TRADUCCIONES
MUESTRARIO DE OTRAS LITERATURAS POSIBLES
À la recherche tu temps perdu [En busca del tiempo perdido], la obra monumental de Proust, se sostiene sobre el andamiaje de tres o cuatro páginas (capítulo I, 44-47 del primer volumen de la edición de la Pléïade, de Du côté de chez Swann [Por el lado de Swann]). He aquí su traducción, en el respeto al insuperable oleaje sintáctico y léxico de su autor. [ ... ] Hacía ya muchos años que, de Combray, todo aquello que no fuera el escenario y el drama de irme a la cama había dejado de existir para mí, cuando un día de invierno, en el que regresaba a casa, mi madre, al advertir que tenía frío, se ofreció a prepararme, en contra de mi costumbre, un poco de té. Inicialmente rechacé pero, ignoro por qué, cambié de idea. Ella mandó buscar uno de esos bizcochos cortos y rollizos llamados Pequeñas Magdalenas, que parecen haber sido moldeados en la valva con ranuras de la concha de una vieira. Y pronto, instintivamente, abrumado por la taciturna jornada y la perspectiva del triste mañana, llevé a mis labios una cucharada de té en el que había dejado ablandarse un trozo de magdalena. Mas en el mismo instante en el que el sorbo mezclado con las migajas de bizcocho rozó mi paladar, atento a lo que de extraordinario ocurría en mi interior, me estremecí. Un placer delicioso, aislado, sin la noción de su causa, me había inundado. De repente, había transformado en indiferentes las vicisitudes de la vida, sus desastres inofensivos, su brevedad ilusoria, del mismo modo con el que opera el amor, llenándome de una valiosa esencia; o, más bien, esa esencia no se encontraba en mí, era yo mismo. Ya no me sentía mediocre, contingente, mortal. ¿De dónde había podido llegarme aquella poderosa dicha? Yo imaginaba que estaba ligada al sabor del té y del bizcocho, pero que, al superarlos con creces, no debía participar de su misma naturaleza. ¿De dónde procedía? ¿Cuál era su significado? ¿Dónde aprehenderla? Bebo un segundo trago en el que apenas encuentro algo más que en el primero, un tercero que me aporta menos aún que el segundo. Ya es hora de que pare, la virtud del brebaje parece menguar. Es obvio que la verdad que busco no está en él, sino en mí. Él la ha despertado, pero no la reconoce, y no consigue nada más que repetir indefinidamente, cada vez con menor fuerza, ese mismo testimonio que soy incapaz de interpretar y que al menos quiero poder reclamarle de nuevo y hallar otra vez intacto, a mi disposición, en breve, para una aclaración concluyente. Poso la taza y me vuelvo hacia mi alma. Es ella quien ha de hallar la verdad. Pero, ¿cómo? Grave incertidumbre, cada vez que el alma se siente superada a sí misma; cuando ella, en su búsqueda, es además el país oscuro en el que debe buscar y en el que de nada le servirá su bagaje. ¿Buscar? No basta: crear. Ella se encuentra frente a algo que no existe aún y que solo puede concretar para, luego, hacer entrar en su luz. Y de nuevo empiezo a preguntarme qué podría ser ese estado desconocido, que no aportaba prueba lógica alguna, sino la evidencia de su gozo, de su realidad, ante la cual las demás se desvanecían. Mi deseo es intentar resucitarlo. Retrocedo con mi mente al momento en el que tomé la primera cucharada de té. Vuelvo a encontrar el mismo estado, sin una claridad renovada. Le pido a mi alma un esfuerzo mayor, que vuelva a acercarme otra vez esa sensación esquiva. Y, para que nada rompa el empuje con el que va tratar de recuperarla, aparto todo obstáculo, toda idea extraña, protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos del cuarto contiguo. Pero cuando siento que mi alma se agota sin lograrlo, la fuerzo, a la inversa, a aceptar esa distracción que yo le negaba, a pensar en otra cosa, a rehacerse antes de una tentativa suprema. Luego, por segunda vez, la aíslo y vuelvo a disponer frente a ella el sabor aún reciente de ese primer trago y siento estremecerse en mí algo que se desliza, que quisiera alzarse, algo que habría levado un ancla, a una gran profundidad; no sé lo que es, pero remonta con lentitud; me doy cuenta de que se resiste y oigo el rumor de las distancias que atraviesa. Ciertamente, lo que así palpita en lo más hondo de mí debe ser la imagen, el recuerdo visual que, ligado a ese sabor, intenta seguirlo hasta mí. Pero en su forcejeo remoto, tan confuso, apenas si percibo el neutro reflejo en el que se confunde el inasible torbellino de sus colores enturbiados; con todo, no puedo distinguir su forma, pedirle como al único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su contemporánea, de su inseparable compañía, el sabor, pedirle que me enseñe de qué circunstancia en particular, de qué época del pasado se trata. ¿Llegará hasta la superficie de mi clara conciencia, ese recuerdo, el instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha llegado desde tan lejos a desvelar, conmover, despertarlo todo en el fondo de mí mismo? No lo sé. Ahora no siento nada más, se ha detenido, quizás vuelto a bajar. ¿Quién sabe si acaso renacerá de su noche? Diez