EL COLOQUIO DE LOS PERROS
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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

TRADUCCIONES

MUESTRARIO DE OTRAS LITERATURAS POSIBLES

HILDE DOMIN

29/8/2022

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PAISAJE CAMBIANTE
 
Se ha de saber partir,
mas ser como un árbol:
como si la raíz permaneciera en la tierra,
como si cambiara el paisaje pero quedáramos firmes.
Se ha de contener la respiración
hasta que el viento amaine
y el aire foráneo comience a girar a nuestro alrededor,
hasta que el juego de luz y sombras,
de verde y azul,
adquiera el antiguo patrón
y estemos en casa,
dondequiera que sea,
y nos podamos sentar y recostar
como si fuera sobre la tumba
de nuestra madre.
ZIEHENDE LANDSCHAFT
 
Man muss weggehen können
und doch sein wie ein Baum:
als bliebe die Wurzel im Boden,
als zöge die Landschaft und wir ständen fest.
Man muss den Atem anhalten,
bis der Wind nachlässt
und die fremde Luft um uns zu kreisen beginnt,
bis das Spiel von Licht und Schatten,
von Grün und Blau,
die alten Muster zeigt
und wir zuhause sind,
wo es auch sei,
und niedersitzen können und uns anlehnen,
als sei es an das Grab
unserer Mutter.
Copyright: Hilde Domin Ziehende Landschaft 
© S. Fischer Verlag GmbH, Frankfurt am Main, 1987. All rights reserved by S. Fischer Verlag GmbH.


Traducción y nota: LUCÍA URÍA FERNÁNDEZ


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HILDE DOMIN (Colonia, 1909 - Heidelberg, 2006). Publicó su primer libro de poemas Solo una rosa como apoyo (poemario del que se ha extraído el poema traducido), cuando ya contaba cincuenta años. Un debut tan tardío no le impidió convertirse en uno de los grandes valores de la lírica alemana y recibir importantes premios (Premio Friedrich Hölderlin, Premio literario de la Fundación Konrad Adenauer). Junto a varios volúmenes de poesía --Rückkehr der Schiffe (1962), Hier (1964), Ich will dich (1970)—, su obra incluye cuentos, ensayos y la novela en segmentos Segundo paraíso. Nacida como Hildegard Löwenstein en el seno de una familia burguesa judía, estudió Derecho, Filosofía y Ciencias Políticas en Heidelberg, huyó a Italia con el alce del nazismo para, al poco tiempo, tener que exiliarse con su marido, primero, en Inglaterra y, después, en la República Dominicana. Allí Hilde Palm inició su labor poética como consecuencia de una fuerte crisis personal. En homenaje al país que la acogió durante catorce años, adoptó Domin como pseudónimo literario. En 1954, tras 22 años en el exilio, regresó a Alemania. Su conexión con España fue muy fuerte: en sus largas estancias trabó amistad con numerosos escritores, realizó traducciones y dio a conocer la poesía española en Alemania. Su lírica intimista está, además, fuertemente influenciada por la poesía española.
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ANA LUISA AMARAL

8/8/2022

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Voces
 
Eterno este instante: el día claro,
los colores de la casa dibujadas en raso aguado,
castaños y rojos casi en declive,
limpísimas las ventanas, de cristales muy honestos.
Este instante que fue y ya no es, apenas puse el bolígrafo
en el papel: eterno
 
Soñé contigo, desperté al pensar
que todavía eras, como lo es esta ventana,
como el cuerpo obedece a este viento caliente, y es ágil,
pero todo: tan confuso como los sueños
 
Ahora, en este instante, recuerdo la sensación
de cuando estabas, el roce.
No distingo los contornos de mi sueño, no sé
si era una casa, o un pedazo de aire.
La memoria limpísima es tuya,
y todo lo cubre, trayendo azul y sol a esta plaza
donde me siento, justo en la esquina,
como las casas
 
Y ahora, tu caminar
acabó de pasar justo a mi lado, igual,
y ahora se multiplica en las mesas y las sillas
que llenan calle y plaza,
y te veo frente a mí en el cristal,
más real que este instante, y si Brueghel te viera,
te pintaba, exactísima y aquí mismo.
y estarías más cerca de lo eterno
 
(Yo, que no sé nada más, salvo el fulgor de lo breve,
yo, te daría palabras —)
Vozes
 
Eterno é este instante, o dia claro,
as cores das casas desenhadas em aguada rasa,
castanhos e vermelhos quase em declive,
as janelas limpíssimas, de vidros muito honestos.
Este instante que foi e já não é, mal pousei a caneta
no papel: eterno
 
Sonhei contigo, acordei a pensar
que ainda eras, como é esta janela,
como o corpo obedece a este vento quente, e é ágil,
mas tudo: tão confuso como são os sonhos
 
Agora, neste instante, recordo a sensação
de estares, o toque.
Não distingo os contornos do meu sonho, não sei
se era uma casa, ou um pedaço de ar.
A memória limpíssima é de ti
e cobriu tudo, e trouxe azul e sol a esta praça
onde me sento, organizada a esquadro,
como as casas
 
E agora, o teu andar
acabou de passar mesmo ao meu lado, igual,
e agora multiplica-se nas mesas e cadeiras
que cobrem rua e praça,
e eu vejo-te no vidro à minha frente,
mais real que este instante, e se Bruegel te visse,
pintava-te, exactíssima e aqui.
E serias: mais perto de um eterno
 
(Eu, que nada mais sei, só o fulgor do breve,
eu dava-te palavras —)
Traducción: Ángel Manuel Gómez Espada
[Extraido del num, 29, 2011]


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ANA LUISA AMARAL (Lisboa, Portugal, 1956). Fue Doctorada en Literatura norteamericana, con una tesis sobre Emily Dickinson. Ha publicado cinco libros de poemas: Mi señora de qué (1990), Cosas del partir (1993), Epopeyas (1994), Muchos los caminos (1995), A veces el Paraíso (1998) y Si fuese un intervalo (2009). Junto a Ana Gabriela Macedo escribió el Diccionario de crítica feminista. También se la reconoce como autora de literatura infantil. En Italia ha recibido el prestigioso premio Giuseppe Acerbi.
El poema que damos a conocer apareció este verano en el diario portugués Publico, siendo inédito en libro hasta la fecha.
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G. K. CHESTERTON

