FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
LA TRAVESÍA DEL DESIERTO Son of man, You cannot say, or guess, for you know only A heap of broken images, where the sun beats, And the dead tree gives no shelter, the cricket no relief, And the dry stone no sound of water. [Hijo del hombre, Nada puedes decir o imaginar, ya que solo conoces Un montón de imágenes rotas donde el sol abrasa, Sin que el árbol muerto te dé sombra, ni el canto del grillo consuelo, Y sin que en la piedra seca resuene el agua.] T. S. Eliot Lil había fallecido justo después del parto. El cordón umbilical se le había enroscado al cuello como si el bebé naciera ahorcado. En el paritorio, plenamente conscientes de lo que estaba sucediendo, Lara y Leo se desgañitaron simultáneamente mientras la matrona, con el bebé en sus brazos, cortaba el cordón umbilical entre ambos. Sintió un escalofrío al recordarlo. Entró en casa intentando serenarse. No había nadie dentro. Ni su pareja ni su perro. Su hogar, salvo la biblioteca, estaba completamente desierto. Se dio cuenta de que le temblaba un poco la mano derecha. Seguía con el miedo en el cuerpo, hasta el tuétano, desde que se hubiese saltado una señal de alto. Dejó las llaves en el recibidor. Colgó la chaqueta en el perchero. En el pasillo, de camino al salón, leyó la carta enmarcada que le había enviado hacía más de tres años el doctor T. Cher Monsieur, Avec les renseignements à ma disposition, je vous confirme l’indication de la radiothérapie et notre capacité à prendre soins de Anfortas. Je vous propose de venir le mercredi 4 décembre si vous le pouvez. Je vous laisse nous préciser l’horaire entre 9h et 16h. Bien sincèrement, Docteur T. Un poco más adelante se volvió a parar para leer con nostalgia, por enésima vez, un poema enmarcado, el primero que le había regalado a su mujer hacía ya cuatro años. En aquel momento todavía no eran pareja. En una librería del Barrio Latino, que ocupaba dos plantas de un edificio situado en la orilla izquierda del Sena, había comprado uno de los sobres que se vendían junto a las cajas registradoras y que contenían poemas transcritos a máquina por jóvenes libreros. Los poemas no se podían escoger. Era obligatorio comprarlos al azar y leerlos fuera de la librería. Desgraciadamente, estaba atestada de turistas, y ya no quedaba ni rastro en ella de Hemingway, Joyce y compañía, por lo que a pesar de que la segunda planta fuese una biblioteca, y de lo reconfortante que era ver a gente joven ganándose la vida transcribiendo poemas en máquinas de escribir antiguas todo el día, no había vuelto a poner los pies en ella. El poema había resultado ser The Best Thing in the World. A pesar de que sabía que al hacerlo se iba a entristecer recitó en voz alta algunos de los versos que Lara había traducido: Verdad que para un amigo no suponga crueldad Placer para cuyo final no haya celeridad Belleza, que no sea serpentina y carezca de vanidad Se habían conocido en un mundo sin redes sociales y en el que, por sus tareas profesionales, traductora y escritor, se habían carteado durante meses antes de llegar a conocerse. Leo, no obstante, estaba sufriendo una larga sequía creativa ante la que sentía una gran impotencia. Absorto como estaba en sus pensamientos tardó en percibir el sonido de la llave girando dentro del tambor. Aunque era la única otra persona que tenía llave de esa puerta, la cadencia con la que desatrancaba el resbalón era tan característica que la hubiera reconocido con incontenible alegría entre un millón. No era la típica persona que se queda esperando con parsimonia e indolencia que se acerquen a ella, mucho menos cuando se moría siempre de ganas de verla. Se encontró en el pasillo, a medio camino, con su perro, que era capaz todavía de desplazarse con garbo y cierta agilidad a pesar de sus doce años de edad. El rabo oscilaba con idéntica precisión a la del metrónomo de un pianista, como si estuviera tocando siempre una bella sonata silente. Se agachó y acarició su cabeza, el pómulo ligeramente hundido por culpa de un tumor en el nervio trigémino que le había sido diagnosticado cuando le hicieron una resonancia magnética en Navidad, durante una de las habituales revisiones de su tumor cerebral. Lo cogió en brazos y lo besó antes de volver a posarlo en el suelo. Lara se había entretenido al colgar su americana en el perchero de la entrada y al cambiarse las botas negras, con algo de plataforma, por unas peludas y acolchadas chinelas, por lo que todavía estaba en el vestíbulo cuando Leo se encontró con ella. Parecía seguir sorprendiéndose al comprobar, una y otra vez, tantos años después, lo nervioso que se ponía cuando se volvían a ver, por poco que fuera el tiempo durante el que hubieran estado separados. —Estaba pensando en ti —al escucharlo, aún ligeramente sorprendida por haberse encontrado de repente con él, sonrió. —¿Y en qué lo hacías exactamente? —En que para mí eres una mujer sin rostro. —Hombre, muchas gracias. —Sabes perfectamente a qué me estoy refiriendo. — Sí, ¡lo sé! Hablaban sin que existiera ningún tipo de duda al respecto. Se acercaron, mirándose a los ojos, y se dieron un breve beso en los labios, que por mucho que se pudiera interpretar como un saludo protocolario entre ellos no impedía en absoluto que siguiera siendo al mismo tiempo un ademán de lo más emocionado. Desapareció el cosquilleo de su mano derecha en ese momento. No era la primera vez que Leo confesaba que se había enamorado de ella sin conocer ningún detalle del aspecto de su cara. En cuanto a Lara, aparte de estar atónita ante un hecho tan insólito, la había dejado desconcertada. Susodicha confesión, la primera vez que la escuchó, provocó que sintiera por él un inmenso afecto y cariño, que en ningún momento a lo largo de todos aquellos años se había desvanecido. Sin embargo, lo que también había sucedido es que lo considerara su mejor amigo. Escuchar una vez más su declaración de amor, que había sido sellada en varias ocasiones a lo largo de los años desde que hubiera comenzado su relación, evocó aquella red de complejos sentimientos que la habían invadido y aturdido en algunos momentos, de tal manera que su corazón pulsara aceleradamente como un eco que siguiese luchando por no desvanecerse por completo. No hizo falta que le preguntara cuál era, entonces, el motivo por el que se había vuelto, a su manera romántica, insensata y desesperada, totalmente loco por ella en un mundo en el que intentar persuadir a alguien de que es posible estar enamorado sin que medie una atracción física irresistible era como clamar en el desierto. Por muchas veces que se lo dijera, no dejaba de estar perpleja, y aprovechaba para ahondar en la explicación cada vez que hablaban del tema. Aquella vez no iba a ser tampoco una excepción: le dijo que no quería que llegase a pasar que un día ella le hablase y él no se emocionase, o que le pudiera ser indiferente la frecuencia con la que hablasen, porque no había conocido en su vida a nadie con quien le apeteciese tanto hablar, escribiese tan bien, le escuchase con tanta atención y entablase de manera tan cariñosa y profunda una conversación. Mientras caminaban por el pasillo, a pesar de que era estrecho, o quizás precisamente por eso, Leo entrecruzó los dedos de la mano derecha con los suyos de la izquierda, acabando por abrazarla antes de que llegasen al salón. —¿Qué ocurre? Su mano derecha empezó de nuevo a temblar, por lo que dejó de abrazar a Lara, levantando la cabeza que había apoyado sobre su pecho, para tratar de sujetarla con la mano izquierda. —Hoy casi me estrello. —¡Qué dices, Leo! ¿No habrás dejado de tomar la medicación? —No, no. Si los espasmos los tengo desde que hace un rato me salté una señal de stop. —¡Ahhh! ¡Pero cómo que te la has saltado! ¿En qué estabas pensando? —El martes pasado... te vi entrando al concierto de jazz en Escaques... con ese poeta pretencioso. «No sabía cómo decírtelo. No me podía creer haberte visto allí... sin mí. Allí te conocí. Fue donde leí por primera vez tu ensayo». —No estoy atravesando una buena racha. Sabes perfectamente que la tristeza me embarga. A veces me siento sola. No te estoy contando nada que no sepas de sobra. Leo se fue pronto a la cama porque al día siguiente madrugaba. El vuelo TO7751 partía del aeropuerto de Oporto hacia Orly a las diez de la mañana. No fue capaz de pegar ojo en toda la noche. Desde hacía unos meses ya no se quedaban en vela charlando hasta las tres de la mañana. Le hacía daño y lo echaba muchísimo en falta. Apenas desayunó. Cerró la maleta que había dejado hecha la noche anterior, y se aseguró de que no se olvidaba de nada: su carné de identidad, el pasaporte y las medicinas de Anfortas, los números de reserva del vuelo y del aparcamiento, el transportín y el pienso. Cuando volvió a la habitación Lara estaba llorando abrazada al perro. Se sintió como si se estuviera despidiendo de los dos al hacerlo. Se escondió detrás del quicio de la puerta intentando serenarse, sin éxito. —Ven, pasa, Leo —cada vez que le había escuchado hablar con la voz quebrada por la emoción, como en aquella ocasión, algo se le rompía por dentro. Se abrazaron, mientras Leo intentaba, infructuosamente, que no se le escurrieran las manos de sus omóplatos, donde las había apoyado. —¿Has metido las medicinas en la maleta? —preguntó Lara mientras, lentamente, se separaban. —Sí —mintió. Las puntas de los dedos de sus manos, que eran las últimas partes de sus cuerpos que seguían en contacto, se soltaron por completo. —Cógelas y tómalas, por