EL COLOQUIO DE LOS PERROS
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TRADUCCIONES

MUESTRARIO DE OTRAS LITERATURAS POSIBLES

AUGUSTE VILLIERS DE L’ISLE-ADAM

23/1/2022

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COMO PARA CONFIAR EN ELLO

          Una mañana gris de noviembre, me apresuré a bajar por la dársena. Una llovizna fría remojaba la atmósfera. Los oscuros transeúntes, ocultos bajo paraguas deformes, se entrecruzaban. El Sena amarillento transportaba sus barcos mercantes como desmesurados abejorros. Por los puentes, el viento fustigaba bruscamente los sombreros, que sus dueños disputaban al espacio con esas actitudes y contorsiones cuyo espectáculo siempre es tan doloroso para el artista.
        Mis ideas eran pálidas y brumosas; la preocupación por una reunión de negocios, aceptada desde la víspera, acosaba mi imaginación. Me acuciaba la hora: resolví refugiarme bajo el tejadillo de un portal desde el cual me sería más cómodo hacer señas a algún simón.
         En el mismo momento advertí, exactamente junto a mí, la entrada a un edificio cuadrado, de aspecto burgués. Se había alzado en la niebla como una aparición de piedra y, a pesar de la rigidez de su arquitectura, a pesar de la niebla apagada y fantástica en la que estaba envuelto, le encontré, de inmediato, un cierto aire de cordial hospitalidad que me serenó el alma.
         —¡Ciertamente —me dije—, los huéspedes de esta casa son gente sedentaria! Este umbral invita a detenerse en él. ¿Acaso no está la puerta abierta?
        De modo que, con la mayor educación del mundo, aire satisfecho, sombrero en mano, pensando incluso en un madrigal para la dueña de la casa, entré sonriendo y me encontré, de lleno, frente a una especie de salón de cubierta acristalada, por el que caía, lívido, el día.
       En las columnas habían colgado ropajes, tapabocas, sombreros. Habían dispuesto mesas de mármol por todas partes.
          Varios individuos, con las piernas estiradas, las cabezas elevadas, los ojos fijos, el aire positivo, parecían meditar. Y sus miradas eran irreflexivas, sus rostros del color del tiempo.
         Había carteras abiertas, papeles desplegados junto a cada una de ellas. Y me di cuenta entonces de que la dueña de la casa, con cuya cortesía de bienvenida había yo contado, no era otra que la Muerte.
         Examiné a mis anfitriones. Ciertamente, para escapar a las preocupaciones del incordio de la existencia, la mayoría de los que ocupaban el salón había asesinado sus cuerpos, a la espera así de algo más de bienestar.
         Mientras escuchaba el rumor de los grifos de cobre sellados a la tapia y destinados al riego diario de estos restos mortales, oí el rodar de un simón que se detenía delante de la estancia. Caí en la cuenta de que mi gente de negocios me estaba esperando. Me di la vuelta para aprovechar mi buena fortuna.
         El simón, en efecto, acababa de desaguar en el umbral del edificio, a unos colegiales de juerga que necesitaban ver la muerte para creer en ella. Me percaté del coche vacante y le dije al cochero:
         —¡Al Passage de l’Opéra!
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       Poco tiempo después, en los bulevares, a falta de horizonte, el tiempo me pareció más cubierto. Los arbustos, la vegetación esquelética, parecían, con las puntas de sus ramitas negras, señalar vagamente los peatones a los agentes de policía todavía adormilados. El coche se apresuraba. Los transeúntes, a través de la ventana, me trasmitieron la idea del agua que fluye.
        Una vez en mi destino, salté a la acera y me metí por el pasaje atestado de caras preocupadas. En el otro extremo, observé, justo enfrente de mí, la entrada de un café, hoy día consumido por un famoso incendio (pues la vida es un sueño), al que habían relegado al fondo de una especie de cobertizo, bajo una bóveda cuadrada, de aspecto tristón. Las gotas de lluvia que caían sobre el acristalamiento superior oscurecían aún más el pálido resplandor del sol.
      —¡Era allí donde me esperaban —pensé—, copa en mano, miradas brillantes, mofándose del Destino, mis empresarios!
         Giré entonces el pomo de la  puerta y me encontré, de lleno, en una sala en la que, desde lo alto, lívido, caía el día, a través de la cristalera. De las columnas colgaban ropajes, tapabocas, sombreros. Habían colocado mesas de mármol por todos lados. Varios individuos, con las piernas estiradas, la cabeza elevada, los ojos fijos, con aire positivo, parecían meditar. Y sus rostros eran del color del tiempo, la mirada irreflexiva. Había carteras abiertas y papeles desplegados al lado de cada una de ellas. Observé a aquellos hombres. Con certeza, para escapar de las obsesiones de la insoportable consciencia, la mayoría de aquellos que ocupaban la sala había asesinado hacía mucho tiempo sus “almas”, a la espera así de algo más de bienestar.
         Mientras escuchaba el sonido de los grifos de cobre, sellados a la tapia y destinados al riego diario de aquellos restos mortales, me vino de nuevo a la cabeza el rodar del coche.
         —Seguro que —me dije a mí mismo—, a la larga, al cochero le ha afectado una suerte de embotamiento, pues me ha vuelto a traer, tras tantos rodeos, sencillamente, a nuestro punto de partida. Aun así confieso (si hay equivocación), ¡EL SEGUNDO VISTAZO ES MÁS SINIESTRO QUE EL PRIMERO!... Volví pues a cerrar, en silencio, la puerta acristalada y regresé a mi casa, bien decidido —despreciando este ejemplo y suceda lo que me suceda— a no entablar negocios nunca más.
Traducción y nota: MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO


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AUGUSTE VILLIERS DE L’ISLE-ADAM (Saint-Brieuc, 1838 - París, 1889). Aristócrata francés, incluido entre los raros de Darío, descendía de una antigua e ilustre familia y murió, arrogante y solitario, sin haber conocido gloria o fortuna a las cuales siempre se creyó predestinado. Conoció a Baudelaire, quien lo inició en Poe, y fue asimismo amigo de Mallarmé. Escribió dramas filosóficos que fueron ignorados por el público con un estilo rimbombante, atravesado de destellos fulgurantes, ideal para enfrentar «las luces del sueño a las tinieblas del sentido común». Influido poderosamente por Hegel, quien lo confirmaría en su idealismo místico, y contagiado por el disgusto tanto de las costumbres contemporáneas como del oropel intelectual de la ciencia, su deseo fue el de componer una serie de obras en las que el sueño tuviera la lógica como base. Precursora del simbolismo, su obra mayor fue el drama Axel, publicado póstumamente. De sus Cuentos crueles (1883), mezcolanza de temas terribles tratados con un humor inquietante en textos que exaltan la búsqueda espiritual y el triunfo de lo onírico, se ofrece esta perla que inspiraría tanto a Borges, como a Cortázar o incluso a Filisberto Hernández.
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SAINT-POL-ROUX

8/9/2021

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DELANTE DE LA ROPA TENDIDA POR MI MADRE, EN EL PUEBLO
 
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                 A Victor Groulhard
 
 
¡Ropa tendida por los brazos de rosa de mamá...!
 
Primitiva prueba de la cubeta con sus cenizas de sarmiento...
Huevos nevados del jabón...
Francas bofetadas de la paleta...
Decisivas caricias del pozo...
Muy pura cuerda que va desde los acerolos hasta ese trofeo de orejas de elefante al que se parece la higuera...
Luego, las pinzas tutelares...
Y, finalmente, sobre ese flotante candor, los sutiles lingotes del sol virgen...
 
¡Ropa tendida por sus brazos de rosa!
 
Hostias...
Linos de alba...
Nenúfares de brisa...
Páginas de amapolas...
Lienzos de luna...
Pergaminos en viñetas de insectos...
 
¡Ropa tendida por sus brazos de rosa!
 
Ingenuo aroma de la lejía...
Que sube a abrir el palomar de los recuerdos...
Y se perciben gestos blancos de aparecidos en los espejismos de antaño...
Y se saborea la buena leche de rediles revueltos...
 
¡Ropa tendida por sus brazos de rosa!
 
Pues es la exposición de las obras sencillas de las mamelas de mi casa...
¡Estados de alma de mis ancestros entre la adelfa y el olivo...!
Hijo, ¿acaso emanas de la rueca o de los velos de las capelinas...?
¿Acaso serviríais de ajuar a la posteridad, venerables cabellos de antaño...?
 
¡Ropa tendida por sus brazos de rosa!
 
¡Oh, esos dedos de abuela sobre esos resaltes de abuela...!
¿Acaso chorreas, saliva laboriosa, desde esas telas sobre la verbena y las sandías?
Bravas hadas que en sueños huís bajo el emparrado en verano y ante una lumbre de cepas en invierno, ¿quedaron vuestras ensoñaciones entre sus mallas...?
 
¡Ropa tendida por sus brazos de rosa!
 
Oh pañales
Oh mandiles
Oh visillos
Oh manteles del festín familiar en el que el más anciano dice una oración...
Oh sábanas puestas en el alféizar al paso de la virgen...
Oh sudarios...
 
¡Ropa tendida por los brazos de rosa de mi madre!
 

CIGARRAS
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                A Paul Valéry
 
El Tiempo reza el rosario del Sol.
En estas horas de color tesoro de iglesia, cachetes de ángeles de mar, de los que comeremos, sonríen sobre los brazos verdes de los candelabros cuyas arandelas de hierba seca vocalizan. A través de las cintas blancas del pequeño valle dorado, uno de cuyos viñedos se asemeja a un idilio de Teócrito y a una bucólica de Virgilio el otro, vienen y van peregrinos en blusa, ceñidos con una diadema que echa brotes, tenaz, pese a la bola de tela mediante la cual una mano a cada veinte pasos la borra, perentoria. En un vergel, maese Espantapájaros marca el compás por encima de un atril con notas de cereza ejecutadas al pífano por un pastor de corderos balantes bajo un vuelo vivaz de golondrinas que tricotan el espacio. Entre tanto, ante su umbral ornado de madreselvas, un anciano en vanguardia afila la anual guadaña, como si lustrara con el cierzo un mar de fondo.
El Tiempo reza el rosario del Sol.
 
                                                                                                                                                                                                                                    Provenza, junio de 1891.
Traducción y nota: MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO


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SAINT-POL-ROUX. Nacido en 1861 con el nombre de Paul Roux en un barrio de Marsella y muerto en 1940 en Bretaña, donde se había instalado tras su inevitable paso iniciático por París, fue poeta a caballo entre el simbolismo y las nuevas corrientes. A pesar de su relevancia en el conjunto de la poesía francesa, a pesar de la ferviente admiración que le profesaba Apollinaire, de la celebración surrealista que de su obra hizo Breton, quien veía en él a un precursor de lo nuevo por la importancia que concedía al poder liberador y autónomo de la imagen fuera del control de la razón, es uno de los grandes olvidados. Roux se mostró fiel al culto de la belleza ensalzado por su maestro Mallarmé y quiso ser dramaturgo al igual que poeta, pero ni una sola obra suya fue jamás representada. Su gloria fue tan efímera y tardía como trágico su final: un soldado alemán asaltó su casa de Camaret con funestas consecuencias y, poco después, antes de su fallecimiento, su legado cultural e intelectual fue saqueado por la barbarie nazi. Un bombardeo aliado al final de la guerra arruinó todo lo demás. Los poemas que siguen han sido extraídos del libro La rosa y las espinas del camino (Las estaciones de la procesión I).
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MARIE-CLAIRE BANCQUART