7/8/2022

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LAS AVENTURAS DEL MAYOR BROWN
        Rabelais, o el valentísimo ilustrador Gustav Dore, deben haber tenido algo que ver con el diseño de aquellas edificaciones llamadas departamentos en Inglaterra y en América. Hay algo gargantuanesco en la idea de economizar el espacio montando casas una encima de otra, contrapuertas y demás. Entre el caos y complejidad de las calles cualquier cosa puede residir o suceder, es así como en una de ellas, yo creo, nuestro investigador pudo encontrar las oficinas del “Club de los raros oficios”. Puede pensarse, a primera vista, que el nombre podría atraer o espantar a los transeúntes, pero en estas oscuras colmenas de fríos almacenes ya nada puede espantar y mucho menos atraer. El transeúnte solo busca el fin de su propia melancolía, la agencia de envíos Montenegro, o las oficinas de Londres de Rutland Sentinel, y camina entre los corredores de luna llena como alguien que pasa por los de un demacrado sueño. Si hubiese matones que establecen una compañía de asesinos a sueldo en uno de los grandes edificios de la calle Norfolk y envían un suave hombre de gafas a responder las peticiones y contratos, no habría negocio en absoluto. Y el “Club de los oficios raros” reina en una gran torre escondida como un hueso en una gigantesca montaña de fósiles.
         La naturaleza de esta sociedad, como luego pudimos descubrir, se expone de manera simple y prontamente. Es un club excéntrico y bohemio, en el que la única condición para la membresía es la siguiente: que el aspirante haya sido capaz de inventar el método que solventa su existencia. Este debe ser un oficio totalmente nuevo. El significado exacto de este requerimiento se explica en dos reglas principales. Primero, este no debe ser una variación, ni simple aplicación de un oficio ya existente. Así, por ejemplo, el club no aceptaría a un agente de seguros que en lugar de asegurar la mueblería de un hombre contra incendios, aseguraría, digamos, sus pantalones contra la mordida de un perro. El principio (como Sir Bradcock Burnaby-Bradcock, en un elocuentísimo y extraordinario discurso brindado en el club por motivo de esta pregunta, lo dijo graciosa y penetrantemente) es el mismo. En segundo lugar, el oficio debe tener un fin comercial y un margen de ganancia para el candidato. Por esto el club no aceptaría a un hombre que se dedica simplemente a recoger latas rotas de sardina, a menos que pudiese manejar un eficiente negocio de ese pasatiempo. El profesor Chick dejó eso bastante claro. Y cuando uno descubre cuál fue el oficio que el profesor Chick inventó ya no sabe si reír o llorar.
          El descubrimiento de esta extraña sociedad fue curiosamente refrescante; darse con la existencia de diez nuevos oficios en el mundo era como observar un barco por primera vez. Hacía que un hombre se sintiera como un hombre debe sentirse, como si todavía viviese en la infancia del mundo. Que haya encontrado tan singular institución fue, puedo decir sin atisbos de vanidad, no del todo singular, porque tengo la manía de pertenecer a cuantas sociedades sea posible: puede que me hayan dicho que coleccionaba clubes, y que había acumulado una vasta y fantástica variedad de especímenes desde entonces. En mi más audaz juventud coleccioné el Ateneo completo. Algún otro día, tal vez, podría contar algunas otras historias de las sociedades a las que pertenecí. Podría contarles algunas acciones dadas en la “Sociedad de zapatos de hombres muertos” (esa superficialmente inmoral, pero necesaria comunión); explicaré el curioso origen del “Gato y Cristiano”, el nombre que ha sido muchas veces vergonzosamente mal interpretado; y el mundo finalmente sabrá por qué el “Instituto de Escritores” se fusionó con la “Liga de tulipanes rojos”. De las “Diez tazas de té” no me atrevo a decir una sola palabra.
        La primera de mis revelaciones, de cualquier modo, tendrá relación con el “Club de los raros oficios”, el cual, como ya dije, era único en su clase, con el cual estaba destinado a toparme tarde o temprano por el singular pasatiempo que tenía. La intrépida juventud citadina me llama “El rey de los clubes”. También escuchaba que me llamaban “Querubín”, en alusión a la rojiza y juvenil apariencia que presentaba en mis años de recientes. Yo solo espero que las almas condenadas al más allá tengan comidas tan buenas como las mías. Pero el hallazgo del “Club de los raros oficios” sucedió junto con un acontecimiento muy curioso y extraño que no fue descubierto por mí, sino por un amigo mío, Basil Grant, un observador, un místico y un hombre que apenas puede salir de su ático.
         Muy poca gente conocía cosas acerca de Basil; no porque éste carezca de desenvolvimiento social, porque si un hombre de la calle coincidía con él en una habitación, Basil le mantendría ocupado en una conversación hasta el amanecer. Poca gente lo conocía porque él, como todos los poetas, podía vivir sin ellos; podía recibir una cara nueva como un hombre recibe el tenue destello de un atardecer; pero no sentía más necesidad de ir a fiestas, por ejemplo, mas bien el de alterar las nubes que le cubrían. Vivía en una pequeña y cómoda guardilla en las cimas de Lambeth, rodeado de un caos que contrastaba con los barrios con los que lindaba; viejos y fantásticos libros, espadas, armaduras, un empolvado agujero de romanticismo. Pero su cara, entre todas estas quijotescas reliquias, se mostraba curiosamente moderna, poderosa y legal. Y nadie más que yo sabía quién era.
         Todo el mundo recuerda la terrible y grotesca escena que sucedió mucho tiempo atrás, cuando uno de los más agudos y persistentes jueces ingleses enloqueció en su tribuna. Yo tengo mi propio punto de vista sobre lo que ocurrió aquella tarde; pero acerca de los hechos mismos, como tal no cabe duda alguna. Por algunos meses, de hecho algunos años, mucha gente había notado algo extraño en el comportamiento del juez. Parecía que había perdido interés por las leyes, en las cuales se había desempeñado de una manera más que brillante e implacable, ocupándose de repartir consejos morales y personales a las personas involucradas. Hablaba casi como un sacerdote o un doctor, y de los más elocuentes. La primera vez pudo haber sido cuando le dijo a un hombre que pretendía un crimen pasional: “Te sentencio a tres años de prisión, bajo la firme, solemne y celestial convicción de que solo necesitas de tres meses de reflexión en una playa lejana”. Acusaba criminales desde su asiento, no especialmente por faltas o crímenes condenados legalmente, sino por cosas que nunca se habían oído en una corte de justicia: monstruoso egoísmo, falta de humor y morbosidad libremente practicada. Cabe recordar aquel célebre caso del diamante, en el cual el mismo primer ministro, ese brillante miembro de la sociedad, tuvo que acercarse al estrado, de muy mala gana, para entregar evidencia contra su asistente. Después de que la vida familiar fuese detalladamente expuesta, el juez pidió al ministro que camine hacia el estrado una vez más, lo que éste cumplió con renegada dignidad. Entonces el juez dijo, en una sorpresiva y áspera voz: “Consígase una nueva alma. Esa no le cabe a un perro. Vaya, busque una nueva alma”. Todo esto, claro, a ojos de un sagaz, fue una muestra premonitoria de la melancolía y de lo absurdo del día en que su ingenio le abandonó en medio de un caso abierto. Era un caso de difamación entre dos eminentes y poderosos financistas contra los cuales se habían impuesto considerables cargos de desfalco. El caso fue largo y complejo; los defensores eran precisos y elocuentes; pero al final, después de semanas de trabajo y disputa, llegó el momento de la sentencia por parte del juez; y una de esas magistrales muestras de lucidez y pulverizante lógica tenían a todos expectantes. El juez había hablado muy poco durante el encuentro, y se le veía triste y cabizbajo al final de la sesión. Se mantuvo en silencio por unos minutos y, de pronto, estalló en un ruidoso cántico. Sus palabras (como se reporta) fueron las siguientes: “O Rowty-owty tiddly-owty Tiddly-owty tiddly-owty Higthy-ighty tiddly-ighty Tiddly-ighty ow”.
          Entonces se retiró por completo de la vida pública y se mudó a la guardilla en Lambeth.