favor. Sabes que voy a estar muy preocupada si no —prorrumpió a llorar de nuevo tapándose los ojos con las manos. Sintiéndose culpable, no tuvo valor para acercarse. Sólo tuvo reflejos para intentar destensar la situación y tranquilizarla con humor: —Sabes que no me permitirían pilotar el avión. Era difícil discernir si ahora Lara sollozaba o reía, pero era evidente que se sentía algo más tranquila. Sabía que habían llegado a un acuerdo tácito en honor al que llevaría y tomaría la medicación a las horas convenidas. Al contrario de lo que había sucedido durante sus primeros viajes en avión, ya no era necesario que le diera a Anfortas ningún tranquilizante. Se había acostumbrado a dormir dentro del trasportín durante las horas que durase el viaje. La compañía aérea no permitía ni siquiera que llegase a asomar la cabeza un momento por alguna de sus aberturas, a pesar de que cobrase por su plaza el doble del precio de cualquier otro billete. De Orly se dirigieron a su hotel habitual de Créteil en taxi. Era un hotel situado en un polígono industrial, a escasos cien metros de la clínica veterinaria, y que era frecuentado por obreros de las fábricas cercanas. Leo había trabado amistad con un joven recepcionista fenicio, Flebas, que había sido pastor de camellos en el mar de Aral hacía algunos años, y que lo había tratado como si fuese un hermano desde que hubiese llegado, hasta el punto de invitarlo a compartir cuscús con su familia en fin de año. Siempre se emocionaba al recordarlo. No había dormido nada, por lo que después de saludarlo se tumbó en la cama del hotel durante largo rato, embargado por un sentimiento nostálgico. Sabía que, muy probablemente, no volverían. La imagen del cuscús lo llevó a recordar una de sus visitas a Belleville, en el distrito XX.º de París, donde vivían principalmente descendientes de argelinos y tunecinos que se habían salvado de morir ahogados en el mar Mediterráneo y que hacían vida con sus vecinos en los numerosos bancos y plazas que abundan en aquella colina parisina en cuanto atardecía, donde las cañas costaban la mitad que en el resto de la ciudad y el plato estrella de todos los restaurantes era el cuscús, que, como se explicaba en un cartel a la puerta de uno de aquellos establecimientos familiares, era un plato comunal, preparado para ser degustado por los comensales rodeados del resto de miembros de la comunidad. Se acordó también de los dos mercaderes sirios propietarios de un bistrot en el casco viejo de Créteil, Le CM, que ocupaba un inmueble enfrente del antiguo ayuntamiento cretelino, de los que se había hecho amigo durante todos los años en que había viajado a París para alguna de las revisiones de Anfortas. No hubiera dejado de ir a aquel bistrot por comer en la mejor brasserie de París ni loco. El día siguiente iría de nuevo a visitarlos. Por la mañana, antes de ir a comer, cogieron la línea 8 del metro parisino. Creyó ver el perfil de Lara en el logotipo de la RATP: sobre un círculo verde fluye la silueta en azul de un rostro indefinido y femenino, que representa a su vez el trayecto recorrido por el Sena en París. Se bajaron en el V.º distrito. Nada más salir de la boca del metro, Anfortas comenzó a ladrar estentóreamente, mientras se dirigían hacia uno de los puentes. Al llegar a él, ante las ruinas de la catedral de Notre Dame, contemplaron el Sena teñido de un intenso color rojo. La cita era a las nueve de la mañana en la clínica Micen Vet, en el número 58 de la calle Auguste Perret. Poco antes, mientras desayunaba en el comedor del hotel, leyó en el periódico que una rotura en uno de los diques de una empresa química había contaminado los ríos, arroyos y canales parisinos, transmutando el agua en un líquido que parecía sanguíneo. De camino a la clínica no pudo evitar pensar en Anfortas mientras tiraba de él, unidos como estaban por la correa. Cuando era joven era Anfortas el que tiraba de los dos, pero ahora, ya casi anciano, había ocasiones en las que se veía siendo casi arrastrado. Los resultados de la resonancia mostraron que, aunque el tumor cerebral seguía estabilizado más de tres años después de haber sido tratado con radioterapia, el mismo tratamiento contra el tumor que afectaba al nervio trigémino había fracasado por completo. Ya era grande y su avance, imparable. Estrechó las manos de los doctores T. y S. con admiración y agradecimiento hacia ellos, ya que habían logrado que Anfortas sobreviviera mucho más tiempo del esperado, y tras informar de las malas noticias a Lara, a sus amigos franceses, y al resto de su familia, volvió a hacer las maletas para regresar a España. Uno de los escasos detalles que tenía la aerolínea hacia los pasajeros que volaban con mascota era que siempre les concedía una butaca que estuviera pegada a la ventanilla. En el vuelo de vuelta, aturdido por la nostalgia que sentía, mientras observaba por la ventanilla el mar de nubes agostadas y sin agua que se desparramaba ocultando el horizonte, rememoró imágenes de sus diversas estancias parisinas: los brumosos paseos con Anfortas por el lago de Créteil, durante los que siempre se las arreglaba para pescar alguna trucha; la búsqueda de libros clásicos en francés, otros sobre París y Créteil, y algunas joyas que fueran desconocidas para él entre las estanterías de la librería Joyen, que ocupaba una casa que había sido utilizada por un comandante de la resistencia francesa, del mismo nombre y familiar de los propietarios de la tienda, durante la Segunda Guerra Mundial, como atestiguaba una placa que estaba colocada en la fachada; el paseo vespertino durante el que se encontró en pleno Marais con una plaza que no figuraba en ningún mapa parisino: poco después una camarera de un restaurante judío de bella fachada enmarcada en hiedra le informó de que habían cambiado el nombre de la plaza unos meses antes para honrar a los cientos de estudiantes del colegio que estaba allí situado y que fueron deportados a campos de concentración nazis. A los tres meses de haber regresado Anfortas empezó a tener dificultades para mantener el equilibrio. Una semana más tarde empezó a perder el apetito. Más adelante, cuando ya no tenía ánimo para intentar levantarse, y poco después de que los veterinarios españoles que habían cuidado de él le pusieran un calmante y una inyección para practicarle la eutanasia, Anfortas falleció en su cama, abrazado a sus padres y a él. Solo les quedaba el consuelo de haberlo tratado como lo que era: un rey. Podrían haberlo enterrado en el cementerio canino de Abros, pero Lara y Leo no dudaron en que no le hubiera gustado nada estar lejos de casa, por lo que decidieron incinerarlo. Se habían separado hacía cuatro meses y, aunque no se habían vuelto a ver salvo cuando Lara iba a visitar a Anfortas, seguían hablando a diario. Mientras esperaban en una cafetería cercana llamada La Capilla Peligrosa a que pudieran recoger la urna con los restos de Anfortas, entró con aire decidido un joven poeta norteamericano al que Lara había traducido. Sabían perfectamente cada uno de los dos quién era el otro, pero aun así él se presentó. A Leo le dio la impresión de que había pronunciado su nombre como si lo hubiese hecho el ujier de la Cámara de Representantes norteamericana al anunciar la entrada del presidente de los Estados Unidos de América en la sala. De hecho, se apoltronó en la silla por si le daba por empezar a dar un discurso sobre el estado de la Unión. No obstante, contra todo pronóstico, le ofreció la mano y, cuando lo hizo, no pudo evitar recordar que había leído a un antropólogo afirmar que era un gesto amistoso que había evolucionado desde que en sus orígenes se utilizase para demostrar que no se llevaban armas. Leo no pudo evitar reírse a carcajadas. Lara lo escrutaba desde el otro lado de la mesa, por lo que se conjuró para intentar no volver a dar un gatillazo. La última vez que habían hablado sobre su obra poética no había dudado en criticar con saña que lo que más se comentase en los cenáculos literarios fuese que en sus recitales luciese con garbo una chaqueta de Prada. A pesar de que se sentía amargado y de que estaba ofuscado, no quería decepcionarla. Algo le había dicho Albert a ella poco después, aunque Leo no fue capaz de escuchar qué. Sin embargo, sí que logró observar cómo ella, justo después, erguía ligeramente la cabeza, mirándolo con ojos de carnero degolllado. Leo había descubierto con emoción que era una señal irrefutable de que se había enamorado. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que la había visto hacer ese gesto. La intimidad que se había creado entre ellos dos le permitió ser consciente, casi anónimamente, de la complicidad y comunión que existían entre ambos. Estaba claro que Albert, al contrario que él, nunca sería capaz de interpretar apropiadamente todo lo que Lara estaba pensando. Con todo, fue dolorosamente consciente de que se había egoístamente engañado a lo largo de todos aquellos años. Por mucho que se esforzase, no sería nunca capaz de llenarla. La televisión del bar, silenciada, mostraba imágenes de Las Tablas de Daimiel y las lagunas de Doñana totalmente vacías de agua. Los acuíferos, completamente secos. Los humedales, convertidos en un secarral. Los arroyos, en senderos pedregosos. No pudo evitar murmurar para sí... Muéstrame toda la soledad y el terror que pueda haber en un puñado de polvo. Salió de su ensimismamiento al oír la voz de Lara. —Fuimos al teatro el fin de semana. Al final, en ver de ir a ver Yerma fuimos a ver la adaptación de Voadora de La tempestad. Miró a través de la ventana las riberas del río, en pleno estiaje, llenas también de plantas secas y agostadas. —Leo, he escrito un poema. ¿Serás tan amable de recitarlo para mí? Me haría mucha ilusión— le entregó un cuaderno abierto por una de sus páginas. Leo lo cogió y, sin pararse a pensarlo demasiado para que no lo embargase la emoción, lo leyó en voz alta de forma pausada: A orillas del Lérez me senté y lloré, Acabé hundida en las aguas del Mitsuse Pero descendí hasta el mar después Y con el retumbar de un trueno estéril y seco Arrostré mi travesía del desierto. Un guitarrista llevaba un rato tocando algunos acordes suaves y melancólicos. De pronto, sin previo aviso, Lara se levantó y le dijo algo al oído. El músico asintió con la cabeza, interrumpió la pieza que estaba interpretando y, tras un breve intervalo de silencio, comenzó a rasgar la guitarra. Lara, concentrada, entonó con voz melodiosa y rota algunos versos de una canción que había traducido y que hablaban de pesadillas y de sueños proféticos, en los que un bebé nacía rodeado por lobos salvajes y hambrientos, y en los que anunciaba la proximidad de una riada provocada por un aguacero. Fue un momento solemne, durante el que se podía caer en trance o en un arrebato violento. Leo se quedó mirando a Lara, mientras volvía a la mesa, como si no fuera a volver a verla. —Disculpadme, por favor. Es un día difícil para mí. Voy a volver a la clínica y esperaré a que me entreguen la urna allí. Se levantó. Inmediatamente se incorporaron también ellos dos. —Leo, te acompaño, por favor. —No, no, no te preocupes. Volveremos juntos a casa, una última vez y para siempre. Se lo debo. Le ofreció la mano al poeta, mirándolo a los ojos. El joven norteamericano se la estrechó después de asentir con la cabeza. Se abrazó con Lara durante un breve instante. Notó algo extraño en el bolsillo de su chaqueta. Por inercia, intentó comprobar qué había en ella, pero Lara le sujetó la mano. —Ya lo harás después, cuando llegues a casa. Estaba tan aturdido que, incomprensiblemente, no era capaz de sentir absolutamente nada, ni siquiera en unas circunstancias tan duras y extrañas. Mientras esperaba en un banco de la sala de espera de la clínica veterinaria, al menos pudo ubicarse en el interior de uno de sus poemarios favoritos. Se veía a sí mismo como uno más de los proletariados alienados que caminan cual rebaño, sin quitar la vista del suelo, por una tierra exangüe y desaprovechada. Se odió a sí mismo por ser incapaz de afrontar el dolor y caer de una manera tan baja en la conmiseración. Caminó, con la urna entre las manos, de vuelta a casa, entre zarzales, abrojos, lotos espinosos y matorrales de acacias espinosas, que bordeaban la calle Sinaí, en la que residía. Una muchedumbre observaba en el interior de un bar cómo dos torres se derrumbaban. Una vez en casa, se encerró en la biblioteca, apoyó la urna en el escritorio, apartó con la mano la pila de libros que estaba leyendo y apoyó la cabeza sobre el tablero. Un rato más tarde cogió una cuartilla de papel, en las que solía tomar notas sobre los libros que estaba leyendo, y le escribió una carta a su hermana en la que le pedía que introdujese la urna de Anfortas en su féretro cuando falleciera, fuera cuando fuera. Tiró el resto de notas al suelo. No tenía ya ninguna expectativa por la que seguir leyendo. Si al menos fuera capaz de volver a escribir..., pero estaba seco. Últimamente sólo había sido capaz de garabatear la dedicatoria de un cuento. Cuándo se cumpliría la profecía de Madame Sosostris... Él debería haber muerto joven. Se sentía igual que Basho, que cuatro días antes de morir enfermo había escrito que sus sueños vagaban por páramos yermos. Buscó en el bolsillo de la chaqueta las llaves del coche, pero no pudo encontrarlas porque había en su lugar una pequeña caja. Al abrirla vio que había en su interior una hoja manuscrita. En los primeros párrafos había un pasaje de un cuento de Salinger que Lara había pasado a mano con su bella caligrafía. Se lo había regalado a ella hacía varios años, habiéndolo también transcrito a mano, y cambiando el nombre de la protagonista por el suyo. Susodicho pasaje era el favorito de Lara. En él su protagonista, un sensible escritor que sufre un colapso mental tras haber participado en el Desembarco de Normandía, lee una anotación que una funcionaria nazi escribió en el interior de un libro antes de que la detuvieran: angustiada, clama que la vida es un infierno. Intentando sobreponerse a su aflicción escribe en el mismo libro una frase de Dostoyevski que afirma que el infierno, en realidad, es el sufrimiento de no poder amar. El último párrafo era una nota de Lara: Me da pudor pedírtelo, porque sé que ya no tengo ningún derecho al respecto, pero quería pedirte un último favor: sé que todavía podrás hacerlo. Escribe un cuento sobre nosotros dos. Fue la matrona la que cortó el cordón umbilical. Nosotros todavía no lo hemos hecho. No hemos hablado ni siquiera sobre ello. Cómo íbamos a hacerlo si éramos nosotros los que ahora estábamos ahogándonos sin saberlo. Al menos, aunque nuestra hija no haya ni siquiera nacido, nos quedará el consuelo si logras hacerlo, y aunque no podamos evitar que nuestros nombres acaben yaciendo también en el agua, de que nuestras vidas, el tiempo que hemos compartido, no tengan que acabar convertidas en polvo pudiendo llegar a ser, en esta tierra estéril y pétrea, igual que raíces que han prendido. Así acababa la nota de Lara. Leo, con una medio sonrisa que hacía que fuera palpable la cicatriz casi imperceptible que tenía sobre el labio superior, y que había sido la única secuela que sufrió alguno de los dos al quedar varias horas atrapados entre los escombros de una torre después de un terremoto, entrecerró los ojos por el fulgor de un relámpago que arrastraba una tempestad cargada de lluvia. No hubiera hecho falta que Lara escribiese algo más. Revitalizado, se incorporó, colocó con sumo cuidado la nota dentro de la caja de nuevo (mañana mismo la llevaría a que la enmarcaran), recogió los libros, abrió las ventanas y, a la luz crepuscular de aquella cruel tarde primaveral, observó asombrado cómo su mano derecha, con la que escribía, y según las contracciones fueron parando por completo, poco a poco dejaba de temblar; abrió uno de sus cuadernos, cogió una pluma enhiesta y comenzó a escribir un cuento de nuevo después de tanto tiempo. A Groucho “Anfortas” Canareira (2010-2023) In memoriam
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NIEVE SOBRE SALAMANCA No era por pocos conocido el rumor de que, por los nevados riscos de la Sierra de Béjar, una zona montañosa al sur de Salamanca, la Cruz estaba siendo desplazada por símbolos de origen pagano desconocido, probablemente célticos, y se rumoreaba, asimismo, que tal disidencia de la Palabra Sagrada estaba ganando adeptos fuera de las fronteras de las cordilleras, en las calles de la ciudad. No era extraño incluso ver cómo aquí y allá las gentes murmuraban ocultándose tras las esquinas, tratando de confundirse con las sombras, cubriéndose la boca con las manos para que sus labios no pudieran ser leídos o sus palabras escapar, y luego, comunicado el chisme, miraban a su alrededor suspicaces, quién sabe si temerosos de ser escuchados por los oídos de la Inquisición o por miedo a esos monstruos herejes de las montañas que habían dado la espalda a Cristo. Aunque a pesar de todo aún no se había demostrado la realidad de tales nuevas, fueran estas portadoras o no de verdad, lo que sí era cierto es que comenzaban a compungirse los espíritus de los ciudadanos salmantinos. Pues los rumores, es sabido, son más contagiosos y se expanden más rápido que cualquier epidemia, y casi podríamos decir que son más peligrosos, ya que, a diferencia de una enfermedad, el rumor se alimenta de la imaginación humana, y cada boca añade o quita aquello que más le parece adecuado a su historia. ¡Pero cuántas personas mueren en una epidemia! Podrían ustedes argüir, y sería lícito. Pero yo les respondería ¿y cuántas no acabaron en la hoguera enviadas por boca de otros, apuñaladas, lapidadas, torturadas o enterradas por culpa de las palabras? Quién podrá jamás saber la cifra exacta... Y, claro está, no fue diferente el caso con los ciudadanos de Salamanca, quienes, como es natural del alma humana cuando algo le resulta misterioso y oscuro, se lanzaron a dotar y revestir a tales herejes de las montañas con los atributos más diabólicos, pérfidos y retorcidos a que sus imaginaciones alcanzaban. Prácticamente, ya no eran considerados humanos. Tal circunstancia no podía menos que convertirse en un miedo de fondo continuo que, más tarde o más temprano, podría traducirse en algún tipo de delirio colectivo. Ejemplos de esto no nos faltan en la Historia. Pero aún más grave, todo esto podría acabar resultando en un agravio al respeto y la integridad de la Santa Iglesia, incluso a un cuestionamiento de su autoridad. Se imponía, pues, la necesidad de acabar con la situación cuanto antes y de raíz. En coyunturas de este género, que salpicaban la reputación y prestigio de la Iglesia, el asunto se abordaba en dos direcciones. En primer lugar, las fuerzas de la Santa Inquisición entraban en juego para juzgar y deshacer por la fuerza la herejía que se estuviese fraguando. Con esto se conseguían dos cosas a su vez; por un lado, tranquilizar a las masas del pueblo, en cuyas miradas, bajo una lluvia de ceniza y nieve, el fulgor candente las hogueras prendidas en las plazas parecía hacer