TRADUCCIONES
MUESTRARIO DE OTRAS LITERATURAS POSIBLES
ANTES QUE ME CUELGUEN Antes que me cuelguen cuéntenme de trigos brillantes con quienes comparto destino quienes, por mi tristeza, decapitan la hoja de la guadaña con sus cuellos Antes que me cuelguen cuéntenme del coraje del levantamiento de los trigos decapitados y si sus cargadores están llenos, vacíenselos en el aire para nosotros Antes que me cuelguen de mi cuenta o con los oros de mi esposa cómprenme una vida cargada con catorce balas Antes que me cuelguen si me pidieran mi último deseo como siempre preguntan los verdugos mi deseo es, escuchen: ¡Van a chupar mi prepucio cortado! Antes que me cuelguen, abran mis ojos les ordeno que abran mis ojos y si son hombres, ¡miren dentro de ellos! Después que me hayan colgado violen mi cadáver con lujuria colosal celebren su victoria eterna con el vino y la carne asada de mi cadáver ¡Soy veneno! Después que me coman, ¡monten sus caballos de hierro al infierno...! Traducción y nota: Jiyar Homer & Elías Olaviaga
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SOY-LA-FLOR-ALTA-QUE-GIRA Si la gusanera devasta la tropa, saben de específico más eficaz que el mercurio: rezar. No hace falta ver al animal enfermo (...) O entonces, lo que es aun más transcendente, lo curan por el rastro. Os Sertões, Euclides da Cunha Y allí se van: sus pies dejando el rastro. Y yo detrás, por su sendero, siguiéndoles y de adentro recogiendo espinas. Fue así desde el principio. Lo recuerdo. Todo comenzó hace años, yo-niña, en la misa con la abuela, sentada a su lado, escuchándola decirme, mandamiento: No te arrodilles. Pensé: ¿Pero cómo? Si a nuestro alrededor todo lo que veía eran cabezas pendidas, hundidas en la humildad de rodillas, mientras el padre Orlando blandía el fuego. Padre Orlando: mirada encendida, cejas como guadañas blancas, el pecho inflamado, tronando intercadencias de castigos, amenazas. Mientras tanto, la abuela, sentada, me amparaba firme, No te arrodilles. Sí, la abuela sabía, había sido así, siempre: el padre Orlando la miraría, la dejaría en paz, y después ella me alisaría la falda, me arreglaría las trenzas, Vamos, y con la mirada altanera, conduciéndome de la mano, sería la primera en dejar la iglesia; en casa, prepararía tés, imágenes, plantas, infusiones; y ese mismo domingo recibiría a los pecadores, uno a uno, sentada en la silla de paja, a la sombra de nuestra parra, frente al gallinero, posaría en cabezas pecadoras la mano derecha, caritativa, mientras con la izquierda, sosteniendo una rama seca, rayaría cábalas en el polvo del terreiro, librándolos a todos de la fiebre, reumatismo, miedo, de un sinfín de angustias, ese era el arreglo; el tenue, inestable equilibrio; pero aquella mañana en la misa el padre Orlando decidió romper la tregua tácita, duramente establecida, ¿por qué motivo?, no sé decirlo, y lo que recuerdo es que —con la calva reluciente, postura de arcángel— inflamó las huestes contra mí y la abuela, ¡Arrodíllense! mientras la abuela, a la vista de todos, se ponía más recta, como sentada en su trono concediendo audiencia; y fue entonces cuando el padre Orlando, destensándose, comenzó a lanzar iras inconexas, gritó, para que toda la nave escuchara: la abuela hacía pactos, frecuentaba las encrucijadas, la abuela se levantó; caminó enhiesta hasta el altar; y delante de él —justo delante de los pies del padre— trazó una raya con la punta de la sandalia, cortando el polvo acumulado en el piso de piedra, diciendo Este es mi rastro, Orlando; aquí, marcado; para tu bien, nunca lo pises, el padre se calló, boquiabierto; y su silencio y el de todos fue un espanto casi palpable; yo miré la raya en el polvo, y resistí a la mano de mi abuela, que me tiraba para salir, pues quería decirle lo que veía: vislumbraba un lecho, un trazo iluminado, cristalino; casi como espada de raíces profundas, plata recién pulida, no tuve tiempo, quise decirle, pero no me dio oídos; salimos, mientras, atrás, con voz desgraciada, el padre Orlando intentaba recomponerse, y hubo señales, otras; surgieron en la tarde del mismo domingo, hacia las tres, cuando la abuela me puso a moler en el mortero una mezcla de jengibre, valeriana y miel, que la mezclara con un trago de vino tinto, que la transportara, en una taza de porcelana, hasta un pequeño oratorio, a la sombra de la parra, donde, arrodillada, los ojos cerrados, la abuela la recibió de mis manos, murmulló algo dentro de la taza, acercando su boca al borde y —los ojos cerrados— la extendió, entregándosela a Doña Julia, Tómela de un trago, y después repita palabra por palabra conmigo. Doña Julia: respetuosa, rezaba, pero su voz a mucho costo lograba cruzar el catarro endurecido, el pecho resollaba, hilos de sudor le bajaban de la cabellera canosa, le cruzaban la frente, el rostro, le enroscaban el cuello de árbol seco, Repita, fuerza, fuerza, le decía la abuela, sin embargo, por más que Doña Julia resollara no lograba emitir su voz, y fue entonces cuando un pájaro que nunca había visto atravesó como flecha la glorieta, la parra: pareció traspasarme; y el patio, el gallinero, el huerto, todo giró, pleno de pájaros; las piernas me faltaron; un ahogo parecido al de Doña Julia me envolvía más y más, ajustándose como un círculo, y busqué la mano de la abuela, pero no la encontré, y noté el dolor en mis propias manos, y cómo en las muñecas el corazón se atropellaba, se me movió el piso, miré al suelo y, en el polvo del terreiro, vi: vi el rastro de Doña Julia, indeleble, nítido: brillaba más que todo, pero no como el rastro de la abuela, por la mañana, en la iglesia; al contrario, era un brillo opaco, de lámpara fría, y forcé la vista, y vi que el rastro de Doña Julia estaba acribillado, encrespado de espinas, y que cada espina le hacía un agujero por el cual se perdían destellos, y fue en ese momento que las ganas —que no explico; solo sé; que en aquel instante estaban en mí—, muchas ganas me dieron de agacharme, retirar cada una de las espinas, de pensar, curar los agujeros en el rastro con una gota de mi saliva, de juntar en la palma de mi mano espinas y más espinas, recogerlas, con ellas caminar hasta un rincón del terreiro donde estaban las flores-altas-que-giraban-siguiendo-el-sol, de fingir que la palma hueca de mis manos (repleta de espinas cosechadas), fingir que mis manos eran corolas, apuntarlas a lo alto, para que el sol quemara las espinas, hasta que restara solamente el polvo. desperté, recostada en el cantero de flores, mi abuela lloraba, Doña Julia respiraba un viento fluido, hoy, cuando recuerdo todo, y me miro al espejo, y me asusto al ver en mí la imagen de mi abuela, tal como era en esa época, hoy, cuando miro el polvo de aquel tiempo pasado, lejano, es fácil encontrar patrones, como el que leo en la borra del café, en las tazas, y lo sé, todo fue presagiado, escrito, ya cuando era niña, pero en aquel ayer yo no podía saberlo, por eso me sentí perdida los días siguientes, cuando la abuela, al verse ante casos de enfermedades más difíciles —una herida que se propagaba, perversa, en la pierna de un niño; un hombre que decía oír una voz que le ordenaba matar a todos; una mujer devota, con el seno pesado de tumores, que confesó haber llegado a ese punto por no querer desvestirse frente al médico hombre—, cuando la abuela se veía ante ellos, los desengañados, los desilusionados, ella, en vez de buscar en el fondo del huerto las plantas secretas, o simplemente confesar, Nada puedo, lo siento, ella, desde la tarde que Doña Julia estuvo en casa, simplemente conducía a esas personas de la mano hasta mí (yo jugaba, quieta, con mis muñecas), y cargaba un silencio en sus ojos, en los cuales sin embargo yo podía leer, Haz lo necesario, y entonces respiraba hondo, y encontraba, en el patio, los rastros, en ellos detenía los ojos, y era traspasada por pájaros que —hoy lo sé— solo volaban dentro de mí, y recogía espinas, y las quemaba, manos abiertas, girándome hacia el sol, sí, para todo hay límites, pero tardé en conocer los míos, pues al principio fueron tantas curas, tantas personas que llegaban, salían, llegaban, tantos rastros que dejaba cristalinos, que llegué a creer en lo que los romeros (que empezaban a venir) decían: que yo, que mi presencia, era un nuevo advenimiento, pero cierto día, a los quince años, cuando ya me imaginaba capaz de todo, las espinas de la abuela se salieron de control; ya me había conformado con el hecho de que ella, hacía tiempo, me había cedido la prioridad (en el fondo, le gustaba); la mantenía en casa, quietita en su silla de paja, abrigada, perfumada, bien vestida, frágil como vajilla de más de cien años, y todos los días investigaba, olía su rastro, lo limpiaba de toda impureza y mal, pero sucedió una tarde que las espinas se rebelaron, por cada una que quitaba surgían otras dos y las arrancaba de un golpe y cuatro más brotaban y me pasé toda la tarde y la noche en una batalla contra esa floresta ardua y puntiaguda e insoslayable que crecía crecía crecía, hasta que, al amanecer, cuando ya no aguantaba, cabeceaba, escuché un Ay, y lo supe: incluso la abuela tenía márgenes, me levanto a mucho costo de la silla de paja, salgo de casa en la noche a mi paseo habitual, camino hasta la plaza de la matriz; estamos en junio, hace frío, el pueblo se aviva, sopla hogueras, canta, come dulces y bizcochuelos, yo extiendo la mano arrugada, les concedo la bendición a algunos, que se inclinan; pero también soporto la mirada-puñal de otros; y recuerdo que los romeros, y todos los humildes, no tuvieron problema al escuchar la confesión de impotencia que, después de levantarme del cantero de flores-altas-que-giraban-siguiendo-el-sol, aprendí a decir ante algunos casos, después de secarme el sudor de la frente; pero estaban los otros; todo comenzó la noche que alguien llamó en casa y dijo, El padre Orlando se está muriendo: quiere verte, y fui a la casa parroquial, siguiendo el rastro del padre Orlando, que se esparcía por la ciudad en vetas y más vetas antiguas, como valles, pues su rastro se había irradiado, había marcado todo, establecido