Quizás hoy no sea fácil hacerse una idea, siquiera aproximada, de la enorme conmoción que supuso el estreno en 1955 del documental Nuit et brouillard [Noche y Niebla], cuya realización fue encargada al gran cineasta francés Alain Resnais (1922-2014) por el Comité d’histoire de la Seconde Guerre mondiale, con motivo del décimo aniversario de la liberación de los campos. Su título, de origen incierto, que algunos relacionan con versos de una ópera de Wagner, remite al código de un decreto, firmado en 1941 por el mariscal Keitel, con el cual se pretendía perseguir los delitos de conspiración, sedición y desobediencia al III Reich en todos los territorios ocupados. En uno de sus apartados, se especificaba en concreto que todos los enemigos de Alemania, una vez arrestados, habían de desaparecer sin dejar rastro. A partir de material requisado a los propios nazis, tomas efectuadas por Resnais, música del compositor austríaco, alumno de Schönberg, Hanns Eisler, y un comentario redactado por el poeta y resistente bordelés Jean Cayrol, el filme, una obra maestra visual y textual, se convirtió en un clásico de los campos de la muerte. Sus treinta y dos minutos de duración, con el recitado del actor Michel Bouquet sobre un montaje perfecto que alternaba imágenes en blanco y negro y en color en torno a una temática de una crudeza jamás vista hasta entonces, traspasaron el ámbito de lo artístico para convertirse en un manifiesto incontestable, un golpe a las conciencias, que enfrentó con valentía, memoria y vergüenza a la creciente indiferencia y al olvido deliberados frente a la mayor barbarie de la historia de la humanidad. Su calidad como obra creativa y como documento histórico a la vez no impidió, sin embargo, que se topara en su recorrido con serios contratiempos. La censura, sin ir más lejos, puesta en marcha por un gobierno que pretendía encubrir el bochornoso papel colaboracionista del régimen de Vichy, fue uno de ellos: una imagen mostraba el quepis de un gendarme mientras custodiaba en un velódromo a presos judíos que esperaban su traslado en tren a los campos de exterminio. En el clima reaccionario en el que vivió el país durante los años cincuenta, el documental fue contestado y repudiado por gran número de políticos, que no advertían en su difusión nada más que un escollo en la renovación de lazos (básicamente económicos) con la Alemania de la postguerra. Para colmo, su exhibición fue vetada en el festival de Cannes, con lo que el escándalo se acentuó aún más, máxime cuando veteranos deportados amenazaron con manifestarse por sus calles disfrazados de presos. En medio de la confusión creada, este fue parte del escrito que Jean Cayrol publicó en el diario Le Monde, el 11 de abril de 1956: «Francia rechaza con todo esto ser la Francia de la verdad, pues la mayor matanza de todos los tiempos, no la acepta sino en la clandestinidad de la memoria... Arranca salvajemente de la historia las páginas que ya no le agradan, retira la palabra a los testigos y se hace cómplice del horror... Amigos alemanes, es la propia Francia quien hace caer su noche y su niebla sobre nuestras relaciones amistosas y cordiales.» A pesar de todo o gracias a eso, la película logró abrirse paso por las salas europeas para revelarse como la mejor arma contra aquellos que empezaban ya a mostrarse en público y sin disimulos como revisionistas o negacionistas. Tal fue su impacto e influencia, en Francia especialmente, que su emisión y estudio acabaron siendo incluidos en el programa escolar de la asignatura de Historia. El comentario de Cayrol, que sufrió en sus propias carnes la terrible experiencia de la deportación durante tres años, dio cuenta, sin acritud, casi con una terrible dulzura poética, de la «mayor carnicería de almas de todos los tiempos». Ese texto escrito, magníficamente integrado en el montaje de Resnais, no fue publicado impreso en papel hasta mediados de los noventa por la editorial Fayard (es de suponer que para sortear una cierta disociación entre lo escrito y lo filmado). Su redacción está marcada una y otra vez por su puntuación sincopada y posee tanto brío en la frase corta y tanto nervio en la palabra, tanto poder de evocación, que es capaz por sí solo de hacernos imaginar la proyección del documental como si estuvieran pasando cada fotograma por delante de nuestros ojos. He aquí, pues, de forma independiente, la traducción a nuestra lengua, tan necesaria ahora como entonces, de esa noche y esa niebla angustiosas y sobrecogedoras, de cuya versión alemana se ocupó en su día nada más y nada menos que Paul Celan. NOCHE Y NIEBLA (Comentario) Guion del film de Alain Resnais Incluso un sereno paisaje... un prado por el que revolotean los cuervos, con su siega y su quema de pastos, incluso una carretera por la que pasan coches, campesinos y parejas, incluso un pueblo de veraneo, con su feria y su campanario... pueden conducirnos con toda naturalidad a un campo de concentración. Struthof, Oranienbourg, Auschwitz, Neuengamme, Belsen, Ravensbruck, Dachau, fueron en su día sólo nombres corrientes en los mapas y en las guías. La sangre ha coagulado, las bocas guardan silencio, los barracones no reciben ya nada más que la visita de una cámara. Una extraña hierba ha crecido y revestido la tierra que erosionara el pisoteo de los prisioneros. La corriente ha dejado de fluir por los cables eléctricos. No quedan otros pasos que no sean los nuestros. 