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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

TRADUCCIONES

MUESTRARIO DE OTRAS LITERATURAS POSIBLES

DINO BUZZATI

14/1/2018

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LA CHAQUETA ENCANTADA

       Si bien aprecio la elegancia en el vestir, normalmente no presto atención en la mayor o menor perfección con que están cortados los trajes de mis semejantes.
       Sin embargo, una noche, durante una recepción en una casa de Milán, conocí a un hombre que aparentaba unos cuarenta años, quien, literalmente, resplandecía por la belleza, definitiva y pura, de su traje.
        No sé quién era, era la primera vez que lo veía, y en la presentación, como siempre sucede, entender su nombre me resultó imposible.
       En cierto momento de la noche me encontré a su lado, y comenzamos a conversar. Parecía un hombre cortés y educado, aunque con un halo de tristeza. Quizá con exagerada confianza ―ojalá y el Señor me hubiese persuadido de lo contrario― le felicité por su elegancia; y osé incluso a preguntarle quién era su sastre.
        El hombre esgrimió una sonrisilla curiosa, casi como si se hubiera esperado la pregunta. “Casi nadie lo conoce” dijo “pero es un gran maestro. Y trabaja solo cuando le conviene. Para unos pocos iniciados.” “¿De modo que yo…?” “¡Oh, inténtelo, inténtelo! Se llama Corticella, Alfonso Corticella, calle Ferrara, número diecisiete.” “Será caro, imagino.” “Lo presumo, pero juro que no lo sé. Este traje me lo hizo hace tres años y aún no me ha mandado la cuenta.” “¿Corticella? ¿Calle Ferrara, número diecisiete, ha dicho?” “Exactamente” respondió el desconocido. Y me dejó para unirse a otro grupo.
       En el número diecisiete de la calle Ferrara encontré una casa como tantas otras, y como la de tantos otros sastres eran las habitaciones de Alfonso Corticella. Él mismo salió a recibirme. Era un viejecito con el pelo negro, pero sin duda teñido.
         Para mi sorpresa, no se hizo de rogar. Todo lo contrario, parecía ansioso de que me convirtiera en cliente suyo. Le expliqué cómo había conseguido la dirección, elogié su corte y le pedí que me hiciese un traje. Elegimos una lana peinada gris, luego me tomó las medidas, y se ofreció a venir, para la prueba, a mi casa. Le pregunté el precio. No había prisa, respondió, siempre nos habríamos puesto de acuerdo. Qué hombre tan simpático, pensé a primera vista. Sin embargo más tarde, mientras volvía a casa me di cuenta de que el viejecito había dejado un malestar dentro de mí (quizá por sus demasiado insistentes y melifluas sonrisas). En resumen, no deseaba volver a verlo. Pero el traje ya estaba encargado. Y veinte días después estaba listo. Cuando me lo trajeron, me lo probé, durante unos segundos, frente al espejo. Era una obra maestra. Pero, no sé bien por qué, quizá por el recuerdo del desagradable viejecito, no tenía ganas de llevarlo puesto. Y pasaron semanas antes de que me decidiese a ello.
      Ese día lo recordaré siempre. Era un martes de abril y estaba lloviendo. Una vez me hube puesto el traje ―chaqueta, pantalones y chaleco― constaté con placer que no me tiraba ni me oprimía por ninguna parte, como sucede casi siempre con los trajes nuevos. Y sin embargo se me ajustaba a la perfección.
Por norma en el bolsillo derecho nunca meto nada, los billetes los llevo en el bolsillo izquierdo. Esto explica porqué, tan solo un par de horas más tarde, en la oficina, introduciendo la mano por casualidad en el bolsillo derecho, me di cuenta de que dentro había un papel. ¿Sería la cuenta del sastre?
No. Era un billete de diez mil liras.
          Me quedé perplejo. Yo, desde luego, no lo había puesto allí. Por otra parte era absurdo pensar que fuese un regalo de mi empleada de hogar, la única persona que, aparte del sastre, había tenido ocasión de acercarse al traje. ¿Y si fuese un billete falso? Lo observé a contraluz, lo comparé con otros. Mejor de lo que era no podía ser.
La única explicación posible, un despiste de Corticella. Quizá un cliente había ido a pagarle una cuenta, el sastre en aquel momento no llevaba consigo la billetera y, por no dejar el billete dando vueltas, lo había colocado en mi chaqueta, colgada de un maniquí. Casos similares pueden ocurrir.
         Toqué el timbre para llamar a la secretaria. Le escribiría una nota a Corticella restituyéndole su dinero. Si no hubiera sido porque, y no sabría decir el motivo, introduje de nuevo la mano en el bolsillo.
            “¿Qué le ocurre, doctor? ¿Se encuentra mal?” me preguntó la secretaria, que entraba en aquel momento. Debía de haberme puesto pálido como la muerte. En el bolsillo, los dedos habían encontrado los bordes de otro papel, el cual, pocos instantes antes, no estaba.
            “No, no, nada” dije. “Un leve mareo. Desde hace un tiempo me viene ocurriendo. Quizá estoy un poco cansado. Váyase, señorita, hay que dictar una carta, pero lo haremos más tarde.”
        Solo cuando la secretaria se hubo marchado, me atreví a extraer el papel del bolsillo. Era otro billete de diez mil liras. Entonces probé por tercera vez. Y salió un tercer billete.
        El corazón se me aceleró. Tuve la sensación de encontrarme sumido, por razones misteriosas, en una especie de fábula como las que se cuentan a los niños y que nadie da por ciertas.
Con el pretexto de no encontrarme bien, dejé la oficina y volví a casa. Necesitaba estar solo. Por fortuna, la empleada de hogar ya se había ido. Cerré las puertas, bajé las persianas. Empecé a sacar billetes uno tras otro, con la máxima celeridad, del bolsillo que parecía inagotable.
          Me afané con una espasmódica tensión de nervios, temiendo que el milagro cesara de un momento a otro. Habría querido continuar toda la tarde y la noche, hasta acumular miles de millones. Pero a un cierto punto me fallaron las fuerzas.
          Frente a mí había un montón impresionante de billetes. Lo importante ahora era esconderlos, que nadie pudiese intuirlo. Vacié un viejo baúl lleno de tapetes y en el fondo, ordenados en muchos montones, puse el dinero, que poco a poco iba contando. Eran cincuenta y ocho millones largos.
          Me despertó a la mañana siguiente la asistenta, asombrada de encontrarme sobre la cama completamente vestido. Intenté reírme, explicándole que la noche anterior había bebido de más y que el sueño me había cogido de improviso.
Una nueva preocupación: la asistenta me pedía que me quitase el traje para darle al menos un cepillado.
          Respondí que debía salir al momento y que no disponía de tiempo para cambiarme. Después me apresuré hacia una tienda de trajes hechos para comprar otro, de una tela similar; dejaría ese al cuidado de la asistenta; el “mío”, aquel que habría hecho de mí, en el transcurso de pocos días, uno de los hombres más poderosos del mundo, lo escondería en un lugar seguro.
          No entendía si estaba viviendo en un sueño, si era feliz o si por el contrario me estaba ahogando bajo el peso de una fatalidad demasiado grande. Por la calle, a través del impermeable, me palpaba el lugar que correspondía al mágico bolsillo. Cada vez respiraba aliviado. Bajo la tela respondía el confortante crujido del papel moneda.
          Pero una singular coincidencia enfrió mi alegre delirio. En los periódicos de la mañana aparecía la noticia de un robo producido el día anterior. El camión blindado de un banco que, después de haber hecho la ronda por las sucursales, estaba llevando a la sede central los ingresos de la jornada, había sido asaltado y desvalijado en la avenida Palmanova por cuatro bandidos. Al acudir la gente, uno de los gangsters, para abrirse camino, había comenzado a disparar. Y un viandante había fallecido. Pero sobre todo me sorprendió el montante del botín: exactamente cincuenta y ocho millones (como los míos). ¿Podría existir una relación entre mi improvisada riqueza y el golpe de aquellos bandidos acaecido casi contemporáneamente? Parecía una insensatez pensarlo. Y yo no soy supersticioso. Sin embargo el hecho me dejó muy perplejo.
         Cuanto más se tiene, más se quiere. Ya era rico, teniendo en cuenta mis modestas costumbres. Pero me acuciaba el espejismo de una vida de lujo desenfrenado. Y esa misma noche volví a la labor. Ahora procedía con más calma y con menos sufrimiento de mis nervios. Otros ciento treinta y cinco millones se añadieron al tesoro precedente.
        Aquella noche no pude pegar ojo. ¿Era el presentimiento de un peligro? ¿O la atormentada conciencia de quien obtiene sin mérito alguno  una fabulosa fortuna? ¿O una especie de confuso remordimiento? Con las primeras luces del alba salté de la cama, me vestí y corrí fuera en busca de un periódico.
          En cuanto lo leí, me quedé sin respiración. Un incendio terrible, que se había declarado en un depósito de nafta, había semiderruído un inmueble en la céntrica calle de San Cloro. Entre otras cosas, las llamas habían devorado las cajas fuertes de una gran agencia inmobiliaria, que contenían más de ciento treinta millones en efectivo. Entre las llamas, dos bomberos habían hallado la muerte.

