El cementerio marino |
PAUL VALÉRY (Sète, 1871 - París, 1945). Alguien a quien sus padres llaman Ambroise-Paul-Toussaint-Jules está predestinado a ser un gran poeta. A priori. Una obra esencial, escrita en decasílabos con acento y cesura en la cuarta sílaba y pensada como una sinfonía. El cementerio marino está considerada como una de las obras más importantes de la poesía francesa del siglo XX. Ofrecemos esta versión en prosa para deleite de futuros comensales de la poesía, tal y como por aquí la entendemos. |
Nadie tuvo elección
Por la tierra fluían
palabras
y las almas vestían mandiles
bañados en remordimientos y en culpas imprecisas.
Mientras la nieve prieta aclaraba la noche
los hombres tramaban trágicas farsas
para perseguir a otros hombres
este era el tiempo regio del hierro y del azufre.
Luna de acero invernal indiferente
hombres muertos abren agujeros en el sueño de tu nieve
hombres cautivos privados de ardor
tras las rejas de los barracones
forjan contigo sueños de tarjeta postal.
Han acaparado un sinfín de sonrisas serviles
para asear las plegarias
que privan al aire de su nobleza.
Este es el tiempo regio de sangre y tempestades.
Las golondrinas pasan
sin primavera en su plumaje.
Han apartado el sudor de los hombres
del destino de dar fruto a la tierra.
Muévete muévete
más lejos más inmóvil
de lo que los hombres se mueven
hacia Oeste y Oriente los rostros lucen destellos rojos
Habrá una vasta cicatriz
en el aliento de la vida
Luna de noche invernal y guerrera
luna de dulzura muerta
mi cuerpo extenuado por encima de ti
mi cuerpo extenuado de silencio
mi cuerpo extenuado de gestos sin cuerpo
y mi carne presente
y la pobreza por todas partes salvo en tu sueño.
Es verdad que las golondrinas no volverán a pasar hasta la próxima primavera.
Y hoy estoy aquí sin vida ni muerte con mis tormentos insignificantes
frente a una cantera de greda y un bosque tranquilo
A mi alrededor castañean destellos humanos
La vida ruge en la voz de sus cañones y arde arde hasta la punta de la mecha
a lo lejos a lo lejos unos chavales descienden del cielo
y yacen con el gesto roto sobre los campos minados
Y la noche los contempla
Yo contemplo la noche silenciosa y locuaz y el bosque y no desciendo del cielo
Al alba un hombre se peina el cabello rubio ante un espejo de acero
En un estuche de violín esconde una metralleta y en su agenda alguien al que abatir
Hombre asesino declarado de utilidad pública
Las mejillas de los sucesos están maquilladas con sangre
Y esta noche tras la ejecución le hará el amor a una chica.
JEAN GARAMOND
Prólogo a la edición de Images de l'homme immobile (1947)
Cada cuartilla, cada cuaderno —rebosante de escrituras tan disímiles con las que armamos aún así, en el recuerdo, una única escritura de prisionero— llevaba un apellido francés, un número de registro y la inexorable marca: la de la injuria policial del geprüft alemán. Tan solo uno, visiblemente deslizado tras la censura en el cuaderno de un camarada, había escapado a ese recuento catastral y a ese control. Estaba firmado bajo seudónimo. Lo cual habría debido orientarme para que reconociera en Jean Garamond al impresor de tantos poetas, al amigo que había llegado a ver en abril de 1940, militar con permiso, de alma belicosa, que consagró a esa guerra toda su rebeldía masculina. ¿Cómo es que no había pensado en él al instante, con esos redondelitos que separaban las estrofas en sus manuscritos, patrón de su estilo tipográfico? El hecho es que me leí sus seis poemas —que formarían con posterioridad la recopilación de Images de l'homme immobile [Imágenes del hombre inmóvil]— sin que pudiera sospechar nada. Para mí, eran como los demás: aquello que un preso desconocido había escrito allí. Pero esa voz llamaba la atención de inmediato por una inflexión especialmente vigorosa; se trataba de un lamento, pero lleno de fuerza, sin flaquezas. La aspereza del trabajo, las imágenes del mundo abandonado, la sensación del tiempo robado, falseado, de una duración ajena a la propia duración, el sonido preciso que podía envolver en la tundra báltica un diálogo en francés entre unos cuantos camaradas reunidos en la obsesión del pasado —yo veía en ellos la vida cabal de los prisioneros, tan real, prendida con tal seguridad por las palabras, que tuve al fin la certeza de que ese mundo inimaginable para nosotros había dejado de resultarme absolutamente extraño, y esa otra certeza de haber oído la palabra de alguien que apreciaba su peso y valor como nadie. Más tarde, envié mis cuatrocientos manuscritos a Pierre Seghers. Él estaba trabajando en sus Poètes prisonniers [Poetas prisioneros] y me respondió sin tardar: «El mejor es Jean Garamond. Pero, ¿quién es?». Meses después, una vez publicados los poemas, antes que otros muchos lectores, fue Louis Gillet el que me hizo la pregunta: «¿Quién es ese Jean Garamond, del que ha publicado usted poemas tan hermosos?» ¿Quién era?