1933, la máquina se pone en marcha. Para ponerla en marcha, es necesaria una nación sin notas discordantes... ...sin disputas. Hay que ponerse manos a la obra. Un campo de concentración se construye como un estadio o un hotel de lujo, con empresarios, presupuestos, competencia y, sin duda, sobornos. Nada de estilos impuestos. Eso se lo dejamos a la imaginación: estilo alpino... estilo garaje... estilo japonés... sin estilo. Los arquitectos diseñan con calma esos porches destinados a no ser franqueados nada más que una sola vez. Mientras tanto, Burger, obrero alemán, Stern, estudiante judío de Ámsterdam, Schmulzki, comerciante de Cracovia, Annette, colegial de Burdeos... viven su vida cotidiana, ajenos al hecho de que a mil kilómetros de sus casas poseen ya un lugar asignado. Hasta que llega el día en el que, concluidos los barracones, sólo faltan ellos. Con las redadas de Varsovia, los deportados de Lodz, de Praga, de Bruselas, de Atenas, de Zagreb, de Odessa o de Roma, los internos de Pithiviers (1), las redadas del Vel’ d’Hiv’ (2), los resistentes apiñados en Compiègne (3), la multitud de los que atrapan en el acto, de los que atrapan por error, de los que atrapan al azar, emprende la marcha hacia los campos. Trenes sellados, con sus cerrojos, y el hacinamiento de deportados, a centenares por vagón, sin día ni noche, el hambre, la sed, la asfixia, la locura. Por algún sitio cae un mensaje que alguien recoge. La muerte procede a su primera selección. La segunda, se hace a la llegada, en la noche y en la niebla. Hoy, en la misma vía férrea, es de día y luce el sol. La recorremos lentamente... ¿A la búsqueda de qué? ¿De las huellas de los cadáveres que se desplomaban en cuanto se abrían las puertas? ¿O bien del pisoteo de los primeros que desembarcaban, empujados a culatazos hasta la entrada del campo... entre los ladridos de los perros, los relámpagos de los reflectores y las llamas del crematorio al fondo, en una de aquellas puestas en escena nocturnas que tanto agradaban a los nazis? Primera mirada sobre el campo: otro planeta. Bajo el pretexto de la higiene, es la desnudez, de primeras, la que entrega al campo al hombre ya humillado. Rapado, tatuado, numerado, atrapado en el juego delirante de una jerarquía todavía incomprensible, vuelto a vestir con el traje azul a rayas, a menudo clasificado «Nacht und Nebel», «Noche y niebla». Marcado con el triángulo rojo de los políticos, el deportado se inicia en primer lugar con los triángulos verdes: presos comunes, entre los infra-hombres. Por encima, casi siempre otro preso común: el kapo. Algo más por encima, el intocable —han de hablarle a tres metros—: el S.S. En la cima, lejano, el comandante: preside los ritos y simula ignorar el campo... ¿Quién, por otra parte, no lo ignora...? Que, a nuestra vez, intentemos descubrir el remanente de esa realidad de los campos, despreciada por aquellos que la fabrican, impenetrable para aquellos que la sufren, resulta vano. No hay, para esos barracones de madera, para esos armazones en los que dormían de tres en tres, para esas madrigueras en las que se ocultaban, en las que comían a hurtadillas, en las que el sueño era casi una amenaza, una sola descripción o imagen que pueda devolverles su verdadera dimensión: la de un miedo permanente. Sería necesario el jergón que servía de fresquera y de caja fuerte, el cobertor por el que se peleaban, las denuncias, los juramentos, las órdenes transmitidas en todas las lenguas, las entradas repentinas del S.S., embargado por un ansia de control o de humillación. De ese dormitorio de ladrillos, de ese sueño amenazado, no podemos mostrarles nada más que su cáscara, el color. He ahí el decorado: unos edificios que bien podrían ser cuadras, granjas, talleres, un terreno empobrecido convertido en solar, con un cielo otoñal que se torna indiferente; he ahí todo lo que nos queda por imaginar de esa noche seccionada por los gritos, por el control de piojos, noche de castañeo de dientes. Hay que dormirse cuanto antes. Despertarse a garrotazos, se suceden los empujones, se buscan las pertenencias robadas. Cinco de la mañana: formación interminable en el patio de llamada... los muertos de la madrugada siempre falsean el recuento. Una orquesta interpreta una marcha de opereta durante la salida hacia la cantera, hacia la fábrica. Trabajo en la nieve, que se transforma pronto en barro helado. Trabajo en el calor de agosto, con la sed y la disentería. Tres mil españoles murieron en la construcción de esas escaleras que conducen a la cantera de Mauthausen. Trabajo en las fábricas subterráneas. Un mes tras otro, se cubren de tierra, se hunden, se ocultan, matan. Llevan nombres de mujer: Dora, Laura. Pero esos extraños obreros de treinta kilos son poco de fiar. Y el S.S. anda al acecho, los vigila, los hace formar, los inspecciona y los cachea antes de su regreso al campo. Pancartas de estilo rústico enfilan de nuevo a cada uno a su recinto. El kapo sólo tiene que hacer recuento de sus víctimas de la jornada. El deportado, por su parte, vuelve a