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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

TRADUCCIONES

MUESTRARIO DE OTRAS LITERATURAS POSIBLES

JULES SUPERVIELLE

6/4/2019

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​EL RETRATO
 
Madre, no sé muy bien cómo buscar a los muertos,
Me extravío en mi alma, en sus rostros escarpados,
En las zarzas y en sus miradas.
Ayúdame a regresar
De mis horizontes aspirados por unos labios vertiginosos.
Ayúdame a permanecer inmóvil,
¡Tantos gestos nos separan, tantos galgos crueles!
Que me inclino sobre el manantial en el que se forja tu silencio
En un reflejo de hojarasca que tu alma hace temblar.
¡Ah!, en tu fotografía
Apenas puedo ver de qué lado sopla tu mirada.
Y sin embargo nos vamos, tu retrato conmigo,
Tan condenados el uno al otro
Que nuestros pasos se parecen
En ese país clandestino
Por el que sólo pasamos nosotros.
Subimos extrañamente cotas y montañas
Y jugamos en la bajada como heridos sin manos.
Un cirio se derrite cada noche, salpica a la cara de la aurora,
La aurora que cada día sale de las sábanas cargadas de muerte,
Y medio asfixiada
Tarda en reconocerse.
 
Te hablo con dureza, mamá;
Hablo con dureza a los muertos porque es preciso hablarles así,
De pie en tejados resbalosos,
Con las dos manos ahuecadas y con un tono enfurecido,
Para dominar el silencio ensordecedor
Que quisiera separarnos, a nosotros los muertos y a nosotros los vivos.
De ti poseo unas cuantas joyas como fragmentos del invierno
Que descienden río abajo,
Esa pulsera fue tuya y brilla en la noche de un cofre
En esa noche aplastada en la que la luna creciente
Intenta en vano elevarse
Y vuelve a empezar una y otra vez, prisionera de lo imposible.
 
Fui tú con tanta fuerza, yo que lo soy tan débilmente,
Y tan unidos ambos que hubiésemos debido morir juntos
Como dos marinos medio ahogados, que se impiden nadar el uno al otro,
Dándose puntapiés en las profundidades del Atlántico
En donde comienzan los peces ciegos
Y los horizontes verticales.
 
Porque tú has sido yo
Puedo mirar un jardín sin pensar en otra cosa,
Elegir entre mis miradas,
Ir a mi encuentro.
Acaso quede aún
Una uña de tus manos entre las uñas de mis manos,
Una de tus pestañas mezclada con las mías;
Uno de tus latidos se pierde entre los latidos de mi corazón,
Yo lo reconozco entre todos ellos
Y sé retenerlo.
 
Pero ¿todavía late tu corazón? No lo necesitas,
Vives separada de ti como si fueras tu propia hermana,
Mi muerta de veintiocho años
Que me mira de tres cuartos,
Con el alma en equilibrio y llena de mesura.
Llevas el mismo vestido que ya nada desgastará, 
Ha entrado en la eternidad con mucha dulzura
Y a veces cambia de color, pero yo soy el único que lo sabe.
 
Cigarras de cobre, leones de bronce, víboras de arcilla,
¡Aquí es donde nada respira!
El aliento de mi mentira
La única vida que me rodea.
Y he ahí en mi muñeca
El pulso mineral de los muertos,
Aquel que se oye si acercamos el cuerpo
A los estratos del cementerio.











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Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo

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​JULES SUPERVIELLE (Montevideo, 1884 - París, 1960). Poeta, dramaturgo, cuentista y novelista francés, de padres franceses de origen vasco, fue huérfano de madre y pasó su vida entre Francia y América. Su producción está inmersa en el recuerdo de los inmensos espacios vacíos de la pampa y del océano, cuya frecuentación lo impregnó pronto de un sentimiento de distancia y aislamiento. Sus primeras obras enmascaran todavía la angustia del poeta. No es hasta que cumple cuarenta años con Gravitations (1925), aunque Débarcadères (1922) ya es excelente, cuando Supervielle encuentra su verdadera originalidad. Voluntariamente extraño a la revolución surrealista, Supervielle rechazó hacer poesía o prosa para “especialistas del misterio”. No conoció el miedo a la banalidad, sino el miedo a la incomprensión. Basado en la sinceridad y la sencillez, con una escritura de una transparencia casi absoluta y un léxico accesible donde las figuras son raras, su mundo poético y narrativo tiende a convertir lo sobrenatural en “natural”, haciendo que lo inefable nos resulte familiar sin alejarlo de sus raíces fabulosas. Pero ese mundo imaginado está atravesado por movimientos insólitos, apariciones y desapariciones inquietantes, gravitaciones inesperadas, por una circulación perpetua de las cosas que pone en duda la certeza de la existencia y despierta lo que de trágico duerme en ellas.
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PIERRE MAC ORLAN

22/1/2019

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Fue un curioso personaje que cambió su nombre —Pierre Dumarchey—, apelando al supuesto origen escocés de su abuela, y luego fue borrando por accidente o voluntad propia aquellos episodios de su verdadera vida que no le gustaban. Pionero del cómic, a su llegada a París, se unió al grupo de Apollinaire y de Max Jacob, con lo que su bautismo literario se inició bajo el signo del humor y de lo insólito. Su producción evoca con vitalidad un universo cosmopolita, mezcla de realidad e imaginación, en donde la aventura puede sorprendernos en cualquier calle. Su pensamiento osciló entre el del aventurero activo y el aventurero pasivo (o literario), precisado en el Petit manuel du parfait aventurier (quizás un encargo de Cendrars) y desplegado en sus Poésies documentaires, bosquejo urbano y burlón de gran riqueza “argótica”. Autor de El muelle de las brumas (1927), Orlan es conocido como el escritor de los ambientes neblinosos, de sus maleantes, de los personajes enterrados en alcohol y problemas insolubles, porque conoció en profundidad los bajos fondos de muchas ciudades europeas y los describió como nadie en sus libros, con un estilo seco pero de enorme precisión.

LA BELLA MARSIALE 

                  I
 
       En diferentes etapas de mi vida, son tres las veces que me he alojado en Marsella: tres veces, en las que la melancolía sorprendente de esta ciudad inmensa me abruma y me seduce. La alegría de Marsella está en las manifestaciones de su amable gente, mucho más que en el alma de una urbe febril y apasionada. Una ciudad de partida no puede ser feliz. Una ciudad de llegada no puede ser nada más que una ciudad de fiebre y de pasión.
       En 1906, tras una estancia de más de dos años en Italia y Sicilia, en Palermo, al pie del Pellegrino, hice una discretísima entrada en Marsella. La ciudad me pareció extraordinaria. No era ni una ciudad del sur, como Aix, ni una ciudad latina. Era una ciudad mediterránea, una ciudad secreta y luminosa, un puerto sin mareas. Al final de la Canebière, pestañeaban lucecitas, pues era de noche. El agua marina silenciosa estaba plagada de luminarias. Seguí, a mi derecha, el muelle del Puerto Viejo, pues sabía ya que iría a terminar mi noche en el ‹‹Barrio›› célebre que se eleva desde el muelle, a espaldas del ayuntamiento, hacia la cuesta de las Accoules.
          Por primera vez, por esas callejuelas mal iluminadas, vislumbré el rostro de esa Venus popular que tantas veces he evocado en esta serie de artículos. La calle vivía en un alegre desorden, más sentimental que venal. Por allí, holgazaneando codo con codo, había hombres de todos los colores y de todas las procedencias. En esa época, espectáculos parecidos eran poco habituales, y teníamos que esperar a las atracciones decenales de una Exposición Universal para poder observar un divertimento geográfico de esa importancia. En primer lugar, el barrio reservado se me reveló como una suerte de exposición colonial, de feria colonial, en donde todos los comercios exhibían este rótulo: Reservado sólo para personas mayores, sin ánimo canalla, sino complaciente. Por allí, había marineros, espahíes de bournous (1) rojos, ‹‹coloniales›› (2) con guerrera azul y charreteras color narciso, suboficiales de infantería ligera, de mando blanco (3), con túnica negra y cuello amarillo claro, pantalones rojos, quepis de fuelle galoneados en plata. Había chicas paticortas, robustas, maltesas e italianas, españolas, belgas y alemanas. Había niños, agentes de policía bonachones y esos encantadores charlatanes con los que uno no se tropieza nada más que en los grandes puertos. El viejo ‹‹Barrio›› era frecuentado por los escritores y los artistas —hubo una mesa redonda en lo de ‹‹Aline››, que a menudo estuvo rodeada por pintores y escritores, glorificados desde entonces—. En él, encontrábamos una acogida amistosa, la presencia de la aventura, pura vida sin imperativos. Dejándose ir por la fantasía de las horas nocturnas, que no desembocaban sino rara vez en broncas serias, el viejo ‹‹Barrio›› representaba una de las formas más cándidas de la libertad de vivir sin hacer daño al vecino. Las noches marsellesas peligrosas de verdad jamás fueron las que le dieron al viejo ‹‹Barrio›› su poesía, a menudo melancólica, o su aspecto de kermesse cuando un barco descargaba a sus pasajeros y a su tripulación. Los que penetraban en el interior de Marsella, procedentes del mar y, en ocasiones, de todas las latitudes, se volvían como locos.
          La vida europea les ofrecía al instante lo que deseaban. No tenían tiempo para esperar o para iniciar la conquista de una mujer bonita. Necesitaban aplacar su deseo de inmediato. Dominados de golpe por su cultura de origen, necesitaban beber el famoso vino de la tierra europea, el vino francés, comer cosas con las que antes habían soñado en las largas horas del esfuerzo, hallar de nuevo la carne amada de las mujeres de su estirpe. El viejo ‹‹Barrio››, invadido por hombres macerados en las privaciones, estallaba con una dicha súbita, desbordante. Un gentío con fantasías insospechadas colmaba las calles tristemente iluminadas, penetraba como un torrente en las casas de citas en las que el pianista, desvelado, hacía bailar a las parejas. Fuera, voceaban en todas las lenguas. El alcohol iluminaba el decorado con menos avaricia que la municipalidad. En Marsella, replegada sobre sí misma, adormilada a orillas de ese mar extrañamente silencioso, el barrio reservado llameaba como una fiesta patronal belga, y mil rostros de chicas, de soldados, de repatriados, de aventureros y de curiosos relucían tanto como sus fanales encendidos.


























(1) El bournous es una prenda de vestir larga de lana, con mangas y una capucha puntiaguda, de origen bereber. En español, con otro uso, tenemos un derivado: albornoz. (Nota del Traductor)
(2) Soldados del ejército colonial. (N. del T.)
(3) Suboficial del ejército que es destinado fuera de su cuerpo de armas para servir en la Legión. (N. del T.)

