TRADUCCIONES
MUESTRARIO DE OTRAS LITERATURAS POSIBLES
CARNE PRESENTE Nadie tuvo elección Por la tierra fluían palabras y las almas vestían mandiles bañados en remordimientos y en culpas imprecisas. Mientras la nieve prieta aclaraba la noche los hombres tramaban trágicas farsas para perseguir a otros hombres este era el tiempo regio del hierro y del azufre. Luna de acero invernal indiferente hombres muertos abren agujeros en el sueño de tu nieve hombres cautivos privados de ardor tras las rejas de los barracones forjan contigo sueños de tarjeta postal. Han acaparado un sinfín de sonrisas serviles para asear las plegarias que privan al aire de su nobleza. Este es el tiempo regio de sangre y tempestades. Las golondrinas pasan sin primavera en su plumaje. Han apartado el sudor de los hombres del destino de dar fruto a la tierra. Muévete muévete más lejos más inmóvil de lo que los hombres se mueven hacia Oeste y Oriente los rostros lucen destellos rojos Habrá una vasta cicatriz en el aliento de la vida Luna de noche invernal y guerrera luna de dulzura muerta mi cuerpo extenuado por encima de ti mi cuerpo extenuado de silencio mi cuerpo extenuado de gestos sin cuerpo y mi carne presente y la pobreza por todas partes salvo en tu sueño. Es verdad que las golondrinas no volverán a pasar hasta la próxima primavera. De Images de l'homme immobile (1942) He visto la muerte y he manejado sus resortes Y hoy estoy aquí sin vida ni muerte con mis tormentos insignificantes frente a una cantera de greda y un bosque tranquilo A mi alrededor castañean destellos humanos La vida ruge en la voz de sus cañones y arde arde hasta la punta de la mecha a lo lejos a lo lejos unos chavales descienden del cielo y yacen con el gesto roto sobre los campos minados Y la noche los contempla Yo contemplo la noche silenciosa y locuaz y el bosque y no desciendo del cielo Al alba un hombre se peina el cabello rubio ante un espejo de acero En un estuche de violín esconde una metralleta y en su agenda alguien al que abatir Hombre asesino declarado de utilidad pública Las mejillas de los sucesos están maquilladas con sangre Y esta noche tras la ejecución le hará el amor a una chica. De La nuit du prisonnier (1944) JEAN GARAMOND
Albert Béguin, 21 de abril de 1947. Prólogo a la edición de Images de l'homme immobile (1947) Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
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Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
Fue un curioso personaje que cambió su nombre —Pierre Dumarchey—, apelando al supuesto origen escocés de su abuela, y luego fue borrando por accidente o voluntad propia aquellos episodios de su verdadera vida que no le gustaban. Pionero del cómic, a su llegada a París, se unió al grupo de Apollinaire y de Max Jacob, con lo que su bautismo literario se inició bajo el signo del humor y de lo insólito. Su producción evoca con vitalidad un universo cosmopolita, mezcla de realidad e imaginación, en donde la aventura puede sorprendernos en cualquier calle. Su pensamiento osciló entre el del aventurero activo y el aventurero pasivo (o literario), precisado en el Petit manuel du parfait aventurier (quizás un encargo de Cendrars) y desplegado en sus Poésies documentaires, bosquejo urbano y burlón de gran riqueza “argótica”. Autor de El muelle de las brumas (1927), Orlan es conocido como el escritor de los ambientes neblinosos, de sus maleantes, de los personajes enterrados en alcohol y problemas insolubles, porque conoció en profundidad los bajos fondos de muchas ciudades europeas y los describió como nadie en sus libros, con un estilo seco pero de enorme precisión. LA BELLA MARSIALE
Traducción y notas: Manuel Ángel Gómez Angulo
Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