18/3/2021

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esa áspera impresión que nos asalta
en la equivalencia
entre el hermoso cuadro y el mosaico enguatado de la colcha
 
pues también nos han rallado muy fino

nos evoca el doble acristalamiento de las casas rusas
 
en su interior
insectos muertos
migajas
en las ranuras
 
nosotros:
fragmentos encerrados
en su delgada atmósfera

Si penetras en tu cuerpo
lo bastante profundo
como para explorar tu floresta de venas, de   bronquiolos,
te convertirás
en un mago del revés
 
planta la menta
con sus raíces fuera de la tierra
 
confía su alimento al cielo
 
y crecerá en el humus
con hojas olorosas
bálsamo para topos y hormigueros
 
el mundo sabrá de
minerales al aire, de soles subterráneos
de lazos que unen
 
gramíneas
escolopendras

El exiliado que regresa no tiene contraseña
ni muros que lo sostengan
 
demasiado tiempo ha vivido allende las fronteras
 
y examina estatuas
tratando de despertar nombres
 
su historia
se ha desgarrado
 
los billetes de banco
están impresos en palabras desconocidas
 
la lengua suena un poco diferente,
 
y al escucharla recuerda jergas y acentos de otra época, una topografía de vocales y consonantes, las monedas que precisaba para procurarse en la tienda un caramelo veteado de azul, sabrosamente dulzón... y de alguna manera, se siente repatriado.
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MARIE-CLAIRE BANCQUART (Aveyron, Francia, 1932-2019). Profesora en distintas universidades, estudiosa de la literatura del XIX y del XX, posee una estimable obra ensayística, novelística y poética, inédita en nuestra lengua. Casada con el compositor Alain Bancquart, también escribió oratorios y cantatas. De niña, padeció una tuberculosis ósea que la dejó paralizada durante meses. La experiencia de la inmovilidad, que marcó de forma indeleble su producción literaria, la empujó a fijar su atención en la «hermosa insignificancia de lo que nos rodea». Desde Mais hasta Violente vie, M-C Bancquart fue confirmando una sutileza y una singularidad que acabó por imponerse en el mundo literario francés. Asociada a los llamados poetas de cuerpo dolorido, entre los que se encuentra Lionel Ray, ese fue precisamente el eje central de su producción: el cuerpo, su lado sagrado e híbrido en la fusión con el cosmos y con lo profundo de la tierra, sus metamorfosis, el cuerpo como experiencia primordial y prisión cargante, esa envoltura carnal que procura extrañeza, incomunicación, soledad y exilio.

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Traducción y nota:
MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO


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JEAN CAYROL

29/11/2020

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         Quizás hoy no sea fácil hacerse una idea, siquiera aproximada, de la enorme conmoción que supuso el estreno en 1955 del documental Nuit et brouillard [Noche y Niebla], cuya realización fue encargada al gran cineasta francés Alain Resnais (1922-2014) por el Comité d’histoire de la Seconde Guerre mondiale, con motivo del décimo aniversario de la liberación de los campos.
         Su título, de origen incierto, que algunos relacionan con versos de una ópera de Wagner, remite al código de un decreto, firmado en 1941 por el mariscal Keitel, con el cual se pretendía perseguir los delitos de conspiración, sedición y desobediencia al III Reich en todos los territorios ocupados. En uno de sus apartados, se especificaba en concreto que todos los enemigos de Alemania, una vez arrestados, habían de desaparecer sin dejar rastro.
        A partir de material requisado a los propios nazis, tomas efectuadas por Resnais, música del compositor austríaco, alumno de Schönberg, Hanns Eisler, y un comentario redactado por el poeta y resistente bordelés Jean Cayrol, el filme, una obra maestra visual y textual, se convirtió en un clásico de los campos de la muerte. Sus treinta y dos minutos de duración, con el recitado del actor Michel Bouquet sobre un montaje perfecto que alternaba imágenes en blanco y negro y en color en torno a una temática de una crudeza jamás vista hasta entonces, traspasaron el ámbito de lo artístico para convertirse en un manifiesto incontestable, un golpe a las conciencias, que enfrentó con valentía, memoria y vergüenza a la creciente indiferencia y al olvido deliberados frente a la mayor barbarie de la historia de la humanidad.
        Su calidad como obra creativa y como documento histórico a la vez no impidió, sin embargo, que se topara en su recorrido con serios contratiempos. La censura, sin ir más lejos, puesta en marcha por un gobierno que pretendía encubrir el bochornoso papel colaboracionista del régimen de Vichy, fue uno de ellos: una imagen mostraba el quepis de un gendarme mientras custodiaba en un velódromo a presos judíos que esperaban su traslado en tren a los campos de exterminio.
          En el clima reaccionario en el que vivió el país durante los años cincuenta, el documental fue contestado y repudiado por gran número de políticos, que no advertían en su difusión nada más que un escollo en la renovación de lazos (básicamente económicos) con la Alemania de la postguerra. Para colmo, su exhibición fue vetada en el festival de Cannes, con lo que el escándalo se acentuó aún más, máxime cuando veteranos deportados amenazaron con manifestarse por sus calles disfrazados de presos.
         En medio de la confusión creada, este fue parte del escrito que Jean Cayrol publicó en el diario Le Monde, el 11 de abril de 1956: «Francia rechaza con todo esto ser la Francia de la verdad, pues la mayor matanza de todos los tiempos, no la acepta sino en la clandestinidad de la memoria... Arranca salvajemente de la historia las páginas que ya no le agradan, retira la palabra a los testigos y se hace cómplice del horror... Amigos alemanes, es la propia Francia quien hace caer su noche y su niebla sobre nuestras relaciones amistosas y cordiales.»
         A pesar de todo o gracias a eso, la película logró abrirse paso por las salas europeas para revelarse como la mejor arma contra aquellos que empezaban ya a mostrarse en público y sin disimulos como revisionistas o negacionistas. Tal fue su impacto e influencia, en Francia especialmente, que su emisión y estudio acabaron siendo incluidos en el programa escolar de la asignatura de Historia.
      El comentario de Cayrol, que sufrió en sus propias carnes la terrible experiencia de la deportación durante tres años, dio cuenta, sin acritud, casi con una terrible dulzura poética, de la «mayor carnicería de almas de todos los tiempos». Ese texto escrito, magníficamente integrado en el montaje de Resnais, no fue publicado impreso en papel hasta mediados de los noventa por la editorial Fayard (es de suponer que para sortear una cierta disociación entre lo escrito y lo filmado). Su redacción está marcada una y otra vez por su puntuación sincopada y posee tanto brío en la frase corta y tanto nervio en la palabra, tanto poder de evocación, que es capaz por sí solo de hacernos imaginar la proyección del documental como si estuvieran pasando cada fotograma por delante de nuestros ojos.
         He aquí, pues, de forma independiente, la traducción a nuestra lengua, tan necesaria ahora como entonces, de esa noche y esa niebla angustiosas y sobrecogedoras, de cuya versión alemana se ocupó en su día nada más y nada menos que Paul Celan.

NOCHE Y NIEBLA

 (Comentario)
Guion del film de Alain Resnais


Incluso un sereno paisaje...
         un prado por el que revolotean los cuervos, con su siega y su quema de pastos,
        incluso una carretera por la que pasan coches, campesinos y parejas, incluso un pueblo de veraneo, con su feria y su campanario...
         pueden conducirnos con toda naturalidad a un campo de concentración.
        Struthof, Oranienbourg, Auschwitz, Neuengamme, Belsen, Ravensbruck, Dachau, fueron en su día sólo nombres corrientes en los mapas y en las guías.
        La sangre ha coagulado, las bocas guardan silencio, los barracones no reciben ya nada más que la visita de una cámara. Una extraña hierba ha crecido y revestido la tierra que erosionara el pisoteo de los prisioneros. La corriente ha dejado de fluir por los cables eléctricos. No quedan otros pasos que no sean los nuestros.
 
 
1933, la máquina se pone en marcha.
         Para ponerla en marcha, es necesaria una nación sin notas discordantes...
         ...sin disputas.
         Hay que ponerse manos a la obra.
       Un campo de concentración se construye como un estadio o un hotel de lujo, con empresarios, presupuestos, competencia y, sin duda, sobornos.
         Nada de estilos impuestos. Eso se lo dejamos a la imaginación:
         estilo alpino...
         estilo garaje...
         estilo japonés...
         sin estilo.
         Los arquitectos diseñan con calma esos porches destinados a no ser franqueados nada más que una sola vez.
         Mientras tanto, Burger, obrero alemán,
         Stern, estudiante judío de Ámsterdam,
         Schmulzki, comerciante de Cracovia,
         Annette, colegial de Burdeos...
         viven su vida cotidiana, ajenos al hecho de que a mil kilómetros de sus casas poseen ya un lugar asignado.
         Hasta que llega el día en el que, concluidos los barracones, sólo faltan ellos.
         Con las redadas de Varsovia,
          los deportados de Lodz, de Praga, de Bruselas, de Atenas, de Zagreb, de Odessa o de Roma,
          los internos de Pithiviers (1),
          las redadas del Vel’ d’Hiv’ (2),
          los resistentes apiñados en Compiègne (3),
        la multitud de los que atrapan en el acto, de los que atrapan por error, de los que atrapan al azar, emprende la marcha hacia los campos.
                  
Trenes sellados, con sus cerrojos,
         y el hacinamiento de deportados, a centenares por vagón,
         sin día ni noche, el hambre, la sed, la asfixia, la locura.
         Por algún sitio cae un mensaje que alguien recoge.
         La muerte procede a su primera selección.
         La segunda, se hace a la llegada, en la noche y en la niebla.
         Hoy, en la misma vía férrea, es de día y luce el sol. La recorremos lentamente...
         ¿A la búsqueda de qué?
         ¿De las huellas de los cadáveres que se desplomaban en cuanto se abrían las puertas?
         ¿O bien del pisoteo de los primeros que desembarcaban, empujados a culatazos hasta la entrada del campo...
        entre los ladridos de los perros, los relámpagos de los reflectores y las llamas del crematorio al fondo, en una de aquellas puestas en escena nocturnas que tanto agradaban a los nazis?
 
Primera mirada sobre el campo: otro planeta.
         Bajo el pretexto de la higiene, es la desnudez, de primeras, la que entrega al campo al hombre ya humillado.
         Rapado,
         tatuado,
         numerado,
         atrapado en el juego delirante de una jerarquía todavía incomprensible,
         vuelto a vestir con el traje azul a rayas, a menudo clasificado «Nacht und Nebel», «Noche y niebla».
       Marcado con el triángulo rojo de los políticos, el deportado se inicia en primer lugar con los triángulos verdes: presos comunes, entre los infra-hombres.
         Por encima, casi siempre otro preso común: el kapo.
         Algo más por encima, el intocable —han de hablarle a tres metros—: el S.S.
       En la cima, lejano, el comandante: preside los ritos y simula ignorar el campo... ¿Quién, por otra parte, no lo ignora...?
         Que, a nuestra vez, intentemos descubrir el remanente de esa realidad de los campos, despreciada por aquellos que la fabrican, impenetrable para aquellos que la sufren, resulta vano.
       No hay, para esos barracones de madera, para esos armazones en los que dormían de tres en tres, para esas madrigueras en las que se ocultaban, en las que comían a hurtadillas, en las que el sueño era casi una amenaza, una sola descripción o imagen que pueda devolverles su verdadera dimensión: la de un miedo permanente.
          Sería necesario el jergón que servía de fresquera y de caja fuerte,
          el cobertor por el que se peleaban,
          las denuncias, los juramentos,
          las órdenes transmitidas en todas las lenguas,
          las entradas repentinas del S.S., embargado por un ansia de control o de humillación.
          De ese dormitorio de ladrillos, de ese sueño amenazado, no podemos mostrarles nada más que su cáscara, el color.
          He ahí el decorado: unos edificios que bien podrían ser cuadras, granjas, talleres,
          un terreno empobrecido convertido en solar, con un cielo otoñal que se torna indiferente;
         he ahí todo lo que nos queda por imaginar de esa noche seccionada por los gritos, por el control de piojos, noche de castañeo de dientes.
         Hay que dormirse cuanto antes.
         Despertarse a garrotazos, se suceden los empujones, se buscan las pertenencias robadas.
         Cinco de la mañana: formación interminable en el patio de llamada... los muertos de la madrugada siempre falsean el recuento.
         Una orquesta interpreta una marcha de opereta durante la salida hacia la cantera, hacia la fábrica.
         Trabajo en la nieve, que se transforma pronto en barro helado.
         Trabajo en el calor de agosto, con la sed y la disentería.
         Tres mil españoles murieron en la construcción de esas escaleras que conducen a la cantera de Mauthausen.
        Trabajo en las fábricas subterráneas. Un mes tras otro, se cubren de tierra, se hunden, se ocultan, matan. Llevan nombres de mujer: Dora, Laura.
         Pero esos extraños obreros de treinta kilos son poco de fiar. Y el S.S. anda al acecho, los vigila, los hace formar, los inspecciona y los cachea antes de su regreso al campo.
         Pancartas de estilo rústico enfilan de nuevo a cada uno a su recinto.
         El kapo sólo tiene que hacer recuento de sus víctimas de la jornada.
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El deportado, por su parte, vuelve a toparse con la obsesión que gobierna su vida y sus sueños: comer.
         La sopa.
         Cada cucharada carece precio. Una cucharada de menos equivale a un día menos de vida.
         Se truecan dos, tres cigarrillos, por una sopa. Muchos, demasiado débiles, son incapaces de defender su ración del asalto de los ladrones.
         Esperan a que el lodo o la nieve los acoja.
         Tenderse al fin, en cualquier sitio, para disponer de una agonía propia.
 
