. Por eso nos sorprendemos hasta el absurdo, hasta la incredulidad, cuando se nos muere un pariente, un conocido, o sea, de algún modo, una fracción de nosotros; y solo admitimos que haya muerto verdaderamente cuando se aleja definitivamente hacia el pasado, saliendo de nuestro mundo, de este mundo estable, armónico, regular, y forma parte ya de las sombras indefinidas de otro tiempo y es, en suma, una ficción. Solo entendemos la muerte cuando nos la sabemos de memoria, cuando no significa ya la aniquilación de una vida como la nuestra, sino que es solo el margen de esta vida, y que la prolonga el nada que nunca puede acceder a ella, ni puede cuestionarla, cuando el contorno no altera su (nuestra) perennidad. El misterio y su asombro son el tejido de todo, ¡pero cómo lo ignoramos! Estamos instalados en la vida como si nosotros mismos no existiéramos, como si fuéramos el mismo mundo que existe, la misma realidad que es, su presencia absoluta de estar siendo. Y la simple reflexión de que es el mundo el que depende de nosotros, de que su maravilla está suspendida, para nosotros, de nuestra mirada, nos marea. ¿Por qué nos sorprende que una pequeña invención técnica nos perturbe, nos abra la vieja interrogación? He aquí que después de haber abarcado la tierra, de colocárnosla en la mano como la pequeña pelota de un dios poderoso, después de confrontarnos con nuestras razas, en nuestros sueños milenariamente solitarios, después de haber agotado nuestra búsqueda mutua, he aquí que acabamos por rasgar los espacios hasta más allá de donde nuestra imaginación descubre el vacío que nos circunda; descubre, en un escalofrío, nuestro pobre globo perdido en la polvareda de los astros; recuerda, con una nueva evidencia, la infinitud de las distancias que les unen al universo. Y una vez más la vieja angustia de un Lucrecio, de un Pascal, frente a la eternidad de la noche, nos hace desvariar de aflicción. Posiblemente, amigo mío, cuando te llegue esta carta a las manos, si te llega, ya estarás instalado en la indiferencia en medio de tanta nueva invención que ni sabemos ni imaginamos. La memoria fácil del hombre es solo su recuerdo. Comienza para cada uno de nosotros en aquello que desde la infancia le refrendó la vida. Pero la otra, la memoria pura que es solo el vértigo de las eras, eco de una voz que transciende los límites del tiempo, recuperándose tal vez ahí, en esos puntos de referencia, aunque instalándonos, porque el momento es de milagro, en un pasado y en un futuro sin límites; nos reinventa un acorde único, esa música milenaria de estrellas y de nada, nos abre a la aparición de la vida donde somos un breve punto perdido, y la memoria es así pura vibración hacia las cuatro esquinas del mundo, pura expectativa de una interrogación sumergida. Es entonces posible vencer a la muralla concreta que nos cerca, a la realidad inmediata, a los hechos conocidos o recordados, y despertar desde una distancia ilimitada al eco de esa voz que nos trasciende. Sí, toda realidad inmediata, aunque bella, muy pronto pierde la belleza: con gafas rosas, solo se ve el mundo rosa, mientras dura el recuerdo del otro, del que no era. Después de poco tiempo con gafas rosas, el color rosa no existe… Por eso yo creo que, estés donde estés, te rodee lo que te rodee, la indiferencia podrá venir a tu encuentro y el asombro de nuestras invenciones no te conmoverán ya; como creo también que si te vuelve el asombro, después de nuestra indiferencia ante las invenciones de los otros, después de tu sorpresa, se abrirá para ti, en medio de la indiferencia que te sobrevenga a la nuestra. Lo que no me imagino es qué responderás a la interrogación que viene en él, aunque la respuesta final yo la sé; yo la sé — pero como una respuesta-límite y de memoria: a una interrogación solo responde la evidencia que no se conoce sino cuando