TRADUCCIONES
MUESTRARIO DE OTRAS LITERATURAS POSIBLES
LA CESTA Por enésima vez me preparo para visitar a mi marido al hospital. Me echo un poco de agua en la cara, me peino con los dedos, enderezo el vestido de siempre. Hace mucho que no me paro ante el espejo. Sé que si me mirara, no reconocería los ojos que me miran. Tantas veces fui ya de visita hospitalaria, que yo misma me adolecí. No fue dolencia cardiaca, pues corazón ya no tengo. Ni de cabeza, pues hace mucho que perdí el juicio. Vivo en un río sin fondo, mis pies de noche se levantan de la cama y vagan fuera de mi cuerpo. Como si, al final, mi marido continuara durmiendo a mi lado y yo, como siempre hice, me cambiara de cuarto en mitad de la noche. No teníamos camas separadas, pero sí sueños apartados. Será hoy como todos los días: le hablaré, junto al lecho, pero no me escuchará. En esto no habrá diferencia. Él nunca me escuchó. La diferencia está en la vianda que adormecerá, sin valor, en su cabecero. Antes, devoraba lo que preparaba. La comida era donde no me veía relegada. Miro a mi alrededor: ya no aguarda la mesa puesta, puntual y perfumada. Antes, no tenía tiempo. Ahora lo perdí. Cualquier momento vale para picotear, apoyada en un costado, sin mantel ni cubiertos. No vivo en la sombra. Es detrás del sol, donde hace mucho que toda luz se puso. Solo tengo un camino: la calle hacia el hospital. Vivo solo para un momento: el de la visita. Mi única ocupación es el cesto cotidiano donde dispongo los presentes para mi doliente esposo. A mi hombre le darán trasfusiones de sangre. Lo que yo querría para mí es una trasfusión de vida, la risa entrándome en la vena hasta atragantarme, cobra de sangre conduciéndome a la locura. Desde el mes pasado evito hablar. Prefiero el silencio, que le conviene mejor a mi alma. Pero el hecho de no conversar nos dio otro lazo. El silencio abrió correos entre el moribundo y yo. Por lo menos, ahora, ya no soy corregida más. Ya no recibo estufidos, órdenes de callar, de ahogar la risa. Ya antes había cambiado el hablar por la escritura. En lugar de un monólogo, le escribía cartas. Así, disminuiría en mí sufrir. En las cartas, mi hombre ganaría en distancia. Más que distancia, ausencia. En el papel, me permitía decirle todo lo que nunca osé. Renuevo, sí, la promesa: le escribiría una carta, hecha únicamente con una carcajada desbocada, con un escote caído, con todo aquello que nunca me autorizó. En esa carta, ganaría el suficiente coraje y proclamaría: - Usted, marido, mientras estuvo vivo me impidió vivir. No va a hacerme gastar más vida, demorando, infinita, la despedida. De regreso a mí, en el fatídico cesto acomodo el fardo del día, en esa ilusión de que él habrá de recibirme con la risa abierta, apetito devorador. Estoy a punto de salir para mi rutina de visitadora, cuando reparo, de camino por el pasillo, que el paño que cubría el espejo se ha caído. Sin querer, percibo mi reflejo. Retrocedo un par de pasos y me observo como nunca antes lo había hecho. Y descubro la curva del cuerpo, mi busto todavía enhiesto. Toco el rostro, beso mis dedos, como si fuese otra, una repentina y antigua amante mía. Como si hubiera cobrado alma, el cesto se me cae de la mano. Una fuerza me aproxima al armario. De él tomo el vestido negro que hace veinticinco años me regaló mi marido. Frente al espejo me cubro, recreándome en una danza inmóvil. Claras y nítidas, las palabras se desprenden de mí: - ¡Solo pido un ojalá! ¡Qué me quede viuda cuanto antes! El pedido me sorprende, como si otra fuera quien hablara. ¿Podía yo proferir tal deseo terrible? De nuevo, certera, mi voz se afirma. - Estoy ansiosa porque usted muera, marido, para poder estrenar este vestido negro. Me devuelve el espejo mi antiquísima vanidad de mujer, esa que antes de mí nació y a la que no pude darle brillo. Nunca antes había sido tan hermosa. Al instante, lo confirmo: el luto le iba bien a mis ojos oscuros. Ahora, reparo: al final, ni había envejecido. Envejecer es ser atrapado por el