Las letrinas, sus inmediaciones.
         Esqueletos con vientres de bebé iban por allí siete, ocho veces por noche: la sopa era diurética.
         Y, ¡ay de aquel que se tropiece con un kapo ebrio al claro de luna!
         Unos a otros se observaban con temor, a la búsqueda de esos síntomas pronto familiares: «hacer sangre» era señal de muerte.
         Mercado clandestino: lugar de compra y venta, allí se mataba a la chita callando. En él, se efectuaban las visitas. Se dibujaban los planos de un apartamento para el regreso. Se comunicaban entre ellos noticias verdaderas y falsas. Se organizaban grupos de resistencia.
        Allí, una sociedad adquiría forma. Una forma esculpida en el terror y, sin embargo, menos enloquecida que una orden de los S.S., expresada por medio de preceptos como los que siguen:
«LA LIMPIEZA ES SALUD»
 
«EL TRABAJO ES LIBERTAD»
 
«A CADA CUAL LO QUE SE MERECE»
 
«LOS PIOJOS MATAN».
         Y un S.S., ¿qué?
         Cada campo entraña una sorpresa: una orquesta sinfónica,
         un zoológico...
         invernaderos en los que Himmler cuidaba de sus plantas delicadas;
         el Roble de Goethe, en Buchenwald (4), en torno al cual construyeron el campo, respetando el roble.
         Un orfanato efímero, que es renovado sin cesar.
         Un barracón para inválidos.
       Es entonces cuando el mundo de verdad, el de los paisajes sosegados, el del tiempo anterior, puede muy bien aparecer desde lejos o no tan desde lejos.
       Para el deportado, se trataba de una imagen. Él ya no pertenecía nada más que a ese universo finito, cerrado, limitado por las torres de observación desde donde los soldados patrullaban el buen comportamiento del campo, apuntaban continuamente a los deportados, los mataban si se terciaba, por desgana.
 
Cualquier cosa es pretexto para burlas,
         castigos,
         humillación... las llamadas para formar duran horas.
 
 
Una cama mal hecha: veinte golpes de cachiporra.
         Nada de hacerse notar, nada de hacerle cruces a dios.
         Tienen su horca, su recinto para ejecuciones.
         Ese patio del barracón once, hurtado a las miradas, dispuesto para los fusilamientos, con su pared que protege del rebote de las balas.
          Ese castillo de Hartheim (5), hacia el que autocares con vidrios ahumados transportan a unos pasajeros a los que no se volverá a ver jamás.
          «Transportes negros», que parten en la noche y de los que nadie sabrá nunca nada.
 
Pero es increíble lo que puede resistir un hombre: con el cuerpo abrasado por la fatiga, el espíritu trabaja, las manos cubiertas de vendajes, trabajan.
          Fabrica cucharas, marionetas, que luego oculta, monstruos.
          cajas.
 
Logra escribir, tomar notas...
         entrenar la memoria con sueños.
         Puede pensar en Dios.
       Incluso llega a organizarse políticamente, a disputarles el control interno de la vida del campo a los presos comunes.
        Se encarga de los compañeros más disminuidos... Dona su alimento. Organiza ayudas solidarias.
        Como último recurso, empuja con ansiedad a los más amenazados al hospital, al «Soñadero».
        Acercarse a esa puerta suponía fantasear con una enfermedad auténtica, con la esperanza de una cama. También, el riesgo a una muerte por jeringa.
        Los medicamentos son de risa, las vendas de papel. La misma pomada sirve para todas las enfermedades, para todas las llagas.
         A menudo, el enfermo hambriento se come sus vendajes.
         Al final, todos los deportados se asemejan. Se ajustan a un patrón sin edad, que muere con los ojos abiertos.
         Había un barracón quirúrgico. Con algo más de fantasía, se habrían imaginado frente a una clínica de verdad.
         Doctor S.S....
         enfermera inquietante...
         Existe el decorado, pero ¿qué se esconde tras él?:
         operaciones inútiles, amputaciones, mutilaciones experimentales.
         Los kapos, como los cirujanos S.S., pueden hacer sus prácticas en él.
 
Las grandes plantas químicas envían a los campos muestras de sus productos tóxicos.
         O bien compran un lote de deportados para sus ensayos.
         De esos conejillos de Indias, unos cuantos sobrevivirán,
         castrados,
         abrasados con fósforo.
         Los habrá cuya carne quedará marcada de por vida, pese al regreso.
        De estas mujeres, de estos hombres, consignados a su llegada, los despachos administrativos archivarán sus rostros.
      También sus nombres son consignados. Nombres de veintidós nacionalidades. Se rellenan cientos de registros, millares de ficheros. Un tachón rojo suprime a los muertos.
        Bajo la mirada de los S.S. y de los kapos privilegiados, son los deportados, los «prominentes», la crema del campo, quienes llevan esa contabilidad delirante, siempre falsa.
        El kapo posee su propio cuarto, en el que puede almacenar sus provisiones y recibir por las noches a sus jóvenes favoritas.
        Muy cerca del campo, el comandante tiene un palacete, en el que su mujer contribuye a mantener una vida de familia y a veces mundana, como en cualquier otra guarnición. Quizás con la diferencia de que ahí se aburre un poco más: la guerra no se digna a terminar.
       Más afortunados, los kapos poseían su burdel. Con prisioneras mejor alimentadas, pero como las demás, destinadas a la muerte.
        A veces, desde esas ventanas cayó un trozo de pan para un compañero del exterior.
        De esa manera, los S.S. habían logrado reconstruir en el campo una urbe en potencia, con hospital, barrio privado, barrio residencial e incluso —sí— una prisión.
         Sería inútil describir lo que ocurría en esos calabozos.
      En esas jaulas diseñadas para que no se pudieran mantener ni de pie ni tumbados, hombres y mujeres fueron torturados a conciencia durante días.
         Las bocas de aeración no retienen sus gritos.
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1942. Himmler visita las instalaciones.
         Es preciso exterminar, pero de forma productiva.
         Cediendo la productividad a sus técnicos, Himmler analiza el problema del exterminio.
         Se estudian planos,
         maquetas,
         se ponen en práctica y son los propios deportados los que participan en las obras.
         Un crematorio podía tener, por qué no, aires de tarjeta postal. Más tarde —hoy—, los turistas se fotografían en él.
         La deportación se extiende a toda Europa.
         Los convoyes se extravían, se detienen, vuelven a partir, son bombardeados y, al final, llegan.
         Para unos cuantos, la selección ya está hecha. Para los que restan, la selección se hace al instante: los de la izquierda irán a trabajar; los de la derecha...
         Esas imágenes están tomadas momentos antes de una exterminación.
         Matar a mano toma su tiempo: se encargan latas de gas zyklon.
         Nada distingue una cámara de gas de un barracón ordinario.
         En su interior, un falso cuarto de duchas acogía a los recién llegados.
         Se les cerraban las puertas
         Se los observaba.
        La única señal —si bien hemos de prestar atención— lo constituye ese techo al que las uñas llenaron de arañazos. Hasta el hormigón desgarraban.
         Cuando los crematorios son insuficientes, se elevan hogueras.
         Los nuevos hornos absorbían aun así varios millares de cuerpos al día.
 
Todo se aprovecha.
         Son las reservas nazis en guerra, sus graneros.
         Nada más que por los cabellos de mujer...
         ...a quince pfennigs el kilo... se elaboran telas.
         Con los huesos...
         abono... o, al menos, eso intentan.
         Con los cuerpos... qué podemos añadir más...       
         ...con los cuerpos, procuran fabricar jabón.
         En cuanto a la piel...
 
1945. Los campos se extienden, rebosan. Son ciudades de cien mil habitantes. Cartel de completo en todos ellos.
         La gran industria se interesa por esta mano de obra indefinidamente renovable.
         Existen fábricas que tienen sus campos particulares, vedados a los S.S.
         Steyr, Krupp, Heinkel, I.G., Farben, Siemens y Hermann Göring se abastecen en esos mercados.
         Los nazis podrían ganar la guerra: esas nuevas ciudades forman parte de su economía.
         Pero la pierden.
         El carbón para los crematorios escasea. El pan para los hombres escasea. Los cadáveres obstruyen las calles de los campos: el tifus...
         Cuando los aliados abren las puertas...
         ...todas las puertas...
       La mirada de los deportados es de incomprensión. ¿Han sido liberados? ¿Volverán a hallar su lugar en la vida cotidiana?
         —Yo no soy responsable —dice el kapo.
         —Yo no soy responsable —dice el oficial.
         —Yo no soy responsable...
          Entonces, ¿quién es responsable?
        En el momento en el que les hablo, el agua helada de las ciénagas y de las ruinas colma el hueco de las fosas de cadáveres, un agua helada y opaca como nuestra mala memoria.
         En su letargo, la guerra no deja de tener un ojo abierto.
         La hierba fiel ha crecido de nuevo en los patios de llamada, entre los barracones.
         Un pueblo abandonado aún lleno de amenazas.
         El crematorio está fuera de servicio. Las añagazas nazis han pasado de moda.
         Nueve millones de muertos penan por estos parajes.
         ¿Quién de nosotros vela desde este extraño observatorio para advertirnos de la llegada de nuevos verdugos?
         ¿De veras tienen un rostro distinto al nuestro?
         En algún lugar, entre nosotros, quedan kapos con suerte, cabecillas rehabilitados, delatores anónimos.
         Quedan todos aquellos que no creían en nada o sólo de cuando en cuando.
      Y quedamos nosotros, sinceros observadores de esas ruinas, que fingimos recuperar la esperanza frente a esa imagen que se aleja, como si el viejo monstruo de los campos de concentración hubiera muerto bajo sus escombros, nosotros, que fingimos, como si hubiera cura para la epidemia de los campos de concentración, que todo esto pertenece a un tiempo único y a un único país, y olvidamos mirar a nuestro alrededor sin oír esos gritos que no tienen fin.