Entre tanto, gracias a las pesquisas realizadas a partir de un mensaje rodeado de misterio y sin que su nombre fuera desvelado por el riesgo que suponían las represalias de un kommando disciplinario, pudimos, Pierre-Jean Jouve, Pierre Courthion y un servidor, presentar los textos de Garamond dando a colegir, al menos a sus amigos, su verdadera identidad.
Hoy en día, todo eso es pasado. Garamond ha regresado, se ha reencontrado con su taller, sus vitelas, su rotativa, y se ha vuelto a poner manos a la obra, prosiguiendo su labor de gran artesano en este mundo de cambios en el que durante su expatriación se han ahondado tantas ausencias. Lo que cuenta hoy es esta poesía del Homme immobile, que nació en el exilio, pero que sobrevive al exilio; porque, tanto o mejor que ninguna otra, expresa el sufrimiento del cautiverio (yo solo la relacionaría con los poemas de Jean Cayrol, cuya experiencia distinta la marcan los campos de exterminio), la poesía de Garamond es mucho más que una crónica histórica. A través de la gracia de un poderoso lenguaje poético —y porque, por encima de todo, ese infortunio del prisionero de 1940 es tan penetrante que se convierte en el infortunio esencial del ser humano—, esta poesía no ha perdido nada de su autenticidad, pese a esa caída en el pasado de los acontecimientos que comentaba. Antes al contrario, al releerla ahora, dos años después de que los campos hayan soltado su presa, percibo en ella una presencia más sólida, una verdad más innegable de la que haya poseído jamás.
Se me revela así como una victoria lograda por la palabra humana sobre las perversas fuerzas que intentaban, y lo siguen intentando, asfixiar al ser humano. No porque exprese con claridad ese rechazo o una esperanza, no porque Garamond haya querido oponer a esas amenazas su fidelidad a una creencia consciente o las afirmaciones de una vida interior más robusta que esa que pretende agotar sus fuentes. Sino, precisamente, porque esta poesía se impone a los demonios en la misma medida en que renuncia a toda arma en contra de su tarea: por el solo hecho de formular lo que es, el peso del mal, el poder de las pasiones enemigas, la profundidad del desamparo y, asimismo, frente a esos monstruos de la desazón, la invencible resistencia del hombre habitado por las imágenes de su memoria, llevado hacia un futuro por el movimiento espontáneo de su deseo.
Hubo hombres que regresaron cargados con todo el sufrimiento padecido, abrumados por creerlo en vano, con el sentimiento destructor de haber perdido solo años que habrían podido ser dedicados a la luz, al amor, a la belleza del mundo. Y nosotros no osamos alzar la voz contra su testimonio, no nos sentimos con derecho a luchar contra su tristeza o a cuestionar lo que habrían de decir sobre la crueldad o la bajeza de sus verdugos y de los cobardes. Raros son aquellos que al regresar de esas mismas soledades, resurgiendo del mismísimo infierno, se atreven todavía a creer en el ser humano y no quieren que, por delante de nuestros pasos, el horizonte entero sea definitivamente sellado como el tragaluz de un calabozo. Jean Garamond forma parte de ese testimonio contra la desesperanza. Su evolución poética nos lo demuestra de manera ejemplar.