desaparecer el miedo a los herejes con la misma suavidad y sencillez que las llamas reales degustaban los cuerpos agonizantes; y, por otro lado, con la elocuencia de este ejemplo se mantenían a raya posibles nuevas heterodoxias. En segundo lugar, posteriormente era necesario escribir una refutación a la herejía, para compartirla entre letrados e intelectuales y que estos la difundieran entre el pueblo. Pues bien, en lo que respecta a esta segunda parte del proceso era previsto, por opinión casi unánime, que sería un nuevo trabajo del prestigioso fray León de Castro lo que fulminaría con gravedad profética el desvío de aquellos impíos, ya que no sería está la primera vez que dicho fraile se había encargado de desmontar herejías surgidas en la Península Ibérica. Fray León de Castro era catedrático de Griego en la Universidad salamantina y, como tal, ampliamente instruido en lo todo lo concerniente al mundo antiguo. De la misma manera, y como correspondía, era gran conocedor de los pensamientos paganos, ya fueran estos griegos, romanos o bárbaros, así como de sus subterfugios y los peligros que estos podían, o no, representar a la cristiandad, e incluso detalle de mayor importancia, en qué circunstancias tenían tales desvíos del alma y la Razón el poder necesario como para ser capaces de atraer corazones de creyentes necios y estúpidos. Fue así que fray León de Castro, anticipándose a la petición del Reverendísimo Padre, el Inquisidor General Fernando de Valdés, se volcó con devoción en la escritura de un códice donde, haciendo uso de las mencionadas dotes eruditas, refutaba, no solo aquella posible herejía en la Sierra de Béjar, sino a cuantas pudieran existir parecidas a esta en todo el suelo europeo y pusieran en duda las palabras de los evangelios. Seguro como estaba de su éxito, la pluma de fray León parecía dotada de vida propia, se deslizaba con suavidad sobre el papel hilando argumentos de tinta sobre la necesidad de la existencia divina, sobre la cualidad de atributos de Dios, sobre cómo el uso acertado de la razón y la lógica, ambas elogiadas por filósofos tanto paganos como cristianos, nos guían, inexorablemente, a la conclusión de la existencia del Dios del catolicismo... Así pues, al cabo de pocas semanas tuvo fray León culminado su trabajo. Ciertamente no le había resultado una tarea compleja, pues la experiencia le había enseñado que las herejías que realmente hacían peligrar los pilares cristianos eran aquellas que podían confundirse con la misma ortodoxia. Y esa supuesta herejía en las montañas de Béjar de la que se rumoreaba, parecía demasiado disímil de las enseñanzas de Cristo como para que realmente supusiera un peligro. Acaso una amenaza real hubiera sido el surgimiento de alguna nueva rama derivada de una de esas venenosas lacras europeas, como el protestantismo, el erasmismo o, ¡el Señor nos libre! de un nuevo judaísmo..., los cuales ya adolecían de numerosos seguidores por toda España. Culminada, pues, la obra y orgulloso de su trabajo, fue a mostrársela a Fernando de Valdés, quién, en nombre de la Santa Iglesia, habría de darle el visto bueno para su publicación. No obstante, poco duró la dicha en el pecho henchido de nuestro fraile, pues, al mostrar su nuevo trabajo al Reverendísimo Padre, este, sin apenas haberla ojeado, le dijo que, aun agradeciendo enormemente el esfuerzo, su obra ya no era necesaria, que otro manuscrito había hecho el trabajo de forma sorprendentemente elocuente. A fray León aquellas palabras le resultaron ajenas, como si no hubieran sido dirigidas a él, quizás a alguien que estuviera a sus espaldas. Pero ante la incipiente impaciencia del Padre Valdés no pudo menos que encajar tal noticia fingiendo aplomo, mas en su fuero interno sintió una honda puñalada en su orgullo. No era capaz de imaginar quién, de entre los intelectuales de Salamanca, habría sido capaz de atreverse a perpetrar ese atrevimiento, tal cuestionamiento de su popularidad, tal enfrentamiento directo a su persona... Preguntó por el nombre del admirable académico que fuera el autor de tal trabajo. Querría conocerlo y felicitarlo en persona, dijo. La respuesta fue “fray Luis de León”, nuevo catedrático de Teología de la Universidad de Salamanca, un joven y prometedor fraile jesuita proveniente de Cuenca. Esta novedad también sorprendió a fray León, que no era conocedor de que hubiera un nuevo catedrático de Teología en su universidad. Había sido encarecidamente recomendado por el anterior catedrático, respondió el Padre Valdés encogiéndose de hombros, observando sus uñas a una distancia de la cara a la que pudiera verlas bien en detalle, con la indiferencia ante los asuntos terrenales que ha de ser propia de quien es brazo ejecutor de los designios divinos. Aquel desafortunado evento, para gran irritación de fray León, hombre, como ya vamos viendo, altamente soberbio, fue solo el primero de muchos. El nombre de fray Luis era ya algo sonado en la academia por un comentario que el joven fraile había escrito acerca de las Cinco tesis sobre la existencia de Dios, de Tomás de Aquino, pero en adelante, aquel nuevo catedrático comenzó a cruzarse una y otra vez en el camino de fray León. Casi parecía obcecado en usurpar el trono de popularidad que ostentaba nuestro fraile. Parecía ser que, al igual que fray León, fray Luis era un experto en las culturas griega y romana, cuyas lenguas dominaba a la perfección, así como el hebreo. Era, además, conocedor escrupuloso de la Historia y la Teología y, no contentándose únicamente con escribir documentos académicos en tales ramas del saber, era también poeta, arte con el que era capaz de dotar a sus trabajos de una fluidez, una retórica y una belleza admirables, cualidades de las que fray León carecía, y que nunca antes había odiado con tanta visceralidad. Finalmente, una blanca y plomiza mañana de invierno hubo de ocurrir lo inevitable. En los claustros de la universidad, tuvieron ambos frailes, el veterano y el novicio, su primer encuentro. Fray Luis hablaba al estilo socrático ante un pequeño grupo de colegas de la universidad, que se habían congregado a su alrededor, acerca de los beneficios de estudiar la Biblia hebrea, para así poder compararla con la Vulgata, su traducción latina, y de esta manera tener una mejor valoración sobre la Palabra divina. Fray León, que pasaba cerca, puso la oreja y alcanzó a escuchar parte del discurso. Viendo en aquel momento, como caída del cielo, la oportunidad idónea para ridiculizar a aquel arrogante, fray León decidió interrumpir. Con una altanería mal o nada disimulada, fray León advirtió a todos los oyentes de la carga herética de las palabras pronunciadas por fray Luis, pues podían ser confundidas con el dogma del protestantismo. Traducir la Biblia era justamente lo que había hecho Lutero, y ahora Europa entera estaba escindida en dos. Además, las traducciones al hebreo eran incluso peor. Convertirse al cristianismo no era un menú de donde uno pudiera escoger aquello que más gustase, y aprender el latín era necesario. Y tras todo esto, culminó fray León que, ¡Dios no lo quisiera! pero que, con tanto hablar sobre la lengua hebrea y el antiguo testamento, quizás empezara a decirse que fray Luis fuese uno de esos “marranos” que decían haberse convertido al cristianismo, pero continuaban sus cultos judíos en secreto, y que ya algo se comentaba acerca de las raíces de sus padres... Ante tales palabras el silencio se apoderó de los jardines de la universidad. La nieve caía suavemente y los copos, una vez en el suelo, se fundían con el resto de la blancura. Todos miraban a fray Luis, expectantes a su reacción ante tales acusaciones. Este, con una inusitada expresión de calma, miraba fijamente a fray León, mas no parecía haber desafío en sus ojos, más bien parecía estar tomándose el tiempo necesario para responder con la debida elocuencia. Finalmente dijo: «Fray León de Castro, amigo mío y hombre al que admiro. Creo que, al haberos unido de forma tardía a esta, nuestra pequeña tertulia, no habéis escuchado todo lo que en ella se ha dicho, lo que os ha llevado a sacar conclusiones erradas, hermano mío. En ningún momento he mencionado traducir la Santa Biblia al hebreo. En primer lugar, porque fue escrita antes en esta lengua y, segundo, porque como vos bien decís, las Escrituras han de estar en latín, idioma de nuestra Santa Madre Iglesia. Mis argumentos eran en referencia a nosotros, los ilustrados, los que hemos de educar y evangelizar a nuestra gente. A todos nosotros, decía, nos vendría bien conocer el hebreo, así como leer y estudiar la Biblia en tal lengua. Nosotros, no el pueblo. Pues nosotros somos quienes tenemos el estudio necesario y las herramientas para no desviarnos del camino de nuestro Señor Jesucristo. Y digo esto, que aprender y estudiar la Biblia en hebreo sería bueno para la Iglesia, porque con tal capacidad por nuestra parte, habiendo entendido los matices de las escrituras de los judíos mejor incluso que ellos mismos, seremos más capaces de mostrarles su error y que la verdad está en seguir el camino de Jesús. Creo firmemente, amigos míos, hermanos, que así es como realmente conseguiremos evangelizar a los herejes y heterodoxos, pues ninguna conversión es válida si no es sincera, y no será sincera si es por la fuerza. ¿No dio Dios al hombre la capacidad de la Razón? ¿Para qué haría tal cosa, en su infinita sabiduría, son fuese para que el hombre la usase? Mi mayor deber es para con Dios nuestro Señor, y creo que el uso de nuestra razón no podría jamás