TRADUCCIONES
MUESTRARIO DE OTRAS LITERATURAS POSIBLES
SOY-LA-FLOR-ALTA-QUE-GIRA Si la gusanera devasta la tropa, saben de específico más eficaz que el mercurio: rezar. No hace falta ver al animal enfermo (...) O entonces, lo que es aun más transcendente, lo curan por el rastro. Os Sertões, Euclides da Cunha Y allí se van: sus pies dejando el rastro. Y yo detrás, por su sendero, siguiéndoles y de adentro recogiendo espinas. Fue así desde el principio. Lo recuerdo. Todo comenzó hace años, yo-niña, en la misa con la abuela, sentada a su lado, escuchándola decirme, mandamiento: No te arrodilles. Pensé: ¿Pero cómo? Si a nuestro alrededor todo lo que veía eran cabezas pendidas, hundidas en la humildad de rodillas, mientras el padre Orlando blandía el fuego. Padre Orlando: mirada encendida, cejas como guadañas blancas, el pecho inflamado, tronando intercadencias de castigos, amenazas. Mientras tanto, la abuela, sentada, me amparaba firme, No te arrodilles. Sí, la abuela sabía, había sido así, siempre: el padre Orlando la miraría, la dejaría en paz, y después ella me alisaría la falda, me arreglaría las trenzas, Vamos, y con la mirada altanera, conduciéndome de la mano, sería la primera en dejar la iglesia; en casa, prepararía tés, imágenes, plantas, infusiones; y ese mismo domingo recibiría a los pecadores, uno a uno, sentada en la silla de paja, a la sombra de nuestra parra, frente al gallinero, posaría en cabezas pecadoras la mano derecha, caritativa, mientras con la izquierda, sosteniendo una rama seca, rayaría cábalas en el polvo del terreiro, librándolos a todos de la fiebre, reumatismo, miedo, de un sinfín de angustias, ese era el arreglo; el tenue, inestable equilibrio; pero aquella mañana en la misa el padre Orlando decidió romper la tregua tácita, duramente establecida, ¿por qué motivo?, no sé decirlo, y lo que recuerdo es que —con la calva reluciente, postura de arcángel— inflamó las huestes contra mí y la abuela, ¡Arrodíllense! mientras la abuela, a la vista de todos, se ponía más recta, como sentada en su trono concediendo audiencia; y fue entonces cuando el padre Orlando, destensándose, comenzó a lanzar iras inconexas, gritó, para que toda la nave escuchara: la abuela hacía pactos, frecuentaba las encrucijadas, la abuela se levantó; caminó enhiesta hasta el altar; y delante de él —justo delante de los pies del padre— trazó una raya con la punta de la sandalia, cortando el polvo acumulado en el piso de piedra, diciendo Este es mi rastro, Orlando; aquí, marcado; para tu bien, nunca lo pises, el padre se calló, boquiabierto; y su silencio y el de todos fue un espanto casi palpable; yo miré la raya en el polvo, y resistí a la mano de mi abuela, que me tiraba para salir, pues quería decirle lo que veía: vislumbraba un lecho, un trazo iluminado, cristalino; casi como espada de raíces profundas, plata recién pulida, no tuve tiempo, quise decirle, pero no me dio oídos; salimos, mientras, atrás, con voz desgraciada, el padre Orlando intentaba recomponerse, y hubo señales, otras; surgieron en la tarde del mismo domingo, hacia las tres, cuando la abuela me puso a moler en el mortero una mezcla de jengibre, valeriana y miel, que la mezclara con un trago de vino tinto, que la transportara, en una taza de porcelana, hasta un pequeño oratorio, a la sombra de la parra, donde, arrodillada, los ojos cerrados, la abuela la recibió de mis manos, murmulló algo dentro de la taza, acercando su boca al borde y —los ojos cerrados— la extendió, entregándosela a Doña Julia, Tómela de un trago, y después repita palabra por palabra conmigo. Doña Julia: respetuosa, rezaba, pero su voz a mucho costo lograba cruzar el catarro endurecido, el pecho resollaba, hilos de sudor le bajaban de la cabellera canosa, le cruzaban la frente, el rostro, le enroscaban el cuello de árbol seco, Repita, fuerza, fuerza, le decía la abuela, sin