rutas, tradiciones, caminos, era un rastro que siempre buscó tragarse el mío, barrer el mío como el de la abuela y nuestra estirpe, pero a despecho de todo eso nunca tuve por Orlando ningún resentimiento, ojeriza, nada, Por eso créame, mis palabras son verdaderas (ensayaba decirle), Por eso créame cuando digo (me acercaba a los portones de hierro de la casa parroquial), cuando digo que no hay nada que se pueda hacer, y lo que debe tener en mente, Orlando (abrí el portón), lo que debe tener en mente es que su paso entre nosotros fue honrado (entré a la casa), que de usted siempre me consideré adversaria, sí, pero nunca enemiga (hasta su cama me llevó una hermana que lloraba), y que digo todo esto con llaneza, con el pecho limpio, pero lo que vi en la cama me dejó confundida; me tragué las frases ensayadas; vi a un hombre con ojos divergentes, dispares; uno de ellos me lanzaba dardos de odio, mientras el otro lloraba como el ojo de un niño herido; vi un ojo que me depreciaba, despreciaba, mientras el otro me imploraba, Quiero la vida (parecía decir), vi que uno se iba apagando de a poco, capturado por el torpor del deceso, mientras el otro se aferraba a la tierra con tentáculos, y pienso, ¿A cuál debo hablarle?, ¿A cuál le digo: no puedo hacer nada, lo siento?, y fue entonces que la cuestión se resolvió por sí sola, el ojo del niño se cerró, como quien nace al revés, mientras el del hombre me atacaba con odio, con espinas disparadas como lanzas a partir de aquel rastro orgulloso que no moría, y entonces Orlando disparó la final-ofensa, Bruja, la injuria, Bruja, su ojo lagañoso de viejo explotando de cólera en chispas que crecíancrecíancrecían aún más al notar que mi respuesta, la única, era esta: la compasión silenciosa; la pena, el padre fue el primero de ellos, aquellos cuyo símbolo mejor para definirlos es de los naipes de Marsella, que nos muestra a un hombre coronado, que se pretende el centro, la encarnación del imperio: sin saber que, tarde o temprano, la carta de la vida de todos es la de la torre que se despedaza; sin embargo nunca lo aprendieron, ellos; siguieron, con los años, viniendo a mí, el alcalde, el juez, el presidente de la cámara, el gran maestro de la orden masónica, como los senadores de paso, obispos que de mí oyeron hablar, todos cáscaras de la soberbia, mientras, atrás de ellos, marcado en la tierra por sus pies frágiles, se extendía un rastro enfermo, superficial, acribillado de espinas, llegando al fin, el fin; ¿cómo explicarles? hoy, finalmente, encuentro la respuesta; a medida que camino entre todos, rayando con mis sandalias de madera el rastro en la tierra de la plaza, miro mi propio rastro, me calmo, aclaro la mente; miro mi rastro, en cuyo surco el crecimiento repentino de brutas espinas anuncia: el señor del Tiempo, el que concede luz, determinó que llegó mi turno, mi momento; pero no me entristezco; aprendí con la abuela el lenguaje de los pájaros; y recuerdo que la abuela decía que los pájaros le decían que mucho más allá del río de nuestra ciudad existían otros ríos y que todos, a fin de cuentas, eran un mismo rastro dejado en la tierra, sin márgenes, donde, al fin, todos desaguarían; el fin; hoy, finalmente, se los explicaré; ignoro las palabras de los que usan traje negro, que cometen la falta de respeto de no quitarse el sombrero frente a la iglesia, y me repiten Bruja entre dientes, bebiéndome con ojos de odio; consuelo a los que se inclinan y me besan, Madre, y me regocijo, pues esos encontrarán el fin de la tristeza, del desamparo; veo a los de traje negro ordenarles a esbirros con ojos de lobo que hagan un círculo a mi alrededor; que corten mi contacto con los simples, que me podrían salvar; veo que se cierra el círculo de pistolas y navajas, doblegándome hacia la mayor de las hogueras, que aún no está encendida; uno de los esbirros se acerca a un fardo inmenso de leña, verifica la rigidez de la estaca clavada justo en su centro; de repente, un viento sopla, derriba al hombre en el suelo; todos ríen; siento ganas de decirle que los pájaros que le hablaban a la abuela le contaban que a los juncos flexibles nunca los derriba el viento, que solo arranca los árboles altaneros; camino hacia el fardo de leña; me muestro inocente, Bruja, Bruja, escucho que pronuncia la barrera de voces detrás de mí, cubriendo la voz de los más simples, Madre, que quedan atrás, sitiados; siento ganas de decirles, Quietos, calmos, pues solo hoy mi mente reposa en una felicidad que no es pasada, sino que se hace aquí, presente, en el día del fin; el fin, mi fin, Tu fin, Bruja, es lo que seguramente piensan esos brutos cuando un esbirro me patea mientras el otro me arrastra de los pelos ralos de vieja hacia la estaca y me ata con las manos hacia arriba, mientras un terrateniente viene, me escupe el rostro, sin saber que, hoy, mi cara es una armadura impenetrable, pura; y uno de ellos me baña en querosén; otro enciende la llama, Bruja; y una luz de mil rayos expulsa la oscuridad de la noche, las voces de los lobos ríen, ríen, ríen ¿de qué?, ríen pues no saben todavía, ¿no saben que solamente ahora, justo ahora, cuando comprendo el fin, solamente ahora todo lo que es bueno y gracioso brilla?, brilla, el brillo, el fin; no, todavía no entendieron cómo el aire se alteró; cómo la noche poco a poco va partiendo, aunque todavía sea temprano para eso; y me doy cuenta que sería necesario que hubiesen aprendido el lenguaje de los pájaros para tener los ojos abiertos pues nunca entenderían lo que los pájaros le decían a la abuela sobre el día que los tres mundos se volverían uno y que las estrellas dejarían de cumplir su promesa de no caer y que el fuego de una estrella sería el de todas y que el río inmenso, sin márgenes, que deja rastros de ríos en la tierra, que hasta ese río se llenaría, se levantaría sobre las playas, arrastrándolos a todos, rastros, todos, veo los rastros de todos; solo ahora entiendo; los rastros de los de traje negro, el de sus esbirros-lobos (Bruja), y el rastro de los simples (Madre), y el del Padre Orlando, y el de la abuela, y el de Doña Julia, y de todos y todas las que nos precedieron, aquí, en esta ciudad iluminada por mi hoguera, todos ellos-rastros son, en el fondo, un mismo rastro, una escritura confluyente; casi como la trama jeroglífica de una alfombra como las que la abuela tenía adornando su sala y que decía haberlas recibido de un mercader, agradecido; solo ahora veo eso, ahora, con perspectiva; veo que los rastros de todos los hombres —todos— confluyen hacia el mío, aquí, en la estaca ardiente; y es cuando, en el tiempo de un parpadeo, los que gritaban ¡Bruja! ¡Madre! delante de mí perciben lo que ya sé hace mucho tiempo; que en verdad esta luz que brilla y brilla no es de la hoguera, sino la de un sol que surgió en lo alto, espantó lejos la noche; y escucho un tropel que corre hacia todos lados en la plaza, alejándose, dejándome aquí, sola, con las manos atadas a la estaca, apuntadas hacia arriba, hacia el sol, recordando lo que una vez le dijo la abuela al padre Orlando, que le hablaba de la ira de Dios, Mi Dios es un junco, le respondía ella, Mi Dios es un junco, repito, y esas palabras repetidas casi como si la propia voz de la abuela estuviera ahora, cariñosa, aquí, conmigo, esas palabras llevan hacia muy lejos el dolor de mis piernas, cuya carne quema, estalla, chilla, Mi Dios es un junco, y por eso me dejo traspasar por los pájaros que llegan, solo existen en mí, elevo las manos a lo alto, corola abierta, y giro, giro, y mi cuerpo en la estaca es un carretel que atrae los rastros de todos, los cuerpos de todos los que ya desaparecieron lejos, pero a quienes arrastro hasta aquí, de vuelta, a mi órbita; y gritan, pero les digo, No teman, pero gritan, a medida que los tiro del rastro (Este es mi rastro, Orlando: para tu bien, nunca lo pises), los traigo hasta mi hoguera, los llevo conmigo, y mi cuerpo en la estaca es la rueca de una hilandera y ellos están hechos de hilos que tiro hacia mí y giran y giran queman y gritan, yo grito, Soy-la-flor-alta-que-gira, grito, giro, Soy-la-flor-alta-que-gira, como las de mi cantero, siempre lo fui, desde el inicio; pero ahora lo descubro, les digo, Solamente ahora, a medida que nos quemamos, subimos, todos juntos, rayando brillos de plata recién pulida en el cielo sin nubes, Nuestro rastro, rayando el cielo. Hacia al sol, subiendo. Rumbo al sol. Traducción: AUGUSTO NEMITZ QUENARD
DENTRO DEL JARDÍN YESENIN Parece que todos los vientos de toda Rusia se pegan y se aferran a este lugar. Arrebatando y rasgando a través del cielo azul el eucalipto da vueltas salvajemente, casi en pedazos. ¡Ay, viento! ¡Ay, viento! Yesenin ha muerto. Dentro de la casa de madera sólo se escucha el graznido de los cuervos... Parece que todos los cuervos de toda Rusia se están reuniendo en este mismo lugar y vuelan, vuelan, vuelan... Corriendo aquí y allá, como si fueran sacados de sus colmenas. ¡Ay, cuervos! ¡Ay, cuervos! Rusia está muerta. Dentro de la casa de madera sólo se escucha el sonido de los vientos... (Riadán, 1990) NOCHE BLANCA Las hileras de árboles de ensueño estaban medio dormidas, medio despiertas en el vestido de la novia a tal punto que las casas antiguas estaban cada noche enamoradas la una de la otra... (Leningrado, 1990) OBSERVADO EN VANCOUVER Al poeta Vân Hai El bosque de arces es rojo hasta el aire tan rojo que uno no puede retener los sentimientos. Oh, la hoja de arce roja que tiene su imagen impresa en la bandera nacional. La patria y la nación no tienen héroes. La paz reina en todas las mentes y colores de piel. Garabatos de focas en el puerto las palomas se posan en los hombros de las personas. En los parques las flores compiten por florecer. El Gobernador pasea con su perro... La patria y la nación no tienen héroes. La paz reina en todas las mentes y colores de piel. La ciudad bajo el rocío ilusorio. Las hileras de casas brillan con diamantes. Osos del bosque pidiendo comida en la puerta de uno. Dormir por la noche, uno puede dejar el vehículo en la carretera... La patria y la nación no tienen héroes. La paz reina en todas las mentes y colores de piel. (Columbia Británica, 2010) EXTRAÑA HISTORIA EN UN HOTEL EN TAI BEY Necesito una taza de agua para usar el medicamento. Me lo trajo y en silencio espera. Quería preguntarle: ¿se ha hervido el agua de la taza? Lo miré. Un hombre de unos 45 años. Su estatura parece bastante versada. —¿Estás trabajando en el hotel? —¡No, soy un funcionario gubernamental! —¿Por qué estás aquí? —Hoy es mi día libre. Quiero hacer algo útil para otras personas como para ti, por ejemplo... —¿Te complace mi taza de agua? —Gracias, estoy muy contento... Hizo una reverencia, saludó y felizmente se fue... (Jidong (Carretera Jinan), 2018) Traducción y nota: JOHN LIDDY
