CARNE PRESENTE Nadie tuvo elección Por la tierra fluían palabras y las almas vestían mandiles bañados en remordimientos y en culpas imprecisas. Mientras la nieve prieta aclaraba la noche los hombres tramaban trágicas farsas para perseguir a otros hombres este era el tiempo regio del hierro y del azufre. Luna de acero invernal indiferente hombres muertos abren agujeros en el sueño de tu nieve hombres cautivos privados de ardor tras las rejas de los barracones forjan contigo sueños de tarjeta postal. Han acaparado un sinfín de sonrisas serviles para asear las plegarias que privan al aire de su nobleza. Este es el tiempo regio de sangre y tempestades. Las golondrinas pasan sin primavera en su plumaje. Han apartado el sudor de los hombres del destino de dar fruto a la tierra. Muévete muévete más lejos más inmóvil de lo que los hombres se mueven hacia Oeste y Oriente los rostros lucen destellos rojos Habrá una vasta cicatriz en el aliento de la vida Luna de noche invernal y guerrera luna de dulzura muerta mi cuerpo extenuado por encima de ti mi cuerpo extenuado de silencio mi cuerpo extenuado de gestos sin cuerpo y mi carne presente y la pobreza por todas partes salvo en tu sueño. Es verdad que las golondrinas no volverán a pasar hasta la próxima primavera. De Images de l'homme immobile (1942) He visto la muerte y he manejado sus resortes Y hoy estoy aquí sin vida ni muerte con mis tormentos insignificantes frente a una cantera de greda y un bosque tranquilo A mi alrededor castañean destellos humanos La vida ruge en la voz de sus cañones y arde arde hasta la punta de la mecha a lo lejos a lo lejos unos chavales descienden del cielo y yacen con el gesto roto sobre los campos minados Y la noche los contempla Yo contemplo la noche silenciosa y locuaz y el bosque y no desciendo del cielo Al alba un hombre se peina el cabello rubio ante un espejo de acero En un estuche de violín esconde una metralleta y en su agenda alguien al que abatir Hombre asesino declarado de utilidad pública Las mejillas de los sucesos están maquilladas con sangre Y esta noche tras la ejecución le hará el amor a una chica. De La nuit du prisonnier (1944) JEAN GARAMOND
Albert Béguin, 21 de abril de 1947. Prólogo a la edición de Images de l'homme immobile (1947) Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
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Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
Fue un curioso personaje que cambió su nombre —Pierre Dumarchey—, apelando al supuesto origen escocés de su abuela, y luego fue borrando por accidente o voluntad propia aquellos episodios de su verdadera vida que no le gustaban. Pionero del cómic, a su llegada a París, se unió al grupo de Apollinaire y de Max Jacob, con lo que su bautismo literario se inició bajo el signo del humor y de lo insólito. Su producción evoca con vitalidad un universo cosmopolita, mezcla de realidad e imaginación, en donde la aventura puede sorprendernos en cualquier calle. Su pensamiento osciló entre el del aventurero activo y el aventurero pasivo (o literario), precisado en el Petit manuel du parfait aventurier (quizás un encargo de Cendrars) y desplegado en sus Poésies documentaires, bosquejo urbano y burlón de gran riqueza “argótica”. Autor de El muelle de las brumas (1927), Orlan es conocido como el escritor de los ambientes neblinosos, de sus maleantes, de los personajes enterrados en alcohol y problemas insolubles, porque conoció en profundidad los bajos fondos de muchas ciudades europeas y los describió como nadie en sus libros, con un estilo seco pero de enorme precisión. LA BELLA MARSIALE
Traducción y notas: Manuel Ángel Gómez Angulo
Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
À la recherche tu temps perdu [En busca del tiempo perdido], la obra monumental de Proust, se sostiene sobre el andamiaje de tres o cuatro páginas (capítulo I, 44-47 del primer volumen de la edición de la Pléïade, de Du côté de chez Swann [Por el lado de Swann]). He aquí su traducción, en el respeto al insuperable oleaje sintáctico y léxico de su autor. [ ... ] Hacía ya muchos años que, de Combray, todo aquello que no fuera el escenario y el drama de irme a la cama había dejado de existir para mí, cuando un día de invierno, en el que regresaba a casa, mi madre, al advertir que tenía frío, se ofreció a prepararme, en contra de mi costumbre, un poco de té. Inicialmente rechacé pero, ignoro por qué, cambié de idea. Ella mandó buscar uno de esos bizcochos cortos y rollizos llamados Pequeñas Magdalenas, que parecen haber sido