 
          ¿Debería ahora enumerar uno por uno todos mis delitos? Sí, porque ahora ya sabía que el dinero que la chaqueta me procuraba venía del crimen, de la sangre, de la desesperación, de la muerte; venía del infierno. Pero había también dentro de mí la insidia de la razón que, burlándose, rechazaba admitir cualquier responsabilidad mía. Y entonces la tentación volvía, entonces la mano -¡era tan fácil!- se introducía en el bolsillo y los dedos, con rapidísima voluptuosidad, agarraban los bordes del siempre nuevo billete. ¡El dinero, el divino dinero! 
           Sin dejar mi viejo apartamento (para no llamar la atención) en poco tiempo me compré una gran villa, poseía una preciosa colección de cuadros, paseaba en un coche de lujo y, abandonada la empresa por “motivos de salud”, viajaba por todo el mundo en compañía de mujeres maravillosas.
         Sabía que, cada vez que sacaba dinero de la chaqueta, al mundo le sobrevenía  algo obsceno y doloroso. Pero se trataba siempre de una vaga conciencia, no sostenida por pruebas lógicas. Entretanto, a cada nuevo cobro, mi conciencia se degradaba, tornándose cada vez más vil. ¿Y el sastre? Le telefoneé para pedir la cuenta, pero no respondía nadie. En la calle Ferrara, donde fui a buscarlo, me dijeron que había emigrado al extranjero, no sabían dónde. Todo, por tanto, se conjuraba para demostrarme que, sin saberlo, había hecho un pacto con el diablo.
           Hasta que, en el inmueble donde me alojaba desde hacía tantos años, una mañana encontraron a una pensionista de sesenta años asfixiada con el gas: se había matado por haber extraviado las treinta mil liras que había cobrado el día anterior (y que habían terminado en mis manos).
          ¡Basta, basta! Para no caer hasta lo más profundo del abismo, debía deshacerme de la chaqueta. No ya cederla a otro, porque el oprobio habría continuado (¿Quién habría podido resistirse a tal tentación?) Era indispensable destruirla.
            En coche llegué hasta un recóndito valle de los Alpes. Dejé el auto en un claro cubierto de hierba y me encaminé hacia arriba por un bosque. No había un alma. Pasado el bosque alcancé los pedregales de la morrena. Aquí, entre dos gigantescos peñascos, de la mochila saqué la infame chaqueta, la empapé de petróleo y le prendí fuego. En pocos minutos no quedaron más que cenizas.
         Con último brillo de las llamas, detrás de mí –parecía a dos o tres metros de distancia- resonó una voz humana: “¡demasiado tarde, demasiado tarde!” Aterrorizado, me volví con un movimiento de serpiente. Pero no se veía a nadie. Exploré entorno, saltando de una piedra a otra, para descubrir al maldito. Nada. No había más que piedras.A pesar del susto, descendí al fondo del valle con un sentimiento de alivio. Libre, por fin. Y rico, por fortuna.
           Pero en el claro herboso mi coche ya no estaba. Y, cuando volví a la ciudad, mi suntuosa villa había desaparecido; en su lugar, un prado yermo con unos postes que sujetaban el anuncio “Terreno comunal en venta”. Y los depósitos del banco, no me explicaba cómo, completamente agotados. Y perdidos, en mis numerosas cajas de seguridad, los grandes paquetes de acciones. Y polvo, nada más que polvo, en el viejo baúl.
       Ahora he vuelto a duras penas al trabajo, me las arreglo de mala manera, y, lo más extraño, nadie parece maravillarse de mi improvisada ruina.
         Y sé que aún no ha terminado. Sé que un día sonará el timbre de la puerta, yo iré a abrir y me encontraré de frente, con su abyecta sonrisa, a pedirme la última rendición de cuentas, al sastre de la mala hora.  