I CREPÚSCULO DE LOS DIOSES Viena, 14 de abril. Cena para tres en casa de mi amigo Otto von Z... Él es el tipo de austríaco de clase alta, elegante, refinado, alemán de corazón, francés de modales. Riquísimo en otro tiempo, repara las brechas de sus rentas tratando con negocios bastante misteriosos: vende metales. Se venden muchos metales en la Europa central, en la actualidad. Trocitos de cobre, a los que el vulgo denomina balas de fusil. Agujas de tricotar piel humana: bayonetas. Y esas lindas máquinas enteramente de acero, esas máquinas de descoser la existencia que son las ametralladoras. Dejémoslo. Los negocios de mi amigo Otto no me interesan. Lo que me interesa es el tercer comensal. En confidencia, no tenemos derecho a pronunciar su nombre y mucho menos, a escribirlo. Se trata de una de las personalidades más eminentes de la intelectualidad alemana (tomen por ejemplo, como elemento de comparación, al rector de nuestra facultad de derecho de París). Mi rector germánico es una de las cabezas del partido de Von Papen (1). Conoce personalmente al mariscal Von Hindenburg (2) y al Kronprinz (3). En él se encarna el alma de esta vieja y poderosa camarilla monárquica en la que se funden generales, grandes terratenientes y Herr Professoren: La Alemania de antaño. ¿Por qué diablos se encuentra en Austria en lugar de dirigir su universidad en esta hora memorable en la que la Alemania del mañana se despierta? ¿Turista? No: exiliado. * * * A ese pontífice de la reacción alemana, los hitlerianos no le prohíben formalmente residir en su país. Le han rogado cortésmente que suspenda sus lecciones y se vaya a tomar el aire al extranjero hasta nueva orden. Él es quien ha deseado verme a mí. Quería instruir a un periodista francés sobre la verdadera naturaleza del movimiento hitleriano. Yo espero sus diatribas, una explosión de furia o, al menos, confidencias desengañadas. Se trata de un alemán del Norte y de la especie violenta, del tipo «superhombre». La luz de los candelabros talla en bulto redondo los músculos de su gruesa cabeza cúbica. Resopla vorazmente entre la plata y la porcelana fina. Uno presiente que se hincha de manduca para ahogar su ira. Yo le planto un par de banderillas: —Evidentemente, cuando comparamos a su amigo Von Papen, tan cortés, tan de raza, tan culto, con Hitler, quien, pese a todo su genio de agitador, no es... Nada más que un autodidacta... —Napoleón también era un autodidacta y un agitador. Seriamente, con sinceridad, ese gran intelectual alemán, ese representante de las antiguas clases alemanas dirigentes acaba de comparar a Hitler con Napoleón. La Alemania de antaño puede odiar en secreto al jefe de la Alemania de hoy, pero lo admira y lo sigue porque le tiene miedo. Inútil reproducir al detalle lo que ese sabio profesor me ha comentado. En materia de política extranjera su facultad de comprensión no se eleva por encima del odio más brutal. Los polacos, para él, son «dreckmist» [bazofia, estiércol] (4). En cuanto a política interna, cuando dejo caer en la conversación el nombre de Einstein, mi interlocutor responde en los mismos términos: —Lástima que ese granuja de Einstein no haya vuelto a Berlín. Me habría gustado verlo balancearse al extremo de una cuerda, ahorcado bajo la puerta de Brandeburgo. ¡Oh, serenidad de la ciencia pura! Eso basta para caracterizar el nivel moral del personaje, eso explica asimismo por qué los hitlerianos surgidos del pueblo no tendrán dificultad alguna en suplantar a la antigua oligarquía espiritual o nobiliaria. ¿Y el porvenir? Por fuera, mi eminente rector cree en la inminencia de una agresión simultánea de franceses y polacos. Obsesión de esa «guerra preventiva» que atormenta a todos los alemanes no marxistas, pertenezcan al partido que pertenezcan. Por dentro, me deja entender sin necesidad de palabras que los actuales dirigentes del nacional-socialismo no permanecerán durante mucho tiempo como únicos animadores: —El verdadero dueño de la situación —me dice textualmente— es el general Von Hammerstein Equord (5) (generalísimo) y su Reichswehr (6). ¡Con qué ternura me habla de esa Reichswehr, imbuida de los viejos principios, fiel a los antiguos ideales! ¡Con qué esperanza también! Un conflicto entre esas viejas tropas y las hordas de los camisas pardas, he ahí una eventualidad que no parece disgustarle. ¿Esperan los dioses, en su crepúsculo, que Parsifal, con su espada luminosa, anuncie la próxima aurora? Es posible. El rector come camembert: —¡Qué queso! ¡Qué país, Francia! Me gusta ese país, sabe usted. Es nuestra «florecilla azul» propia, los Welt-Leute [traduzcan: los hombres que conocen el mundo]. * * * Por haber elogiado el camembert y a Francia en presencia de un periodista francés, de golpe le entra miedo. Le espeta a Otto con una voz sorda: —Lo que digo carece de importancia. El señor no conoce mi nombre, ¿no es cierto? Por último, con no sé qué entonación de temor degradante, animal, con una risita de cascabel que tardaré mucho en olvidar: —Hablar de política con un francés, si se supiera eso en el extranjero,... sería fusilado (sic). «Ich waere erschossen». Los dioses de antaño tienen miedo del hitlerismo, tanto miedo como los pobres fantoches de ayer, políticos socialistas o dirigentes sindicales que revientan de miseria y de pena en los campos de concentración (7). Le he preguntado al rector si no podría darme recomendaciones para tal o cual de sus eminentes colegas, que han permanecido en activo y en gracia ante los nacional-socialistas. En la manera con la que ha reclamado su gabán, comprendí que había metido la pata. Una vez que se fue, mi anfitrión me dijo entre risas, con un hilo de amargura en su ironía: —En cualquier caso, ¡qué alternativa hay entre hacer el Anschluss (8) con este tipo de nacionalistas prusianos o con los hitlerianos! Otto von Z... cree pese a todo que el pueblo austriaco consumará el Anschluss hagan lo que hagan por impedirlo. Cree de igual modo que mi viaje a Alemania es totalmente inútil. Los hitlerianos, a su parecer, ni quieren ni pueden tener ningún contacto con un periodista «welche» (9). NOTAS (1) Franz von Papen (1879-1969), militar, diplomático y político monárquico alemán de confesión católica, nacido en Westphalia, perteneció al partido Zentrum; se le achaca, por sus intrigas desacertadas, entre ellas la de hacer caer al gobierno Brüning, el ascenso y posterior asalto al poder de los hitlerianos [Todas las notas son del traductor, si no se especifica lo contrario]. (2) Paul von Hindenburg (1847-1934), mariscal alemán y general en jefe del ejército durante la Primera Guerra Mundial, presidente del Reich desde 1925 hasta su muerte. En 1933, nombra a Hitler nuevo canciller de Alemania. (3) Guillermo de Hohenzollern (1882-1951), conocido como Guillermo de Prusia o Kronprinz, fue hasta 1918 el último representante de la monarquía alemana en el poder. (4) Las traducciones entre corchetes son del propio Hauteclocque. (5) Kurt von Hammerstein-Equord (1978-1943), general de extracción aristocrática, comandante en jefe de la Reichswehr, cuyo hijo Kunrat participaría en el complot fallido contra Hitler en 1944, se opuso frontalmente al nazismo; su perfil irreductible fue descrito en la novela-documental Hammerstein o el tesón del poeta, ensayista y narrador H. M. Enzesberger. (6) Fuerza de defensa del estado o ejército alemán durante la República de Weimar (1919-1935). (7) Hauteclocque será uno de los primeros periodistas en hablar abiertamente de la existencia real de los siniestros campos de concentración. (8) Planificada durante años, la incorporación, anexión o unión de Austria con Alemania en el seno de un mismo estado se produciría finalmente cinco años después, en marzo de 1938. (9) Del alemán welsch, término al que Voltaire da el sentido de galo, porque principalmente se dirigía a los franceses, es medianamente peyorativo y significa «extranjero que no habla la lengua germánica»; sería el equivalente a nuestro franchute o gabacho. Traducción y nota: MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO
Traducción y nota: NATALIA CARBAJOSA
Traducción y nota: MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO
Copyright: Hilde Domin Ziehende Landschaft © S. Fischer Verlag GmbH, Frankfurt am Main, 1987. All rights reserved by S. Fischer Verlag GmbH. Traducción y nota: LUCÍA URÍA FERNÁNDEZ
Traducción: Ángel Manuel Gómez Espada [Extraido del num, 29, 2011]
