EL COLOQUIO DE LOS PERROS
  • PRINCIPAL
  • CONTACTO
  • POESÍA
  • FICCIONES
  • ENTREVISTAS
  • TRADUCCIONES
  • ARTÍCULOS
  • LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
  • INVITADO DE LA SEMANA
    • ANTIGUOS HUÉSPEDES
  • HEMEROTECA
    • FUERA DE PLANO
    • MUSEO DE BARATARIA
  • ÍNDICE DE AUTORES
  • JOAN MARGARIT: UNO DE LOS NUESTROS
  • PRINCIPAL
  • CONTACTO
  • POESÍA
  • FICCIONES
  • ENTREVISTAS
  • TRADUCCIONES
  • ARTÍCULOS
  • LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
  • INVITADO DE LA SEMANA
    • ANTIGUOS HUÉSPEDES
  • HEMEROTECA
    • FUERA DE PLANO
    • MUSEO DE BARATARIA
  • ÍNDICE DE AUTORES
  • JOAN MARGARIT: UNO DE LOS NUESTROS
EL COLOQUIO DE LOS PERROS

TRADUCCIONES

MUESTRARIO DE OTRAS LITERATURAS POSIBLES

XAVIER DE HAUTECLOCQUE

27/1/2023

0 Comentarios

 
          I
 
         CREPÚSCULO DE LOS DIOSES
 
         Viena, 14 de abril. Cena para tres en casa de mi amigo Otto von Z... Él es el tipo de austríaco de clase alta, elegante, refinado, alemán de corazón, francés de modales. Riquísimo en otro tiempo, repara las brechas de sus rentas tratando con negocios bastante misteriosos: vende metales.
       Se venden muchos metales en la Europa central, en la actualidad. Trocitos de cobre, a los que el vulgo denomina balas de fusil. Agujas de tricotar piel humana: bayonetas. Y esas lindas máquinas enteramente de acero, esas máquinas de descoser la existencia que son las ametralladoras. Dejémoslo. Los negocios de mi amigo Otto no me interesan. Lo que me interesa es el tercer comensal.
       En confidencia, no tenemos derecho a pronunciar su nombre y mucho menos, a escribirlo. Se trata de una de las personalidades más eminentes de la intelectualidad alemana (tomen por ejemplo, como elemento de comparación, al rector de nuestra facultad de derecho de París). Mi rector germánico es una de las cabezas del partido de Von Papen (1). Conoce personalmente al mariscal Von Hindenburg (2) y al Kronprinz (3). En él se encarna el alma de esta vieja y poderosa camarilla monárquica en la que se funden generales, grandes terratenientes y Herr Professoren:
           La Alemania de antaño.
        ¿Por qué diablos se encuentra en Austria en lugar de dirigir su universidad en esta hora memorable en la que la Alemania del mañana se despierta? ¿Turista?
           No: exiliado.
Foto
Foto
* * *
          A ese pontífice de la reacción alemana, los hitlerianos no le prohíben formalmente residir en su país. Le han rogado cortésmente que suspenda sus lecciones y se vaya a tomar el aire al extranjero hasta nueva orden. Él es quien ha deseado verme a mí. Quería instruir a un periodista francés sobre la verdadera naturaleza del movimiento hitleriano. Yo espero sus diatribas, una explosión de furia o, al menos, confidencias desengañadas. Se trata de un alemán del Norte y de la especie violenta, del tipo «superhombre». La luz de los candelabros talla en bulto redondo los músculos de su gruesa cabeza cúbica. Resopla vorazmente entre la plata y la porcelana fina. Uno presiente que se hincha de manduca para ahogar su ira. Yo le planto un par de banderillas:
       —Evidentemente, cuando comparamos a su amigo Von Papen, tan cortés, tan de raza, tan culto, con Hitler, quien, pese a todo su genio de agitador, no es... Nada más que un autodidacta...
         —Napoleón también era un autodidacta y un agitador.
         Seriamente, con sinceridad, ese gran intelectual alemán, ese representante de las antiguas clases alemanas dirigentes acaba de comparar a Hitler con Napoleón. La Alemania de antaño puede odiar en secreto al jefe de la Alemania de hoy, pero lo admira y lo sigue porque le tiene miedo.
         Inútil reproducir al detalle lo que ese sabio profesor me ha comentado. En materia de política extranjera su facultad de comprensión no se eleva por encima del odio más brutal. Los polacos, para él, son «dreckmist» [bazofia, estiércol] (4). En cuanto a política interna, cuando dejo caer en la conversación el nombre de Einstein, mi interlocutor responde en los mismos términos:
        —Lástima que ese granuja de Einstein no haya vuelto a Berlín. Me habría gustado verlo balancearse al extremo de una cuerda, ahorcado bajo la puerta de Brandeburgo.
      ¡Oh, serenidad de la ciencia pura! Eso basta para caracterizar el nivel moral del personaje, eso explica asimismo por qué los hitlerianos surgidos del pueblo no tendrán dificultad alguna en suplantar a la antigua oligarquía espiritual o nobiliaria.
           ¿Y el porvenir?
         Por fuera, mi eminente rector cree en la inminencia de una agresión simultánea de franceses y polacos. Obsesión de esa «guerra preventiva» que atormenta a todos los alemanes no marxistas, pertenezcan al partido que pertenezcan.
         Por dentro, me deja entender sin necesidad de palabras que los actuales dirigentes del nacional-socialismo no permanecerán durante mucho tiempo como únicos animadores:
     —El verdadero dueño de la situación —me dice textualmente— es el general Von Hammerstein Equord (5) (generalísimo) y su Reichswehr (6).
          ¡Con qué ternura me habla de esa Reichswehr, imbuida de los viejos principios, fiel a los antiguos ideales! ¡Con qué esperanza también! Un conflicto entre esas viejas tropas y las hordas de los camisas pardas, he ahí una eventualidad que no parece disgustarle. ¿Esperan los dioses, en su crepúsculo, que Parsifal, con su espada luminosa, anuncie la próxima aurora?
           Es posible.
           El rector come camembert:
         —¡Qué queso! ¡Qué país, Francia! Me gusta ese país, sabe usted. Es nuestra «florecilla azul» propia, los Welt-Leute [traduzcan: los hombres que conocen el mundo].
* * *
       Por haber elogiado el camembert y a Francia en presencia de un periodista francés, de golpe le entra miedo. Le espeta a Otto con una voz sorda:
       —Lo que digo carece de importancia. El señor no conoce mi nombre, ¿no es cierto?
       Por último, con no sé qué entonación de temor degradante, animal, con una risita de cascabel que tardaré mucho en olvidar:
        —Hablar de política con un francés, si se supiera eso en el extranjero,... sería fusilado (sic).
         «Ich waere erschossen». Los dioses de antaño tienen miedo del hitlerismo, tanto miedo como los pobres fantoches de ayer, políticos socialistas o dirigentes sindicales que revientan de miseria y de pena en los campos de concentración (7).
     Le he preguntado al rector si no podría darme recomendaciones para tal o cual de sus eminentes colegas, que han permanecido en activo y en gracia ante los nacional-socialistas. En la manera con la que ha reclamado su gabán, comprendí que había metido la pata.
         Una vez que se fue, mi anfitrión me dijo entre risas, con un hilo de amargura en su ironía:
         —En cualquier caso, ¡qué alternativa hay entre hacer el Anschluss (8) con este tipo de nacionalistas prusianos o con los hitlerianos!
        Otto von Z... cree pese a todo que el pueblo austriaco consumará el Anschluss hagan lo que hagan por impedirlo. Cree de igual modo que mi viaje a Alemania es totalmente inútil. Los hitlerianos, a su parecer, ni quieren ni pueden tener ningún contacto con un periodista «welche» (9).

NOTAS
(1) Franz von Papen (1879-1969), militar, diplomático y político monárquico alemán de confesión católica, nacido en Westphalia, perteneció al partido Zentrum; se le achaca, por sus intrigas desacertadas, entre ellas la de hacer caer al gobierno Brüning, el ascenso y posterior asalto al poder de los hitlerianos [Todas las notas son del traductor, si no se especifica lo contrario].
(2) Paul von Hindenburg (1847-1934), mariscal alemán y general en jefe del ejército durante la Primera Guerra Mundial, presidente del Reich desde 1925 hasta su muerte. En 1933, nombra a Hitler nuevo canciller de Alemania.
(3) Guillermo de Hohenzollern (1882-1951), conocido como Guillermo de Prusia o Kronprinz, fue hasta 1918 el último representante de la monarquía alemana en el poder.
(4) Las traducciones entre corchetes son del propio Hauteclocque.
(5) Kurt von Hammerstein-Equord (1978-1943), general de extracción aristocrática, comandante en jefe de la Reichswehr, cuyo hijo Kunrat participaría en el complot fallido contra Hitler en 1944, se opuso frontalmente al nazismo; su perfil irreductible fue descrito en la novela-documental Hammerstein o el tesón del poeta, ensayista y narrador H. M. Enzesberger.
(6) Fuerza de defensa del estado o ejército alemán durante la República de Weimar (1919-1935).
(7) Hauteclocque será uno de los primeros periodistas en hablar abiertamente de la existencia real de los siniestros campos de concentración.
(8) Planificada durante años, la incorporación, anexión o unión de Austria con Alemania en el seno de un mismo estado se produciría finalmente cinco años después, en marzo de 1938.
(9) Del alemán welsch, término al que Voltaire da el sentido de galo, porque principalmente se dirigía a los franceses, es medianamente peyorativo y significa «extranjero que no habla la lengua germánica»; sería el equivalente a nuestro franchute o gabacho.

Traducción y nota: MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO


Foto
Foto
XAVIER DE HAUTECLOCQUE (Saveuse, 1897 - París, 1935). Hasta que sus derechos de autor no pasaron a ser de dominio público en 2015, el periodista y espía francés de ascendencia aristocrática, Xavier de Hauteclocque, primo hermano del que sería mariscal Leclerc, era prácticamente un desconocido para sus compatriotas. Combatió como voluntario en la Primera Guerra Mundial, renunció a la carrera de abogado y se convirtió en reportero de numerosos rotativos de entreguerras. De sus experiencias y viajes por Europa, la Unión Soviética y Oriente Medio, surgieron cientos de crónicas y un buen puñado de libros. Hauteclocque dejó su impronta en el mundo del periodismo con una trilogía (1933-1935), en la cual analizaba desde dentro la revolución hitleriana y alertaba sobre el peligro que acarreaba el inevitable rearme alemán, la militarización de la sociedad y el belicismo de sus líderes. El régimen de Hitler lo declaró persona non grata a la publicación de La tragedia parda, segundo volumen de la serie. Envenenado al acudir a una cita con supuestos oficiales anti nazis en el sur de Alemania, el conde De Hauteclocque murió tras larga agonía en abril de 1935. Enterrado con honores en su Saveuse natal, fue declarado héroe de guerra. Del libro En las entrañas de la Alemania nazi (Tréveris, 2023), que incluye la trilogía completa, se ofrece el primer capítulo.

0 Comentarios

MASCHA KALÉKO

16/12/2022

0 Comentarios

 
DIE ZEIT STEHT STILL
 
Die Zeit steht still. Wir sind es, die vergehen.
Und doch, wenn wir im Zug vorüberwehen,
Scheint Haus und Feld und Herden, die da grasen,
Wie ein Phantom an uns vorbeizurasen.
Da winkt uns wer und schwindet wie im Traum,
Mit Haus und Feld, Laternenpfahl und Baum.
 
So weht wohl auch die Landschaft unsres Lebens
An uns vorbei zu einem andern Stern
Und ist im Nahekommen uns schon fern.
Sie anzuhalten suchen wir vergebens
Und wissen wohl, dies alles ist nur Trug.
 
Die Landschaft bleibt, indessen unser Zug
Zurücklegt die ihm zugemeßnen Meilen.
 
Die Zeit steht still. Wir sind es, die enteilen.
ES INMÓVIL EL TIEMPO
 
Es inmóvil el tiempo. Nosotros avanzamos.
Pero yendo en el tren, como aventados,
Parecen casa y prado, y rebaños que pastan,
Un espíritu que nos rebasara.
Alguien nos saluda y se disipa como en sueños,
Con casa y prado, árbol y poste eléctrico.
 
En un soplo, también el paisaje de la vida
Nos rebasa en pos de otra estrella,
Y ya nos queda lejos si se acerca.
En vano intentamos retenerlo,
Sabiendo bien que todo es un señuelo.
 
Queda el paisaje, mientras nuestro tren
Recorre millas que antes ha contado.
 