moldeados en la valva con ranuras de la concha de una vieira. Y pronto, instintivamente, abrumado por la taciturna jornada y la perspectiva del triste mañana, llevé a mis labios una cucharada de té en el que había dejado ablandarse un trozo de magdalena. Mas en el mismo instante en el que el sorbo mezclado con las migajas de bizcocho rozó mi paladar, atento a lo que de extraordinario ocurría en mi interior, me estremecí. Un placer delicioso, aislado, sin la noción de su causa, me había inundado. De repente, había transformado en indiferentes las vicisitudes de la vida, sus desastres inofensivos, su brevedad ilusoria, del mismo modo con el que opera el amor, llenándome de una valiosa esencia; o, más bien, esa esencia no se encontraba en mí, era yo mismo. Ya no me sentía mediocre, contingente, mortal. ¿De dónde había podido llegarme aquella poderosa dicha? Yo imaginaba que estaba ligada al sabor del té y del bizcocho, pero que, al superarlos con creces, no debía participar de su misma naturaleza. ¿De dónde procedía? ¿Cuál era su significado? ¿Dónde aprehenderla? Bebo un segundo trago en el que apenas encuentro algo más que en el primero, un tercero que me aporta menos aún que el segundo. Ya es hora de que pare, la virtud del brebaje parece menguar. Es obvio que la verdad que busco no está en él, sino en mí. Él la ha despertado, pero no la reconoce, y no consigue nada más que repetir indefinidamente, cada vez con menor fuerza, ese mismo testimonio que soy incapaz de interpretar y que al menos quiero poder reclamarle de nuevo y hallar otra vez intacto, a mi disposición, en breve, para una aclaración concluyente. Poso la taza y me vuelvo hacia mi alma. Es ella quien ha de hallar la verdad. Pero, ¿cómo? Grave incertidumbre, cada vez que el alma se siente superada a sí misma; cuando ella, en su búsqueda, es además el país oscuro en el que debe buscar y en el que de nada le servirá su bagaje. ¿Buscar? No basta: crear. Ella se encuentra frente a algo que no existe aún y que solo puede concretar para, luego, hacer entrar en su luz. Y de nuevo empiezo a preguntarme qué podría ser ese estado desconocido, que no aportaba prueba lógica alguna, sino la evidencia de su gozo, de su realidad, ante la cual las demás se desvanecían. Mi deseo es intentar resucitarlo. Retrocedo con mi mente al momento en el que tomé la primera cucharada de té. Vuelvo a encontrar el mismo estado, sin una claridad renovada. Le pido a mi alma un esfuerzo mayor, que vuelva a acercarme otra vez esa sensación esquiva. Y, para que nada rompa el empuje con el que va tratar de recuperarla, aparto todo obstáculo, toda idea extraña, protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos del cuarto contiguo. Pero cuando siento que mi alma se agota sin lograrlo, la fuerzo, a la inversa, a aceptar esa distracción que yo le negaba, a pensar en otra cosa, a rehacerse antes de una tentativa suprema. Luego, por segunda vez, la aíslo y vuelvo a disponer frente a ella el sabor aún reciente de ese primer trago y siento estremecerse en mí algo que se desliza, que quisiera alzarse, algo que habría levado un ancla, a una gran profundidad; no sé lo que es, pero remonta con lentitud; me doy cuenta de que se resiste y oigo el rumor de las distancias que atraviesa. Ciertamente, lo que así palpita en lo más hondo de mí debe ser la imagen, el recuerdo visual que, ligado a ese sabor, intenta seguirlo hasta mí. Pero en su forcejeo remoto, tan confuso, apenas si percibo el neutro reflejo en el que se confunde el inasible torbellino de sus colores enturbiados; con todo, no puedo distinguir su forma, pedirle como al único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su contemporánea, de su inseparable compañía, el sabor, pedirle que me enseñe de qué circunstancia en particular, de qué época del pasado se trata. ¿Llegará hasta la superficie de mi clara conciencia, ese recuerdo, el instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha llegado desde tan lejos a desvelar, conmover, despertarlo todo en el fondo de mí mismo? No lo sé. Ahora no siento nada más, se ha detenido, quizás vuelto a bajar. ¿Quién sabe si acaso renacerá de su noche? Diez intentos he necesitado para volver a empezar, inclinarme hacia él. Y cada vez esa cobardía que nos aparta de cualquier labor difícil, de cualquier obra importante, me ha aconsejado que la abandone, que me beba el té, y piense sencillamente en mis problemas cotidianos, en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin dificultad. Y de repente el recuerdo se me apareció. Ese sabor era el