LAS AVENTURAS DEL MAYOR BROWN Rabelais, o el valentísimo ilustrador Gustav Dore, deben haber tenido algo que ver con el diseño de aquellas edificaciones llamadas departamentos en Inglaterra y en América. Hay algo gargantuanesco en la idea de economizar el espacio montando casas una encima de otra, contrapuertas y demás. Entre el caos y complejidad de las calles cualquier cosa puede residir o suceder, es así como en una de ellas, yo creo, nuestro investigador pudo encontrar las oficinas del “Club de los raros oficios”. Puede pensarse, a primera vista, que el nombre podría atraer o espantar a los transeúntes, pero en estas oscuras colmenas de fríos almacenes ya nada puede espantar y mucho menos atraer. El transeúnte solo busca el fin de su propia melancolía, la agencia de envíos Montenegro, o las oficinas de Londres de Rutland Sentinel, y camina entre los corredores de luna llena como alguien que pasa por los de un demacrado sueño. Si hubiese matones que establecen una compañía de asesinos a sueldo en uno de los grandes edificios de la calle Norfolk y envían un suave hombre de gafas a responder las peticiones y contratos, no habría negocio en absoluto. Y el “Club de los oficios raros” reina en una gran torre escondida como un hueso en una gigantesca montaña de fósiles. La naturaleza de esta sociedad, como luego pudimos descubrir, se expone de manera simple y prontamente. Es un club excéntrico y bohemio, en el que la única condición para la membresía es la siguiente: que el aspirante haya sido capaz de inventar el método que solventa su existencia. Este debe ser un oficio totalmente nuevo. El significado exacto de este requerimiento se explica en dos reglas principales. Primero, este no debe ser una variación, ni simple aplicación de un oficio ya existente. Así, por ejemplo, el club no aceptaría a un agente de seguros que en lugar de asegurar la mueblería de un hombre contra incendios, aseguraría, digamos, sus pantalones contra la mordida de un perro. El principio (como Sir Bradcock Burnaby-Bradcock, en un elocuentísimo y extraordinario discurso brindado en el club por motivo de esta pregunta, lo dijo graciosa y penetrantemente) es el mismo. En segundo lugar, el oficio debe tener un fin comercial y un margen de ganancia para el candidato. Por esto el club no aceptaría a un hombre que se dedica simplemente a recoger latas rotas de sardina, a menos que pudiese manejar un eficiente negocio de ese pasatiempo. El profesor Chick dejó eso bastante claro. Y cuando uno descubre cuál fue el oficio que el profesor Chick inventó ya no sabe si reír o llorar. El descubrimiento de esta extraña sociedad fue curiosamente refrescante; darse con la existencia de diez nuevos oficios en el mundo era como observar un barco por primera vez. Hacía que un hombre se sintiera como un hombre debe sentirse, como si todavía viviese en la infancia del mundo. Que haya encontrado tan singular institución fue, puedo decir sin atisbos de vanidad, no del todo singular, porque tengo la manía de pertenecer a cuantas sociedades sea posible: puede que me hayan dicho que coleccionaba clubes, y que había acumulado una vasta y fantástica variedad de especímenes desde entonces. En mi más audaz juventud coleccioné el Ateneo completo. Algún otro día, tal vez, podría contar algunas otras historias de las sociedades a las que pertenecí. Podría contarles algunas acciones dadas en la “Sociedad de zapatos de hombres muertos” (esa superficialmente inmoral, pero necesaria comunión); explicaré el curioso origen del “Gato y Cristiano”, el nombre que ha sido muchas veces vergonzosamente mal interpretado; y el mundo finalmente sabrá por qué el “Instituto de Escritores” se fusionó con la “Liga de tulipanes rojos”. De las “Diez tazas de té” no me atrevo a decir una sola palabra. La primera de mis revelaciones, de cualquier modo, tendrá relación con el “Club de los raros oficios”, el cual, como ya dije, era único en su clase, con el cual estaba destinado a toparme tarde o temprano por el singular pasatiempo que tenía. La intrépida juventud citadina me llama “El rey de los clubes”. También escuchaba que me llamaban “Querubín”, en alusión a la rojiza y juvenil apariencia que presentaba en mis años de recientes. Yo solo espero que las almas condenadas al más allá tengan comidas tan buenas como las mías. Pero el hallazgo del “Club de los raros oficios” sucedió junto con un acontecimiento muy curioso y extraño que no fue descubierto por mí, sino por un amigo mío, Basil Grant, un observador, un místico y un hombre que apenas puede salir de su ático. Muy poca gente conocía cosas acerca de Basil; no porque éste carezca de desenvolvimiento social, porque si un hombre de la calle coincidía con él en una habitación, Basil le mantendría ocupado en una conversación hasta el amanecer. Poca gente lo conocía porque él, como todos los poetas, podía vivir sin ellos; podía recibir una cara nueva como un hombre recibe el tenue destello de un atardecer; pero no sentía más necesidad de ir a fiestas, por ejemplo, mas bien el de alterar las nubes que le cubrían. Vivía en una pequeña y cómoda guardilla en las cimas de Lambeth, rodeado de un caos que contrastaba con los barrios con los que lindaba; viejos y fantásticos libros, espadas, armaduras, un empolvado agujero de romanticismo. Pero su cara, entre todas estas quijotescas reliquias, se mostraba curiosamente moderna, poderosa y legal. Y nadie más que yo sabía quién era. Todo el mundo recuerda la terrible y grotesca escena que sucedió mucho tiempo atrás, cuando uno de los más agudos y persistentes jueces ingleses enloqueció en su tribuna. Yo tengo mi propio punto de vista sobre lo que ocurrió aquella tarde; pero acerca de los hechos mismos, como tal no cabe duda alguna. Por algunos meses, de hecho algunos años, mucha gente había notado algo extraño en el comportamiento del juez. Parecía que había perdido interés por las leyes, en las cuales se había desempeñado de una manera más que brillante e implacable, ocupándose de repartir consejos morales y personales a las personas involucradas. Hablaba casi como un sacerdote o un doctor, y de los más elocuentes. La primera vez pudo haber sido cuando le dijo a un hombre que pretendía un crimen pasional: “Te sentencio a tres años de prisión, bajo la firme, solemne y celestial convicción de que solo necesitas de tres meses de reflexión en una playa lejana”. Acusaba criminales desde su asiento, no especialmente por faltas o crímenes condenados legalmente, sino por cosas que nunca se habían oído en una corte de justicia: monstruoso egoísmo, falta de humor y morbosidad libremente practicada. Cabe recordar aquel célebre caso del diamante, en el cual el mismo primer ministro, ese brillante miembro de la sociedad, tuvo que acercarse al estrado, de muy mala gana, para entregar evidencia contra su asistente. Después de que la vida familiar fuese detalladamente expuesta, el juez pidió al ministro que camine hacia el estrado una vez más, lo que éste cumplió con renegada dignidad. Entonces el juez dijo, en una sorpresiva y áspera voz: “Consígase una nueva alma. Esa no le cabe a un perro. Vaya, busque una nueva alma”. Todo esto, claro, a ojos de un sagaz, fue una muestra premonitoria de la melancolía y de lo absurdo del día en que su ingenio le abandonó en medio de un caso abierto. Era un caso de difamación entre dos eminentes y poderosos financistas contra los cuales se habían impuesto considerables cargos de desfalco. El caso fue largo y complejo; los defensores eran precisos y elocuentes; pero al final, después de semanas de trabajo y disputa, llegó el momento de la sentencia por parte del juez; y una de esas magistrales muestras de lucidez y pulverizante lógica tenían a todos expectantes. El juez había hablado muy poco durante el encuentro, y se le veía triste y cabizbajo al final de la sesión. Se mantuvo en silencio por unos minutos y, de pronto, estalló en un ruidoso cántico. Sus palabras (como se reporta) fueron las siguientes: “O Rowty-owty tiddly-owty Tiddly-owty tiddly-owty Higthy-ighty tiddly-ighty Tiddly-ighty ow”. Entonces se retiró por completo de la vida pública y se mudó a la guardilla en Lambeth. Una tarde yo estaba sentado a eso de las seis de la tarde con un vaso de ese maravilloso Burgundy que escondía detrás de una pila de folios con letra negra, y él caminaba a lo largo de la habitación, toqueteando una de las espadas que tenía en su colección, como ya era un hábito suyo. El sol golpeaba sus filudas facciones y su cabello, sus ojos azules se veían extrañamente llenos de sueños y había abierto la boca para dejarlos salir. De pronto, la puerta se abrió de golpe y un pálido hombre de cabello rojo y gordísimo abrigo entró en la habitación muy agitado. “Lamento interrumpir, Basil”, murmuró. “Me tomé la libertad —pacté una reunión con un hombre— un cliente —en cinco minutos— perdone, señor”, e inmediatamente me ofreció una reverencia como disculpa. Basil me sonrió. “No sabías”, me dijo, “que tenía un medio hermano. Él es Rupert Grant, quien puede y hace todo lo que debe ser hecho. Tal como yo fui un fracaso en una cosa, Rupert destaca en todo lo que hace. Lo recuerdo como periodista, agente inmobiliario, naturalista, inventor, publicista, maestro de escuela y... ¿A qué te dedicas ahora, Rupert?” “Ahora mismo y por algo de tiempo ya” —dijo Rupert con mucha dignidad, “soy detective privado, y este es mi cliente”. Un sonido seco y muy fuerte golpeó la puerta y nos interrumpió. Con el permiso concedido, la puerta fue bruscamente abierta y entró un robusto y apuesto hombre que caminó presuroso por la habitación, puso su abrigo sobre la mesa y dijo “Buenas tardes, caballeros” con énfasis en la penúltima sílaba, lo cual puso en evidencia su formación militar, literaria y social. Tenía una cabeza larga, golpeada de negro y gris, y un abrupto bigote oscuro, lo que acentuaba una apariencia salvaje e intensa pero contradicha por sus pesados y tristes ojos azules. Basil, inmediatamente, me dijo “Movámonos a la siguiente habitación, Gully” y caminó hacia la puerta del frente, cuando el extraño replicó: “No es necesario, amigos míos. Pueden quedarse, los amigos pueden quedarse”. El momento en que le oí hablar recordé inmediatamente quién era, un tal mayor Brown que había conocido años antes en compañía de Basil. Había olvidado por completo esa negra figura de dandi y la larga cabeza, pero recordé el peculiar discurso, que consistió en decir bruscamente solo la cuarta parte de cada oración, como recargar una pistola. No lo sé, puede que derivara de las órdenes que solía dar a sus tropas. El mayor Brown era un inversor y distinguido soldado, pero podía parecer cualquier cosa menos un hombre de guerra. Como muchos de los distinguidos hombres de acero que recuperaron la India, era uno con las creencias y costumbres naturales de una doncella. En el vestir era apuesto y recatado, acostumbrado a los movimientos precisos para tomar el té. El entusiasmo que tenía era muchísimo y de naturaleza religiosa —el cuidado de las ideas. Y cuando hablaba sobre su