         Una tarde yo estaba sentado a eso de las seis de la tarde con un vaso de ese maravilloso Burgundy que escondía detrás de una pila de folios con letra negra, y él caminaba a lo largo de la habitación, toqueteando una de las espadas que tenía en su colección, como ya era un hábito suyo. El sol golpeaba sus filudas facciones y su cabello, sus ojos azules se veían extrañamente llenos de sueños y había abierto la boca para dejarlos salir. De pronto, la puerta se abrió de golpe y un pálido hombre de cabello rojo y gordísimo abrigo entró en la habitación muy agitado.
          “Lamento interrumpir, Basil”, murmuró. “Me tomé la libertad —pacté una reunión con un hombre— un cliente —en cinco minutos— perdone, señor”, e inmediatamente me ofreció una reverencia como disculpa.
         Basil me sonrió. “No sabías”, me dijo, “que tenía un medio hermano. Él es Rupert Grant, quien puede y hace todo lo que debe ser hecho. Tal como yo fui un fracaso en una cosa, Rupert destaca en todo lo que hace. Lo recuerdo como periodista, agente inmobiliario, naturalista, inventor, publicista, maestro de escuela y... ¿A qué te dedicas ahora, Rupert?”
         “Ahora mismo y por algo de tiempo ya” —dijo Rupert con mucha dignidad, “soy detective privado, y este es mi cliente”.
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       Un sonido seco y muy fuerte golpeó la puerta y nos interrumpió. Con el permiso concedido, la puerta fue bruscamente abierta y entró un robusto y apuesto hombre que caminó presuroso por la habitación, puso su abrigo sobre la mesa y dijo “Buenas tardes, caballeros” con énfasis en la penúltima sílaba, lo cual puso en evidencia su formación militar, literaria y social. Tenía una cabeza larga, golpeada de negro y gris, y un abrupto bigote oscuro, lo que acentuaba una apariencia salvaje e intensa pero contradicha por sus pesados y tristes ojos azules.
         Basil, inmediatamente, me dijo “Movámonos a la siguiente habitación, Gully” y caminó hacia la puerta del frente, cuando el extraño replicó:
         “No es necesario, amigos míos. Pueden quedarse, los amigos pueden quedarse”.
         El momento en que le oí hablar recordé inmediatamente quién era, un tal mayor Brown que había conocido años antes en compañía de Basil. Había olvidado por completo esa negra figura de dandi y la larga cabeza, pero recordé el peculiar discurso, que consistió en decir bruscamente solo la cuarta parte de cada oración, como recargar una pistola. No lo sé, puede que derivara de las órdenes que solía dar a sus tropas.
         El mayor Brown era un inversor y distinguido soldado, pero podía parecer cualquier cosa menos un hombre de guerra. Como muchos de los distinguidos hombres de acero que recuperaron la India, era uno con las creencias y costumbres naturales de una doncella. En el vestir era apuesto y recatado, acostumbrado a los movimientos precisos para tomar el té. El entusiasmo que tenía era muchísimo y de naturaleza religiosa —el cuidado de las ideas. Y cuando hablaba sobre su colección, sus ojos azules brillaban como los de un niño que veía un juguete nuevo, los mismos ojos que se mantuvieron impasibles cuando las tropas gritaron victoria en Candahar.
        “Bueno, mayor”, dijo Rupert Grant con suma cordialidad, arrojándose a una silla que tenía detrás, “¿qué le está molestando?”
         “Flores amarillas. Cava de carbones. P. G. Northover”, dijo el mayor con justificada indignación.
         Nos miramos unos a otros inquisitoriamente. Basil, que tenía los ojos pegados a su abstracto modo, simplemente dijo:
          “Perdone, mayor...”
          “El hecho es este. Calles, usted sabe, hombre, flores. En la pared. Mi muerte. Algo. Absurdo”.
          Agitamos las cabezas suavemente. Poco a poco, y precisamente gracias a la desanimada asistencia de Basil Grant, pudimos entender la fragmentada pero excitante narración del mayor Brown. No sería adecuado someter a nuestros lectores a lo que tuvimos que soportar; por eso les contaré la historia del mayor Brown con mis propias palabras. Pero el lector debe imaginar la escena. Los ojos de Basil estaban cerrados, como en trance, por su propia costumbre, mientras que los de Rupert y los míos se hacían más y más redondos conforme escuchábamos una de las historias más interesantes del mundo de los labios de ese pequeño hombre de negro, erguido en su silla y hablando como si fuera una máquina.
          El mayor Brown fue, como ya dije, un soldado muy famoso, pero por ningún motivo entusiasta en su labor. Así que lejos de arrepentirse por su retiro y media pensión, él gustosamente tomó una pequeña villa, como una casa de muñecas, y dedicó el resto de su vida a las flores y al té descargado. La idea de que las batallas habían terminado cuando colgó su espada en el pequeño corredor principal (junto a dos distinguidas ollas y un frasco de agua de color extraño), y tomándose a sí mismo al lugar de empuñar el rastrillo en su soleado pequeño jardín, fue para él como haber llegado al puerto del cielo. Era preciso en sus gustos por la jardinería, y tenía, tal vez, cierta inclinación por tratar a sus flores como si fuera soldados. Era uno de esos hombres capaces de colocar cuatro sombrillas en la estancia en lugar de tres, cosa que dos se inclinarían hacia un lado y las otras dos hacia el otro respectivamente. Veía la vida como si pudiese dibujarse a mano. Y seguramente no le hubiese creído, o incluso entendido, a nadie que le hubiera dicho que a solo unas cuantas yardas de su paraíso estaba destinado a ser el centro de un torbellino de aventuras como nunca había visto, imaginado o soñado en el horrible caos, o el calor de la guerra.
          Cierta tarde brillante y muy fresca, el mayor, vestido de manera impecable había partido en un viaje usual y de etiqueta. Mientras cruzaba entre las vías principales pudo ver uno de esos caminos que aparentemente no tienen rumbo a las afueras de una cadena de mansiones, y cuya vacuidad y descoloramiento hacen que uno se sienta como caminando por las escenografías de detrás de un teatro. Pero aburrido y mezquino como podría haber sido la escena para ojos como los nuestros, no cumplía estas condiciones ante los ojos del mayor, pues en todo el diámetro que constituía este sendero venía algo que para él era lo que una procesión religiosa para un devoto. Un gran y pesado hombre, con ojos azul marino y una perilla rojiza que irradiaba en su cara empujaba una carretilla llena de flores de incomparable belleza detrás de él. Eran espléndidas muestras de todo orden, pero las favoritas del mayor predominaban a la vista. El mayor se detuvo y se enfrascó en un diálogo, para luego empezar a negociar con el hombre. Trató al hombre a fuer de coleccionista y loco; dicho esto, cuidadosamente y con algo de recelo empezó a seleccionar las mejores plantas de las menos excelentes, alabó varias, menospreció algunas, hizo una sutil escala desde las más emocionantes y raras hasta las que no salen de la más degradante insignificancia, y entonces las compró todas. El hombre solo empujaba su carreta cuando se detuvo y se acercó un poco más al mayor.
          “Le diré algo, señor”, dijo. “Si de verdad está tan interesado en ellas, debe subirse a esa pared”.
          “¡En la pared!” se escandalizó el mayor, cuyo conservador espíritu se acobardó ante tan fantástica infracción.
        “Las mejores flores amarillas de Inglaterra están en ese jardín, señor”, calmó el hombre. “Le ayudaré a subir, señor”.
      Cómo sucedió, nadie lo sabrá, pero ese positivo entusiasmo en la vida del mayor triunfó sobre todas las tradiciones negativas, y con un calmado salto y balanceo que le mostró perfectamente capaz de omitir cualquier asistencia física, se paró sobre la pared al final de tan extraño jardín. Pocos segundos después, el chasquido de la levita en sus rodillas le hizo sentir un poco tonto. Pero el instante que siguió, todos los insignificantes sentimientos fueron tragados por el más espantoso susto que el viejo soldado pudo haber sentido a lo largo de toda su existencia. Sus ojos cayeron sobre el jardín, y ahí, a través de una larga cama en el centro del césped, había un vasto patrón de flores amarillas; eran flores espléndidas, pero por primera vez no habían sido sus aspectos horticulturales lo que el mayor Brown había observado, porque las flores habían sido ordenadas de una manera gigantesca y en mayúscula para formar la siguiente frase: ‘MUERTE AL MAYOR BROWN’.