Es inmóvil el tiempo. Nosotros escapamos.
Traducción y nota: NATALIA CARBAJOSA


Foto
MASCHA KALÉKO (Chrzanów, 1907 - Zúrich, 1975). Poeta judeo-alemana perteneciente al movimiento de la Nueva Objetividad durante la República de Weimar, emigrada a los Estados Unidos y posteriormente a Israel, goza hoy de gran popularidad en Alemania gracias a versiones musicadas de sus poemas. Entre el desparpajo y la melancolía, la ironía y una cotidianidad urbana (berlinesa) acentuada por el uso de la métrica, Kaléko escribió poemas sobre el amor, el exilio y el desarraigo y el anhelo de plenitud que todavía suenan hoy, como uno de sus títulos, a “versos para contemporáneos”. En español destacan las antologías Tres maneras de estar sola, a cargo de Inmaculada Moreno (Renacimiento, 2012), y Hoja al viento, de Helena Cortés (Tresmolins, 2021).
0 Comentarios

GEORGES SCHEHADÉ

6/11/2022

1 Comentario

 
CE n’est pas des mots pour rien ce poème
Ce n’est pas un chant pour personne cette mélancolie
Voici l’automne et ses froides étoiles
Il reste assez de vent pour s’enfuir
L’oiseau d’Afrique demande l’heure
Mais la mer est loin comme un voyage
Et les pays se perdent dans les pays
—Écoute à travers les ramures
Le bruit doré d’un arbre qui meurt

ILS ne savent pas qu’ils ne vont plus revoir
Les vergers d’exil et les plages familières
Les étoiles qui voyagent avec des jambes de sel
Quand la nuit est triste de plusieurs beautés
 
Ils oublient qu’ils ne vont plus entendre
Le vent de la grille et le chien des images
L’eau qui dort sous la couleur des pierres
La nuit avec des violons de pluie
 
Tant de magie pour rien
Si ce n’était ce souvenir d’un autre monde
Avec des oiseaux de chair dans la prairie
Avec des montagnes comme des granges
Ô mon enfance ô ma folie

NOUS reviendrons corps de cendres ou rosiers
Avec l’œil cet animal charmant
O colombe
Près des puits de bronze où de lointains
Soleils sont couchés
 
Puis nous reprendrons notre courbe et nos pas
Sous les fontaines sans eau de la lune
O colombe
Là où les grandes solitudes mangent la pierre
 
Les nuits et les jours perdent leurs ombres par milliers
Le temps est innocent des choses
O colombe
Tout passe comme si j'étais l'oiseau immobile

LA petite fille qui a une toux de montagne
Qui garde l’herbe sur son visage
La mûre des bois n’a pas retrouvé sa trace
L’écho et ses chiens parfumés ne s’en souviennent plus
Je pense qu’elle a dû pâlir dans ses habits
Avant de rejoindre l’envers des arbres
Donnant sa part de nuit au corbeau du sable
L’autre plus douce pour les marécages solitaires
Ainsi dure au printemps la neige des amandes

NO son palabras para nada este poema
No es un canto para nadie esta melancolía
He aquí el otoño y sus frías estrellas
Queda bastante viento para emprender la huida
El pájaro de África pregunta la hora
Pero el mar anda lejos como un viaje
Y los países se pierden en los países
—Escucha a través de la enramada
El ruido dorado de un árbol que muere

NO saben que no volverán a ver
Los vergeles de exilio y las playas familiares
Las estrellas que viajan con piernas de sal
Cuando la noche es triste de variadas bellezas
 
Olvidan que no volverán a oír
El viento de la verja y el perro de las imágenes
El agua que duerme bajo el color de las piedras
La noche con violines de lluvia
 
Tanta magia para nada
Si no fuera ese recuerdo de otro mundo
Con pájaros de carne en la pradera
Con montañas como graneros
Oh mi infancia oh mi locura

NOS volveremos cuerpos de cenizas o rosales
Con la mirada atenta ese animal cautivador
Oh paloma
Cerca de los pozos de bronce por donde se ponen
Lejanos soles
 
Luego retomaremos nuestra curva y nuestros pasos
Bajo las fuentes sin agua de la luna
Oh paloma
Allí donde las grandes soledades se comen la piedra
 
Las noches y los días pierden sus sombras por millares
El tiempo es inocente de las cosas
Oh paloma
Todo pasa como si yo fuera el pájaro inmóvil

LA chica que tiene una tos de montaña
Que guarda la hierba en su rostro
La mora de los bosques no ha encontrado su huella
El eco y sus perros perfumados ya no se acuerdan
Pienso que ella ha debido palidecer en sus ropas
Antes de unirse al envés de los árboles
Dando su parte de noche al cuervo de la arena
La otra más dulce a las ciénagas solitarias
Así dura en la primavera la nieve de las almendras
Traducción y nota: MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO


Foto
Foto
GEORGES SCHEHADÉ (Alejandría, 1907 - París, 1989). Escritor libanés de expresión francesa, nació en Egipto en el seno de una familia acomodada que se trasladó a Beiruth, siendo él niño. Allí se movió entre los estudios de Economía y los de Derecho, pero su verdadera pasión fue siempre la escritura. Más conocido por su vanguardista obra dramática (destaca su Histoire de Vasco), poeta de inspiración surrealista, invocaba la frescura y la transparencia del «tiempo inocente de las cosas». Apostado en un silencio voluntario, sin llamar la atención, reconocido desde temprano por Perse, Char o Paz, entre otros muchos, su obra poética fue publicada en primera instancia por Guy Lévis Mano. En sus versos, a Schehadé le importaban menos las ideas que la forma y consiguió una hondura y un sello personal con su única y sutil alquimia de las palabras. En apariencia fácil, su obra es compleja, reflejo de un Oriente lejano e interior que se antoja intemporal. Prácticamente inédito en nuestra lengua, excepción hecha de algún poema suelto que Paz tradujera en su día o por distintos estudios aparecidos en Méjico, se ofrecen estos delicados ejemplos de su genio creador.

1 Comentario

HILDE DOMIN

29/8/2022

3 Comentarios

 
PAISAJE CAMBIANTE
 
Se ha de saber partir,
mas ser como un árbol:
como si la raíz permaneciera en la tierra,
como si cambiara el paisaje pero quedáramos firmes.
Se ha de contener la respiración
hasta que el viento amaine
y el aire foráneo comience a girar a nuestro alrededor,
hasta que el juego de luz y sombras,
de verde y azul,
adquiera el antiguo patrón
y estemos en casa,
dondequiera que sea,
y nos podamos sentar y recostar
como si fuera sobre la tumba
de nuestra madre.
ZIEHENDE LANDSCHAFT
 
Man muss weggehen können
und doch sein wie ein Baum:
als bliebe die Wurzel im Boden,
als zöge die Landschaft und wir ständen fest.
Man muss den Atem anhalten,
bis der Wind nachlässt
und die fremde Luft um uns zu kreisen beginnt,
bis das Spiel von Licht und Schatten,
von Grün und Blau,
die alten Muster zeigt
und wir zuhause sind,
wo es auch sei,
und niedersitzen können und uns anlehnen,
als sei es an das Grab
unserer Mutter.
Copyright: Hilde Domin Ziehende Landschaft 
© S. Fischer Verlag GmbH, Frankfurt am Main, 1987. All rights reserved by S. Fischer Verlag GmbH.


Traducción y nota: LUCÍA URÍA FERNÁNDEZ


Picture
Picture
HILDE DOMIN (Colonia, 1909 - Heidelberg, 2006). Publicó su primer libro de poemas Solo una rosa como apoyo (poemario del que se ha extraído el poema traducido), cuando ya contaba cincuenta años. Un debut tan tardío no le impidió convertirse en uno de los grandes valores de la lírica alemana y recibir importantes premios (Premio Friedrich Hölderlin, Premio literario de la Fundación Konrad Adenauer). Junto a varios volúmenes de poesía --Rückkehr der Schiffe (1962), Hier (1964), Ich will dich (1970)—, su obra incluye cuentos, ensayos y la novela en segmentos Segundo paraíso. Nacida como Hildegard Löwenstein en el seno de una familia burguesa judía, estudió Derecho, Filosofía y Ciencias Políticas en Heidelberg, huyó a Italia con el alce del nazismo para, al poco tiempo, tener que exiliarse con su marido, primero, en Inglaterra y, después, en la República Dominicana. Allí Hilde Palm inició su labor poética como consecuencia de una fuerte crisis personal. En homenaje al país que la acogió durante catorce años, adoptó Domin como pseudónimo literario. En 1954, tras 22 años en el exilio, regresó a Alemania. Su conexión con España fue muy fuerte: en sus largas estancias trabó amistad con numerosos escritores, realizó traducciones y dio a conocer la poesía española en Alemania. Su lírica intimista está, además, fuertemente influenciada por la poesía española.
3 Comentarios

ANA LUISA AMARAL

8/8/2022

0 Comentarios

 
Voces
 
Eterno este instante: el día claro,
los colores de la casa dibujadas en raso aguado,
castaños y rojos casi en declive,
limpísimas las ventanas, de cristales muy honestos.
Este instante que fue y ya no es, apenas puse el bolígrafo
en el papel: eterno
 
Soñé contigo, desperté al pensar
que todavía eras, como lo es esta ventana,
como el cuerpo obedece a este viento caliente, y es ágil,
pero todo: tan confuso como los sueños
 
Ahora, en este instante, recuerdo la sensación
de cuando estabas, el roce.
No distingo los contornos de mi sueño, no sé
si era una casa, o un pedazo de aire.
La memoria limpísima es tuya,
y todo lo cubre, trayendo azul y sol a esta plaza
donde me siento, justo en la esquina,
como las casas
 
Y ahora, tu caminar
acabó de pasar justo a mi lado, igual,
y ahora se multiplica en las mesas y las sillas
que llenan calle y plaza,
y te veo frente a mí en el cristal,
más real que este instante, y si Brueghel te viera,
te pintaba, exactísima y aquí mismo.
y estarías más cerca de lo eterno
 
(Yo, que no sé nada más, salvo el fulgor de lo breve,
yo, te daría palabras —)
Vozes
 
Eterno é este instante, o dia claro,
as cores das casas desenhadas em aguada rasa,
castanhos e vermelhos quase em declive,
as janelas limpíssimas, de vidros muito honestos.
Este instante que foi e já não é, mal pousei a caneta
no papel: eterno
 
Sonhei contigo, acordei a pensar
que ainda eras, como é esta janela,
como o corpo obedece a este vento quente, e é ágil,
mas tudo: tão confuso como são os sonhos
 
Agora, neste instante, recordo a sensação
de estares, o toque.
Não distingo os contornos do meu sonho, não sei
se era uma casa, ou um pedaço de ar.
A memória limpíssima é de ti
e cobriu tudo, e trouxe azul e sol a esta praça
onde me sento, organizada a esquadro,
como as casas
 
E agora, o teu andar
acabou de passar mesmo ao meu lado, igual,
e agora multiplica-se nas mesas e cadeiras
que cobrem rua e praça,
e eu vejo-te no vidro à minha frente,
mais real que este instante, e se Bruegel te visse,
pintava-te, exactíssima e aqui.
E serias: mais perto de um eterno
 
(Eu, que nada mais sei, só o fulgor do breve,
eu dava-te palavras —)
Traducción: Ángel Manuel Gómez Espada
[Extraido del num, 29, 2011]


Picture
ANA LUISA AMARAL (Lisboa, Portugal, 1956). Fue Doctorada en Literatura norteamericana, con una tesis sobre Emily Dickinson. Ha publicado cinco libros de poemas: Mi señora de qué (1990), Cosas del partir (1993), Epopeyas (1994), Muchos los caminos (1995), A veces el Paraíso (1998) y Si fuese un intervalo (2009). Junto a Ana Gabriela Macedo escribió el Diccionario de crítica feminista. También se la reconoce como autora de literatura infantil. En Italia ha recibido el prestigioso premio Giuseppe Acerbi.
El poema que damos a conocer apareció este verano en el diario portugués Publico, siendo inédito en libro hasta la fecha.
0 Comentarios