Traducido por LUZ AYUSO BLÁZQUEZ

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DINO BUZZATI (Belluno, 1906 – Milán, 1972) es considerado uno de los narradores italianos más relevantes del siglo XX. Sobrino del también escritor Dino Montovani, ejerció como periodista después de dejar los estudios de derecho. Entra como aprendiz en el Corriere della Sera, donde pasará prácticamente toda su vida. Fue corresponsal de guerra.
Su obra maestra, sin duda, es El desierto de los tártaros (1940), aunque no podemos despreciar su arte narrativo en los relatos, donde fue prolífico. Destacaremos los conjuntos Los siete mensajeros (1942) y Sesenta relatos (1958).
Hombre renacentista, también se interesó por el teatro y la poesía, escribió libretos de música y era un apasionado de la pintura. Dejó una buena cantidad de obra inédita a su fallecimiento.
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DONATELLA CONTINI

27/12/2017

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PEDAZOS ROTOS
Personajes: Asistente social / Muchacha

Almiares, nenúfares y fachadas de catedrales pintados en momentos distintos y que cambian si cambia la luz. Monet pintaba el mismo motivo en las distintas horas del día, bajo cielos encapotados o despejados.
¿Y no podría hacerse como hacía él para un hecho difícil de explicar? Intentémoslo.
Una muchacha con el pelo al viento que sale corriendo. Ha dejado algo sobre la hierba. Un hatillo, un rollo de trapos que se mueve: su hijo. Nacido demasiado pronto, cuando ella misma es una niña.

Escena
Una habitación casi vacía de la que entra y sale la muchacha. Puede apagarse la luz entre un diálogo y otro.

Música. Después de lo ocurrido, primer diálogo entre la asistente social y la muchacha.
A.S. ¿No lo querías?
M. No lo sé, no pensaba en eso.
A.S. ¿No te gustan los niños?
M. ¡Oh, sí, mucho! (Pausa) Pero los de los demás.
A.S. ¿No te sentiste culpable de dejarlo allí solo en el suelo?
M. ¿Culpable por qué? Lo hice por su bien.
A.S. ¡Por su bien! ¿Qué quieres decir?
M. Mire, yo soy una chica despistada y rompo siempre todo. Cuanto más me regañan, más me pasa. Si me lo hubiese quedado, le habría pasado también a él.
A.S. (Turbada, mira por la ventana; le ofrece un cigarrillo) ¿Fumas?
M. (Riendo) No, no fumo. Pero usted no se prive, no me molesta.
A.S. Lo decía por ti, para que estuvieras cómoda. Dime: ¿quién te regaña si rompes algo?
M. ¡Oh, todo el mundo! Mamá, mis hermanos mayores y, cuando está, también mi padre.
A.S. ¿Tu padre falta a menudo?
M. Sabe, trabaja de noche. Por el día duerme. También por eso me regañan: si se me escapa un plato o golpeo una cacerola, se despierta.
A.S. ¿Y qué hace cuando se despierta?
M. Pues es un hombre muy bueno, sabe, pero si se le despierta, se vuelve malo; sale de la habitación con la cara roja y tambaleándose, como si no supiese caminar. Viene derecho hacia mí, porque sabe que soy yo la que siempre hace ruido. Y si no me escapo…
A.S. ¿Si no te escapas, qué sucede?
M. (Mira frente a sí con el rostro asustado) Si me pilla, con esas manos duras… Tiene las manos duras, sabe, como de madera. (Pausa) Cuando te pega es como si te diese con un palo.
A.S. ¿Y te ha pasado a menudo?
M. (Con aire satisfecho) No mucho. Sabe, he aprendido a escaparme.
A.S. ¿Y a dónde te escapas?
M. (Enumerando con seriedad) Lo mejor es esconderse debajo de sofá, yo estoy delgada y quepo bien, a él le cuesta agacharse, está muy gordo. Pero cuando no puedo… (Pausa) como, por ejemplo, cuando tenía la barriga, entonces es mejor irse de casa. Él va desnudo y despeinado (se echa a reír); le da vergüenza salir. Sabe, delante de los vecinos.
A.S. ¿Y a dónde vas cuando sales?
M. (Después de un breve silencio) ¿Tengo que decirlo?
A.S. Por supuesto, debes decirme toda la verdad. Yo estoy aquí para ayudarte.
M. ¿Para ayudarme? (Pausa) Ese es su trabajo, ¿no?
A.S. (Después de dudar un poco) Sí, es mi trabajo, pero contigo es especial. Tú me importas mucho.
M. ¿Más que los demás? ¿Por qué?
A.S. Porque eres muy joven y simpática, y no entiendo qué te ha llevado a…
M. Si ya se lo he dicho: tenía miedo de romperlo. ¿Puedo irme ya? Estoy cansada.
A.S. Está bien, vete. Nos vemos mañana a la misma hora.
DIÁLOGO SEGUNDO
 