tiempo, una manera de ser dueño de su cuerpo. Y yo nunca amé lo suficiente. Como la piedra, que no tiene espera ni es esperada, quedé sin edad. En vértigo, experimento pose y lágrima. En el funeral, el llanto será así, lamento erguido para demorar la lágrima, altiva nariz para no olisquear. De esta manera, marido, no será usted el centro, seré yo. Su vida me apagó. Su muerte me hará nacer. Ojalá muera, sí, y cuanto antes. Dejo el vestido en la mesa de la sala, cierro la puerta y salgo camino del hospital. Aún vacilo ante el cesto. Nunca antes lo balanceara así, desvalido. Victoria es que le dé la espalda a este utensilio. Por primera vez, hay cielo sobre mi casa. En la acera del paseo, siento el aroma de las plumerías. Solamente ahora reparo en que nunca olí a mi hombre. Ni siquiera mi nariz lo amó nunca. Hoy descubro la calle, femenina. La calle, mi hermana por primera vez. En la entrada a la enfermería, por enésima vez me aguarda el mismo enfermero. Una sombra le nubla el rostro. - Su marido murió. Esta noche. Estaba tan preparada, aquello tantas veces aconteciera, que ni procuré amparo. Después de tanta espera, ya quería que sucediese. Aún más desde que descubriera aquella luz en el espejo, que durante toda la vida se había sepultado en mí. Salgo del hospital esperando ser tomada por aquella mujer que se anunciaba en mí. Sin embargo, al contrario de sentir alivio, me desplomo como un relámpago sin suelo donde caer. En lugar de una altiva queja, de un paso ensayado, me altero hasta el llanto. Con paso desgreñado, regreso a casa, en un cortejo solitario por la fúnebre calle. Sobre mi casa de nuevo se ha nublado el cielo, más vivo que yo. En la sala, recoloco el espejo, tapándolo con pañuelos, mientras desgarro en tiras el vestido oscuro. Mañana, tengo que recordar que no he de preparar el cesto para la visita. Traducción: Ángel Manuel Gómez Espada
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LA CHAQUETA ENCANTADA Si bien aprecio la elegancia en el vestir, normalmente no presto atención en la mayor o menor perfección con que están cortados los trajes de mis semejantes. Sin embargo, una noche, durante una recepción en una casa de Milán, conocí a un hombre que aparentaba unos cuarenta años, quien, literalmente, resplandecía por la belleza, definitiva y pura, de su traje. No sé quién era, era la primera vez que lo veía, y en la presentación, como siempre sucede, entender su nombre me resultó imposible. En cierto momento de la noche me encontré a su lado, y comenzamos a conversar. Parecía un hombre cortés y educado, aunque con un halo de tristeza. Quizá con exagerada confianza ―ojalá y el Señor me hubiese persuadido de lo contrario― le felicité por su elegancia; y osé incluso a preguntarle quién era su sastre. El hombre esgrimió una sonrisilla curiosa, casi como si se hubiera esperado la pregunta. “Casi nadie lo conoce” dijo “pero es un gran maestro. Y trabaja solo cuando le conviene. Para unos pocos iniciados.” “¿De modo que yo…?” “¡Oh, inténtelo, inténtelo! Se llama Corticella, Alfonso Corticella, calle Ferrara, número diecisiete.” “Será caro, imagino.” “Lo presumo, pero juro que no lo sé. Este traje me lo hizo hace tres años y aún no me ha mandado la cuenta.” “¿Corticella? ¿Calle Ferrara, número diecisiete, ha dicho?” “Exactamente” respondió el desconocido. Y me dejó para unirse a otro grupo. En el número diecisiete de la calle Ferrara encontré una casa como tantas otras, y como la de tantos otros sastres eran las habitaciones de Alfonso Corticella. Él mismo salió a recibirme. Era un viejecito con el pelo negro, pero sin duda teñido. Para mi sorpresa, no se hizo de rogar. Todo lo contrario, parecía ansioso de que me convirtiera en cliente suyo. Le expliqué cómo había conseguido la dirección, elogié su corte y le pedí que me hiciese un traje. Elegimos una lana peinada gris, luego me tomó las medidas, y se ofreció a venir, para la prueba, a mi casa. Le pregunté el precio. No había prisa, respondió, siempre nos habríamos