Recordemos sus poemas previos a la guerra. En ellos, todo era discontinuo, brusquedad en la aparición de sus imágenes, sedimentos de un gran juego, como si una catástrofe inevitable viniera, una y otra vez, a arruinar la oportunidad presente de un discurso coherente. Nunca había un movimiento continuo capaz de reunir en ellos los súbitos relámpagos surgidos de la noche del ser; nunca el esbozo de sus líneas llegaba a equilibrar la estructura del edificio; apenas se combinaban, cuando se las veía resquebrajarse. Los poemas del stalag no se asemejan ya a esas confesiones previas de la dispersión interior a partir de las cuales se traicionaba una conciencia deliberadamente intermitente y un ser reticente a toda coherencia. En su campo de trabajo, cuando se rompía con dureza el espinazo entre sus camaradas, Garamond escuchó con parsimonia sus lentos monólogos, y se puso a hablar como uno de ellos, del exilio, del pasado perdido, del futuro improbable; pero precisaba, para expresar esas simples preocupaciones humanas, del regreso a una palabra sostenida. Sus cantos, en lo sucesivo, se convertirán en verdaderos cantos que participarán tanto de la elegía y como del salmo, con un tono a la vez cotidiano y bíblico. La imagen, siempre tan intensa, contundente, golpea como un puñal, pero se engasta ahora en el vasto ritmo de un lamento que, en ocasiones, adquiere la monótona sugerencia de una letanía susurrada a media voz, y en ocasiones se agranda hasta las proporciones de un hecho mayor que la miseria de un solo individuo. No conozco poemas de cautiverio que se aproximen tanto al corazón de los seres humanos, y en los que consecuentemente las desgracias del prisionero afloren con tanto parecido a las desgracias comunes de cualquier individuo.
Jean Garamond no ha renunciado a nada, ni a la búsqueda ni al lenguaje de la poesía de ayer, pero a través de la fuerza temible de los infortunios que lo volvieron a plantar brutalmente entre sus hermanos humanos, fue impelido a abandonar el mundo de las intermitencias y de la conciencia discontinua. Para afrontar la aplastante fatiga, la separación, la injuria de los tiranos, la tortura del tiempo inmovilizado, no servía de nada recurrir a un ser disperso. Fue preciso reunificarlo, acercarse al núcleo y a su código. En el crisol de su reclusión, la unidad de la persona se refundió, a pesar de las dudas y de sus secuelas. Y un poeta renovado nos vuelve a enseñar que las palabras graves y sencillas, las palabras cotidianas, expresan mucho más acerca de nosotros mismos que las prospecciones y las disecciones de una época devastada por la psicología, mucho más que los raros vocablos metamorfoseados por los secretos propósitos del hermetismo.
Ese prisionero que habla en sus poemas es usted, Jean Garamond, y somos nosotros mismos, cada uno de nosotros. Usted orienta su mirada hacia otro tiempo, y nosotros sabemos que han mutilado para siempre una parte del ser que fuimos, y también, como usted, que seguimos siendo fieles a lo mejor de esa juventud que nos arrancaron de las manos. Por esos lugares, usted andaba al acecho de indicios y de buenas nuevas, le pedía a sus manos asesinadas que le devolvieran la confianza arruinada; y también nosotros estamos al acecho, con obstinación, a la espera de una aurora en la noche prolongada, listos para descifrar en todas sus formas el anuncio de este maravilloso mundo sensible con el que tanto nos han engañado pero que ha seguido manteniendo sus promesas. Usted ha hablado de las noches —noches salvadoras—, ha hablado de unos ríos y de unos caminos que ante nuestros pasos, como ante los sueños del cautivo, siguen manteniendo abierta la senda que lleva a una Tierra prometida. Usted nos confirma que el tiempo en el que estamos recluidos se aventura hacia esa libertad poderosamente clavada en nuestros corazones. Y, como poeta, por su sola poesía, usted declara que un día llegará en el que la palabra de los seres humanos cambiará. Su mensaje sin dulzura es palabra ennoblecida de fraterna amistad.