      Un hombre ya mayor y de aspecto amable, de unos bigotes blancos, estaba regándolas. Brown miró agudamente a la calle que estaba detrás él; el hombre con la carretilla había desaparecido. Entonces miró de nuevo hacia el césped y observó aquella aterradora inscripción. Otro hombre hubiese pensado que había enloquecido, pero Brown no lo hizo. Cuando románticas señoritas se asomaban a su hogar y su militancia explotaba, a veces él mismo sentía esa dolorosa vulgaridad que tenía dentro, pero por la misma razón sabía que estaba incurablemente cuerdo. Otro hombre, nuevamente, pudo haber pensado que era víctima de una terrible broma, pero Brown no pudo creer esto tan fácilmente. Sabía desde su propia perspectiva y aprendizaje que el arreglo floral había sido uno bastante elaborado y obviamente costoso; pensó bastante improbable que alguien decidiera despilfarrar extravagantemente su dinero en una broma contra él. Quedándose sin ningún tipo de explicación se admitió el propio hecho a sí mismo, y como un cuerdísimo señor, esperó como si lo hubiera hecho en presencia de un hombre con seis piernas.
      Para este momento el robusto hombre de bigotes blancos había levantado la mirada, y el agua caía de sus manos, chorreando un hilo de agua sobre el camino de grava.
       “Quién demonios eres?” se atoró, temblando violentamente.
       “Soy el mayor Brown”, dijo, calmo como en todos los momentos de acción.
      El viejo se atoró impotentemente como un monstruoso pescado. Y finalmente balbuceó con ahínco, “Venga abajo—baje ahora mismo!”.
        “A su servicio”, dijo el mayor, y se apeó a un montón de césped que tenía al lado, sin desacomodar su sombrero.
        El viejo giró su ancha espalda y emprendió carrera hacia la casa, seguido con pasos ligeros por el mayor. Su guía le condujo entre pasillos de una triste, pero elegantemente decorada casa, hasta que llegaron a la puerta de la habitación principal. Entonces el viejo giró con un semblante dolorido de terror que apenas podía verse a la luz de la luna.
         “Por amor al cielo”, dijo, “no mencione a los chacales”.
         Fue entonces cuando abrió la puerta revelando un estruendo de luz roja, y el anciano corrió escaleras abajo con el sonido de los zapatos contra la madera.
        El mayor entró en una costosa y brillante habitación llena de cobre rojo, plumas de pavo real y decoración de color morado. Sombrero en mano, tenía las conductas más refinadas del mundo, y a pesar de su pasado militar, no estaba para nada avergonzado de verse solo con una mujer que ocupaba el asiento al lado de la ventana, y miraba hacia el jardín.
          “Señorita”, dijo inclinándose, “soy el mayor Brown”.
          “Siéntese”, respondió la mujer; pero no giró la cabeza ni por cortesía.
        Tenía una gracia especial, vestía de verde, el cabello de un rojo intenso y el sabor del parque Bedford. “Has venido, supongo”, dijo tristemente, “para cobrarme los impuestos de esos odiosos títulos de propiedad”.
         “He venido, madame”, respondió el mayor, “para entender qué está pasando. Quiero saber por qué mi nombre está escrito a lo largo de su jardín. Y no de una manera amigable”.
          Habló sombríamente porque lo que vio le había afectado. Se torna imposible describir el efecto producido en la mente por aquella calmada y soleada escena del jardín, el cuadro para una maravillosa y brutal personalidad. El aire de la tarde soplaba tranquilo, el césped estaba dorado en aquel lugar donde las pequeñas flores lloraban al cielo clamando por su sangre.
          “Sabe que no debo girarme”, dijo la mujer; “cada tarde hasta el golpe de las seis debo mantener mi rostro pegado a la calle”.
          Cierta inspiración rara e inusual hizo que el soldado aceptara esos acertijos sin un atisbo de sorpresa.
          “Son casi las seis”, le dijo; y justo cuando terminó de hablar, el tosco cobre del reloj golpeó la pared marcando el tiempo de la seis en punto. En aquel momento la mujer se levantó de golpe y giró hacia el mayor mostrándole una de los rostros más raramente atractivos que había visto en su vida; abierto, y aún así tentador, el rostro de un elfo.
          “Con ese se cumplen tres años que llevo esperando”, se lamentó. “Este es el aniversario. La espera casi hace que uno desee que lo terrible suceda de una vez por todas”.
          Y mientras hablaba, un repentino y desgarrador lamento rompió la calma. Desde lo bajo, en el pavimento de la oscura calle una voz lloró con una estridente y despiadada distinción:
          “Mayor Brown, mayor Brown, ¿dónde mora el chacal?”.
         Brown se mostraba resuelto y silencioso, caminó hacia la puerta del frente y asomó el rostro hacia afuera. No encontró ninguna señal de vida en medio de la oscuridad de aquella calle, donde una o dos lámparas empezaban a iluminar tenuemente. Cuando regresó, vio a la mujer de verde temblando.
        “Es el fin”, lloró con labios temblorosos; “esto puede significar la muerte para ambos. Cuando menos lo esperemos”.
        Y fue ahí cuando su discurso fue interrumpido por un terrible lamento proveniente de la calle, uno horriblemente articulado.
           “Mayor Brown, mayor Brown, ¿cómo murió el chacal?”
        Brown se precipitó por la puerta y bajó las escaleras con prisa, pero nuevamente, se vio frustrado. No había nadie a la vista, y la calle se veía demasiado larga y vacía para que el escandaloso pudiera haber huido tan rápido. Incluso el tan racional mayor se vio algo atribulado por la situación, regresaba pensativo hacia el salón del que había salido tan violentamente. Apenas hubo llegado cuando la terrorífica voz vino nuevamente:
        “Mayor Brown, mayor Brown, ¿dónde—”
        Brown apenas había entrado cuando alcanzó justo el momento exacto para ver algo que a primera vista le heló la sangre. Los gritos parecían provenir de una cabeza decapitada que yacía en el suelo.
        Al instante el mayor pudo comprender. Esa era la cabeza de un hombre que había sido extraída del carbonero de la calle. Entonces, otra vez, se había desvanecido, y el mayor Brown se dirigió a la señora. “¿Dónde guarda usted el carbón?” le dijo, saliendo hacia el corredor.
         Ella le miró con sus ojos grises e intensos. “¿No pensarás bajar”, le advirtió, “solo, al agujero, con esa bestia?”
         “¿Es este el camino?” contestó Brown, y bajó las escaleras de la cocina por tres a la vez. Abrió de golpe una puerta que daba hacia una cavidad oscurísima y dio un paso adelante, tocándose los bolsillos buscando fosforillos para poder iluminar el camino. Así, mientras mantenía su mano derecha ocupada palpando su pantalón, un par de viscosas manos salieron de la oscuridad, manos que claramente pertenecían a un hombre de estatura aterradora, y le agarró por detrás de la cabeza. Lo mantuvo contra el suelo, sofocándose en la oscuridad, una imagen brutal del destino que le había tocado. Pero la cabeza del mayor, aunque al revés, estaba totalmente lúcida y operativa. Había cedido un poco a la presión hasta alcanzar sus manos y sus rodillas. Entonces, teniendo las rodillas del dantesco hombre a tan solo unos centímetros de él, usó sus largos y huesudos dedos para apretar esas piernas con fuerza y jalarlas hasta tumbarle con un sonoro golpe contra el suelo. Le costó levantarse, pero Brown se le puso encima como un gato. Lucharon y lucharon. Grande como era, no tenía ahora otro deseo más que escapar; no hacía más que estirarse de aquí para allá intentando pasar al mayor y llegar hasta la puerta, pero la valentía del mayor no le permitía moverse, lo tenía sostenido del abrigo, prisionero en una de las vigas de aquella habitación. A la larga, tanta presión aplicaba el mayor en sostener a este toro humano, una presión ante la cual temía que sus manos se desgarraran o se desprendieran de sus propios brazos. Pero cuando algo se desgarró, no fueron sus manos; el gigante de pronto desapareció del cuarto dejando su abrigo en manos del mayor. El único resto de su aventura y única pista del misterio. Para cuando subió y entró por la misma puerta por la que había salido, la mujer, los colgantes, los adornos y todo el elegante equipamiento que había visto había desaparecido. No había más que pizarras vacías y paredes peladas.
         “La mujer era parte del complot, claro está”, dijo Rupert asintiendo con la cabeza. El mayor Brown se tornó rojo como un ladrillo. “Perdone, pero no estoy para nada de acuerdo”, contestó.
         Rupert le miró con las cejas levantadas pero no le dijo nada más. Cuando volvió a hablar, dijo:
         “¿Había algo en los bolsillos del abrigo?”
       “Un poco de dinero, muy poco para ser honesto”, dijo el mayor cuidadosamente; “había un porta cigarros, un trozo de cuerda, y una carta”, la puso sobre la mesa y todos pudieron leerla, decía lo siguiente:
 