puesto de acuerdo. Qué hombre tan simpático, pensé a primera vista. Sin embargo más tarde, mientras volvía a casa me di cuenta de que el viejecito había dejado un malestar dentro de mí (quizá por sus demasiado insistentes y melifluas sonrisas). En resumen, no deseaba volver a verlo. Pero el traje ya estaba encargado. Y veinte días después estaba listo. Cuando me lo trajeron, me lo probé, durante unos segundos, frente al espejo. Era una obra maestra. Pero, no sé bien por qué, quizá por el recuerdo del desagradable viejecito, no tenía ganas de llevarlo puesto. Y pasaron semanas antes de que me decidiese a ello. Ese día lo recordaré siempre. Era un martes de abril y estaba lloviendo. Una vez me hube puesto el traje ―chaqueta, pantalones y chaleco― constaté con placer que no me tiraba ni me oprimía por ninguna parte, como sucede casi siempre con los trajes nuevos. Y sin embargo se me ajustaba a la perfección. Por norma en el bolsillo derecho nunca meto nada, los billetes los llevo en el bolsillo izquierdo. Esto explica porqué, tan solo un par de horas más tarde, en la oficina, introduciendo la mano por casualidad en el bolsillo derecho, me di cuenta de que dentro había un papel. ¿Sería la cuenta del sastre? No. Era un billete de diez mil liras. Me quedé perplejo. Yo, desde luego, no lo había puesto allí. Por otra parte era absurdo pensar que fuese un regalo de mi empleada de hogar, la única persona que, aparte del sastre, había tenido ocasión de acercarse al traje. ¿Y si fuese un billete falso? Lo observé a contraluz, lo comparé con otros. Mejor de lo que era no podía ser. La única explicación posible, un despiste de Corticella. Quizá un cliente había ido a pagarle una cuenta, el sastre en aquel momento no llevaba consigo la billetera y, por no dejar el billete dando vueltas, lo había colocado en mi chaqueta, colgada de un maniquí. Casos similares pueden ocurrir. Toqué el timbre para llamar a la secretaria. Le escribiría una nota a Corticella restituyéndole su dinero. Si no hubiera sido porque, y no sabría decir el motivo, introduje de nuevo la mano en el bolsillo. “¿Qué le ocurre, doctor? ¿Se encuentra mal?” me preguntó la secretaria, que entraba en aquel momento. Debía de haberme puesto pálido como la muerte. En el bolsillo, los dedos habían encontrado los bordes de otro papel, el cual, pocos instantes antes, no estaba. “No, no, nada” dije. “Un leve mareo. Desde hace un tiempo me viene ocurriendo. Quizá estoy un poco cansado. Váyase, señorita, hay que dictar una carta, pero lo haremos más tarde.” Solo cuando la secretaria se hubo marchado, me atreví a extraer el papel del bolsillo. Era otro billete de diez mil liras. Entonces probé por tercera vez. Y salió un tercer billete. El corazón se me aceleró. Tuve la sensación de encontrarme sumido, por razones misteriosas, en una especie de fábula como las que se cuentan a los niños y que nadie da por ciertas. Con el pretexto de no encontrarme bien, dejé la oficina y volví a casa. Necesitaba estar solo. Por fortuna, la empleada de hogar ya se había ido. Cerré las puertas, bajé las persianas. Empecé a sacar billetes uno tras otro, con la máxima celeridad, del bolsillo que parecía inagotable. Me afané con una espasmódica tensión de nervios, temiendo que el milagro cesara de un momento a otro. Habría querido continuar toda la tarde y la noche, hasta acumular miles de millones. Pero a un cierto punto me fallaron las fuerzas. Frente a mí había un montón impresionante de billetes. Lo importante ahora era esconderlos, que nadie pudiese intuirlo. Vacié un viejo baúl lleno de tapetes y en el fondo, ordenados en muchos montones, puse el dinero, que poco a poco iba contando. Eran cincuenta y ocho millones largos. Me despertó a la mañana siguiente la asistenta, asombrada de encontrarme sobre la cama completamente vestido. Intenté reírme, explicándole que la noche anterior había bebido de más y que el sueño me había cogido de improviso. Una nueva preocupación: la asistenta me pedía que me quitase