À la recherche tu temps perdu [En busca del tiempo perdido], la obra monumental de Proust, se sostiene sobre el andamiaje de tres o cuatro páginas (capítulo I, 44-47 del primer volumen de la edición de la Pléïade, de Du côté de chez Swann [Por el lado de Swann]). He aquí su traducción, en el respeto al insuperable oleaje sintáctico y léxico de su autor. [ ... ] Hacía ya muchos años que, de Combray, todo aquello que no fuera el escenario y el drama de irme a la cama había dejado de existir para mí, cuando un día de invierno, en el que regresaba a casa, mi madre, al advertir que tenía frío, se ofreció a prepararme, en contra de mi costumbre, un poco de té. Inicialmente rechacé pero, ignoro por qué, cambié de idea. Ella mandó buscar uno de esos bizcochos cortos y rollizos llamados Pequeñas Magdalenas, que parecen haber sido moldeados en la valva con ranuras de la concha de una vieira. Y pronto, instintivamente, abrumado por la taciturna jornada y la perspectiva del triste mañana, llevé a mis labios una cucharada de té en el que había dejado ablandarse un trozo de magdalena. Mas en el mismo instante en el que el sorbo mezclado con las migajas de bizcocho rozó mi paladar, atento a lo que de extraordinario ocurría en mi interior, me estremecí. Un placer delicioso, aislado, sin la noción de su causa, me había inundado. De repente, había transformado en indiferentes las vicisitudes de la vida, sus desastres inofensivos, su brevedad ilusoria, del mismo modo con el que opera el amor, llenándome de una valiosa esencia; o, más bien, esa esencia no se encontraba en mí, era yo mismo. Ya no me sentía mediocre, contingente, mortal. ¿De dónde había podido llegarme aquella poderosa dicha? Yo imaginaba que estaba ligada al sabor del té y del bizcocho, pero que, al superarlos con creces, no debía participar de su misma naturaleza. ¿De dónde procedía? ¿Cuál era su significado? ¿Dónde aprehenderla? Bebo un segundo trago en el que apenas encuentro algo más que en el primero, un tercero que me aporta menos aún que el segundo. Ya es hora de que pare, la virtud del brebaje parece menguar. Es obvio que la verdad que busco no está en él, sino en mí. Él la ha despertado, pero no la reconoce, y no consigue nada más que repetir indefinidamente, cada vez con menor fuerza, ese mismo testimonio que soy incapaz de interpretar y que al menos quiero poder reclamarle de nuevo y hallar otra vez intacto, a mi disposición, en breve, para una aclaración concluyente. Poso la taza y me vuelvo hacia mi alma. Es ella quien ha de hallar la verdad. Pero, ¿cómo? Grave incertidumbre, cada vez que el alma se siente superada a sí misma; cuando ella, en su búsqueda, es además el país oscuro en el que debe buscar y en el que de nada le servirá su bagaje. ¿Buscar? No basta: crear. Ella se encuentra frente a algo que no existe aún y que solo puede concretar para, luego, hacer entrar en su luz. Y de nuevo empiezo a preguntarme qué podría ser ese estado desconocido, que no aportaba prueba lógica alguna, sino la evidencia de su gozo, de su realidad, ante la cual las demás se desvanecían. Mi deseo es intentar resucitarlo. Retrocedo con mi mente al momento en el que tomé la primera cucharada de té. Vuelvo a encontrar el mismo estado, sin una claridad renovada. Le pido a mi alma un esfuerzo mayor, que vuelva a acercarme otra vez esa sensación esquiva. Y, para que nada rompa el empuje con el que va tratar de recuperarla, aparto todo obstáculo, toda idea extraña, protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos del cuarto contiguo. Pero cuando siento que mi alma se agota sin lograrlo, la fuerzo, a la inversa, a aceptar esa distracción que yo le negaba, a pensar en otra cosa, a rehacerse antes de una tentativa suprema. Luego, por segunda vez, la aíslo y vuelvo a disponer frente a ella el sabor aún reciente de ese primer trago y siento estremecerse en mí algo que se desliza, que quisiera alzarse, algo que habría levado un ancla, a una gran profundidad; no sé lo que es, pero remonta con lentitud; me doy cuenta de que se resiste y oigo el rumor de las distancias que atraviesa. Ciertamente, lo que así palpita en lo más hondo de mí debe ser la imagen, el recuerdo visual que, ligado a ese sabor, intenta seguirlo hasta mí. Pero en su forcejeo remoto, tan confuso, apenas si percibo el neutro reflejo en el que se confunde el inasible torbellino de sus colores enturbiados; con todo, no puedo distinguir