G. K. CHESTERTON

7/8/2022

0 Comentarios

 
LAS AVENTURAS DEL MAYOR BROWN
        Rabelais, o el valentísimo ilustrador Gustav Dore, deben haber tenido algo que ver con el diseño de aquellas edificaciones llamadas departamentos en Inglaterra y en América. Hay algo gargantuanesco en la idea de economizar el espacio montando casas una encima de otra, contrapuertas y demás. Entre el caos y complejidad de las calles cualquier cosa puede residir o suceder, es así como en una de ellas, yo creo, nuestro investigador pudo encontrar las oficinas del “Club de los raros oficios”. Puede pensarse, a primera vista, que el nombre podría atraer o espantar a los transeúntes, pero en estas oscuras colmenas de fríos almacenes ya nada puede espantar y mucho menos atraer. El transeúnte solo busca el fin de su propia melancolía, la agencia de envíos Montenegro, o las oficinas de Londres de Rutland Sentinel, y camina entre los corredores de luna llena como alguien que pasa por los de un demacrado sueño. Si hubiese matones que establecen una compañía de asesinos a sueldo en uno de los grandes edificios de la calle Norfolk y envían un suave hombre de gafas a responder las peticiones y contratos, no habría negocio en absoluto. Y el “Club de los oficios raros” reina en una gran torre escondida como un hueso en una gigantesca montaña de fósiles.
         La naturaleza de esta sociedad, como luego pudimos descubrir, se expone de manera simple y prontamente. Es un club excéntrico y bohemio, en el que la única condición para la membresía es la siguiente: que el aspirante haya sido capaz de inventar el método que solventa su existencia. Este debe ser un oficio totalmente nuevo. El significado exacto de este requerimiento se explica en dos reglas principales. Primero, este no debe ser una variación, ni simple aplicación de un oficio ya existente. Así, por ejemplo, el club no aceptaría a un agente de seguros que en lugar de asegurar la mueblería de un hombre contra incendios, aseguraría, digamos, sus pantalones contra la mordida de un perro. El principio (como Sir Bradcock Burnaby-Bradcock, en un elocuentísimo y extraordinario discurso brindado en el club por motivo de esta pregunta, lo dijo graciosa y penetrantemente) es el mismo. En segundo lugar, el oficio debe tener un fin comercial y un margen de ganancia para el candidato. Por esto el club no aceptaría a un hombre que se dedica simplemente a recoger latas rotas de sardina, a menos que pudiese manejar un eficiente negocio de ese pasatiempo. El profesor Chick dejó eso bastante claro. Y cuando uno descubre cuál fue el oficio que el profesor Chick inventó ya no sabe si reír o llorar.
          El descubrimiento de esta extraña sociedad fue curiosamente refrescante; darse con la existencia de diez nuevos oficios en el mundo era como observar un barco por primera vez. Hacía que un hombre se sintiera como un hombre debe sentirse, como si todavía viviese en la infancia del mundo. Que haya encontrado tan singular institución fue, puedo decir sin atisbos de vanidad, no del todo singular, porque tengo la manía de pertenecer a cuantas sociedades sea posible: puede que me hayan dicho que coleccionaba clubes, y que había acumulado una vasta y fantástica variedad de especímenes desde entonces. En mi más audaz juventud coleccioné el Ateneo completo. Algún otro día, tal vez, podría contar algunas otras historias de las sociedades a las que pertenecí. Podría contarles algunas acciones dadas en la “Sociedad de zapatos de hombres muertos” (esa superficialmente inmoral, pero necesaria comunión); explicaré el curioso origen del “Gato y Cristiano”, el nombre que ha sido muchas veces vergonzosamente mal interpretado; y el mundo finalmente sabrá por qué el “Instituto de Escritores” se fusionó con la “Liga de tulipanes rojos”. De las “Diez tazas de té” no me atrevo a decir una sola palabra.
        La primera de mis revelaciones, de cualquier modo, tendrá relación con el “Club de los raros oficios”, el cual, como ya dije, era único en su clase, con el cual estaba destinado a toparme tarde o temprano por el singular pasatiempo que tenía. La intrépida juventud citadina me llama “El rey de los clubes”. También escuchaba que me llamaban “Querubín”, en alusión a la rojiza y juvenil apariencia que presentaba en mis años de recientes. Yo solo espero que las almas condenadas al más allá tengan comidas tan buenas como las mías. Pero el hallazgo del “Club de los raros oficios” sucedió junto con un acontecimiento muy curioso y extraño que no fue descubierto por mí, sino por un amigo mío, Basil Grant, un observador, un místico y un hombre que apenas puede salir de su ático.
         Muy poca gente conocía cosas acerca de Basil; no porque éste carezca de desenvolvimiento social, porque si un hombre de la calle coincidía con él en una habitación, Basil le mantendría ocupado en una conversación hasta el amanecer. Poca gente lo conocía porque él, como todos los poetas, podía vivir sin ellos; podía recibir una cara nueva como un hombre recibe el tenue destello de un atardecer; pero no sentía más necesidad de ir a fiestas, por ejemplo, mas bien el de alterar las nubes que le cubrían. Vivía en una pequeña y cómoda guardilla en las cimas de Lambeth, rodeado de un caos que contrastaba con los barrios con los que lindaba; viejos y fantásticos libros, espadas, armaduras, un empolvado agujero de romanticismo. Pero su cara, entre todas estas quijotescas reliquias, se mostraba curiosamente moderna, poderosa y legal. Y nadie más que yo sabía quién era.
         Todo el mundo recuerda la terrible y grotesca escena que sucedió mucho tiempo atrás, cuando uno de los más agudos y persistentes jueces ingleses enloqueció en su tribuna. Yo tengo mi propio punto de vista sobre lo que ocurrió aquella tarde; pero acerca de los hechos mismos, como tal no cabe duda alguna. Por algunos meses, de hecho algunos años, mucha gente había notado algo extraño en el comportamiento del juez. Parecía que había perdido interés por las leyes, en las cuales se había desempeñado de una manera más que brillante e implacable, ocupándose de repartir consejos morales y personales a las personas involucradas. Hablaba casi como un sacerdote o un doctor, y de los más elocuentes. La primera vez pudo haber sido cuando le dijo a un hombre que pretendía un crimen pasional: “Te sentencio a tres años de prisión, bajo la firme, solemne y celestial convicción de que solo necesitas de tres meses de reflexión en una playa lejana”. Acusaba criminales desde su asiento, no especialmente por faltas o crímenes condenados legalmente, sino por cosas que nunca se habían oído en una corte de justicia: monstruoso egoísmo, falta de humor y morbosidad libremente practicada. Cabe recordar aquel célebre caso del diamante, en el cual el mismo primer ministro, ese brillante miembro de la sociedad, tuvo que acercarse al estrado, de muy mala gana, para entregar evidencia contra su asistente. Después de que la vida familiar fuese detalladamente expuesta, el juez pidió al ministro que camine hacia el estrado una vez más, lo que éste cumplió con renegada dignidad. Entonces el juez dijo, en una sorpresiva y áspera voz: “Consígase una nueva alma. Esa no le cabe a un perro. Vaya, busque una nueva alma”. Todo esto, claro, a ojos de un sagaz, fue una muestra premonitoria de la melancolía y de lo absurdo del día en que su ingenio le abandonó en medio de un caso abierto. Era un caso de difamación entre dos eminentes y poderosos financistas contra los cuales se habían impuesto considerables cargos de desfalco. El caso fue largo y complejo; los defensores eran precisos y elocuentes; pero al final, después de semanas de trabajo y disputa, llegó el momento de la sentencia por parte del juez; y una de esas magistrales muestras de lucidez y pulverizante lógica tenían a todos expectantes. El juez había hablado muy poco durante el encuentro, y se le veía triste y cabizbajo al final de la sesión. Se mantuvo en silencio por unos minutos y, de pronto, estalló en un ruidoso cántico. Sus palabras (como se reporta) fueron las siguientes: “O Rowty-owty tiddly-owty Tiddly-owty tiddly-owty Higthy-ighty tiddly-ighty Tiddly-ighty ow”.
          Entonces se retiró por completo de la vida pública y se mudó a la guardilla en Lambeth.
         Una tarde yo estaba sentado a eso de las seis de la tarde con un vaso de ese maravilloso Burgundy que escondía detrás de una pila de folios con letra negra, y él caminaba a lo largo de la habitación, toqueteando una de las espadas que tenía en su colección, como ya era un hábito suyo. El sol golpeaba sus filudas facciones y su cabello, sus ojos azules se veían extrañamente llenos de sueños y había abierto la boca para dejarlos salir. De pronto, la puerta se abrió de golpe y un pálido hombre de cabello rojo y gordísimo abrigo entró en la habitación muy agitado.
          “Lamento interrumpir, Basil”, murmuró. “Me tomé la libertad —pacté una reunión con un hombre— un cliente —en cinco minutos— perdone, señor”, e inmediatamente me ofreció una reverencia como disculpa.
         Basil me sonrió. “No sabías”, me dijo, “que tenía un medio hermano. Él es Rupert Grant, quien puede y hace todo lo que debe ser hecho. Tal como yo fui un fracaso en una cosa, Rupert destaca en todo lo que hace. Lo recuerdo como periodista, agente inmobiliario, naturalista, inventor, publicista, maestro de escuela y... ¿A qué te dedicas ahora, Rupert?”
         “Ahora mismo y por algo de tiempo ya” —dijo Rupert con mucha dignidad, “soy detective privado, y este es mi cliente”.
Picture
Picture
       Un sonido seco y muy fuerte golpeó la puerta y nos interrumpió. Con el permiso concedido, la puerta fue bruscamente abierta y entró un robusto y apuesto hombre que caminó presuroso por la habitación, puso su abrigo sobre la mesa y dijo “Buenas tardes, caballeros” con énfasis en la penúltima sílaba, lo cual puso en evidencia su formación militar, literaria y social. Tenía una cabeza larga, golpeada de negro y gris, y un abrupto bigote oscuro, lo que acentuaba una apariencia salvaje e intensa pero contradicha por sus pesados y tristes ojos azules.
         Basil, inmediatamente, me dijo “Movámonos a la siguiente habitación, Gully” y caminó hacia la puerta del frente, cuando el extraño replicó:
         “No es necesario, amigos míos. Pueden quedarse, los amigos pueden quedarse”.
         El momento en que le oí hablar recordé inmediatamente quién era, un tal mayor Brown que había conocido años antes en compañía de Basil. Había olvidado por completo esa negra figura de dandi y la larga cabeza, pero recordé el peculiar discurso, que consistió en decir bruscamente solo la cuarta parte de cada oración, como recargar una pistola. No lo sé, puede que derivara de las órdenes que solía dar a sus tropas.
         El mayor Brown era un inversor y distinguido soldado, pero podía parecer cualquier cosa menos un hombre de guerra. Como muchos de los distinguidos hombres de acero que recuperaron la India, era uno con las creencias y costumbres naturales de una doncella. En el vestir era apuesto y recatado, acostumbrado a los movimientos precisos para tomar el té. El entusiasmo que tenía era muchísimo y de naturaleza religiosa —el cuidado de las ideas. Y cuando hablaba sobre su colección, sus ojos azules brillaban como los de un niño que veía un juguete nuevo, los mismos ojos que se mantuvieron impasibles cuando las tropas gritaron victoria en Candahar.
        “Bueno, mayor”, dijo Rupert Grant con suma cordialidad, arrojándose a una silla que tenía detrás, “¿qué le está molestando?”
         “Flores amarillas. Cava de carbones. P. G. Northover”, dijo el mayor con justificada indignación.
         Nos miramos unos a otros inquisitoriamente. Basil, que tenía los ojos pegados a su abstracto modo, simplemente dijo:
          “Perdone, mayor...”
          “El hecho es este. Calles, usted sabe, hombre, flores. En la pared. Mi muerte. Algo. Absurdo”.
          Agitamos las cabezas suavemente. Poco a poco, y precisamente gracias a la desanimada asistencia de Basil Grant, pudimos entender la fragmentada pero excitante narración del mayor Brown. No sería adecuado someter a nuestros lectores a lo que tuvimos que soportar; por eso les contaré la historia del mayor Brown con mis propias palabras. Pero el lector debe imaginar la escena. Los ojos de Basil estaban cerrados, como en trance, por su propia costumbre, mientras que los de Rupert y los míos se hacían más y más redondos conforme escuchábamos una de las historias más interesantes del mundo de los labios de ese pequeño hombre de negro, erguido en su silla y hablando como si fuera una máquina.