embargo, por más que Doña Julia resollara no lograba emitir su voz, y fue entonces cuando un pájaro que nunca había visto atravesó como flecha la glorieta, la parra: pareció traspasarme; y el patio, el gallinero, el huerto, todo giró, pleno de pájaros; las piernas me faltaron; un ahogo parecido al de Doña Julia me envolvía más y más, ajustándose como un círculo, y busqué la mano de la abuela, pero no la encontré, y noté el dolor en mis propias manos, y cómo en las muñecas el corazón se atropellaba, se me movió el piso, miré al suelo y, en el polvo del terreiro, vi: vi el rastro de Doña Julia, indeleble, nítido: brillaba más que todo, pero no como el rastro de la abuela, por la mañana, en la iglesia; al contrario, era un brillo opaco, de lámpara fría, y forcé la vista, y vi que el rastro de Doña Julia estaba acribillado, encrespado de espinas, y que cada espina le hacía un agujero por el cual se perdían destellos, y fue en ese momento que las ganas —que no explico; solo sé; que en aquel instante estaban en mí—, muchas ganas me dieron de agacharme, retirar cada una de las espinas, de pensar, curar los agujeros en el rastro con una gota de mi saliva, de juntar en la palma de mi mano espinas y más espinas, recogerlas, con ellas caminar hasta un rincón del terreiro donde estaban las flores-altas-que-giraban-siguiendo-el-sol, de fingir que la palma hueca de mis manos (repleta de espinas cosechadas), fingir que mis manos eran corolas, apuntarlas a lo alto, para que el sol quemara las espinas, hasta que restara solamente el polvo. desperté, recostada en el cantero de flores, mi abuela lloraba, Doña Julia respiraba un viento fluido, hoy, cuando recuerdo todo, y me miro al espejo, y me asusto al ver en mí la imagen de mi abuela, tal como era en esa época, hoy, cuando miro el polvo de aquel tiempo pasado, lejano, es fácil encontrar patrones, como el que leo en la borra del café, en las tazas, y lo sé, todo fue presagiado, escrito, ya cuando era niña, pero en aquel ayer yo no podía saberlo, por eso me sentí perdida los días siguientes, cuando la abuela, al verse ante casos de enfermedades más difíciles —una herida que se propagaba, perversa, en la pierna de un niño; un hombre que decía oír una voz que le ordenaba matar a todos; una mujer devota, con el seno pesado de tumores, que confesó haber llegado a ese punto por no querer desvestirse frente al médico hombre—, cuando la abuela se veía ante ellos, los desengañados, los desilusionados, ella, en vez de buscar en el fondo del huerto las plantas secretas, o simplemente confesar, Nada puedo, lo siento, ella, desde la tarde que Doña Julia estuvo en casa, simplemente conducía a esas personas de la mano hasta mí (yo jugaba, quieta, con mis muñecas), y cargaba un silencio en sus ojos, en los cuales sin embargo yo podía leer, Haz lo necesario, y entonces respiraba hondo, y encontraba, en el patio, los rastros, en ellos detenía los ojos, y era traspasada por pájaros que —hoy lo sé— solo volaban dentro de mí, y recogía espinas, y las quemaba, manos abiertas, girándome hacia el sol, sí, para todo hay límites, pero tardé en conocer los míos, pues al principio fueron tantas curas, tantas personas que llegaban, salían, llegaban, tantos rastros que dejaba cristalinos, que llegué a creer en lo que los romeros (que empezaban a venir) decían: que yo, que mi presencia, era un nuevo advenimiento, pero cierto día, a los quince años, cuando ya me imaginaba capaz de todo, las espinas de la abuela se salieron de control; ya me había conformado con el hecho de que ella, hacía tiempo, me había cedido la prioridad (en el fondo, le gustaba); la mantenía en casa, quietita en su silla de paja, abrigada, perfumada, bien vestida, frágil como vajilla de más de cien años, y todos los días investigaba, olía su rastro, lo limpiaba de toda impureza y mal, pero sucedió una tarde que las