toparse con la obsesión que gobierna su vida y sus sueños: comer. La sopa. Cada cucharada carece precio. Una cucharada de menos equivale a un día menos de vida. Se truecan dos, tres cigarrillos, por una sopa. Muchos, demasiado débiles, son incapaces de defender su ración del asalto de los ladrones. Esperan a que el lodo o la nieve los acoja. Tenderse al fin, en cualquier sitio, para disponer de una agonía propia. Las letrinas, sus inmediaciones. Esqueletos con vientres de bebé iban por allí siete, ocho veces por noche: la sopa era diurética. Y, ¡ay de aquel que se tropiece con un kapo ebrio al claro de luna! Unos a otros se observaban con temor, a la búsqueda de esos síntomas pronto familiares: «hacer sangre» era señal de muerte. Mercado clandestino: lugar de compra y venta, allí se mataba a la chita callando. En él, se efectuaban las visitas. Se dibujaban los planos de un apartamento para el regreso. Se comunicaban entre ellos noticias verdaderas y falsas. Se organizaban grupos de resistencia. Allí, una sociedad adquiría forma. Una forma esculpida en el terror y, sin embargo, menos enloquecida que una orden de los S.S., expresada por medio de preceptos como los que siguen: «LA LIMPIEZA ES SALUD» «EL TRABAJO ES LIBERTAD» «A CADA CUAL LO QUE SE MERECE» «LOS PIOJOS MATAN». Y un S.S., ¿qué? Cada campo entraña una sorpresa: una orquesta sinfónica, un zoológico... invernaderos en los que Himmler cuidaba de sus plantas delicadas; el Roble de Goethe, en Buchenwald (4), en torno al cual construyeron el campo, respetando el roble. Un orfanato efímero, que es renovado sin cesar. Un barracón para inválidos. Es entonces cuando el mundo de verdad, el de los paisajes sosegados, el del tiempo anterior, puede muy bien aparecer desde lejos o no tan desde lejos. Para el deportado, se trataba de una imagen. Él ya no pertenecía nada más que a ese universo finito, cerrado, limitado por las torres de observación desde donde los soldados patrullaban el buen comportamiento del campo, apuntaban continuamente a los deportados, los mataban si se terciaba, por desgana. Cualquier cosa es pretexto para burlas, castigos, humillación... las llamadas para formar duran horas. Una cama mal hecha: veinte golpes de cachiporra. Nada de hacerse notar, nada de hacerle cruces a dios. Tienen su horca, su recinto para ejecuciones. Ese patio del barracón once, hurtado a las miradas, dispuesto para los fusilamientos, con su pared que protege del rebote de las balas. Ese castillo de Hartheim (5), hacia el que autocares con vidrios ahumados transportan a unos pasajeros a los que no se volverá a ver jamás. «Transportes negros», que parten en la noche y de los que nadie sabrá nunca nada. Pero es increíble lo que puede resistir un hombre: con el cuerpo abrasado por la fatiga, el espíritu trabaja, las manos cubiertas de vendajes, trabajan. Fabrica cucharas, marionetas, que luego oculta, monstruos. cajas. Logra escribir, tomar notas... entrenar la memoria con sueños. Puede pensar en Dios. Incluso llega a organizarse políticamente, a disputarles el control interno de la vida del campo a los presos comunes. Se encarga de los compañeros más disminuidos... Dona su alimento. Organiza ayudas solidarias. Como último recurso, empuja con ansiedad a los más amenazados al hospital, al «Soñadero». Acercarse a esa puerta suponía fantasear con una enfermedad auténtica, con la esperanza de una cama. También, el riesgo a una muerte por jeringa. Los medicamentos son de risa, las vendas de papel. La misma pomada sirve para todas las enfermedades, para todas las llagas. A menudo, el enfermo hambriento se come sus vendajes. Al final, todos los deportados se asemejan. Se ajustan a un patrón sin edad, que muere con los ojos abiertos. Había un barracón quirúrgico. Con algo más de fantasía, se habrían imaginado frente a una clínica de verdad. Doctor S.S.... enfermera inquietante... Existe el decorado, pero ¿qué se esconde tras él?: operaciones inútiles, amputaciones, mutilaciones experimentales. Los kapos, como los cirujanos S.S., pueden hacer sus prácticas en él. Las grandes plantas químicas envían a los campos muestras de sus productos tóxicos. O bien compran un lote de deportados para sus ensayos. De esos conejillos de Indias, unos cuantos sobrevivirán, castrados, abrasados con fósforo. Los habrá cuya carne quedará marcada de por vida, pese al regreso. De estas mujeres, de estos hombres, consignados a su llegada, los despachos administrativos archivarán sus rostros. También sus nombres son consignados. Nombres de veintidós nacionalidades. Se rellenan cientos de registros, millares de ficheros. Un tachón rojo suprime a los muertos. Bajo la mirada de los S.S. y de los kapos privilegiados, son los deportados, los «prominentes», la crema del campo, quienes llevan esa contabilidad delirante, siempre falsa. El kapo posee su propio cuarto, en el que puede almacenar sus provisiones y recibir por las noches a sus jóvenes favoritas. Muy cerca del campo, el comandante tiene un palacete, en el que su mujer contribuye a mantener una vida de familia y a veces mundana, como en cualquier otra guarnición. Quizás con la diferencia de que ahí se aburre un poco más: la guerra no se digna a terminar. Más afortunados, los kapos poseían su burdel. Con prisioneras mejor alimentadas, pero como las demás, destinadas a la muerte. A veces, desde esas ventanas cayó un trozo de pan para un compañero del exterior. De esa manera, los S.S. habían logrado reconstruir en el campo una urbe en potencia, con hospital, barrio privado, barrio residencial e incluso —sí— una prisión. Sería inútil describir lo que ocurría en esos calabozos. En esas jaulas diseñadas para que no se pudieran mantener ni de pie ni tumbados, hombres y mujeres fueron torturados a conciencia durante días. Las bocas de aeración no retienen sus gritos. 