M. (Se desabrocha el anorak, se sacude y extiende el pelo mojado) Llego tarde, perdone. ¡Cómo llueve!
A.S. No importa. Pero dime: ¿qué habrías hecho aquel día, si hubiese estado lloviendo? ¿Lo habrías dejado en el suelo igualmente, a tu niño?
M. No es ni niño. Yo no le pedí que viniera, no lo quiero.
A.S. (Con paciencia) No me has respondido: ¿lo habrías hecho igualmente, si hubiese estado lloviendo?
M. ¡Qué preguntas hace! ¿Qué tiene que ver la lluvia?
A.S. (Irritada) escucha, chiquilla, mira bien cómo respondes. ¿Te has levantado mal hoy?
M. Pues sí. ¿No ve cómo llueve? Qué tiempo más malo. El cielo está completamente nublado. Lloverá para siempre.
A.S. ¿Qué quieres decir con “siempre”? ¿Tanto miedo te da la lluvia?
M. No me da miedo, me pone triste. A veces sueño con ella y me siento completamente empapada y no puedo pararla…
A.S. Tú te sientes empapada. ¿Y él? ¿Lo habrías dejado bajo la lluvia, a tu niño?
M. ¡Pero qué tonterías! No estaba lloviendo. Además, (levantado la cabeza con descaro) si tanto lo quiere saber, sí, lo habría dejado. Y si se hubiera mojado, peor para él. (Se echa a llorar) En fin, ¿usted solo sabe preguntar?
A.S. Tienes razón. Yo también te voy a contar un sueño, un sueño opuesto al tuyo. Era una espléndida noche estrellada, con muchas estrellas, pero sin luna. Y la noche estrellada no terminaba nunca, no se hacía nunca de día. Estaban conmigo una dulce niña y un chiquillo rubio, y querían irse juntos. Yo los animaba: se parecían tanto, eran tan tiernos y rubios. Pero luego pensaba: ¿y si sucede algo?
¿Y si esperasen un hijo? Mientras tanto la oscuridad se había roto con una luz extraña, blanca, metálica, que habría durado pocas horas. Se notaba, se quedaba a la espera de la gran noche estrellada, inminente.
M. ¿De verdad ha tenido ese sueño o se lo inventa para entretenerme?
A.S. Lo he tenido de verdad, anoche, después de haber hablado contigo. Y ahora dime: ¿dónde vas cuando te escapas de casa?
M. (Sonriendo, con la voz un poco ronca) Voy a su casa y… jugamos juntos.
A.S. ¡Habéis jugado demasiado!
M. (Se levanta de golpe, resentida) Usted métase en lo suyo. Déjeme en paz. (Se va)
DIÁLOGO TERCERO
M. (Entrando deprisa) Hoy tengo poco tiempo. Tengo que ir al gimnasio. Dese prisa con sus preguntas.
A.S. Hoy no te haré preguntas. Eres tú la que me tiene que contar.
M. ¡Vaya novedad! Tengo que contar. ¿Y si no lo hiciese?
A.S. He hablado con tus padres. No se habían dado cuenta de nada. No saben dónde diste a luz.
M. Tonterías. Lo saben todo, siempre lo han sabido. Y di a luz en casa, mamá me ayudó.
A.S. Ya veo, se avergüenzan. (Pausa) Pero dime: ¿Cómo se lo tomaron?
M. (Riendo sarcásticamente) ¿Usted que cree? A golpes se lo tomaron, mire aquí, (se descubre un brazo para enseñarle los moratones) y si viese la espalda…
A.S. ¿Fueron ellos los que te dijeron que te deshicieras de él?
M. No, eso no. No lo dijeron, pero con ellos no me podía quedar. No con el niño, eso lo entiendo hasta yo. (Pausa) Por eso me lo llevé fuera.
A.S. Te lo llevaste fuera. Y cuando volviste sin el niño, ¿qué te dijeron?
M. Nada. Mamá me dio una taza de chocolate como cuando era pequeña. Está muy bueno el chocolate a la taza. ¿A usted le gusta?
A.S. Sí, mucho. ¿Pero no te preguntaron dónde lo habías dejado?
M. No, no me preguntaron nada. Pero mamá me ayudó, sabe, a quitarme la leche. 
A.S. Ajá, tu madre te ayudó. ¿Y tu padre?
M. A él casi no lo he visto. Me evita, sabe, ahora ya no me grita ni me pega. Pero el otro día en la mesa, mientras me tomaba la sopa lo vi con el rabillo del ojo, mirándome.
A.S. ¿Y cómo te miraba? ¿Con cariño?
M. No, no lo sé. Parecía asustado.
 
Música.
DIÁLOGO CUARTO

M. (Ofendida y enfadada) ¿Ve lo que pasa hablando con usted? Les ha causado problemas a mis padres. ¡Ellos no tienen nada que ver, no sabían nada! Lo hice yo todo sola.
A.S. Pero si ayer decías…
M. Lo que dije ayer no importa, y no me acuerdo. Hoy hace sol, ¿ha visto qué sol más bonito? Se siente una distinta con el sol.
A.S. Entonces, ¿no sabían nada? Y no tenían ojos, no te veían…
M. Me hace perder la paciencia, sabe. ¿Qué podían hacer ellos si yo engordaba? (Con una sonrisilla burlona) Se ve que comía demasiado.
A.S. Ahora soy yo la que pierde la paciencia. Qué crees, ¿qué puedes tomarme el pelo? Si no quieres hablar conmigo, bien sé lo que hay que hacer. Y no será agradable.
M. Venga, no se enfade. Estaba bromeando. ¿Qué quiere saber hoy?
A.S. Quiero saber si fue por su culpa por lo que no te quedaste con tu hijo. Si tenías miedo…
M. ¡Hijo! ¿Qué hijo? Yo no tengo hijos.
A.S. (Serenamente) Eres una inconsciente. No quieres entenderlo: ¿eres así o te lo haces?
M. Soy así, me lo hago… ¡Qué quiere que sepa yo! Le diré otra cosa en cambio, oiga: en la televisión dijeron que en ciertas tribus africanas las niñas hacían el amor, sabe, en cuanto tenían la menstruación, y después venían los bebés, y no se sabía de quiénes eran, y se encargaba de ellos la tribu, no ellas.
A.S. Pero tú no vives en una tribu, y sabes que quién es el niño.
M. Yo soy muy despistada, y… no quiero decirle de quién es, si no lo molesta también a él.
A.S. Está bien. Dime solo esto: ¿es un chiquillo como tú?
M. (Canturreando) Quién será, quién no será, quien lo sabe no lo dice, quien lo dice no lo sabrá.
A.S. (Molesta) ¡Ya está bien! Déjalo ya.
M. Ale, ya me porto bien. (Se pone en actitud de espera) Dígame: la escucho.
A.S. (Decidida, levantándose primero) No, por hoy ya está bien. Nos vemos mañana.
DIÁLOGO QUINTO