del trocito de magdalena que los domingos por la mañana en Combray (porque aquel día no salía antes de la hora de la misa), cuando iba a su cuarto a darle los buenos días, me ofrecía mi tía Léonie después de haberlo mojado en su infusión de té o de tila. La visión de la pequeña magdalena no me había evocado nada antes de que la hubiera degustado; tal vez porque, cuando desde entonces las observaba a menudo, sin comerlas, en los anaqueles de las pastelerías, su imagen se había alejado de aquellos días de Combray para unirse a otros más recientes; quizás porque, de aquellos recuerdos abandonados por tan largo tiempo al margen de la memoria, nada sobreviviera, todo se hubiera disgregado; las formas —también aquella de la pequeña concha de pastelería, tan generosamente sensual bajo su plisado severo y devoto— habían sido abolidas o, adormecidas, habían perdido la fuerza de expansión que les hubiera permitido reunirse con la conciencia. Pero cuando de un pasado antiguo nada subsiste, tras la muerte de los seres, tras la destrucción de las cosas, solos, más frágiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, su olor y sabor permanecen aún largo tiempo, como almas, recordando, aguardando, esperando, sobre las ruinas de todo lo demás, soportando sin plegarse, sobre su gotita casi impalpable, el vasto edificio del recuerdo. Y en cuanto hube reconocido el sabor del trozo de magdalena mojada en la tila que me daba mi tía (aunque aún no lo supiera y tuviera que aplazar hasta mucho más tarde el porqué del descubrimiento de ese recuerdo que me hacía tan feliz), de inmediato la vieja casa gris de la calle, en donde estaba su cuarto, acudió como el decorado de un teatro para acomodarse al pequeño pabellón que daba al jardín, que habían construido para mis padres en su parte trasera (ese tabique truncado que solamente había vuelto a ver hasta entonces); y con la casa, la ciudad, desde la mañana hasta el atardecer, hiciera el tiempo que hiciera, la Plaza a la que me mandaban antes del almuerzo, las calles a las que iba a hacer las compras, los caminos que tomábamos si hacía bueno. Y como en ese juego en el que los japoneses se divierten humedeciendo en un tazón de porcelana repleto de agua, pequeños trozos de papel hasta ese momento indistintos en el que, apenas sumergidos, se desperezan, se contornean, se colorean, se diferencian, se transforman en flores, casas, personajes concretos y reconocibles, de la misma manera ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann, y los nenúfares del Vivonne, y la gente honesta del pueblo y sus pequeñas moradas y la iglesia y todo Combray y sus alrededores, todo aquello que cobra forma y solidez, ha salido, ciudad y jardines, de mi taza de té. Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
El cementerio marino |
PAUL VALÉRY (Sète, 1871 - París, 1945). Alguien a quien sus padres llaman Ambroise-Paul-Toussaint-Jules está predestinado a ser un gran poeta. A priori. Una obra esencial, escrita en decasílabos con acento y cesura en la cuarta sílaba y pensada como una sinfonía. El cementerio marino está considerada como una de las obras más importantes de la poesía francesa del siglo XX. Ofrecemos esta versión en prosa para deleite de futuros comensales de la poesía, tal y como por aquí la entendemos. |
Nadie tuvo elección
Por la tierra fluían
palabras
y las almas vestían mandiles
bañados en remordimientos y en culpas imprecisas.
Mientras la nieve prieta aclaraba la noche
los hombres tramaban trágicas farsas
para perseguir a otros hombres
este era el tiempo regio del hierro y del azufre.
Luna de acero invernal indiferente
hombres muertos abren agujeros en el sueño de tu nieve
hombres cautivos privados de ardor
tras las rejas de los barracones
forjan contigo sueños de tarjeta postal.
Han acaparado un sinfín de sonrisas serviles
para asear las plegarias
que privan al aire de su nobleza.
Este es el tiempo regio de sangre y tempestades.
Las golondrinas pasan
sin primavera en su plumaje.
Han apartado el sudor de los hombres
del destino de dar fruto a la tierra.
Muévete muévete
más lejos más inmóvil
de lo que los hombres se mueven
hacia Oeste y Oriente los rostros lucen destellos rojos
Habrá una vasta cicatriz
en el aliento de la vida
Luna de noche invernal y guerrera
luna de dulzura muerta
mi cuerpo extenuado por encima de ti
mi cuerpo extenuado de silencio
mi cuerpo extenuado de gestos sin cuerpo
y mi carne presente
y la pobreza por todas partes salvo en tu sueño.
Es verdad que las golondrinas no volverán a pasar hasta la próxima primavera.