GUY LÉVIS MANO (Salónica, 1904 - Vendranges, 1980). Conocido también bajo el pseudónimo de Jean Garamond, Mano, poeta de origen judío sefardí, llegó muy joven a Francia, en donde se instalaría hasta su muerte. La extrema discreción de su familia y amistades ha hecho que poco haya trascendido de su vida privada, y menos aún de su paso por los campos de trabajo alemanes durante la Segunda Guerra mundial, en la que fue movilizado en septiembre de 1939 como sargento de artillería y hecho prisionero con toda su compañía en 1940. Su tránsito por varios stalag, quizás por indisciplina, rechazo al trabajo forzado o tentativas de evasión, termina en 1945 cuando es liberado por los ejércitos soviéticos y repatriado. Su esmerada labor como tipógrafo y su conocimiento de la lírica clásica hizo de él uno de los mejores editores de su época. Sus poemas, sobre todo a partir de 1939, reflejan con precisión y luminosidad la amargura del cautiverio y nos remiten al mejor Villon o a nuestro romancero, no en vano fue traductor de Lorca, Manrique, Góngora o Juan de la Cruz, entre otros. Sus escritos de 1942-1945 fueron publicados en 2013, en edición facsímil, por la editorial Folle Avoine. La traducción de su estupendo prólogo, firmado por André Béguin, sirve de presentación a dos inéditos en nuestro idioma. Traducción y nota: Manuel Ángel Gómez Angulo |
EL REINO DE LOS TOPOS Labré una parcela de desolación, viejo almanaque, en donde cardenales y verdugos prensaban los racimos del sufrimiento. Las cepas sin viñedos dibujaban nuestra miseria. Labré un terreno de fiera rabia. Me hundí en el odio hasta las rodillas, tracé surcos sin huella y mi vida se redujo a un manto sin rostro. Labré las peladuras violetas del recuerdo, mañanas de crueldad, el barro de las viejas sentencias y de las homilías, la grama y las espinas y todos los sueños que colgaban de los ganchos bestiales de mis rencores. El vómito de la noche endulzó mi cuerpo fatigado. LA CONQUISTA DE ARGELIA Aquella noche de diciembre, quise penetrar en la ciudad extranjera. Ráfagas de flechas recortaron mi silueta sobre sus muros con susurros de clavecín y de destellos amarillos. Peces transparentes, que atravesaban mis ojos atentos, se colgaban sonrisas de sus mandíbulas fosforescentes, los tiburones de la dicha resbalaban por la nieve, mujeres de cristal reían en la espesura de las murallas. Me encontré, cabiro, en las entrañas de la ciudad y construí caminos ardientes. Vencedor de Teseo, mi hambre descubrió las caballerizas soleadas de las profundidades, en donde reuní mis caballos para una razzia entre fantasmas. Surgimos en cascada por la tierra fría de los muertos – los dientes de los muertos trituran la únicas olivas cálidas que dan aceite en verano. Los fuegos danzantes de nuestros vivaques en los manantiales helados, la corona real de las fieras del Atlas, el círculo de sus ojos, dije, fueron constelaciones en nuestro sueño. Pues hemos dormido, sí, hemos dormido, ¡y en qué plumón de espanto! Las ramas se balancearon como un abanico en las manos del desierto, la última humareda expirante permaneció inmóvil y rosa como una estatua al alba, y los tigres, vacilantes, regresaron a las grietas de su soledad. | EL CAMPO DE NABOS Que el vuelo de los cuervos se extienda sobre un acre de tierra fértil, el acre amor de Jean-Arthur es un bloque de mármol en el fondo de un pozo. Lacenaire canta en el patio y ofrece su sombrero a las deyecciones de las flores. Que esa fanfarria de crímenes nuevos estalle en el cielo de los estandartes, es el viento que titubea en los vientres abiertos, es la vieja y su viejo, los oficleidos rotos y su válvula del revés en el gaznate, es la madre y su hijo recién nacido. Que el barro cante, que la bazofia monte a caballo, que nuestros Maquiavelos abran la boca en un vuelo nupcial de moscas verdes. Llegó el libertador con las manos abiertas, para rodearse al instante de una camarilla de saco y soga. CATORCE DE JULIO Cuando reconstruyamos la ciudad, nosotros escogeremos las piedras. Las escogeremos bien, y encerraremos un ojo azul en cada una de ellas. Encerraremos un ojo de junio en nuestras fronteras. En la tardes de fuerte viento, la voz del prisionero atravesaba la ciudad, los cantos de libertad atravesaban las bocas cerradas y, sobre cada piedra, se alzaba una serpiente, se alzaba un guerrero, un destello en el esplendor del viento. Una Europa en harapos danzaba sobre las espadas. Un viento de acero segaba las cosechas. En nuestras manos alzadas, espigas sangrantes, en nuestras manos encendidas, sangraban los corazones de nuestras princesas. Sangraba el sol de nuestros deseos, sangraban nuestros hocicos embadurnados, nuestros hocicos hundidos en racimos palpitantes, sangraban nuestras caras de hiena, nuestras garras y nuestras esperanzas arrancadas a sus pechos de porcelana. |