el traje para darle al menos un cepillado. Respondí que debía salir al momento y que no disponía de tiempo para cambiarme. Después me apresuré hacia una tienda de trajes hechos para comprar otro, de una tela similar; dejaría ese al cuidado de la asistenta; el “mío”, aquel que habría hecho de mí, en el transcurso de pocos días, uno de los hombres más poderosos del mundo, lo escondería en un lugar seguro. No entendía si estaba viviendo en un sueño, si era feliz o si por el contrario me estaba ahogando bajo el peso de una fatalidad demasiado grande. Por la calle, a través del impermeable, me palpaba el lugar que correspondía al mágico bolsillo. Cada vez respiraba aliviado. Bajo la tela respondía el confortante crujido del papel moneda. Pero una singular coincidencia enfrió mi alegre delirio. En los periódicos de la mañana aparecía la noticia de un robo producido el día anterior. El camión blindado de un banco que, después de haber hecho la ronda por las sucursales, estaba llevando a la sede central los ingresos de la jornada, había sido asaltado y desvalijado en la avenida Palmanova por cuatro bandidos. Al acudir la gente, uno de los gangsters, para abrirse camino, había comenzado a disparar. Y un viandante había fallecido. Pero sobre todo me sorprendió el montante del botín: exactamente cincuenta y ocho millones (como los míos). ¿Podría existir una relación entre mi improvisada riqueza y el golpe de aquellos bandidos acaecido casi contemporáneamente? Parecía una insensatez pensarlo. Y yo no soy supersticioso. Sin embargo el hecho me dejó muy perplejo. Cuanto más se tiene, más se quiere. Ya era rico, teniendo en cuenta mis modestas costumbres. Pero me acuciaba el espejismo de una vida de lujo desenfrenado. Y esa misma noche volví a la labor. Ahora procedía con más calma y con menos sufrimiento de mis nervios. Otros ciento treinta y cinco millones se añadieron al tesoro precedente. Aquella noche no pude pegar ojo. ¿Era el presentimiento de un peligro? ¿O la atormentada conciencia de quien obtiene sin mérito alguno una fabulosa fortuna? ¿O una especie de confuso remordimiento? Con las primeras luces del alba salté de la cama, me vestí y corrí fuera en busca de un periódico. En cuanto lo leí, me quedé sin respiración. Un incendio terrible, que se había declarado en un depósito de nafta, había semiderruído un inmueble en la céntrica calle de San Cloro. Entre otras cosas, las llamas habían devorado las cajas fuertes de una gran agencia inmobiliaria, que contenían más de ciento treinta millones en efectivo. Entre las llamas, dos bomberos habían hallado la muerte. ¿Debería ahora enumerar uno por uno todos mis delitos? Sí, porque ahora ya sabía que el dinero que la chaqueta me procuraba venía del crimen, de la sangre, de la desesperación, de la muerte; venía del infierno. Pero había también dentro de mí la insidia de la razón que, burlándose, rechazaba admitir cualquier responsabilidad mía. Y entonces la tentación volvía, entonces la mano -¡era tan fácil!- se introducía en el bolsillo y los dedos, con rapidísima voluptuosidad, agarraban los bordes del siempre nuevo billete. ¡El dinero, el divino dinero! Sin dejar mi viejo apartamento (para no llamar la atención) en poco tiempo me compré una gran villa, poseía una preciosa colección de cuadros, paseaba en un coche de lujo y, abandonada la empresa por “motivos de salud”, viajaba por todo el mundo en compañía de mujeres maravillosas. Sabía que, cada vez que sacaba dinero de la chaqueta, al mundo le sobrevenía algo obsceno y doloroso. Pero se trataba siempre de una vaga conciencia, no sostenida por pruebas lógicas. Entretanto, a cada nuevo cobro, mi conciencia se degradaba, tornándose cada vez más vil. ¿Y el sastre? Le telefoneé para pedir la cuenta, pero no respondía nadie. En la calle Ferrara, donde fui a buscarlo, me dijeron que había emigrado al extranjero, no sabían dónde. Todo, por tanto, se conjuraba para demostrarme que, sin saberlo, había hecho un pacto con el diablo. Hasta que, en