A.S. ¿Y en el colegio como te encuentras?
M. Hace mucho que no voy. Sabe, por la barriga, para que no se supiera. (Se echa a reír) ¡Inútil! Se han enterado todos.
A.S. Y antes, ¿te gustaba ir?
M. Sí y no, me gustaba estar con los compañeros, pero los profesores no me gustaban. Me miraban mal, siempre me reñían.
A.S. ¿Te reñían solo a ti?
M. No, a los demás también, pero menos. Sabe, yo no estudiaba.
A.S. ¿Y por qué no estudiabas?
M. No lo sé. No me apetecía… y además ya se lo dije; soy muy distraída.
A.S. ¿Y por eso te llevabas las reprimendas?  
M. ¡Oh, no solo por eso! Sabe, en clase, cuando teníamos que estar atentos, yo gastaba bromas, los compañeros se reían y el profesor se enfadaba.
A.S. ¿Gastabas bromas para llamar la atención?
M. No lo sé. Las gastaba y punto.
A.S. Y ahora ¿echas de menos el colegio? ¿Quieres volver?
M. Claro, sin la barriga me tocará volver.
A.S. (Maliciosamente) A lo mejor, si te hubieras quedado con el niño…
M. (Riendo) ¡Ir al colegio con el niño! ¡Entonces sí que se habrían reído! (de pronto, seria) Se habrían reído todos sin tener que gastar bromas.
A.S. (Con tristeza) Ya, lo entiendo.
Breve pausa de silencio.
A.S.  ¿Cuándo eras pequeña, tú jugabas con muñecas?
M. No, corría detrás de mis hermanos para jugar con ellos.
A.S. ¿Y nunca has tenido una muñeca?
M. Sí, una vez me regalaron una, pero la tuve poco tiempo; se me cayó al barro y se estropeó. (Dolorosamente) Mis hermanos se reían, se reían… como cuando iba por ahí con la barriga. (Pausa) Después la recogieron y la rompieron en pedazos. Yo lloraba. (Pausa) Mi muñeca tenía un chupete en la boca y… se parecía al niño.
A.S. ¿Quieres decir a tu niño?
M. Sí, a ese niño.

Música.

DIÁLOGO SEXTO

M. (Con el rostro alterado) ¿Ha visto qué cielo hay hoy? Está oscuro, da miedo.
A.S. ¿Te encuentras bien? Estás un poco pálida.
M. Lógico: me han pegado.
A.S. ¿Quién ha sido? ¿Tu padre?
M. ¡Qué va! Él ahora está muy suave. Ha sido mi novio, y por culpa suya.
A.S. ¿Por qué por mi culpa?
M. Le dije que usted hace muchas preguntas.
A.S. ¿Y él te ha pegado?
M. Sí, así aprendo lo que pasa cuando se habla.
A.S. Pero tú no me has dicho nada de él.
M. No podía, si no me pega; fue él el que me dejó aquellas señales en el brazo y en la espalda.
A.S. No lo entiendo; me dijiste que había sido tu padre…
M. En cambio ahora le digo que fue él.
A.S. ¿Él, quién?
M. Mi novio, ¿quién si no?
A.S. ¿Es mayor que tú?
M. No, es más fuerte, tiene unas manos duras…
A.S. ¿Como tu padre?
M. ¡Qué pinta mi padre! Él ni siquiera me toca.
A.S. Está bien; cambiemos de tema. ¿Por qué te da tanto miedo el cielo oscuro?
M. ¿A usted le gusta? ¿No siente cómo pesa? Si quisiera, podría caer sobre nosotros y aplastarnos. (Pausa) Por lo menos a mí me aplastaría seguro.
A.S. ¿Y a los demás no? ¿No nos aplastaría a todos?
M. No, a los demás no se les caen las cosas, están más atentos los demás. Saben lo que hacen.
A.S. (Casi conmovida) ¿Quién dice eso? A lo mejor son como tú y no lo sabemos.
M. (Riendo) ¡Esa sí que es buena! ¡Como yo!
A.S. (Está un momento en silencio mirando fijamente a la muchacha, entonces lo intenta) ¿Quieres que vaya a conocer a tu amigo, que hable yo un poco con él?
M. Así luego me mata a golpes. ¡Bonito resultado!  
A.S. ¿Por qué estás con él si te pega?
M. (Soñadora) Es muy guapo, y fuerte y amable.
A.S. ¿Amable?
M. Sí, cuando quiere, sabe ser amable. (Con una sonrisa de felicidad) Ya verá como esta noche me trae flores para que le perdone. También cuando di a luz me regaló muchas flores.
A.S. Y después te dijo que abandonaras al niño.
M. ¡Que no! Él no dijo nada. Fui yo, solo yo.
A.S. Ya, me olvidaba; lo hiciste todo sola.
M. Exacto. Y ahora déjelos a todos en paz; a papá y a mamá, y a mis hermanos y a mi novio. Ellos no tienen nada que ver, no han hecho nada malo.
A.S. (Con algo de esperanza) ¿Y tú qué has hecho?
M. Yo dejé al niño sobre la hierba porque estaba cansada de tenerlo en brazos, me pesaba.
A.S. ¿Y si no lo hubiera encontrado nadie? ¿Si hubiera muerto de frío o de hambre?
M. Qué quiere que le diga. Si era su destino… (Sacude la cabeza) Pero no, siempre pasa alguien por el parque. Lo encontraron enseguida.
A.S. ¿Cómo lo sabes? ¿Te escondiste por allí cerca?
M. No, me acababa de alejar un poco; vi cómo lo cogían.
A.S. ¿Y te sentiste bien?
M. (Con tono provocativo) Sí, siempre está bien limpiar los jardines.
A.S. ¡Pero qué dices, era tu hijo!
M. Déjelo. Se lo dije; yo no tengo hijos.
DIÁLOGO SÉPTIMO