ya nos posee… ¿La habrás descubierto o visto tú? ¿Qué les queda entonces a los que vengan después? ¿Qué significará la vida, que continúa inexorable, hacia una evidencia final, la última, la del horizonte de los horizontes? Una respuesta-límite debe ser igual a la muerte… De cualquier modo, aunque no lo sea, nada de lo que interfiere en nuestro destino de hombres se puede transmitir, enseñar: lo que pertenece a la vida profunda solo de nosotros mismos lo podremos aprender. ¿Dónde estarás tú realizando tu aprendizaje? Yo te imagino mirando a la Tierra por la noche, allí donde no sé, como ahora yo estoy viendo la luna entre los espacios de las nubes que restan de la tempestad. Yo te imagino regresando aquí, a nuestro planeta revestido de los bosques antiguos, suspendido de los vientos de augurio, reviendo las huellas que dejamos, las ruinas de lo que construimos, alguna columna erguida todavía hacia la madrugada, algún libro perdido entre despojos — rastro de nuestro sueño de condenados. Imagino también que en ese instante despoblado, sintiéndote en los límites de tu persona desnuda, reinventando el espacio y el silencio, regresado de las certezas manuales de la solidez diurna, tú reconozcas esta vieja interrogación que te transmito desde el centro de nuestra desazón. Lo que no sé es si tendrás una respuesta para ella. Lo que no sé es si a ese último límite, que es el último que podemos imaginar, tú lo habrás alcanzado y habrás instalado en él tu reino para la paz y armonía imposible desde las profundas sombras en las que soñamos. La sangre que nos calienta y nos inventa la vida, es el aire que respiramos y da a los sueños las formas de esa presencia invisible de todo lo que nos cerca. Un modo de pensar, de sentir, se organiza en los límites de las raíces confusas, se transforman ahí oscuramente, mientras nuestras manos distraídas siguen modelando el polvo de los sueños muertos. Somos la carne y la presencia del todo que nos cerca. Las células vivas de un espíritu que no muere van expulsando a las que ya se han corrompido. Lentamente, una evidencia nueva nos habita los nervios, se corporiza con nosotros, en nuestra persona. Y un día nos descubrimos como unidad milagrosa, una seguridad de ser, el puro acto de nuestra identidad — en lo que afirmamos o negamos. Mucha gente, amigo mío, nos explica que tal modo de ser uno, de que nos habite la presencia de lo que nos cupo, es el fruto de la erosión o de la sedimentación de lo que esto o aquello corroyó o sembró en nosotros. Sí, pero la piedra que el agua ha desgastado, si pudiera conocerse, ignoraría, por vana, la explicación del agua y del tiempo; se sabría entera, irreductible en su condición de piedra mutilada. Sería solo la verdad absoluta de ser piedra desgastada, en el instante en el que así se reconoció. La acción de lo que nos rodea, si la conocemos, es una verdad indiferente. Lo que no es indiferente y se nos impone como la única verdad que irrumpe en nosotros, lo que nos afirma como totalidad de ser, lo que nos define y es la propia realidad de estar siendo — es el todo que nos sentimos y nos proyecta, es la absoluta presencia de nosotros en nosotros mismos, esta irreductible e impensable realidad de lo que somos; impensable e irreductible porque no podemos serla desde fuera, desdoblarla en dos totalidades. He aquí porque recelo a veces que no llegues a entender bien lo que te digo y, sin embargo, no me es radicalmente imposible imaginarlo. Por eso te reconduzco a mi mundo y se me impone la certeza de que escucharás mi interrogación, y puedo concebir que tengas para ella una respuesta sentida — esa que la anula como la interrupción que se ha ido y, así, tal vez no pueda imaginar la angustia donde se había erguido. Solo hay un problema para el hombre, solo hay una forma de humanismo: la evidencia de una alegría final en los límites