(1) Entre 1941 y 1943, más de 16 000 judíos, entre ellos 4 500 niños, fueron internados en los campos de Pithiviers y de Beaune la Rolande, a unos 50 km de Orleans y 90 de París, ambos gestionados por la administración francesa, bajo control alemán. Todos fueron conducidos a los campos [Nota del Traductor].
(2) Abreviatura de Vélodrome d’hiver, Velódromo de Invierno de París, en referencia a la redada de judíos a gran escala que tuvo lugar en julio de 1942, con la colaboración de miles de policías y gendarmes franceses [N. del T.].
(3) El grupo de Compiègne, llamado también Batallón de Francia, fue uno de los primeros grupos de la resistencia francesa. Creado en 1941 y desmantelado en 1942 por el contraespionaje alemán, sus miembros fueron deportados y en la mayoría de los casos condenados a muerte y ejecutados, según directrices del programa Nacht und Nebel o NN, ya citado [N. del T.].
(4) Las S.S. dejaron un viejo roble en medio del campo de Buchenwald, que señalaron en los mapas como el «roble grueso», recuerdo de las frecuentes visitas de Goethe a Ettersberg. Los internos le dieron el nombre de «roble de Goethe». En agosto de 1944, fue gravemente dañado por los bombardeos y, poco después, abatido. Solo el tocón de la base se conserva en el centro del campo como símbolo de memoria [N. del T.].
(5) El tristemente célebre castillo de Hartheim (Alkoven, Austria) es una hermosa construcción renacentista de principios del siglo XVII, situado a las afueras de Linz, que desde 1898 sirvió de institución de acogida para personas que no podían valerse por sí mismas. No se sabe a ciencia cierta por qué se convirtió, una vez nacionalizado por los nazis, a partir de 1940, en centro de ejecución para Austria, un sector de Baviera y una parte de Checoslovaquia. Su dirección fue encomendada al psiquiatra Rudolf Lonauer y en él murieron más de veinte mil personas, en su mayoría enfermos mentales, con la excusa de que eran internados en un «campo de reposo». Su idea de base era la de la purificación y fortalecimiento de la raza aria a partir de la eliminación de esas personas. Pero no sólo se utilizó para ese fin. Se da la circunstancia de que murieron gaseados en sus instalaciones, en este caso por su evaluación política como «combatientes rojos o comunistas de España», unos quinientos republicanos españoles. Cf. Le château de Hartheim et le «Traitement spécial 14f13», artículo de Florian Schwanninger, Revue d’histoire de la Shoah 2013/2 (N° 199), pp. 313-350 [N. del T.].

Traducción y nota: MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO
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JEAN CAYROL (Burdeos, Francia, 1911-2005). Novelista, ensayista, guionista, cineasta, poeta y editor francés, se dedicó a la creación cuando malogró su doctorado en derecho y, en consecuencia, su posterior carrera como magistrado. Durante la ocupación, formó parte de los primeros grupos de resistencia contra el ocupante alemán, en concreto de la Confrérie Nôtre-Dame, que se encargaba de filtrar información militar, económica y política a las fuerzas francesas libres comandadas por el general De Gaulle en suelo británico. Delatado  en 1942, fue detenido y deportado al campo de Mauthausen-Gusen. Tras su liberación, su extensa obra creativa y ensayística se verá vinculada a una llamada literatura lazareana, en referencia al personaje bíblico de Lázaro, que como él regresó de entre los muertos.
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HENRI MICHAUX

11/8/2020

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Una vez más, venid
venid, palabras miserables
para expresar aún más miseria
para expresar lo caído, lo devastado, lo irreconocible
lo tres veces más temible que en las sombras se prepara
 
Para expresar los montes de vergüenza súbitamente surgidos que bloquean el horizonte
las jaulas por doquier, para expresar a Judas,
Para expresar a Judas multiplicado, a Judas haciendo compañía
a los denarios a los que no les queda mucho tiempo para perseguir a Judas
 
Para expresar las hojas que caen
las frentes que se agrietan
las apeaderos que se apagan
los caminos que se agotan
el invierno que a correazos azota al gran rebaño
 
Para expresar brazos, estómagos, juicios en el torno
y a millones y millones de hombres enteros en el torno
y a millones y millones roídos en la llaga
de la llaga, de la llaga de la cosa
o clavados, silenciosos, que contemplan la espalda rota de su porvenir
 
Que contemplan sobre todo esa Estatua alta que, a la derrota de los suyos,
se ha hundido sobre su pedestal
y sus escombros hacen daño. Sus escombros nos torturan y acosan.
La noche viene. Los ecos se alejan. El frío se agranda.
Un gran cuerpo con garras, con todo su peso, se extiende sobre sí mismo.
 
 
                                                                                                                                                                                                                         [Publicado en Traits en 1943]

PUERTAS QUE DAN AL FUEGO
 
Para mí, vasallo de brazo quebrado, habitante de una isla
dejó de fluir el agua
y la vida extravió sus días
 
Mis puertas dan al fuego
Con la ropa arrancada de mi carne, la piel ya no me envuelve
Nada me envuelve
La batalla furiosa se libra fronteras adentro
 
¡Qué frágiles las patas de las aguzanieves!
No necesitan otras
 
Como herramientas que cayeron de un carro
me quedé en el camino
 
Mis aves dejaron de volar
Un solo hueso roto ha cuestionado mi vida
 
Escucho las juntas aullantes de mi cuerpo
El dolor hunde en mi llaga sus raspas
 
Hospital y momias de la mañana
¡Con qué hondura anda todo en un cercado!
 
Noches interminables
Con lentitud, giran agujas con lentitud en la noche y al alba
 
Inexorable el tiempo que debo recorrer sin perder un minuto
¿Quién me perdonaría tan solo uno?
 
Noches como de palio sobre una llaga
Cuando el sufrimiento se contempla en los sufrimientos
cuando el sufrimiento resuena y se repite en mil espejos
...ante tanto peldaño aún por escalar
 
Ya no hay cielo
Desgarramos nuestros vendajes
 
Cae un bolo y todos los bolos se tambalean
 
Indomable y continuo sufrimiento
su alocada fanfarria
su trompeta exclusiva y dolorosa
entre nosotros, cortinas abatidas
 
Sufrimiento que a todo sobrevive, como un culto inepto,
heredado e incomprendido
al que permanecemos sumisos
Brasas
Brasas punzantes
¡Horribles esas brasas!
Antes estaba allí mi brazo
 
Fuego. Fuego. Fuego incesantemente fuego
 
La lengua fría del cuchillo que corta
y erra a solas entre los labios del hombre solitario
Abejas que liban flores de hierro
Aves que vuelan entre árboles de hierro
 
Perros que muerden. Jaurías de perros
incesantes oleadas de perros
 
Espero la salida del sol, en pleno día
 
 
                                                                                                                                                                                                    [Publicado en Botteghe oscure en 1960]

Traducción y nota: MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO


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HENRI MICHAUX (Namur, 1899 - París, 1984). La extensa obra poética y pictórica de este peculiar artista nacido en Bélgica es un ejemplo de provocación. Michaux se rebeló contra el mundo exterior y contra la opacidad que observaba en el universo. Un recelo visceral hacia el lenguaje clásico y sus trampas lo llevó a desarticularlo casi por completo, siempre de manera pasional, sin que ello excluyera el humor o la expresión de una ansiedad de origen tras la que se intentaba atrincherarse. Sus extravagancias verbales (pesadilla de cualquier traductor que se precie) acabaron transformándolo en puro exorcismo, presumiblemente para así acusar sin descanso la mediocridad de lo real. Escritor aparte, amigo de Supervielle, valedor de Ducasse, supo avanzar como nadie en la herencia surrealista con una obra creativa muy personal y de una pasmosa valentía. Michaux fue aventurero interior y exterior que nunca ocultó su pasión por el lejano Oriente o por la América hispana, y exploró el sueño con un verso lapidario que evocaba mundos tangibles, la dificultad de vivir y su proyección hacia otros mundos imaginarios de una pavorosa y mágica crueldad. A esa exploración del subconsciente en busca de una ruptura con el tiempo y el espacio, no fue ajeno el uso de estupefacientes, en particular de mezcalina. Los dos poemas traducidos más arriba, que ni corrigió ni destruyó como solía hacer con sus bosquejos, pertenecen a sus inéditos (1922-1984) y fueron publicados por Gallimard en el libro À distance [A distancia].
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CHAVAL

30/6/2020

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MOLIÈRE
 
Molière nació el 8 de enero de 1615 en Saint-Malo. Estudió francés y latín con el abad Denier de Royat, quien debiera morir más tarde. Su padre, comerciante de paños en Elbeuf, habría deseado que Molière le sucediera a la cabeza del negocio, pero el joven Molière carecía del buen gusto paterno para las telas. Después de pasar ocho años tras el mostrador familiar, una hermosa mañana se esfumó, provisto de una faltriquera no muy llena, el pobrecillo. Habiendo alternado con varios jóvenes de su edad, entabló amistad con uno de ellos, Pierre Simon; luego, en 1626, desposó a una viuda, doña Lucía Delettre. Murió en Limoges en 1652. Su joven hermano, Jean-Baptiste Poquelin, se hizo notar por unas cuantas, divertidas y bien construidas piezas de teatro.

CÓMO SE ELABORA UN PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA
 
Pónganlo completamente desnudo en un local a 25o más o menos. Lávenlo con jabón verde, grosso modo, enjuáguenlo, séquenlo, dejando no obstante una ligera humedad que les permita hacer un dobladillo con las trazas grisáceas que pudieran persistir. Con un tampón de guata empapado en una buena agua de colonia, frótenle ligeramente toda la superficie a excepción de las mucosas, nada de talco. Según la temperatura exterior, vístanlo con una o dos ropas interiores de lana, la camisa, el pantalón, el chaleco, la gran enseña, zapatos; péinenlo y música, maestro. Buena suerte.

UNA CORRIDA DE TOROS
 
Antes de nada, déjenme describirles el terreno. Se trata de un largo rectángulo curvado, cuyos extremos se juntan a la manera de un hipódromo. Lo más divertido es observar a la multitud tan multicolor y excitada. Los preparativos duran mucho tiempo, tanto tiempo que incluso a uno lo invade el aburrimiento. Al fin, los picadores consiguen obligar a los toros a colocarse en la línea de partida, tarea que exige mucha paciencia. Al pistoletazo, los animales echan a correr. Algunos corren deprisa, otros con lentitud; los hay además que se detienen para rascarse, hecho que provoca abucheos y sarcasmos.
         —Se rascó, se rascó —grita la multitud, lo cual quiere decir «descalificado».
         El ganador es aquel que llega primero a su punto de partida cuando ha completado una vuelta, pues si vuelve a su punto de partida rehaciendo el camino recorrido, también él es «se rascó» y no cuenta, incluso si es el primero. No sé si me explico.

LEYENDA BRETONA
 
       Érase una vez un bretón llamado Le Palurduk. Marino de padres a hijos, gustaba de ver mundo y las tempestades más espantosas apenas si lo obligaban a dar marcha atrás. Se contentaba con observar fijamente el horizonte a través de su viejo pellejo curtido por el agua de mar y por medio de sus claros ojillos grises muy duros, que estaban curados de espanto. Una noche de invierno, mientras los equinoccios se precipitaban todo a lo largo de los costados de su cascarón de nuez, el Jean-Jacques Rousseau, soltó un juramento a destiempo, pues era creyente pero ya no muy joven. De repente, el mar desatado cedió su lugar a una hermosa joven en cueros y envuelta en una aureola.
         —Yves —le dijo ella—, formula dos deseos y te serán concedidos.
         —Quisiera un barógrafo —respondió Le Palurduk sin dudarlo.
         La jovencita extrajo de sus senos un lindo barógrafo, no muy nuevo pero en excelente estado.
         —Y ¿qué desea el señor de segundo? —prosiguió la desnudez.
         —Quisiera echarte un polvo, hija mía —respondió el viejo marino con la mirada encendida.
         Recibió entonces una de esas bofetadas de las que sí cuentan en la vida de un bretón y, luego, en el mismo instante, la aparición se desvaneció dejando sitio de nuevo a la tempestad. Así ocurrió la leyenda que acabo de narrarles.
Traducción y nota: MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO


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CHAVAL (Burdeos, 1915 - París, 1968). Cuál sería nuestra reacción si a un especialista se le ocurriera incluir a Gila, El Roto o El Perich, pongamos por caso, en una antología poética. Eso fue lo que hizo el poeta Jean Orizet con el dibujante, cineasta y prosista francés Chaval, pseudónimo de Yvan Le Louarn. Autor de escritos y viñetas rebosantes de humor negro, perfiló de manera inmisericorde, con los trazos sencillos de sus ilustraciones, en las que incluía personas y animales, la multiplicidad e ilimitación de la estupidez humana. Colaborador de Paris-Match, Le Nouvel Observateur y Le Figaro, surrealistas y sarcásticos, sus trabajos fueron publicados en tres o cuatro volúmenes y en unos cuantos cortos de animación. Con un original equilibrio entre texto e imagen y una excelencia y vigor excepcionales, denunció lo insustancial de lo cotidiano, la irracionalidad y el invariable absurdo social, en la misma línea corrosiva que también observaron a su manera Serre o Reiser. En conflicto permanente con la existencia y su entorno, Chaval propinó un brusco e inesperado corte de mangas a la vida suicidándose a la edad de 53 años. Los cuatro pasajes traducidos pertenecen a sus Écrits [Escritos].