M. (Entra dando saltos) ¡Buenos días!
A.S. ¿Estás contenta hoy?
M. ¿No ha visto qué buen tiempo? Hace una brisa ligera: ya es primavera.
A.S. Llevas razón; he visto los primeros brotes en los árboles y (intencionadamente) también las primeras margaritas en el césped. He pasado por el jardín donde…
M. (Advirtiendo la alusión) Usted siempre piensa en lo mismo: está obsesionada.
A.S. ¿Y tú no? ¿Te has olvidado?
M. Yo olvido pronto, en cuanto puedo.
A.S. A lo mejor quieres olvidar, pero no puedes.
M. De todas maneras, tengo yo razón; es primavera.
A.S. (Sonriendo) Sí, en eso llevas razón. ¿Cómo fue con tu novio?
M. Bien, como siempre. Es muy atento.
A.S. ¿También cuando te pega?
M. (Convencida) Él no me pega nunca.
A.S. Ayer te había pegado.
M. ¿En serio? No me acordaba.
A.S. ¿Y las señales en el brazo y en la espalda?
M. ¡Ah, poca cosa, ya casi no se notan!
A.S. Mejor así. (Pausa) ¿Lo conoció él, al niño?
M. Sí, creo que se lo llevé.
A.S. ¿Y qué dijo? ¿Le gustó?
M. Sí, dijo que era un niño guapo. (Riendo) Le puso un dedo en la boca y él lo chupaba.
A.S. ¿Y qué dijo después?
M. ¿Después de qué?
A.S. Después de que lo dejaras en el césped.
M. No sé, nada, me parece, no hablamos más de eso.
A.S. (Indignada) ¡Y ahora esta! No habéis hablado del asunto. ¿Ni antes ni después?
M. No, no había por qué; él sabe siempre lo que voy a hacer. Lo adivina.
A.S. Entonces lo sabía.
M. No he dicho que lo supiera, he dicho que lo adivina. Por eso nos queremos mucho. Él me entiende y me acepta como soy. No me regaña.
A.S. Pero el niño era suyo también, y tú decidiste sola.
M. ¡Ya estamos! Claro, era yo la que sentía el peso del niño en mis brazos, no él. ¿Y si se me hubiese caído?
A.S. ¿Por eso lo dejaste en el suelo? ¿Para que no se te cayera?
M. Sí, creo que sí, no solo pesaba, también se movía, no se estaba nunca quieto.
A.S. ¿Y tú tenías miedo de que se te resbalara de los brazos?
M. Sí, debe de haber sido así; tenía miedo. Era un niño bonito, no quería que se estropeara también él.
A.S. Los niños no son tan frágiles como una taza.
M. Pero si se caen, se hacen daño. No da gusto hacer daño a un niño.
A.S. ¿Y no te disgusta no tenerlo ya? ¿No lo echarás de menos?
M. ¡Echarlo de menos! Pero qué dice. Casi no lo conocía.
A.S. ¡Si lo habías llevado dentro de ti durante nueve meses!
M. (Terca) Pero no le pedí que saliera. ¡Fue él el que quiso salir!
A.S. (Cada vez más confusa) ¿Qué querías? ¿Llevarlo dentro años como los elefantes?
M. No sé qué quería; solo sé que pesaba y se movía y podía caerse. No me dejaba en paz.
A.S. ¿Y ahora? ¿Te sientes en paz ahora?
M. Ahora estoy otra vez como antes. Como antes de esperar el niño, quiero decir. Vuelvo a estar delgada como antes. (Pausa, después con la cabeza alta, ahogando un sollozo) Y si se me cae algo, no pasa nada. No me hace sufrir.
Música
En la última escena la muchacha está sola y sostiene en las manos una muñeca-bebé con el chupete en la boca.
M. La loca esta me ha regalado una muñeca. Quién sabe por qué. Mirad aquí. (La muestra al público) Pero está bien hecha, ¡parece de verdad! (Pausa, después con rabia) ¡Esto es lo que hago yo con la muñeca! (la coge por los pelos y se los arranca, después le gira el cuello como se hace con los pollos y le quita la cabeza) ¿Habéis visto? Ahora los brazos y las piernas. (Se los arranca y los deja caer) ¿Qué queda? (Mira el tronco y lo tira lanzándolo) ¡Qué horror! (Se tapa los ojos y dice en voz baja) Parece el cuerpo de aquel niño… (Pausa) ¿Por eso me ha regalado la muñeca? Pero… ¡Qué se cree! ¿Qué voy a cambiar de idea? ¡Por una muñeca! (Silencio, después con una decisión imprevista se agacha a recoger la cabeza y le saca el chupete de la boca) Esto me lo quedo. (Se ríe, se lo pone en la boca y se va corriendo)
Música
Durante un momento la luz de un foco ilumina los restos de la muñeca, esparcidos por el suelo. Después se hace la oscuridad.

Traducción: Luz Ayuso Blázquez
Imagen
DONATELLA CONTINI (Roma). Dramaturga y narradora, se gradúa en Florencia con Giuseppe de Robertis. Debuta, avalada por Anna Banti, en la revista Selvaggio, de Mino Maccari. En 1991 publica Del colore del Rio de la Plata, colección de relatos. Desde entonces, ha reunido siete volúmenes. Que fueron reunidos en una minuciosa edición de 2008 por Marino Biondi. Entre 1998 y 2007 se representan una docena de obras dramatúrgicas por las principales ciudades italianas. En 2012 publica In tre tempi, novela autobiográfica. Sus últimos libros de relatos han sido L’impronta (2014) y Ombre in fuga (2016).
Pedazos rotos aparece en 2005, en el libro Dialoghi in scena. Cocci rotti e figlio di re. Se encuentra inédito en español (que sepamos).