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         En aquel tiempo, navegantes y coloniales marginados en su tierra frecuentaban aún el viejo muelle del Puerto y de la Bouterie (4), que lo escolta en paralelo. Llegaban ahí con descaro. Era lo prometido al llegar y, si se quiere, una suerte de homenaje a esa gran ciudad marítima tan indulgente, con una inteligencia clásica que se desparramaba a la perfección por toda la vida urbana de sus calles de razas extraordinarias.
         ¿Eran alegres las calles mal pavimentadas de ese viejo ‹‹Barrio›› por las cuales yo erraba con enorme timidez? No lo creo. El alcohol hundía aún más en sus agujeros de sombra a la miseria, cuando esta pretendía levantar la cabeza. El alcohol reinaba por encima de la fiesta como un maestro erudito. Afinaba cada detalle. Daba la señal para esa comedia de magia a la vez negra y luminosa, mas no tenía potestad alguna para imponerle un final.
        En ese bullicio, el bueno y el malo podían mezclarse en una tregua provisoria. Los ‹‹bares›› hacían ya centellear todos los nombres femeninos del calendario e incluso aquellos que no están en el calendario. La absenta triunfaba sin hacer presagiar el pastís (5). Comparado con el ambiente social en el que vivimos hoy nosotros, no había leyes. Por diez francos, se vivía en el viejo Barrio desde el crepúsculo de la tarde hasta el de la madrugada. En él se alternaba en pandillas felices, no por temor, como más tarde, sino porque el placer de vivir una noche estupenda no podía ser clandestino. Corría la época en la que se cantaba ‘La pequeña tonquinesa’ de Scotto (6). Los marsopas (7) habían adoptado esa encantadora evocación marsellesa de las congáis (8) tocadas con su salako (9), a orillas del arrozal. Acordeones, que nada esperaban de un futuro mundano (10), gemían canciones napolitanas o piamontesas. Se hacían oír tantas voces hermosas en esas noches cálidas que parecían la expresión más pura de esa multitud a menudo amistosa, nunca malvada.
         Los soldados ocupaban, en las noches del Barrio, la cima de la montaña, si se puede decir así. El ejército de África y el ejército de Tonkín se gastaban en él la prima de alistamiento, sin preocuparse por el mañana. Los ‹‹felices›› (11) a veces hacían estragos y organizaban peleas para obedecer a la tradición de sus charreteras verdirrojas. La Legión, al igual que hoy, acogía a los suyos en el fuerte Saint-Jean, no lejos del Barrio, dominado por sus altas murallas.
         Aquella noche de mi juventud, bebí en un barecito de la calle Lancerie, con un legionario. Marcelle, creo, era la dueña del bar. Al legionario lo llamaban con un nombre cualquiera, como a todos los legionarios. El legionario era ruidoso, iluminado por su pensamiento, que andaba lejos de ese bar. Esperaba ‹‹quemar›› con rapidez los cinco años venideros y, frente a Marcelle y a mí, a quienes no veía, pensaba ya en un retorno enriquecido por cinco años de experiencias maravillosas. Todavía no llevaba el uniforme, sino un traje de chaqueta de cheviot cuyo pantalón, muy estrecho, como era la moda por entonces, le daba el aspecto de un par de tenazas por culpa de un torso algo estrecho pero hercúleo. Hablaba y hablaba, se ‹‹calentaba›› la cabeza  e iluminaba el Bar Marcelle con un fulgor salvaje, que era sin duda el lirismo de cinco años en el Sur. Marcelle lo escuchaba asintiendo con la cabeza, y yo seguía sus imágenes en su proyección interior.
       Cuando hubo terminado su hermosa canción, se bebió un gran vaso y se agarró la cabeza entre las manos. Entonces, Marcelle se levantó y fue a cerrar el negocio.
         —No vayan a importunarlo, a jorobarlo, dijo.
El legionario hacía muecas graciosas. Vimos que tenía ganas de llorar. Entonces, Marcelle me dijo:
         —Confío en ti... Acompáñalo a Saint-Jean; está a trescientos metros.
         —¿Qué le debemos? pregunté.
         —No lo sé, dijo ella; me pagarás mañana si te quedas aquí.
         Y añadió:
         —Déjalo en manos del soldado de guardia.
         Tomé a mi compañero por el brazo, y él se levantó. No había un alma en la calle, y el mistral hacía chasquear las contraventanas y chirriar veletas invisibles. Pronto estuvimos en el muelle del Puerto. No pronunciamos una palabra hasta el momento en el que nos detuvimos delante de la pequeña pasarela que accede a la puerta del fuerte, al pie de un poste del transbordador.
         —Adiós, adiós, dijo el legionario estrechándome la mano.
         Su alta silueta un poco burlesca se recortó unos segundos en la pasarela. Cuando hubo desaparecido, subí de nuevo hacia Saint-Charles para esperar la hora del tren que debía llevarme a París. Tal fue la primera noche que pasé en el viejo Barrio. En aquella época, no escribía; no sabía que un día escribiría: estaba en la inopia.

(4) Ya desde el siglo XVII, esta calle marsellesa era conocida como enclave franco de libertinaje. En 1943, bajo el estado de excepción en la ciudad, con la excusa de que toda ella y parte del barrio servía de refugio a la Resistencia, se orquestó una salvaje operación de salubridad pública, perpetrada por los nazis y secundada por efectivos del gobierno de Vichy. Unas 20.000 personas fueron evacuadas, muchas de ellas detenidas, y más de 1.300 inmuebles reducidos a polvo con dinamita. Tras la brutalidad de la acción que acabó con parte del Viejo Puerto destruido y gran número de personas en los campos de exterminio, se escondía en realidad, al margen de una redada de judíos franceses refugiados, una gigantesca operación especulativa, gestada a través de una empresa inmobiliaria creada al efecto.
(5) Bebida alcohólica destilada de anís y regaliz, aperitivo francés por antonomasia, que se toma mezclado con agua, en partes de una por siete. Parece ser que la prohibición de la absenta obligó a las destilerías Ricard a fabricar un licor alternativo, hecho que disparó su consumo masivo en las tabernas de toda Francia. (N. del T.)
(6) La Petite Tonkinoise, canción popular francesa compuesta en 1906, letra de H. Christiné y música de V. Scotto, fue interpretada entre otros por Joséphine Baker o Maurice Chevalier. (N. del T.)
(7) Soldados de infantería de marina. (N. del T.)
(8) En la época colonial, joven indígena, concubina de un colono. (Nota del Autor)
(9) Sombrero ancho tonquinés. (N. del A.)
(10) Mondain, en español, puede traducirse como mundano en oposición a lo transcendente o religioso. También puede significar relativo a la vida de la gente adinerada. Y, por último, en un tiempo se aplicaba a la brigada policial de costumbres que se encargaba de la represión del proxenetismo. Hay un juego de palabras que mezcla los tres sentidos. Se ha preferido respetar la literalidad del término. (N. del T.)
(11) Soldados franceses de los Bat’ d’Af o BILA (Batallones de Infantería Ligera de África), conocidos por su bravura y la disciplina de hierro que sufrían en sus cuarteles. (N. del T.)

                                                                                                        
                                         *****
 
        Viví mi segunda noche en el barrio de la calle de la Bouterie dos o tres años después de la guerra (12). Me encontraba en Marsella con unos amigos. Esperábamos el regreso de la misión Haart (13). Las condiciones no eran ya las mismas, al menos en lo relativo a mi situación. Marsella resplandecía toda gris a la luz de un hermoso día. Caída la noche, después de haber meditado ante un plato de chopitos suculentos, nos dirigimos hacia el barrio reservado, con nuestros sombreros bien calados en la cabeza. Si bien éramos siete, como en la canción (14) y, en esas condiciones, podíamos deambular por el adoquinado puntiagudo de la Bouterie sin temor a un atentado contra nuestros sombreros. Por otra parte, entre nosotros, varios íbamos tocados con gorras.
           Las callejuelas sombrías y sórdidas, por las que brillaban aquí y allá las luces publicitarias de una casa de placer, apenas habían cambiado. Un poco más de luz, unos cuantos rótulos luminosos más, unas cuantas chicas más, sentadas a horcajadas delante del triste mobiliario de un cuarto igual de confortable que una caja de cerillas. Aquella noche, una multitud bastante ruidosa ocupaba la calzada de las callejuelas en cuesta: tiradores senegaleses, marroquíes y cabileños de civil me parecieron conformar el elemento esencial. Toda esa gente vociferaba y gesticulaba con las manos. Formaba grupos frente a chicas bien peinadas, que fumaban cigarrillos y buscaban en los rostros las huellas, incluso las más discretas, de un deseo. Aquella noche, nos demoramos bebiendo y escuchando las confidencias de un pianista de ‹‹casa››. Ese buen hombre, nada joven, conocía la crónica local en sus más mínimos detalles.
         —El barrio ya no existe, decía entre dos valses. Ya no existe lo familiar, por emplear su expresión. Están los ‹‹bucos›› (15), los napolitanos y esos mafiosi (16) italianos, que no sueñan nada más que con heridas y chichones. Ayer, sin ir más lejos, después de la medianoche, ‹‹tumbaron›› a un tipo en la esquina de la calle. Eso pone en apuros al comercio; ya nadie quiere venir por estos rincones. Los propios navegantes abandonan el barrio. Y yo, señor, puesto que vivo cerca de la puerta de Aix, tengo que atravesar el barrio al alba. El placer es todo mío. Regreso con la cabeza dentro de los hombros, señor, con la cabeza metida en las solapas de mi chaqueta, como una tortuga en su concha. Prefiero pasar por los muelles para alcanzar al paseo de Belzunce. Cuando llego a casa, no puedo impedirme lanzar un ¡uf! de satisfacción.
          Invitamos al pianista a un coñac. La velada amenazaba con ir para largo, cuando el ruido de un altercado llegó hasta nosotros. Una mujer abrió una ventana y advertimos a un hombre que huía. En la acera, no se adivinaba un cuerpo tendido en la sombra nada más que por un par de zapatos de una medida imponente.
            —¡Los bucos, otra vez! dijo una voz en la calle.
        Agentes ciclistas recogían ya a la víctima, que sólo estaba herida. El hombre se mostró a plena luz, bajo una lámpara. Era probablemente marroquí. Gemía como un niño.
            Dos o tres mujeres encendieron cigarrillos. Se veían en la noche las pequeñas brasas rojas que se reanimaban cada vez que ellas aspiraban una bocanada de humo. Y luego se hizo el silencio. Ese acontecimiento, unido a la fatiga, nos indicó el camino del puesto. Abandonamos el barrio reservado, en el que la alegría de vivir se nos antojó ampliamente sobrevalorada.
         —Todo cambia, dijo uno de nosotros. No es porque envejezcamos, sino porque desde la guerra el mundo se ha vuelto más cabrón, eso es todo.
          Los muelles estaban desiertos. Camino de la Bolsa, cerca de esa inmensa plaza que es una forma de paraíso para los jugadores de petanca, un bar poblado de indigentes relucía, con sus lámparas a media luz. A lo lejos, un primer tranvía chirrió en una curva. Marsella, la honesta y melancólica Marsella, se desperezaba en un sanísimo olor a fauna marina. Oímos resonar los zuecos de las pescaderas.