1942. Himmler visita las instalaciones. Es preciso exterminar, pero de forma productiva. Cediendo la productividad a sus técnicos, Himmler analiza el problema del exterminio. Se estudian planos, maquetas, se ponen en práctica y son los propios deportados los que participan en las obras. Un crematorio podía tener, por qué no, aires de tarjeta postal. Más tarde —hoy—, los turistas se fotografían en él. La deportación se extiende a toda Europa. Los convoyes se extravían, se detienen, vuelven a partir, son bombardeados y, al final, llegan. Para unos cuantos, la selección ya está hecha. Para los que restan, la selección se hace al instante: los de la izquierda irán a trabajar; los de la derecha... Esas imágenes están tomadas momentos antes de una exterminación. Matar a mano toma su tiempo: se encargan latas de gas zyklon. Nada distingue una cámara de gas de un barracón ordinario. En su interior, un falso cuarto de duchas acogía a los recién llegados. Se les cerraban las puertas Se los observaba. La única señal —si bien hemos de prestar atención— lo constituye ese techo al que las uñas llenaron de arañazos. Hasta el hormigón desgarraban. Cuando los crematorios son insuficientes, se elevan hogueras. Los nuevos hornos absorbían aun así varios millares de cuerpos al día. Todo se aprovecha. Son las reservas nazis en guerra, sus graneros. Nada más que por los cabellos de mujer... ...a quince pfennigs el kilo... se elaboran telas. Con los huesos... abono... o, al menos, eso intentan. Con los cuerpos... qué podemos añadir más... ...con los cuerpos, procuran fabricar jabón. En cuanto a la piel... 1945. Los campos se extienden, rebosan. Son ciudades de cien mil habitantes. Cartel de completo en todos ellos. La gran industria se interesa por esta mano de obra indefinidamente renovable. Existen fábricas que tienen sus campos particulares, vedados a los S.S. Steyr, Krupp, Heinkel, I.G., Farben, Siemens y Hermann Göring se abastecen en esos mercados. Los nazis podrían ganar la guerra: esas nuevas ciudades forman parte de su economía. Pero la pierden. El carbón para los crematorios escasea. El pan para los hombres escasea. Los cadáveres obstruyen las calles de los campos: el tifus... Cuando los aliados abren las puertas... ...todas las puertas... La mirada de los deportados es de incomprensión. ¿Han sido liberados? ¿Volverán a hallar su lugar en la vida cotidiana? —Yo no soy responsable —dice el kapo. —Yo no soy responsable —dice el oficial. —Yo no soy responsable... Entonces, ¿quién es responsable? En el momento en el que les hablo, el agua helada de las ciénagas y de las ruinas colma el hueco de las fosas de cadáveres, un agua helada y opaca como nuestra mala memoria. En su letargo, la guerra no deja de tener un ojo abierto. La hierba fiel ha crecido de nuevo en los patios de llamada, entre los barracones. Un pueblo abandonado aún lleno de amenazas. El crematorio está fuera de servicio. Las añagazas nazis han pasado de moda. Nueve millones de muertos penan por estos parajes. ¿Quién de nosotros vela desde este extraño observatorio para advertirnos de la llegada de nuevos verdugos? ¿De veras tienen un rostro distinto al nuestro? En algún lugar, entre nosotros, quedan kapos con suerte, cabecillas rehabilitados, delatores anónimos. Quedan todos aquellos que no creían en nada o sólo de cuando en cuando. Y quedamos nosotros, sinceros observadores de esas ruinas, que fingimos recuperar la esperanza frente a esa imagen que se aleja, como si el viejo monstruo de los campos de concentración hubiera muerto bajo sus escombros, nosotros, que fingimos, como si hubiera cura para la epidemia de los campos de concentración, que todo esto pertenece a un tiempo único y a un único país, y olvidamos mirar a nuestro alrededor sin oír esos gritos que no tienen fin. (1) Entre 1941 y 1943, más de 16 000 judíos, entre ellos 4 500 niños, fueron internados en los campos de Pithiviers y de Beaune la Rolande, a unos 50 km de Orleans y 90 de París, ambos gestionados por la administración francesa, bajo control alemán. Todos fueron conducidos a los campos [Nota del Traductor]. (2) Abreviatura de Vélodrome d’hiver, Velódromo de Invierno de París, en referencia a la redada de judíos a gran escala que tuvo lugar en julio de 1942, con la colaboración de miles de policías y gendarmes franceses [N. del T.]. (3) El grupo de Compiègne, llamado también Batallón de Francia, fue uno de los primeros grupos de la resistencia francesa. Creado en 1941 y desmantelado en 1942 por el contraespionaje alemán, sus miembros fueron deportados y en la mayoría de los casos condenados a muerte y ejecutados, según directrices del programa Nacht und Nebel o NN, ya citado [N. del T.]