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GUY LÉVIS MANO

21/9/2019

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CARNE PRESENTE
 
Nadie tuvo elección
 
Por la tierra fluían
palabras
y las almas vestían mandiles
bañados en remordimientos y en culpas imprecisas.
 
Mientras la nieve prieta aclaraba la noche
los hombres tramaban trágicas farsas
para perseguir a otros hombres
 
este era el tiempo regio del hierro y del azufre.
 
Luna de acero invernal indiferente
hombres muertos abren agujeros en el sueño de tu nieve
 
hombres cautivos privados de ardor
tras las rejas de los barracones
forjan contigo sueños de tarjeta postal.
Han acaparado un sinfín de sonrisas serviles
para asear las plegarias
que privan al aire de su nobleza.
 
Este es el tiempo regio de sangre y tempestades.
 
Las golondrinas pasan
sin primavera en su plumaje.
Han apartado el sudor de los hombres
del destino de dar fruto a la tierra.
 
Muévete muévete
más lejos más inmóvil
de lo que los hombres se mueven
hacia Oeste y Oriente los rostros lucen destellos rojos
 
Habrá una vasta cicatriz
en el aliento de la vida
 
Luna de noche invernal y guerrera
luna de dulzura muerta
mi cuerpo extenuado por encima de ti
mi cuerpo extenuado de silencio
mi cuerpo extenuado de gestos sin cuerpo
y mi carne presente
y la pobreza por todas partes salvo en tu sueño.
 
Es verdad que las golondrinas no volverán a pasar hasta la próxima primavera.
De Images de l'homme immobile (1942)
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He visto la muerte y he manejado sus resortes
 
Y hoy estoy aquí sin vida ni muerte con mis tormentos insignificantes
frente a una cantera de greda y un bosque tranquilo
 
         A mi alrededor castañean destellos humanos
 
La vida ruge en la voz de sus cañones y arde      arde hasta la punta de la mecha
a lo lejos      a lo lejos unos chavales descienden del cielo
y yacen con el gesto roto sobre los campos minados
         Y la noche los contempla
 
Yo contemplo la noche silenciosa y locuaz y el bosque      y no desciendo del cielo
 
Al alba un hombre se peina el cabello rubio ante un espejo de acero
En un estuche de violín esconde una metralleta y en su agenda alguien al que abatir
 
Hombre asesino declarado de utilidad pública
Las mejillas de los sucesos están maquilladas con sangre
 
Y esta noche tras la ejecución le hará el amor a una chica.

De La nuit du prisonnier (1944)

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JEAN GARAMOND
Tardaré en olvidar ese día de verano del cuarenta y dos en el que descubrí por vez primera la poesía de Jean Garamond. Acababa de recibir de los campos de trabajo varios cientos de manuscritos para una recopilación de poemas de cautiverio que preparaba por entonces y que desmenuzaba con impaciencia en algún lugar de la campiña francesa (no ignoraba que en todas esas granjas de los alrededores una madre o una esposa tenía la mente puesta en un prisionero). Era necesaria, en ese momento y en esas circunstancias, para que la mayoría de los textos recibidos, a pesar de su impericia o la pobreza de su lenguaje, estuviesen cargados de una poesía oculta, más allá de su deficiente expresión, una poesía creada con el esfuerzo y la soledad de aquellos hombres encarcelados. Pese a todo, me topaba con poetas de verdad, ya ejercitados en el canto antes de que el infortunio lo convirtiera en su único recurso. Con nombres conocidos o enigmáticos, firmaban poemas que sobresalían entre los demás, mucho mejores que la torpe confesión o la carta dirigida a la gente de la aldea.
         Cada cuartilla, cada cuaderno —rebosante de escrituras tan disímiles con las que armamos aún así, en el recuerdo, una única escritura de prisionero— llevaba un apellido francés, un número de registro y la inexorable marca: la de la injuria policial del geprüft alemán. Tan solo uno, visiblemente deslizado tras la censura en el cuaderno de un camarada, había escapado a ese recuento catastral y a ese control. Estaba firmado bajo seudónimo. Lo cual habría debido orientarme para que reconociera en Jean Garamond al impresor de tantos poetas, al amigo que había llegado a ver en abril de 1940, militar con permiso, de alma belicosa, que consagró a esa guerra toda su rebeldía masculina. ¿Cómo es que no había pensado en él al instante, con esos redondelitos que separaban las estrofas en sus manuscritos, patrón de su estilo tipográfico? El hecho es que me leí sus seis poemas —que formarían con posterioridad la recopilación de Images de l'homme immobile [Imágenes del hombre inmóvil]— sin que pudiera sospechar nada. Para mí, eran como los demás: aquello que un preso desconocido había escrito allí. Pero esa voz llamaba la atención de inmediato por una inflexión especialmente vigorosa; se trataba de un lamento, pero lleno de fuerza, sin flaquezas. La aspereza del trabajo, las imágenes del mundo abandonado, la sensación del tiempo robado, falseado, de una duración ajena a la propia duración, el sonido preciso que podía envolver en la tundra báltica un diálogo en francés entre unos cuantos camaradas reunidos en la obsesión del pasado —yo veía en ellos la vida cabal de los prisioneros, tan real, prendida con tal seguridad por las palabras, que tuve al fin la certeza de que ese mundo inimaginable para nosotros había dejado de resultarme absolutamente extraño, y esa otra certeza de haber oído la palabra de alguien que apreciaba su peso y valor como nadie. Más tarde, envié mis cuatrocientos manuscritos a Pierre Seghers. Él estaba trabajando en sus Poètes prisonniers [Poetas prisioneros] y me respondió sin tardar: «El mejor es Jean Garamond. Pero, ¿quién es?». Meses después, una vez publicados los poemas, antes que otros muchos lectores, fue Louis Gillet el que me hizo la pregunta: «¿Quién es ese Jean Garamond, del que ha publicado usted poemas tan hermosos?» ¿Quién era?
         Entre tanto, gracias a las pesquisas realizadas a partir de un mensaje rodeado de misterio y sin que su nombre fuera desvelado por el riesgo que suponían las represalias de un kommando disciplinario, pudimos, Pierre-Jean Jouve, Pierre Courthion y un servidor, presentar los textos de Garamond dando a colegir, al menos a sus amigos, su verdadera identidad.
         Hoy en día, todo eso es pasado. Garamond ha regresado, se ha reencontrado con su taller, sus vitelas, su rotativa, y se ha vuelto a poner manos a la obra, prosiguiendo su labor de gran artesano en este mundo de cambios en el que durante su expatriación se han ahondado tantas ausencias. Lo que cuenta hoy es esta poesía del Homme immobile, que nació en el exilio, pero que sobrevive al exilio; porque, tanto o mejor que ninguna otra, expresa el sufrimiento del cautiverio (yo solo la relacionaría con los poemas de Jean Cayrol, cuya experiencia distinta la marcan los campos de exterminio), la poesía de Garamond es mucho más que una crónica histórica. A través de la gracia de un poderoso lenguaje poético —y porque, por encima de todo, ese infortunio del prisionero de 1940 es tan penetrante que se convierte en el infortunio esencial del ser humano—, esta poesía no ha perdido nada de su autenticidad, pese a esa caída en el pasado de los acontecimientos que comentaba. Antes al contrario, al releerla ahora, dos años después de que los campos hayan soltado su presa, percibo en ella una presencia más sólida, una verdad más innegable de la que haya poseído jamás.
         Se me revela así como una victoria lograda por la palabra humana sobre las perversas fuerzas que intentaban, y lo siguen intentando, asfixiar al ser humano. No porque exprese con claridad ese rechazo o una esperanza, no porque Garamond haya querido oponer a esas amenazas su fidelidad a una creencia consciente o las afirmaciones de una vida interior más robusta que esa que pretende agotar sus fuentes. Sino, precisamente, porque esta poesía se impone a los demonios en la misma medida en que renuncia a toda arma en contra de su tarea: por el solo hecho de formular lo que es, el peso del mal, el poder de las pasiones enemigas, la profundidad del desamparo y, asimismo, frente a esos monstruos de la desazón, la invencible resistencia del hombre habitado por las imágenes de su memoria, llevado hacia un futuro por el movimiento espontáneo de su deseo.
         Hubo hombres que regresaron cargados con todo el sufrimiento padecido, abrumados por creerlo en vano, con el sentimiento destructor de haber perdido solo años que habrían podido ser dedicados a la luz, al amor, a la belleza del mundo. Y nosotros no osamos alzar la voz contra su testimonio, no nos sentimos con derecho a luchar contra su tristeza o a cuestionar lo que habrían de decir sobre la crueldad o la bajeza de sus verdugos y de los cobardes. Raros son aquellos que al regresar de esas mismas soledades, resurgiendo del mismísimo infierno, se atreven todavía a creer en el ser humano y no quieren que, por delante de nuestros pasos, el horizonte entero sea definitivamente sellado como el tragaluz de un calabozo. Jean Garamond forma parte de ese testimonio contra la desesperanza. Su evolución poética nos lo demuestra de manera ejemplar.
         Recordemos sus poemas previos a la guerra. En ellos, todo era discontinuo, brusquedad en la aparición de sus imágenes, sedimentos de un gran juego, como si una catástrofe inevitable viniera, una y otra vez, a arruinar la oportunidad presente de un discurso coherente. Nunca había un movimiento continuo capaz de reunir en ellos los súbitos relámpagos surgidos de la noche del ser; nunca el esbozo de sus líneas llegaba a equilibrar la estructura del edificio; apenas se combinaban, cuando se las veía resquebrajarse. Los poemas del stalag no se asemejan ya a esas confesiones previas de la dispersión interior a partir de las cuales se traicionaba una conciencia deliberadamente intermitente y un ser reticente a toda coherencia. En su campo de trabajo, cuando se rompía con dureza el espinazo entre sus camaradas, Garamond escuchó con parsimonia sus lentos monólogos, y se puso a hablar como uno de ellos, del exilio, del pasado perdido, del futuro improbable; pero precisaba, para expresar esas simples preocupaciones humanas, del regreso a una palabra sostenida. Sus cantos, en lo sucesivo, se convertirán en verdaderos cantos que participarán tanto de la elegía y como del salmo, con un tono a la vez cotidiano y bíblico. La imagen, siempre tan intensa, contundente, golpea como un puñal, pero se engasta ahora en el vasto ritmo de un lamento que, en ocasiones, adquiere la monótona sugerencia de una letanía susurrada a media voz, y en ocasiones se agranda hasta las proporciones de un hecho mayor que la miseria de un solo individuo. No conozco poemas de cautiverio que se aproximen tanto al corazón de los seres humanos, y en los que consecuentemente las desgracias del prisionero afloren con tanto parecido a las desgracias comunes de cualquier individuo.
         Jean Garamond no ha renunciado a nada, ni a la búsqueda ni al lenguaje de la poesía de ayer, pero a través de la fuerza temible de los infortunios que lo volvieron a  plantar brutalmente entre sus hermanos humanos, fue impelido a abandonar el mundo de las intermitencias y de la conciencia discontinua. Para afrontar la aplastante fatiga, la separación, la injuria de los tiranos, la tortura del tiempo inmovilizado, no servía de nada recurrir a un ser disperso. Fue preciso reunificarlo, acercarse al núcleo y a su código. En el crisol de su reclusión, la unidad de la persona se refundió, a pesar de las dudas y de sus secuelas. Y un poeta renovado nos vuelve a enseñar que las palabras graves y sencillas, las palabras cotidianas, expresan mucho más acerca de nosotros mismos que las prospecciones y las disecciones de una época devastada por la psicología, mucho más que los raros vocablos metamorfoseados por los secretos propósitos del hermetismo.
         Ese prisionero que habla en sus poemas es usted, Jean Garamond, y somos nosotros mismos, cada uno de nosotros. Usted orienta su mirada hacia otro tiempo, y nosotros sabemos que han mutilado para siempre una parte del ser que fuimos, y también, como usted, que seguimos siendo fieles a lo mejor de esa juventud que nos arrancaron de las manos. Por esos lugares, usted andaba al acecho de indicios y de buenas nuevas, le pedía a sus manos asesinadas que le devolvieran la confianza arruinada; y también nosotros estamos al acecho, con obstinación, a la espera de una aurora en la noche prolongada, listos para descifrar en todas sus formas el anuncio de este maravilloso mundo sensible con el que tanto nos han engañado pero que ha seguido manteniendo sus promesas. Usted ha hablado de las noches —noches salvadoras—, ha hablado de unos ríos y de unos caminos que ante nuestros pasos, como ante los sueños del cautivo, siguen manteniendo abierta la senda que lleva a una Tierra prometida. Usted nos confirma que el tiempo en el que estamos recluidos se aventura hacia esa libertad poderosamente clavada en nuestros corazones. Y, como poeta, por su sola poesía, usted declara que un día llegará en el que la palabra de los seres humanos cambiará. Su mensaje sin dulzura es palabra ennoblecida de fraterna amistad.