espinas se rebelaron, por cada una que quitaba surgían otras dos y las arrancaba de un golpe y cuatro más brotaban y me pasé toda la tarde y la noche en una batalla contra esa floresta ardua y puntiaguda e insoslayable que crecía crecía crecía, hasta que, al amanecer, cuando ya no aguantaba, cabeceaba, escuché un Ay, y lo supe: incluso la abuela tenía márgenes, me levanto a mucho costo de la silla de paja, salgo de casa en la noche a mi paseo habitual, camino hasta la plaza de la matriz; estamos en junio, hace frío, el pueblo se aviva, sopla hogueras, canta, come dulces y bizcochuelos, yo extiendo la mano arrugada, les concedo la bendición a algunos, que se inclinan; pero también soporto la mirada-puñal de otros; y recuerdo que los romeros, y todos los humildes, no tuvieron problema al escuchar la confesión de impotencia que, después de levantarme del cantero de flores-altas-que-giraban-siguiendo-el-sol, aprendí a decir ante algunos casos, después de secarme el sudor de la frente; pero estaban los otros; todo comenzó la noche que alguien llamó en casa y dijo, El padre Orlando se está muriendo: quiere verte, y fui a la casa parroquial, siguiendo el rastro del padre Orlando, que se esparcía por la ciudad en vetas y más vetas antiguas, como valles, pues su rastro se había irradiado, había marcado todo, establecido rutas, tradiciones, caminos, era un rastro que siempre buscó tragarse el mío, barrer el mío como el de la abuela y nuestra estirpe, pero a despecho de todo eso nunca tuve por Orlando ningún resentimiento, ojeriza, nada, Por eso créame, mis palabras son verdaderas (ensayaba decirle), Por eso créame cuando digo (me acercaba a los portones de hierro de la casa parroquial), cuando digo que no hay nada que se pueda hacer, y lo que debe tener en mente, Orlando (abrí el portón), lo que debe tener en mente es que su paso entre nosotros fue honrado (entré a la casa), que de usted siempre me consideré adversaria, sí, pero nunca enemiga (hasta su cama me llevó una hermana que lloraba), y que digo todo esto con llaneza, con el pecho limpio, pero lo que vi en la cama me dejó confundida; me tragué las frases ensayadas; vi a un hombre con ojos divergentes, dispares; uno de ellos me lanzaba dardos de odio, mientras el otro lloraba como el ojo de un niño herido; vi un ojo que me depreciaba, despreciaba, mientras el otro me imploraba, Quiero la vida (parecía decir), vi que uno se iba apagando de a poco, capturado por el torpor del deceso, mientras el otro se aferraba a la tierra con tentáculos, y pienso, ¿A cuál debo hablarle?, ¿A cuál le digo: no puedo hacer nada, lo siento?, y fue entonces que la cuestión se resolvió por sí sola, el ojo del niño se cerró, como quien nace al revés, mientras el del hombre me atacaba con odio, con espinas disparadas como lanzas a partir de aquel rastro orgulloso que no moría, y entonces Orlando disparó la final-ofensa, Bruja, la injuria, Bruja, su ojo lagañoso de viejo explotando de cólera en chispas que crecíancrecíancrecían aún más al notar que mi respuesta, la única, era esta: la compasión silenciosa; la pena, el padre fue el primero de ellos, aquellos cuyo símbolo mejor para definirlos es de los naipes de Marsella, que nos muestra a un hombre coronado, que se pretende el centro, la encarnación del imperio: sin saber que, tarde o temprano, la carta de la vida de todos es la de la torre que se despedaza; sin embargo nunca lo aprendieron, ellos; siguieron, con los años, viniendo a mí, el alcalde, el juez, el presidente de la cámara, el gran maestro de la orden masónica, como los senadores de paso, obispos que de mí oyeron hablar, todos cáscaras de la soberbia, mientras, atrás de ellos, marcado en la tierra por sus pies frágiles, se extendía un rastro enfermo, superficial, acribillado de espinas, llegando al fin, el fin; ¿cómo explicarles? hoy, finalmente, encuentro la