intentos he necesitado para volver a empezar, inclinarme hacia él. Y cada vez esa cobardía que nos aparta de cualquier labor difícil, de cualquier obra importante, me ha aconsejado que la abandone, que me beba el té, y piense sencillamente en mis problemas cotidianos, en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin dificultad. Y de repente el recuerdo se me apareció. Ese sabor era el del trocito de magdalena que los domingos por la mañana en Combray (porque aquel día no salía antes de la hora de la misa), cuando iba a su cuarto a darle los buenos días, me ofrecía mi tía Léonie después de haberlo mojado en su infusión de té o de tila. La visión de la pequeña magdalena no me había evocado nada antes de que la hubiera degustado; tal vez porque, cuando desde entonces las observaba a menudo, sin comerlas, en los anaqueles de las pastelerías, su imagen se había alejado de aquellos días de Combray para unirse a otros más recientes; quizás porque, de aquellos recuerdos abandonados por tan largo tiempo al margen de la memoria, nada sobreviviera, todo se hubiera disgregado; las formas —también aquella de la pequeña concha de pastelería, tan generosamente sensual bajo su plisado severo y devoto— habían sido abolidas o, adormecidas, habían perdido la fuerza de expansión que les hubiera permitido reunirse con la conciencia. Pero cuando de un pasado antiguo nada subsiste, tras la muerte de los seres, tras la destrucción de las cosas, solos, más frágiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, su olor y sabor permanecen aún largo tiempo, como almas, recordando, aguardando, esperando, sobre las ruinas de todo lo demás, soportando sin plegarse, sobre su gotita casi impalpable, el vasto edificio del recuerdo. Y en cuanto hube reconocido el sabor del trozo de magdalena mojada en la tila que me daba mi tía (aunque aún no lo supiera y tuviera que aplazar hasta mucho más tarde el porqué del descubrimiento de ese recuerdo que me hacía tan feliz), de inmediato la vieja casa gris de la calle, en donde estaba su cuarto, acudió como el decorado de un teatro para acomodarse al pequeño pabellón que daba al jardín, que habían construido para mis padres en su parte trasera (ese tabique truncado que solamente había vuelto a ver hasta entonces); y con la casa, la ciudad, desde la mañana hasta el atardecer, hiciera el tiempo que hiciera, la Plaza a la que me mandaban antes del almuerzo, las calles a las que iba a hacer las compras, los caminos que tomábamos si hacía bueno. Y como en ese juego en el que los japoneses se divierten humedeciendo en un tazón de porcelana repleto de agua, pequeños trozos de papel hasta ese momento indistintos en el que, apenas sumergidos, se desperezan, se contornean, se colorean, se diferencian, se transforman en flores, casas, personajes concretos y reconocibles, de la misma manera ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann, y los nenúfares del Vivonne, y la gente honesta del pueblo y sus pequeñas moradas y la iglesia y todo Combray y sus alrededores, todo aquello que cobra forma y solidez, ha salido, ciudad y jardines, de mi taza de té. Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
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TRADUCCIONES
El Coloquio de los Perros. AL HAZMI, ALI ANDRADE (DE), EUGENIO ANGELOU, MAYA ARMITAGE, SIMON BERT, BENG BERTRAND, ALOYSIUS BHATTACHARYA, DEEPANKAR BIANU, ZENO BLANCHARD, MAURICE BLANDIANA, ANA BOUCHET, ANDRÉ (DE) BOURSON, GILBERT BOUVIER, NICOLAS BRODA, MARTINE BROWN, STACIA L. BUZZATI, DINO CALVET, VINCENT CAPRONI, GIORGIO CARDOSO, RENATO F. CASTRO (DE), MANUEL CÉSAR, ANA CRISTINA CHAMBON, JEAN-PIERRE CHAVAL CHESTERTON, G. K. CONTINI, DONATELLA CORSO, GREGORY COUTO, MIA COUTO, MIA [POEMAS] DEGUY, MICHEL DELANEY SPEAR, SUSAN DELERM, PHILIPPE DIMKOVSKA, LIDIJA DOMIN, HILDE DOMINIQUE ANÉ DOMINIQUE ANÉ [OKLAHOMA 1932] DRUMMOND DE ANDRADE, CARLOS DUPIN, JACQUES ELIOT, GEORGE ESPAGNOL, NICOLE ESPANCA, FLORBELA FERREIRA, VERGÍLIO FOLLAIN, JEAN GARCIA, JUAN GINSBERG, ALLEN GONZÁLEZ LAGO, DAVID GOZIS, GEORGE GRANDMONT, DOMINIQUE HAM, NIELS HAUTECLOCQUE, XAVIER (de) HÉLDER, HERBERTO HEMINGWAY, ERNEST HIERRO LOPES, BEATRIZ HIGHTOWER, SCOTT HOGUE, CYNTHIA IGLESIAS, XOSÉ JIYAN, RÊNAS JUDICE, NUNO KALÉKO, MASCHA KANDEL, LENORE KEROUAC, JACK KHAÏR-EDINNE, MOHAMMED KHENSIN, SUMITAKU KINNELL, GALWAY LACERDA, ALBERTO (de) LAYOS, ILÍAS LÉVIS MANO, GUY LUCA, GHÉRASIM LUCIE-SMITH, EDWARD McHUGH, HEATHER MAULPOIX, JEAN-MICHEL MAWGOUD, MONTASER ABDEL MERWIN, W. S. MICHAUX, HENRI MIERMONT-GIUSTINATI, ADELINE MILTON, JOHN MONTEIRO, KRISHNA MOORE, MARIANNE MORENO, ANNA NAPORANO, FERNANDO NERVAL, GERARD (de) NILO NUNES, LUIZA OLIVEIRA (DE), ALBERTO OSORIO GUERRERO, RODRIGO PESSANHA, CAMILO PESSOA, FERNANDO PINTO DE AMARAL, FERNANDO PLATH, SYLVIA POZZI, ANTONIA PRÉVERT, JACQUES PROUST, MARCEL QUINTANA, MÁRIO RAMBOUR, JEAN-LOUIS RAMOS ROSA, ANTÓNIO RAMOS ROSA, GISELA GRACIAS RATROUT, FAHKRY RILKE, RAINER MARIA RODRÍGUEZ-MIRALLES, JORGE HEMEROTECA
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