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Albert Béguin, 21 de abril de 1947.
Prólogo a la edición de Images de l'homme immobile (1947)
Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo


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GUY LÉVIS MANO (Salónica, 1904 - Vendranges, 1980). Conocido también bajo el pseudónimo de Jean Garamond, Mano, poeta de origen judío sefardí, llegó muy joven a Francia, en donde se instalaría hasta su muerte. La extrema discreción de su familia y amistades ha hecho que poco haya trascendido de su vida  privada, y menos aún de su paso por los campos de trabajo alemanes durante la Segunda Guerra mundial, en la que fue movilizado en septiembre de 1939 como sargento de artillería y hecho prisionero con toda su compañía en 1940. Su tránsito por varios stalag, quizás por indisciplina, rechazo al trabajo forzado o tentativas de evasión, termina en 1945 cuando es liberado por los ejércitos soviéticos y repatriado. Su esmerada labor como tipógrafo y su conocimiento de la lírica clásica hizo de él uno de los mejores editores de su época. Sus poemas, sobre todo a partir de 1939, reflejan con precisión y luminosidad la amargura del cautiverio y nos remiten al mejor Villon o a nuestro romancero, no en vano fue traductor de Lorca, Manrique, Góngora o Juan de la Cruz, entre otros. Sus escritos de 1942-1945 fueron publicados en 2013, en edición facsímil, por la editorial Folle Avoine. La traducción de su estupendo prólogo, firmado por André Béguin, sirve de presentación a dos inéditos en nuestro idioma.
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GÉRARD DE NERVAL

11/9/2019

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EL DESDICHADO
 
Je suis le ténébreux, — le veuf, — l’inconsolé,
Le prince d’Aquitaine à la tour abolie:
Ma seule étoile est morte, — et mon luth constellé
Porte le Soleil noir de la Mélancolie.
 
Dans la nuit du tombeau, toi qui m’as consolé,
Rends-moi le Pausilippe et la mer d’Italie,
La fleur qui plaisait tant à mon cœur désolé,
Et la treille où le pampre à la rose s’allie.
 
Suis-je Amour ou Phébus?... Lusignan ou Biron?
Mon front est rouge encor du baiser de la reine;
J’ai rêvé dans la grotte où nage la sirène...
 
Et j’ai deux fois vainqueur traversé l’Achéron:
Modulant tour à tour sur la lyre d’Orphée
Les soupirs de la sainte et les cris de la fée.

EL DESDICHADO
 
Yo soy el tenebroso, — el viudo — el que no halla consuelo,
Soy el príncipe de Aquitania el de la torre proscrita:
Mi estrella solitaria se ha apagado, — y mi laúd constelado
Soporta el negro sol de la Melancolía.
 
En las noches de tumba, tú que me has consolado,
Devuélveme mi lienzo italiano y su mar,
Esa flor que tanto agradaba a mi corazón desolado,
Y el emparrado de nupcias entre rosas y pámpanos.
 
¿Soy el Amor o soy Apolo?... ¿Rey de Jerusalén o marqués
                                                                                                                   [poderoso?
Mi frente aún luce el rubor del beso de la reina;
He soñado en la gruta en la que nada mi sirena...
 
Y vencedor, dos veces he cruzado el río del averno:
Modulando dispersos en la lira de Orfeo
Los suspiros de santa y los gritos del hada.


Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo


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GÉRARD DE NERVAL (París, Francia, 1808-1855). Gérard Labrunie, poeta y narrador, predecesor de la prosa y de una parte del universo proustiano, como también del verso limpio posterior de Baudelaire y Mallarmé, fue un romántico extraño al romanticismo, movimiento que atraviesa como una aparición. Todo en él funciona aparte. En palabras de Jouve, es como si estuviese a la vez por delante y por detrás de su época, de ahí lo insólito de su obra. Fue el autor de las maravillosas Aurelia y Las hijas del fuego, representaciones literarias de ese mito femenino idealizado que lo acompañó durante toda su vida, porque Nerval sabía, al igual que Baudelaire, que «la mujer es el ser que proyecta la luz más grandiosa o la sombra más grandiosa en nuestros sueños». Publicó doce sonetos bajo el título Les Chimères [Las quimeras] en 1854, conjuntamente con el último libro citado, meses antes de que lo encontraran ahorcado en un apartamento de la calle parisina de la Vieille Lanterne, hoy día desaparecida. El primero de sus poemas, el más conocido, celebrado y traducido, ‘El desdichado’, es el que se versiona libremente más arriba.

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JULES SUPERVIELLE

6/4/2019

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​EL RETRATO
 
Madre, no sé muy bien cómo buscar a los muertos,
Me extravío en mi alma, en sus rostros escarpados,
En las zarzas y en sus miradas.
Ayúdame a regresar
De mis horizontes aspirados por unos labios vertiginosos.
Ayúdame a permanecer inmóvil,
¡Tantos gestos nos separan, tantos galgos crueles!
Que me inclino sobre el manantial en el que se forja tu silencio
En un reflejo de hojarasca que tu alma hace temblar.
¡Ah!, en tu fotografía
Apenas puedo ver de qué lado sopla tu mirada.
Y sin embargo nos vamos, tu retrato conmigo,
Tan condenados el uno al otro
Que nuestros pasos se parecen
En ese país clandestino
Por el que sólo pasamos nosotros.
Subimos extrañamente cotas y montañas
Y jugamos en la bajada como heridos sin manos.
Un cirio se derrite cada noche, salpica a la cara de la aurora,
La aurora que cada día sale de las sábanas cargadas de muerte,
Y medio asfixiada
Tarda en reconocerse.
 
Te hablo con dureza, mamá;
Hablo con dureza a los muertos porque es preciso hablarles así,
De pie en tejados resbalosos,
Con las dos manos ahuecadas y con un tono enfurecido,
Para dominar el silencio ensordecedor
Que quisiera separarnos, a nosotros los muertos y a nosotros los vivos.
De ti poseo unas cuantas joyas como fragmentos del invierno
Que descienden río abajo,
Esa pulsera fue tuya y brilla en la noche de un cofre
En esa noche aplastada en la que la luna creciente
Intenta en vano elevarse
Y vuelve a empezar una y otra vez, prisionera de lo imposible.
 
Fui tú con tanta fuerza, yo que lo soy tan débilmente,
Y tan unidos ambos que hubiésemos debido morir juntos
Como dos marinos medio ahogados, que se impiden nadar el uno al otro,
Dándose puntapiés en las profundidades del Atlántico
En donde comienzan los peces ciegos
Y los horizontes verticales.
 
Porque tú has sido yo
Puedo mirar un jardín sin pensar en otra cosa,
Elegir entre mis miradas,
Ir a mi encuentro.
Acaso quede aún
Una uña de tus manos entre las uñas de mis manos,
Una de tus pestañas mezclada con las mías;
Uno de tus latidos se pierde entre los latidos de mi corazón,
Yo lo reconozco entre todos ellos
Y sé retenerlo.
 
Pero ¿todavía late tu corazón? No lo necesitas,
Vives separada de ti como si fueras tu propia hermana,
Mi muerta de veintiocho años
Que me mira de tres cuartos,
Con el alma en equilibrio y llena de mesura.
Llevas el mismo vestido que ya nada desgastará, 
Ha entrado en la eternidad con mucha dulzura
Y a veces cambia de color, pero yo soy el único que lo sabe.
 
Cigarras de cobre, leones de bronce, víboras de arcilla,
¡Aquí es donde nada respira!
El aliento de mi mentira
La única vida que me rodea.
Y he ahí en mi muñeca
El pulso mineral de los muertos,
Aquel que se oye si acercamos el cuerpo
A los estratos del cementerio.











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Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo

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​JULES SUPERVIELLE (Montevideo, 1884 - París, 1960). Poeta, dramaturgo, cuentista y novelista francés, de padres franceses de origen vasco, fue huérfano de madre y pasó su vida entre Francia y América. Su producción está inmersa en el recuerdo de los inmensos espacios vacíos de la pampa y del océano, cuya frecuentación lo impregnó pronto de un sentimiento de distancia y aislamiento. Sus primeras obras enmascaran todavía la angustia del poeta. No es hasta que cumple cuarenta años con Gravitations (1925), aunque Débarcadères (1922) ya es excelente, cuando Supervielle encuentra su verdadera originalidad. Voluntariamente extraño a la revolución surrealista, Supervielle rechazó hacer poesía o prosa para “especialistas del misterio”. No conoció el miedo a la banalidad, sino el miedo a la incomprensión. Basado en la sinceridad y la sencillez, con una escritura de una transparencia casi absoluta y un léxico accesible donde las figuras son raras, su mundo poético y narrativo tiende a convertir lo sobrenatural en “natural”, haciendo que lo inefable nos resulte familiar sin alejarlo de sus raíces fabulosas. Pero ese mundo imaginado está atravesado por movimientos insólitos, apariciones y desapariciones inquietantes, gravitaciones inesperadas, por una circulación perpetua de las cosas que pone en duda la certeza de la existencia y despierta lo que de trágico duerme en ellas.
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PIERRE MAC ORLAN

22/1/2019

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Fue un curioso personaje que cambió su nombre —Pierre Dumarchey—, apelando al supuesto origen escocés de su abuela, y luego fue borrando por accidente o voluntad propia aquellos episodios de su verdadera vida que no le gustaban. Pionero del cómic, a su llegada a París, se unió al grupo de Apollinaire y de Max Jacob, con lo que su bautismo literario se inició bajo el signo del humor y de lo insólito. Su producción evoca con vitalidad un universo cosmopolita, mezcla de realidad e imaginación, en donde la aventura puede sorprendernos en cualquier calle. Su pensamiento osciló entre el del aventurero activo y el aventurero pasivo (o literario), precisado en el Petit manuel du parfait aventurier (quizás un encargo de Cendrars) y desplegado en sus Poésies documentaires, bosquejo urbano y burlón de gran riqueza “argótica”. Autor de El muelle de las brumas (1927), Orlan es conocido como el escritor de los ambientes neblinosos, de sus maleantes, de los personajes enterrados en alcohol y problemas insolubles, porque conoció en profundidad los bajos fondos de muchas ciudades europeas y los describió como nadie en sus libros, con un estilo seco pero de enorme precisión.