          Querido señor Plover,
          Me molesta el escuchar que hubo un retraso en los arreglos con referencia al señor Brown. Por favor, asegúrese que el ataque se efectúe el día de mañana como ya estaba acordado. En la carbonera, por supuesto.
          Suyo fielmente, P. G. Northover.
 
          Rupert Grant, inclinado hacia adelante, lo oía todo con una mirada casi de águila. Interrumpió:
          “Tiene lugar de emisión?”
          “No— ah, sí!” contestó Brown, achinándose sobre el papel; “Campo de Tanner número 14, Norte—”
          Rupert saltó repentinamente y juntó sus manos señalando un descubrimiento.
          “¿Pero entonces qué hacemos aquí? Debemos ir de inmediato. Basil, déjame tu revólver”.
          Basil estaba perdido en ascuas, como un hombre en trance. Pasó algo de tiempo antes que respondiera:
          “No creo que lo necesites”.
          “Tal vez no”, dijo Rupert poniéndose el abrigo. “Nadie nunca lo sabe. Pero ir a un lugar tan oscuro en busca de criminales—”
          “Crees que son criminales?” preguntó su hermano.
         Rupert soltó una risa falsa y ruidosa. “Dar órdenes de estrangular a un indefenso extraño en una carbonera puede no ser un experimento del todo acusatorio pero—”
          “Crees que pretendían estrangular al mayor?” señaló Basil, en el mismo tono distante y sarcástico.
          “Mi querido hermano, qué distraído has estado. Mira, lee la carta tú mismo”.
          “La estoy leyendo ahora mismo”, dijo el juez calmadamente; pero, de hecho, estaba viendo flamear la chimenea. “No creo que sea el tipo de carta que escribiría un criminal a otro”.
          “Mi muchacho, eres glorioso”, clamó Rupert, dando media vuelta con una risa y alegría en sus ojos azules. “Tus métodos me fascinan. La carta está ahí. Está escrita, y es un hecho que las órdenes para un crimen están ahí. Puede que ahora también digas que la columna Nelson no sea de las cosas que uno puede encontrar en Trafalgar”.
          Basil Grant se sacudió todo con una especie de risa silenciosa, pero de ahí en más no movió ni un dedo.
        “Esa estuvo buena”, dijo, “pero claro, una lógica como esa no es la que requerimos. Es una pregunta de tono espiritual. No es una carta criminal”.
          “Lo es. Es un hecho”, contestó el otro sintiendo que su razón agonizaba.
        “Hechos”, murmuró Basil, como alguien que mencionara algo nuevo, algo que no conoce, “cómo los hechos ocultan la verdad. Puede que se me vaya la cabeza —en efecto estoy un poco ido—, pero nunca podría creerle a ese hombre —¿Cuál era su nombre, en esas famosísimas historias? Sherlock Holmes—. Cada detalle apunta a algo, ciertamente; pero generalmente hacia la cosa incorrecta. Los hechos apuntan en todas las direcciones, a mi parecer, como las ramas de un árbol. Es solamente el árbol por sí mismo lo que tiene unidad y crece, es como sangre verde que salpica, como una fuente, hacia las estrellas”.
          “¿Pero qué otra cosa podría significar esta carta sino una planeación de crimen?”
          “Tenemos la eternidad para estirar las piernas”, contestó el espiritualista. “Pueden ser una infinidad de cosas. Las cuales no he visto todavía. Solo he visto la carta. La miro y digo que no es un plan criminal”.
          “¿Entonces cuál puede ser el origen?”
          “No tengo ni la más vaga idea”.
          “Entonces por qué no aceptas la explicación más lógica?”
      Basil continuó su divagación en el fuego, parecía ordenar sus ideas de una manera calmada y casi dolorosa. Entonces dijo:
        “Supón que sales una noche de luna llena. Supón que pasas por calles silenciosas, plateadas y cuadradas hasta que llegas a un amplio y desierto campo, donde ves algunos monumentos, y de pronto adviertes a una bailarina de ballet danzando a la luz de la luna. Supón ahora que estás mirando, y ves que es un hombre disfrazado. Ahora supón que miras de nuevo y te das cuenta que era el caballero Kitchener. ¿Qué pensarías?”
         Se detuvo por un momento y luego continuó:
        “No podrías utilizar una explicación lógica para esa situación. La explicación más lógica de utilizar ciertas prendas de vestir es que te ves bien con ellas puestas; no pensarías que el caballero Kitchener se vistiera de bailarina de ballet por una especie de vanidad personal. Pensarías, mas bien, que es posible que haya heredado de su bisabuela alguna locura que le obliga a danzar de esa manera; o que ha sido hipnotizado; o amenazado por una sociedad secreta para que baile por su vida. Con Banden Powell, diría, podría haber sido una apuesta, pero no con Kitchener. Yo debería saber todo eso porque durante mis días de vida pública le conocía bastante bien. Entonces, reconozco esa carta bastante bien, y a los criminales también. No es una carta de plan criminal. Es todo tonal, de atmósferas”. Y cerró los ojos y sobó su frente con calma.
         Ruper y el mayor lo miraban con atisbos de respeto y lástima. El mozo dijo, “Bueno, yo iré de todos modos, y tú, pues continúa pensando —hasta que se termine tu misterio espiritual— que un hombre que envía una carta pidiendo un crimen, que es, en efecto, un crimen que se ha perpetrado, al menos de manera tentativa, es, bajo toda probabilidad, inconsistente en sus inclinaciones morales. ¿Puedo llevarme tu revólver?”
        “Ciertamente”, dijo Basil levantándose. “Pero voy contigo”. Y se cubrió la espalda con una extensa capa y tomó una de sus espadas de una de las esquinas”.
         “Pero tú!” se sorprendió Rupert, “tú nunca sales de este agujero para asomar la cara al mundo real”.
         Basil se colocó formidablemente un viejo sombrero blanco.
       “Yo nunca”, respondió con algo de inconsciente y gran arrogancia, “oigo de algo que no entiendo a primera instancia sin ir a ver de qué se trata”. Y salió al frente de todos guiando el camino.
       Los cuatro fuimos por en medio de la iluminada calle de Lambeth, cruzamos el puente de Westminster y caminamos por todo el terraplén con dirección a esa parte de la calle de Fleet donde se puede encontrar el campo de Tanner. La erguida y oscura silueta del mayor Brown, vista desde atrás, resaltaba un gracioso contraste con la de Ruper Grant, perruna y delgada, quien había adoptado con todo el entusiasmo de un niño las poses del detective de la ficción. La cualidad más pintoresca del muchacho era su juvenil gusto por la poesía y los colores de Londres. Basil, que caminaba por detrás, con el rostro vuelto hacia las estrellas, tenía el aspecto de un sonámbulo.
          Rupert se detuvo en una esquina de Tanner, con un estremecimiento de gozo por el peligro, sostuvo el revólver de Basil dentro del bolsillo de su abrigo.
          “¿Entramos?” preguntó.
          “¿No quieres llamar a la policía?”, agregó el mayor Brown asomándose de un lado a otro de la calle.
          “No estoy seguro”, dijo Rupert rascando sus cejas. “Claro, está claro que es todo muy retorcido pero somos tres y—”
          “No deberíamos llamar a la policía”, respondió Basil con tono extraño. Rupert le miró de lleno y duramente.
          “Basil”, sollozó, “estás temblando. ¿Qué te pasa, tienes miedo?”
          “Frío, tal vez”, dijo el mayor, observándolo. No cabía duda que estaba temblando.
          Por último, después de algunos instantes de reflexión, Rupert maldijo todo.
          “Te estás riendo”, reclamó. “Conozco esa aturdida, silenciosa, temblorosa risa tuya. ¿Qué demonios te causa tanta gracia, Basil? Estamos aquí, los tres, a unos metros de una guarida de rufianes”.
         “Pero no deberías llamar a la policía”, contestó Basil. “Nosotros cuatro somos suficientes para ese anfitrión”, y continuó con su temblorosa risa.
         Rupert giró y emprendió una impaciente y sigilosa caminata por el campo, nosotros le seguíamos de cerca. Cuando alcanzó la puerta número 14 volteó bruscamente, el revólver brillaba en su mano.
          “Quédense cerca”, dijo con una voz de comandante. “El sinvergüenza puede que intente escapar en un momento. Debemos romper la puerta y entrar con todo.
          Los cuatro nos acobardamos instantáneamente ante el umbral, rígidos todos, excepto por el juez y su convulsa risa.
         “Ahora”, susurró Rupert Grant, mirándonos con una cara pálida y ojos intensos, “cuando diga ‘cuatro’, me siguen a toda prisa. Si digo ‘sosténganlo’, deben tener a los rufianes abajo, en el suelo, no importa quién sea. Si digo ‘paren’, paran. Diré que si son más de tres. Si nos atacan vaciaré el revolver en ellos. Basil, ten lista ese palo-espada tuyo. Ahora. ¡Uno, dos, tres, cuatro!”.
          Con el sonido de esa palabra la casa se abrió de un portazo y todos entramos como si estuviésemos invadiendo un terreno con el fin de terminar muertos.
          La habitación, que era una ordinaria y elegantemente decorada oficina parecía, a primera vista, vacía. Pero en una segunda y más cuidadosa mirada, vimos que detrás de un escritorio largo con casilleros y cajones de cantidad desconcertante había un hombre muy pequeño con un bigote mal depilado, con el aire de un empleado promedio, escribiendo fervientemente. Levantó la mirada conforme nosotros nos acercamos.
           “¿Tocaron?” preguntó plácidamente. “Lamento no haberles oído. ¿En qué puedo ayudarles?”
          Hubo una pausa dubitativa, y entonces, por consenso general, el mismísimo mayor, víctima de su propia cólera, dio un paso al frente.
          Tenía la carta en la mano y se veía inusualmente severo.
           “¿Tu nombre es P. G. Northover?”
           “Ese es mi nombre”; respondió sonriendo.
          “Creo”, dijo el mayor Brown, incrementando la oscuridad de su rostro, “que esta carta fue escrita por ti”. Y con un sonoro ademán abrió la carta y la golpeó contra el escritorio del oficinista con el puño apretadísimo. Northover la miró con desganado interés y asintió vagamente.
          “Bueno, señor”, dijo el mayor, agitado, “¿qué me dice de eso?”
          “¿Precisamente qué quiere que le diga?”, respondió el hombre de bigote.
          “Soy el mayor Brown”, respondió severamente.
          Northover se inclinó. “Encantado de conocerlo, señor. ¿Qué es lo que tiene que decirme?”
          “¡Decir!”, clamó el mayor, perdiendo la poca compostura que le quedaba. “Quiero esta confusa situación aclarada de una vez, es lo que quiero”.
         “Ciertamente, señor”, contestó Northover, saltando con una leve elevación de las cejas. “Tome asiento por un momento”. Y presionó un timbre eléctrico que tenía justo encima, el cual sonó y resonó en una habitación contigua. El mayor se apoyó en la silla que le ofrecieron, pero se mantuvo de pie golpeando el suelo con sus pulidas botas.
        De pronto una puerta de vidrio se abrió y un bello jovencito entró en la sala vistiendo una levita.
       “Señor Hopson”, dijo Northover, “este es el mayor Brown. ¿Podría terminar lo que le di en la mañana y traerlo para él?”
         “Sí, señor”, respondió el señor Hopson y desapareció en el acto.
        “Me disculparán, caballeros”, dijo el gárrulo Northover con una amplia sonrisa, “si continúo con mis labores hasta que el señor Hopson esté listo. Tengo algunos libros que debo limpiar antes de irme de vacaciones mañana por la mañana. A todos nos gusta el olorcito del campo, ¿no es así? ¡Ja! ¡Ja!”
         El criminal retomó su lápiz con una risa infantil y el silencio se volvió a apoderar del lugar, un plácido y ocupado silencio por parte del señor Northover, colérico y resentido por parte de todos los demás.
        De repente, el rasgueo del lápiz de Northover sobre el papel fue interrumpido por un toque en la puerta, casi simultáneamente con la vuelta del picaporte, y el señor Hopson entró de nuevo con la misma discreción que la vez anterior, puso un papel frente a su jefe y se desvaneció de nuevo.
         El hombre en el escritorio se rascó los restos de bigote que le quedaban por unos minutos mientras paseaba los ojos a lo largo del papel que se le había presentado. Tomó su lápiz, y con un ligero gruñido murmuró: “Negligente”. Entonces lo leyó todo de nuevo con la misma impenetrable atención y finalmente se lo alcanzó al alterado Brown, quien ya casi hundía el grabado en el respaldar de la silla.
          “Creo que encontrará esto bastante bien, mayor”, dijo cortamente.
          El mayor observó la carta; que lo haya encontrado bien o no será descubierto luego, pero ahí él leyó lo siguiente:
 