(12) El autor se refiere a la Primera Guerra mundial o Gran Guerra, en la que participó directamente, fue herido de gravedad y le fue concedida la Cruz de Guerra en 1916. (N. del T.)
(13) La misión Haart se dividió en dos fases. Aquí se habla de la primera, denominada Crucero negro. Desde octubre de 1924 hasta junio de 1925, con el fin de promover el uso del automóvil y la creación de un mercado colonial, André Citroën organiza una misión de exploración que pretendía unir el África septentrional con el África occidental a través del desierto del Sahara. G.-M- Haart y L. Audouin-Dubreil fueron los encargados de dirigirla, trazando ellos mismos, a medida que avanzaban, las pistas que luego tomarían los vehículos. La misión se convirtió en un evento popular de gran impacto, alimentado por el humanismo colonial, y dio lugar a numerosas exposiciones, una de ellas en el Louvre, en la que se mezclaban objetos africanos, muestras botánicas y coches Citroën, estrellas principales de la misión. (N. del T.)
(14) Nous étions sept: se trata de una cancioncilla muy popular desde las trincheras de la primera gran guerra, con música de E. Duhem y letra de Queyriaux & Chicot, inspirada en la vida militar, en la que siete soldados salen del cuartel a pasear. Su partitura original, de la que aún pueden encontrarse ejemplares originales en librerías de antiguo, se vendió en cuartillas sueltas, como era habitual en su época. (N. del T.)
(15) Biques, en el original: cabras o machos cabríos, en su etimología profunda de origen italiano; es un término racista con el que se designaba a la población árabe del norte de África. En gastronomía, su sentido se ha deslizado para designar en lenguaje familiar el queso de cabra. (N. del T.)
(16) En italiano en el original. (N. del T.)


       En esa época, no obstante, el barrio reservado no era un lugar peligroso al cien por cien. Es raro que los verdaderos malhechores elijan lo que se denomina barrios reservados para dedicarse en ellos a sus ocupaciones. Las calles del placer están sometidas a la vigilancia de la policía, que conoce más o menos a todos sus habitantes. Las chicas y sus rufianes no son los únicos que viven por esas callejuelas, por esas callejas sórdidas y sin aire. Ahí vive buena gente, como en el barrio chino de Barcelona (17). Hay una población diurna y una población nocturna. En Marsella, el barrio reservado no ocupa nada más que dos calles y algunas callejas, cuyo verdadero interés explicaré más adelante. Es un pequeñísimo rincón de Marsella, en el que no obstante uno se puede extraviar sin querer, pues se enreda en esta vieja ciudad tan curiosa, que se extiende por detrás del ayuntamiento y accede al muelle del Puerto a través de callejuelas que recuerdan a los Gradoni di Chiaia, en Nápoles. Tal cual es, con su población de solteronas sumisas y de pobres gentes cuya miseria es grande, es menos peligroso que ciertas calles bien iluminadas y aseadas con sus bares de relumbrón.
       Ya en 1906, cuando lo vi por primera vez, las grandes bandas marsellesas, que recordaban a las bandas de Belleville, Grandes-Carrières y la Goutte-d’Or, en París, no le hacían ascos a que se hablara de ellas. Las más célebres no vivían en el barrio reservado y dejaron su nombre entre la clase peligrosa. Fueron las de Saint-Jean, Saint-Mauron y, un poco más tarde, Belle-de-Mai. Los facinerosos que formaban parte de ellas podían compararse a los caballeros de fortuna que, en París, se peleaban por los favores de Casque-d’Or (18). En Marsella o en París, las costumbres del hampa eran parecidas. Los chavales de la Belle-de-Mai o de Saint-Jean obligaban a trabajar a sus mujeres en el viejo barrio. Mientras ellos, se ocupaban de otros puntos estratégicos. La represión fue, por lo demás, bastante severa. Los chulos de la ‹‹bella Marsiale››, como ellos llamaban a su ciudad, sintieron pasar el viento de los grilletes. Llegó la calma, y luego la película se desarrolló según las modas del momento, como veremos en otro capítulo.
       Observo que un poco por todas partes, por el mundo, los funcionarios de la policía encargados de la vigilancia de los barrios reservados dicen que nunca ocurre nada realmente peligroso en ellos. Es evidente que la crónica del asesinato apenas es rica en hazañas que tengan por testigos a las paredes agrietadas de la Bouterie. Hay peleas, peleas entre gente con las mismas costumbres, ajustes de cuentas y hazañas de borrachos a menudo desafortunadas. En ellos puede fumarse ‹‹tufiana›› (19), si acaso. Pero el campo de actividad del hampa menor sigue siendo tan restringido que desanima a los más hábiles. La vigilancia de los barrios reservados es relativamente fácil. Forman una especie de absceso, en ocasiones monstruoso, que purga la ciudad. En ellos es posible puntear con el bisturí.
       En Berlín, por ejemplo, en el que esos barrios no existen, en donde no hay casas de citas, la prostitución se extiende por doquier. O al menos se extendía por doquier, hasta no hace más de dos años. Desconozco lo que la dictadura de Hitler habrá podido cambiar en ese aspecto. Se han cerrado algunos cabarets de invertidos, cuya insolencia ingenua era exagerada. Pero ahí no estaba el peligro. Estaba alrededor de la Alexanderplatz (20), en ciertos hoteles siniestros de la Ackerstrasse, en la Mulakstrasse, y en esos bares de apariencia apacible en los que se calentaban, junto a un pequeño brasero, pillos infinitamente peligrosos. Ahí, el crimen se disimulaba bajo el tupido velo de la miseria. Por allí hubo redadas de una dureza particular; los schupos (21) y los ‹‹azulones››, que son particularmente detestados por los malhechores, más que los policías de civil, saben algo de eso.
      Mas henos aquí, lejos de ‹‹Marsiale››, la hermosa chica con maneras de diosa cuya sonrisa ilumina todo el Mediterráneo. Una vez más he conocido la pesadumbre del que la abandona. Hay que ser joven para ver bien Marsella y conocer sus favores. Y no es sin melancolía el que uno se valga de esta certeza.
         Hoy, en decadencia, he vuelto a tomar la ruta que había seguido ‹‹en los tiempos de mi juventud loca›› (22). Me he encontrado otra vez con el legionario de 1906 —¿no, Maurice Gugliero? (23)—, que ya no portaba el uniforme. Con él ha sido con quien me he fumado una pipa por las calles del viejo puerto, por las calles mortificadas del viejo barrio, ya acechado por los picos y las palas de las empresas de demolición.


(17) A este barrio le dedica Mac Orlan el capítulo V del libro.
(18) Su verdadero nombre era Amélie Élie (1878-1933), famosa prostituta del París huysmansiano, que se vio envuelta en una guerra entre “Apaches”, bandas criminales del norte de París a finales del XIX. El cineasta francés Jacques Becker se inspiraría en su vida para el rodaje de la película de 1952, protagonizada por la gran actriz Simone Signoret. (N. del T.)
(19) Término de origen indochino que significa opio. En la obra de Mac Orlan, incluida su poesía, el uso del argot es nota común. (N. del T.)
(20) Alfred Döblin (1878-1957) y su famosa novela de 1929 son citados en el capítulo VI de Calles secretas, consagrado a Berlín. (N. del T.)
(21) Miembros de la Schutzpolizei, literalmente policía de protección, la que se encargaba de la seguridad pública en las ciudades alemanas. (N. del T.)
(22) Alusión a un verso de François Villon (1431?-1470±), poeta por el que Mac Orlan sentía gran admiración. (N. del T.)
(23) Según nuestro autor, Gugliero escribió Mystères de Marseille. Esa apreciación de Orlan es inexacta, cuando no errónea. Parece ser un lapsus, porque Gugliero, sin que el traductor haya podido esclarecer si existió realmente o no, es un personaje de novela negra, inspector de la Sûreté urbana de Marsella. Se puede leer una descripción de este policía en un libro de 1934, titulado Ma belle Marseille, novela del cineasta, guionista y compositor Carlo Rim (1902-1989). En el número 159 del 7 de abril de 1934 de la revista ilustrada, creada por Gallimard y dirigida por Florent Fels, VOILA-L’hebdomadaire du reportage, aparece una reseña de las Mémoires de l’inspecteur Gugliero, que no ha podido ser consultada. Existe asimismo, cómo no, una novela con el título Los misterios de Marsella, escrita en 1867 por Émile Zola, que nada tiene que ver con el capítulo que nos ocupa. (N. del T.)


Traducción y notas: Manuel Ángel Gómez Angulo

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PIERRE MAC ORLAN (Péronne, 1883 - Saint-Cyr-sur-Morin, 1970). Novelista, ilustrador, periodista y poeta francés, vivió una juventud miserable y viajera con cuyos inagotables recuerdos armaría toda su obra. En 1934, publicó Calles secretas, reportaje sobre los barrios de prostitución de distintas ciudades mediterráneas y de Europa.
He aquí la traducción del capítulo VII, primera parte dedicada a Marsella.

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JEAN FOLLAIN

6/11/2018

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EL PASO DE LAS ÁGUILAS
 
El día anda en su plenitud
cuando el alumno exclama
con el índice hacia los cielos
mire maestra
esas águilas que vuelan tan alto
pero ella no responde
sus manos dulcemente alzadas
recomponen su cabellera
y dejan persistir
a orillas del abismo
el vuelo de flores sombrías
y pétalos inmóviles.
LE PASSAGE DES AIGLES
 
Le jour est dans son plein
quand l'apprenti s'écrie
l'index vers les cieux
voyez maîtresse
ces aigles qui volent si haut
mais elle ne répond pas
ses mains doucement élevées
refaçonnent sa chevelure
et laissent subsister
au bord des abîmes
l'élan des fleurs sombres
à pétales immobiles.

MIRADAS
 
Un enfermo contempla
con una larga mirada
una gota de agua
que lleva el reflejo
de un fino paisaje.
Una mancha de vino
con la forma de Francia
se demora en su rostro.
La espuma de una sidra amarga
se serena en la mesa parda
y sigue hirviendo leche
poco antes de que
la noche llegue
a este lugar del mundo
en el que unos ojos hermosos
miran con cautela un instante.
REGARDS
 
Un malade fixe
d'un long regard
une goutte d'eau
portant le reflet
d'un fin paysage.
Une tache de vin
en forme de France
reste à son visage.
La mousse d'un cidre amer
s'apaise sur la table brune
toujours un lait bout
quelque peu avant
que la nuit ne vienne
en ce lieu du monde
où de beaux yeux voient
un instant loin.

NEGRO DE INFANCIA
 
Apagadas las lámparas
sus padres se fueron al espectáculo
un hijo se tropieza
con armarios enormes
con las curvas de las consolas
sin embargo ningún jarrón se rompe;
en terno negro el padre
se duerme en el viejo teatro
mientras la esposa espanta
imágenes de muerte
y luce en su garganta
el adorno de sus frías alhajas.
NOIR D'ENFANCE
 
Lampes éteintes
ses parents partis au spectacle
un fils se bute
aux armoires énormes
aux courbes des consoles
aucun vase pourtant ne se brise;
en habit noir le père
s'endort au vieux théâtre
l'épouse éloignant
toute image de mort
montre sa gorge
qu'ornent des bijoux froids.

LA ESCUELA Y LA NATURALEZA
 
Intacto en la pizarra
en el aula de un pueblo
quedó trazado un círculo
y la tarima estaba desierta
se fueron sus alumnos
uno navega sobre el oleaje
otro labra la tierra en solitario
y la ruta iba serpenteando
cuando un pájaro dejó caer
gotas sombrías de su sangre.
L'ÉCOLE ET LA NATURE
 
Intact sur le tableau
dans la classe d'un bourg
un cercle restait tracé
et la chaire était désertée
et les élèves étaient partis
l'un d'eux naviguant sur le flot
un autre labourant seul
et la route allait serpentant
un oiseau y faisant tomber
les gouttes sombres de son sang.