colección, sus ojos azules brillaban como los de un niño que veía un juguete nuevo, los mismos ojos que se mantuvieron impasibles cuando las tropas gritaron victoria en Candahar. “Bueno, mayor”, dijo Rupert Grant con suma cordialidad, arrojándose a una silla que tenía detrás, “¿qué le está molestando?” “Flores amarillas. Cava de carbones. P. G. Northover”, dijo el mayor con justificada indignación. Nos miramos unos a otros inquisitoriamente. Basil, que tenía los ojos pegados a su abstracto modo, simplemente dijo: “Perdone, mayor...” “El hecho es este. Calles, usted sabe, hombre, flores. En la pared. Mi muerte. Algo. Absurdo”. Agitamos las cabezas suavemente. Poco a poco, y precisamente gracias a la desanimada asistencia de Basil Grant, pudimos entender la fragmentada pero excitante narración del mayor Brown. No sería adecuado someter a nuestros lectores a lo que tuvimos que soportar; por eso les contaré la historia del mayor Brown con mis propias palabras. Pero el lector debe imaginar la escena. Los ojos de Basil estaban cerrados, como en trance, por su propia costumbre, mientras que los de Rupert y los míos se hacían más y más redondos conforme escuchábamos una de las historias más interesantes del mundo de los labios de ese pequeño hombre de negro, erguido en su silla y hablando como si fuera una máquina. El mayor Brown fue, como ya dije, un soldado muy famoso, pero por ningún motivo entusiasta en su labor. Así que lejos de arrepentirse por su retiro y media pensión, él gustosamente tomó una pequeña villa, como una casa de muñecas, y dedicó el resto de su vida a las flores y al té descargado. La idea de que las batallas habían terminado cuando colgó su espada en el pequeño corredor principal (junto a dos distinguidas ollas y un frasco de agua de color extraño), y tomándose a sí mismo al lugar de empuñar el rastrillo en su soleado pequeño jardín, fue para él como haber llegado al puerto del cielo. Era preciso en sus gustos por la jardinería, y tenía, tal vez, cierta inclinación por tratar a sus flores como si fuera soldados. Era uno de esos hombres capaces de colocar cuatro sombrillas en la estancia en lugar de tres, cosa que dos se inclinarían hacia un lado y las otras dos hacia el otro respectivamente. Veía la vida como si pudiese dibujarse a mano. Y seguramente no le hubiese creído, o incluso entendido, a nadie que le hubiera dicho que a solo unas cuantas yardas de su paraíso estaba destinado a ser el centro de un torbellino de aventuras como nunca había visto, imaginado o soñado en el horrible caos, o el calor de la guerra. Cierta tarde brillante y muy fresca, el mayor, vestido de manera impecable había partido en un viaje usual y de etiqueta. Mientras cruzaba entre las vías principales pudo ver uno de esos caminos que aparentemente no tienen rumbo a las afueras de una cadena de mansiones, y cuya vacuidad y descoloramiento hacen que uno se sienta como caminando por las escenografías de detrás de un teatro. Pero aburrido y mezquino como podría haber sido la escena para ojos como los nuestros, no cumplía estas condiciones ante los ojos del mayor, pues en todo el diámetro que constituía este sendero venía algo que para él era lo que una procesión religiosa para un devoto. Un gran y pesado hombre, con ojos azul marino y una perilla rojiza que irradiaba en su cara empujaba una carretilla llena de flores de incomparable belleza detrás de él. Eran espléndidas muestras de todo orden, pero las favoritas del mayor predominaban a la vista. El mayor se detuvo y se enfrascó en un diálogo, para luego empezar a negociar con el hombre. Trató al hombre a fuer de coleccionista y loco; dicho esto, cuidadosamente y con algo de recelo empezó a seleccionar las mejores plantas de las menos excelentes, alabó varias, menospreció algunas, hizo una sutil escala desde las más emocionantes y raras hasta las que no salen de la más degradante insignificancia, y entonces las compró todas. El hombre solo empujaba su carreta cuando se detuvo y se acercó un poco más al mayor. “Le diré algo, señor”, dijo. “Si de verdad está tan interesado en ellas, debe subirse a esa pared”. “¡En la pared!” se escandalizó el mayor, cuyo conservador espíritu se acobardó ante tan fantástica infracción. “Las mejores flores amarillas de Inglaterra están en ese jardín, señor”, calmó el hombre. “Le ayudaré a subir, señor”. Cómo sucedió, nadie lo sabrá, pero ese positivo entusiasmo en la vida del mayor triunfó sobre todas las tradiciones negativas, y con un calmado salto y balanceo que le mostró perfectamente capaz de omitir cualquier asistencia física, se paró sobre la pared al final de tan extraño jardín. Pocos segundos después, el chasquido de la levita en sus rodillas le hizo sentir un poco tonto. Pero el instante que siguió, todos los insignificantes sentimientos fueron tragados por el más espantoso susto que el viejo soldado pudo haber sentido a lo largo de toda su existencia. Sus ojos cayeron sobre el jardín, y ahí, a través de una larga cama en el centro del césped, había un vasto patrón de flores amarillas; eran flores espléndidas, pero por primera vez no habían sido sus aspectos horticulturales lo que el mayor Brown había observado, porque las flores habían sido ordenadas de una manera gigantesca y en mayúscula para formar la siguiente frase: ‘MUERTE AL MAYOR BROWN’. Un hombre ya mayor y de aspecto amable, de unos bigotes blancos, estaba regándolas. Brown miró agudamente a la calle que estaba detrás él; el hombre con la carretilla había desaparecido. Entonces miró de nuevo hacia el césped y observó aquella aterradora inscripción. Otro hombre hubiese pensado que había enloquecido, pero Brown no lo hizo. Cuando románticas señoritas se asomaban a su hogar y su militancia explotaba, a veces él mismo sentía esa dolorosa vulgaridad que tenía dentro, pero por la misma razón sabía que estaba incurablemente cuerdo. Otro hombre, nuevamente, pudo haber pensado que era víctima de una terrible broma, pero Brown no pudo creer esto tan fácilmente. Sabía desde su propia perspectiva y aprendizaje que el arreglo floral había sido uno bastante elaborado y obviamente costoso; pensó bastante improbable que alguien decidiera despilfarrar extravagantemente su dinero en una broma contra él. Quedándose sin ningún tipo de explicación se admitió el propio hecho a sí mismo, y como un cuerdísimo señor, esperó como si lo hubiera hecho en presencia de un hombre con seis piernas. Para este momento el robusto hombre de bigotes blancos había levantado la mirada, y el agua caía de sus manos, chorreando un hilo de agua sobre el camino de grava. “Quién demonios eres?” se atoró, temblando violentamente. “Soy el mayor Brown”, dijo, calmo como en todos los momentos de acción. El viejo se atoró impotentemente como un monstruoso pescado. Y finalmente balbuceó con ahínco, “Venga abajo—baje ahora mismo!”. “A su servicio”, dijo el mayor, y se apeó a un montón de césped que tenía al lado, sin desacomodar su sombrero. El viejo giró su ancha espalda y emprendió carrera hacia la casa, seguido con pasos ligeros por el mayor. Su guía le condujo entre pasillos de una triste, pero elegantemente decorada casa, hasta que llegaron a la puerta de la habitación principal. Entonces el viejo giró con un semblante dolorido de terror que apenas podía verse a la luz de la luna. “Por amor al cielo”, dijo, “no mencione a los chacales”. Fue entonces cuando abrió la puerta revelando un estruendo de luz roja, y el anciano corrió escaleras abajo con el sonido de los zapatos contra la madera. El mayor entró en una costosa y brillante habitación llena de cobre rojo, plumas de pavo real y decoración de color morado. Sombrero en mano, tenía las conductas más refinadas del mundo, y a pesar de su pasado militar, no estaba para nada avergonzado de verse solo con una mujer que ocupaba el asiento al lado de la ventana, y miraba hacia el jardín. “Señorita”, dijo inclinándose, “soy el mayor Brown”. “Siéntese”, respondió la mujer; pero no giró la cabeza ni por cortesía. Tenía una gracia especial, vestía de verde, el cabello de un rojo intenso y el sabor del parque Bedford. “Has venido, supongo”, dijo tristemente, “para cobrarme los impuestos de esos odiosos títulos de propiedad”. “He venido, madame”, respondió el mayor, “para entender qué está pasando. Quiero saber por qué mi nombre está escrito a lo largo de su jardín. Y no de una manera amigable”. Habló sombríamente porque lo que vio le había afectado. Se torna imposible describir el efecto producido en la mente por aquella calmada y soleada escena del jardín, el cuadro para una maravillosa y brutal personalidad. El aire de la tarde soplaba tranquilo, el césped estaba dorado en aquel lugar donde las pequeñas flores lloraban al cielo clamando por su sangre. “Sabe que no debo girarme”, dijo la mujer; “cada tarde hasta el golpe de las seis debo mantener mi rostro pegado a la calle”. Cierta inspiración rara e inusual hizo que el soldado aceptara esos acertijos sin un atisbo de sorpresa. “Son casi las seis”, le dijo; y justo cuando terminó de hablar, el tosco cobre del reloj golpeó la pared marcando el tiempo de la seis en punto. En aquel momento la mujer se levantó de golpe y giró hacia el mayor mostrándole una de los rostros más raramente atractivos que había visto en su vida; abierto, y aún así tentador, el rostro de un elfo. “Con ese se cumplen tres años que llevo esperando”, se lamentó. “Este es el aniversario. La espera casi hace que uno desee que lo terrible suceda de una vez por todas”. Y mientras hablaba, un repentino y desgarrador lamento rompió la calma. Desde lo bajo, en el pavimento de la oscura calle una voz lloró con una estridente y despiadada distinción: “Mayor Brown, mayor Brown, ¿dónde mora el chacal?”