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ERNEST HEMINGWAY

28/11/2017

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UN VIEJO EN EL PUENTE
      Un viejo con lentes de montura de acero y la ropa muy polvorienta estaba sentado a un lado de la carretera. Había un pontón sobre el río y carros, camiones, y hombres, mujeres y niños lo estaban atravesando. Los carros tirados por mulas se tambaleaban al salir por la orilla empinada del puente con la ayuda de unos soldados que empujaban los radios de las ruedas. Los camiones partían de él levantando polvo y los campesinos lo cruzaban lentamente con el polvo hasta los tobillos. Pero el viejo estaba allí sentado sin moverse. Estaba demasiado cansado para continuar.
Mi cometido consistía en atravesar el puente, explorar más allá de su cabecera y averiguar hasta qué punto el enemigo había avanzado. Hice esto y volví hasta el puente. Ya no había tantos carros ni tanta gente a pie, pero el viejo seguía allí.
     -¿De dónde viene?- le pregunté.
     -De San Carlos- dijo-, y sonrió.
     Ese era su pueblo natal, por eso le complacía mencionarlo y sonreía.
     -Yo estaba al cuidado de los animales- explicó.
     -Ah- dije sin entender muy bien.
     -Sí- dijo-, me quedé, sabe usted, cuidando de los animales. Fui el último en abandonar el pueblo de San Carlos.
    No tenía aspecto de pastor ni de vaquero y miré su polvorienta ropa negra y su polvoriento rostro gris y sus lentes de montura de acero y dije:
     -¿Qué animales eran?
     -Diversos animales- dijo, y sacudió la cabeza. - Tuve que dejarlos.
     Yo observaba el puente y el paisaje africano del Delta del Ebro y me preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta que viéramos al enemigo, y al mismo tiempo estaba atento a los primeros sonidos que indicaran ese siempre misterioso hecho llamado contacto, y el viejo seguía allí sentado.
     -¿Qué animales eran?- pregunté.
     -Eran tres en total- explicó. -Había dos cabras y un gato, y además había cuatro pares de palomas.
     -¿Y tuvo que dejarlos?- pregunté.
     -Sí. Por la artillería. El capitán me dijo que me fuera por culpa de la artillería.
     -¿Y no tiene familia?- pregunté, mirando hacia el final del puente donde los últimos pocos carros se apresuraban por la cuesta de la orilla.
     -No- dijo-, solo los animales que he mencionado. El gato, claro, estará bien. Los gatos saben cuidarse solos, pero no sé qué será de los otros.
     -¿De qué bando es?- pregunté.
     -De ninguno- dijo-, tengo setenta y seis años. He recorrido doce kilómetros y creo que ya no puedo seguir más.
    -Este no es un buen lugar para pararse- dije-, si puede, hay camiones más arriba, en la carretera que se desvía a Tortosa.
     -Esperaré un poco- dijo, y luego me iré. ¿Hacia dónde van los camiones?
     -Hacia Barcelona- le dije.
     -No conozco a nadie en esa dirección- dijo-, pero muchas gracias. De nuevo se lo agradezco mucho.
     Me miró con aire inexpresivo y cansado, luego dijo, en la necesidad de compartir su preocupación con alguien: -el gato estará bien, estoy seguro. No hay por qué preocuparse por él. Pero los demás, ¿Qué piensa usted de los demás?
     -Por qué, probablemente saldrán adelante.
     -¿Usted cree?
     -¿Por qué no?- dije, mirando la orilla lejana donde ya no había ningún carro.
     -Pero, ¿qué harán bajo la artillería si a mí me dijeron que me fuera por su culpa?
     -¿Dejó la jaula de las palomas abierta?- pregunté.
     -Sí.
     -Entonces saldrán volando.
     -Sí, seguro que saldrán volando. Pero los otros, mejor no pensar en los otros, dijo.
     -Si ya ha descansado yo he de irme- le urgí. -Levántese e intente caminar ahora.
     -Gracias- dijo, y se puso en pie, se balanceó de lado a lado y volvió a caer sentado sobre el polvo.
     -Estaba a cargo de los animales- dijo tristemente, pero no ya a mí. –Solo estaba cuidando de los animales.
    No se podía hacer nada más por él. Era domingo de Pascua y los fascistas avanzaban hacia el Ebro. Era un día plomizo con el cielo bajo, por lo que no había aviones. Eso, y el hecho de que los gatos saben cuidarse solos, constituían toda la buena suerte que el viejo tendría jamás.
Traducción: Luz Ayuso
Imagen
ERNEST HEMINGWAY (1899-1961). A estas alturas, la vida de Hemingway es más célebre que su obra, lo que supone un error de bulto. Hay hasta gifs de él, pimplando. Así nos luce el pelo. Fue premio Pulitzer en 1953 con una de sus más reconocidas obras, El viejo y el mar, y recibe el Nobel de literatura al año siguiente. Acabó suicidándose, suponemos que debido a los dolores y sufrimientos que acarreaba por dos accidentes aéreos que vivió en poco tiempo. En USA se le quiere con la boca chica, por sus retratos cubanos, tema tabú hasta no sabemos cuándo.
Gracias al éxito de sus novelas (casi todas llevadas al cine), lo mejor de su producción, sus relatos, están hoy en un segundo plano. No es mala idea rescatarlos. Sobre todo, si tenemos en cuenta que su influencia en la narrativa norteamericana posterior (incluso en la de todo el mundo) se debe al estilo particular que imprimió a sus narraciones cortas.
El cuento “El viejo en el puente” es uno de los más queridos y, quizás por su brevedad, divulgados en la actualidad. Lo escribió en 1938. En una guerra absurda que conoció de primera mano.
En el siguiente enlace, puede escucharse el cuento original.

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    TRADUCCIONES

    El Coloquio de los Perros.
    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856

    ANTOLOGÍA PALATINA
    1. ANACREÓNTICA

    THE BOOK OF KELLS

    AL HAZMI, ALI

    ANDRADE (DE), EUGENIO 

    ANGELOU, MAYA

    BERT, BENG


    BERTRAND, ALOYSIUS

    BHATTACHARYA, DEEPANKAR

    BIANU, ZENO


    BLANCHARD, MAURICE

    BLANDIANA, ANA

    BOUCHET, ANDRÉ (DE)

    BOURSON, GILBERT

    BOUVIER, NICOLAS

    BRODA, MARTINE

    BROWN, STACIA L.

    BUZZATI, DINO

    CALVET, VINCENT

    CAPRONI, GIORGIO

    CARDOSO, RENATO F.

    CASTRO (DE), MANUEL

    CÉSAR, ANA CRISTINA

    CHAMBON, JEAN-PIERRE

    CHAVAL

    CHESTERTON, G. K.