de nuestra condición. Hasta entonces, admito que todo sea provisional e ingenuo. Pero aunque la tengas, si la tienes, creo que no podrás transmitirla y que sea, en tu aprendizaje, tu accidental aparición — sería bueno que supiéramos de qué abismos la deseamos conquistar, nosotros que supimos que debía conquistarse. Y si tu mundo es el de la redención, no como el nuestro, el de la angustia y el de la búsqueda — que yo te imagine, a pesar de todo, en el límite de lo que nos fascina y nos obceca, entre las formas de la sorpresa, del asombro resplandeciente, de la inverosimilitud de todo, para que ahí reconozcas un poco de lo que hay de necesidad en estas palabras que me queman la boca. Que yo admita que, aunque no reconozcas la validez de mi asombro, tú imagines cómo de válido fue para nosotros y midas así la extensión de tu propia conquista en los límites de nuestra inquietud, igual que nosotros, en raros instantes, conocemos, dentro de nuestra salud y de nuestro bienestar, los límites de la enfermedad y de la pobreza. Así, tu redención estará asegurada — y solo así; solo después de quitarse las gafas rosas, el color rosa existe. Además, amigo mío, la propia plenitud de alegría es una comunicación de raíces—, nosotros lo sabemos por los breves momentos en que nos visita, o nos da esa impresión. Sé por eso que la alegría integra en su origen un límite de interrogación; sé por eso que ahí, en esa zona inicial, la amargura cohabita con ella, porque la amargura profunda es también una aparición original. Toda escala de valores, de sentimientos, la alegría o el dolor, la nobleza, la bondad, tienen su delegación en el mundo árido de los hombres, en el de la mecánica inauténtica, como tiene su sede verdadera en el mundo de la iniciación, de la iluminada posesión de nosotros mismos. Por eso, lo que te digo tendrá tal vez para ti las formas de una profunda identidad, así, en mis palabras, que tal vez tu halles en el eco de tu voz. Traducción: Raquel Madrigal
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TRADUCCIONES
El Coloquio de los Perros. AL HAZMI, ALI ANDRADE (DE), EUGENIO ANGELOU, MAYA ARMITAGE, SIMON BERT, BENG BERTRAND, ALOYSIUS BHATTACHARYA, DEEPANKAR BIANU, ZENO BLANCHARD, MAURICE BLANDIANA, ANA BOUCHET, ANDRÉ (DE) BOURSON, GILBERT BOUVIER, NICOLAS BRODA, MARTINE BROWN, STACIA L. BUZZATI, DINO CALVET, VINCENT CAPRONI, GIORGIO CARDOSO, RENATO F. CASTRO (DE), MANUEL CÉSAR, ANA CRISTINA CHAMBON, JEAN-PIERRE CHAVAL CHESTERTON, G. K. CONTINI, DONATELLA CORSO, GREGORY COUTO, MIA COUTO, MIA [POEMAS] DEGUY, MICHEL DELANEY SPEAR, SUSAN DELERM, PHILIPPE DIMKOVSKA, LIDIJA DOMIN, HILDE DOMINIQUE ANÉ DOMINIQUE ANÉ [OKLAHOMA 1932] DRUMMOND DE ANDRADE, CARLOS DUPIN, JACQUES ELIOT, GEORGE ESPAGNOL, NICOLE ESPANCA, FLORBELA FERREIRA, VERGÍLIO FOLLAIN, JEAN GARCIA, JUAN GINSBERG, ALLEN GONZÁLEZ LAGO, DAVID GOZIS, GEORGE GRANDMONT, DOMINIQUE HAM, NIELS HAUTECLOCQUE, XAVIER (de) HÉLDER, HERBERTO HEMINGWAY, ERNEST HIERRO LOPES, BEATRIZ HIGHTOWER, SCOTT HOGUE, CYNTHIA IGLESIAS, XOSÉ JIYAN, RÊNAS JUDICE, NUNO KALÉKO, MASCHA KANDEL, LENORE KEROUAC, JACK KHAÏR-EDINNE, MOHAMMED KHENSIN, SUMITAKU KINNELL, GALWAY LACERDA, ALBERTO (de) LAYOS, ILÍAS LÉVIS MANO, GUY LUCA, GHÉRASIM LUCIE-SMITH, EDWARD McHUGH, HEATHER MAULPOIX, JEAN-MICHEL MAWGOUD, MONTASER ABDEL MERWIN, W. S. MICHAUX, HENRI MIERMONT-GIUSTINATI, ADELINE MILTON, JOHN MONTEIRO, KRISHNA MOORE, MARIANNE MORENO, ANNA NAPORANO, FERNANDO NERVAL, GERARD (de) NILO NUNES, LUIZA OLIVEIRA (DE), ALBERTO OSORIO GUERRERO, RODRIGO PESSANHA, CAMILO PESSOA, FERNANDO PINTO DE AMARAL, FERNANDO PLATH, SYLVIA POZZI, ANTONIA PRÉVERT, JACQUES PROUST, MARCEL QUINTANA, MÁRIO RAMBOUR, JEAN-LOUIS RAMOS ROSA, ANTÓNIO RAMOS ROSA, GISELA GRACIAS RATROUT, FAHKRY RILKE, RAINER MARIA RODRÍGUEZ-MIRALLES, JORGE HEMEROTECA
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