MAURICE BLANCHARD (Montdidier, Francia, 1890-1960). Fue marino, aviador, inventor, ingeniero aeronáutico, resistente y poeta. Abandonado por su padre, trabajó desde su infancia en el extrarradio industrial parisino. Con dieciocho años, marchó a pie hasta Tolón para enrolarse en la marina. Fue el inicio de un recorrido autodidacta que lo convertirá en un experto en física y matemáticas, al tiempo que estudiará filosofía y aprenderá griego, latín, italiano e inglés (tradujo algunos sonetos de Shakespeare). Durante la Gran Guerra, combatió como piloto de escuadrilla, uno de los pocos en sobrevivir a esa experiencia. Posteriormente, fascinado por el surrealismo, se decantará por la poesía como medio de expresión artístico. Hasta la Segunda Guerra Mundial, a cuyo final es condecorado con la Cruz de guerra, no empieza la redacción de su diario. Considerado por sus amigos (Char, Éluard o Michaux) como uno de los elegidos, su reducida obra, llena de nervio militante, circuló casi en exclusiva entre unos cuantos allegados. En ella se observa especial énfasis no en el deseo de trascender, sino en el de cicatrizar esa cruel y profunda herida de orfandad y explotación. Leer a Blanchard es leer a un formidable poeta, a un diamante en bruto, infravalorado e inédito en nuestra lengua, que desde lo surreal, alcanzó ese punto de belleza transparente solo al alcance de los grandes. |
Al mentiroso a los ladrones al delincuente
Y sonreír a sus malvadas concubinas
Al despedirme me avergüenza su sonrisa
Mirar en sus ojos anémicos
Oír cómo resuena el cobre
Cómo se agranda en la ventana
Una marcha lejana de guerra
Bayonetas que siguen a otras bayonetas
Partiremos de aquí para siempre
Ahí están los trenes y el silencio
Los puentes la hierba las torres
El azul cotidiano de los ojos
El río
El rugido de las montañas su eco
Y la bala tirada a quemarropa
(1938)
Me queda poco aire y poco pan
Si pudiera quitarme de los hombros
Esta camisa helada
Rellenar mi garganta de cielo luminoso
Alargarme entre dos océanos
Acostarme a tus pies en una carretera
Como la estrella de un grano de arena
En la arena estrellada
Y sobre ti dos alas
Se elevaran de flor en flor
Podrías asomar primero
Y entreabrirme tu grandeza
Gigante podrías desplegar
Tu gran libro sobre el verano
Y escribirme en la lengua
Tu nombre
Entonces prendería fuego bajo tus pasos
Y para siempre me perdería en la arena
(1960)
En la tierra también me alimentaron
Ponle sopa agria
Y vacía los restos en el cubo
Todo tiene su plazo y su final
Y sin embargo fui amado
Una dijo hasta siempre ante el altar
Otra descansa bien en su ataúd
Y la tercera en otros corazones
Añade el eco
Risas gotas de lágrimas
Yo soy deudor
No pido nada
(1977)
ARSENI TARKOVSKI (Elizavetgrad, 1907 - Moscú, 1989). Padre del cineasta Andrei, Arseni Tarkovski nació en el seno de una familia ucraniana de lengua rusa. Educado desde su infancia en círculos intelectuales, estudia literatura y colabora en una revista oficial que le permite codearse con escritores consagrados y conocer a su primera esposa. En 1939, inicia una relación con Marina Tsvetaeva, que acaba de regresar de Francia. En 1942, movilizado como corresponsal de guerra y herido de gravedad en el frente, le amputan una pierna. Su obra siempre revelará tanto esa cicatriz incurable como el trágico suicidio de su compañera. Tras la guerra, traba amistad con Anna Akhmatova, que le brinda su ayuda y apoyo. Acmeísta, algo alejado de Pasternak, sigue una línea estética más acorde con Mandelstam. Fuerza moral e independencia son dos características propias de una poesía de raíces románticas que no reniega de la filosofía y en la que influye poderosamente su labor como traductor, en especial de poemas orientales. Tarkovski empieza a publicar tarde, en 1962, tras años de maduración y el labrado continuo de sus versos; puede que también por un excesivo celo en la defensa de su escritura ante la larga y onerosa presencia de Stalin. En 2013, la editorial Fario publicó en Francia una antología titulada L’avenir seul, de la que se vierten a nuestra lengua estas tres joyas inéditas —gracias a Ruslan Chupin, sin cuyo concurso esta traducción no habría sido posible—. |
La encrucijada. Y a la izquierda, bajo un césped de trébol y amelga, las sepulturas de un cementerio; a la derecha, un patíbulo suspendido que pide limosna, como un manco, a los que pasan.
*****
A aquel que, muerto desde ayer, los lobos le desgarraran la carne del cuello en jirones tan largos, que se diría adornado aún para el desfile con su mechón de cintas coloradas.
Cada noche, en cuanto la luna palidezca en el cielo, esa carcasa volará, montada a horcajadas por una bruja que la espoleará con el hueso picudo de su tacón y el cierzo soplando el órgano de sus flancos cavernosos.
Y si hubiera a esta hora taciturna un ojo desvelado, abierto en alguna fosa del camposanto, de súbito se cerraría, por temor a ver un espectro entre las estrellas.
La misma luna guiña un ojo y apenas le brilla ya el otro para iluminar, como una vela flotante, a ese perro, vagabundo enjuto, que lengüetea el agua de un estanque.