          El mayor Brown fue, como ya dije, un soldado muy famoso, pero por ningún motivo entusiasta en su labor. Así que lejos de arrepentirse por su retiro y media pensión, él gustosamente tomó una pequeña villa, como una casa de muñecas, y dedicó el resto de su vida a las flores y al té descargado. La idea de que las batallas habían terminado cuando colgó su espada en el pequeño corredor principal (junto a dos distinguidas ollas y un frasco de agua de color extraño), y tomándose a sí mismo al lugar de empuñar el rastrillo en su soleado pequeño jardín, fue para él como haber llegado al puerto del cielo. Era preciso en sus gustos por la jardinería, y tenía, tal vez, cierta inclinación por tratar a sus flores como si fuera soldados. Era uno de esos hombres capaces de colocar cuatro sombrillas en la estancia en lugar de tres, cosa que dos se inclinarían hacia un lado y las otras dos hacia el otro respectivamente. Veía la vida como si pudiese dibujarse a mano. Y seguramente no le hubiese creído, o incluso entendido, a nadie que le hubiera dicho que a solo unas cuantas yardas de su paraíso estaba destinado a ser el centro de un torbellino de aventuras como nunca había visto, imaginado o soñado en el horrible caos, o el calor de la guerra.
          Cierta tarde brillante y muy fresca, el mayor, vestido de manera impecable había partido en un viaje usual y de etiqueta. Mientras cruzaba entre las vías principales pudo ver uno de esos caminos que aparentemente no tienen rumbo a las afueras de una cadena de mansiones, y cuya vacuidad y descoloramiento hacen que uno se sienta como caminando por las escenografías de detrás de un teatro. Pero aburrido y mezquino como podría haber sido la escena para ojos como los nuestros, no cumplía estas condiciones ante los ojos del mayor, pues en todo el diámetro que constituía este sendero venía algo que para él era lo que una procesión religiosa para un devoto. Un gran y pesado hombre, con ojos azul marino y una perilla rojiza que irradiaba en su cara empujaba una carretilla llena de flores de incomparable belleza detrás de él. Eran espléndidas muestras de todo orden, pero las favoritas del mayor predominaban a la vista. El mayor se detuvo y se enfrascó en un diálogo, para luego empezar a negociar con el hombre. Trató al hombre a fuer de coleccionista y loco; dicho esto, cuidadosamente y con algo de recelo empezó a seleccionar las mejores plantas de las menos excelentes, alabó varias, menospreció algunas, hizo una sutil escala desde las más emocionantes y raras hasta las que no salen de la más degradante insignificancia, y entonces las compró todas. El hombre solo empujaba su carreta cuando se detuvo y se acercó un poco más al mayor.
          “Le diré algo, señor”, dijo. “Si de verdad está tan interesado en ellas, debe subirse a esa pared”.
          “¡En la pared!” se escandalizó el mayor, cuyo conservador espíritu se acobardó ante tan fantástica infracción.
        “Las mejores flores amarillas de Inglaterra están en ese jardín, señor”, calmó el hombre. “Le ayudaré a subir, señor”.
      Cómo sucedió, nadie lo sabrá, pero ese positivo entusiasmo en la vida del mayor triunfó sobre todas las tradiciones negativas, y con un calmado salto y balanceo que le mostró perfectamente capaz de omitir cualquier asistencia física, se paró sobre la pared al final de tan extraño jardín. Pocos segundos después, el chasquido de la levita en sus rodillas le hizo sentir un poco tonto. Pero el instante que siguió, todos los insignificantes sentimientos fueron tragados por el más espantoso susto que el viejo soldado pudo haber sentido a lo largo de toda su existencia. Sus ojos cayeron sobre el jardín, y ahí, a través de una larga cama en el centro del césped, había un vasto patrón de flores amarillas; eran flores espléndidas, pero por primera vez no habían sido sus aspectos horticulturales lo que el mayor Brown había observado, porque las flores habían sido ordenadas de una manera gigantesca y en mayúscula para formar la siguiente frase: ‘MUERTE AL MAYOR BROWN’.
      Un hombre ya mayor y de aspecto amable, de unos bigotes blancos, estaba regándolas. Brown miró agudamente a la calle que estaba detrás él; el hombre con la carretilla había desaparecido. Entonces miró de nuevo hacia el césped y observó aquella aterradora inscripción. Otro hombre hubiese pensado que había enloquecido, pero Brown no lo hizo. Cuando románticas señoritas se asomaban a su hogar y su militancia explotaba, a veces él mismo sentía esa dolorosa vulgaridad que tenía dentro, pero por la misma razón sabía que estaba incurablemente cuerdo. Otro hombre, nuevamente, pudo haber pensado que era víctima de una terrible broma, pero Brown no pudo creer esto tan fácilmente. Sabía desde su propia perspectiva y aprendizaje que el arreglo floral había sido uno bastante elaborado y obviamente costoso; pensó bastante improbable que alguien decidiera despilfarrar extravagantemente su dinero en una broma contra él. Quedándose sin ningún tipo de explicación se admitió el propio hecho a sí mismo, y como un cuerdísimo señor, esperó como si lo hubiera hecho en presencia de un hombre con seis piernas.
      Para este momento el robusto hombre de bigotes blancos había levantado la mirada, y el agua caía de sus manos, chorreando un hilo de agua sobre el camino de grava.
       “Quién demonios eres?” se atoró, temblando violentamente.
       “Soy el mayor Brown”, dijo, calmo como en todos los momentos de acción.
      El viejo se atoró impotentemente como un monstruoso pescado. Y finalmente balbuceó con ahínco, “Venga abajo—baje ahora mismo!”.
        “A su servicio”, dijo el mayor, y se apeó a un montón de césped que tenía al lado, sin desacomodar su sombrero.
        El viejo giró su ancha espalda y emprendió carrera hacia la casa, seguido con pasos ligeros por el mayor. Su guía le condujo entre pasillos de una triste, pero elegantemente decorada casa, hasta que llegaron a la puerta de la habitación principal. Entonces el viejo giró con un semblante dolorido de terror que apenas podía verse a la luz de la luna.
         “Por amor al cielo”, dijo, “no mencione a los chacales”.
         Fue entonces cuando abrió la puerta revelando un estruendo de luz roja, y el anciano corrió escaleras abajo con el sonido de los zapatos contra la madera.
        El mayor entró en una costosa y brillante habitación llena de cobre rojo, plumas de pavo real y decoración de color morado. Sombrero en mano, tenía las conductas más refinadas del mundo, y a pesar de su pasado militar, no estaba para nada avergonzado de verse solo con una mujer que ocupaba el asiento al lado de la ventana, y miraba hacia el jardín.
          “Señorita”, dijo inclinándose, “soy el mayor Brown”.
          “Siéntese”, respondió la mujer; pero no giró la cabeza ni por cortesía.
        Tenía una gracia especial, vestía de verde, el cabello de un rojo intenso y el sabor del parque Bedford. “Has venido, supongo”, dijo tristemente, “para cobrarme los impuestos de esos odiosos títulos de propiedad”.
         “He venido, madame”, respondió el mayor, “para entender qué está pasando. Quiero saber por qué mi nombre está escrito a lo largo de su jardín. Y no de una manera amigable”.
          Habló sombríamente porque lo que vio le había afectado. Se torna imposible describir el efecto producido en la mente por aquella calmada y soleada escena del jardín, el cuadro para una maravillosa y brutal personalidad. El aire de la tarde soplaba tranquilo, el césped estaba dorado en aquel lugar donde las pequeñas flores lloraban al cielo clamando por su sangre.
          “Sabe que no debo girarme”, dijo la mujer; “cada tarde hasta el golpe de las seis debo mantener mi rostro pegado a la calle”.
          Cierta inspiración rara e inusual hizo que el soldado aceptara esos acertijos sin un atisbo de sorpresa.
          “Son casi las seis”, le dijo; y justo cuando terminó de hablar, el tosco cobre del reloj golpeó la pared marcando el tiempo de la seis en punto. En aquel momento la mujer se levantó de golpe y giró hacia el mayor mostrándole una de los rostros más raramente atractivos que había visto en su vida; abierto, y aún así tentador, el rostro de un elfo.
          “Con ese se cumplen tres años que llevo esperando”, se lamentó. “Este es el aniversario. La espera casi hace que uno desee que lo terrible suceda de una vez por todas”.
          Y mientras hablaba, un repentino y desgarrador lamento rompió la calma. Desde lo bajo, en el pavimento de la oscura calle una voz lloró con una estridente y despiadada distinción:
          “Mayor Brown, mayor Brown, ¿dónde mora el chacal?”.
         Brown se mostraba resuelto y silencioso, caminó hacia la puerta del frente y asomó el rostro hacia afuera. No encontró ninguna señal de vida en medio de la oscuridad de aquella calle, donde una o dos lámparas empezaban a iluminar tenuemente. Cuando regresó, vio a la mujer de verde temblando.
        “Es el fin”, lloró con labios temblorosos; “esto puede significar la muerte para ambos. Cuando menos lo esperemos”.
        Y fue ahí cuando su discurso fue interrumpido por un terrible lamento proveniente de la calle, uno horriblemente articulado.
           “Mayor Brown, mayor Brown, ¿cómo murió el chacal?”
        Brown se precipitó por la puerta y bajó las escaleras con prisa, pero nuevamente, se vio frustrado. No había nadie a la vista, y la calle se veía demasiado larga y vacía para que el escandaloso pudiera haber huido tan rápido. Incluso el tan racional mayor se vio algo atribulado por la situación, regresaba pensativo hacia el salón del que había salido tan violentamente. Apenas hubo llegado cuando la terrorífica voz vino nuevamente:
        “Mayor Brown, mayor Brown, ¿dónde—”
        Brown apenas había entrado cuando alcanzó justo el momento exacto para ver algo que a primera vista le heló la sangre. Los gritos parecían provenir de una cabeza decapitada que yacía en el suelo.
        Al instante el mayor pudo comprender. Esa era la cabeza de un hombre que había sido extraída del carbonero de la calle. Entonces, otra vez, se había desvanecido, y el mayor Brown se dirigió a la señora. “¿Dónde guarda usted el carbón?” le dijo, saliendo hacia el corredor.
         Ella le miró con sus ojos grises e intensos. “¿No pensarás bajar”, le advirtió, “solo, al agujero, con esa bestia?”
         “¿Es este el camino?” contestó Brown, y bajó las escaleras de la cocina por tres a la vez. Abrió de golpe una puerta que daba hacia una cavidad oscurísima y dio un paso adelante, tocándose los bolsillos buscando fosforillos para poder iluminar el camino. Así, mientras mantenía su mano derecha ocupada palpando su pantalón, un par de viscosas manos salieron de la oscuridad, manos que claramente pertenecían a un hombre de estatura aterradora, y le agarró por detrás de la cabeza. Lo mantuvo contra el suelo, sofocándose en la oscuridad, una imagen brutal del destino que le había tocado. Pero la cabeza del mayor, aunque al revés, estaba totalmente lúcida y operativa. Había cedido un poco a la presión hasta alcanzar sus manos y sus rodillas. Entonces, teniendo las rodillas del dantesco hombre a tan solo unos centímetros de él, usó sus largos y huesudos dedos para apretar esas piernas con fuerza y jalarlas hasta tumbarle con un sonoro golpe contra el suelo. Le costó levantarse, pero Brown se le puso encima como un gato. Lucharon y lucharon. Grande como era, no tenía ahora otro deseo más que escapar; no hacía más que estirarse de aquí para allá intentando pasar al mayor y llegar hasta la puerta, pero la valentía del mayor no le permitía moverse, lo tenía sostenido del abrigo, prisionero en una de las vigas de aquella habitación. A la larga, tanta presión aplicaba el mayor en sostener a este toro humano, una presión ante la cual temía que sus manos se desgarraran o se desprendieran de sus propios brazos. Pero cuando algo se desgarró, no fueron sus manos; el gigante de pronto desapareció del cuarto dejando su abrigo en manos del mayor. El único resto de su aventura y única pista del misterio. Para cuando subió y entró por la misma puerta por la que había salido, la mujer, los colgantes, los adornos y todo el elegante equipamiento que había visto había desaparecido. No había más que pizarras vacías y paredes peladas.
         “La mujer era parte del complot, claro está”, dijo Rupert asintiendo con la cabeza. El mayor Brown se tornó rojo como un ladrillo. “Perdone, pero no estoy para nada de acuerdo”, contestó.
         Rupert le miró con las cejas levantadas pero no le dijo nada más. Cuando volvió a hablar, dijo:
         “¿Había algo en los bolsillos del abrigo?”
       “Un poco de dinero, muy poco para ser honesto”, dijo el mayor cuidadosamente; “había un porta cigarros, un trozo de cuerda, y una carta”, la puso sobre la mesa y todos pudieron leerla, decía lo siguiente:
 