Y hoy estoy aquí sin vida ni muerte con mis tormentos insignificantes
frente a una cantera de greda y un bosque tranquilo
A mi alrededor castañean destellos humanos
La vida ruge en la voz de sus cañones y arde arde hasta la punta de la mecha
a lo lejos a lo lejos unos chavales descienden del cielo
y yacen con el gesto roto sobre los campos minados
Y la noche los contempla
Yo contemplo la noche silenciosa y locuaz y el bosque y no desciendo del cielo
Al alba un hombre se peina el cabello rubio ante un espejo de acero
En un estuche de violín esconde una metralleta y en su agenda alguien al que abatir
Hombre asesino declarado de utilidad pública
Las mejillas de los sucesos están maquilladas con sangre
Y esta noche tras la ejecución le hará el amor a una chica.
JEAN GARAMOND
Prólogo a la edición de Images de l'homme immobile (1947)
Cada cuartilla, cada cuaderno —rebosante de escrituras tan disímiles con las que armamos aún así, en el recuerdo, una única escritura de prisionero— llevaba un apellido francés, un número de registro y la inexorable marca: la de la injuria policial del geprüft alemán. Tan solo uno, visiblemente deslizado tras la censura en el cuaderno de un camarada, había escapado a ese recuento catastral y a ese control. Estaba firmado bajo seudónimo. Lo cual habría debido orientarme para que reconociera en Jean Garamond al impresor de tantos poetas, al amigo que había llegado a ver en abril de 1940, militar con permiso, de alma belicosa, que consagró a esa guerra toda su rebeldía masculina. ¿Cómo es que no había pensado en él al instante, con esos redondelitos que separaban las estrofas en sus manuscritos, patrón de su estilo tipográfico? El hecho es que me leí sus seis poemas —que formarían con posterioridad la recopilación de Images de l'homme immobile [Imágenes del hombre inmóvil]— sin que pudiera sospechar nada. Para mí, eran como los demás: aquello que un preso desconocido había escrito allí. Pero esa voz llamaba la atención de inmediato por una inflexión especialmente vigorosa; se trataba de un lamento, pero lleno de fuerza, sin flaquezas. La aspereza del trabajo, las imágenes del mundo abandonado, la sensación del tiempo robado, falseado, de una duración ajena a la propia duración, el sonido preciso que podía envolver en la tundra báltica un diálogo en francés entre unos cuantos camaradas reunidos en la obsesión del pasado —yo veía en ellos la vida cabal de los prisioneros, tan real, prendida con tal seguridad por las palabras, que tuve al fin la certeza de que ese mundo inimaginable para nosotros había dejado de resultarme absolutamente extraño, y esa otra certeza de haber oído la palabra de alguien que apreciaba su peso y valor como nadie. Más tarde, envié mis cuatrocientos manuscritos a Pierre Seghers. Él estaba trabajando en sus Poètes prisonniers [Poetas prisioneros] y me respondió sin tardar: «El mejor es Jean Garamond. Pero, ¿quién es?». Meses después, una vez publicados los poemas, antes que otros muchos lectores, fue Louis Gillet el que me hizo la pregunta: «¿Quién es ese Jean Garamond, del que ha publicado usted poemas tan hermosos?» ¿Quién era?
Entre tanto, gracias a las pesquisas realizadas a partir de un mensaje rodeado de misterio y sin que su nombre fuera desvelado por el riesgo que suponían las represalias de un kommando disciplinario, pudimos, Pierre-Jean Jouve, Pierre Courthion y un servidor, presentar los textos de Garamond dando a colegir, al menos a sus amigos, su verdadera identidad.
Hoy en día, todo eso es pasado. Garamond ha regresado, se ha reencontrado con su taller, sus vitelas, su rotativa, y se ha vuelto a poner manos a la obra, prosiguiendo su labor de gran artesano en este mundo de cambios en el que durante su expatriación se han ahondado tantas ausencias. Lo que cuenta hoy es esta poesía del Homme immobile, que nació en el exilio, pero que sobrevive al exilio; porque, tanto o mejor que ninguna otra, expresa el sufrimiento del cautiverio (yo solo la relacionaría con los poemas de Jean Cayrol, cuya experiencia distinta la marcan los campos de exterminio), la poesía de Garamond es mucho más que una crónica histórica. A través de la gracia de un poderoso lenguaje poético —y porque, por encima de todo, ese infortunio del prisionero de 1940 es tan penetrante que se convierte en el infortunio esencial del ser humano—, esta poesía no ha perdido nada de su autenticidad, pese a esa caída en el pasado de los acontecimientos que comentaba. Antes al contrario, al releerla ahora, dos años después de que los campos hayan soltado su presa, percibo en ella una presencia más sólida, una verdad más innegable de la que haya poseído jamás.