el inmueble donde me alojaba desde hacía tantos años, una mañana encontraron a una pensionista de sesenta años asfixiada con el gas: se había matado por haber extraviado las treinta mil liras que había cobrado el día anterior (y que habían terminado en mis manos). ¡Basta, basta! Para no caer hasta lo más profundo del abismo, debía deshacerme de la chaqueta. No ya cederla a otro, porque el oprobio habría continuado (¿Quién habría podido resistirse a tal tentación?) Era indispensable destruirla. En coche llegué hasta un recóndito valle de los Alpes. Dejé el auto en un claro cubierto de hierba y me encaminé hacia arriba por un bosque. No había un alma. Pasado el bosque alcancé los pedregales de la morrena. Aquí, entre dos gigantescos peñascos, de la mochila saqué la infame chaqueta, la empapé de petróleo y le prendí fuego. En pocos minutos no quedaron más que cenizas. Con último brillo de las llamas, detrás de mí –parecía a dos o tres metros de distancia- resonó una voz humana: “¡demasiado tarde, demasiado tarde!” Aterrorizado, me volví con un movimiento de serpiente. Pero no se veía a nadie. Exploré entorno, saltando de una piedra a otra, para descubrir al maldito. Nada. No había más que piedras.A pesar del susto, descendí al fondo del valle con un sentimiento de alivio. Libre, por fin. Y rico, por fortuna. Pero en el claro herboso mi coche ya no estaba. Y, cuando volví a la ciudad, mi suntuosa villa había desaparecido; en su lugar, un prado yermo con unos postes que sujetaban el anuncio “Terreno comunal en venta”. Y los depósitos del banco, no me explicaba cómo, completamente agotados. Y perdidos, en mis numerosas cajas de seguridad, los grandes paquetes de acciones. Y polvo, nada más que polvo, en el viejo baúl. Ahora he vuelto a duras penas al trabajo, me las arreglo de mala manera, y, lo más extraño, nadie parece maravillarse de mi improvisada ruina. Y sé que aún no ha terminado. Sé que un día sonará el timbre de la puerta, yo iré a abrir y me encontraré de frente, con su abyecta sonrisa, a pedirme la última rendición de cuentas, al sastre de la mala hora. Traducido por LUZ AYUSO BLÁZQUEZ
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TRADUCCIONES
El Coloquio de los Perros. AL HAZMI, ALI ANDRADE (DE), EUGENIO ANGELOU, MAYA ARMITAGE, SIMON BERT, BENG BERTRAND, ALOYSIUS BHATTACHARYA, DEEPANKAR BIANU, ZENO BLANCHARD, MAURICE BLANDIANA, ANA BOUCHET, ANDRÉ (DE) BOURSON, GILBERT BOUVIER, NICOLAS BRODA, MARTINE BROWN, STACIA L. BUZZATI, DINO CALVET, VINCENT CAPRONI, GIORGIO CARDOSO, RENATO F. CASTRO (DE), MANUEL CÉSAR, ANA CRISTINA CHAMBON, JEAN-PIERRE CHAVAL CHESTERTON, G. K. CONTINI, DONATELLA CORSO, GREGORY COUTO, MIA COUTO, MIA [POEMAS] DEGUY, MICHEL DELANEY SPEAR, SUSAN DELERM, PHILIPPE DIMKOVSKA, LIDIJA DOMIN, HILDE DOMINIQUE ANÉ DOMINIQUE ANÉ [OKLAHOMA 1932] DRUMMOND DE ANDRADE, CARLOS DUPIN, JACQUES ELIOT, GEORGE ESPAGNOL, NICOLE ESPANCA, FLORBELA FERREIRA, VERGÍLIO FOLLAIN, JEAN GARCIA, JUAN GINSBERG, ALLEN GONZÁLEZ LAGO, DAVID GOZIS, GEORGE GRANDMONT, DOMINIQUE HAM, NIELS HAUTECLOCQUE, XAVIER (de) HÉLDER, HERBERTO HEMINGWAY, ERNEST HIERRO LOPES, BEATRIZ HIGHTOWER, SCOTT HOGUE, CYNTHIA IGLESIAS, XOSÉ JIYAN, RÊNAS JUDICE, NUNO KALÉKO, MASCHA KANDEL, LENORE KEROUAC, JACK KHAÏR-EDINNE, MOHAMMED KHENSIN, SUMITAKU KINNELL, GALWAY LACERDA, ALBERTO (de) LAYOS, ILÍAS LÉVIS MANO, GUY LUCA, GHÉRASIM LUCIE-SMITH, EDWARD McHUGH, HEATHER MAULPOIX, JEAN-MICHEL MAWGOUD, MONTASER ABDEL MERWIN, W. S. MICHAUX, HENRI MIERMONT-GIUSTINATI, ADELINE MILTON, JOHN MONTEIRO, KRISHNA MOORE, MARIANNE MORENO, ANNA NAPORANO, FERNANDO NERVAL, GERARD (de) NILO NUNES, LUIZA OLIVEIRA (DE), ALBERTO OSORIO GUERRERO, RODRIGO PESSANHA, CAMILO PESSOA, FERNANDO PINTO DE AMARAL, FERNANDO PLATH, SYLVIA POZZI, ANTONIA PRÉVERT, JACQUES PROUST, MARCEL QUINTANA, MÁRIO RAMBOUR, JEAN-LOUIS RAMOS ROSA, ANTÓNIO RAMOS ROSA, GISELA GRACIAS RATROUT, FAHKRY RILKE, RAINER MARIA RODRÍGUEZ-MIRALLES, JORGE HEMEROTECA
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