I
Un centinela se pasea a lo largo de la muralla, mosquete al brazo, envuelto en su tabardo. De tarde en tarde, se inclina por entre las negras almenas y observa, con ojo atento, al enemigo en su campo.
II
Éste enciende hogueras al borde del foso repleto de agua: el cielo es negro; el bosque está lleno de ruidos; el viento empuja el humo hacia el río y murmura lamentos en los pliegues de los estandartes.
III
Ninguna trompeta turba el eco: ningún canto de guerra alrededor de las fogatas. Se encienden fanales en el cabecero de las tiendas de los capitanes muertos a espada.
IV
Pero aquí llega la lluvia chorreando en los pabellones, el viento que hiela al centinela entumecido, los aullidos de los lobos que se apoderan del campo de batalla. Todo anuncia lo que de extraño ocurre en la tierra y en el cielo.
V
Tú que descansas serenamente en el lecho de la tienda, no olvides nunca que, quizás hoy, sólo faltara un dedo para que tu corazón fuera atravesado.
VI
Tus compañeros de armas, caídos con coraje en primera línea, compraron con su vida la gloria y la salvación de aquellos que muy pronto los habrán olvidado.
VII
Una batalla sangrante ha sido librada. Ganada o perdida, ahora todo duerme, pero cuántos bravos no verán ya el día o despertarán sin más en el cielo.
ALOYSIUS BERTRAND (1807-1841). Nacido en Ceva, en el Piamonte italiano, vivió en Dijon y viajó a menudo a París, donde frecuentó los cenáculos por los que se exhibía el genial Hugo. Su breve existencia, repartida entre la imprenta, el comercio y el periodismo, no le otorgó gloria en vida, si bien ha merecido un sitio en el panteón de las letras por inventar un género nuevo: el poema en prosa. Siguiendo a Chateaubriand y anticipándose a los simbolistas, escribe el Gaspard de la Nuit, libro póstumo, con la mente atenta a las estampas de Rembrandt y Callot, un ejemplo más de la estrecha relación entre poesía y pintura. Pintó paisajes y sentimientos de un romanticismo aún fresco, impregnado en luz negra y, junto a Nerval y Ducasse, fue el talento oculto del XIX que inspiraría a los surrealistas. Creador de sombras chinescas, evocador del Medievo con una lengua rebuscada rica en imágenes y sonoridades embrujadoras, la libertad de estructura y el ritmo particular de su prosa no le impedirá alcanzar la condensación preci(o)sa de la que hablaba Mallarmé. Estos dos poemas pertenecen a las piezas sueltas de su carpeta personal no incluidas en la primera edición del manuscrito: un aguafuerte “goyesco” y un grabado sobre las miserias de la guerra. |
RELIEVE Hoy habla la lámpara ha tomado un color violento todo estalla y llamea y sirve incluso las migajas veo el platillo blanco sobre la mesa moldeado en el aire la verdad muerta tan fría ahora viva sin pausa y a voces. De En el calor vacante (1961) | Cuando dije carbón quise decir invierno quería decir eso en torno a la borrasca la tos las contusiones todo está posado como una herida el plato inmóvil los objetos nacidos de las manos abriéndose en el fondo de un aire que cuece. De O el sol (1967) |
DEL BORDE DE LA GUADAÑA I La aridez que desnuda al día. Mientras la tormenta anda de un lado a otro, de un lado a otro. En una senda, que a pesar de la lluvia, seguirá seca. La tierra inmensa se derrama, y nada se ha perdido. A la herida en el cielo, el espesor del suelo. Doy vida a esas rutas y a sus encrucijadas. II La montaña, el día bebe de la tierra, sin que el muro se mueva. La montaña como una falla en el aliento el cuerpo del glaciar. Las nubes vuelan bajo, a ras de la cañada, alumbrando el papel. No hablo previo a ese cielo, a sus heridas, como una casa sometida al aliento. He visto al día estremecerse, sin que el muro se mueva. III El día despelleja los tobillos. Postigos bajados y en vela, en la blancura de la pieza. Tardío apunta el blancor de las cosas. Camino recto hacia el día turbulento. |
RUDIMENTOS 5
En lo peor,
la tormenta dormida pegada al muro. La montaña, el guijarro que amortaja la montaña.
Cuando cae la noche, múltiples países de sombra cubren la ruta inútil.
He construido un verano en pocos días, sobre mis manos, sobre la tierra.