Se me revela así como una victoria lograda por la palabra humana sobre las perversas fuerzas que intentaban, y lo siguen intentando, asfixiar al ser humano. No porque exprese con claridad ese rechazo o una esperanza, no porque Garamond haya querido oponer a esas amenazas su fidelidad a una creencia consciente o las afirmaciones de una vida interior más robusta que esa que pretende agotar sus fuentes. Sino, precisamente, porque esta poesía se impone a los demonios en la misma medida en que renuncia a toda arma en contra de su tarea: por el solo hecho de formular lo que es, el peso del mal, el poder de las pasiones enemigas, la profundidad del desamparo y, asimismo, frente a esos monstruos de la desazón, la invencible resistencia del hombre habitado por las imágenes de su memoria, llevado hacia un futuro por el movimiento espontáneo de su deseo.
Hubo hombres que regresaron cargados con todo el sufrimiento padecido, abrumados por creerlo en vano, con el sentimiento destructor de haber perdido solo años que habrían podido ser dedicados a la luz, al amor, a la belleza del mundo. Y nosotros no osamos alzar la voz contra su testimonio, no nos sentimos con derecho a luchar contra su tristeza o a cuestionar lo que habrían de decir sobre la crueldad o la bajeza de sus verdugos y de los cobardes. Raros son aquellos que al regresar de esas mismas soledades, resurgiendo del mismísimo infierno, se atreven todavía a creer en el ser humano y no quieren que, por delante de nuestros pasos, el horizonte entero sea definitivamente sellado como el tragaluz de un calabozo. Jean Garamond forma parte de ese testimonio contra la desesperanza. Su evolución poética nos lo demuestra de manera ejemplar.
Recordemos sus poemas previos a la guerra. En ellos, todo era discontinuo, brusquedad en la aparición de sus imágenes, sedimentos de un gran juego, como si una catástrofe inevitable viniera, una y otra vez, a arruinar la oportunidad presente de un discurso coherente. Nunca había un movimiento continuo capaz de reunir en ellos los súbitos relámpagos surgidos de la noche del ser; nunca el esbozo de sus líneas llegaba a equilibrar la estructura del edificio; apenas se combinaban, cuando se las veía resquebrajarse. Los poemas del stalag no se asemejan ya a esas confesiones previas de la dispersión interior a partir de las cuales se traicionaba una conciencia deliberadamente intermitente y un ser reticente a toda coherencia. En su campo de trabajo, cuando se rompía con dureza el espinazo entre sus camaradas, Garamond escuchó con parsimonia sus lentos monólogos, y se puso a hablar como uno de ellos, del exilio, del pasado perdido, del futuro improbable; pero precisaba, para expresar esas simples preocupaciones humanas, del regreso a una palabra sostenida. Sus cantos, en lo sucesivo, se convertirán en verdaderos cantos que participarán tanto de la elegía y como del salmo, con un tono a la vez cotidiano y bíblico. La imagen, siempre tan intensa, contundente, golpea como un puñal, pero se engasta ahora en el vasto ritmo de un lamento que, en ocasiones, adquiere la monótona sugerencia de una letanía susurrada a media voz, y en ocasiones se agranda hasta las proporciones de un hecho mayor que la miseria de un solo individuo. No conozco poemas de cautiverio que se aproximen tanto al corazón de los seres humanos, y en los que consecuentemente las desgracias del prisionero afloren con tanto parecido a las desgracias comunes de cualquier individuo.
Jean Garamond no ha renunciado a nada, ni a la búsqueda ni al lenguaje de la poesía de ayer, pero a través de la fuerza temible de los infortunios que lo volvieron a plantar brutalmente entre sus hermanos humanos, fue impelido a abandonar el mundo de las intermitencias y de la conciencia discontinua. Para afrontar la aplastante fatiga, la separación, la injuria de los tiranos, la tortura del tiempo inmovilizado, no servía de nada recurrir a un ser disperso. Fue preciso reunificarlo, acercarse al núcleo y a su código. En el crisol de su reclusión, la unidad de la persona se refundió, a pesar de las dudas y de sus secuelas. Y un poeta renovado nos vuelve a enseñar que las palabras graves y sencillas, las palabras cotidianas, expresan mucho más acerca de nosotros mismos que las prospecciones y las disecciones de una época devastada por la psicología, mucho más que los raros vocablos metamorfoseados por los secretos propósitos del hermetismo.