ser muestra de herejía, queridísimos hermanos». Entre tales y otras palabras, el debate prosiguió sin decantarse claramente por uno de los contendientes, así como proseguía la nieve cayendo sobre las cabezas de los allí reunidos. Pero cada vez que fray Luis hablaba, las mismas cabezas asentían mostrando aprobación a su discurso. Y cada asentimiento producía, en fray León, una rabia que le coloreaba las carnes y crepitaba en sus ojos. Aquel encuentro fue, pues, desesperanzador para el veterano catedrático, que veía cómo su lugar privilegiado en la universidad y entre las gentes del pueblo llano le iba siendo usurpado, y cuyo orgullo ardía herido al ver la osadía de aquel joven. Fue entonces, aunque que pueda resultar extraño por lo tardío de tal resolución, que fray León comenzó a leer las obras de su oponente con la finalidad de hallar incoherencias en su discurso, preparar debidamente sus réplicas y, así, poder aplastar al joven fraile agustino. Sin embargo, se topó, muy a su pesar, con una realidad harto distinta. Como parecía ocurrirle a todo aquel que leía sus obras, fray León quedó absolutamente prendado de la pluma de fray Luis. Sus palabras, pulcramente escogidas cada una de ellas, se hilaban en elocuentes frases que, a su vez, se enlazaban de una forma bellísima y sumamente simple. Sus disertaciones y razonamientos se seguían lógicamente unos de otros creando una estructura firme y robusta que guiaba al lector por el camino de su prosa filosófica. Y, por último, la sublime suspicacia y profundidad de sus meditaciones eran deslumbrantes. En resumidas cuentas, fray Luis no era únicamente un joven prometedor, era un genio. Sin embargo, todo esto, lejos de abatir a fray León, hizo que la llama de su arrogancia se avivara aún más. Desde entonces, se dispuso a sobrepasar a fray Luis para superar el rencor que este le infundía. Optó por no coincidir con él en nada, escribió vastos e inextricables textos llenos de complejos silogismos valiéndose, más que nunca, de argumentos de filósofos griegos y escolásticos para reforzar sus hipótesis y trató de extender las teorías de grandes maestros del pasado como Tomás de Aquino, Escoto Eriúgena o San Agustín. Jamás la obra de fray León había sido tan prolífica. Mas una y otra vez se topaba con nuevos textos de fray Luis, a quien había llegado a considerar su némesis, cuya sutileza y elegancia se mantenían insuperables. No cabía duda de que fray Luis, aquel joven venido de Cuenca, había llegado para quedarse y, sin siquiera pretenderlo, usurpar su popularidad y reconocimiento. La inevitabilidad de tal situación quebró y hundió, finalmente, la moral de nuestro fraile. No obstante, ¡qué de vueltas pueden dar los hechos que conforman el destino de los mortales, y cómo es la naturaleza humana, que no varía entre plebeyos y eruditos! Siendo así que, como ya comentamos al comienzo del presente relato, así como las habladurías y la difamación se extienden entre las gentes del pueblo, también hacen lo propio entre intelectuales, y más aún cuando un individuo sobresale por encima de la media, pues, por desgracia, los pecados de la envidia y la codicia no son inusuales en las personas. Fue, de esta manera que, un rumor que se extendía entre los muros de la universidad llegó a los oídos de fray León cuando más abatida se encontraba su alma. Decían que fray Luis tenía una prima entre las Carmelitas descalzas, en el convento de Sancti Spiritus, la cual no sabía latín y que, a petición de esta, el joven catedrático estaba, en secreto, transcribiendo al español un texto bíblico. A fray León le dio un vuelco el corazón al enterarse de aquella noticia. ¡Traducir la biblia del latín al alemán había sido el sacrilegio cometido por Lutero! Y la Reforma protestante era la mayor herejía contra la que se enfrentaba la cristiandad. Fue entonces que comenzó a gestarse el germen de una venganza en el corazón de fray León, pero necesitaba pruebas fehacientes. Aquella noche, pues, cuando la universidad estaba vacía, fray León volvió. Recorrió los oscuros pasillos del edificio hasta llegar al despacho de fray Luis. Pasó horas fisgando entre los libros y manuscritos del fraile agustino hasta que dio con unos papeles no escritos en latín. Leyó y su rostro se iluminó aún más tras el candil que portaba frente a sus ojos. Era, sin lugar a dudas, un fragmento del Cantar de los Cantares, del Antiguo Testamento. Fray León casi saltó de alegría al descubrir aquello. «Hereje, hereje» susurraba sin poder contener su júbilo. Se guardó en la túnica varios de los papeles que conformaban el escrito y, tras dejar todo como lo había encontrado, desanduvo en silencio el camino recorrido. A la mañana siguiente, se encontraba fray Luis dando clase a sus alumnos, como de costumbre, cuando la puerta de la clase se abrió de par en par con virulencia y entró un grupo de inquisidores. Tras ellos estaba nada menos que el Reverendísimo Padre Vives. Ante la sorpresa de los alumnos y el resto de los catedráticos que habían seguido al grupo de inquisidores y se encontraban al otro lado del umbral, el Padre Vives pronunció las siguientes palabras: «Fray Luis de León, quedáis arrestado, en nombre de la Santa Inquisición, por herejía, por haber traducido sin permiso y en secreto textos bíblicos que jamás deben ser mancillados con vocabulario profano. Ahora debéis ahora acompañarnos». Fray Luis, sin mediar palabra, observó a sus alumnos y, seguidamente, obedeció y se retiró de la clase escoltado por los inquisidores. Juntos, acusadores y acusado, abandonaron la universidad. Al poco, alumnos y maestros fueron sobreponiéndose de su asombro y se retiraron entre murmullos para proseguir con sus tareas. En el jardín, bajo la nieve que caía del cielo, solo quedaba ya fray León, quien, por algún motivo que no alcanzaba a comprender y lejos de lo que había esperado, no se sentía aliviado por haber derrotado a su rival. Tras los acontecimientos acaecidos, alegó encontrarse enfermo y se retiró a su casa. El tiempo, imperturbable, transcurría. Pasaron las semanas y el malestar de nuestro fraile no parecía tener intenciones de abandonarlo. Sumido, pues, en una suerte de melancolía, no podía dejar de pensar en fray Luis. Releía los textos del joven fraile agustino junto con los suyos propios. Curiosamente, aquellos escritos elaborados durante el tiempo que había durado su batalla personal contra fray Luis, se le antojaron los más bellos y elocuentes que había escrito en toda su vida. Y ciertamente, tras este periodo no consiguió recobrar la vitalidad y el ímpetu que habían cobrado cuando argumentaba contra su oponente. Esta cuestión lo confundía sobremanera... Una tarde, en su casa, a la lumbre de un fuego encendido en la chimenea, fray León terminó de escribir una serie de disquisiciones sobre el “argumento ontológico” de San Anselmo de Canterbury. Tras haberlo concluido y revisado, recogió todos los papeles que lo constituían y, en lugar de ir a enseñárselos al Reverendísimo Padre, los entregó al fuego de la chimenea. Los mordiscos de las llamas lo fueron consumiendo sin misericordia, alimentándose de los argumentos trazados por la pluma de fray León con la misma vehemencia que lo hacía cuando consumía libros heréticos. Al cabo, cuando el fuego ya se había extinguido, nuestro fraile se asomó a la hoguera y observó que un fragmento del manuscrito se había salvado del fuego. Con sumo cuidado y delicadeza lo recogió y leyó lo que en él había. Era una frase que le había inspirado uno de los textos de fray Luis. Al ver esto, fray León de Castro sintió cómo las fuerzas lo abandonaban. Se arrodilló ante a los restos carbonizados en la chimenea y, con el trozo de papel apretado contra su pecho, no fue capaz de contener las lágrimas. LA PROFECÍA DE CARLITOS PASTILLAS Un mosaico de tiendas de campaña de colores y figuras de playmobil se distribuye entre los árboles. Muchos de los eucaliptos tienen inscritos a cuchillazos corazones con flechas y círculos con tres líneas en sus troncos. Una bandera con una pistola que dispara una rosa ondea en el aire mientras el amanecer parece llegar poco a poco. Tímidos rayos de sol empiezan a colarse en el bosque; la luz traspasa las hojas y los troncos de los eucaliptos parecen adelgazar y convertirse en hilo dental escuálido y desgastado como si de un momento a otro fueran a partirse y a mandar a la mierda a la industria papelera. Leo está de rodillas con una rama en la mano con la que escribe algo en mayúsculas sobre la tierra. Termina la tercera línea horizontal de lo que parece la letra «E» y se levanta. Se aleja unos pasos hacia atrás. Lee la frase escrita y se ríe. Da un salto hacia delante, aterriza sobre las letras y con los dos pies juntos empieza a dar vueltas sobre sí mismo como si fuera una peonza. Arrastra la suela de sus zapatillas sobre la tierra seca y una nube de polvo se levanta a contraluz. Nos vas a ahogar, compañero. No levantes la tierra sin pedirle permiso a nuestros ancestros, dice Sole mientras tira la colilla de su cigarro al suelo y la pisa con la suela de su alpargata. No parece haberse dado cuenta de lo que su amigo ha escrito y borrado. Leo la mira, se agacha para coger el culo de una botella de plástico cortada a navajazos con un puré negro dentro que parece chapapote y se la acerca a su amiga. ¿No sabes que los filtros son bio?, dice ella mientras recoge la colilla y la tira en el cenicero improvisado. No, no sabía que nuestros ancestros se alimentaran a base de alquitrán. Al culo de la botella le quedan todavía unas