          Querido señor Plover,
          Me molesta el escuchar que hubo un retraso en los arreglos con referencia al señor Brown. Por favor, asegúrese que el ataque se efectúe el día de mañana como ya estaba acordado. En la carbonera, por supuesto.
          Suyo fielmente, P. G. Northover.
 
          Rupert Grant, inclinado hacia adelante, lo oía todo con una mirada casi de águila. Interrumpió:
          “Tiene lugar de emisión?”
          “No— ah, sí!” contestó Brown, achinándose sobre el papel; “Campo de Tanner número 14, Norte—”
          Rupert saltó repentinamente y juntó sus manos señalando un descubrimiento.
          “¿Pero entonces qué hacemos aquí? Debemos ir de inmediato. Basil, déjame tu revólver”.
          Basil estaba perdido en ascuas, como un hombre en trance. Pasó algo de tiempo antes que respondiera:
          “No creo que lo necesites”.
          “Tal vez no”, dijo Rupert poniéndose el abrigo. “Nadie nunca lo sabe. Pero ir a un lugar tan oscuro en busca de criminales—”
          “Crees que son criminales?” preguntó su hermano.
         Rupert soltó una risa falsa y ruidosa. “Dar órdenes de estrangular a un indefenso extraño en una carbonera puede no ser un experimento del todo acusatorio pero—”
          “Crees que pretendían estrangular al mayor?” señaló Basil, en el mismo tono distante y sarcástico.
          “Mi querido hermano, qué distraído has estado. Mira, lee la carta tú mismo”.
          “La estoy leyendo ahora mismo”, dijo el juez calmadamente; pero, de hecho, estaba viendo flamear la chimenea. “No creo que sea el tipo de carta que escribiría un criminal a otro”.
          “Mi muchacho, eres glorioso”, clamó Rupert, dando media vuelta con una risa y alegría en sus ojos azules. “Tus métodos me fascinan. La carta está ahí. Está escrita, y es un hecho que las órdenes para un crimen están ahí. Puede que ahora también digas que la columna Nelson no sea de las cosas que uno puede encontrar en Trafalgar”.
          Basil Grant se sacudió todo con una especie de risa silenciosa, pero de ahí en más no movió ni un dedo.
        “Esa estuvo buena”, dijo, “pero claro, una lógica como esa no es la que requerimos. Es una pregunta de tono espiritual. No es una carta criminal”.
          “Lo es. Es un hecho”, contestó el otro sintiendo que su razón agonizaba.
        “Hechos”, murmuró Basil, como alguien que mencionara algo nuevo, algo que no conoce, “cómo los hechos ocultan la verdad. Puede que se me vaya la cabeza —en efecto estoy un poco ido—, pero nunca podría creerle a ese hombre —¿Cuál era su nombre, en esas famosísimas historias? Sherlock Holmes—. Cada detalle apunta a algo, ciertamente; pero generalmente hacia la cosa incorrecta. Los hechos apuntan en todas las direcciones, a mi parecer, como las ramas de un árbol. Es solamente el árbol por sí mismo lo que tiene unidad y crece, es como sangre verde que salpica, como una fuente, hacia las estrellas”.
          “¿Pero qué otra cosa podría significar esta carta sino una planeación de crimen?”
          “Tenemos la eternidad para estirar las piernas”, contestó el espiritualista. “Pueden ser una infinidad de cosas. Las cuales no he visto todavía. Solo he visto la carta. La miro y digo que no es un plan criminal”.
          “¿Entonces cuál puede ser el origen?”
          “No tengo ni la más vaga idea”.
          “Entonces por qué no aceptas la explicación más lógica?”
      Basil continuó su divagación en el fuego, parecía ordenar sus ideas de una manera calmada y casi dolorosa. Entonces dijo:
        “Supón que sales una noche de luna llena. Supón que pasas por calles silenciosas, plateadas y cuadradas hasta que llegas a un amplio y desierto campo, donde ves algunos monumentos, y de pronto adviertes a una bailarina de ballet danzando a la luz de la luna. Supón ahora que estás mirando, y ves que es un hombre disfrazado. Ahora supón que miras de nuevo y te das cuenta que era el caballero Kitchener. ¿Qué pensarías?”
         Se detuvo por un momento y luego continuó:
        “No podrías utilizar una explicación lógica para esa situación. La explicación más lógica de utilizar ciertas prendas de vestir es que te ves bien con ellas puestas; no pensarías que el caballero Kitchener se vistiera de bailarina de ballet por una especie de vanidad personal. Pensarías, mas bien, que es posible que haya heredado de su bisabuela alguna locura que le obliga a danzar de esa manera; o que ha sido hipnotizado; o amenazado por una sociedad secreta para que baile por su vida. Con Banden Powell, diría, podría haber sido una apuesta, pero no con Kitchener. Yo debería saber todo eso porque durante mis días de vida pública le conocía bastante bien. Entonces, reconozco esa carta bastante bien, y a los criminales también. No es una carta de plan criminal. Es todo tonal, de atmósferas”. Y cerró los ojos y sobó su frente con calma.
         Ruper y el mayor lo miraban con atisbos de respeto y lástima. El mozo dijo, “Bueno, yo iré de todos modos, y tú, pues continúa pensando —hasta que se termine tu misterio espiritual— que un hombre que envía una carta pidiendo un crimen, que es, en efecto, un crimen que se ha perpetrado, al menos de manera tentativa, es, bajo toda probabilidad, inconsistente en sus inclinaciones morales. ¿Puedo llevarme tu revólver?”
        “Ciertamente”, dijo Basil levantándose. “Pero voy contigo”. Y se cubrió la espalda con una extensa capa y tomó una de sus espadas de una de las esquinas”.
         “Pero tú!” se sorprendió Rupert, “tú nunca sales de este agujero para asomar la cara al mundo real”.
         Basil se colocó formidablemente un viejo sombrero blanco.
       “Yo nunca”, respondió con algo de inconsciente y gran arrogancia, “oigo de algo que no entiendo a primera instancia sin ir a ver de qué se trata”. Y salió al frente de todos guiando el camino.
       Los cuatro fuimos por en medio de la iluminada calle de Lambeth, cruzamos el puente de Westminster y caminamos por todo el terraplén con dirección a esa parte de la calle de Fleet donde se puede encontrar el campo de Tanner. La erguida y oscura silueta del mayor Brown, vista desde atrás, resaltaba un gracioso contraste con la de Ruper Grant, perruna y delgada, quien había adoptado con todo el entusiasmo de un niño las poses del detective de la ficción. La cualidad más pintoresca del muchacho era su juvenil gusto por la poesía y los colores de Londres. Basil, que caminaba por detrás, con el rostro vuelto hacia las estrellas, tenía el aspecto de un sonámbulo.
          Rupert se detuvo en una esquina de Tanner, con un estremecimiento de gozo por el peligro, sostuvo el revólver de Basil dentro del bolsillo de su abrigo.
          “¿Entramos?” preguntó.
          “¿No quieres llamar a la policía?”, agregó el mayor Brown asomándose de un lado a otro de la calle.
          “No estoy seguro”, dijo Rupert rascando sus cejas. “Claro, está claro que es todo muy retorcido pero somos tres y—”
          “No deberíamos llamar a la policía”, respondió Basil con tono extraño. Rupert le miró de lleno y duramente.
          “Basil”, sollozó, “estás temblando. ¿Qué te pasa, tienes miedo?”
          “Frío, tal vez”, dijo el mayor, observándolo. No cabía duda que estaba temblando.
          Por último, después de algunos instantes de reflexión, Rupert maldijo todo.
          “Te estás riendo”, reclamó. “Conozco esa aturdida, silenciosa, temblorosa risa tuya. ¿Qué demonios te causa tanta gracia, Basil? Estamos aquí, los tres, a unos metros de una guarida de rufianes”.
         “Pero no deberías llamar a la policía”, contestó Basil. “Nosotros cuatro somos suficientes para ese anfitrión”, y continuó con su temblorosa risa.
         Rupert giró y emprendió una impaciente y sigilosa caminata por el campo, nosotros le seguíamos de cerca. Cuando alcanzó la puerta número 14 volteó bruscamente, el revólver brillaba en su mano.
          “Quédense cerca”, dijo con una voz de comandante. “El sinvergüenza puede que intente escapar en un momento. Debemos romper la puerta y entrar con todo.
          Los cuatro nos acobardamos instantáneamente ante el umbral, rígidos todos, excepto por el juez y su convulsa risa.
         “Ahora”, susurró Rupert Grant, mirándonos con una cara pálida y ojos intensos, “cuando diga ‘cuatro’, me siguen a toda prisa. Si digo ‘sosténganlo’, deben tener a los rufianes abajo, en el suelo, no importa quién sea. Si digo ‘paren’, paran. Diré que si son más de tres. Si nos atacan vaciaré el revolver en ellos. Basil, ten lista ese palo-espada tuyo. Ahora. ¡Uno, dos, tres, cuatro!”.
          Con el sonido de esa palabra la casa se abrió de un portazo y todos entramos como si estuviésemos invadiendo un terreno con el fin de terminar muertos.
          La habitación, que era una ordinaria y elegantemente decorada oficina parecía, a primera vista, vacía. Pero en una segunda y más cuidadosa mirada, vimos que detrás de un escritorio largo con casilleros y cajones de cantidad desconcertante había un hombre muy pequeño con un bigote mal depilado, con el aire de un empleado promedio, escribiendo fervientemente. Levantó la mirada conforme nosotros nos acercamos.
           “¿Tocaron?” preguntó plácidamente. “Lamento no haberles oído. ¿En qué puedo ayudarles?”
          Hubo una pausa dubitativa, y entonces, por consenso general, el mismísimo mayor, víctima de su propia cólera, dio un paso al frente.
          Tenía la carta en la mano y se veía inusualmente severo.
           “¿Tu nombre es P. G. Northover?”
           “Ese es mi nombre”; respondió sonriendo.
          “Creo”, dijo el mayor Brown, incrementando la oscuridad de su rostro, “que esta carta fue escrita por ti”. Y con un sonoro ademán abrió la carta y la golpeó contra el escritorio del oficinista con el puño apretadísimo. Northover la miró con desganado interés y asintió vagamente.
          “Bueno, señor”, dijo el mayor, agitado, “¿qué me dice de eso?”
          “¿Precisamente qué quiere que le diga?”, respondió el hombre de bigote.
          “Soy el mayor Brown”, respondió severamente.
          Northover se inclinó. “Encantado de conocerlo, señor. ¿Qué es lo que tiene que decirme?”
          “¡Decir!”, clamó el mayor, perdiendo la poca compostura que le quedaba. “Quiero esta confusa situación aclarada de una vez, es lo que quiero”.
         “Ciertamente, señor”, contestó Northover, saltando con una leve elevación de las cejas. “Tome asiento por un momento”. Y presionó un timbre eléctrico que tenía justo encima, el cual sonó y resonó en una habitación contigua. El mayor se apoyó en la silla que le ofrecieron, pero se mantuvo de pie golpeando el suelo con sus pulidas botas.
        De pronto una puerta de vidrio se abrió y un bello jovencito entró en la sala vistiendo una levita.
       “Señor Hopson”, dijo Northover, “este es el mayor Brown. ¿Podría terminar lo que le di en la mañana y traerlo para él?”
         “Sí, señor”, respondió el señor Hopson y desapareció en el acto.
        “Me disculparán, caballeros”, dijo el gárrulo Northover con una amplia sonrisa, “si continúo con mis labores hasta que el señor Hopson esté listo. Tengo algunos libros que debo limpiar antes de irme de vacaciones mañana por la mañana. A todos nos gusta el olorcito del campo, ¿no es así? ¡Ja! ¡Ja!”
         El criminal retomó su lápiz con una risa infantil y el silencio se volvió a apoderar del lugar, un plácido y ocupado silencio por parte del señor Northover, colérico y resentido por parte de todos los demás.
        De repente, el rasgueo del lápiz de Northover sobre el papel fue interrumpido por un toque en la puerta, casi simultáneamente con la vuelta del picaporte, y el señor Hopson entró de nuevo con la misma discreción que la vez anterior, puso un papel frente a su jefe y se desvaneció de nuevo.
         El hombre en el escritorio se rascó los restos de bigote que le quedaban por unos minutos mientras paseaba los ojos a lo largo del papel que se le había presentado. Tomó su lápiz, y con un ligero gruñido murmuró: “Negligente”. Entonces lo leyó todo de nuevo con la misma impenetrable atención y finalmente se lo alcanzó al alterado Brown, quien ya casi hundía el grabado en el respaldar de la silla.
          “Creo que encontrará esto bastante bien, mayor”, dijo cortamente.
          El mayor observó la carta; que lo haya encontrado bien o no será descubierto luego, pero ahí él leyó lo siguiente:
 
Mayor Brown a P. G. Northover
£   s. d.
Enero 1, cuenta rendida     560
Mayo 9, colocar e incrustar las flores    200
Costo de la carretilla con flores     0150
Contratación del hombre de la carretilla     150
Decoración de la habitación (cortinas, ornamentos)     300
Salario de la señora Jameson     100
Salario del señor Plover     100
-------
Total     £1460
 