Ese prisionero que habla en sus poemas es usted, Jean Garamond, y somos nosotros mismos, cada uno de nosotros. Usted orienta su mirada hacia otro tiempo, y nosotros sabemos que han mutilado para siempre una parte del ser que fuimos, y también, como usted, que seguimos siendo fieles a lo mejor de esa juventud que nos arrancaron de las manos. Por esos lugares, usted andaba al acecho de indicios y de buenas nuevas, le pedía a sus manos asesinadas que le devolvieran la confianza arruinada; y también nosotros estamos al acecho, con obstinación, a la espera de una aurora en la noche prolongada, listos para descifrar en todas sus formas el anuncio de este maravilloso mundo sensible con el que tanto nos han engañado pero que ha seguido manteniendo sus promesas. Usted ha hablado de las noches —noches salvadoras—, ha hablado de unos ríos y de unos caminos que ante nuestros pasos, como ante los sueños del cautivo, siguen manteniendo abierta la senda que lleva a una Tierra prometida. Usted nos confirma que el tiempo en el que estamos recluidos se aventura hacia esa libertad poderosamente clavada en nuestros corazones. Y, como poeta, por su sola poesía, usted declara que un día llegará en el que la palabra de los seres humanos cambiará. Su mensaje sin dulzura es palabra ennoblecida de fraterna amistad.
GUY LÉVIS MANO (Salónica, 1904 - Vendranges, 1980). Conocido también bajo el pseudónimo de Jean Garamond, Mano, poeta de origen judío sefardí, llegó muy joven a Francia, en donde se instalaría hasta su muerte. La extrema discreción de su familia y amistades ha hecho que poco haya trascendido de su vida privada, y menos aún de su paso por los campos de trabajo alemanes durante la Segunda Guerra mundial, en la que fue movilizado en septiembre de 1939 como sargento de artillería y hecho prisionero con toda su compañía en 1940. Su tránsito por varios stalag, quizás por indisciplina, rechazo al trabajo forzado o tentativas de evasión, termina en 1945 cuando es liberado por los ejércitos soviéticos y repatriado. Su esmerada labor como tipógrafo y su conocimiento de la lírica clásica hizo de él uno de los mejores editores de su época. Sus poemas, sobre todo a partir de 1939, reflejan con precisión y luminosidad la amargura del cautiverio y nos remiten al mejor Villon o a nuestro romancero, no en vano fue traductor de Lorca, Manrique, Góngora o Juan de la Cruz, entre otros. Sus escritos de 1942-1945 fueron publicados en 2013, en edición facsímil, por la editorial Folle Avoine. La traducción de su estupendo prólogo, firmado por André Béguin, sirve de presentación a dos inéditos en nuestro idioma. Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo |
EL REINO DE LOS TOPOS Labré una parcela de desolación, viejo almanaque, en donde cardenales y verdugos prensaban los racimos del sufrimiento. Las cepas sin viñedos dibujaban nuestra miseria. Labré un terreno de fiera rabia. Me hundí en el odio hasta las rodillas, tracé surcos sin huella y mi vida se redujo a un manto sin rostro. Labré las peladuras violetas del recuerdo, mañanas de crueldad, el barro de las viejas sentencias y de las homilías, la grama y las espinas y todos los sueños que colgaban de los ganchos bestiales de mis rencores. El vómito de la noche endulzó mi cuerpo fatigado. LA CONQUISTA DE ARGELIA Aquella noche de diciembre, quise penetrar en la ciudad extranjera. Ráfagas de flechas recortaron mi silueta sobre sus muros con susurros de clavecín y de destellos amarillos. Peces transparentes, que atravesaban mis ojos atentos, se colgaban sonrisas de sus mandíbulas fosforescentes, los tiburones de la dicha resbalaban por la nieve, mujeres de cristal reían en la espesura de las murallas. Me encontré, cabiro, en las entrañas de la ciudad y construí caminos ardientes. Vencedor de Teseo, mi hambre descubrió las caballerizas soleadas de las profundidades, en donde reuní mis caballos para una razzia entre fantasmas. Surgimos en cascada por la tierra fría de los muertos – los dientes de los