cuantas colillas para rebosar. Dana asoma la cabeza a través de la tienda de campaña con cara de haber dormido poco. Lleva puesto un sombrero de pescador de color amarillo que no se ha quitado desde el primer día del festival. Leo le da un beso en la mejilla y le dice que todo está bien, que al menos siguen vivos. Ella mira a Sole y esta le sonríe. Los dos amigos entran en la tienda y se tumban sobre las esterillas en línea con Dana en el medio. Ella busca una posición cómoda durante un rato hasta que la encuentra: dada la vuelta, boca abajo. Los tres amigos cierran los ojos mientras la luz del sol se cuela cada vez con más fuerza entre las costuras. Una marabunta de personas embutidas como sardinas dentro de vallas bailan, gritan y beben frente al escenario. Desde la tarima, un hombre canta: Se queres que brille a lúa / pecha os ollos, meu amore / que mentra-los tes abertos / a lúa pensa que hai sole / eu tamén choro / eu tamén choro... Craaack. Leo siente el desgarre de su pantalón en la raja del culo mientras se agacha a recoger la botella de plástico que se le acaba de caer al suelo. Se levanta, le da un trago mientras se balancea al ritmo de la música y cierra los ojos. Alguien se acerca por detrás de él e intenta meterle un dedo entre las nalgas a través de las costuras rotas. Él se aparta de un salto y se da la vuelta. Sole sonríe y le da un beso en los labios. No pasa nada, te ayudaré a coserlo, recuerda la regla de las tres erres, le dice ella al oído. Las canciones continúan una tras otra en el escenario. Un piano y unas gaitas se mezclan con música electrónica. Mujeres con caretas de carnaval bailan con una pandereta entre las manos y vestidos largos de colores ondean sobre sus caderas. El público parece cada vez más emocionado. Sole y Leo bailan sin perderse de vista el uno al otro hasta que gotas de sudor brotan de sus frentes. Aplausos y gritos. Las luces del escenario se apagan y las vallas se abren. La multitud se dispersa con calma. ¿Has visto a Dana?, pregunta ella. Estaba conmigo al principio del concierto, pero hace tiempo que desapareció, dice Leo. Empiezan a buscarla por el recinto embarrado. De la tierra brotan botellas y basura conforme los dos amigos caminan. No sabía que nuestros ancestros se alimentaran a base de plástico, dice Sole mientras se despega una bolsa que se le ha quedado enganchada en la alpargata. La única lámpara que tienen y que alumbra el lugar es la luna llena que se alza en lo alto del cielo. Sole se agacha y coge una botella del suelo medio hundida en el barro. Descubre que está casi entera, desenrosca el tapón y le da un trago después de olerla. Es likorka casero, dice. Se la pasa a Leo y él hace lo mismo. Las tres erres en una, le dice él después de limpiarse los labios con la manga de la sudadera. Reducir, reciclar y reutilizar, añade Sole entre risas. Al fondo del recinto, donde empieza el bosque, ven a un grupo de personas que parecen bailar alrededor de un fuego. Se dirigen hacia allí. Las llamas reflejan las sombras de dos chicas que parecen abrazarse un poco alejadas de la hoguera. Soledad se acerca a ellas conforme camina con pasos cada vez más rápidos. La chica que está de espaldas lleva puesto un sombrero que la poca luz de las llamas existente le dice a Soledad que es de color amarillo. Soledad se acerca por detrás y mira de frente a la desconocida que parece tener la lengua en la oreja de la chica con el sombrero de pescador. Soledad aprieta los dientes y empuja con fuerza el hombro de la desconocida hacia detrás. La chica abre los ojos e intenta mantener el equilibrio con la mirada perdida, como una niña asustada que ha sido descubierta por su madre haciendo algo que no debía. La chica del sombrero se queda paralizada como una estatua. Soledad intenta arrancarle el sombrero de pescador de la cabeza, pero la chica lo agarra y aprieta con sus dedos como si supiera quién está detrás. Soledad da tres pasos y se sitúa frente a ella. Dana tiene la cara blanca como papel de liar barato y las pupilas tan dilatadas que se puede ver la luna reflejada en el negro de sus ojos. Te estábamos buscando. Los ojos de Dana escupen el silencio de las esquelas de un periódico como respuesta. Soledad baja la mirada hacia el suelo mientras sus ojos empiezan a brillar. Da media vuelta y se acerca a la hoguera. Vámonos, compañero, le dice Soledad a Leo mientras lo agarra del brazo. Vámonos ya. ¿A dónde? ¿Qué ha pasado?, responde él ya sentado frente al fuego al lado de una chica con el pelo rosa y una grinder de plástico en la mano. Necesito hablar, dice Soledad mientras se seca las lágrimas con las manos y deja manchas de tierra sobre sus mejillas. Leo la mira y le limpia los mofletes con la mano. Es por el humo, dice ella. Por favor, vámonos. Él se despide de la chica de pelo rosa y le promete que se verán pronto, que el mundo es un pañuelo y que sus caminos se volverán a cruzar. Coge de la mano a Sole y se alejan de la hoguera juntos, con una columna de humo tras sus pasos. Ya sentada en la puerta de la tienda de campaña, Sole se lía un cigarrillo con las uñas negras. Leo le pide una calada. Sabe a tierra, dice él. Último día de festival. Los tres amigos salen a comer al pueblo de al lado para alimentarse con algo que no sean bocatas de tomate con aguacate. Leo ha insistido mucho para convencerlas a salir. Dana y Sole son veganas, así que él no tuvo otra opción que aceptar el menú impuesto cuando llegaron al camping. Sole fue la que se encargó de la alimentación cuando se dividieron las tareas el día anterior al viaje: una cesta de paja contenía la comida (pan y verduras) para toda la semana. ¿Sabéis que toda la historia del metano de las vacas que tanto contamina es una mentira inventada por la prensa y por el documental ese de Cowspirancy?, dijo Leo el primer día de festival. Es un estudio de las FAO, ¿eres tú más listo que ellos, compañero?, dijo Sole. A los pocos meses de publicarlo, las Naciones Unidas se retractaron diciendo que los datos no eran exactos y que no habían tenido en cuenta el transporte ni las fábricas de carbón ni..., insistió Leo. Tú siempre tan listo, interrumpió Dana. No quiero matar animales ni cortar árboles para vivir. En vez de comernos a una vaca, mucho más fácil es comer la hierba que come la vaca, tan simple como eso, los veganos nos saltamos un paso y listo. Ya, solo que nuestro estómago no puede digerir celulosa, respondió Leo. Digerir, no, ¿pero fumar, sí? ¿En qué quedamos, compañero?, dijo Sole. Leo bajó la mirada hacia sus propias manos, que liaban un cigarrillo. Nuestro estómago puede fumarla y leerla, digerirla es algo secundario para nuestro organismo, dijo con una sonrisa antes mirar hacia los troncos de los eucaliptos. Los tres amigos están ya acostumbrados a discutir a todas horas, desde que se conocieron con siete años en la escuela. Lo llaman «debatir» y en realidad les encanta. Ante cualquier ocasión que se les presenta y que tiene mínimamente algún tinte moral o ético, se enzarzan en un debate. Hablan siempre con rabia, con una voz estridente como la de un afilador que se pasea por su barrio gritando para que los vecinos pongan a punto sus cuchillos. Parece que se pelean por decidir quién tiene la moral más alta o por quién toma las decisiones más éticas o en fin, por qué no decirlo, por quién tiene la navaja más afilada de los tres. Ese primer día de festival, tras el debate, los tres follaron juntos por primera vez. Lo llamaron «compartir fluidos». Es una expresión que se inventó Sole; les pareció un buen término, una expresión moralmente superior a «follar». Ellas decían que era menos patriarcal que follar, más limpia, pero a la vez más sucia, más arquitectónica por crear un edificio superior, pero a la vez más anarquista por ocupar un piso ya existente. Leo dijo a todo que sí. Ahora, con el sol de mediodía en el cielo, entran los tres en uno de los furanchos del pueblo. El camarero les trae la carta y la primera palabra que entra por los ojos de Leo es «entrecot». Entrecot cortado a navajazos. Entrecot con queso roquefort y perejil. Entrecot al horno con salsa de champiñones y patatas fritas. Entrecot a la parrilla tan poco hecho que la sangre que brota del grueso filete al cortarla con el cuchillo te permite mojar tres veces pan. Ellas piden lentejas de la casa y después le preguntan al camarero si llevan carne. El hombre les contesta con una sonrisa que sí, que la receta lleva chorizo del pueblo. Ellas lo miran con cara de asco y le preguntan qué pueden comer en toda la carta que no sean animales muertos. Carallo, pues de animales vivos solo tenemos a mi gatita negra, pero no la vendo ni aunque me maten, dice el hombre. Leo no puede aguantarse la risa. Sole le pellizca el muslo a su amigo por debajo de la mesa y Dana lo mira con cara de «nos vamos de aquí». Leo niega con la cabeza de una manera éticamente correcta. Ellas le dirigen una mirada asesina al camarero. El hombre parece darse cuenta de su error y levanta las manos mientras les pide disculpas. Es una broma que hago siempre, no sabía que erais vegetarianas, lo siento, chicas. Veganas, dicen ellas al unísono. Perdón, perdón. Vale, pues tenéis... Leo anda con las dos manos sobre su barriga redonda como la de una gata embarazada. Para cerrar la cremallera de su sudadera al salir del furancho tuvo que coger aire. En la entrada del camping del festival se encuentran con el segurata. Es un hombre que se hace llamar Carlitos Pastillas y que habla como si alguien le hubiera dado cuerda por detrás a escondidas. Yo