respuesta; a medida que camino entre todos, rayando con mis sandalias de madera el rastro en la tierra de la plaza, miro mi propio rastro, me calmo, aclaro la mente; miro mi rastro, en cuyo surco el crecimiento repentino de brutas espinas anuncia: el señor del Tiempo, el que concede luz, determinó que llegó mi turno, mi momento; pero no me entristezco; aprendí con la abuela el lenguaje de los pájaros; y recuerdo que la abuela decía que los pájaros le decían que mucho más allá del río de nuestra ciudad existían otros ríos y que todos, a fin de cuentas, eran un mismo rastro dejado en la tierra, sin márgenes, donde, al fin, todos desaguarían; el fin; hoy, finalmente, se los explicaré; ignoro las palabras de los que usan traje negro, que cometen la falta de respeto de no quitarse el sombrero frente a la iglesia, y me repiten Bruja entre dientes, bebiéndome con ojos de odio; consuelo a los que se inclinan y me besan, Madre, y me regocijo, pues esos encontrarán el fin de la tristeza, del desamparo; veo a los de traje negro ordenarles a esbirros con ojos de lobo que hagan un círculo a mi alrededor; que corten mi contacto con los simples, que me podrían salvar; veo que se cierra el círculo de pistolas y navajas, doblegándome hacia la mayor de las hogueras, que aún no está encendida; uno de los esbirros se acerca a un fardo inmenso de leña, verifica la rigidez de la estaca clavada justo en su centro; de repente, un viento sopla, derriba al hombre en el suelo; todos ríen; siento ganas de decirle que los pájaros que le hablaban a la abuela le contaban que a los juncos flexibles nunca los derriba el viento, que solo arranca los árboles altaneros; camino hacia el fardo de leña; me muestro inocente, Bruja, Bruja, escucho que pronuncia la barrera de voces detrás de mí, cubriendo la voz de los más simples, Madre, que quedan atrás, sitiados; siento ganas de decirles, Quietos, calmos, pues solo hoy mi mente reposa en una felicidad que no es pasada, sino que se hace aquí, presente, en el día del fin; el fin, mi fin, Tu fin, Bruja, es lo que seguramente piensan esos brutos cuando un esbirro me patea mientras el otro me arrastra de los pelos ralos de vieja hacia la estaca y me ata con las manos hacia arriba, mientras un terrateniente viene, me escupe el rostro, sin saber que, hoy, mi cara es una armadura impenetrable, pura; y uno de ellos me baña en querosén; otro enciende la llama, Bruja; y una luz de mil rayos expulsa la oscuridad de la noche, las voces de los lobos ríen, ríen, ríen ¿de qué?, ríen pues no saben todavía, ¿no saben que solamente ahora, justo ahora, cuando comprendo el fin, solamente ahora todo lo que es bueno y gracioso brilla?, brilla, el brillo, el fin; no, todavía no entendieron cómo el aire se alteró; cómo la noche poco a poco va partiendo, aunque todavía sea temprano para eso; y me doy cuenta que sería necesario que hubiesen aprendido el lenguaje de los pájaros para tener los ojos abiertos pues nunca entenderían lo que los pájaros le decían a la abuela sobre el día que los tres mundos se volverían uno y que las estrellas dejarían de cumplir su promesa de no caer y que el fuego de una estrella sería el de todas y que el río inmenso, sin márgenes, que deja rastros de ríos en la tierra, que hasta ese río se llenaría, se levantaría sobre las playas, arrastrándolos a todos, rastros, todos, veo los rastros de todos; solo ahora entiendo; los rastros de los de traje negro, el de sus esbirros-lobos (Bruja), y el rastro de los simples (Madre), y el del Padre Orlando, y el de la abuela, y el de Doña Julia, y de todos y todas las que nos precedieron, aquí, en esta ciudad iluminada por mi hoguera, todos ellos-rastros son, en el fondo, un mismo rastro, una escritura confluyente; casi como la trama jeroglífica de una alfombra como las que la abuela tenía adornando su sala y que decía haberlas recibido de un