Mayor Brown a P. G. Northover
£   s. d.
Enero 1, cuenta rendida     560
Mayo 9, colocar e incrustar las flores    200
Costo de la carretilla con flores     0150
Contratación del hombre de la carretilla     150
Decoración de la habitación (cortinas, ornamentos)     300
Salario de la señora Jameson     100
Salario del señor Plover     100
-------
Total     £1460
 
         “¿Qué?”, dijo Brown, después de una pausa casi muerta y unos ojos que se le salían lentamente de las cuencas, “¿Pero qué es todo esto, en el nombre del cielo?”
          “¿Que qué es?” repitió Northover, ladeando la ceja con diversión. “Es su cuenta, por su puesto”.
          “¡Mi cuenta!” Las ideas del mayor parecían llegarle como una estampida. “¡Mi cuenta! ¿Y qué se supone que debo hacer con ella?”
          “Bueno”, dijo Northover, riendo francamente, “naturalmente preferiría que la pagara”.
        La mano del mayor todavía estaba descansando en el respaldar de la silla mientras Northover le respondía. Apenas se movió, cuando de pronto cargó la silla en peso completo y dándole unas vueltas de campana la lanzó contra la cabeza de Northover.
          Las patas chocaron contra el escritorio por lo que Northover solo sufrió un golpe en el codo cuando levantó la guardia con los puños apretados. Todos nos apresuramos a sostenerlo. La silla había caído ruidosamente en el suelo.
          “Suéltenme, bribones”, gritó, “déjenme”.
         “Quédese quieto”, dijo Rupert autoritariamente. “El actuar del mayor es justificable. El abominable crimen que ustedes intentaron cometer”
          “Un cliente tiene el perfecto derecho”, respondió Northover acaloradamente, “de cuestionar algún sobrecargo, pero, desconcertante como sea, no de lanzar mueblería al encargado”.
          “En el nombre de Dios, ¿a qué te refieres tú con sobrecargos y clientes?” chilló el mayor Brown, cuya perspicaz naturaleza femenina que se mostraba durante los dolores o el peligro se tornó casi histérica en la presencia de tan exasperante misterio. “¿Quién eres? Yo nunca lo he visto a usted ni a sus tontas cuentas. Lo único que sé es que sus malditos brutos intentaron estrangularme”.
          “Dementes”, dijo Northover mirando a su alrededor, “todos ustedes están dementes. Y yo no sabía que viajaban en cuartetos”.
          “Suficiente con esta locura”, dijo Rupert; “tus crímenes han sido descubiertos. Un policía está estacionado en la esquina de este terraplén. Pero yo mismo, como detective privado, me haré responsable de decirle que todo lo que diga, puede ser usado en su—”.
          “¡Demente!” replicó Northover con aire cansado.
          Fue en este momento que por primera vez sonó entre todos ellos la extraña y soñolienta voz de Basil Grant.
          “Mayor Brown”, dijo, “¿puedo hacerle una pregunta?”
          El mayor dio vuelta sumido en el puro desconcierto.
          “¿Usted? Claro que sí, señor Grant”.
          “Podría decirme”, dijo el místico, con la cabeza hundida y la ceja gacha, mientras trazaba una figura en el polvo con su palo-espada, “¿podría decirme cuál era el nombre del hombre que vivía en su casa antes que usted?”.
          El infeliz mayor se perturbó solo débilmente por esta fútil e irrelevante pregunta, respondió vagamente:
          “Sí, yo creo que se llamaba Gurney y algo —un nombre compuesto— Gurney-Brown; ese era su nombre”.
          “¿Y cuándo fue que la casa pasó a sus manos?” preguntó Basil, mirándolo agudamente. Sus ojos brillaban.
          “Llegué la semana pasada”, dijo el mayor.
          Tras solo este intercambio el criminal Northover cayó de pronto sobre su silla y gritó con una ruidosa carcajada.
         “¡Ah! Esto es todo tan perfecto, es exquisito”, se atoró, golpeándose los brazos con los puños. Reía como si no escuchara nada más; Basil Grant se reía sin voz, con murmuraciones al parecer; y el resto de nosotros nos sentíamos como pequeños botes en medio de una tormenta.
          “Explícate, Basil”, pidió Rupert, pisando fuerte. “Si no quieres que me ponga loco y vuele tus metafísicos sesos, dime qué significa todo esto”.
          Northover se levantó.
        “Permítame explicarlo, señor”, dijo, “Antes que nada, acepte mis sinceras disculpas, mayor Brown, por tan abominable torpeza; sé de las molestias que le debió haber causado, por lo cual, si me permite señalarlo, se ha comportado con tremenda valentía y dignidad. Claro está que no debe preocuparse por la cuenta en absoluto. Nos haremos cargo de los gastos”. Y rompiendo el papel frente a él, tiró los restos en el tacho de basura y se inclinó pidiendo el perdón del mayor.
         El rostro de Brown evidenciaba la pura confusión en la que se encontraba, “Pero ni siquiera estoy cerca de comprenderlo”, se lamentó, “¿Qué cuenta? ¿Qué torpeza? ¿Qué pérdida?”
          El señor P. G. Northover avanzó al centro del cuarto, pensativo y con una considerable dignidad por delante. Tras una consideración más cuidadosa, había en él otras cosas más aparte del bigote mal depilado, como una delgada y amarillenta piel, un perfil aguileño y una angustiante inteligencia. Miró abruptamente y dijo:
            “¿Sabe dónde se encuentra, mayor?”
            “Dios sabe perfectamente que no lo sé”, dijo el soldado con fervor.
           “Esta”, respondió Northover, “es la oficina de la ‘Agencia de Aventura y Romance’”.
           “¿Y eso de qué se trata?” cuestionó.
          El oficinista se estiró sobre su silla y con la dura mirada que tenía fijó los ojos en todos los presentes.
          “Mayor”, dijo calmado, “¿alguna vez ha caminado por una calle vacía, durante una de sus tardes libres, sintiendo unas apremiantes ganas de que algo especial sucediera, algo, en las maravillosas palabras de Walt Whitman, ‘algo peligroso y terrorífico; algo diferente a todo lo aburrido y corriente de esta vida de beato; algo que no pueda probársele a nadie; algo que viva sin anclaje a la lógica y sea libre’? ¿Alguna vez se sintió así?”
           “No exactamente”, replicó el mayor.