debo de tener cara de confesionario porque de verdad que todo el mundo me cuenta sus penas. Creen que porque soy el vigilante, el que se encuentra al cargo del panel de mandos, tienen derecho a contarme sus desgracias. Esto es un camping toda la temporada, no solo durante el verano para el festival, y menos los meses con erre en los que hay marisco a escandallo, aquí estoy yo casi siempre, llueva, truene o haga sol. La parte de arriba del recinto, dice señalando con los dedos una colina más allá del bosque, es para los huéspedes de larga estancia, los que se pasan aquí todos los veranos desde que murió Franco. Hay un señor en la plaza 137 que me repite todo el día que él se va a morir por una cosa o por otra muy pronto. Si no es por el virus, es por el colesterol, pero que él va a palmarla pronto. Yo luego me fumo un piti mientras leo una novelita de Stephen King y me tranquilizo un poco, pero el tipo es cansino como el hormigón armado. Tened en cuenta que lo tengo aquí todos los años. Su hija, que viene a visitarlo a veces en verano, es peor aún; siempre vuelve de noche del pueblo con un par de copitas de más y me cuenta la historia de que un novio suyo de hace muchos años se ahorcara sin querer con una corbata frente a un supermercado mientras ella compraba filetes para empanar con aceitito en casa. Una pena y todo el rollo, pero es que yo esa cara de ataúd de verdad que no la aguanto. Es lo que tiene comer carne, compañero, dice Sole mirando hacia Leo. Sí, sí, yo también tengo el colesterol muy alto. Como el huésped de la plaza 137 que me repite todo el día que él... No, si al final tienes razón, si decidiéramos todos comer hierba en vez de comer vacas que comen hierba, ya no habría vacas ni contaminación ni colesterol ni tantos eucaliptos, interrumpe Leo mientras empieza a andar. Eso es, vosotros al final tenéis que tomar una decisión. Pero no os equivoquéis, no toméis la decisión del novio de la hija del huésped de la plaza 137 que... No llevamos corbata, no te preocupes, Carlitos, dice Dana. Joder, qué majos sois. Todos los que llevan corbata son unos ladrones. Esperad que os traigo un regalito. Me caísteis bien, Dana. El hombre se da la vuelta y entra en su garita. Los tres amigos se miran y Leo les dice a ellas que mejor irse ya, que seguro que no van a sacar nada en limpio de la situación. En su vida ya se ha cruzado con demasiadas personas así. Gente que necesita la palabra «otros» para existir. Personas que regalan consejos sin que nadie se los haya pedido como si fueran el panadero del pueblo que hace la ruta todas las mañanas y reparte barras de pan por las puertas. A los vecinos que duermen demasiado, se las deja envueltas en papel de periódico encima del buzón. No importa de lo que trate la charla, una opinión siempre sale por sus bocas, y curiosamente esa opinión siempre culpa a los demás. El infierno son los otros, los ladrones son los otros, los drogadictos son los otros y las penas siempre las cuentan los otros. Personas que se sienten socorristas, que sienten que el mundo se está hundiendo y que son ellas las únicas que lo ven, por eso se tiran a la piscina con un flotador naranja. Se tiran para salvar a los otros y al llegar al agua se dan cuenta de que el océano son arenas movedizas. Las profundidades terminan por engullir al socorrista y a las barras de pan. Socorristas del desierto, así los llama Leo y así se lo cuenta a sus amigas de una tacada, con carrerilla, como si alguien le hubiera dado cuerda por detrás. Dentro de la garita de Carlitos se escuchan sonidos metálicos que parecen cubiertos. Una pequeña barbacoa oxidada se encuentra pegada a la caseta, junto a la tabla de madera hinchada y apolillada que hace de puerta. En el suelo hay carbón negro y huesos que parecen de alitas de pollo. En una esquina, una torre de capachos apilados. El hombre sale, se acerca a ellos con una sonrisa en la cara y le entrega a Dana algo envuelto en papel de periódico intentando ser discreto. Ella lo guarda en el bolsillo trasero de su pantalón como si nadie hubiera visto nada. Coge algo dentro de su riñonera y se lo da al hombre. Carlitos les hace una reverencia y sonríe. Pues eso, encontrad vuestro camino. No llevéis nunca corbata y no dejéis que ninguna os dirija ni hable por vosotros. Os doy este consejo porque yo ya soy mayor y he vivido muchas cosas en la vida. Eso es lo más importante: encontrad vuestro camino, no vuestra propia corbata, dice Carlitos a modo de réquiem gratuito que nadie le ha pedido. Esa noche, la última del festival, pasaron muchas cosas. El culo de la botella rebosó. El ácido bajó por sus gargantas. Un flotador se hundió en las profundidades. Los colores del bosque se volvieron más intensos. Los fluidos compartidos situaron a Dana en el medio. El ácido gástrico de sus estómagos digirió las papelinas. Pero lo más importante es que la culpa de todo la tuvieron los otros. L Leo llevaba varios días sin verle el pelo a su padre, y no porque su progenitor fuera calvo. Desde hacía casi un mes, su padre no había vuelto a casa todavía cuando él había ya leído sus cien páginas diarias y sus párpados comenzaban a cerrarse. Leo llegaba del colegio construido sobre la ría en el que estudiaba y, sin saber qué hacer, se sentaba solo frente a la biblioteca. Escogía libros al azar; observaba los lomos y los elegía por el color y por el tacto que tuvieran. Algunos libros los entendía. Otros, no demasiado, pero se obligaba a sí mismo a leerlos hasta el final. Nunca en su vida había dejado un libro a medias. Cuando Leo escogió al azar El Aleph por el simple hecho de que su lomo era finito y de que había un tigre dibujado en la portada, el niño de nueve años que era él solo entendió que el protagonista cortaba las páginas de los libros con una tijera antes de regalárselos a la chica que le gustaba para luego preguntarle qué le habían parecido y escucharle responder a ella que le habían encantado, sin hacer mención alguna a los tijeretazos ni a las páginas cortadas. Él no quería ser como esa chica, se dijo a sí mismo, así que se veía forzado a comprobar por lo menos que nadie había cortado ninguna página y que los libros estaban enteros; para eso tenía que leerlos siempre hasta el final. Leo terminó la última página, cerró el libro y apagó la luz. La puerta de casa chirrió y él se hizo el dormido. Su padre abrió la puerta de la habitación. Vio que la bombilla de la lámpara todavía estaba candente y que un pequeño resplandor de luz residual se acumulaba en su interior. ¿Has estado leyendo hasta ahora? Era para comprobar lo de las tijeras, papá. Mañana no tengo cole. ¿Qué tijeras? Leer tanto no te viene bien, cariño. Duerme bien. A la mañana siguiente, Leo se despertó y su padre ya se encontraba en el salón con el ordenador del trabajo abierto. Unos huevos revueltos humeaban en la mesa y un olor a zumo de naranja recién exprimido y pan tostado inundaba la casa. Cogieron los cubiertos. Leo miraba a su padre como quien mira a un jeroglífico, con ganas de hacerle miles de preguntas para comprender y descodificarlo, como si unos signos de interrogación se encontraran encarcelados en sus labios e hiciera falta una motosierra para cortar las rejas. Cogió el cuchillo, partió el pan en dos y untó un poco de mantequilla. Un signo de interrogación. Luego otro. ¿El trabajo te encadena, papá? Su padre pareció atragantarse con el zumo, tosió y cogió una servilleta. Después, posó su mano sobre la de Leo. No, cariño, ¿por qué dices eso? Siempre vuelves tarde de la oficina y a veces pienso que te encierran allí, como a los tigres en el zoo. Alguien tendrá que traer el pan a la mesa, ¿no? Sí, pero nunca cenamos pan, solo lo desayunamos. Su padre se levantó y se fue a la cocina. Leo escuchó el ruido de la cafetera hirviendo. ¿Quieres café, cariño?, dijo su padre desde la otra habitación. Su padre volvió con una taza de cerámica y se sentó en la mesa. Bebió y se aclaró la voz. Si me prometes que no vas a decir nada, te puedo contar algo. Papá vuelve tarde últimamente porque... Porque en el trabajo no le dejan trabajar. Sabes que en la empresa hacemos hoteles para atraer turistas que traen dinero que trae comida y libros para los niños, ¿no? Leo le cogió la taza de café a su padre, bebió un trago y se limpió los labios con la manga de la sudadera mientras asentía. Pues hace un tiempo que unas señoras se quejan por eso y ahora tenemos problemas para construir un hotel cerca de tu cole. ¿Qué señoras, papá? Pues las mujeres que recogen el marisco en la ría, las mariscadoras. Creo que las puedes ver cuando estás en clase. Sí, todos los días las vemos y cuando acabamos las clases, ellas se van. Parecen muy majas. Sí, ya sabes que a mí me encanta el marisco y además en los hoteles la gente lo come mucho, pero ellas dicen que el hotel está muy cerca del agua y que los berberechos van a desaparecer. ¿Y tú qué les dices, papá? Pues que en vez de desaparecer, los berberechos van a poder descansar de noche en el hotel y van a tener mejor calidad de vida. Leo tragó saliva y untó con mantequilla la otra mitad del pan. Justo antes de que suene la campana, hay un hombre que les grita y les pita todos los días a las mariscadoras, dijo antes de darle un mordisco a la tostada. Claro, seguro que les grita para cortarles el grifo porque la culpa es de ellas que recogen más de la cuenta, dijo su padre. ¿Con tijeras se pueden cortar grifos, papá? Los años pasaron olvidados como desvíos en una autopista y se desgastaron como los agujeros de un cinturón. El blanco de los