. (4) Las S.S. dejaron un viejo roble en medio del campo de Buchenwald, que señalaron en los mapas como el «roble grueso», recuerdo de las frecuentes visitas de Goethe a Ettersberg. Los internos le dieron el nombre de «roble de Goethe». En agosto de 1944, fue gravemente dañado por los bombardeos y, poco después, abatido. Solo el tocón de la base se conserva en el centro del campo como símbolo de memoria [N. del T.]. (5) El tristemente célebre castillo de Hartheim (Alkoven, Austria) es una hermosa construcción renacentista de principios del siglo XVII, situado a las afueras de Linz, que desde 1898 sirvió de institución de acogida para personas que no podían valerse por sí mismas. No se sabe a ciencia cierta por qué se convirtió, una vez nacionalizado por los nazis, a partir de 1940, en centro de ejecución para Austria, un sector de Baviera y una parte de Checoslovaquia. Su dirección fue encomendada al psiquiatra Rudolf Lonauer y en él murieron más de veinte mil personas, en su mayoría enfermos mentales, con la excusa de que eran internados en un «campo de reposo». Su idea de base era la de la purificación y fortalecimiento de la raza aria a partir de la eliminación de esas personas. Pero no sólo se utilizó para ese fin. Se da la circunstancia de que murieron gaseados en sus instalaciones, en este caso por su evaluación política como «combatientes rojos o comunistas de España», unos quinientos republicanos españoles. Cf. Le château de Hartheim et le «Traitement spécial 14f13», artículo de Florian Schwanninger, Revue d’histoire de la Shoah 2013/2 (N° 199), pp. 313-350 [N. del T.]. Traducción y nota: MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO
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Una vez más, venid venid, palabras miserables para expresar aún más miseria para expresar lo caído, lo devastado, lo irreconocible lo tres veces más temible que en las sombras se prepara Para expresar los montes de vergüenza súbitamente surgidos que bloquean el horizonte las jaulas por doquier, para expresar a Judas, Para expresar a Judas multiplicado, a Judas haciendo compañía a los denarios a los que no les queda mucho tiempo para perseguir a Judas Para expresar las hojas que caen las frentes que se agrietan las apeaderos que se apagan los caminos que se agotan el invierno que a correazos azota al gran rebaño Para expresar brazos, estómagos, juicios en el torno y a millones y millones de hombres enteros en el torno y a millones y millones roídos en la llaga de la llaga, de la llaga de la cosa o clavados, silenciosos, que contemplan la espalda rota de su porvenir Que contemplan sobre todo esa Estatua alta que, a la derrota de los suyos, se ha hundido sobre su pedestal y sus escombros hacen daño. Sus escombros nos torturan y acosan. La noche viene. Los ecos se alejan. El frío se agranda. Un gran cuerpo con garras, con todo su peso, se extiende sobre sí mismo. [Publicado en Traits en 1943] PUERTAS QUE DAN AL FUEGO Para mí, vasallo de brazo quebrado, habitante de una isla dejó de fluir el agua y la vida extravió sus días Mis puertas dan al fuego Con la ropa arrancada de mi carne, la piel ya no me envuelve Nada me envuelve La batalla furiosa se libra fronteras adentro ¡Qué frágiles las patas de las aguzanieves! No necesitan otras Como herramientas que cayeron de un carro me quedé en el camino Mis aves dejaron de volar Un solo hueso roto ha cuestionado mi vida Escucho las juntas aullantes de mi cuerpo El dolor hunde en mi llaga sus raspas Hospital y momias de la mañana ¡Con qué hondura anda todo en un cercado! Noches interminables Con lentitud, giran agujas con lentitud en la noche y al alba Inexorable el tiempo que debo recorrer sin perder un minuto ¿Quién me perdonaría tan solo uno? Noches como de palio sobre una llaga Cuando el sufrimiento se contempla en los sufrimientos cuando el sufrimiento resuena y se repite en mil espejos ...ante tanto peldaño aún por escalar Ya no hay cielo Desgarramos nuestros vendajes Cae un bolo y todos los bolos se tambalean Indomable y continuo sufrimiento su alocada fanfarria su trompeta exclusiva y dolorosa entre nosotros, cortinas abatidas Sufrimiento que a todo sobrevive, como un culto inepto, heredado e incomprendido al que permanecemos sumisos Brasas Brasas punzantes ¡Horribles esas brasas! Antes estaba allí mi brazo Fuego. Fuego. Fuego incesantemente fuego La lengua fría del cuchillo que corta y erra a solas entre los labios del hombre solitario Abejas que liban flores de hierro Aves que vuelan entre árboles de hierro Perros que muerden. Jaurías de perros incesantes oleadas de perros Espero la salida del sol, en pleno día [Publicado en Botteghe oscure en 1960] Traducción y nota: MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO
MOLIÈRE Molière nació el 8 de enero de 1615 en Saint-Malo. Estudió francés y latín con el abad Denier de Royat, quien debiera morir más tarde. Su padre, comerciante de paños en Elbeuf, habría deseado que Molière le sucediera a la cabeza del negocio, pero el joven Molière carecía del buen gusto paterno para las telas. Después de pasar ocho años tras el mostrador familiar, una hermosa mañana se esfumó, provisto de una faltriquera no muy llena, el pobrecillo. Habiendo alternado con varios jóvenes de su edad, entabló amistad con uno de ellos, Pierre Simon; luego, en 1626, desposó a una viuda, doña Lucía Delettre. Murió en Limoges en 1652. Su joven hermano, Jean-Baptiste Poquelin, se hizo notar por unas cuantas, divertidas y bien construidas piezas de teatro. CÓMO SE ELABORA UN PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA Pónganlo completamente desnudo en un local a 25o más o menos. Lávenlo con jabón verde, grosso modo, enjuáguenlo, séquenlo, dejando no obstante una ligera humedad que les permita hacer un dobladillo con las trazas grisáceas que pudieran persistir. Con un tampón de guata empapado en una buena agua de colonia, frótenle ligeramente toda la superficie a excepción de las mucosas, nada de talco. Según la temperatura exterior, vístanlo con una o dos ropas interiores de lana, la camisa, el pantalón, el chaleco, la gran enseña, zapatos; péinenlo y música, maestro. Buena suerte. UNA CORRIDA DE TOROS Antes de nada, déjenme describirles el terreno. Se trata de un largo rectángulo curvado, cuyos extremos se juntan a la manera de un hipódromo. Lo más divertido es observar a la multitud tan multicolor y excitada. Los preparativos duran mucho tiempo, tanto tiempo que incluso a uno lo invade el aburrimiento. Al fin, los picadores consiguen obligar a los toros a colocarse en la línea de partida, tarea que exige mucha paciencia. Al pistoletazo, los animales echan a correr. Algunos corren deprisa, otros con lentitud; los hay además que se detienen para rascarse, hecho que provoca abucheos y sarcasmos. —Se rascó, se rascó —grita la multitud, lo cual quiere decir «descalificado». El ganador es aquel que llega primero a su punto de partida cuando ha completado una vuelta, pues si vuelve a su punto de partida rehaciendo el camino recorrido, también él es «se rascó» y no cuenta, incluso si es el primero. No sé si me explico. LEYENDA BRETONA Érase una vez un bretón llamado Le Palurduk. Marino de padres a hijos, gustaba de ver mundo y las tempestades más espantosas apenas si lo obligaban a dar marcha atrás. Se contentaba con observar fijamente el horizonte a través de su viejo pellejo curtido por el agua de mar y por medio de sus claros ojillos grises muy duros, que estaban curados de espanto. Una noche de invierno, mientras los equinoccios se precipitaban todo a lo largo de los costados de su cascarón de nuez, el Jean-Jacques Rousseau, soltó un juramento a destiempo, pues era creyente pero ya no muy joven. De repente, el mar desatado cedió su lugar a una hermosa joven en cueros y envuelta en una aureola. —Yves —le dijo ella—, formula dos deseos y te serán concedidos. —Quisiera un barógrafo —respondió Le Palurduk sin dudarlo. La jovencita extrajo de sus senos un lindo barógrafo, no muy nuevo pero en excelente estado. —Y ¿qué desea el señor de segundo? —prosiguió la desnudez. —Quisiera echarte un polvo, hija mía —respondió el viejo marino con la mirada encendida. Recibió entonces una de esas bofetadas de las que sí cuentan en la vida de un bretón y, luego, en el mismo instante, la aparición se desvaneció dejando sitio de nuevo a la tempestad. Así ocurrió la leyenda que acabo de narrarles. Traducción y nota: MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO
CARNE PRESENTE Nadie tuvo elección Por la tierra fluían palabras y las almas vestían mandiles bañados en remordimientos y en culpas imprecisas. Mientras la nieve prieta aclaraba la noche los hombres tramaban trágicas farsas para perseguir a otros hombres este era el tiempo regio del hierro y del azufre. Luna de acero invernal indiferente hombres muertos abren agujeros en el sueño de tu nieve hombres cautivos privados de ardor tras las rejas de los barracones forjan contigo sueños de tarjeta postal. Han acaparado un sinfín de sonrisas serviles para asear las plegarias que privan al aire de su nobleza. Este es el tiempo regio de sangre y tempestades. Las golondrinas pasan sin primavera en su plumaje. Han apartado el sudor de los hombres del destino de dar fruto a la tierra. Muévete muévete más lejos más inmóvil de lo que los hombres se mueven hacia Oeste y Oriente los rostros lucen destellos rojos Habrá una vasta cicatriz en el aliento de la vida Luna de noche invernal y guerrera luna de dulzura muerta mi cuerpo extenuado por encima de ti mi cuerpo extenuado de silencio mi cuerpo extenuado de gestos sin cuerpo y mi carne presente y la pobreza por todas partes salvo en tu sueño. Es verdad que las golondrinas no volverán a pasar hasta la próxima primavera. De Images de l'homme immobile (1942) He visto la muerte y he manejado sus resortes Y hoy estoy aquí sin vida ni muerte con mis tormentos insignificantes frente a una cantera de greda y un bosque tranquilo A mi alrededor castañean destellos humanos La vida ruge en la voz de sus cañones y arde arde hasta la punta de la mecha a lo lejos a lo lejos unos chavales descienden del cielo y yacen con el gesto roto sobre los campos minados Y la noche los contempla Yo contemplo la noche silenciosa y locuaz y el bosque y no desciendo del cielo Al alba un hombre se peina el cabello rubio ante un espejo de acero En un estuche de violín esconde una metralleta y en su agenda alguien al que abatir Hombre asesino declarado de utilidad pública Las mejillas de los sucesos están maquilladas con sangre Y esta noche tras la ejecución le hará el amor a una chica. De La nuit du prisonnier (1944) JEAN GARAMOND