LA BELLA MARSIALE 

                  I
 
       En diferentes etapas de mi vida, son tres las veces que me he alojado en Marsella: tres veces, en las que la melancolía sorprendente de esta ciudad inmensa me abruma y me seduce. La alegría de Marsella está en las manifestaciones de su amable gente, mucho más que en el alma de una urbe febril y apasionada. Una ciudad de partida no puede ser feliz. Una ciudad de llegada no puede ser nada más que una ciudad de fiebre y de pasión.
       En 1906, tras una estancia de más de dos años en Italia y Sicilia, en Palermo, al pie del Pellegrino, hice una discretísima entrada en Marsella. La ciudad me pareció extraordinaria. No era ni una ciudad del sur, como Aix, ni una ciudad latina. Era una ciudad mediterránea, una ciudad secreta y luminosa, un puerto sin mareas. Al final de la Canebière, pestañeaban lucecitas, pues era de noche. El agua marina silenciosa estaba plagada de luminarias. Seguí, a mi derecha, el muelle del Puerto Viejo, pues sabía ya que iría a terminar mi noche en el ‹‹Barrio›› célebre que se eleva desde el muelle, a espaldas del ayuntamiento, hacia la cuesta de las Accoules.
          Por primera vez, por esas callejuelas mal iluminadas, vislumbré el rostro de esa Venus popular que tantas veces he evocado en esta serie de artículos. La calle vivía en un alegre desorden, más sentimental que venal. Por allí, holgazaneando codo con codo, había hombres de todos los colores y de todas las procedencias. En esa época, espectáculos parecidos eran poco habituales, y teníamos que esperar a las atracciones decenales de una Exposición Universal para poder observar un divertimento geográfico de esa importancia. En primer lugar, el barrio reservado se me reveló como una suerte de exposición colonial, de feria colonial, en donde todos los comercios exhibían este rótulo: Reservado sólo para personas mayores, sin ánimo canalla, sino complaciente. Por allí, había marineros, espahíes de bournous (1) rojos, ‹‹coloniales›› (2) con guerrera azul y charreteras color narciso, suboficiales de infantería ligera, de mando blanco (3), con túnica negra y cuello amarillo claro, pantalones rojos, quepis de fuelle galoneados en plata. Había chicas paticortas, robustas, maltesas e italianas, españolas, belgas y alemanas. Había niños, agentes de policía bonachones y esos encantadores charlatanes con los que uno no se tropieza nada más que en los grandes puertos. El viejo ‹‹Barrio›› era frecuentado por los escritores y los artistas —hubo una mesa redonda en lo de ‹‹Aline››, que a menudo estuvo rodeada por pintores y escritores, glorificados desde entonces—. En él, encontrábamos una acogida amistosa, la presencia de la aventura, pura vida sin imperativos. Dejándose ir por la fantasía de las horas nocturnas, que no desembocaban sino rara vez en broncas serias, el viejo ‹‹Barrio›› representaba una de las formas más cándidas de la libertad de vivir sin hacer daño al vecino. Las noches marsellesas peligrosas de verdad jamás fueron las que le dieron al viejo ‹‹Barrio›› su poesía, a menudo melancólica, o su aspecto de kermesse cuando un barco descargaba a sus pasajeros y a su tripulación. Los que penetraban en el interior de Marsella, procedentes del mar y, en ocasiones, de todas las latitudes, se volvían como locos.
          La vida europea les ofrecía al instante lo que deseaban. No tenían tiempo para esperar o para iniciar la conquista de una mujer bonita. Necesitaban aplacar su deseo de inmediato. Dominados de golpe por su cultura de origen, necesitaban beber el famoso vino de la tierra europea, el vino francés, comer cosas con las que antes habían soñado en las largas horas del esfuerzo, hallar de nuevo la carne amada de las mujeres de su estirpe. El viejo ‹‹Barrio››, invadido por hombres macerados en las privaciones, estallaba con una dicha súbita, desbordante. Un gentío con fantasías insospechadas colmaba las calles tristemente iluminadas, penetraba como un torrente en las casas de citas en las que el pianista, desvelado, hacía bailar a las parejas. Fuera, voceaban en todas las lenguas. El alcohol iluminaba el decorado con menos avaricia que la municipalidad. En Marsella, replegada sobre sí misma, adormilada a orillas de ese mar extrañamente silencioso, el barrio reservado llameaba como una fiesta patronal belga, y mil rostros de chicas, de soldados, de repatriados, de aventureros y de curiosos relucían tanto como sus fanales encendidos.


























(1) El bournous es una prenda de vestir larga de lana, con mangas y una capucha puntiaguda, de origen bereber. En español, con otro uso, tenemos un derivado: albornoz. (Nota del Traductor)
(2) Soldados del ejército colonial. (N. del T.)
(3) Suboficial del ejército que es destinado fuera de su cuerpo de armas para servir en la Legión. (N. del T.)

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         En aquel tiempo, navegantes y coloniales marginados en su tierra frecuentaban aún el viejo muelle del Puerto y de la Bouterie (4), que lo escolta en paralelo. Llegaban ahí con descaro. Era lo prometido al llegar y, si se quiere, una suerte de homenaje a esa gran ciudad marítima tan indulgente, con una inteligencia clásica que se desparramaba a la perfección por toda la vida urbana de sus calles de razas extraordinarias.
         ¿Eran alegres las calles mal pavimentadas de ese viejo ‹‹Barrio›› por las cuales yo erraba con enorme timidez? No lo creo. El alcohol hundía aún más en sus agujeros de sombra a la miseria, cuando esta pretendía levantar la cabeza. El alcohol reinaba por encima de la fiesta como un maestro erudito. Afinaba cada detalle. Daba la señal para esa comedia de magia a la vez negra y luminosa, mas no tenía potestad alguna para imponerle un final.
        En ese bullicio, el bueno y el malo podían mezclarse en una tregua provisoria. Los ‹‹bares›› hacían ya centellear todos los nombres femeninos del calendario e incluso aquellos que no están en el calendario. La absenta triunfaba sin hacer presagiar el pastís (5). Comparado con el ambiente social en el que vivimos hoy nosotros, no había leyes. Por diez francos, se vivía en el viejo Barrio desde el crepúsculo de la tarde hasta el de la madrugada. En él se alternaba en pandillas felices, no por temor, como más tarde, sino porque el placer de vivir una noche estupenda no podía ser clandestino. Corría la época en la que se cantaba ‘La pequeña tonquinesa’ de Scotto (6). Los marsopas (7) habían adoptado esa encantadora evocación marsellesa de las congáis (8) tocadas con su salako (9), a orillas del arrozal. Acordeones, que nada esperaban de un futuro mundano (10), gemían canciones napolitanas o piamontesas. Se hacían oír tantas voces hermosas en esas noches cálidas que parecían la expresión más pura de esa multitud a menudo amistosa, nunca malvada.
         Los soldados ocupaban, en las noches del Barrio, la cima de la montaña, si se puede decir así. El ejército de África y el ejército de Tonkín se gastaban en él la prima de alistamiento, sin preocuparse por el mañana. Los ‹‹felices›› (11) a veces hacían estragos y organizaban peleas para obedecer a la tradición de sus charreteras verdirrojas. La Legión, al igual que hoy, acogía a los suyos en el fuerte Saint-Jean, no lejos del Barrio, dominado por sus altas murallas.
         Aquella noche de mi juventud, bebí en un barecito de la calle Lancerie, con un legionario. Marcelle, creo, era la dueña del bar. Al legionario lo llamaban con un nombre cualquiera, como a todos los legionarios. El legionario era ruidoso, iluminado por su pensamiento, que andaba lejos de ese bar. Esperaba ‹‹quemar›› con rapidez los cinco años venideros y, frente a Marcelle y a mí, a quienes no veía, pensaba ya en un retorno enriquecido por cinco años de experiencias maravillosas. Todavía no llevaba el uniforme, sino un traje de chaqueta de cheviot cuyo pantalón, muy estrecho, como era la moda por entonces, le daba el aspecto de un par de tenazas por culpa de un torso algo estrecho pero hercúleo. Hablaba y hablaba, se ‹‹calentaba›› la cabeza  e iluminaba el Bar Marcelle con un fulgor salvaje, que era sin duda el lirismo de cinco años en el Sur. Marcelle lo escuchaba asintiendo con la cabeza, y yo seguía sus imágenes en su proyección interior.
       Cuando hubo terminado su hermosa canción, se bebió un gran vaso y se agarró la cabeza entre las manos. Entonces, Marcelle se levantó y fue a cerrar el negocio.
         —No vayan a importunarlo, a jorobarlo, dijo.
El legionario hacía muecas graciosas. Vimos que tenía ganas de llorar. Entonces, Marcelle me dijo:
         —Confío en ti... Acompáñalo a Saint-Jean; está a trescientos metros.
         —¿Qué le debemos? pregunté.
         —No lo sé, dijo ella; me pagarás mañana si te quedas aquí.
         Y añadió:
         —Déjalo en manos del soldado de guardia.
         Tomé a mi compañero por el brazo, y él se levantó. No había un alma en la calle, y el mistral hacía chasquear las contraventanas y chirriar veletas invisibles. Pronto estuvimos en el muelle del Puerto. No pronunciamos una palabra hasta el momento en el que nos detuvimos delante de la pequeña pasarela que accede a la puerta del fuerte, al pie de un poste del transbordador.
         —Adiós, adiós, dijo el legionario estrechándome la mano.
         Su alta silueta un poco burlesca se recortó unos segundos en la pasarela. Cuando hubo desaparecido, subí de nuevo hacia Saint-Charles para esperar la hora del tren que debía llevarme a París. Tal fue la primera noche que pasé en el viejo Barrio. En aquella época, no escribía; no sabía que un día escribiría: estaba en la inopia.

(4) Ya desde el siglo XVII, esta calle marsellesa era conocida como enclave franco de libertinaje. En 1943, bajo el estado de excepción en la ciudad, con la excusa de que toda ella y parte del barrio servía de refugio a la Resistencia, se orquestó una salvaje operación de salubridad pública, perpetrada por los nazis y secundada por efectivos del gobierno de Vichy. Unas 20.000 personas fueron evacuadas, muchas de ellas detenidas, y más de 1.300 inmuebles reducidos a polvo con dinamita. Tras la brutalidad de la acción que acabó con parte del Viejo Puerto destruido y gran número de personas en los campos de exterminio, se escondía en realidad, al margen de una redada de judíos franceses refugiados, una gigantesca operación especulativa, gestada a través de una empresa inmobiliaria creada al efecto.
(5) Bebida alcohólica destilada de anís y regaliz, aperitivo francés por antonomasia, que se toma mezclado con agua, en partes de una por siete. Parece ser que la prohibición de la absenta obligó a las destilerías Ricard a fabricar un licor alternativo, hecho que disparó su consumo masivo en las tabernas de toda Francia. (N. del T.)
(6) La Petite Tonkinoise, canción popular francesa compuesta en 1906, letra de H. Christiné y música de V. Scotto, fue interpretada entre otros por Joséphine Baker o Maurice Chevalier. (N. del T.)
(7) Soldados de infantería de marina. (N. del T.)
(8) En la época colonial, joven indígena, concubina de un colono. (Nota del Autor)
(9) Sombrero ancho tonquinés. (N. del A.)
(10) Mondain, en español, puede traducirse como mundano en oposición a lo transcendente o religioso. También puede significar relativo a la vida de la gente adinerada. Y, por último, en un tiempo se aplicaba a la brigada policial de costumbres que se encargaba de la represión del proxenetismo. Hay un juego de palabras que mezcla los tres sentidos. Se ha preferido respetar la literalidad del término. (N. del T.)
(11) Soldados franceses de los Bat’ d’Af o BILA (Batallones de Infantería Ligera de África), conocidos por su bravura y la disciplina de hierro que sufrían en sus cuarteles. (N. del T.)