ANDRÉ DU BOUCHET (París, 1925 - Truinas, 2001) vivió en Francia hasta la invasión alemana de 1940, año en el que se exilió en EEUU con toda su familia. Allí cursó estudios universitarios y se convirtió en profesor en Harvard. De regreso a Europa, escribe crítica literaria y de arte mientras compone la que será su obra mayor: Dans la chaleur vacante (1961), influido por Mallarmé, Reverdy y Char. Funda con Bonnefoy y Dupin la revista L'Éphémère y traduce a Hölderlin, Mandelstam y Celan, entre otros. Sus obras más importantes, Ou le soleil (1968), La couleur (1976) y L'Ajour, reflejan una poesía áspera, acuciada por el vacío con la que «afronta la desnudez abrupta de la materia». Sus frases incompletas, que emergen de la nada para volver de nuevo a la nada, reflejan insatisfacción e indiferencia. Precursor de un cierto minimalismo, temas como el sol, el glaciar, los muros y la dificultad del obstáculo parecen acordes con su idea de desasosiego en tiempos de angustia y desamparo en los que vive el ser humano. A pesar de su relevancia (Grand Prix National de la Poésie en 1983 al conjunto de su obra), no hay un solo poemario suyo publicado en España. |
En la cocina, el trajín se hace un poco más ruidoso, indicio de un nerviosismo en aumento. Un segundo embate del ‹‹¡que se enfría!›› se torna insistente. Venga, que alguien tome las riendas, yo no puedo estar en todas partes, si persistís en la expectativa vais a estropear todo vuestro placer y todo mi trabajo. Es lo que se oye, aunque no se diga.
Entonces, una de las personas se decide a servir segundos antes de que el anfitrión o la anfitriona vuelvan a sentarse. Tomad también ensalada. Aparentemente bonachona, la puesta en escena no está por ello menos calculada con infinita precisión. Las órdenes y las obediencias se disparan siempre hacia los confines de lo soportable y de la armonía.
Que se enfría. En el fondo, es una reflexión sobre el principio mismo de la cocina. Horas de preparación para unos minutos de degustación. En el restaurante, esta alquimia en tanto es abonada se deshace. Pero en lo íntimo, compartida, la gratuidad es más sibilina. Insistir demasiado equivaldría a dejar la etiqueta del precio en el regalo. Pero el primer ‹‹que se enfría››, que querría justo ser oído como un no os ocupéis de mí, ya voy, esconde también una petición de respeto por el ceremonial culinario. Os he dado tiempo, el único presente de valía. No me obliguéis a recordároslo.
Más allá de la voluptuosidad aparente o real, todos los ‹‹excelente››, ‹‹está delicioso›› que volarán enseguida traducirán un ínfimo matiz de remordimiento que sólo disipará realmente la parada definitiva: ‹‹¿Me darás la receta?››.
Ya que no se trata al fin y al cabo de jerga política, es el entrevistador el que, en su gusto por la exclusiva o la exageración, impone ese recurso al estereotipo. El tenista es sincero cuando engarza tópicos como perlas: no hay cuadro fácil, todos los jugadores son peligrosos en una fase final de Roland Garros y esas cosas.
Ir partido a partido es una variante más bien refrescante de ese discurso convenido. La frase recuerda oportunamente que, más allá de las apuestas, el tenis es también un juego, que cada partido es una obra de teatro a la que hay que considerar como un todo y no como el eslabón de una cadena. También hay – y tal vez sea ya una fisura – el deseo expreso de regresar a un placer original que el conjunto del profesionalismo contaminó un día.
Porque esta frase dice extrañamente lo contrario de lo que quisiera decir. ‹‹Hay que ir partido a partido›› significa que anhelamos que haya varios así y que, por tanto, lejos de tomarlos uno a uno, los abordamos con la perspectiva de un torneo grande y en la progresión o regresión de una carrera. Ese tono filósofo y razonable posee la evidencia de una paradoja. Por supuesto, sueño con llegar hasta el final, pero simulo no mirar más allá.
Algo así como creer en la posibilidad de contrariar la mala suerte invocándola, ansiar escapar al sistema en el mismo instante en el que el sistema te cerca ineluctablemente. No hay momento para saborear la victoria, de repente esta entrevista bajo la mirada de las cámaras, de repente esta proyección en la continuidad del torneo: usted jugará mañana en la Central. El presente está en el futuro, sin que él pueda evitarlo. No es él quien va. Son los días los que van. Los partidos. Uno tras otro.