FIN DE SIGLO
 
Una mosca avanzaba sobre las iniciales
de una sábana cargada de silencio
despertaron al niño
un treinta y uno de diciembre
para que pudiera ver el final de un siglo
rostros agotados
se endulzaron al fulgor de las llamas;
frunces, calados, trenzas,
resistirían meses todavía
el avaro había abierto su arcón
saciado su mirada
mil años después
sigue cayendo la lluvia
sobre el villorrio.
FIN DE SIÈCLE
 
Une mouche marchait sur l'initiale
d'un drap lourd de silence
on éveilla l'enfant
un trente et un décembre
pour qu'il pût voir la fin d'un siècle
des visages épuisés
s'en adoucirent aux lueurs des flammes;
fronces, guipures, tresses,
résisteraient des mois encore
l'avare ayant ouvert son coffre
avait rassasié son regard
mille ans après
tombe toujours la pluie
sur un village.

AL MARGEN DEL TIEMPO
 
Sanos y salvos los peces
olvidados
en el estanque mortecino
cubiertos de matices
los perros miran
testigos de los hombres;
los escalofríos del roble hueco
el grito lejano de un pájaro
los advierte el caballero que vuelve
de una guerra de treinta años.
HORS DURÉE
 
Sains et saufs les poissons
oubliés
sont dans l'étang morne
couverts de nuances
les chiens regardent
en témoins de l'homme;
les frissons de chêne creux
le cri d'un oiseau lointain
sont perçus du cavalier qui rentre
d'une guerre de trente ans.

Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo


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JEAN FOLLAIN (Canisy, 1903 - París, 1971). Estudió bachillerato en Saint-Lô, en donde el estallido de la Gran Guerra partiría su infancia por la mitad. Tras un breve y frustrado paso por Inglaterra para aprender inglés, cursó derecho en Caen. En 1924, se desplazó a París para trabajar de abogado. En plena efervescencia social, política y literaria, se unirá a los poetas de Sagesse (Orlan, Fargue, Reverdy). A pesar de su mala vista y su delicada salud, fue movilizado como artillero en 1940. Tras la guerra, renunció a su puesto de magistrado para viajar por todo el mundo como miembro del club PEN. Recibió el premio Mallarmé en 1939 y el Gran Premio de las Letras de la Academia francesa poco antes de su trágica muerte en París, atropellado por un automóvil, a la salida de un banquete homenaje. Su nacimiento en una aldea normanda lo marcaría con la impronta de su amor por el campo. Quizás por ello, posó una mirada llena de ternura sobre las naturalezas muertas, de las que supo extraer, con un verso irregular, su alma secreta, su viva presencia. Próxima a Ponge y a Guillevic, de una rara sobriedad de medios y evocadora de una realidad cotidiana rica en sortilegios, su obra está impregnada de una poderosa fuerza onírica.
Estos inéditos han sido seleccionados de los poemarios Territoires [Territorios] (1953), Des heures [Horas] (1960) y Exister [Existir] (1969).
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MARCEL PROUST

3/8/2018

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 À la recherche tu temps perdu [En busca del tiempo perdido], la obra monumental de Proust, se sostiene sobre el andamiaje de tres o cuatro páginas (capítulo I, 44-47 del primer volumen de la edición de la Pléïade, de Du côté de chez Swann [Por el lado de Swann]). He aquí su traducción, en el respeto al insuperable oleaje sintáctico y léxico de su autor.

[ ... ] Hacía ya muchos años que, de Combray, todo aquello que no fuera el escenario y el drama de irme a la cama había dejado de existir para mí, cuando un día de invierno, en el que regresaba a casa, mi madre, al advertir que tenía frío, se ofreció a prepararme, en contra de mi costumbre, un poco de té. Inicialmente rechacé pero, ignoro por qué, cambié de idea. Ella mandó buscar uno de esos bizcochos cortos y rollizos llamados Pequeñas Magdalenas, que parecen haber sido moldeados en la valva con ranuras de la concha de una vieira. Y pronto, instintivamente, abrumado por la taciturna jornada y la perspectiva del triste mañana, llevé a mis labios una cucharada de té en el que había dejado ablandarse un trozo de magdalena. Mas en el mismo instante en el que el sorbo mezclado con las migajas de bizcocho rozó mi paladar, atento a lo que de extraordinario ocurría en mi interior, me estremecí. Un placer delicioso, aislado, sin la noción de su causa, me había inundado. De repente, había transformado en indiferentes las vicisitudes de la vida, sus desastres inofensivos, su brevedad ilusoria, del mismo modo con el que opera el amor, llenándome de una valiosa esencia; o, más bien, esa esencia no se encontraba en mí, era yo mismo. Ya no me sentía mediocre, contingente, mortal. ¿De dónde había podido llegarme aquella poderosa dicha? Yo imaginaba que estaba ligada al sabor del té y del bizcocho, pero que, al superarlos con creces, no debía participar de su misma naturaleza. ¿De dónde procedía? ¿Cuál era su significado? ¿Dónde aprehenderla? Bebo un segundo trago en el que apenas encuentro algo más que en el primero, un tercero que me aporta menos aún que el segundo. Ya es hora de que pare, la virtud del brebaje parece menguar. Es obvio que la verdad que busco no está en él, sino en mí. Él la ha despertado, pero no la reconoce, y no consigue nada más que repetir indefinidamente, cada vez con menor fuerza, ese mismo testimonio que soy incapaz de interpretar y que al menos quiero poder reclamarle de nuevo y hallar otra vez intacto, a mi disposición, en breve, para una aclaración concluyente. Poso la taza y me vuelvo hacia mi alma. Es ella quien ha de hallar la verdad. Pero, ¿cómo? Grave incertidumbre, cada vez que el alma se siente superada a sí misma; cuando ella, en su búsqueda, es además el país oscuro en el que debe buscar y en el que de nada le servirá su bagaje. ¿Buscar? No basta: crear. Ella se encuentra frente a algo que no existe aún y que solo puede concretar para, luego, hacer entrar en su luz.
         Y de nuevo empiezo a preguntarme qué podría ser ese estado desconocido, que no aportaba prueba lógica alguna, sino la evidencia de su gozo, de su realidad, ante la cual las demás se desvanecían. Mi deseo es intentar resucitarlo. Retrocedo con mi mente al momento en el que tomé la primera cucharada de té. Vuelvo a encontrar el mismo estado, sin una claridad renovada. Le pido a mi alma un esfuerzo mayor, que vuelva a acercarme otra vez esa sensación esquiva. Y, para que nada rompa el empuje con el que va tratar de recuperarla, aparto todo obstáculo, toda idea extraña, protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos del cuarto contiguo. Pero cuando siento que mi alma se agota sin lograrlo, la fuerzo, a la inversa, a aceptar esa distracción que yo le negaba, a pensar en otra cosa, a rehacerse antes de una tentativa suprema. Luego, por segunda vez, la aíslo y vuelvo a disponer frente a ella el sabor aún reciente de ese primer trago y siento estremecerse en mí algo que se desliza, que quisiera alzarse, algo que habría levado un ancla, a una gran profundidad; no sé lo que es, pero remonta con lentitud; me doy cuenta de que se resiste y oigo el rumor de las distancias que atraviesa.
        Ciertamente, lo que así palpita en lo más hondo de mí debe ser la imagen, el recuerdo visual que, ligado a ese sabor, intenta seguirlo hasta mí. Pero en su forcejeo remoto, tan confuso, apenas si percibo el neutro reflejo en el que se confunde el inasible torbellino de sus colores enturbiados; con todo, no puedo distinguir su forma, pedirle como al único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su contemporánea, de su inseparable compañía, el sabor, pedirle que me enseñe de qué circunstancia en particular, de qué época del pasado se trata.
          ¿Llegará hasta la superficie de mi clara conciencia, ese recuerdo, el instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha llegado desde tan lejos a desvelar, conmover, despertarlo todo en el fondo de mí mismo? No lo sé. Ahora no siento nada más, se ha detenido, quizás vuelto a bajar. ¿Quién sabe si acaso renacerá de su noche? Diez intentos he necesitado para volver a empezar, inclinarme hacia él. Y cada vez esa cobardía que nos aparta de cualquier labor difícil, de cualquier obra importante, me ha aconsejado que la abandone, que me beba el té, y piense sencillamente en mis problemas cotidianos, en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin dificultad.
        Y de repente el recuerdo se me apareció. Ese sabor era el del trocito de magdalena que los domingos por la mañana en Combray (porque aquel día no salía antes de la hora de la misa), cuando iba a su cuarto a darle los buenos días, me ofrecía mi tía Léonie después de haberlo mojado en su infusión de té o de tila. La visión de la pequeña magdalena no me había evocado nada antes de que la hubiera degustado; tal vez porque, cuando desde entonces las observaba a menudo, sin comerlas, en los anaqueles de las pastelerías, su imagen se había alejado de aquellos días de Combray para unirse a otros más recientes; quizás porque, de aquellos recuerdos abandonados por tan largo tiempo al margen de la memoria, nada sobreviviera, todo se hubiera disgregado; las formas —también aquella de la pequeña concha de pastelería, tan generosamente sensual bajo su plisado severo y devoto— habían sido abolidas o, adormecidas, habían perdido la fuerza de expansión que les hubiera permitido reunirse con la conciencia. Pero cuando de un pasado antiguo nada subsiste, tras la muerte de los seres, tras la destrucción de las cosas, solos, más frágiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, su olor y sabor permanecen aún largo tiempo, como almas, recordando, aguardando, esperando, sobre las ruinas de todo lo demás, soportando sin plegarse, sobre su gotita casi impalpable, el vasto edificio del recuerdo.
        Y en cuanto hube reconocido el sabor del trozo de magdalena mojada en la tila que me daba mi tía (aunque aún no lo supiera y tuviera que aplazar hasta mucho más tarde el porqué del descubrimiento de ese recuerdo que me hacía tan feliz), de inmediato la vieja casa gris de la calle, en donde estaba su cuarto, acudió como el decorado de un teatro para acomodarse al pequeño pabellón que daba al jardín, que habían construido para mis padres en su parte trasera (ese tabique truncado que solamente había vuelto a ver hasta entonces); y con la casa, la ciudad, desde la mañana hasta el atardecer, hiciera el tiempo que hiciera, la Plaza a la que me mandaban antes del almuerzo, las calles a las que iba a hacer las compras, los caminos que tomábamos si hacía bueno. Y como en ese juego en el que los japoneses se divierten humedeciendo en un tazón de porcelana repleto de agua, pequeños trozos de papel hasta ese momento indistintos en el que, apenas sumergidos, se desperezan, se contornean, se colorean, se diferencian, se transforman en flores, casas, personajes concretos y reconocibles, de la misma manera ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann, y los nenúfares del Vivonne, y la gente honesta del pueblo y sus pequeñas moradas y la iglesia y todo Combray y sus alrededores, todo aquello que cobra forma y solidez, ha salido, ciudad y jardines, de mi taza de té.

Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo

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MARCEL PROUST (Auteuil, 1871 - París, 1922). Novelista y crítico, ha pasado a la inmortalidad por una vasta obra, publicada en siete partes entre 1913 y 1927, tiempo después de su fallecimiento. Su obra, capital, ha influido en casi todas las artes y es una de las más altas cimas de la literatura francesa del siglo XX.
El retrato es de Paul Nadar.
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PAUL VALÉRY

5/7/2018

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El cementerio marino
(versión en prosa)

I
 
Ese techo tranquilo, por el que andan palomas, palpita entre pinos y tumbas; la justicia del Mediodía en él dispone llamas ¡el mar, el mar inagotable! Qué recompensa tras la reflexión esa lenta mirada sobre la calma de los dioses.
 
II
 
Cuánto trabajo puro de finos destellos consume, cuánta espuma indistinta y diamantina, ¡y qué paz parece engendrar! Cuando descansa un sol en el abismo, labores puras de una causa eterna, el Tiempo es resplandor, sabiduría el Sueño.
 
III
 
Tesoro estable, sencillo templo de Minerva, masas de calma y visible reserva, parpadeo del agua, Ojo que en ti guardas tanto sopor bajo un velo de llamas, ¡silencio mío!... Edificio del alma, y cumbre de oro de mil tejas, Techo.
 
IV
 
Templo del Tiempo, al que condensa un único suspiro, hasta ese lugar puro asciendo y a él me amoldo, cercado por mi mirada marina; como a los dioses mi ofrenda suprema, los destellos serenos siembran en las alturas un desdén soberano.
 
V
 
Como en gozos el fruto se disuelve, como en delicias transforma su ausencia en la boca en la que mueren sus formas, mi humarada futura aquí aspiro, y el cielo canta al alma consumida, al cambio de su orilla rumorosa.
 
VI
 
¡Hermoso cielo, cielo real, observa cuánto cambia! Tras tanto orgullo, tras su extrañeza ociosa, pero llena de poderío, a este espacio brillante me abandono, sobre las casas de los muertos pasa mi sombra amansada por su tenue empuje.
 
VII
 
El alma expuesta a las antorchas del solsticio, ¡yo te sostengo, admirable justicia de la luz y de las armas despiadadas! Pura yo te devuelvo a tu lugar de origen; ¡mírate!... Mas devolver la luz supone una triste mitad de sombra.
 
VIII
 
Oh, por mí solo, para mí solo, en mí mismo, junto a un corazón, en los principios del poema, entre el vacío y el evento puro, yo aguardo el eco de mi grandeza íntima, amargo, sombrío y sonoro aljibe, que resuena en el alma como un hueco siempre futuro.
IX
 
Acaso sabes, falso cautivo de la espesura, comedora ensenada de magras verjas, en mis ojos cerrados, secretos deslumbrantes, ¿qué cuerpo arrastra a su perezoso final? ¿Qué frente atrae a esa tierra de huesos? Un centelleo piensa en mis ausentes.
 
X
 
Cerrado, sacro, pleno de un fuego sin materia, fragmento terrenal ofrecido a la luz, me gusta ese lugar, suspendido de las antorchas, compuesto de oro, piedras y de árboles sombríos, en donde tanto mármol tiembla bajo las sombras. ¡El mar fiel duerme ahí sobre mis tumbas!
 
XI
 
¡Aparta a los idólatras, espléndida guardiana! Cuando apaciento, por largo tiempo, en solitario y sonrisa de páter, corderos misteriosos, blanco rebaño de mis tranquilas tumbas, ¡aleja a las cautas palomas, los vanos sueños, los ángeles curiosos!
 
XII
 
El porvenir que aquí llega es pereza. Los límpidos insectos raspan en la sequía; todo está deshecho, quemado, recibido en el aire a no sé qué severa esencia... Vasta, ebria de ausencia es la vida, y dulce es la amargura, claro el espíritu.
 
XIII
 
Bien están los muertos ocultos en esa tierra, que seca sus misterios y los conforta. Mediodía en los cielos, Mediodía y quietud, en sí se piensa y conviene a sí mismo... Mente completa y perfecta diadema, la secreta mudanza soy en ti.
 
XIV
 
Sólo me tienes a mí para refrenar tus temores. Mis arrepentimientos, mis dudas, mis obligaciones son los defectos de tu gran diamante... Pero en su noche abrumada de mármoles, un pueblo vago de raíces de árboles ya ha tomado partido lentamente por ti.
 
XV
 
Se han derretido en una ausencia espesa, la arcilla roja se ha bebido la blanca especie, ¡la ofrenda de la vida ha pasado a las flores! ¿Las frases familiares de los muertos, el arte personal, las almas singulares dónde están? La larva surca por los moldes del llanto.
 
XVI
 
El grito penetrante en las caricias de las chicas, ojos y dientes, mojados párpados, el hechizo del seno que juega con las llamas, sangre que brilla en los labios rendidos, los dones últimos, dedos que los defienden, todo va bajo tierra y entra en el juego.
XVII
 
Y tú, alma grandiosa, ¿esperas que un sueño descuide esos colores de mentira que las ondas y el oro forman aquí a tus ojos de carne? ¿Cantarás cuando seas vaporosa? ¡Vamos! ¡Todo huye!
Porosa es mi presencia, y la santa impaciencia también muere.
 
XVIII
 
Magra inmortalidad dorada y negra, consuelo de laureles y de espanto, que forjas con la muerte ese seno materno, una hermosa mentira, piadoso engaño. ¡Quién no conoce y quien no los rechaza, al cráneo vacío y a esa risa eterna!
 
XIX
 
Padres profundos, despobladas cabezas, que bajo el peso de tantas paletadas sois tierra y nuestros pasos confundís, dormís bajo la mesa, el verdadero roedor, gusano irrefutable no os pertenece, ¡de la vida vive y no me abandona!
 
XX
 
¿Amor quizás, odio hacia mí mismo? ¡Tengo tan cerca a su diente secreto, que cualquier nombre le vendría bien! ¡Qué importa, si ve, quiere, sueña o toca! Mi carne le gusta y hasta en mi lecho, ¡a ese ser vivo en vida pertenezco!
 
XXI
 
¡Zenón, cruel Zenón, Zenón de Elea! ¡Me has traspasado tú con esa flecha alada que vibra,  que vuela  y no vuela! ¡El sonido me engendra y la flecha me mata! ¡Ah, el sol... qué sombra de tortuga para el alma! ¡El inmóvil Aquiles a pasos de gigante!
 
XXII
 
¡No, no... de pie! ¡En eras sucesivas! ¡Quebrad mi cuerpo, esa forma pensativa! ¡Bebed mi seno, origen de los vientos! Una frescura, de la mar exhalada, me entrega el alma... ¡Oh potencia salada! Corramos a las ondas renazcamos en ellas.
 
XXIII
 
¡Sí! Mar inmensa, dotada de delirios, piel de pantera y clámide agujereada por tantos ídolos del sol, hidra absoluta, ebria de tus carnes azules que vuelves a morder tu cola de centellas en un tumulto parecido al silencio.
 
XXIV
 
¡Se eleva el viento! ¡Intentemos vivir! ¡El aire inmenso abre y cierra otra vez mi libro, la ola en partículas se atreve a brotar de las rocas! ¡Abrid el vuelo páginas deslumbradas! ¡Olas, romped! ¡Romped, aguas dichosas! ¡En ese tejado tranquilo donde picotean los foques!

Traducción de Manuel Ángel Gómez Angulo

Imagen
PAUL VALÉRY (Sète, 1871 - París, 1945). Alguien a quien sus padres llaman Ambroise-Paul-Toussaint-Jules está predestinado a ser un gran poeta. A priori. Una obra esencial, escrita en decasílabos con acento y cesura en la cuarta sílaba y pensada como una sinfonía. El cementerio marino está considerada como una de las obras más importantes de la poesía francesa del siglo XX.
Ofrecemos esta versión en prosa para deleite de futuros comensales de la poesía, tal y como por aquí la entendemos.

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GUY LÉVIS MANO

28/5/2018

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CARNE PRESENTE
 
Nadie tuvo elección
 
Por la tierra fluían
palabras
y las almas vestían mandiles
bañados en remordimientos y en culpas imprecisas.
 
Mientras la nieve prieta aclaraba la noche
los hombres tramaban trágicas farsas
para perseguir a otros hombres
 
este era el tiempo regio del hierro y del azufre.
 
Luna de acero invernal indiferente
hombres muertos abren agujeros en el sueño de tu nieve
 
hombres cautivos privados de ardor
tras las rejas de los barracones
forjan contigo sueños de tarjeta postal.
Han acaparado un sinfín de sonrisas serviles
para asear las plegarias
que privan al aire de su nobleza.
 
Este es el tiempo regio de sangre y tempestades.
 
Las golondrinas pasan
sin primavera en su plumaje.
Han apartado el sudor de los hombres
del destino de dar fruto a la tierra.
 
Muévete muévete
más lejos más inmóvil
de lo que los hombres se mueven
hacia Oeste y Oriente los rostros lucen destellos rojos
 
Habrá una vasta cicatriz
en el aliento de la vida
 
Luna de noche invernal y guerrera
luna de dulzura muerta
mi cuerpo extenuado por encima de ti
mi cuerpo extenuado de silencio
mi cuerpo extenuado de gestos sin cuerpo
y mi carne presente
y la pobreza por todas partes salvo en tu sueño.
 
Es verdad que las golondrinas no volverán a pasar hasta la próxima primavera.
De Images de l'homme immobile (1942)
Imagen
He visto la muerte y he manejado sus resortes
 
Y hoy estoy aquí sin vida ni muerte con mis tormentos insignificantes
frente a una cantera de greda y un bosque tranquilo
 
         A mi alrededor castañean destellos humanos
 
La vida ruge en la voz de sus cañones y arde      arde hasta la punta de la mecha
a lo lejos      a lo lejos unos chavales descienden del cielo
y yacen con el gesto roto sobre los campos minados
         Y la noche los contempla
 
Yo contemplo la noche silenciosa y locuaz y el bosque      y no desciendo del cielo
 
Al alba un hombre se peina el cabello rubio ante un espejo de acero
En un estuche de violín esconde una metralleta y en su agenda alguien al que abatir
 
Hombre asesino declarado de utilidad pública
Las mejillas de los sucesos están maquilladas con sangre
 
Y esta noche tras la ejecución le hará el amor a una chica.
De La nuit du prisonnier (1944)
Imagen

JEAN GARAMOND

Albert Béguin, 21 de abril de 1947.
Prólogo a la edición de Images de l'homme immobile (1947)