         “¿Qué?”, dijo Brown, después de una pausa casi muerta y unos ojos que se le salían lentamente de las cuencas, “¿Pero qué es todo esto, en el nombre del cielo?”
          “¿Que qué es?” repitió Northover, ladeando la ceja con diversión. “Es su cuenta, por su puesto”.
          “¡Mi cuenta!” Las ideas del mayor parecían llegarle como una estampida. “¡Mi cuenta! ¿Y qué se supone que debo hacer con ella?”
          “Bueno”, dijo Northover, riendo francamente, “naturalmente preferiría que la pagara”.
        La mano del mayor todavía estaba descansando en el respaldar de la silla mientras Northover le respondía. Apenas se movió, cuando de pronto cargó la silla en peso completo y dándole unas vueltas de campana la lanzó contra la cabeza de Northover.
          Las patas chocaron contra el escritorio por lo que Northover solo sufrió un golpe en el codo cuando levantó la guardia con los puños apretados. Todos nos apresuramos a sostenerlo. La silla había caído ruidosamente en el suelo.
          “Suéltenme, bribones”, gritó, “déjenme”.
         “Quédese quieto”, dijo Rupert autoritariamente. “El actuar del mayor es justificable. El abominable crimen que ustedes intentaron cometer”
          “Un cliente tiene el perfecto derecho”, respondió Northover acaloradamente, “de cuestionar algún sobrecargo, pero, desconcertante como sea, no de lanzar mueblería al encargado”.
          “En el nombre de Dios, ¿a qué te refieres tú con sobrecargos y clientes?” chilló el mayor Brown, cuya perspicaz naturaleza femenina que se mostraba durante los dolores o el peligro se tornó casi histérica en la presencia de tan exasperante misterio. “¿Quién eres? Yo nunca lo he visto a usted ni a sus tontas cuentas. Lo único que sé es que sus malditos brutos intentaron estrangularme”.
          “Dementes”, dijo Northover mirando a su alrededor, “todos ustedes están dementes. Y yo no sabía que viajaban en cuartetos”.
          “Suficiente con esta locura”, dijo Rupert; “tus crímenes han sido descubiertos. Un policía está estacionado en la esquina de este terraplén. Pero yo mismo, como detective privado, me haré responsable de decirle que todo lo que diga, puede ser usado en su—”.
          “¡Demente!” replicó Northover con aire cansado.
          Fue en este momento que por primera vez sonó entre todos ellos la extraña y soñolienta voz de Basil Grant.
          “Mayor Brown”, dijo, “¿puedo hacerle una pregunta?”
          El mayor dio vuelta sumido en el puro desconcierto.
          “¿Usted? Claro que sí, señor Grant”.
          “Podría decirme”, dijo el místico, con la cabeza hundida y la ceja gacha, mientras trazaba una figura en el polvo con su palo-espada, “¿podría decirme cuál era el nombre del hombre que vivía en su casa antes que usted?”.
          El infeliz mayor se perturbó solo débilmente por esta fútil e irrelevante pregunta, respondió vagamente:
          “Sí, yo creo que se llamaba Gurney y algo —un nombre compuesto— Gurney-Brown; ese era su nombre”.
          “¿Y cuándo fue que la casa pasó a sus manos?” preguntó Basil, mirándolo agudamente. Sus ojos brillaban.
          “Llegué la semana pasada”, dijo el mayor.
          Tras solo este intercambio el criminal Northover cayó de pronto sobre su silla y gritó con una ruidosa carcajada.
         “¡Ah! Esto es todo tan perfecto, es exquisito”, se atoró, golpeándose los brazos con los puños. Reía como si no escuchara nada más; Basil Grant se reía sin voz, con murmuraciones al parecer; y el resto de nosotros nos sentíamos como pequeños botes en medio de una tormenta.
          “Explícate, Basil”, pidió Rupert, pisando fuerte. “Si no quieres que me ponga loco y vuele tus metafísicos sesos, dime qué significa todo esto”.
          Northover se levantó.
        “Permítame explicarlo, señor”, dijo, “Antes que nada, acepte mis sinceras disculpas, mayor Brown, por tan abominable torpeza; sé de las molestias que le debió haber causado, por lo cual, si me permite señalarlo, se ha comportado con tremenda valentía y dignidad. Claro está que no debe preocuparse por la cuenta en absoluto. Nos haremos cargo de los gastos”. Y rompiendo el papel frente a él, tiró los restos en el tacho de basura y se inclinó pidiendo el perdón del mayor.
         El rostro de Brown evidenciaba la pura confusión en la que se encontraba, “Pero ni siquiera estoy cerca de comprenderlo”, se lamentó, “¿Qué cuenta? ¿Qué torpeza? ¿Qué pérdida?”
          El señor P. G. Northover avanzó al centro del cuarto, pensativo y con una considerable dignidad por delante. Tras una consideración más cuidadosa, había en él otras cosas más aparte del bigote mal depilado, como una delgada y amarillenta piel, un perfil aguileño y una angustiante inteligencia. Miró abruptamente y dijo:
            “¿Sabe dónde se encuentra, mayor?”
            “Dios sabe perfectamente que no lo sé”, dijo el soldado con fervor.
           “Esta”, respondió Northover, “es la oficina de la ‘Agencia de Aventura y Romance’”.
           “¿Y eso de qué se trata?” cuestionó.
          El oficinista se estiró sobre su silla y con la dura mirada que tenía fijó los ojos en todos los presentes.
          “Mayor”, dijo calmado, “¿alguna vez ha caminado por una calle vacía, durante una de sus tardes libres, sintiendo unas apremiantes ganas de que algo especial sucediera, algo, en las maravillosas palabras de Walt Whitman, ‘algo peligroso y terrorífico; algo diferente a todo lo aburrido y corriente de esta vida de beato; algo que no pueda probársele a nadie; algo que viva sin anclaje a la lógica y sea libre’? ¿Alguna vez se sintió así?”
           “No exactamente”, replicó el mayor.
        “Entonces deberé elaborar un poco más el tema”, suspiró el señor Northover. “La ‘Agencia de Aventura y Romance’ fue fundada con el objetivo de satisfacer un deseo nacido recientemente. En cada lugar donde uno escucha una conversación, o incluso en la misma literatura, damos con el deseo de muchas personas por acontecimientos que nos detengan y nos acechen, que nos hagan sentir espléndidamente perdidos. Ahora, el hombre víctima de estos deseos, paga a la ‘Agencia de Aventura y Romance’ una suma de dinero por una oportunidad de variar su propia vida; a cambio, nosotros le rodeamos de terroríficos y raros momentos. Como un hombre que sale de casa, como todos los días, y un alterado barrendero se le acerca para advertirle sobre un complot contra su vida; se monta en un taxi y los llevan a un despacho de opio; de pronto recibe un misterioso y dramático telegrama o una visita inesperada, y es inmediatamente inmerso en un vórtice de incidentes increíbles. Una historia pintoresca debe ser escrita primero por uno de nuestros renombrados novelistas, que ahora mismo se encuentran en intenso trabajo en la oficina del costado. El suyo, mayor Brown, fue diseñado por nuestro señor Grigsby, y yo la considero peculiarmente forzada y mordaz; es realmente una pena que no haya podido ver el final. Espere un poco más, sin embargo, que no llego a lo realmente hondo de esta equivocación. El anterior dueño de la casa en la que vive, el señor Gurney-Brown, era un fiel suscriptor de nuestra agencia, y uno de nuestros distraídos empleados, ignorando la dignidad que debe traer la vida en rangos militares, pensó que el mayor Brown y el señor Gurney-Brown eran la misma persona. Así es como usted se vio envuelto en medio de la historia de otra persona”.
           “¿Cómo es posible que algo como esto funcione?” cuestionó Rupert Grant, con brillantes y fascinados ojos.
         “Nosotros estamos convencidos que nuestro trabajo es digno y noble como todos los demás”, dijo Northover calmadamente. “Nos hiere profundamente el hecho de que no haya cosa más triste en la vida moderna que el lamentable hecho de que un hombre de nuestra época deba buscar una existencia artística en un estado tan sedentario. Si quiere volar hacia una ciudad mágica, debe leer un libro; si quiere medirse en un campo de batalla, debe leer otro libro; si quiere elevarse hacia el cielo, otro libro. Nosotros les damos esta visión, pero también les damos ejercicios al mismo tiempo, la necesidad de saltar de un muro a otro, de pelearse con un extraño, de escapar por calles largas huyendo de terribles sujetos, todos saludables y buenos ejercicios. Les entregamos esa pequeña probada del mundo de Robin Hood o de los Caballeros Errantes. Les regresamos a su infancia, esa maravillosa etapa donde pretendemos vivir otras vidas, ser nuestros propios héroes, bailando y soñando al mismo tiempo”.
        Basil le miraba curioso. El más singular descubrimiento psicológico se estaba reservando para el final, pues al final del discurso, el pequeño oficinista se veía con unos intensísimos ojos de fanático loco.
        El mayor Brown aceptó la explicación de buen talante y con bastante humor.
        “Claro; terriblemente pesado, señor”, dijo. “No cabe duda que el sistema es excelente. Pero yo no creo...” se detuvo por un momento, y asomó la mirada por la ventana. “Dudo que usted vaya a encontrarme en él. De alguna manera, cuando uno ya ha visto —por sí mismo, usted me entiende— sangre y oído gritar a sus hombres, uno siente la necesidad de apearse en una pequeña casa con un pasatiempo muy superficial; como dice la Biblia, ‘Ahí permanece el descanso’”.
          Northover se inclinó. Y luego de una pausa dijo:
         “Caballeros, permítanme ofrecerles mi tarjeta. Si alguno de ustedes desea comunicarse conmigo, luego de oír el punto de vista del mayor Brown—”
          “Yo la recibiré con gusto, señor”, dijo el mayor, con esa tosca y cortés voz. “Debo pagarle la silla”.
         El agente del Romance y la Aventura le alcanzó su tarjeta riendo. Decía: “P. G. Northover, B. A., C. R. O., agencia de Aventura y Romance, Campo de Tanner 14, calle Fleet”.
          “¿Y qué diablos significa ‘C. R. O.’?” preguntó Rupert Grant, mirando por encima del hombro del mayor.
          “¿No lo sabe?” respondió Northover. “¿Nunca había oído hablar del ‘Club de los Raros Oficios’?”
          “Parecen haber concordado muchas cosas extrañas de las que no teníamos ni idea”, dijo el mayor reflexivamente. “¿Eso de qué se trata?”
         “‘El Club de los Raros Oficios’ es una sociedad exclusivamente para personas que hemos inventado una nueva y curiosa manera de hacer dinero. Yo fui uno de los primeros miembros”.
         “Lo merece, sin duda”, dijo Basil, “recogiendo su sombrero blanco, con una sonrisa, y hablando por última vez en aquella tarde.
        Cuando ya habían salido de ‘Aventura y Romance’, el agente mantuvo una extraña sonrisa, mientras caminaba por el fuego para reacomodarse en su silla. “Buen hombre ese mayor; cuando uno no tiene el toque de un poeta, grande la probabilidad de que sea él mismo un poema. Pero pensar que un hombre como él estuvo en plena historia de Grigsby”, y rió ruidosamente en medio del silencio.
        Así como la risa resonó bastantes metros de distancia, alguien tocó a la puerta. Una cabeza de búho, con un oscuro bigote, apenas se asomó antes de entrar con tono despreciativo y curioso.
          “¡Qué! ¿Otra vez, mayor?”, se sorprendió Northover, “¿qué puedo hacer por usted?”
          El mayor arrastraba los pies en la oficina.
          “Es terriblemente absurdo”, dijo, “Algo debe haber sucedido conmigo, algo que nunca había notado. Pero siento el más desesperante deseo por saber cómo iba a terminar todo”.
          “¿El final de todo?”
          “Sí”, dijo el mayor, “Chacales, las pequeñas andanzas, y la muerte del mayor Brown”.
          El rostro del agente se tornó sombrío, pero sus ojos todavía se mostraban interesados.
          “Lo siento mucho, mayor”, dijo, “pero me está pidiendo algo imposible. No hay nadie más ahora mismo a quien me gustaría complacer más a usted, pero las reglas de la agencia son muy estrictas. Las aventuras son confidenciales; ahora usted es un extraño. No tengo permitido informarle sobre nada más. Espero me comprenda—”.
        “No hay nadie más”, respondió Brown, “que entienda la disciplina mejor que yo. Muchas gracias y buenas noches”.
          Y el hombre se retiró por última vez.
        No tardó en casarse con la señora Jameson, la mujer de cabello rojo y decoraciones verdes. Era una actriz contratada (como muchas otras) por la agencia de Romance; y su matrimonio con el veterano de guerra había causado cierto revuelo en su lánguido e intelectual juego. Siempre respondía que había conocido muchísimos hombres que actuaban muy bien bajo las condiciones que Northover les entregaba, pero que solo uno había bajado a la carbonera, sabiendo que un asesino le esperaba.
          El mayor y ella viven felices como perdices en un pueblo lejano. El hombre se entregó al tabaco. De otra manera no cambió en nada, excepto... Hay momentos en los que, alertado y lleno de ese egoísmo femenil que ya es parte de su naturaleza particular, entra en trances y abstracciones. Entonces su esposa reconoce con una maternal sonrisa y por la vacía búsqueda de sus ojos azules, que está intentando entender los pormenores y el por qué no podía mencionar a los chacales. Pero, como muchos otros soldados, Brown era un hombre religioso, y creía fervientemente que se descubriría toda la verdad en un mundo mucho mejor que este.
Traducción: PABLO FRANCO ORTEGA TORRES


Picture
G.K. CHESTERTON (Londres, 1874 - Beaconsfield, 1936). Escritor, filósofo y periodista británico. Cultivó el ensayo, la narración, la biografía, la lírica, el periodismo y el libro de viajes. Su personaje más famoso es el Padre Brown, un sacerdote católico de apariencia ingenua, cuya agudeza psicológica lo vuelve un formidable detective. Aparece en más de cincuenta historias. Esta pertenece al libro El Club de los Raros Oficios, publicado en 1905 por Harper & Brothers Publishers.