        “Entonces deberé elaborar un poco más el tema”, suspiró el señor Northover. “La ‘Agencia de Aventura y Romance’ fue fundada con el objetivo de satisfacer un deseo nacido recientemente. En cada lugar donde uno escucha una conversación, o incluso en la misma literatura, damos con el deseo de muchas personas por acontecimientos que nos detengan y nos acechen, que nos hagan sentir espléndidamente perdidos. Ahora, el hombre víctima de estos deseos, paga a la ‘Agencia de Aventura y Romance’ una suma de dinero por una oportunidad de variar su propia vida; a cambio, nosotros le rodeamos de terroríficos y raros momentos. Como un hombre que sale de casa, como todos los días, y un alterado barrendero se le acerca para advertirle sobre un complot contra su vida; se monta en un taxi y los llevan a un despacho de opio; de pronto recibe un misterioso y dramático telegrama o una visita inesperada, y es inmediatamente inmerso en un vórtice de incidentes increíbles. Una historia pintoresca debe ser escrita primero por uno de nuestros renombrados novelistas, que ahora mismo se encuentran en intenso trabajo en la oficina del costado. El suyo, mayor Brown, fue diseñado por nuestro señor Grigsby, y yo la considero peculiarmente forzada y mordaz; es realmente una pena que no haya podido ver el final. Espere un poco más, sin embargo, que no llego a lo realmente hondo de esta equivocación. El anterior dueño de la casa en la que vive, el señor Gurney-Brown, era un fiel suscriptor de nuestra agencia, y uno de nuestros distraídos empleados, ignorando la dignidad que debe traer la vida en rangos militares, pensó que el mayor Brown y el señor Gurney-Brown eran la misma persona. Así es como usted se vio envuelto en medio de la historia de otra persona”.
           “¿Cómo es posible que algo como esto funcione?” cuestionó Rupert Grant, con brillantes y fascinados ojos.
         “Nosotros estamos convencidos que nuestro trabajo es digno y noble como todos los demás”, dijo Northover calmadamente. “Nos hiere profundamente el hecho de que no haya cosa más triste en la vida moderna que el lamentable hecho de que un hombre de nuestra época deba buscar una existencia artística en un estado tan sedentario. Si quiere volar hacia una ciudad mágica, debe leer un libro; si quiere medirse en un campo de batalla, debe leer otro libro; si quiere elevarse hacia el cielo, otro libro. Nosotros les damos esta visión, pero también les damos ejercicios al mismo tiempo, la necesidad de saltar de un muro a otro, de pelearse con un extraño, de escapar por calles largas huyendo de terribles sujetos, todos saludables y buenos ejercicios. Les entregamos esa pequeña probada del mundo de Robin Hood o de los Caballeros Errantes. Les regresamos a su infancia, esa maravillosa etapa donde pretendemos vivir otras vidas, ser nuestros propios héroes, bailando y soñando al mismo tiempo”.
        Basil le miraba curioso. El más singular descubrimiento psicológico se estaba reservando para el final, pues al final del discurso, el pequeño oficinista se veía con unos intensísimos ojos de fanático loco.
        El mayor Brown aceptó la explicación de buen talante y con bastante humor.
        “Claro; terriblemente pesado, señor”, dijo. “No cabe duda que el sistema es excelente. Pero yo no creo...” se detuvo por un momento, y asomó la mirada por la ventana. “Dudo que usted vaya a encontrarme en él. De alguna manera, cuando uno ya ha visto —por sí mismo, usted me entiende— sangre y oído gritar a sus hombres, uno siente la necesidad de apearse en una pequeña casa con un pasatiempo muy superficial; como dice la Biblia, ‘Ahí permanece el descanso’”.
          Northover se inclinó. Y luego de una pausa dijo:
         “Caballeros, permítanme ofrecerles mi tarjeta. Si alguno de ustedes desea comunicarse conmigo, luego de oír el punto de vista del mayor Brown—”
          “Yo la recibiré con gusto, señor”, dijo el mayor, con esa tosca y cortés voz. “Debo pagarle la silla”.
         El agente del Romance y la Aventura le alcanzó su tarjeta riendo. Decía: “P. G. Northover, B. A., C. R. O., agencia de Aventura y Romance, Campo de Tanner 14, calle Fleet”.
          “¿Y qué diablos significa ‘C. R. O.’?” preguntó Rupert Grant, mirando por encima del hombro del mayor.
          “¿No lo sabe?” respondió Northover. “¿Nunca había oído hablar del ‘Club de los Raros Oficios’?”
          “Parecen haber concordado muchas cosas extrañas de las que no teníamos ni idea”, dijo el mayor reflexivamente. “¿Eso de qué se trata?”
         “‘El Club de los Raros Oficios’ es una sociedad exclusivamente para personas que hemos inventado una nueva y curiosa manera de hacer dinero. Yo fui uno de los primeros miembros”.
         “Lo merece, sin duda”, dijo Basil, “recogiendo su sombrero blanco, con una sonrisa, y hablando por última vez en aquella tarde.
        Cuando ya habían salido de ‘Aventura y Romance’, el agente mantuvo una extraña sonrisa, mientras caminaba por el fuego para reacomodarse en su silla. “Buen hombre ese mayor; cuando uno no tiene el toque de un poeta, grande la probabilidad de que sea él mismo un poema. Pero pensar que un hombre como él estuvo en plena historia de Grigsby”, y rió ruidosamente en medio del silencio.
        Así como la risa resonó bastantes metros de distancia, alguien tocó a la puerta. Una cabeza de búho, con un oscuro bigote, apenas se asomó antes de entrar con tono despreciativo y curioso.
          “¡Qué! ¿Otra vez, mayor?”, se sorprendió Northover, “¿qué puedo hacer por usted?”
          El mayor arrastraba los pies en la oficina.
          “Es terriblemente absurdo”, dijo, “Algo debe haber sucedido conmigo, algo que nunca había notado. Pero siento el más desesperante deseo por saber cómo iba a terminar todo”.
          “¿El final de todo?”
          “Sí”, dijo el mayor, “Chacales, las pequeñas andanzas, y la muerte del mayor Brown”.
          El rostro del agente se tornó sombrío, pero sus ojos todavía se mostraban interesados.
          “Lo siento mucho, mayor”, dijo, “pero me está pidiendo algo imposible. No hay nadie más ahora mismo a quien me gustaría complacer más a usted, pero las reglas de la agencia son muy estrictas. Las aventuras son confidenciales; ahora usted es un extraño. No tengo permitido informarle sobre nada más. Espero me comprenda—”.
        “No hay nadie más”, respondió Brown, “que entienda la disciplina mejor que yo. Muchas gracias y buenas noches”.
          Y el hombre se retiró por última vez.
        No tardó en casarse con la señora Jameson, la mujer de cabello rojo y decoraciones verdes. Era una actriz contratada (como muchas otras) por la agencia de Romance; y su matrimonio con el veterano de guerra había causado cierto revuelo en su lánguido e intelectual juego. Siempre respondía que había conocido muchísimos hombres que actuaban muy bien bajo las condiciones que Northover les entregaba, pero que solo uno había bajado a la carbonera, sabiendo que un asesino le esperaba.
          El mayor y ella viven felices como perdices en un pueblo lejano. El hombre se entregó al tabaco. De otra manera no cambió en nada, excepto... Hay momentos en los que, alertado y lleno de ese egoísmo femenil que ya es parte de su naturaleza particular, entra en trances y abstracciones. Entonces su esposa reconoce con una maternal sonrisa y por la vacía búsqueda de sus ojos azules, que está intentando entender los pormenores y el por qué no podía mencionar a los chacales. Pero, como muchos otros soldados, Brown era un hombre religioso, y creía fervientemente que se descubriría toda la verdad en un mundo mucho mejor que este.
Traducción: PABLO FRANCO ORTEGA TORRES