Albert Béguin, 21 de abril de 1947. Prólogo a la edición de Images de l'homme immobile (1947) Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
Fue un curioso personaje que cambió su nombre —Pierre Dumarchey—, apelando al supuesto origen escocés de su abuela, y luego fue borrando por accidente o voluntad propia aquellos episodios de su verdadera vida que no le gustaban. Pionero del cómic, a su llegada a París, se unió al grupo de Apollinaire y de Max Jacob, con lo que su bautismo literario se inició bajo el signo del humor y de lo insólito. Su producción evoca con vitalidad un universo cosmopolita, mezcla de realidad e imaginación, en donde la aventura puede sorprendernos en cualquier calle. Su pensamiento osciló entre el del aventurero activo y el aventurero pasivo (o literario), precisado en el Petit manuel du parfait aventurier (quizás un encargo de Cendrars) y desplegado en sus Poésies documentaires, bosquejo urbano y burlón de gran riqueza “argótica”. Autor de El muelle de las brumas (1927), Orlan es conocido como el escritor de los ambientes neblinosos, de sus maleantes, de los personajes enterrados en alcohol y problemas insolubles, porque conoció en profundidad los bajos fondos de muchas ciudades europeas y los describió como nadie en sus libros, con un estilo seco pero de enorme precisión. LA BELLA MARSIALE
Traducción y notas: Manuel Ángel Gómez Angulo
Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
À la recherche tu temps perdu [En busca del tiempo perdido], la obra monumental de Proust, se sostiene sobre el andamiaje de tres o cuatro páginas (capítulo I, 44-47 del primer volumen de la edición de la Pléïade, de Du côté de chez Swann [Por el lado de Swann]). He aquí su traducción, en el respeto al insuperable oleaje sintáctico y léxico de su autor. [ ... ] Hacía ya muchos años que, de Combray, todo aquello que no fuera el escenario y el drama de irme a la cama había dejado de existir para mí, cuando un día de invierno, en el que regresaba a casa, mi madre, al advertir que tenía frío, se ofreció a prepararme, en contra de mi costumbre, un poco de té. Inicialmente rechacé pero, ignoro por qué, cambié de idea. Ella mandó buscar uno de esos bizcochos cortos y rollizos llamados Pequeñas Magdalenas, que parecen haber sido moldeados en la valva con ranuras de la concha de una vieira. Y pronto, instintivamente, abrumado por la taciturna jornada y la perspectiva del triste mañana, llevé a mis labios una cucharada de té en el que había dejado ablandarse un trozo de magdalena. Mas en el mismo instante en el que el sorbo mezclado con las migajas de bizcocho rozó mi paladar, atento a lo que de extraordinario ocurría en mi interior, me estremecí. Un placer delicioso, aislado, sin la noción de su causa, me había inundado. De repente, había transformado en indiferentes las vicisitudes de la vida, sus desastres inofensivos, su brevedad ilusoria, del mismo modo con el que opera el amor, llenándome de una valiosa esencia; o, más bien, esa esencia no se encontraba en mí, era yo mismo. Ya no me sentía mediocre, contingente, mortal. ¿De dónde había podido llegarme aquella poderosa dicha? Yo imaginaba que estaba ligada al sabor del té y del bizcocho, pero que, al superarlos con creces, no debía participar de su misma naturaleza. ¿De dónde procedía? ¿Cuál era su significado? ¿Dónde aprehenderla? Bebo un segundo trago en el que apenas encuentro algo más que en el primero, un tercero que me aporta menos aún que el segundo. Ya es hora de que pare, la virtud del brebaje parece menguar. Es obvio que la verdad que busco no está en él, sino en mí. Él la ha despertado, pero no la reconoce, y no consigue nada más que repetir indefinidamente, cada vez con menor fuerza, ese mismo testimonio que soy incapaz de interpretar y que al menos quiero poder reclamarle de nuevo y hallar otra vez intacto, a mi disposición, en breve, para una aclaración concluyente. Poso la taza y me vuelvo hacia mi alma. Es ella quien ha de hallar la verdad. Pero, ¿cómo? Grave incertidumbre, cada vez que el alma se siente superada a sí misma; cuando ella, en su búsqueda, es además el país oscuro en el que debe buscar y en el que de nada le servirá su bagaje. ¿Buscar? No basta: crear. Ella se encuentra frente a algo que no existe aún y que solo puede concretar para, luego, hacer entrar en su luz. Y de nuevo empiezo a preguntarme qué podría ser ese estado desconocido, que no aportaba prueba lógica alguna, sino la evidencia de su gozo, de su realidad, ante la cual las demás se desvanecían. Mi deseo es intentar resucitarlo. Retrocedo con mi mente al momento en el que tomé la primera cucharada de té. Vuelvo a encontrar el mismo estado, sin una claridad renovada. Le pido a mi alma un esfuerzo mayor, que vuelva a acercarme otra vez esa sensación esquiva. Y, para que nada rompa el empuje con el que va tratar de recuperarla, aparto todo obstáculo, toda idea extraña, protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos del cuarto contiguo. Pero cuando siento que mi alma se agota