. Brown se mostraba resuelto y silencioso, caminó hacia la puerta del frente y asomó el rostro hacia afuera. No encontró ninguna señal de vida en medio de la oscuridad de aquella calle, donde una o dos lámparas empezaban a iluminar tenuemente. Cuando regresó, vio a la mujer de verde temblando. “Es el fin”, lloró con labios temblorosos; “esto puede significar la muerte para ambos. Cuando menos lo esperemos”. Y fue ahí cuando su discurso fue interrumpido por un terrible lamento proveniente de la calle, uno horriblemente articulado. “Mayor Brown, mayor Brown, ¿cómo murió el chacal?” Brown se precipitó por la puerta y bajó las escaleras con prisa, pero nuevamente, se vio frustrado. No había nadie a la vista, y la calle se veía demasiado larga y vacía para que el escandaloso pudiera haber huido tan rápido. Incluso el tan racional mayor se vio algo atribulado por la situación, regresaba pensativo hacia el salón del que había salido tan violentamente. Apenas hubo llegado cuando la terrorífica voz vino nuevamente: “Mayor Brown, mayor Brown, ¿dónde—” Brown apenas había entrado cuando alcanzó justo el momento exacto para ver algo que a primera vista le heló la sangre. Los gritos parecían provenir de una cabeza decapitada que yacía en el suelo. Al instante el mayor pudo comprender. Esa era la cabeza de un hombre que había sido extraída del carbonero de la calle. Entonces, otra vez, se había desvanecido, y el mayor Brown se dirigió a la señora. “¿Dónde guarda usted el carbón?” le dijo, saliendo hacia el corredor. Ella le miró con sus ojos grises e intensos. “¿No pensarás bajar”, le advirtió, “solo, al agujero, con esa bestia?” “¿Es este el camino?” contestó Brown, y bajó las escaleras de la cocina por tres a la vez. Abrió de golpe una puerta que daba hacia una cavidad oscurísima y dio un paso adelante, tocándose los bolsillos buscando fosforillos para poder iluminar el camino. Así, mientras mantenía su mano derecha ocupada palpando su pantalón, un par de viscosas manos salieron de la oscuridad, manos que claramente pertenecían a un hombre de estatura aterradora, y le agarró por detrás de la cabeza. Lo mantuvo contra el suelo, sofocándose en la oscuridad, una imagen brutal del destino que le había tocado. Pero la cabeza del mayor, aunque al revés, estaba totalmente lúcida y operativa. Había cedido un poco a la presión hasta alcanzar sus manos y sus rodillas. Entonces, teniendo las rodillas del dantesco hombre a tan solo unos centímetros de él, usó sus largos y huesudos dedos para apretar esas piernas con fuerza y jalarlas hasta tumbarle con un sonoro golpe contra el suelo. Le costó levantarse, pero Brown se le puso encima como un gato. Lucharon y lucharon. Grande como era, no tenía ahora otro deseo más que escapar; no hacía más que estirarse de aquí para allá intentando pasar al mayor y llegar hasta la puerta, pero la valentía del mayor no le permitía moverse, lo tenía sostenido del abrigo, prisionero en una de las vigas de aquella habitación. A la larga, tanta presión aplicaba el mayor en sostener a este toro humano, una presión ante la cual temía que sus manos se desgarraran o se desprendieran de sus propios brazos. Pero cuando algo se desgarró, no fueron sus manos; el gigante de pronto desapareció del cuarto dejando su abrigo en manos del mayor. El único resto de su aventura y única pista del misterio. Para cuando subió y entró por la misma puerta por la que había salido, la mujer, los colgantes, los adornos y todo el elegante equipamiento que había visto había desaparecido. No había más que pizarras vacías y paredes peladas. “La mujer era parte del complot, claro está”, dijo Rupert asintiendo con la cabeza. El mayor Brown se tornó rojo como un ladrillo. “Perdone, pero no estoy para nada de acuerdo”, contestó. Rupert le miró con las cejas levantadas pero no le dijo nada más. Cuando volvió a hablar, dijo: “¿Había algo en los bolsillos del abrigo?” “Un poco de dinero, muy poco para ser honesto”, dijo el mayor cuidadosamente; “había un porta cigarros, un trozo de cuerda, y una carta”, la puso sobre la mesa y todos pudieron leerla, decía lo siguiente: Querido señor Plover, Me molesta el escuchar que hubo un retraso en los arreglos con referencia al señor Brown. Por favor, asegúrese que el ataque se efectúe el día de mañana como ya estaba acordado. En la carbonera, por supuesto. Suyo fielmente, P. G. Northover. Rupert Grant, inclinado hacia adelante, lo oía todo con una mirada casi de águila. Interrumpió: “Tiene lugar de emisión?” “No— ah, sí!” contestó Brown, achinándose sobre el papel; “Campo de Tanner número 14, Norte—” Rupert saltó repentinamente y juntó sus manos señalando un descubrimiento. “¿Pero entonces qué hacemos aquí? Debemos ir de inmediato. Basil, déjame tu revólver”. Basil estaba perdido en ascuas, como un hombre en trance. Pasó algo de tiempo antes que respondiera: “No creo que lo necesites”. “Tal vez no”, dijo Rupert poniéndose el abrigo. “Nadie nunca lo sabe. Pero ir a un lugar tan oscuro en busca de criminales—” “Crees que son criminales?” preguntó su hermano. Rupert soltó una risa falsa y ruidosa. “Dar órdenes de estrangular a un indefenso extraño en una carbonera puede no ser un experimento del todo acusatorio pero—” “Crees que pretendían estrangular al mayor?” señaló Basil, en el mismo tono distante y sarcástico. “Mi querido hermano, qué distraído has estado. Mira, lee la carta tú mismo”. “La estoy leyendo ahora mismo”, dijo el juez calmadamente; pero, de hecho, estaba viendo flamear la chimenea. “No creo que sea el tipo de carta que escribiría un criminal a otro”. “Mi muchacho, eres glorioso”, clamó Rupert, dando media vuelta con una risa y alegría en sus ojos azules. “Tus métodos me fascinan. La carta está ahí. Está escrita, y es un hecho que las órdenes para un crimen están ahí. Puede que ahora también digas que la columna Nelson no sea de las cosas que uno puede encontrar en Trafalgar”. Basil Grant se sacudió todo con una especie de risa silenciosa, pero de ahí en más no movió ni un dedo. “Esa estuvo buena”, dijo, “pero claro, una lógica como esa no es la que requerimos. Es una pregunta de tono espiritual. No es una carta criminal”. “Lo es. Es un hecho”, contestó el otro sintiendo que su razón agonizaba. “Hechos”, murmuró Basil, como alguien que mencionara algo nuevo, algo que no conoce, “cómo los hechos ocultan la verdad. Puede que se me vaya la cabeza —en efecto estoy un poco ido—, pero nunca podría creerle a ese hombre —¿Cuál era su nombre, en esas famosísimas historias? Sherlock Holmes—. Cada detalle apunta a algo, ciertamente; pero generalmente hacia la cosa incorrecta. Los hechos apuntan en todas las direcciones, a mi parecer, como las ramas de un árbol. Es solamente el árbol por sí mismo lo que tiene unidad y crece, es como sangre verde que salpica, como una fuente, hacia las estrellas”. “¿Pero qué otra cosa podría significar esta carta sino una planeación de crimen?” “Tenemos la eternidad para estirar las piernas”, contestó el espiritualista. “Pueden ser una infinidad de cosas. Las cuales no he visto todavía. Solo he visto la carta. La miro y digo que no es un plan criminal”. “¿Entonces cuál puede ser el origen?” “No tengo ni la más vaga idea”. “Entonces por qué no aceptas la explicación más lógica?” Basil continuó su divagación en el fuego, parecía ordenar sus ideas de una manera calmada y casi dolorosa. Entonces dijo: “Supón que sales una noche de luna llena. Supón que pasas por calles silenciosas, plateadas y cuadradas hasta que llegas a un amplio y desierto campo, donde ves algunos monumentos, y de pronto adviertes a una bailarina de ballet danzando a la luz de la luna. Supón ahora que estás mirando, y ves que es un hombre disfrazado. Ahora supón que miras de nuevo y te das cuenta que era el caballero Kitchener. ¿Qué pensarías?” Se detuvo por un momento y luego continuó: “No podrías utilizar una explicación lógica para esa situación. La explicación más lógica de utilizar ciertas prendas de vestir es que te ves bien con ellas puestas; no pensarías que el caballero Kitchener se vistiera de bailarina de ballet por una especie de vanidad personal. Pensarías, mas bien, que es posible que haya heredado de su bisabuela alguna locura que le obliga a danzar de esa manera; o que ha sido hipnotizado; o amenazado por una sociedad secreta para que baile por su vida. Con Banden Powell, diría, podría haber sido una apuesta, pero no con Kitchener. Yo debería saber todo eso porque durante mis días de vida pública le conocía bastante bien. Entonces, reconozco esa carta bastante bien, y a los criminales también. No es una carta de plan criminal. Es todo tonal, de atmósferas”. Y cerró los ojos y sobó su frente con calma. Ruper y el mayor lo miraban con atisbos de respeto y lástima. El mozo dijo, “Bueno, yo iré de todos modos, y tú, pues continúa pensando —hasta que se termine tu misterio espiritual— que un hombre que envía una carta pidiendo un crimen, que es, en efecto, un crimen que se ha perpetrado, al menos de manera tentativa, es, bajo toda probabilidad, inconsistente en sus inclinaciones morales. ¿Puedo llevarme tu revólver?” “Ciertamente”, dijo Basil levantándose. “Pero voy contigo”. Y se cubrió la espalda con una extensa capa y tomó una de sus espadas de una de las esquinas”. “Pero tú!” se sorprendió Rupert, “tú nunca sales de este agujero para asomar la cara al mundo real”. Basil se colocó formidablemente un viejo sombrero blanco. “Yo nunca”, respondió con algo de inconsciente y gran arrogancia, “oigo de algo que no entiendo a primera instancia sin ir a ver de qué se trata”. Y salió al frente de todos guiando el camino. Los cuatro fuimos por en medio de la iluminada calle de Lambeth, cruzamos el puente de Westminster y caminamos por todo el terraplén con dirección a esa parte de la calle de Fleet donde se puede encontrar el campo de Tanner. La erguida y oscura silueta del mayor Brown, vista desde atrás, resaltaba un gracioso contraste con la de Ruper Grant, perruna y delgada, quien había adoptado con todo el entusiasmo de un niño las poses del detective de la ficción. La cualidad más pintoresca del muchacho era su juvenil gusto por la poesía y los colores de Londres. Basil, que caminaba por detrás, con el rostro vuelto hacia las estrellas, tenía el aspecto de un sonámbulo. Rupert se detuvo en una esquina de Tanner, con un estremecimiento de gozo por el peligro, sostuvo el revólver de Basil dentro del bolsillo de su