mercader, agradecido; solo ahora veo eso, ahora, con perspectiva; veo que los rastros de todos los hombres —todos— confluyen hacia el mío, aquí, en la estaca ardiente; y es cuando, en el tiempo de un parpadeo, los que gritaban ¡Bruja! ¡Madre! delante de mí perciben lo que ya sé hace mucho tiempo; que en verdad esta luz que brilla y brilla no es de la hoguera, sino la de un sol que surgió en lo alto, espantó lejos la noche; y escucho un tropel que corre hacia todos lados en la plaza, alejándose, dejándome aquí, sola, con las manos atadas a la estaca, apuntadas hacia arriba, hacia el sol, recordando lo que una vez le dijo la abuela al padre Orlando, que le hablaba de la ira de Dios, Mi Dios es un junco, le respondía ella, Mi Dios es un junco, repito, y esas palabras repetidas casi como si la propia voz de la abuela estuviera ahora, cariñosa, aquí, conmigo, esas palabras llevan hacia muy lejos el dolor de mis piernas, cuya carne quema, estalla, chilla, Mi Dios es un junco, y por eso me dejo traspasar por los pájaros que llegan, solo existen en mí, elevo las manos a lo alto, corola abierta, y giro, giro, y mi cuerpo en la estaca es un carretel que atrae los rastros de todos, los cuerpos de todos los que ya desaparecieron lejos, pero a quienes arrastro hasta aquí, de vuelta, a mi órbita; y gritan, pero les digo, No teman, pero gritan, a medida que los tiro del rastro (Este es mi rastro, Orlando: para tu bien, nunca lo pises), los traigo hasta mi hoguera, los llevo conmigo, y mi cuerpo en la estaca es la rueca de una hilandera y ellos están hechos de hilos que tiro hacia mí y giran y giran queman y gritan, yo grito, Soy-la-flor-alta-que-gira, grito, giro, Soy-la-flor-alta-que-gira, como las de mi cantero, siempre lo fui, desde el inicio; pero ahora lo descubro, les digo, Solamente ahora, a medida que nos quemamos, subimos, todos juntos, rayando brillos de plata recién pulida en el cielo sin nubes, Nuestro rastro, rayando el cielo. Hacia al sol, subiendo. Rumbo al sol. Traducción: AUGUSTO NEMITZ QUENARD
0 Comentarios
Deja una respuesta. |
TRADUCCIONES
El Coloquio de los Perros. AL HAZMI, ALI ANDRADE (DE), EUGENIO ANGELOU, MAYA ARMITAGE, SIMON BERT, BENG BERTRAND, ALOYSIUS BHATTACHARYA, DEEPANKAR BIANU, ZENO BLANCHARD, MAURICE BLANDIANA, ANA BOUCHET, ANDRÉ (DE) BOURSON, GILBERT BOUVIER, NICOLAS BRODA, MARTINE BROWN, STACIA L. BUZZATI, DINO CALVET, VINCENT CAPRONI, GIORGIO CARDOSO, RENATO F. CASTRO (DE), MANUEL CÉSAR, ANA CRISTINA CHAMBON, JEAN-PIERRE CHAVAL CHESTERTON, G. K. CONTINI, DONATELLA CORSO, GREGORY COUTO, MIA COUTO, MIA [POEMAS] DEGUY, MICHEL DELANEY SPEAR, SUSAN DELERM, PHILIPPE DIMKOVSKA, LIDIJA DOMIN, HILDE DOMINIQUE ANÉ DOMINIQUE ANÉ [OKLAHOMA 1932] DRUMMOND DE ANDRADE, CARLOS DUPIN, JACQUES ELIOT, GEORGE ESPAGNOL, NICOLE ESPANCA, FLORBELA FERREIRA, VERGÍLIO FOLLAIN, JEAN GARCIA, JUAN GINSBERG, ALLEN GONZÁLEZ LAGO, DAVID GOZIS, GEORGE GRANDMONT, DOMINIQUE HAM, NIELS HAUTECLOCQUE, XAVIER (de) HÉLDER, HERBERTO HEMINGWAY, ERNEST HIERRO LOPES, BEATRIZ HIGHTOWER, SCOTT HOGUE, CYNTHIA IGLESIAS, XOSÉ JIYAN, RÊNAS JUDICE, NUNO KALÉKO, MASCHA KANDEL, LENORE KEROUAC, JACK KHAÏR-EDINNE, MOHAMMED KHENSIN, SUMITAKU KINNELL, GALWAY LACERDA, ALBERTO (de) LAYOS, ILÍAS LÉVIS MANO, GUY LUCA, GHÉRASIM LUCIE-SMITH, EDWARD McHUGH, HEATHER MAULPOIX, JEAN-MICHEL MAWGOUD, MONTASER ABDEL MERWIN, W. S. MICHAUX, HENRI MIERMONT-GIUSTINATI, ADELINE MILTON, JOHN MONTEIRO, KRISHNA MOORE, MARIANNE MORENO, ANNA NAPORANO, FERNANDO NERVAL, GERARD (de) NILO NUNES, LUIZA OLIVEIRA (DE), ALBERTO OSORIO GUERRERO, RODRIGO PESSANHA, CAMILO PESSOA, FERNANDO PINTO DE AMARAL, FERNANDO PLATH, SYLVIA POZZI, ANTONIA PRÉVERT, JACQUES PROUST, MARCEL QUINTANA, MÁRIO RAMBOUR, JEAN-LOUIS RAMOS ROSA, ANTÓNIO RAMOS ROSA, GISELA GRACIAS RATROUT, FAHKRY RILKE, RAINER MARIA RODRÍGUEZ-MIRALLES, JORGE HEMEROTECA
CategorÍAs
Todo
ArchivOs
Septiembre 2024
|