0 Comentarios

BORIS VIAN

12/3/2022

2 Comentarios

 
         EL JAZZ ES PELIGROSO. FISIOPATOLOGÍA DEL JAZZ
por el doctor GEDEÓN BLANDENGUE,
antiguo interno del Hospital psiquiátrico,
médico del seguro, pintor los jueves y militar condecorado

     Tan atrás como podamos retroceder en la antigüedad, podemos hallar ejemplos de la acción esclerosante y necrosante del jazz en las células vivas y las macromoléculas del citoplasma. Cuando los muros de Jericó se desmoronaron bajo la brutal acción de las trompetas de Josué, el trauma hubo encontrado su lugar en el espesor de la piedra: se comprenderá lo que puede ocurrir, a fortiori, en esa materia mucho más delicada que es el protoplasma humano con desórdenes patológicos comparables a los que engendran las pasiones más funestas, tales como el amor por la absenta o la búsqueda del absoluto (delirium tremens, parálisis general).
        Los trabajos del doctor René Theillier, relativos a las lesiones provocadas a causa de una agresión repetida por cualquier motivo, ponen igualmente de manifiesto el peligro de toda música de cadencia regular: el jazz es el ejemplo más típico, y por ello sería necesario que los poderes públicos se dedicaran por fin a aplicar el bisturí en la llaga, para encontrar un remedio a las crecientes psicopatías que parecen apoderarse de nuestros jóvenes contemporáneos.
       En efecto, si sometemos a un cachorro de pocos días a la audición continua de una serie de grabaciones de esta música de salvajes, constataremos, al sacrificarlo al cabo de seis meses, que se han producido importantes lesiones necróticas y de degeneración adiposa en la textura histológica de su corteza y médula suprarrenales. Éstas, hiperplasiadas, pierden su actividad fisiológica, cual es la de equilibrar al individuo cuando sopla viento fuerte, y se concibe el desarreglo hormonal y vago-simpático que puede derivarse de él, pues la naturaleza no había previsto ni el jazz ni sus ritmos sincopados. Así pues, existe un gran peligro en dejar que sus hijos escuchen la radio: de todos es conocido hasta qué punto nos acribilla ésta con las desmelenantes elucubraciones de un Jacques Hélian (1)  o un Pierre Spiers (2).
        Esa es la razón por la cual les digo: ¡PADRES, NO SE FÍEN DEL JAZZ! Porque, aparte las desventajas mencionadas más arriba, cabe señalar que en ciertos individuos ese mismo jazz produce una reacción genésica violenta (pubertas praecox, enfermedad de La Peyronnie). No necesitamos buscar más allá la fuente de todos los males ante los cuales se pliega el armazón de nuestra sociedad actual: la proliferación de clubes, las apuestas mutuas urbanas, la caza de mariposas, las cartas desde mi molino, el abuso del tabaco, las madres solteras, el cierre de los prostíbulos, la obertura de Guillermo Tell, el algodón dulce del abuelo, las cuentas de los boticarios, las proctitis proliferantes y fístulas anales, el caldo espartano, los talbot súper deportivos y la reacción trotsko-gaullista.
         Y esa es la razón por la cual le decimos a la administración: ¡CUIDADO, hay peligro! Supriman el jazz y habrán eliminado en su embrión todos los gérmenes de la rebelión social los cuales, a corto plazo, engendrarán, tarde o temprano, la guerra atómica.
 
[El gerente de Jazz News declina toda responsabilidad en lo que concierne al contenido del presente número]
 

 
 

EFECTOS DEL JAZZ
Picture
Antes [foto de Lester Young cuando se inició]
Picture
Durante [foto de Lester Young en todo lo suyo]
Picture
Después [foto de Lester Young en decadencia]

Picture
(Artículo aparecido en el nº 8 de la revista Jazz News, noviembre de 1949, y extraído de una fotografía original aparecida en el libro Boris Vian. Le swing et le verbe de Nicole Bertolt y François Roulman, Textuel, 2008, aunque también se puede leer libremente en internet en https://books.google.es/books, como una de las crónicas del libro Écrits sur le jazz. De éste, hay por otro lado una versión española de 2011, en la editorial BlackList).


(1) Jacques Hélian (1912-1983), director de orquesta parisino.
(2) Pierre Spiers (1917-1980), director de orquesta francés, instrumentista, compositor y arreglista.


Traducción y nota: MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO


Picture
Boris Vian © Studio Harcourt
BORIS VIAN (Ville-d’Avray, 1920 - París, 1959). A duras penas se podría esbozar una biografía de Vian en unas cuantas líneas a pesar de que sólo vivió 39 años. Ingeniero, escritor de novela negra y de ciencia ficción, músico de jazz y de música clásica, poeta, cantante, letrista de canciones populares y de ópera, inventor, director de orquesta y de una casa de discos, cronista, miembro del colegio de Patafísica, Boris nació y creció en el seno de una familia de origen eslavo, culta y acomodada. Sus obras literarias, intemporales, a veces extrañas e inquietantes, maravillan con su enorme poder de seducción. Por desafío o provocación o sarcasmo, por un innato sentido del humor con el que tal vez pretendiera guardar las distancias con la muerte (a la que siempre esperó joven porque sabía de la frágil naturaleza de su corazón), Vian sometió al lenguaje a su imaginativa trituradora, de ahí su estilo único, de no siempre cómoda lectura y de una originalidad difícil de clasificar.

2 Comentarios

RAINER MARIA RILKE

24/2/2022

16 Comentarios

 
HERBSTTAG
 
Herr: es ist Zeit. Der Sommer war sehr groß.
Leg deinen Schatten auf die Sonnenuhren
und auf den Fluren laß die Winde los.
 
Befiehl den letzten Früchten voll zu sein;
gib ihnen noch zwei südlichere Tage,
dränge sie zur Vollendung hin und jage
die letzte Süße in den schweren Wein.
 
Wer jetzt kein Haus hat, baut sich keines mehr.
Wer jetzt allein ist, wird es lange bleiben,
wird wachen, lesen, lange Briefe schreiben
und wird in den Alleen hin und her
unruhig wandern, wenn die Blätter treiben.
DÍA DE OTOÑO
 
Señor: ya es tiempo. Fue inmenso el verano.
Echa tu sombra sobre los relojes de sol
y haz que el viento sople por los prados.
 
Ordena que maduren los últimos frutos;
dales dos días más meridionales,
urge su sazón y luego añade
al espeso vino su último dulzor.
 
Quien aún no tiene hogar, ya no se hará uno.
Quien está solo ahora, lo estará por mucho tiempo,
velará, leerá, escribirá largas cartas
y paseará inquieto por las avenidas
de un lado a otro, mientras las hojas se agitan.

Traducción: NATALIA CARBAJOSA


Picture
RAINER MARIA RILKE (Praga, Imperio Austrohúngaro, 1875 - Val-Mont, Suiza, 1926). Es considerado uno de los poetas más importantes en alemán y de la literatura universal. Sus obras fundamentales son las Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo. En prosa se destacan las Cartas a un joven poeta y Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.

16 Comentarios

JUANKAR LOPEZ-MUGARTZA

24/2/2022

0 Comentarios

 
Arrosa zuriaren azpian dagoen harria
 
Arrosa zuriaren azpian dagoen harria
Ikusten ez duzun arren
Ikusi nahi ez duzun arren
Egon badago, izan bada
Ez ikusiarena eginagatik ere ez da desegiten, edo urtzen, edo
                                                                                                                     [desagertzen
 
Hor dirau
 
Eskuekin ikutu ahalko zenuke nahi izanez gero
Ikusteko ahalegina eginen bazenu
Saiatuko bazina ikusten
Paisaian harririk eta harririk baizik
Ikusten ez dugunon begiekin
 
Ohitu baitzaizkigu ikusten arrosa zuriaren azpian dagoen
Baina zuk ikusten duzula ukatzen duzun harria
 

AUNQUE NO VEAS LA PIEDRA
 
Aunque no veas la piedra
Que hay debajo de la rosa blanca
Aunque no la quieras ver
Está, existe
No se deshace, ni se diluye, ni desaparece por ello
 
Sigue ahí
 
Podrías tocarla con las manos si quisieras
Si hicieras el esfuerzo
Si trataras de ver
Con los ojos de quienes solo vemos piedras
Y más piedras en el paisaje
 
Si miraras con estos ojos acostumbrados a ver
La piedra que dices que no ves bajo la rosa blanca

Traducción: Juankar Lopez-Mugartza


Picture
JUANKAR LOPEZ-MUGARTZA (Zaragoza, España, 1961). Criado a caballo entre Alsasua y Pamplona. Es profesor de literatura de la Universidad Pública de Navarra y doctor en Filología Vasca por la Universidad del País Vasco. Es socio de la asociación Euskal Idazleen Elkartea (EIE, Asociación de Escritores Vascos), de la que ha sido miembro directivo.Ha recibido el premio Felipe Arrese-Beitia de Poesía en euskera otorgado por la Academia de la Lengua Vasca (Euskaltzaindia) y cuenta con una Mención de Honor en el premio Xalbador de Poesía en euskera. Es colaborador habitual de las revistas de poesía Hatsaren Poesia, Maiatz y Constantes vitales.
Este poema fue publicado en el número 24 de la revista.
0 Comentarios

AUGUSTE VILLIERS DE L’ISLE-ADAM

23/1/2022

0 Comentarios

 
COMO PARA CONFIAR EN ELLO

          Una mañana gris de noviembre, me apresuré a bajar por la dársena. Una llovizna fría remojaba la atmósfera. Los oscuros transeúntes, ocultos bajo paraguas deformes, se entrecruzaban. El Sena amarillento transportaba sus barcos mercantes como desmesurados abejorros. Por los puentes, el viento fustigaba bruscamente los sombreros, que sus dueños disputaban al espacio con esas actitudes y contorsiones cuyo espectáculo siempre es tan doloroso para el artista.
        Mis ideas eran pálidas y brumosas; la preocupación por una reunión de negocios, aceptada desde la víspera, acosaba mi imaginación. Me acuciaba la hora: resolví refugiarme bajo el tejadillo de un portal desde el cual me sería más cómodo hacer señas a algún simón.
         En el mismo momento advertí, exactamente junto a mí, la entrada a un edificio cuadrado, de aspecto burgués. Se había alzado en la niebla como una aparición de piedra y, a pesar de la rigidez de su arquitectura, a pesar de la niebla apagada y fantástica en la que estaba envuelto, le encontré, de inmediato, un cierto aire de cordial hospitalidad que me serenó el alma.
         —¡Ciertamente —me dije—, los huéspedes de esta casa son gente sedentaria! Este umbral invita a detenerse en él. ¿Acaso no está la puerta abierta?
        De modo que, con la mayor educación del mundo, aire satisfecho, sombrero en mano, pensando incluso en un madrigal para la dueña de la casa, entré sonriendo y me encontré, de lleno, frente a una especie de salón de cubierta acristalada, por el que caía, lívido, el día.
       En las columnas habían colgado ropajes, tapabocas, sombreros. Habían dispuesto mesas de mármol por todas partes.
          Varios individuos, con las piernas estiradas, las cabezas elevadas, los ojos fijos, el aire positivo, parecían meditar. Y sus miradas eran irreflexivas, sus rostros del color del tiempo.
         Había carteras abiertas, papeles desplegados junto a cada una de ellas. Y me di cuenta entonces de que la dueña de la casa, con cuya cortesía de bienvenida había yo contado, no era otra que la Muerte.
         Examiné a mis anfitriones. Ciertamente, para escapar a las preocupaciones del incordio de la existencia, la mayoría de los que ocupaban el salón había asesinado sus cuerpos, a la espera así de algo más de bienestar.
         Mientras escuchaba el rumor de los grifos de cobre sellados a la tapia y destinados al riego diario de estos restos mortales, oí el rodar de un simón que se detenía delante de la estancia. Caí en la cuenta de que mi gente de negocios me estaba esperando. Me di la vuelta para aprovechar mi buena fortuna.
         El simón, en efecto, acababa de desaguar en el umbral del edificio, a unos colegiales de juerga que necesitaban ver la muerte para creer en ella. Me percaté del coche vacante y le dije al cochero:
         —¡Al Passage de l’Opéra!
Picture
Picture