abrigo. “¿Entramos?” preguntó. “¿No quieres llamar a la policía?”, agregó el mayor Brown asomándose de un lado a otro de la calle. “No estoy seguro”, dijo Rupert rascando sus cejas. “Claro, está claro que es todo muy retorcido pero somos tres y—” “No deberíamos llamar a la policía”, respondió Basil con tono extraño. Rupert le miró de lleno y duramente. “Basil”, sollozó, “estás temblando. ¿Qué te pasa, tienes miedo?” “Frío, tal vez”, dijo el mayor, observándolo. No cabía duda que estaba temblando. Por último, después de algunos instantes de reflexión, Rupert maldijo todo. “Te estás riendo”, reclamó. “Conozco esa aturdida, silenciosa, temblorosa risa tuya. ¿Qué demonios te causa tanta gracia, Basil? Estamos aquí, los tres, a unos metros de una guarida de rufianes”. “Pero no deberías llamar a la policía”, contestó Basil. “Nosotros cuatro somos suficientes para ese anfitrión”, y continuó con su temblorosa risa. Rupert giró y emprendió una impaciente y sigilosa caminata por el campo, nosotros le seguíamos de cerca. Cuando alcanzó la puerta número 14 volteó bruscamente, el revólver brillaba en su mano. “Quédense cerca”, dijo con una voz de comandante. “El sinvergüenza puede que intente escapar en un momento. Debemos romper la puerta y entrar con todo. Los cuatro nos acobardamos instantáneamente ante el umbral, rígidos todos, excepto por el juez y su convulsa risa. “Ahora”, susurró Rupert Grant, mirándonos con una cara pálida y ojos intensos, “cuando diga ‘cuatro’, me siguen a toda prisa. Si digo ‘sosténganlo’, deben tener a los rufianes abajo, en el suelo, no importa quién sea. Si digo ‘paren’, paran. Diré que si son más de tres. Si nos atacan vaciaré el revolver en ellos. Basil, ten lista ese palo-espada tuyo. Ahora. ¡Uno, dos, tres, cuatro!”. Con el sonido de esa palabra la casa se abrió de un portazo y todos entramos como si estuviésemos invadiendo un terreno con el fin de terminar muertos. La habitación, que era una ordinaria y elegantemente decorada oficina parecía, a primera vista, vacía. Pero en una segunda y más cuidadosa mirada, vimos que detrás de un escritorio largo con casilleros y cajones de cantidad desconcertante había un hombre muy pequeño con un bigote mal depilado, con el aire de un empleado promedio, escribiendo fervientemente. Levantó la mirada conforme nosotros nos acercamos. “¿Tocaron?” preguntó plácidamente. “Lamento no haberles oído. ¿En qué puedo ayudarles?” Hubo una pausa dubitativa, y entonces, por consenso general, el mismísimo mayor, víctima de su propia cólera, dio un paso al frente. Tenía la carta en la mano y se veía inusualmente severo. “¿Tu nombre es P. G. Northover?” “Ese es mi nombre”; respondió sonriendo. “Creo”, dijo el mayor Brown, incrementando la oscuridad de su rostro, “que esta carta fue escrita por ti”. Y con un sonoro ademán abrió la carta y la golpeó contra el escritorio del oficinista con el puño apretadísimo. Northover la miró con desganado interés y asintió vagamente. “Bueno, señor”, dijo el mayor, agitado, “¿qué me dice de eso?” “¿Precisamente qué quiere que le diga?”, respondió el hombre de bigote. “Soy el mayor Brown”, respondió severamente. Northover se inclinó. “Encantado de conocerlo, señor. ¿Qué es lo que tiene que decirme?” “¡Decir!”, clamó el mayor, perdiendo la poca compostura que le quedaba. “Quiero esta confusa situación aclarada de una vez, es lo que quiero”. “Ciertamente, señor”, contestó Northover, saltando con una leve elevación de las cejas. “Tome asiento por un momento”. Y presionó un timbre eléctrico que tenía justo encima, el cual sonó y resonó en una habitación contigua. El mayor se apoyó en la silla que le ofrecieron, pero se mantuvo de pie golpeando el suelo con sus pulidas botas. De pronto una puerta de vidrio se abrió y un bello jovencito entró en la sala vistiendo una levita. “Señor Hopson”, dijo Northover, “este es el mayor Brown. ¿Podría terminar lo que le di en la mañana y traerlo para él?” “Sí, señor”, respondió el señor Hopson y desapareció en el acto. “Me disculparán, caballeros”, dijo el gárrulo Northover con una amplia sonrisa, “si continúo con mis labores hasta que el señor Hopson esté listo. Tengo algunos libros que debo limpiar antes de irme de vacaciones mañana por la mañana. A todos nos gusta el olorcito del campo, ¿no es así? ¡Ja! ¡Ja!” El criminal retomó su lápiz con una risa infantil y el silencio se volvió a apoderar del lugar, un plácido y ocupado silencio por parte del señor Northover, colérico y resentido por parte de todos los demás. De repente, el rasgueo del lápiz de Northover sobre el papel fue interrumpido por un toque en la puerta, casi simultáneamente con la vuelta del picaporte, y el señor Hopson entró de nuevo con la misma discreción que la vez anterior, puso un papel frente a su jefe y se desvaneció de nuevo. El hombre en el escritorio se rascó los restos de bigote que le quedaban por unos minutos mientras paseaba los ojos a lo largo del papel que se le había presentado. Tomó su lápiz, y con un ligero gruñido murmuró: “Negligente”. Entonces lo leyó todo de nuevo con la misma impenetrable atención y finalmente se lo alcanzó al alterado Brown, quien ya casi hundía el grabado en el respaldar de la silla. “Creo que encontrará esto bastante bien, mayor”, dijo cortamente. El mayor observó la carta; que lo haya encontrado bien o no será descubierto luego, pero ahí él leyó lo siguiente: Mayor Brown a P. G. Northover £ s. d. Enero 1, cuenta rendida 560 Mayo 9, colocar e incrustar las flores 200 Costo de la carretilla con flores 0150 Contratación del hombre de la carretilla 150 Decoración de la habitación (cortinas, ornamentos) 300 Salario de la señora Jameson 100 Salario del señor Plover 100 ------- Total £1460 “¿Qué?”, dijo Brown, después de una pausa casi muerta y unos ojos que se le salían lentamente de las cuencas, “¿Pero qué es todo esto, en el nombre del cielo?” “¿Que qué es?” repitió Northover, ladeando la ceja con diversión. “Es su cuenta, por su puesto”. “¡Mi cuenta!” Las ideas del mayor parecían llegarle como una estampida. “¡Mi cuenta! ¿Y qué se supone que debo hacer con ella?” “Bueno”, dijo Northover, riendo francamente, “naturalmente preferiría que la pagara”. La mano del mayor todavía estaba descansando en el respaldar de la silla mientras Northover le respondía. Apenas se movió, cuando de pronto cargó la silla en peso completo y dándole unas vueltas de campana la lanzó contra la cabeza de Northover. Las patas chocaron contra el escritorio por lo que Northover solo sufrió un golpe en el codo cuando levantó la guardia con los puños apretados. Todos nos apresuramos a sostenerlo. La silla había caído ruidosamente en el suelo. “Suéltenme, bribones”, gritó, “déjenme”. “Quédese quieto”, dijo Rupert autoritariamente. “El actuar del mayor es justificable. El abominable crimen que ustedes intentaron cometer” “Un cliente tiene el perfecto derecho”, respondió Northover acaloradamente, “de cuestionar algún sobrecargo, pero, desconcertante como sea, no de lanzar mueblería al encargado”. “En el nombre de Dios, ¿a qué te refieres tú con sobrecargos y clientes?” chilló el mayor Brown, cuya perspicaz naturaleza femenina que se mostraba durante los dolores o el peligro se tornó casi histérica en la presencia de tan exasperante misterio. “¿Quién eres? Yo nunca lo he visto a usted ni a sus tontas cuentas. Lo único que sé es que sus malditos brutos intentaron estrangularme”. “Dementes”, dijo Northover mirando a su alrededor, “todos ustedes están dementes. Y yo no sabía que viajaban en cuartetos”. “Suficiente con esta locura”, dijo Rupert; “tus crímenes han sido descubiertos. Un policía está estacionado en la esquina de este terraplén. Pero yo mismo, como detective privado, me haré responsable de decirle que todo lo que diga, puede ser usado en su—”. “¡Demente!” replicó Northover con aire cansado. Fue en este momento que por primera vez sonó entre todos ellos la extraña y soñolienta voz de Basil Grant. “Mayor Brown”, dijo, “¿puedo hacerle una pregunta?” El mayor dio vuelta sumido en el puro desconcierto. “¿Usted? Claro que sí, señor Grant”. “Podría decirme”, dijo el místico, con la cabeza hundida y la ceja gacha, mientras trazaba una figura en el polvo con su palo-espada, “¿podría decirme cuál era el nombre del hombre que vivía en su casa antes que usted?”. El infeliz mayor se perturbó solo débilmente por esta fútil e irrelevante pregunta, respondió vagamente: “Sí, yo creo que se llamaba Gurney y algo —un nombre compuesto— Gurney-Brown; ese era su nombre”. “¿Y cuándo fue que la casa pasó a sus manos?” preguntó Basil, mirándolo agudamente. Sus ojos brillaban. “Llegué la semana pasada”, dijo el mayor. Tras solo este intercambio el criminal Northover cayó de pronto sobre su silla y gritó con una ruidosa carcajada. “¡Ah! Esto es todo tan perfecto, es exquisito”, se atoró, golpeándose los brazos con los puños. Reía como si no escuchara nada más; Basil Grant se reía sin voz, con murmuraciones al parecer; y el resto de nosotros nos sentíamos como pequeños botes en medio de una tormenta. “Explícate, Basil”, pidió Rupert, pisando fuerte. “Si no quieres que me ponga loco y vuele tus metafísicos sesos, dime qué significa todo esto”. Northover se levantó. “Permítame explicarlo, señor”, dijo, “Antes que nada, acepte mis sinceras disculpas, mayor Brown, por tan abominable torpeza; sé de las molestias que le debió haber causado, por lo cual, si me permite señalarlo, se ha comportado con tremenda valentía y dignidad. Claro está que no debe preocuparse por la cuenta en absoluto. Nos haremos cargo de los gastos”. Y rompiendo el papel frente a él, tiró los restos en el tacho de basura y se inclinó pidiendo el perdón del mayor. El rostro de Brown evidenciaba la pura confusión en la que se encontraba, “Pero ni siquiera estoy cerca de comprenderlo”, se lamentó, “¿Qué cuenta? ¿Qué torpeza? ¿Qué pérdida?” El señor P. G. Northover avanzó al centro del cuarto, pensativo y con una considerable dignidad por delante. Tras una consideración más cuidadosa, había en él otras cosas más aparte del bigote mal depilado, como una delgada y amarillenta piel, un perfil