muertos trituran la únicas olivas cálidas que dan aceite en verano. Los fuegos danzantes de nuestros vivaques en los manantiales helados, la corona real de las fieras del Atlas, el círculo de sus ojos, dije, fueron constelaciones en nuestro sueño. Pues hemos dormido, sí, hemos dormido, ¡y en qué plumón de espanto! Las ramas se balancearon como un abanico en las manos del desierto, la última humareda expirante permaneció inmóvil y rosa como una estatua al alba, y los tigres, vacilantes, regresaron a las grietas de su soledad. | EL CAMPO DE NABOS Que el vuelo de los cuervos se extienda sobre un acre de tierra fértil, el acre amor de Jean-Arthur es un bloque de mármol en el fondo de un pozo. Lacenaire canta en el patio y ofrece su sombrero a las deyecciones de las flores. Que esa fanfarria de crímenes nuevos estalle en el cielo de los estandartes, es el viento que titubea en los vientres abiertos, es la vieja y su viejo, los oficleidos rotos y su válvula del revés en el gaznate, es la madre y su hijo recién nacido. Que el barro cante, que la bazofia monte a caballo, que nuestros Maquiavelos abran la boca en un vuelo nupcial de moscas verdes. Llegó el libertador con las manos abiertas, para rodearse al instante de una camarilla de saco y soga. CATORCE DE JULIO Cuando reconstruyamos la ciudad, nosotros escogeremos las piedras. Las escogeremos bien, y encerraremos un ojo azul en cada una de ellas. Encerraremos un ojo de junio en nuestras fronteras. En la tardes de fuerte viento, la voz del prisionero atravesaba la ciudad, los cantos de libertad atravesaban las bocas cerradas y, sobre cada piedra, se alzaba una serpiente, se alzaba un guerrero, un destello en el esplendor del viento. Una Europa en harapos danzaba sobre las espadas. Un viento de acero segaba las cosechas. En nuestras manos alzadas, espigas sangrantes, en nuestras manos encendidas, sangraban los corazones de nuestras princesas. Sangraba el sol de nuestros deseos, sangraban nuestros hocicos embadurnados, nuestros hocicos hundidos en racimos palpitantes, sangraban nuestras caras de hiena, nuestras garras y nuestras esperanzas arrancadas a sus pechos de porcelana. |
MAURICE BLANCHARD (Montdidier, Francia, 1890-1960). Fue marino, aviador, inventor, ingeniero aeronáutico, resistente y poeta. Abandonado por su padre, trabajó desde su infancia en el extrarradio industrial parisino. Con dieciocho años, marchó a pie hasta Tolón para enrolarse en la marina. Fue el inicio de un recorrido autodidacta que lo convertirá en un experto en física y matemáticas, al tiempo que estudiará filosofía y aprenderá griego, latín, italiano e inglés (tradujo algunos sonetos de Shakespeare). Durante la Gran Guerra, combatió como piloto de escuadrilla, uno de los pocos en sobrevivir a esa experiencia. Posteriormente, fascinado por el surrealismo, se decantará por la poesía como medio de expresión artístico. Hasta la Segunda Guerra Mundial, a cuyo final es condecorado con la Cruz de guerra, no empieza la redacción de su diario. Considerado por sus amigos (Char, Éluard o Michaux) como uno de los elegidos, su reducida obra, llena de nervio militante, circuló casi en exclusiva entre unos cuantos allegados. En ella se observa especial énfasis no en el deseo de trascender, sino en el de cicatrizar esa cruel y profunda herida de orfandad y explotación. Leer a Blanchard es leer a un formidable poeta, a un diamante en bruto, infravalorado e inédito en nuestra lengua, que desde lo surreal, alcanzó ese punto de belleza transparente solo al alcance de los grandes. |
Al mentiroso a los ladrones al delincuente
Y sonreír a sus malvadas concubinas
Al despedirme me avergüenza su sonrisa
Mirar en sus ojos anémicos
Oír cómo resuena el cobre
Cómo se agranda en la ventana
Una marcha lejana de guerra
Bayonetas que siguen a otras bayonetas
Partiremos de aquí para siempre
Ahí están los trenes y el silencio
Los puentes la hierba las torres
El azul cotidiano de los ojos
El río
El rugido de las montañas su eco