       Tardaré en olvidar ese día de verano del cuarenta y dos en el que descubrí por vez primera la poesía de Jean Garamond. Acababa de recibir de los campos de trabajo varios cientos de manuscritos para una recopilación de poemas de cautiverio que preparaba por entonces y que desmenuzaba con impaciencia en algún lugar de la campiña francesa (no ignoraba que en todas esas granjas de los alrededores una madre o una esposa tenía la mente puesta en un prisionero). Era necesaria, en ese momento y en esas circunstancias, para que la mayoría de los textos recibidos, a pesar de su impericia o la pobreza de su lenguaje, estuviesen cargados de una poesía oculta, más allá de su deficiente expresión, una poesía creada con el esfuerzo y la soledad de aquellos hombres encarcelados. Pese a todo, me topaba con poetas de verdad, ya ejercitados en el canto antes de que el infortunio lo convirtiera en su único recurso. Con nombres conocidos o enigmáticos, firmaban poemas que sobresalían entre los demás, mucho mejores que la torpe confesión o la carta dirigida a la gente de la aldea.
         Cada cuartilla, cada cuaderno —rebosante de escrituras tan disímiles con las que armamos aún así, en el recuerdo, una única escritura de prisionero— llevaba un apellido francés, un número de registro y la inexorable marca: la de la injuria policial del geprüft alemán. Tan solo uno, visiblemente deslizado tras la censura en el cuaderno de un camarada, había escapado a ese recuento catastral y a ese control. Estaba firmado bajo seudónimo. Lo cual habría debido orientarme para que reconociera en Jean Garamond al impresor de tantos poetas, al amigo que había llegado a ver en abril de 1940, militar con permiso, de alma belicosa, que consagró a esa guerra toda su rebeldía masculina. ¿Cómo es que no había pensado en él al instante, con esos redondelitos que separaban las estrofas en sus manuscritos, patrón de su estilo tipográfico? El hecho es que me leí sus seis poemas —que formarían con posterioridad la recopilación de Images de l'homme immobile [Imágenes del hombre inmóvil]— sin que pudiera sospechar nada. Para mí, eran como los demás: aquello que un preso desconocido había escrito allí. Pero esa voz llamaba la atención de inmediato por una inflexión especialmente vigorosa; se trataba de un lamento, pero lleno de fuerza, sin flaquezas. La aspereza del trabajo, las imágenes del mundo abandonado, la sensación del tiempo robado, falseado, de una duración ajena a la propia duración, el sonido preciso que podía envolver en la tundra báltica un diálogo en francés entre unos cuantos camaradas reunidos en la obsesión del pasado —yo veía en ellos la vida cabal de los prisioneros, tan real, prendida con tal seguridad por las palabras, que tuve al fin la certeza de que ese mundo inimaginable para nosotros había dejado de resultarme absolutamente extraño, y esa otra certeza de haber oído la palabra de alguien que apreciaba su peso y valor como nadie. Más tarde, envié mis cuatrocientos manuscritos a Pierre Seghers. Él estaba trabajando en sus Poètes prisonniers [Poetas prisioneros] y me respondió sin tardar: «El mejor es Jean Garamond. Pero, ¿quién es?». Meses después, una vez publicados los poemas, antes que otros muchos lectores, fue Louis Gillet el que me hizo la pregunta: «¿Quién es ese Jean Garamond, del que ha publicado usted poemas tan hermosos?» ¿Quién era?
         Entre tanto, gracias a las pesquisas realizadas a partir de un mensaje rodeado de misterio y sin que su nombre fuera desvelado por el riesgo que suponían las represalias de un kommando disciplinario, pudimos, Pierre-Jean Jouve, Pierre Courthion y un servidor, presentar los textos de Garamond dando a colegir, al menos a sus amigos, su verdadera identidad.
         Hoy en día, todo eso es pasado. Garamond ha regresado, se ha reencontrado con su taller, sus vitelas, su rotativa, y se ha vuelto a poner manos a la obra, prosiguiendo su labor de gran artesano en este mundo de cambios en el que durante su expatriación se han ahondado tantas ausencias. Lo que cuenta hoy es esta poesía del Homme immobile, que nació en el exilio, pero que sobrevive al exilio; porque, tanto o mejor que ninguna otra, expresa el sufrimiento del cautiverio (yo solo la relacionaría con los poemas de Jean Cayrol, cuya experiencia distinta la marcan los campos de exterminio), la poesía de Garamond es mucho más que una crónica histórica. A través de la gracia de un poderoso lenguaje poético —y porque, por encima de todo, ese infortunio del prisionero de 1940 es tan penetrante que se convierte en el infortunio esencial del ser humano—, esta poesía no ha perdido nada de su autenticidad, pese a esa caída en el pasado de los acontecimientos que comentaba. Antes al contrario, al releerla ahora, dos años después de que los campos hayan soltado su presa, percibo en ella una presencia más sólida, una verdad más innegable de la que haya poseído jamás.
         Se me revela así como una victoria lograda por la palabra humana sobre las perversas fuerzas que intentaban, y lo siguen intentando, asfixiar al ser humano. No porque exprese con claridad ese rechazo o una esperanza, no porque Garamond haya querido oponer a esas amenazas su fidelidad a una creencia consciente o las afirmaciones de una vida interior más robusta que esa que pretende agotar sus fuentes. Sino, precisamente, porque esta poesía se impone a los demonios en la misma medida en que renuncia a toda arma en contra de su tarea: por el solo hecho de formular lo que es, el peso del mal, el poder de las pasiones enemigas, la profundidad del desamparo y, asimismo, frente a esos monstruos de la desazón, la invencible resistencia del hombre habitado por las imágenes de su memoria, llevado hacia un futuro por el movimiento espontáneo de su deseo.
         Hubo hombres que regresaron cargados con todo el sufrimiento padecido, abrumados por creerlo en vano, con el sentimiento destructor de haber perdido solo años que habrían podido ser dedicados a la luz, al amor, a la belleza del mundo. Y nosotros no osamos alzar la voz contra su testimonio, no nos sentimos con derecho a luchar contra su tristeza o a cuestionar lo que habrían de decir sobre la crueldad o la bajeza de sus verdugos y de los cobardes. Raros son aquellos que al regresar de esas mismas soledades, resurgiendo del mismísimo infierno, se atreven todavía a creer en el ser humano y no quieren que, por delante de nuestros pasos, el horizonte entero sea definitivamente sellado como el tragaluz de un calabozo. Jean Garamond forma parte de ese testimonio contra la desesperanza. Su evolución poética nos lo demuestra de manera ejemplar.
        Recordemos sus poemas previos a la guerra. En ellos, todo era discontinuo, brusquedad en la aparición de sus imágenes, sedimentos de un gran juego, como si una catástrofe inevitable viniera, una y otra vez, a arruinar la oportunidad presente de un discurso coherente. Nunca había un movimiento continuo capaz de reunir en ellos los súbitos relámpagos surgidos de la noche del ser; nunca el esbozo de sus líneas llegaba a equilibrar la estructura del edificio; apenas se combinaban, cuando se las veía resquebrajarse. Los poemas del stalag no se asemejan ya a esas confesiones previas de la dispersión interior a partir de las cuales se traicionaba una conciencia deliberadamente intermitente y un ser reticente a toda coherencia. En su campo de trabajo, cuando se rompía con dureza el espinazo entre sus camaradas, Garamond escuchó con parsimonia sus lentos monólogos, y se puso a hablar como uno de ellos, del exilio, del pasado perdido, del futuro improbable; pero precisaba, para expresar esas simples preocupaciones humanas, del regreso a una palabra sostenida. Sus cantos, en lo sucesivo, se convertirán en verdaderos cantos que participarán tanto de la elegía y como del salmo, con un tono a la vez cotidiano y bíblico. La imagen, siempre tan intensa, contundente, golpea como un puñal, pero se engasta ahora en el vasto ritmo de un lamento que, en ocasiones, adquiere la monótona sugerencia de una letanía susurrada a media voz, y en ocasiones se agranda hasta las proporciones de un hecho mayor que la miseria de un solo individuo. No conozco poemas de cautiverio que se aproximen tanto al corazón de los seres humanos, y en los que consecuentemente las desgracias del prisionero afloren con tanto parecido a las desgracias comunes de cualquier individuo.
         Jean Garamond no ha renunciado a nada, ni a la búsqueda ni al lenguaje de la poesía de ayer, pero a través de la fuerza temible de los infortunios que lo volvieron a  plantar brutalmente entre sus hermanos humanos, fue impelido a abandonar el mundo de las intermitencias y de la conciencia discontinua. Para afrontar la aplastante fatiga, la separación, la injuria de los tiranos, la tortura del tiempo inmovilizado, no servía de nada recurrir a un ser disperso. Fue preciso reunificarlo, acercarse al núcleo y a su código. En el crisol de su reclusión, la unidad de la persona se refundió, a pesar de las dudas y de sus secuelas. Y un poeta renovado nos vuelve a enseñar que las palabras graves y sencillas, las palabras cotidianas, expresan mucho más acerca de nosotros mismos que las prospecciones y las disecciones de una época devastada por la psicología, mucho más que los raros vocablos metamorfoseados por los secretos propósitos del hermetismo.
        Ese prisionero que habla en sus poemas es usted, Jean Garamond, y somos nosotros mismos, cada uno de nosotros. Usted orienta su mirada hacia otro tiempo, y nosotros sabemos que han mutilado para siempre una parte del ser que fuimos, y también, como usted, que seguimos siendo fieles a lo mejor de esa juventud que nos arrancaron de las manos. Por esos lugares, usted andaba al acecho de indicios y de buenas nuevas, le pedía a sus manos asesinadas que le devolvieran la confianza arruinada; y también nosotros estamos al acecho, con obstinación, a la espera de una aurora en la noche prolongada, listos para descifrar en todas sus formas el anuncio de este maravilloso mundo sensible con el que tanto nos han engañado pero que ha seguido manteniendo sus promesas. Usted ha hablado de las noches —noches salvadoras—, ha hablado de unos ríos y de unos caminos que ante nuestros pasos, como ante los sueños del cautivo, siguen manteniendo abierta la senda que lleva a una Tierra prometida. Usted nos confirma que el tiempo en el que estamos recluidos se aventura hacia esa libertad poderosamente clavada en nuestros corazones. Y, como poeta, por su sola poesía, usted declara que un día llegará en el que la palabra de los seres humanos cambiará. Su mensaje sin dulzura es palabra ennoblecida de fraterna amistad.
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GUY LÉVIS MANO  (Salónica, 1904 - Vendranges, 1980). Conocido también bajo el pseudónimo de Jean Garamond, Mano, poeta de origen judío sefardí, llegó muy joven a Francia, en donde se instalaría hasta su muerte. La extrema discreción de su familia y amistades ha hecho que poco haya trascendido de su vida  privada, y menos aún de su paso por los campos de trabajo alemanes durante la Segunda Guerra mundial, en la que fue movilizado en septiembre de 1939 como sargento de artillería y hecho prisionero con toda su compañía en 1940. Su tránsito por varios stalag, quizás por indisciplina, rechazo al trabajo forzado o tentativas de evasión, termina en 1945 cuando es liberado por los ejércitos soviéticos y repatriado. Su esmerada labor como tipógrafo y su conocimiento de la lírica clásica hizo de él uno de los mejores editores de su época. Sus poemas, sobre todo a partir de 1939, reflejan con precisión y luminosidad la amargura del cautiverio y nos remiten al mejor Villon o a nuestro romancero, no en vano fue traductor de Lorca, Manrique, Góngora o Juan de la Cruz, entre otros. Sus escritos de 1942-1945 fueron publicados en 2013, en edición facsímil, por la editorial Folle Avoine. La traducción de su estupendo prólogo, firmado por André Béguin, sirve de presentación a dos inéditos en nuestro idioma.
Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo

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MAURICE BLANCHARD

20/5/2018

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EL REINO DE LOS TOPOS
 
         Labré una parcela de desolación, viejo almanaque, en donde cardenales y verdugos prensaban los racimos del sufrimiento. Las cepas sin viñedos dibujaban nuestra miseria.
        Labré un terreno de fiera rabia. Me hundí en el odio hasta las rodillas, tracé surcos sin huella y mi vida se redujo a un manto sin rostro.
        Labré las peladuras violetas del recuerdo, mañanas de crueldad, el barro de las viejas sentencias y de las homilías, la grama y las espinas y todos los sueños que colgaban de los ganchos bestiales de mis rencores.
         El vómito de la noche endulzó mi cuerpo fatigado.