aguileño y una angustiante inteligencia. Miró abruptamente y dijo: “¿Sabe dónde se encuentra, mayor?” “Dios sabe perfectamente que no lo sé”, dijo el soldado con fervor. “Esta”, respondió Northover, “es la oficina de la ‘Agencia de Aventura y Romance’”. “¿Y eso de qué se trata?” cuestionó. El oficinista se estiró sobre su silla y con la dura mirada que tenía fijó los ojos en todos los presentes. “Mayor”, dijo calmado, “¿alguna vez ha caminado por una calle vacía, durante una de sus tardes libres, sintiendo unas apremiantes ganas de que algo especial sucediera, algo, en las maravillosas palabras de Walt Whitman, ‘algo peligroso y terrorífico; algo diferente a todo lo aburrido y corriente de esta vida de beato; algo que no pueda probársele a nadie; algo que viva sin anclaje a la lógica y sea libre’? ¿Alguna vez se sintió así?” “No exactamente”, replicó el mayor. “Entonces deberé elaborar un poco más el tema”, suspiró el señor Northover. “La ‘Agencia de Aventura y Romance’ fue fundada con el objetivo de satisfacer un deseo nacido recientemente. En cada lugar donde uno escucha una conversación, o incluso en la misma literatura, damos con el deseo de muchas personas por acontecimientos que nos detengan y nos acechen, que nos hagan sentir espléndidamente perdidos. Ahora, el hombre víctima de estos deseos, paga a la ‘Agencia de Aventura y Romance’ una suma de dinero por una oportunidad de variar su propia vida; a cambio, nosotros le rodeamos de terroríficos y raros momentos. Como un hombre que sale de casa, como todos los días, y un alterado barrendero se le acerca para advertirle sobre un complot contra su vida; se monta en un taxi y los llevan a un despacho de opio; de pronto recibe un misterioso y dramático telegrama o una visita inesperada, y es inmediatamente inmerso en un vórtice de incidentes increíbles. Una historia pintoresca debe ser escrita primero por uno de nuestros renombrados novelistas, que ahora mismo se encuentran en intenso trabajo en la oficina del costado. El suyo, mayor Brown, fue diseñado por nuestro señor Grigsby, y yo la considero peculiarmente forzada y mordaz; es realmente una pena que no haya podido ver el final. Espere un poco más, sin embargo, que no llego a lo realmente hondo de esta equivocación. El anterior dueño de la casa en la que vive, el señor Gurney-Brown, era un fiel suscriptor de nuestra agencia, y uno de nuestros distraídos empleados, ignorando la dignidad que debe traer la vida en rangos militares, pensó que el mayor Brown y el señor Gurney-Brown eran la misma persona. Así es como usted se vio envuelto en medio de la historia de otra persona”. “¿Cómo es posible que algo como esto funcione?” cuestionó Rupert Grant, con brillantes y fascinados ojos. “Nosotros estamos convencidos que nuestro trabajo es digno y noble como todos los demás”, dijo Northover calmadamente. “Nos hiere profundamente el hecho de que no haya cosa más triste en la vida moderna que el lamentable hecho de que un hombre de nuestra época deba buscar una existencia artística en un estado tan sedentario. Si quiere volar hacia una ciudad mágica, debe leer un libro; si quiere medirse en un campo de batalla, debe leer otro libro; si quiere elevarse hacia el cielo, otro libro. Nosotros les damos esta visión, pero también les damos ejercicios al mismo tiempo, la necesidad de saltar de un muro a otro, de pelearse con un extraño, de escapar por calles largas huyendo de terribles sujetos, todos saludables y buenos ejercicios. Les entregamos esa pequeña probada del mundo de Robin Hood o de los Caballeros Errantes. Les regresamos a su infancia, esa maravillosa etapa donde pretendemos vivir otras vidas, ser nuestros propios héroes, bailando y soñando al mismo tiempo”. Basil le miraba curioso. El más singular descubrimiento psicológico se estaba reservando para el final, pues al final del discurso, el pequeño oficinista se veía con unos intensísimos ojos de fanático loco. El mayor Brown aceptó la explicación de buen talante y con bastante humor. “Claro; terriblemente pesado, señor”, dijo. “No cabe duda que el sistema es excelente. Pero yo no creo...” se detuvo por un momento, y asomó la mirada por la ventana. “Dudo que usted vaya a encontrarme en él. De alguna manera, cuando uno ya ha visto —por sí mismo, usted me entiende— sangre y oído gritar a sus hombres, uno siente la necesidad de apearse en una pequeña casa con un pasatiempo muy superficial; como dice la Biblia, ‘Ahí permanece el descanso’”. Northover se inclinó. Y luego de una pausa dijo: “Caballeros, permítanme ofrecerles mi tarjeta. Si alguno de ustedes desea comunicarse conmigo, luego de oír el punto de vista del mayor Brown—” “Yo la recibiré con gusto, señor”, dijo el mayor, con esa tosca y cortés voz. “Debo pagarle la silla”. El agente del Romance y la Aventura le alcanzó su tarjeta riendo. Decía: “P. G. Northover, B. A., C. R. O., agencia de Aventura y Romance, Campo de Tanner 14, calle Fleet”. “¿Y qué diablos significa ‘C. R. O.’?” preguntó Rupert Grant, mirando por encima del hombro del mayor. “¿No lo sabe?” respondió Northover. “¿Nunca había oído hablar del ‘Club de los Raros Oficios’?” “Parecen haber concordado muchas cosas extrañas de las que no teníamos ni idea”, dijo el mayor reflexivamente. “¿Eso de qué se trata?” “‘El Club de los Raros Oficios’ es una sociedad exclusivamente para personas que hemos inventado una nueva y curiosa manera de hacer dinero. Yo fui uno de los primeros miembros”. “Lo merece, sin duda”, dijo Basil, “recogiendo su sombrero blanco, con una sonrisa, y hablando por última vez en aquella tarde. Cuando ya habían salido de ‘Aventura y Romance’, el agente mantuvo una extraña sonrisa, mientras caminaba por el fuego para reacomodarse en su silla. “Buen hombre ese mayor; cuando uno no tiene el toque de un poeta, grande la probabilidad de que sea él mismo un poema. Pero pensar que un hombre como él estuvo en plena historia de Grigsby”, y rió ruidosamente en medio del silencio. Así como la risa resonó bastantes metros de distancia, alguien tocó a la puerta. Una cabeza de búho, con un oscuro bigote, apenas se asomó antes de entrar con tono despreciativo y curioso. “¡Qué! ¿Otra vez, mayor?”, se sorprendió Northover, “¿qué puedo hacer por usted?” El mayor arrastraba los pies en la oficina. “Es terriblemente absurdo”, dijo, “Algo debe haber sucedido conmigo, algo que nunca había notado. Pero siento el más desesperante deseo por saber cómo iba a terminar todo”. “¿El final de todo?” “Sí”, dijo el mayor, “Chacales, las pequeñas andanzas, y la muerte del mayor Brown”. El rostro del agente se tornó sombrío, pero sus ojos todavía se mostraban interesados. “Lo siento mucho, mayor”, dijo, “pero me está pidiendo algo imposible. No hay nadie más ahora mismo a quien me gustaría complacer más a usted, pero las reglas de la agencia son muy estrictas. Las aventuras son confidenciales; ahora usted es un extraño. No tengo permitido informarle sobre nada más. Espero me comprenda—”. “No hay nadie más”, respondió Brown, “que entienda la disciplina mejor que yo. Muchas gracias y buenas noches”. Y el hombre se retiró por última vez. No tardó en casarse con la señora Jameson, la mujer de cabello rojo y decoraciones verdes. Era una actriz contratada (como muchas otras) por la agencia de Romance; y su matrimonio con el veterano de guerra había causado cierto revuelo en su lánguido e intelectual juego. Siempre respondía que había conocido muchísimos hombres que actuaban muy bien bajo las condiciones que Northover les entregaba, pero que solo uno había bajado a la carbonera, sabiendo que un asesino le esperaba. El mayor y ella viven felices como perdices en un pueblo lejano. El hombre se entregó al tabaco. De otra manera no cambió en nada, excepto... Hay momentos en los que, alertado y lleno de ese egoísmo femenil que ya es parte de su naturaleza particular, entra en trances y abstracciones. Entonces su esposa reconoce con una maternal sonrisa y por la vacía búsqueda de sus ojos azules, que está intentando entender los pormenores y el por qué no podía mencionar a los chacales. Pero, como muchos otros soldados, Brown era un hombre religioso, y creía fervientemente que se descubriría toda la verdad en un mundo mucho mejor que este. Traducción: PABLO FRANCO ORTEGA TORRES
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TRADUCCIONES
El Coloquio de los Perros. AL HAZMI, ALI ANDRADE (DE), EUGENIO ANGELOU, MAYA BERT, BENG BERTRAND, ALOYSIUS BHATTACHARYA, DEEPANKAR BIANU, ZENO BLANCHARD, MAURICE BLANDIANA, ANA BOUCHET, ANDRÉ (DE) BOURSON, GILBERT BOUVIER, NICOLAS BRODA, MARTINE BROWN, STACIA L. BUZZATI, DINO CALVET, VINCENT CAPRONI, GIORGIO CARDOSO, RENATO F. CASTRO (DE), MANUEL CÉSAR, ANA CRISTINA CHAMBON, JEAN-PIERRE CHAVAL CHESTERTON, G. K. CONTINI, DONATELLA CORSO, GREGORY COUTO, MIA COUTO, MIA [POEMAS] DEGUY, MICHEL DELANEY SPEAR, SUSAN DELERM, PHILIPPE DIMKOVSKA, LIDIJA DOMIN, HILDE DOMINIQUE ANÉ DOMINIQUE ANÉ [OKLAHOMA 1932] DRUMMOND DE ANDRADE, CARLOS DUPIN, JACQUES ELIOT, GEORGE ESPAGNOL, NICOLE ESPANCA, FLORBELA FERREIRA, VERGÍLIO FOLLAIN, JEAN GARCIA, JUAN GINSBERG, ALLEN GONZÁLEZ LAGO, DAVID GOZIS, GEORGE HAM, NIELS HAUTECLOCQUE, XAVIER (de) HÉLDER, HERBERTO HEMINGWAY, ERNEST HIERRO LOPES, BEATRIZ HIGHTOWER, SCOTT HOGUE, CYNTHIA IGLESIAS, XOSÉ JIYAN, RÊNAS JUDICE, NUNO KALÉKO, MASCHA KANDEL, LENORE KEROUAC, JACK KHAÏR-EDINNE, MOHAMMED KHENSIN, SUMITAKU KINNELL, GALWAY LACERDA, ALBERTO (de) LAYOS, ILÍAS LÉVIS MANO, GUY LUCA, GHÉRASIM LUCIE-SMITH, EDWARD MAULPOIX, JEAN-MICHEL MAWGOUD, MONTASER ABDEL MERWIN, W. S. MICHAUX, HENRI MIERMONT-GIUSTINATI, ADELINE MILTON, JOHN MONTEIRO, KRISHNA MOORE, MARIANNE MORENO, ANNA NAPORANO, FERNANDO NERVAL, GERARD (de) NILO NUNES, LUIZA OLIVEIRA (DE), ALBERTO OSORIO GUERRERO, RODRIGO PESSANHA, CAMILO PESSOA, FERNANDO PINTO DE AMARAL, FERNANDO PLATH, SYLVIA POZZI, ANTONIA PRÉVERT, JACQUES PROUST, MARCEL QUINTANA, MÁRIO RAMBOUR, JEAN-LOUIS RAMOS ROSA, ANTÓNIO RAMOS ROSA, GISELA GRACIAS RATROUT, FAHKRY RILKE, RAINER MARIA RODRÍGUEZ-MIRALLES, JORGE HEMEROTECA
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