    CONTINI, DONATELLA

    CORSO, GREGORY

    COUTO, MIA

    COUTO, MIA [POEMAS]

    DEGUY, MICHEL

    DELANEY SPEAR, SUSAN

    DELERM, PHILIPPE

    DIMKOVSKA, LIDIJA

    DOMIN, HILDE

    DOMINIQUE ANÉ

    DOMINIQUE ANÉ [OKLAHOMA 1932]

    DRUMMOND DE ANDRADE, CARLOS

    DUPIN, JACQUES

    ELIOT, GEORGE

    ESPAGNOL, NICOLE

    ESPANCA, FLORBELA

    FERREIRA, VERGÍLIO

    FOLLAIN, JEAN

    GARCIA, JUAN

    GINSBERG, ALLEN

    GONZÁLEZ LAGO, DAVID

    GOZIS, GEORGE

    HAM, NIELS

    HAUTECLOCQUE, XAVIER (de)

    HÉLDER, HERBERTO

    HEMINGWAY, ERNEST

    HIERRO LOPES, BEATRIZ

    HIGHTOWER, SCOTT

    HOGUE, CYNTHIA

    IGLESIAS, XOSÉ

    JUDICE, NUNO

    KALÉKO, MASCHA

    KANDEL, LENORE

    KEROUAC, JACK

    KHAÏR-EDINNE, MOHAMMED

    KHENSIN, SUMITAKU

    KINNELL, GALWAY

    LACERDA, ALBERTO (de)

    LAYOS, ILÍAS

    LÉVIS MANO, GUY

    LUCA, GHÉRASIM

    LUCIE-SMITH, EDWARD

    MAULPOIX, JEAN-MICHEL

    MAWGOUD, MONTASER ABDEL


    MERWIN, W. S.

    MICHAUX, HENRI

    MIERMONT-GIUSTINATI, ADELINE

    MILTON, JOHN

    MOORE, MARIANNE

    MORENO, ANNA

    NAPORANO, FERNANDO

    NERVAL, GERARD (de)

    NILO NUNES, LUIZA

    OLIVEIRA (DE), ALBERTO

    PESSANHA, CAMILO

    PESSOA, FERNANDO

    PINTO DE AMARAL, FERNANDO

    PLATH, SYLVIA

    POZZI, ANTONIA

    PRÉVERT, JACQUES

    PROUST, MARCEL

    QUINTANA, MÁRIO

    RAMBOUR, JEAN-LOUIS

    RAMOS ROSA, ANTÓNIO

    RAMOS ROSA, GISELA GRACIAS

    RATROUT, FAHKRY

    RILKE, RAINER MARIA

    RODRÍGUEZ-MIRALLES, JORGE

    SANDA, PAUL
    SCHEHADÉ, GEORGE
    SEXTON, ANNE
    SOLWAY, DAVID
    TABORDA DUARTE, RITA
    TARKOVSKI, ARSENI
    TEASDALE, SARA
    TISSOT, MARLÈNE
    TZARA, TRISTAN
    VALÉRY, PAUL
    VAN OSTAIJEN, PAUL
    VANDERCAMMEN, EDMOND
    VIAN, BORIS
    VILLIERS DE LISLE-ADAM, AUGUSTE
    WALDROP, KEITH
    WILDE, OSCAR

    HEMEROTECA
    AMARAL, ANA LUISA
    LOPEZ-MUGURTZA, JUANKAR

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    Adeline Miermont-giustiniati
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    El Coloquio De Los Perros
    En Las Entrañas De La Alemania Nazi
    Enrique Morales
    Ernest Hemingway
    Eugenio De Andrade
    Fernando Juliá
    Fernando Moldenhauer Ruiz
    Fernando Naporano
    Fernando Pessoa
    Fernando Pinto De Amaral
    Florbela Espanca
    Galway Kinnell
    George Eliot
    George Gozis
    George Schehade
    Gerard De Nerval
    Gherasim Luca
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    Gregory Corso
    Guada Ruiz Fajardo
    Guy Levis Mano
    Hamid Herischi
    Henri Michaux
    Henry Wadsworth Longfellow
    Herberto Helder
    Hogue
    Isaac Lopez
    Itzel Corona Villar
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    Jacques Prevert
    Javier Merida
    Jean Cayrol
    Jean Follain
    Jean Garamond
    Jean-louis Rambour
    Jean-pierre Chambon
    Jorge Rodriguez-miralles
    Jose Luis Fernandez De Albornoz
    Juan De Dios Garcia
    Juankar Lopez-mugartza
    Juan Manuel Conesa Navarro
    Juan Manuel Portillo
    Jules Supervielle
    Keith Waldrop
    Kris Delcroix
    Laura Mongiardo
    Laurence Bouvet
    Leonore Kandel
    Lidija Dimkovska
    Lourdes Arenas Mazo
    Lucia Uria
    Lucy Leite
    Luiza Nilo Nunes
    Luz Ayuso
    Manuel Angel Gomez Angulo
    Manuel De Castro
    Manuel Puertas Fuertes
    Marcel Proust
    Marianne Moore
    Marie-claire Bancquart
    Mario Quintana
    Marlene Tissot
    Mascha Kaleko
    Maurice Blanchard
    Mawgoud
    Maya Angelou
    Mia Couto
    Miguel Angel Real
    Miguel-angel Real
    Miguel Catalan
    Mohamed Ahmed Bennis
    Montaser Abdel Mawgoud
    Natalia Carbajosa
    Natalia Velasco Urquiza
    Nicolas Bouvier
    Nicole Espagnol
    Nina Berberova
    Nina Kossman
    Nuno Júdice
    Oscar Paul Castro
    Oscar Wilde
    Pablo Franco Ortega Torres
    Paul Sanda
    Paul Valery
    Paul Van Ostaijen
    Pedro Sanchez Sanz
    Philippe Delerm
    Pierre Mac Orlan
    Rainer Maria Rilke
    Raisa Blokh
    Rambour
    Raquel Madrigal Martinez
    Rilke
    Roberto Bernal
    Robinson Jeffers
    Rustam Behrudi
    Saint Pol Roux
    Sandra Santos
    Sankara Pillai
    Sara Teasdale
    Scott Hightower
    Sergio B. Landrove
    Stacia L Brown
    Susan Delaney Spear
    Sylvia Plath
    Tatuxanym Myunusova
    The Book Of Kells
    Tristan Tzara
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