                                                                                                        
                                         *****
 
        Viví mi segunda noche en el barrio de la calle de la Bouterie dos o tres años después de la guerra (12). Me encontraba en Marsella con unos amigos. Esperábamos el regreso de la misión Haart (13). Las condiciones no eran ya las mismas, al menos en lo relativo a mi situación. Marsella resplandecía toda gris a la luz de un hermoso día. Caída la noche, después de haber meditado ante un plato de chopitos suculentos, nos dirigimos hacia el barrio reservado, con nuestros sombreros bien calados en la cabeza. Si bien éramos siete, como en la canción (14) y, en esas condiciones, podíamos deambular por el adoquinado puntiagudo de la Bouterie sin temor a un atentado contra nuestros sombreros. Por otra parte, entre nosotros, varios íbamos tocados con gorras.
           Las callejuelas sombrías y sórdidas, por las que brillaban aquí y allá las luces publicitarias de una casa de placer, apenas habían cambiado. Un poco más de luz, unos cuantos rótulos luminosos más, unas cuantas chicas más, sentadas a horcajadas delante del triste mobiliario de un cuarto igual de confortable que una caja de cerillas. Aquella noche, una multitud bastante ruidosa ocupaba la calzada de las callejuelas en cuesta: tiradores senegaleses, marroquíes y cabileños de civil me parecieron conformar el elemento esencial. Toda esa gente vociferaba y gesticulaba con las manos. Formaba grupos frente a chicas bien peinadas, que fumaban cigarrillos y buscaban en los rostros las huellas, incluso las más discretas, de un deseo. Aquella noche, nos demoramos bebiendo y escuchando las confidencias de un pianista de ‹‹casa››. Ese buen hombre, nada joven, conocía la crónica local en sus más mínimos detalles.
         —El barrio ya no existe, decía entre dos valses. Ya no existe lo familiar, por emplear su expresión. Están los ‹‹bucos›› (15), los napolitanos y esos mafiosi (16) italianos, que no sueñan nada más que con heridas y chichones. Ayer, sin ir más lejos, después de la medianoche, ‹‹tumbaron›› a un tipo en la esquina de la calle. Eso pone en apuros al comercio; ya nadie quiere venir por estos rincones. Los propios navegantes abandonan el barrio. Y yo, señor, puesto que vivo cerca de la puerta de Aix, tengo que atravesar el barrio al alba. El placer es todo mío. Regreso con la cabeza dentro de los hombros, señor, con la cabeza metida en las solapas de mi chaqueta, como una tortuga en su concha. Prefiero pasar por los muelles para alcanzar al paseo de Belzunce. Cuando llego a casa, no puedo impedirme lanzar un ¡uf! de satisfacción.
          Invitamos al pianista a un coñac. La velada amenazaba con ir para largo, cuando el ruido de un altercado llegó hasta nosotros. Una mujer abrió una ventana y advertimos a un hombre que huía. En la acera, no se adivinaba un cuerpo tendido en la sombra nada más que por un par de zapatos de una medida imponente.
            —¡Los bucos, otra vez! dijo una voz en la calle.
        Agentes ciclistas recogían ya a la víctima, que sólo estaba herida. El hombre se mostró a plena luz, bajo una lámpara. Era probablemente marroquí. Gemía como un niño.
            Dos o tres mujeres encendieron cigarrillos. Se veían en la noche las pequeñas brasas rojas que se reanimaban cada vez que ellas aspiraban una bocanada de humo. Y luego se hizo el silencio. Ese acontecimiento, unido a la fatiga, nos indicó el camino del puesto. Abandonamos el barrio reservado, en el que la alegría de vivir se nos antojó ampliamente sobrevalorada.
         —Todo cambia, dijo uno de nosotros. No es porque envejezcamos, sino porque desde la guerra el mundo se ha vuelto más cabrón, eso es todo.
          Los muelles estaban desiertos. Camino de la Bolsa, cerca de esa inmensa plaza que es una forma de paraíso para los jugadores de petanca, un bar poblado de indigentes relucía, con sus lámparas a media luz. A lo lejos, un primer tranvía chirrió en una curva. Marsella, la honesta y melancólica Marsella, se desperezaba en un sanísimo olor a fauna marina. Oímos resonar los zuecos de las pescaderas.




(12) El autor se refiere a la Primera Guerra mundial o Gran Guerra, en la que participó directamente, fue herido de gravedad y le fue concedida la Cruz de Guerra en 1916. (N. del T.)
(13) La misión Haart se dividió en dos fases. Aquí se habla de la primera, denominada Crucero negro. Desde octubre de 1924 hasta junio de 1925, con el fin de promover el uso del automóvil y la creación de un mercado colonial, André Citroën organiza una misión de exploración que pretendía unir el África septentrional con el África occidental a través del desierto del Sahara. G.-M- Haart y L. Audouin-Dubreil fueron los encargados de dirigirla, trazando ellos mismos, a medida que avanzaban, las pistas que luego tomarían los vehículos. La misión se convirtió en un evento popular de gran impacto, alimentado por el humanismo colonial, y dio lugar a numerosas exposiciones, una de ellas en el Louvre, en la que se mezclaban objetos africanos, muestras botánicas y coches Citroën, estrellas principales de la misión. (N. del T.)
(14) Nous étions sept: se trata de una cancioncilla muy popular desde las trincheras de la primera gran guerra, con música de E. Duhem y letra de Queyriaux & Chicot, inspirada en la vida militar, en la que siete soldados salen del cuartel a pasear. Su partitura original, de la que aún pueden encontrarse ejemplares originales en librerías de antiguo, se vendió en cuartillas sueltas, como era habitual en su época. (N. del T.)
(15) Biques, en el original: cabras o machos cabríos, en su etimología profunda de origen italiano; es un término racista con el que se designaba a la población árabe del norte de África. En gastronomía, su sentido se ha deslizado para designar en lenguaje familiar el queso de cabra. (N. del T.)
(16) En italiano en el original. (N. del T.)


       En esa época, no obstante, el barrio reservado no era un lugar peligroso al cien por cien. Es raro que los verdaderos malhechores elijan lo que se denomina barrios reservados para dedicarse en ellos a sus ocupaciones. Las calles del placer están sometidas a la vigilancia de la policía, que conoce más o menos a todos sus habitantes. Las chicas y sus rufianes no son los únicos que viven por esas callejuelas, por esas callejas sórdidas y sin aire. Ahí vive buena gente, como en el barrio chino de Barcelona (17). Hay una población diurna y una población nocturna. En Marsella, el barrio reservado no ocupa nada más que dos calles y algunas callejas, cuyo verdadero interés explicaré más adelante. Es un pequeñísimo rincón de Marsella, en el que no obstante uno se puede extraviar sin querer, pues se enreda en esta vieja ciudad tan curiosa, que se extiende por detrás del ayuntamiento y accede al muelle del Puerto a través de callejuelas que recuerdan a los Gradoni di Chiaia, en Nápoles. Tal cual es, con su población de solteronas sumisas y de pobres gentes cuya miseria es grande, es menos peligroso que ciertas calles bien iluminadas y aseadas con sus bares de relumbrón.
       Ya en 1906, cuando lo vi por primera vez, las grandes bandas marsellesas, que recordaban a las bandas de Belleville, Grandes-Carrières y la Goutte-d’Or, en París, no le hacían ascos a que se hablara de ellas. Las más célebres no vivían en el barrio reservado y dejaron su nombre entre la clase peligrosa. Fueron las de Saint-Jean, Saint-Mauron y, un poco más tarde, Belle-de-Mai. Los facinerosos que formaban parte de ellas podían compararse a los caballeros de fortuna que, en París, se peleaban por los favores de Casque-d’Or (18). En Marsella o en París, las costumbres del hampa eran parecidas. Los chavales de la Belle-de-Mai o de Saint-Jean obligaban a trabajar a sus mujeres en el viejo barrio. Mientras ellos, se ocupaban de otros puntos estratégicos. La represión fue, por lo demás, bastante severa. Los chulos de la ‹‹bella Marsiale››, como ellos llamaban a su ciudad, sintieron pasar el viento de los grilletes. Llegó la calma, y luego la película se desarrolló según las modas del momento, como veremos en otro capítulo.
       Observo que un poco por todas partes, por el mundo, los funcionarios de la policía encargados de la vigilancia de los barrios reservados dicen que nunca ocurre nada realmente peligroso en ellos. Es evidente que la crónica del asesinato apenas es rica en hazañas que tengan por testigos a las paredes agrietadas de la Bouterie. Hay peleas, peleas entre gente con las mismas costumbres, ajustes de cuentas y hazañas de borrachos a menudo desafortunadas. En ellos puede fumarse ‹‹tufiana›› (19), si acaso. Pero el campo de actividad del hampa menor sigue siendo tan restringido que desanima a los más hábiles. La vigilancia de los barrios reservados es relativamente fácil. Forman una especie de absceso, en ocasiones monstruoso, que purga la ciudad. En ellos es posible puntear con el bisturí.
       En Berlín, por ejemplo, en el que esos barrios no existen, en donde no hay casas de citas, la prostitución se extiende por doquier. O al menos se extendía por doquier, hasta no hace más de dos años. Desconozco lo que la dictadura de Hitler habrá podido cambiar en ese aspecto. Se han cerrado algunos cabarets de invertidos, cuya insolencia ingenua era exagerada. Pero ahí no estaba el peligro. Estaba alrededor de la Alexanderplatz (20), en ciertos hoteles siniestros de la Ackerstrasse, en la Mulakstrasse, y en esos bares de apariencia apacible en los que se calentaban, junto a un pequeño brasero, pillos infinitamente peligrosos. Ahí, el crimen se disimulaba bajo el tupido velo de la miseria. Por allí hubo redadas de una dureza particular; los schupos (21) y los ‹‹azulones››, que son particularmente detestados por los malhechores, más que los policías de civil, saben algo de eso.
      Mas henos aquí, lejos de ‹‹Marsiale››, la hermosa chica con maneras de diosa cuya sonrisa ilumina todo el Mediterráneo. Una vez más he conocido la pesadumbre del que la abandona. Hay que ser joven para ver bien Marsella y conocer sus favores. Y no es sin melancolía el que uno se valga de esta certeza.
         Hoy, en decadencia, he vuelto a tomar la ruta que había seguido ‹‹en los tiempos de mi juventud loca›› (22). Me he encontrado otra vez con el legionario de 1906 —¿no, Maurice Gugliero? (23)—, que ya no portaba el uniforme. Con él ha sido con quien me he fumado una pipa por las calles del viejo puerto, por las calles mortificadas del viejo barrio, ya acechado por los picos y las palas de las empresas de demolición.


(17) A este barrio le dedica Mac Orlan el capítulo V del libro.
(18) Su verdadero nombre era Amélie Élie (1878-1933), famosa prostituta del París huysmansiano, que se vio envuelta en una guerra entre “Apaches”, bandas criminales del norte de París a finales del XIX. El cineasta francés Jacques Becker se inspiraría en su vida para el rodaje de la película de 1952, protagonizada por la gran actriz Simone Signoret. (N. del T.)
(19) Término de origen indochino que significa opio. En la obra de Mac Orlan, incluida su poesía, el uso del argot es nota común. (N. del T.)
(20) Alfred Döblin (1878-1957) y su famosa novela de 1929 son citados en el capítulo VI de Calles secretas, consagrado a Berlín. (N. del T.)
(21) Miembros de la Schutzpolizei, literalmente policía de protección, la que se encargaba de la seguridad pública en las ciudades alemanas. (N. del T.)
(22) Alusión a un verso de François Villon (1431?-1470±), poeta por el que Mac Orlan sentía gran admiración. (N. del T.)
(23) Según nuestro autor, Gugliero escribió Mystères de Marseille. Esa apreciación de Orlan es inexacta, cuando no errónea. Parece ser un lapsus, porque Gugliero, sin que el traductor haya podido esclarecer si existió realmente o no, es un personaje de novela negra, inspector de la Sûreté urbana de Marsella. Se puede leer una descripción de este policía en un libro de 1934, titulado Ma belle Marseille, novela del cineasta, guionista y compositor Carlo Rim (1902-1989). En el número 159 del 7 de abril de 1934 de la revista ilustrada, creada por Gallimard y dirigida por Florent Fels, VOILA-L’hebdomadaire du reportage, aparece una reseña de las Mémoires de l’inspecteur Gugliero, que no ha podido ser consultada. Existe asimismo, cómo no, una novela con el título Los misterios de Marsella, escrita en 1867 por Émile Zola, que nada tiene que ver con el capítulo que nos ocupa. (N. del T.)


Traducción y notas: Manuel Ángel Gómez Angulo

Imagen
PIERRE MAC ORLAN (Péronne, 1883 - Saint-Cyr-sur-Morin, 1970). Novelista, ilustrador, periodista y poeta francés, vivió una juventud miserable y viajera con cuyos inagotables recuerdos armaría toda su obra. En 1934, publicó Calles secretas, reportaje sobre los barrios de prostitución de distintas ciudades mediterráneas y de Europa.
He aquí la traducción del capítulo VII, primera parte dedicada a Marsella.

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