su forma, pedirle como al único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su contemporánea, de su inseparable compañía, el sabor, pedirle que me enseñe de qué circunstancia en particular, de qué época del pasado se trata. ¿Llegará hasta la superficie de mi clara conciencia, ese recuerdo, el instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha llegado desde tan lejos a desvelar, conmover, despertarlo todo en el fondo de mí mismo? No lo sé. Ahora no siento nada más, se ha detenido, quizás vuelto a bajar. ¿Quién sabe si acaso renacerá de su noche? Diez intentos he necesitado para volver a empezar, inclinarme hacia él. Y cada vez esa cobardía que nos aparta de cualquier labor difícil, de cualquier obra importante, me ha aconsejado que la abandone, que me beba el té, y piense sencillamente en mis problemas cotidianos, en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin dificultad. Y de repente el recuerdo se me apareció. Ese sabor era el del trocito de magdalena que los domingos por la mañana en Combray (porque aquel día no salía antes de la hora de la misa), cuando iba a su cuarto a darle los buenos días, me ofrecía mi tía Léonie después de haberlo mojado en su infusión de té o de tila. La visión de la pequeña magdalena no me había evocado nada antes de que la hubiera degustado; tal vez porque, cuando desde entonces las observaba a menudo, sin comerlas, en los anaqueles de las pastelerías, su imagen se había alejado de aquellos días de Combray para unirse a otros más recientes; quizás porque, de aquellos recuerdos abandonados por tan largo tiempo al margen de la memoria, nada sobreviviera, todo se hubiera disgregado; las formas —también aquella de la pequeña concha de pastelería, tan generosamente sensual bajo su plisado severo y devoto— habían sido abolidas o, adormecidas, habían perdido la fuerza de expansión que les hubiera permitido reunirse con la conciencia. Pero cuando de un pasado antiguo nada subsiste, tras la muerte de los seres, tras la destrucción de las cosas, solos, más frágiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, su olor y sabor permanecen aún largo tiempo, como almas, recordando, aguardando, esperando, sobre las ruinas de todo lo demás, soportando sin plegarse, sobre su gotita casi impalpable, el vasto edificio del recuerdo. Y en cuanto hube reconocido el sabor del trozo de magdalena mojada en la tila que me daba mi tía (aunque aún no lo supiera y tuviera que aplazar hasta mucho más tarde el porqué del descubrimiento de ese recuerdo que me hacía tan feliz), de inmediato la vieja casa gris de la calle, en donde estaba su cuarto, acudió como el decorado de un teatro para acomodarse al pequeño pabellón que daba al jardín, que habían construido para mis padres en su parte trasera (ese tabique truncado que solamente había vuelto a ver hasta entonces); y con la casa, la ciudad, desde la mañana hasta el atardecer, hiciera el tiempo que hiciera, la Plaza a la que me mandaban antes del almuerzo, las calles a las que iba a hacer las compras, los caminos que tomábamos si hacía bueno. Y como en ese juego en el que los japoneses se divierten humedeciendo en un tazón de porcelana repleto de agua, pequeños trozos de papel hasta ese momento indistintos en el que, apenas sumergidos, se desperezan, se contornean, se colorean, se diferencian, se transforman en flores, casas, personajes concretos y reconocibles, de la misma manera ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann, y los nenúfares del Vivonne, y la gente honesta del pueblo y sus pequeñas moradas y la iglesia y todo Combray y sus alrededores, todo aquello que cobra forma y solidez, ha salido, ciudad y jardines, de mi taza de té. Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
El cementerio marino |
PAUL VALÉRY (Sète, 1871 - París, 1945). Alguien a quien sus padres llaman Ambroise-Paul-Toussaint-Jules está predestinado a ser un gran poeta. A priori. Una obra esencial, escrita en decasílabos con acento y cesura en la cuarta sílaba y pensada como una sinfonía. El cementerio marino está considerada como una de las obras más importantes de la poesía francesa del siglo XX. Ofrecemos esta versión en prosa para deleite de futuros comensales de la poesía, tal y como por aquí la entendemos. |