PHILIPPE DELERM (1950) nació en Auvers-sur-Oise, a una treintena de kilómetros de París. Su labor como profesor de literatura francesa en varios institutos de secundaria tal vez influyera en un tipo de escritura sencilla en apariencia que ha sido muy bien acogida en Francia y Europa. Así, casi toda su producción narrativa, atenta a la reconstrucción de instantes huidizos y a la intensidad de las sensaciones de la infancia, ha sido publicada en nuestra lengua. Destacan La siesta asesinada, Está bien y Llovió todo el domingo. Los dos inéditos traducidos pertenecen a su Ma grand-mère avait les mêmes [Mi abuela tenía los mismos], pequeña incursión por el reverso a veces provocador de los tópicos y de las frases hechas, publicada en 2008 en la línea de su entrañable El primer trago de cerveza y otros placeres de la vida. |
TRADUCCIONES
El Coloquio de los Perros.
Revista de Literatura.
ISSN 1578-0856
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Enero 2014
AL HAZMI, ALI
ANDRADE (DE), EUGENIO
ANGELOU, MAYA
BERT, BENG
BERTRAND, ALOYSIUS
BHATTACHARYA, DEEPANKAR
BIANU, ZENO
BLANCHARD, MAURICE
BLANDIANA, ANA
BOUCHET, ANDRÉ (DE)
BOURSON, GILBERT
BOUVIER, NICOLAS
BRODA, MARTINE
BROWN, STACIA L.
BUZZATI, DINO
CALVET, VINCENT
CAPRONI, GIORGIO
CARDOSO, RENATO F.
CASTRO (DE), MANUEL
CÉSAR, ANA CRISTINA
CHAMBON, JEAN-PIERRE
CHAVAL
CONTINI, DONATELLA
CORSO, GREGORY
COUTO, MIA
COUTO, MIA [POEMAS]
DEGUY, MICHEL
DELANEY SPEAR, SUSAN
DELERM, PHILIPPE
DIMKOVSKA, LIDIJA
DOMINIQUE ANÉ
DOMINIQUE ANÉ [OKLAHOMA 1932]
DRUMMOND DE ANDRADE, CARLOS
DUPIN, JACQUES
ESPAGNOL, NICOLE
ESPANCA, FLORBELA
FERREIRA, VERGÍLIO
FOLLAIN, JEAN
GARCIA, JUAN
GINSBERG, ALLEN
GONZÁLEZ LAGO, DAVID
HAM, NIELS
HÉLDER, HERBERTO
HEMINGWAY, ERNEST
HIERRO LOPES, BEATRIZ
HIGHTOWER, SCOTT
HOGUE, CYNTHIA
IGLESIAS, XOSÉ
JUDICE, NUNO
KAKÁROGLOU, LEONIDAS
KANDEL, LENORE
KEROUAC, JACK
KHAÏR-EDINNE, MOHAMMED
KHENSIN, SUMITAKU
KINNELL, GALWAY
LACERDA, ALBERTO (de)
LAYOS, ILÍAS
LÉVIS MANO, GUY
LUCA, GHÉRASIM
LUCIE-SMITH, EDWARD
MAULPOIX, JEAN-MICHEL
MAWGOUD, MONTASER ABDEL
MERWIN, W. S.
MICHAUX, HENRI
MIERMONT-GIUSTINATI, ADELINE
MILTON, JOHN
MOORE, MARIANNE
MORENO, ANNA
NERVAL, GERARD (de)
NILO NUNES, LUIZA
OLIVEIRA (DE), ALBERTO
PESSANHA, CAMILO
PESSOA, FERNANDO
PLATH, SYLVIA
POZZI, ANTONIA
PRÉVERT, JACQUES
PROUST, MARCEL
QUINTANA, MÁRIO
RAMBOUR, JEAN-LOUIS
RAMOS ROSA, ANTÓNIO
RAMOS ROSA, GISELA GRACIAS
RATROUT, FAHKRY
RODRÍGUEZ-MIRALLES, JORGE
CategorÍAs
Todos
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Albert C Todd
Alberto De Lacerda
ALI AL HAZMI
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Aloysius Bertrand
Ana Blandiana
Ana Cristina Cesar
Andre Du Bouchet
Angel Gomez Espada
Angel Manuel Gomez Espada
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Antologia Palatina
Antonia Pozzi
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Antonio Ramos Rosa
Arseni Tarkovski
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Aurelia Lassaque
Beatriz Hierro Lopes
Camilo Pessanha
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Chaval
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David Gonzalez Lago
David Solway
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Dominique A
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El Coloquio De Los Perros
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Eugenio De Andrade
Fernando Juliá
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Fernando Pessoa
Florbela Espanca
Galway Kinnell
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Hogue
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Jean Cayrol
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Jean-louis Rambour
Jean-pierre Chambon
Jorge Rodriguez-miralles
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Juan Manuel Conesa Navarro
Juan Manuel Portillo
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Luz Ayuso
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Manuel De Castro
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Marlene Tissot
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Mawgoud
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Miguel-angel Real
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Rambour
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