Y la bala tirada a quemarropa
(1938)
Me queda poco aire y poco pan
Si pudiera quitarme de los hombros
Esta camisa helada
Rellenar mi garganta de cielo luminoso
Alargarme entre dos océanos
Acostarme a tus pies en una carretera
Como la estrella de un grano de arena
En la arena estrellada
Y sobre ti dos alas
Se elevaran de flor en flor
Podrías asomar primero
Y entreabrirme tu grandeza
Gigante podrías desplegar
Tu gran libro sobre el verano
Y escribirme en la lengua
Tu nombre
Entonces prendería fuego bajo tus pasos
Y para siempre me perdería en la arena
(1960)
En la tierra también me alimentaron
Ponle sopa agria
Y vacía los restos en el cubo
Todo tiene su plazo y su final
Y sin embargo fui amado
Una dijo hasta siempre ante el altar
Otra descansa bien en su ataúd
Y la tercera en otros corazones
Añade el eco
Risas gotas de lágrimas
Yo soy deudor
No pido nada
(1977)
ARSENI TARKOVSKI (Elizavetgrad, 1907 - Moscú, 1989). Padre del cineasta Andrei, Arseni Tarkovski nació en el seno de una familia ucraniana de lengua rusa. Educado desde su infancia en círculos intelectuales, estudia literatura y colabora en una revista oficial que le permite codearse con escritores consagrados y conocer a su primera esposa. En 1939, inicia una relación con Marina Tsvetaeva, que acaba de regresar de Francia. En 1942, movilizado como corresponsal de guerra y herido de gravedad en el frente, le amputan una pierna. Su obra siempre revelará tanto esa cicatriz incurable como el trágico suicidio de su compañera. Tras la guerra, traba amistad con Anna Akhmatova, que le brinda su ayuda y apoyo. Acmeísta, algo alejado de Pasternak, sigue una línea estética más acorde con Mandelstam. Fuerza moral e independencia son dos características propias de una poesía de raíces románticas que no reniega de la filosofía y en la que influye poderosamente su labor como traductor, en especial de poemas orientales. Tarkovski empieza a publicar tarde, en 1962, tras años de maduración y el labrado continuo de sus versos; puede que también por un excesivo celo en la defensa de su escritura ante la larga y onerosa presencia de Stalin. En 2013, la editorial Fario publicó en Francia una antología titulada L’avenir seul, de la que se vierten a nuestra lengua estas tres joyas inéditas —gracias a Ruslan Chupin, sin cuyo concurso esta traducción no habría sido posible—. |
TRADUCCIONES
El Coloquio de los Perros.
Revista de Literatura.
ISSN 1578-0856
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AL HAZMI, ALI
ANDRADE (DE), EUGENIO
ANGELOU, MAYA
BERT, BENG
BERTRAND, ALOYSIUS
BHATTACHARYA, DEEPANKAR
BIANU, ZENO
BLANCHARD, MAURICE
BLANDIANA, ANA
BOUCHET, ANDRÉ (DE)
BOURSON, GILBERT
BOUVIER, NICOLAS
BRODA, MARTINE
BROWN, STACIA L.
BUZZATI, DINO
CALVET, VINCENT
CASTRO (DE), MANUEL
CÉSAR, ANA CRISTINA
CONTINI, DONATELLA
CORSO, GREGORY
COUTO, MIA
COUTO, MIA [POEMAS]
DEGUY, MICHEL
DELANEY SPEAR, SUSAN
DELERM, PHILIPPE
DIMKOVSKA, LIDIJA
DOMINIQUE ANÉ
DOMINIQUE ANÉ [OKLAHOMA 1932]
DRUMMOND DE ANDRADE, CARLOS
DUPIN, JACQUES
ESPAGNOL, NICOLE
ESPANCA, FLORBELA
FERREIRA, VERGÍLIO
FOLLAIN, JEAN
GARCIA, JUAN
GINSBERG, ALLEN
GONZÁLEZ LAGO, DAVID
HÉLDER, HERBERTO
HEMINGWAY, ERNEST
HIERRO LOPES, BEATRIZ
HIGHTOWER, SCOTT
HOGUE, CYNTHIA
IGLESIAS, XOSÉ
JUDICE, NUNO
KAKÁROGLOU, LEONIDAS
KANDEL, LENORE
KEROUAC, JACK
KHAÏR-EDINNE, MOHAMMED
KHENSIN, SUMITAKU
KINNELL, GALWAY
LACERDA, ALBERTO (de)
LAYOS, ILÍAS
LÉVIS MANO, GUY
LUCA, GHÉRASIM
LUCIE-SMITH, EDWARD
MAULPOIX, JEAN-MICHEL
MAWGOUD, MONTASER ABDEL
MERWIN, W. S.
MIERMONT-GIUSTINATI, ADELINE
MILTON, JOHN
MORENO, ANNA
NERVAL, GERARD (de)
OLIVEIRA (DE), ALBERTO
PESSANHA, CAMILO
PESSOA, FERNANDO
PLATH, SYLVIA
PRÉVERT, JACQUES
PROUST, MARCEL
QUINTANA, MÁRIO
RAMOS ROSA, ANTÓNIO
RAMOS ROSA, GISELA GRACIAS
RATROUT, FAHKRY
RODRÍGUEZ-MIRALLES, JORGE
CategorÍAs
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Vergilio Ferreira
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Viroica Patea
W. S. Merwin
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