Picture
       Poco tiempo después, en los bulevares, a falta de horizonte, el tiempo me pareció más cubierto. Los arbustos, la vegetación esquelética, parecían, con las puntas de sus ramitas negras, señalar vagamente los peatones a los agentes de policía todavía adormilados. El coche se apresuraba. Los transeúntes, a través de la ventana, me trasmitieron la idea del agua que fluye.
        Una vez en mi destino, salté a la acera y me metí por el pasaje atestado de caras preocupadas. En el otro extremo, observé, justo enfrente de mí, la entrada de un café, hoy día consumido por un famoso incendio (pues la vida es un sueño), al que habían relegado al fondo de una especie de cobertizo, bajo una bóveda cuadrada, de aspecto tristón. Las gotas de lluvia que caían sobre el acristalamiento superior oscurecían aún más el pálido resplandor del sol.
      —¡Era allí donde me esperaban —pensé—, copa en mano, miradas brillantes, mofándose del Destino, mis empresarios!
         Giré entonces el pomo de la  puerta y me encontré, de lleno, en una sala en la que, desde lo alto, lívido, caía el día, a través de la cristalera. De las columnas colgaban ropajes, tapabocas, sombreros. Habían colocado mesas de mármol por todos lados. Varios individuos, con las piernas estiradas, la cabeza elevada, los ojos fijos, con aire positivo, parecían meditar. Y sus rostros eran del color del tiempo, la mirada irreflexiva. Había carteras abiertas y papeles desplegados al lado de cada una de ellas. Observé a aquellos hombres. Con certeza, para escapar de las obsesiones de la insoportable consciencia, la mayoría de aquellos que ocupaban la sala había asesinado hacía mucho tiempo sus “almas”, a la espera así de algo más de bienestar.
         Mientras escuchaba el sonido de los grifos de cobre, sellados a la tapia y destinados al riego diario de aquellos restos mortales, me vino de nuevo a la cabeza el rodar del coche.
         —Seguro que —me dije a mí mismo—, a la larga, al cochero le ha afectado una suerte de embotamiento, pues me ha vuelto a traer, tras tantos rodeos, sencillamente, a nuestro punto de partida. Aun así confieso (si hay equivocación), ¡EL SEGUNDO VISTAZO ES MÁS SINIESTRO QUE EL PRIMERO!... Volví pues a cerrar, en silencio, la puerta acristalada y regresé a mi casa, bien decidido —despreciando este ejemplo y suceda lo que me suceda— a no entablar negocios nunca más.
Traducción y nota: MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO


Picture
AUGUSTE VILLIERS DE L’ISLE-ADAM (Saint-Brieuc, 1838 - París, 1889). Aristócrata francés, incluido entre los raros de Darío, descendía de una antigua e ilustre familia y murió, arrogante y solitario, sin haber conocido gloria o fortuna a las cuales siempre se creyó predestinado. Conoció a Baudelaire, quien lo inició en Poe, y fue asimismo amigo de Mallarmé. Escribió dramas filosóficos que fueron ignorados por el público con un estilo rimbombante, atravesado de destellos fulgurantes, ideal para enfrentar «las luces del sueño a las tinieblas del sentido común». Influido poderosamente por Hegel, quien lo confirmaría en su idealismo místico, y contagiado por el disgusto tanto de las costumbres contemporáneas como del oropel intelectual de la ciencia, su deseo fue el de componer una serie de obras en las que el sueño tuviera la lógica como base. Precursora del simbolismo, su obra mayor fue el drama Axel, publicado póstumamente. De sus Cuentos crueles (1883), mezcolanza de temas terribles tratados con un humor inquietante en textos que exaltan la búsqueda espiritual y el triunfo de lo onírico, se ofrece esta perla que inspiraría tanto a Borges, como a Cortázar o incluso a Filisberto Hernández.
0 Comentarios
<<Anterior

    TRADUCCIONES

    El Coloquio de los Perros.
    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856

    ANTOLOGÍA PALATINA
    1. ANACREÓNTICA

    THE BOOK OF KELLS

    AL HAZMI, ALI

    ANDRADE (DE), EUGENIO 

    ANGELOU, MAYA

    BERT, BENG


    BERTRAND, ALOYSIUS

    BHATTACHARYA, DEEPANKAR

    BIANU, ZENO


    BLANCHARD, MAURICE

    BLANDIANA, ANA

    BOUCHET, ANDRÉ (DE)

    BOURSON, GILBERT

    BOUVIER, NICOLAS

    BRODA, MARTINE

    BROWN, STACIA L.

    BUZZATI, DINO

    CALVET, VINCENT

    CAPRONI, GIORGIO

    CARDOSO, RENATO F.

    CASTRO (DE), MANUEL

    CÉSAR, ANA CRISTINA

    CHAMBON, JEAN-PIERRE

    CHAVAL

    CHESTERTON, G. K.

    CONTINI, DONATELLA

    CORSO, GREGORY

    COUTO, MIA

    COUTO, MIA [POEMAS]

    DEGUY, MICHEL

    DELANEY SPEAR, SUSAN

    DELERM, PHILIPPE

    DIMKOVSKA, LIDIJA

    DOMIN, HILDE

    DOMINIQUE ANÉ

    DOMINIQUE ANÉ [OKLAHOMA 1932]

    DRUMMOND DE ANDRADE, CARLOS

    DUPIN, JACQUES

    ELIOT, GEORGE

    ESPAGNOL, NICOLE

    ESPANCA, FLORBELA

    FERREIRA, VERGÍLIO

    FOLLAIN, JEAN

    GARCIA, JUAN

    GINSBERG, ALLEN

    GONZÁLEZ LAGO, DAVID

    GOZIS, GEORGE

    HAM, NIELS

    HAUTECLOCQUE, XAVIER (de)

    HÉLDER, HERBERTO

    HEMINGWAY, ERNEST

    HIERRO LOPES, BEATRIZ

    HIGHTOWER, SCOTT

    HOGUE, CYNTHIA

    IGLESIAS, XOSÉ

    JUDICE, NUNO

    KALÉKO, MASCHA

    KANDEL, LENORE

    KEROUAC, JACK

    KHAÏR-EDINNE, MOHAMMED

    KHENSIN, SUMITAKU

    KINNELL, GALWAY

    LACERDA, ALBERTO (de)

    LAYOS, ILÍAS

    LÉVIS MANO, GUY

    LUCA, GHÉRASIM

    LUCIE-SMITH, EDWARD

    MAULPOIX, JEAN-MICHEL

    MAWGOUD, MONTASER ABDEL


    MERWIN, W. S.

    MICHAUX, HENRI

    MIERMONT-GIUSTINATI, ADELINE

    MILTON, JOHN

    MOORE, MARIANNE

    MORENO, ANNA

    NAPORANO, FERNANDO

    NERVAL, GERARD (de)

    NILO NUNES, LUIZA

    OLIVEIRA (DE), ALBERTO

    PESSANHA, CAMILO

    PESSOA, FERNANDO

    PINTO DE AMARAL, FERNANDO

    PLATH, SYLVIA

    POZZI, ANTONIA

    PRÉVERT, JACQUES

    PROUST, MARCEL

    QUINTANA, MÁRIO

    RAMBOUR, JEAN-LOUIS

    RAMOS ROSA, ANTÓNIO

    RAMOS ROSA, GISELA GRACIAS

    RATROUT, FAHKRY

    RILKE, RAINER MARIA

    RODRÍGUEZ-MIRALLES, JORGE

    SANDA, PAUL
    SCHEHADÉ, GEORGE
    SEXTON, ANNE
    SOLWAY, DAVID
    TABORDA DUARTE, RITA
    TARKOVSKI, ARSENI
    TEASDALE, SARA
    TISSOT, MARLÈNE
    TZARA, TRISTAN
    VALÉRY, PAUL
    VAN OSTAIJEN, PAUL
    VANDERCAMMEN, EDMOND
    VIAN, BORIS
    VILLIERS DE LISLE-ADAM, AUGUSTE
    WALDROP, KEITH
    WILDE, OSCAR

    HEMEROTECA
    AMARAL, ANA LUISA
    LOPEZ-MUGURTZA, JUANKAR

    CategorÍAs

    Todo
    Adeline Miermont-giustiniati
    Albert C Todd
    Alberto De Lacerda
    ALI AL HAZMI
    Allen Ginsberg
    Aloysius Bertrand
    Ana Blandiana
    Ana Cristina Cesar
    Andre Du Bouchet
    Angel Gomez Espada
    Angel Manuel Gomez Espada
    Anita Savo
    Anna Moreno
    Anne Sexton
    Antologia Palatina
    Antonia Pozzi
    Antonio Ramos Rosa
    Arseni Tarkovski
    Arturo Jimenez Martinez
    Auguste Villiers
    Aurelia Lassaque
    Aysel Aliveya
    Babu Thaliath
    Beatriz Hierro Lopes
    Camilo Pessanha
    Carlos Drummond De Andrade
    Chaval
    Cynthia Hogue
    David Gonzalez Lago
    David Solway
    Deepankar Bhattacharya
    Dino Buzzati
    Dominique A
    Dominique Ane
    Donatella Contini
    Edmond Vandercammen
    El Cementerio Marino
    El Coloquio De Los Perros
    En Las Entrañas De La Alemania Nazi
    Enrique Morales
    Ernest Hemingway
    Eugenio De Andrade
    Fernando Juliá
    Fernando Moldenhauer Ruiz
    Fernando Naporano
    Fernando Pessoa
    Fernando Pinto De Amaral
    Florbela Espanca
    Galway Kinnell
    George Eliot
    George Gozis
    George Schehade
    Gerard De Nerval
    Gherasim Luca
    Gisela Gracias Ramos Rosa
    Gregory Corso
    Guada Ruiz Fajardo
    Guy Levis Mano
    Hamid Herischi
    Henri Michaux
    Henry Wadsworth Longfellow
    Herberto Helder
    Hogue
    Isaac Lopez
    Itzel Corona Villar
    Jack Kerouac
    Jacques Prevert
    Javier Merida
    Jean Cayrol
    Jean Follain
    Jean Garamond
    Jean-louis Rambour
    Jean-pierre Chambon
    Jorge Rodriguez-miralles
    Jose Luis Fernandez De Albornoz
    Juan De Dios Garcia
    Juankar Lopez-mugartza
    Juan Manuel Conesa Navarro
    Juan Manuel Portillo
    Jules Supervielle
    Keith Waldrop
    Kris Delcroix
    Laura Mongiardo
    Laurence Bouvet
    Leonore Kandel
    Lidija Dimkovska
    Lourdes Arenas Mazo
    Lucia Uria
    Lucy Leite
    Luiza Nilo Nunes
    Luz Ayuso
    Manuel Angel Gomez Angulo
    Manuel De Castro
    Manuel Puertas Fuertes
    Marcel Proust
    Marianne Moore
    Marie-claire Bancquart
    Mario Quintana
    Marlene Tissot
    Mascha Kaleko
    Maurice Blanchard
    Mawgoud
    Maya Angelou
    Mia Couto
    Miguel Angel Real
    Miguel-angel Real
    Miguel Catalan
    Mohamed Ahmed Bennis
    Montaser Abdel Mawgoud
    Natalia Carbajosa
    Natalia Velasco Urquiza
    Nicolas Bouvier
    Nicole Espagnol
    Nina Berberova
    Nina Kossman
    Nuno Júdice
    Oscar Paul Castro
    Oscar Wilde
    Pablo Franco Ortega Torres
    Paul Sanda
    Paul Valery
    Paul Van Ostaijen
    Pedro Sanchez Sanz
    Philippe Delerm
    Pierre Mac Orlan
    Rainer Maria Rilke
    Raisa Blokh
    Rambour
    Raquel Madrigal Martinez
    Rilke
    Roberto Bernal
    Robinson Jeffers
    Rustam Behrudi
    Saint Pol Roux
    Sandra Santos
    Sankara Pillai
    Sara Teasdale
    Scott Hightower
    Sergio B. Landrove
    Stacia L Brown
    Susan Delaney Spear
    Sylvia Plath
    Tatuxanym Myunusova
    The Book Of Kells
    Tristan Tzara
    Vergilio Ferreira
    Vincent Calvet
    Viroica Patea
    W. S. Merwin
    Xavier De Hauteclocque
    Xose Iglesias

    Canal RSS

    ArchivOs

    Enero 2023
    Diciembre 2022
    Noviembre 2022
    Agosto 2022
    Marzo 2022
    Febrero 2022
    Enero 2022
    Diciembre 2021
    Noviembre 2021
    Septiembre 2021
    Julio 2021
    Abril 2021
    Marzo 2021
    Febrero 2021
    Diciembre 2020
    Noviembre 2020
    Septiembre 2020
    Agosto 2020
    Julio 2020
    Junio 2020
    Mayo 2020
    Febrero 2020
    Diciembre 2019
    Septiembre 2019
    Agosto 2019
    Julio 2019
    Junio 2019
    Abril 2019
    Marzo 2019
    Enero 2019
    Diciembre 2018
    Noviembre 2018
    Octubre 2018
    Septiembre 2018
    Agosto 2018
    Julio 2018
    Junio 2018
    Mayo 2018
    Abril 2018
    Marzo 2018
    Enero 2018
    Diciembre 2017
    Noviembre 2017
    Julio 2017
    Mayo 2017
    Abril 2017
    Marzo 2017
    Enero 2017
    Diciembre 2016
    Noviembre 2016
    Septiembre 2016
    Julio 2016
    Junio 2016
    Marzo 2016
    Febrero 2016
    Enero 2016
    Octubre 2015
    Septiembre 2015
    Agosto 2015
    Julio 2015
    Abril 2015
    Marzo 2015
    Febrero 2015
    Diciembre 2014
    Noviembre 2014
    Octubre 2014
    Julio 2014
    Junio 2014
    Abril 2014
    Marzo 2014
    Febrero 2014
    Enero 2014

Con tecnología de Crea tu propio sitio web con las plantillas personalizables.