sin lograrlo, la fuerzo, a la inversa, a aceptar esa distracción que yo le negaba, a pensar en otra cosa, a rehacerse antes de una tentativa suprema. Luego, por segunda vez, la aíslo y vuelvo a disponer frente a ella el sabor aún reciente de ese primer trago y siento estremecerse en mí algo que se desliza, que quisiera alzarse, algo que habría levado un ancla, a una gran profundidad; no sé lo que es, pero remonta con lentitud; me doy cuenta de que se resiste y oigo el rumor de las distancias que atraviesa. Ciertamente, lo que así palpita en lo más hondo de mí debe ser la imagen, el recuerdo visual que, ligado a ese sabor, intenta seguirlo hasta mí. Pero en su forcejeo remoto, tan confuso, apenas si percibo el neutro reflejo en el que se confunde el inasible torbellino de sus colores enturbiados; con todo, no puedo distinguir su forma, pedirle como al único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su contemporánea, de su inseparable compañía, el sabor, pedirle que me enseñe de qué circunstancia en particular, de qué época del pasado se trata. ¿Llegará hasta la superficie de mi clara conciencia, ese recuerdo, el instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha llegado desde tan lejos a desvelar, conmover, despertarlo todo en el fondo de mí mismo? No lo sé. Ahora no siento nada más, se ha detenido, quizás vuelto a bajar. ¿Quién sabe si acaso renacerá de su noche? Diez intentos he necesitado para volver a empezar, inclinarme hacia él. Y cada vez esa cobardía que nos aparta de cualquier labor difícil, de cualquier obra importante, me ha aconsejado que la abandone, que me beba el té, y piense sencillamente en mis problemas cotidianos, en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin dificultad. Y de repente el recuerdo se me apareció. Ese sabor era el del trocito de magdalena que los domingos por la mañana en Combray (porque aquel día no salía antes de la hora de la misa), cuando iba a su cuarto a darle los buenos días, me ofrecía mi tía Léonie después de haberlo mojado en su infusión de té o de tila. La visión de la pequeña magdalena no me había evocado nada antes de que la hubiera degustado; tal vez porque, cuando desde entonces las observaba a menudo, sin comerlas, en los anaqueles de las pastelerías, su imagen se había alejado de aquellos días de Combray para unirse a otros más recientes; quizás porque, de aquellos recuerdos abandonados por tan largo tiempo al margen de la memoria, nada sobreviviera, todo se hubiera disgregado; las formas —también aquella de la pequeña concha de pastelería, tan generosamente sensual bajo su plisado severo y devoto— habían sido abolidas o, adormecidas, habían perdido la fuerza de expansión que les hubiera permitido reunirse con la conciencia. Pero cuando de un pasado antiguo nada subsiste, tras la muerte de los seres, tras la destrucción de las cosas, solos, más frágiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, su olor y sabor permanecen aún largo tiempo, como almas, recordando, aguardando, esperando, sobre las ruinas de todo lo demás, soportando sin plegarse, sobre su gotita casi impalpable, el vasto edificio del recuerdo. Y en cuanto hube reconocido el sabor del trozo de magdalena mojada en la tila que me daba mi tía (aunque aún no lo supiera y tuviera que aplazar hasta mucho más tarde el porqué del descubrimiento de ese recuerdo que me hacía tan feliz), de inmediato la vieja casa gris de la calle, en donde estaba su cuarto, acudió como el decorado de un teatro para acomodarse al pequeño pabellón que daba al jardín, que habían construido para mis padres en su parte trasera (ese tabique truncado que solamente había vuelto a ver hasta entonces); y con la casa, la ciudad, desde la mañana hasta el atardecer, hiciera el tiempo que hiciera, la Plaza a la que me mandaban antes del almuerzo, las calles a las que iba a hacer las compras, los caminos que tomábamos si hacía bueno. Y como en ese juego en el que los japoneses se divierten humedeciendo en un tazón de porcelana repleto de agua, pequeños trozos de papel hasta ese momento indistintos en el que, apenas sumergidos, se desperezan, se contornean, se colorean, se diferencian, se transforman en flores, casas, personajes concretos y reconocibles, de la misma manera ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann, y los nenúfares del Vivonne, y la gente honesta del pueblo y sus pequeñas moradas y la iglesia y todo Combray y sus alrededores, todo aquello que cobra forma y solidez, ha salido, ciudad y jardines, de mi taza de té. Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
El cementerio marino |
PAUL VALÉRY (Sète, 1871 - París, 1945). Alguien a quien sus padres llaman Ambroise-Paul-Toussaint-Jules está predestinado a ser un gran poeta. A priori. Una obra esencial, escrita en decasílabos con acento y cesura en la cuarta sílaba y pensada como una sinfonía. El cementerio marino está considerada como una de las obras más importantes de la poesía francesa del siglo XX. Ofrecemos esta versión en prosa para deleite de futuros comensales de la poesía, tal y como por aquí la entendemos. |
TRADUCCIONES
El Coloquio de los Perros.
Revista de Literatura.
ISSN 1578-0856
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