GUY LÉVIS MANO (Salónica, 1904 - Vendranges, 1980). Conocido también bajo el pseudónimo de Jean Garamond, Mano, poeta de origen judío sefardí, llegó muy joven a Francia, en donde se instalaría hasta su muerte. La extrema discreción de su familia y amistades ha hecho que poco haya trascendido de su vida privada, y menos aún de su paso por los campos de trabajo alemanes durante la Segunda Guerra mundial, en la que fue movilizado en septiembre de 1939 como sargento de artillería y hecho prisionero con toda su compañía en 1940. Su tránsito por varios stalag, quizás por indisciplina, rechazo al trabajo forzado o tentativas de evasión, termina en 1945 cuando es liberado por los ejércitos soviéticos y repatriado. Su esmerada labor como tipógrafo y su conocimiento de la lírica clásica hizo de él uno de los mejores editores de su época. Sus poemas, sobre todo a partir de 1939, reflejan con precisión y luminosidad la amargura del cautiverio y nos remiten al mejor Villon o a nuestro romancero, no en vano fue traductor de Lorca, Manrique, Góngora o Juan de la Cruz, entre otros. Sus escritos de 1942-1945 fueron publicados en 2013, en edición facsímil, por la editorial Folle Avoine. La traducción de su estupendo prólogo, firmado por André Béguin, sirve de presentación a dos inéditos en nuestro idioma. Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo |
EL REINO DE LOS TOPOS Labré una parcela de desolación, viejo almanaque, en donde cardenales y verdugos prensaban los racimos del sufrimiento. Las cepas sin viñedos dibujaban nuestra miseria. Labré un terreno de fiera rabia. Me hundí en el odio hasta las rodillas, tracé surcos sin huella y mi vida se redujo a un manto sin rostro. Labré las peladuras violetas del recuerdo, mañanas de crueldad, el barro de las viejas sentencias y de las homilías, la grama y las espinas y todos los sueños que colgaban de los ganchos bestiales de mis rencores. El vómito de la noche endulzó mi cuerpo fatigado. LA CONQUISTA DE ARGELIA Aquella noche de diciembre, quise penetrar en la ciudad extranjera. Ráfagas de flechas recortaron mi silueta sobre sus muros con susurros de clavecín y de destellos amarillos. Peces transparentes, que atravesaban mis ojos atentos, se colgaban sonrisas de sus mandíbulas fosforescentes, los tiburones de la dicha resbalaban por la nieve, mujeres de cristal reían en la espesura de las murallas. Me encontré, cabiro, en las entrañas de la ciudad y construí caminos ardientes. Vencedor de Teseo, mi hambre descubrió las caballerizas soleadas de las profundidades, en donde reuní mis caballos para una razzia entre fantasmas. Surgimos en cascada por la tierra fría de los muertos – los dientes de los muertos trituran la únicas olivas cálidas que dan aceite en verano. Los fuegos danzantes de nuestros vivaques en los manantiales helados, la corona real de las fieras del Atlas, el círculo de sus ojos, dije, fueron constelaciones en nuestro sueño. Pues hemos dormido, sí, hemos dormido, ¡y en qué plumón de espanto! Las ramas se balancearon como un abanico en las manos del desierto, la última humareda expirante permaneció inmóvil y rosa como una estatua al alba, y los tigres, vacilantes, regresaron a las grietas de su soledad. | EL CAMPO DE NABOS Que el vuelo de los cuervos se extienda sobre un acre de tierra fértil, el acre amor de Jean-Arthur es un bloque de mármol en el fondo de un pozo. Lacenaire canta en el patio y ofrece su sombrero a las deyecciones de las flores. Que esa fanfarria de crímenes nuevos estalle en el cielo de los estandartes, es el viento que titubea en los vientres abiertos, es la vieja y su viejo, los oficleidos rotos y su válvula del revés en el gaznate, es la madre y su hijo recién nacido. Que el barro cante, que la bazofia monte a caballo, que nuestros Maquiavelos abran la boca en un vuelo nupcial de moscas verdes. Llegó el libertador con las manos abiertas, para rodearse al instante de una camarilla