LA CONQUISTA DE ARGELIA
 
       Aquella noche de diciembre, quise penetrar en la ciudad extranjera. Ráfagas de flechas recortaron mi silueta sobre sus muros con susurros de clavecín y de destellos amarillos. Peces transparentes, que atravesaban mis ojos atentos, se colgaban sonrisas de sus mandíbulas fosforescentes, los tiburones de la dicha resbalaban por la nieve, mujeres de cristal reían en la espesura de las murallas.
        Me encontré, cabiro, en las entrañas de la ciudad y construí caminos ardientes. Vencedor de Teseo, mi hambre descubrió las caballerizas soleadas de las profundidades, en donde reuní mis caballos para una razzia entre fantasmas.
         Surgimos en cascada por la tierra fría de los muertos – los dientes de los muertos trituran la únicas olivas cálidas que dan aceite en verano. Los fuegos danzantes de nuestros vivaques en los manantiales helados, la corona real de las fieras del Atlas, el círculo de sus ojos, dije, fueron constelaciones en nuestro sueño. Pues hemos dormido, sí, hemos dormido, ¡y en qué plumón de espanto!
       Las ramas se balancearon como un abanico en las manos del desierto, la última humareda expirante permaneció inmóvil y rosa como una estatua al alba, y los tigres, vacilantes, regresaron a las grietas de su soledad.

EL CAMPO DE NABOS
 
         Que el vuelo de los cuervos se extienda sobre un acre de tierra fértil, el acre amor de Jean-Arthur es un bloque de mármol en el fondo de un pozo. Lacenaire canta en el patio y ofrece su sombrero a las deyecciones de las flores.
       Que esa fanfarria de crímenes nuevos estalle en el cielo de los estandartes, es el viento que titubea en los vientres abiertos, es la vieja y su viejo, los oficleidos rotos y su válvula del revés en el gaznate, es la madre y su hijo recién nacido.
        Que el barro cante, que la bazofia monte a caballo, que nuestros Maquiavelos abran la boca en un vuelo nupcial de moscas verdes.
       Llegó el libertador con las manos abiertas, para rodearse al instante de una camarilla de saco y soga.

CATORCE DE JULIO
 
   Cuando reconstruyamos la ciudad, nosotros escogeremos las piedras. Las escogeremos bien, y encerraremos un ojo azul en cada una de ellas. Encerraremos un ojo de junio en nuestras fronteras.
         En la tardes de fuerte viento, la voz del prisionero atravesaba la ciudad, los cantos de libertad atravesaban las bocas cerradas y, sobre cada piedra, se alzaba una serpiente, se alzaba un guerrero, un destello en el esplendor del viento.
         Una Europa en harapos danzaba sobre las espadas. Un viento de acero segaba las cosechas. En nuestras manos alzadas, espigas sangrantes, en nuestras manos encendidas, sangraban los corazones de nuestras princesas.
      Sangraba el sol de nuestros deseos, sangraban nuestros hocicos embadurnados, nuestros hocicos hundidos en racimos palpitantes, sangraban nuestras caras de hiena, nuestras garras y nuestras esperanzas arrancadas a sus pechos de porcelana.
Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo

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MAURICE BLANCHARD (Montdidier, Francia, 1890-1960). Fue marino, aviador, inventor, ingeniero aeronáutico, resistente y poeta. Abandonado por su padre, trabajó desde su infancia en el extrarradio industrial parisino. Con dieciocho años, marchó a pie hasta Tolón para enrolarse en la marina. Fue el inicio de un recorrido autodidacta que lo convertirá en un experto en física y matemáticas, al tiempo que estudiará filosofía y aprenderá griego, latín, italiano e inglés (tradujo algunos sonetos de Shakespeare). Durante la Gran Guerra, combatió como piloto de escuadrilla, uno de los pocos en sobrevivir a esa experiencia. Posteriormente, fascinado por el surrealismo, se decantará por la poesía como medio de expresión artístico. Hasta la Segunda Guerra Mundial, a cuyo final es condecorado con la Cruz de guerra, no empieza la redacción de su diario. Considerado por sus amigos (Char, Éluard o Michaux) como uno de los elegidos, su reducida obra, llena de nervio militante, circuló casi en exclusiva entre unos cuantos allegados. En ella se observa especial énfasis no en el deseo de trascender, sino en el de cicatrizar esa cruel y profunda herida de orfandad y explotación. Leer a Blanchard es leer a un formidable poeta, a un diamante en bruto, infravalorado e inédito en nuestra lengua, que desde lo surreal, alcanzó ese punto de belleza transparente solo al alcance de los grandes.
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ARSENI TARKOVSKI

1/2/2016

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ME AVERGÜENZA DARLES la mano a los aduladores
Al mentiroso a los ladrones al delincuente
Y sonreír a sus malvadas concubinas
Al despedirme me avergüenza su sonrisa
Mirar en sus ojos anémicos
Oír cómo resuena el cobre
Cómo se agranda en la ventana
Una marcha lejana de guerra
Bayonetas que siguen a otras bayonetas
 
Partiremos de aquí para siempre
Ahí están los trenes y el silencio
Los puentes la hierba las torres
El azul cotidiano de los ojos
El río
El rugido de las montañas su eco
Y la bala tirada a quemarropa
 
(1938)

ODA

Me queda poco aire y poco pan
Si pudiera quitarme de los hombros
Esta camisa helada
Rellenar mi garganta de cielo luminoso
Alargarme entre dos océanos
Acostarme a tus pies en una carretera
Como la estrella de un grano de arena
En la arena estrellada
Y sobre ti dos alas
Se elevaran de flor en flor
 
Podrías asomar primero
Y entreabrirme tu grandeza
Gigante podrías desplegar
Tu gran libro sobre el verano
Y escribirme en la lengua
Tu nombre
Entonces prendería fuego bajo tus pasos
Y para siempre me perdería en la arena
 
(1960)

Y SIN EMBARGO no pido nada
En la tierra también me alimentaron
Ponle sopa agria
Y vacía los restos en el cubo
Todo tiene su plazo y su final
Y sin embargo fui amado
 
Una dijo hasta siempre ante el altar
Otra descansa bien en su ataúd
Y la tercera en otros corazones
Añade el eco
Risas gotas de lágrimas
Yo soy deudor
No pido nada
 
(1977)
 

Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo

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ARSENI TARKOVSKI  (Elizavetgrad, 1907 - Moscú, 1989). Padre del cineasta Andrei, Arseni Tarkovski nació en el seno de una familia ucraniana de lengua rusa. Educado desde su infancia en círculos intelectuales, estudia literatura y colabora en una revista oficial que le permite codearse con escritores consagrados y conocer a su primera esposa. En 1939, inicia una relación con Marina Tsvetaeva, que acaba de regresar de Francia. En 1942, movilizado como corresponsal de guerra y herido de gravedad en el frente, le amputan una pierna. Su obra siempre revelará tanto esa cicatriz incurable como el trágico suicidio de su compañera. Tras la guerra, traba amistad con Anna Akhmatova, que le brinda su ayuda y apoyo. Acmeísta, algo alejado de Pasternak, sigue una línea estética más acorde con Mandelstam. Fuerza moral e independencia son dos características propias de una poesía de raíces románticas que no reniega de la filosofía y en la que influye poderosamente su labor como traductor, en especial de poemas orientales. Tarkovski empieza a publicar tarde, en 1962, tras años de maduración y el labrado continuo de sus versos; puede que también por un excesivo celo en la defensa de su escritura ante la larga y onerosa presencia de Stalin. En 2013, la editorial Fario publicó en Francia una antología titulada L’avenir seul, de la que se vierten a nuestra lengua estas tres joyas inéditas —gracias a Ruslan Chupin, sin cuyo concurso esta traducción no habría sido posible—.

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ALOYSIUS BERTRAND

6/7/2015

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EL CABALLO MUERTO

 
La encrucijada. Y a la izquierda, bajo un césped de trébol y amelga, las sepulturas de un cementerio; a la derecha, un patíbulo suspendido que pide limosna, como un manco, a los que pasan.

 
*****

 
A aquel que, muerto desde ayer, los lobos le desgarraran la carne del cuello en jirones tan largos, que se diría adornado aún para el desfile con su mechón de cintas coloradas.

Cada noche, en cuanto la luna palidezca en el cielo, esa carcasa volará, montada a horcajadas por una bruja que la espoleará con el hueso picudo de su tacón y el cierzo soplando el órgano de sus flancos cavernosos.

Y si hubiera a esta hora taciturna un ojo desvelado, abierto en alguna fosa del camposanto, de súbito se cerraría, por temor a ver un espectro entre las estrellas.

La misma luna guiña un ojo y apenas le brilla ya el otro para iluminar, como una vela flotante, a ese perro, vagabundo enjuto, que lengüetea el agua de un estanque.


NOCHE TRAS LA BATALLA

 
I

 
Un centinela se pasea a lo largo de la muralla, mosquete al brazo, envuelto en su tabardo. De tarde en tarde, se inclina por entre las negras almenas y observa, con ojo atento, al enemigo en su campo.

 
II

 
Éste enciende hogueras al borde del foso repleto de agua: el cielo es negro; el bosque está lleno de ruidos; el viento empuja el humo hacia el río y murmura lamentos en los pliegues de los estandartes.

 
III

 
Ninguna trompeta turba el eco: ningún canto de guerra alrededor de las fogatas. Se encienden fanales en el cabecero de las tiendas de los capitanes muertos a espada.

 
IV

 
Pero aquí llega la lluvia chorreando en los pabellones, el viento que hiela al centinela entumecido, los aullidos de los lobos que se apoderan del campo de batalla. Todo anuncia lo que de extraño ocurre en la tierra y en el cielo.

 
V


Tú que descansas serenamente en el lecho de la tienda, no olvides nunca que, quizás hoy, sólo faltara un dedo para que tu corazón fuera atravesado.

 
VI


Tus compañeros de armas, caídos con coraje en primera línea, compraron con su vida la gloria y la salvación de aquellos que muy pronto los habrán olvidado.

 
VII


Una batalla sangrante ha sido librada. Ganada o perdida, ahora todo duerme, pero cuántos bravos no verán ya el día o despertarán sin más en el cielo.

Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo
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ALOYSIUS BERTRAND (1807-1841). Nacido en Ceva, en el Piamonte italiano, vivió en Dijon y viajó a menudo a París, donde frecuentó los cenáculos por los que se exhibía el genial Hugo. Su breve existencia, repartida entre la imprenta, el comercio y el periodismo, no le otorgó gloria en vida, si bien ha merecido un sitio en el panteón de las letras por inventar un género nuevo: el poema en prosa. Siguiendo a Chateaubriand y anticipándose a los simbolistas, escribe el Gaspard de la Nuit, libro póstumo, con la mente atenta a las estampas de Rembrandt y Callot, un ejemplo más de la estrecha relación entre poesía y pintura. Pintó paisajes y sentimientos de un romanticismo aún fresco, impregnado en luz negra y, junto a Nerval y Ducasse, fue el talento oculto del XIX que inspiraría a los surrealistas. Creador de sombras chinescas, evocador del Medievo con una lengua rebuscada rica en imágenes y sonoridades embrujadoras, la libertad de estructura y el ritmo particular de su prosa no le impedirá alcanzar la condensación preci(o)sa de la que hablaba Mallarmé. Estos dos poemas pertenecen a las piezas sueltas de su carpeta personal no incluidas en la primera edición del manuscrito: un aguafuerte “goyesco” y un grabado sobre las miserias de la guerra.
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ANDRÉ DU BOUCHET

9/3/2015

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RELIEVE

 
Hoy
habla la lámpara

 
ha tomado un color
violento
todo estalla y llamea
y sirve
incluso las migajas

 
veo el platillo blanco
sobre la mesa
moldeado en el aire

 
la verdad muerta
tan fría
ahora viva

 
sin pausa

 
y a voces.


De En el calor vacante (1961)
Cuando dije carbón
quise decir
invierno

 
quería decir eso
en torno a la borrasca

 
la tos

 
las contusiones

 
todo está posado como una herida

 
el plato inmóvil

 
los objetos nacidos de las manos
abriéndose
en el fondo de un aire

 
que cuece.

 

De O el sol (1967)
DEL BORDE DE LA GUADAÑA

 
I

 
La aridez que desnuda al día.
Mientras la tormenta anda de un lado a otro,
                                     de un lado a otro.
En una senda, que a pesar de la lluvia, seguirá seca.
La tierra inmensa se derrama, y nada se ha perdido.
A la herida en el cielo, el espesor del suelo.
Doy vida a esas rutas y a sus encrucijadas.

 
II

 
La montaña,
              el día bebe de la tierra, sin que el muro se mueva.
              La montaña
              como una falla en el aliento
              el cuerpo del glaciar.

Las nubes vuelan bajo, a ras de la cañada, alumbrando el papel.
No hablo previo a ese cielo,
                                               a sus heridas,
                                                                                  como
               una casa sometida al aliento.
He visto al día estremecerse, sin que el muro se mueva.

 
III

 
El día despelleja los tobillos.
Postigos bajados y en vela, en la blancura de la pieza.
Tardío apunta el blancor de las cosas.
                                               Camino recto hacia el día turbulento.

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De En el calor vacante (1961)

RUDIMENTOS 5


 
En lo peor,
          la tormenta dormida pegada al muro. La montaña, el guijarro que amortaja la montaña.

 
Cuando cae la noche, múltiples países de sombra cubren la ruta inútil.
He construido un verano en pocos días, sobre mis manos, sobre la tierra.

De En el calor vacante (1961)
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ANDRÉ DU BOUCHET (París, 1925 - Truinas, 2001) vivió en Francia hasta la invasión alemana de 1940, año en el que se exilió en EEUU con toda su familia. Allí cursó estudios universitarios y se convirtió en profesor en Harvard. De regreso a Europa, escribe crítica literaria y de arte mientras compone la que será su obra mayor: Dans la chaleur vacante (1961), influido por Mallarmé, Reverdy y Char. Funda con Bonnefoy y Dupin la revista L'Éphémère y traduce a Hölderlin, Mandelstam y Celan, entre otros. Sus obras más importantes, Ou le soleil (1968), La couleur (1976) y L'Ajour, reflejan una poesía áspera, acuciada por el vacío con la que «afronta la desnudez abrupta de la materia». Sus frases incompletas, que emergen de la nada para volver de nuevo a la nada, reflejan insatisfacción e indiferencia. Precursor de un cierto minimalismo, temas como el sol, el glaciar, los muros y la dificultad del obstáculo parecen acordes con su idea de desasosiego en tiempos de angustia y desamparo en los que vive el ser humano. A pesar de su relevancia (Grand Prix National de la Poésie en 1983 al conjunto de su obra), no hay un solo poemario suyo publicado en España.
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    TRADUCCIONES

    El Coloquio de los Perros.
    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856

    ANTOLOGÍA PALATINA
    1. ANACREÓNTICA

    THE BOOK OF KELLS

    AL HAZMI, ALI

    ANDRADE (DE), EUGENIO 

    ANGELOU, MAYA

    BERT, BENG


    BERTRAND, ALOYSIUS

    BHATTACHARYA, DEEPANKAR

    BIANU, ZENO


    BLANCHARD, MAURICE

    BLANDIANA, ANA

    BOUCHET, ANDRÉ (DE)

    BOURSON, GILBERT

    BOUVIER, NICOLAS

    BRODA, MARTINE

    BROWN, STACIA L.

    BUZZATI, DINO

    CALVET, VINCENT

    CAPRONI, GIORGIO

    CARDOSO, RENATO F.

    CASTRO (DE), MANUEL

    CÉSAR, ANA CRISTINA

    CHAMBON, JEAN-PIERRE

    CHAVAL

    CHESTERTON, G. K.

    CONTINI, DONATELLA

    CORSO, GREGORY

    COUTO, MIA

    COUTO, MIA [POEMAS]

    DEGUY, MICHEL

    DELANEY SPEAR, SUSAN

    DELERM, PHILIPPE

    DIMKOVSKA, LIDIJA

    DOMIN, HILDE

    DOMINIQUE ANÉ

    DOMINIQUE ANÉ [OKLAHOMA 1932]

    DRUMMOND DE ANDRADE, CARLOS

    DUPIN, JACQUES

    ELIOT, GEORGE

    ESPAGNOL, NICOLE

    ESPANCA, FLORBELA

    FERREIRA, VERGÍLIO

    FOLLAIN, JEAN

    GARCIA, JUAN

    GINSBERG, ALLEN

    GONZÁLEZ LAGO, DAVID

    GOZIS, GEORGE

    HAM, NIELS

    HAUTECLOCQUE, XAVIER (de)

    HÉLDER, HERBERTO

    HEMINGWAY, ERNEST

    HIERRO LOPES, BEATRIZ

    HIGHTOWER, SCOTT

    HOGUE, CYNTHIA

    IGLESIAS, XOSÉ

    JUDICE, NUNO

    KALÉKO, MASCHA

    KANDEL, LENORE

    KEROUAC, JACK

    KHAÏR-EDINNE, MOHAMMED

    KHENSIN, SUMITAKU

    KINNELL, GALWAY

    LACERDA, ALBERTO (de)

    LAYOS, ILÍAS

    LÉVIS MANO, GUY

    LUCA, GHÉRASIM

    LUCIE-SMITH, EDWARD

    MAULPOIX, JEAN-MICHEL

    MAWGOUD, MONTASER ABDEL


    MERWIN, W. S.

    MICHAUX, HENRI

    MIERMONT-GIUSTINATI, ADELINE

    MILTON, JOHN

    MOORE, MARIANNE

    MORENO, ANNA

    NAPORANO, FERNANDO

    NERVAL, GERARD (de)

    NILO NUNES, LUIZA

    OLIVEIRA (DE), ALBERTO

    PESSANHA, CAMILO

    PESSOA, FERNANDO

    PINTO DE AMARAL, FERNANDO

    PLATH, SYLVIA

    POZZI, ANTONIA

    PRÉVERT, JACQUES

    PROUST, MARCEL

    QUINTANA, MÁRIO

    RAMBOUR, JEAN-LOUIS

    RAMOS ROSA, ANTÓNIO

    RAMOS ROSA, GISELA GRACIAS

    RATROUT, FAHKRY

    RILKE, RAINER MARIA

    RODRÍGUEZ-MIRALLES, JORGE

    SANDA, PAUL
    SCHEHADÉ, GEORGE
    SEXTON, ANNE
    SOLWAY, DAVID
    TABORDA DUARTE, RITA
    TARKOVSKI, ARSENI
    TEASDALE, SARA
    TISSOT, MARLÈNE
    TZARA, TRISTAN
    VALÉRY, PAUL
    VAN OSTAIJEN, PAUL
    VANDERCAMMEN, EDMOND
    VIAN, BORIS
    VILLIERS DE LISLE-ADAM, AUGUSTE
    WALDROP, KEITH
    WILDE, OSCAR

    HEMEROTECA
    AMARAL, ANA LUISA
    LOPEZ-MUGURTZA, JUANKAR

    CategorÍAs

    Todo
    Adeline Miermont-giustiniati
    Albert C Todd
    Alberto De Lacerda
    ALI AL HAZMI
    Allen Ginsberg
    Aloysius Bertrand
    Ana Blandiana
    Ana Cristina Cesar
    Andre Du Bouchet
    Angel Gomez Espada
    Angel Manuel Gomez Espada
    Anita Savo
    Anna Moreno
    Anne Sexton
    Antologia Palatina
    Antonia Pozzi
    Antonio Ramos Rosa
    Arseni Tarkovski
    Arturo Jimenez Martinez
    Auguste Villiers
    Aurelia Lassaque
    Aysel Aliveya
    Babu Thaliath
    Beatriz Hierro Lopes
    Camilo Pessanha
    Carlos Drummond De Andrade
    Chaval
    Cynthia Hogue
    David Gonzalez Lago
    David Solway
    Deepankar Bhattacharya
    Dino Buzzati
    Dominique A
    Dominique Ane
    Donatella Contini
    Edmond Vandercammen
    El Cementerio Marino
    El Coloquio De Los Perros
    En Las Entrañas De La Alemania Nazi
    Enrique Morales
    Ernest Hemingway
    Eugenio De Andrade
    Fernando Juliá
    Fernando Moldenhauer Ruiz
    Fernando Naporano
    Fernando Pessoa
    Fernando Pinto De Amaral
    Florbela Espanca
    Galway Kinnell
    George Eliot
    George Gozis
    George Schehade
    Gerard De Nerval
    Gherasim Luca
    Gisela Gracias Ramos Rosa
    Gregory Corso
    Guada Ruiz Fajardo
    Guy Levis Mano
    Hamid Herischi
    Henri Michaux
    Henry Wadsworth Longfellow
    Herberto Helder
    Hogue
    Isaac Lopez
    Itzel Corona Villar
    Jack Kerouac
    Jacques Prevert
    Javier Merida
    Jean Cayrol
    Jean Follain
    Jean Garamond
    Jean-louis Rambour
    Jean-pierre Chambon
    Jorge Rodriguez-miralles
    Jose Luis Fernandez De Albornoz
    Juan De Dios Garcia
    Juankar Lopez-mugartza
    Juan Manuel Conesa Navarro
    Juan Manuel Portillo
    Jules Supervielle
    Keith Waldrop
    Kris Delcroix
    Laura Mongiardo
    Laurence Bouvet
    Leonore Kandel
    Lidija Dimkovska
    Lourdes Arenas Mazo
    Lucia Uria
    Lucy Leite
    Luiza Nilo Nunes
    Luz Ayuso
    Manuel Angel Gomez Angulo
    Manuel De Castro
    Manuel Puertas Fuertes
    Marcel Proust
    Marianne Moore
    Marie-claire Bancquart
    Mario Quintana
    Marlene Tissot
    Mascha Kaleko
    Maurice Blanchard
    Mawgoud
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