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G.K. CHESTERTON (Londres, 1874 - Beaconsfield, 1936). Escritor, filósofo y periodista británico. Cultivó el ensayo, la narración, la biografía, la lírica, el periodismo y el libro de viajes. Su personaje más famoso es el Padre Brown, un sacerdote católico de apariencia ingenua, cuya agudeza psicológica lo vuelve un formidable detective. Aparece en más de cincuenta historias. Esta pertenece al libro El Club de los Raros Oficios, publicado en 1905 por Harper & Brothers Publishers.

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    TRADUCCIONES

    El Coloquio de los Perros.
    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856

    ANTOLOGÍA PALATINA
    1. ANACREÓNTICA

    THE BOOK OF KELLS

    AL HAZMI, ALI

    ANDRADE (DE), EUGENIO 

    ANGELOU, MAYA

    BERT, BENG


    BERTRAND, ALOYSIUS

    BHATTACHARYA, DEEPANKAR

    BIANU, ZENO


    BLANCHARD, MAURICE

    BLANDIANA, ANA

    BOUCHET, ANDRÉ (DE)

    BOURSON, GILBERT

    BOUVIER, NICOLAS

    BRODA, MARTINE

    BROWN, STACIA L.

    BUZZATI, DINO

    CALVET, VINCENT

    CAPRONI, GIORGIO

    CARDOSO, RENATO F.

    CASTRO (DE), MANUEL

    CÉSAR, ANA CRISTINA

    CHAMBON, JEAN-PIERRE

    CHAVAL

    CHESTERTON, G. K.

    CONTINI, DONATELLA

    CORSO, GREGORY

    COUTO, MIA

    COUTO, MIA [POEMAS]

    DEGUY, MICHEL

    DELANEY SPEAR, SUSAN

    DELERM, PHILIPPE

    DIMKOVSKA, LIDIJA

    DOMIN, HILDE

    DOMINIQUE ANÉ

    DOMINIQUE ANÉ [OKLAHOMA 1932]

    DRUMMOND DE ANDRADE, CARLOS

    DUPIN, JACQUES

    ELIOT, GEORGE

    ESPAGNOL, NICOLE

    ESPANCA, FLORBELA

    FERREIRA, VERGÍLIO

    FOLLAIN, JEAN

    GARCIA, JUAN

    GINSBERG, ALLEN

    GONZÁLEZ LAGO, DAVID

    GOZIS, GEORGE

    HAM, NIELS

    HAUTECLOCQUE, XAVIER (de)

    HÉLDER, HERBERTO

    HEMINGWAY, ERNEST

    HIERRO LOPES, BEATRIZ

    HIGHTOWER, SCOTT

    HOGUE, CYNTHIA

    IGLESIAS, XOSÉ

    JUDICE, NUNO

    KALÉKO, MASCHA

    KANDEL, LENORE

    KEROUAC, JACK

    KHAÏR-EDINNE, MOHAMMED

    KHENSIN, SUMITAKU

    KINNELL, GALWAY

    LACERDA, ALBERTO (de)

    LAYOS, ILÍAS

    LÉVIS MANO, GUY

    LUCA, GHÉRASIM

    LUCIE-SMITH, EDWARD

    MAULPOIX, JEAN-MICHEL

    MAWGOUD, MONTASER ABDEL


    MERWIN, W. S.

    MICHAUX, HENRI

    MIERMONT-GIUSTINATI, ADELINE

    MILTON, JOHN

    MOORE, MARIANNE

    MORENO, ANNA

    NAPORANO, FERNANDO

    NERVAL, GERARD (de)

    NILO NUNES, LUIZA

    OLIVEIRA (DE), ALBERTO

    PESSANHA, CAMILO

    PESSOA, FERNANDO

    PINTO DE AMARAL, FERNANDO

    PLATH, SYLVIA

    POZZI, ANTONIA

    PRÉVERT, JACQUES

    PROUST, MARCEL

    QUINTANA, MÁRIO

    RAMBOUR, JEAN-LOUIS

    RAMOS ROSA, ANTÓNIO

    RAMOS ROSA, GISELA GRACIAS

    RATROUT, FAHKRY

    RILKE, RAINER MARIA

    RODRÍGUEZ-MIRALLES, JORGE

    SANDA, PAUL
    SCHEHADÉ, GEORGE
    SEXTON, ANNE
    SOLWAY, DAVID
    TABORDA DUARTE, RITA
    TARKOVSKI, ARSENI
    TEASDALE, SARA
    TISSOT, MARLÈNE
    TZARA, TRISTAN
    VALÉRY, PAUL
    VAN OSTAIJEN, PAUL
    VANDERCAMMEN, EDMOND
    VIAN, BORIS
    VILLIERS DE LISLE-ADAM, AUGUSTE
    WALDROP, KEITH
    WILDE, OSCAR

    HEMEROTECA
    AMARAL, ANA LUISA
    LOPEZ-MUGURTZA, JUANKAR

    CategorÍAs

    Todo
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    Albert C Todd
    Alberto De Lacerda
    ALI AL HAZMI
    Allen Ginsberg
    Aloysius Bertrand
    Ana Blandiana
    Ana Cristina Cesar
    Andre Du Bouchet
    Angel Gomez Espada
    Angel Manuel Gomez Espada
    Anita Savo
    Anna Moreno
    Anne Sexton
    Antologia Palatina
    Antonia Pozzi
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