de saco y soga. CATORCE DE JULIO Cuando reconstruyamos la ciudad, nosotros escogeremos las piedras. Las escogeremos bien, y encerraremos un ojo azul en cada una de ellas. Encerraremos un ojo de junio en nuestras fronteras. En la tardes de fuerte viento, la voz del prisionero atravesaba la ciudad, los cantos de libertad atravesaban las bocas cerradas y, sobre cada piedra, se alzaba una serpiente, se alzaba un guerrero, un destello en el esplendor del viento. Una Europa en harapos danzaba sobre las espadas. Un viento de acero segaba las cosechas. En nuestras manos alzadas, espigas sangrantes, en nuestras manos encendidas, sangraban los corazones de nuestras princesas. Sangraba el sol de nuestros deseos, sangraban nuestros hocicos embadurnados, nuestros hocicos hundidos en racimos palpitantes, sangraban nuestras caras de hiena, nuestras garras y nuestras esperanzas arrancadas a sus pechos de porcelana. |
MAURICE BLANCHARD (Montdidier, Francia, 1890-1960). Fue marino, aviador, inventor, ingeniero aeronáutico, resistente y poeta. Abandonado por su padre, trabajó desde su infancia en el extrarradio industrial parisino. Con dieciocho años, marchó a pie hasta Tolón para enrolarse en la marina. Fue el inicio de un recorrido autodidacta que lo convertirá en un experto en física y matemáticas, al tiempo que estudiará filosofía y aprenderá griego, latín, italiano e inglés (tradujo algunos sonetos de Shakespeare). Durante la Gran Guerra, combatió como piloto de escuadrilla, uno de los pocos en sobrevivir a esa experiencia. Posteriormente, fascinado por el surrealismo, se decantará por la poesía como medio de expresión artístico. Hasta la Segunda Guerra Mundial, a cuyo final es condecorado con la Cruz de guerra, no empieza la redacción de su diario. Considerado por sus amigos (Char, Éluard o Michaux) como uno de los elegidos, su reducida obra, llena de nervio militante, circuló casi en exclusiva entre unos cuantos allegados. En ella se observa especial énfasis no en el deseo de trascender, sino en el de cicatrizar esa cruel y profunda herida de orfandad y explotación. Leer a Blanchard es leer a un formidable poeta, a un diamante en bruto, infravalorado e inédito en nuestra lengua, que desde lo surreal, alcanzó ese punto de belleza transparente solo al alcance de los grandes. |
ARSENI TARKOVSKI (Elizavetgrad, 1907 - Moscú, 1989). Padre del cineasta Andrei, Arseni Tarkovski nació en el seno de una familia ucraniana de lengua rusa. Educado desde su infancia en círculos intelectuales, estudia literatura y colabora en una revista oficial que le permite codearse con escritores consagrados y conocer a su primera esposa. En 1939, inicia una relación con Marina Tsvetaeva, que acaba de regresar de Francia. En 1942, movilizado como corresponsal de guerra y herido de gravedad en el frente, le amputan una pierna. Su obra siempre revelará tanto esa cicatriz incurable como el trágico suicidio de su compañera. Tras la guerra, traba amistad con Anna Akhmatova, que le brinda su ayuda y apoyo. Acmeísta, algo alejado de Pasternak, sigue una línea estética más acorde con Mandelstam. Fuerza moral e independencia son dos características propias de una poesía de raíces románticas que no reniega de la filosofía y en la que influye poderosamente su labor como traductor, en especial de poemas orientales. Tarkovski empieza a publicar tarde, en 1962, tras años de maduración y el labrado continuo de sus versos; puede que también por un excesivo celo en la defensa de su escritura ante la larga y onerosa presencia de Stalin. En 2013, la editorial Fario publicó en Francia una antología titulada L’avenir seul, de la que se vierten a nuestra lengua estas tres joyas inéditas —gracias a Ruslan Chupin, sin cuyo concurso esta traducción no habría sido posible—. |
El Coloquio de los Perros.
Revista de Literatura.
ISSN 1578-0856
Todo
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El Cementerio Marino
El Coloquio De Los Perros
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En Las Entrañas De La Alemania Nazi
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