dientes de Leo amarilleó como el chubasquero del capitán Pescanova, la piel de debajo de sus ojos se volvió violeta, el tono de su voz se desgarró, su estómago se acidificó y poco a poco los recuerdos del colegio se fueron enterrando en la arena, como los berberechos. Su amistad con Sole y con Dana se mantuvo a lo largo de los años, a pesar de que cada uno pareció encontrar (o al menos, buscar) su camino. El teléfono de Leo vibra sobre la mesa. Él observa el nombre de Dana escrito con letras blancas y vuelve su mirada hacia la pantalla del ordenador. El teléfono vibra de nuevo. La pantalla dice «Sole». Cada minuto que se sobrepone sobre el anterior en el reloj del portátil le permite a Leo escribir unas ochenta palabras. Ochenta palabras son el equivalente a cuatrocientas letras. Si se tienen en cuenta los espacios, los acentos, las comas, los puntos, los saltos de línea y los tabuladores al comienzo de cada párrafo, cuatrocientas letras suponen quinientas, seiscientas, setecientas teclas. Suena el móvil de nuevo. Leo lo apaga. No tiene tiempo que perder. Sus amigas lo llaman, sus amigos lo llaman; todo el mundo lo llama, pero nadie se imagina el número de teclas que él tiene que dejar de pulsar solo por mirar hacia el teléfono móvil, coja las llamadas o no (aunque últimamente no las coja mucho). En la clase de economía del colegio construido sobre el mar aprendió lo que era el coste de oportunidad, y desde aquel momento, él vive modo coste de oportunidad enfocado exclusivamente a la escritura. Lo llama «coste de litoportunidad». Le encantaría que alguien le preguntara de dónde viene el término (aunque nadie lo hace porque nadie lo ve). Sí, eso es, ese concepto es mío, modo litoportunidad veinticuatro siete, se dice a sí mismo frente al espejo cuando necesita compañía. Suena el timbre. Leo se levanta con desgana y pulsa el botón del telefonillo tras ver la cara de alguien conocido en la pantalla. Tras unos instantes durante los que Leo mira alrededor de su salón-cocina-habitación sin saber qué hacer, como abrumado ante lo que se le puede venir encima, el sonido de nudillos contra madera suena en la puerta. Leo la abre. Su amigo con una riñonera de colores rastafaris al hombro lo mira con cara de pena y le dice que salga a tomar unas cervezas, que todo el mundo lo espera desde hace meses y que están preocupados por él. Leo vuelve a mirar alrededor y se deja llevar como si la vida fuera una novela y la trama le dijera que necesita algo de acción porque un personaje no puede pasar demasiado tiempo solo. Se quita el pijama, se lava los dientes, se pone unos pantalones vaqueros y baja detrás de su amigo a la calle. Desciende un escalón tras otro desde el tercer piso mientras se agarra al pasamanos como si se fuera a caer, como si salir a la calle fuera un calvario para el personaje de su novela, y en fin, por qué no decirlo, un calvario aún mayor para el coste de litoportunidad. Si Jesús no hubiera sido crucificado y se hubiera muerto en los Emiratos Árabes en su cama mientras un criado lo abanicaba, el cristianismo no existiría hoy en día. Tenemos que darnos cuenta de eso, dice Leo con el tercer vaso de cerveza en una mano y el tercer pitillo en la otra. Ya, tío, ¿pero qué carallo tiene que ver eso con el hecho de no ver la luz del sol y estar todo el día encerrado en casa escribiendo?, le pregunta su amigo con los ojos rojos y la riñonera a medio abrir. Pues que la vida es aburrida y mediocre si un escritor no la convierte en una novela; nada concuerda y hay demasiadas cosas que suceden sin sentido. Muchas cosas pasan. La gente te dirá que es porque sí y que no todo tiene por qué tener una explicación, pero es mentira. Todo, absolutamente todo, tiene una explicación. Cada uno genera su relato vital y el mío se encuentra codificado en el teclado de mi ordenador. Cada vez que salgo a la calle, la descodificación se ve alterada y la media del coste de litoportunidad se ve aplastada por una apisonadora o por un camión de congelados. Pues así nos va, tío. Tienes que salir de vez en cuando a beber una copa con hielos. Muchas cosas pasan. Estar ahí todo el día encerrado no te viene bien, ¿o es que quieres acabar crucificado? Si alguien escribe lo que yo dicte en voz alta mientras me desangro, no sería una mala muerte. Como Borges. ¿A Borges lo crucificaron? Estás ciego ya, hermano. Deja de fumar tantos porros que vas a acabar desangrado por la realidad. Y no, no es un consejo. Leo observa sus brazos y sus piernas mientras camina. Avanza a cuatro patas y descubre que sus extremidades son naranjas y peludas. Tienen rayas negras dentro de manchas blancas. Parecen también más musculadas que de costumbre. Sus uñas parecen navajas y avanzan rascando las baldosas pegajosas del garito en el que se encuentra. Leo se yergue sobre sus patas traseras y se sienta en la mesa con el resto de sus amigos. Alguien trae una cerveza de la barra y se la ofrece. Sus garras arrancan la chapa del botellín de Estrella Galicia como si fuera mantequilla, que cae el suelo por centésima vez desde que salió de casa. Leo bebe y sus colmillos tintinean al chocar con el cuello de la botella mientras sus amigos parecen reírse por una broma que no ha escuchado. Una mujer con el pelo rosa pasa frente a ellos y Leo la sigue con la mirada. Algo en ella le atrae, y eso que no avanza a cuatro patas como él. La mujer desaparece al entrar en los baños. Leo bebe un trago nervioso y repara en el espejo que se encuentra frente a su mesa y que hasta ahora no había visto. Observa su reflejo en él boquiabierto. Sus ojos se abren desorbitados. No pestañean. Pasan los segundos. Sus ojos siguen sin pestañear. Su boca sigue abierta. Cuatro colmillos del tamaño del botellín de cerveza salen de su boca. Sus ojos son dorados como el oro. No hay duda. Del espejo nadie se escapa: es un tigre. Leo es un tigre. Mira a su alrededor y nadie parece reparar en su condición animal. Sus amigos hablan con él como si nada hubiera cambiado, como si el mismo Leo que horas antes hablaba sobre Jesucristo se hubiera transformado en un tigre por selección natural. La chica del pelo rosa tampoco reparó ni siquiera en su presencia. Uno se levanta de su silla, deja el ordenador y la pantalla sobre la que se encuentra escribiendo aislado del mundo y de repente se convierte en un tigre mientras bebe cerveza con sus amigos en un bar, se dice Leo hacia dentro de sus colmillos. La chica del pelo rosa ni siquiera reparó en su presencia. Leo arranca la chapa de un nuevo botellín que alguien acaba de colocar en la mesa. Se lo bebe de un trago y se levanta. En la puerta de los baños no ve el logo de ningún felino, así que, por si acaso, arranca la placa metálica de las dos puertas como si fueran páginas de un libro y se mete en uno de ellos al azar. Se cruza de frente con la chica del pelo rosa, que tampoco lo mira esta vez. Ni que un tigre en el baño de mujeres de un garito de mala muerte fuera invisible, murmura él mientras levanta la tapa del retrete de un garrazo. Se da media vuelta para mear y con sus dos patas traseras intenta excavar, él, que no levanta una pizca de arena ni de tierra. Su vejiga se abre de golpe como el mar rojo y un chorro de meo grueso como un manguerazo de bomberos colisiona contra la tapa del váter y salpica todo, como si alguien hubiera activado un grifo antiincendios en el cielo y una lluvia amarillenta traspasara el techo y rociara todo el baño de arriba abajo. La cisterna suena. Leo abre los ojos. Dentro de su cabeza siente la vibración de una apisonadora que tritura conchas a su paso. Se encuentra tumbado en su cama y rodeado de un charco amarillento que huele a amoniaco. Mira hacia un lado y ve una botella de agua vacía que, si mal no recuerda, estaba llena antes de acostarse. Levanta las sábanas y descubre lo inevitable: el meo ya ha empapado el colchón. S La madre de Sole abrió la puerta de casa mientras su hija tenía el borde de la pecera entre los labios. Los pescaditos naranjas, con sus ojos diminutos y redondos, miraban a la niña como reprochándole que ese agua era suya. Sole dejó la pecera de nuevo apoyada sobre la mesilla de la entrada y se secó los labios con la palma de la mano. Hija, ya sé que te gusten los peces, pero si te bebes su agua, te duele la barriga y ellos sufren. La madre de Sole se acercó a la mesilla, acarició el cristal con los pescaditos naranjas dentro y se quitó el abrigo con flores de colores estampadas que llevaba puesto. Lo colgó de una percha y lo metió en el armario. Por la ventana del salón se colaban rayos de sol y madre e hija se fundieron en un abrazo a contraluz. Sole pareció estirar el abrazo como si fuera un chicle para pegarse de nuevo a la mujer que le dio la vida y convertirse en un pescadito y volver a la pecera calentita llamada placenta. Su madre pareció darse cuenta y le dio un beso en la frente. A sus espaldas, un loro de color rojo con manchas amarillas dentro de una jaula miraba a los peces. ¿Todo bien en el cole? Sí, mamá, aunque cuando salimos por la tarde las mariscadoras gritaban y tenían carteles enormes de color blanco con letras negras. ¿Y qué decían? No lo sé, estaban muy lejos. Además, mi amiga Dana tenía mucha prisa y me cogió de la mano y entramos en el autobús rápido, y eso que siempre vuelve a casa andando. La madre de Sole cogió una manzana del frutero, se acercó a la ventana y empezó a pelarla con delicadeza. La piel de la fruta comenzó a colgar poco a poco formando una espiral vertical. Cuando terminó, la tiró en un pequeño cubo de basura marrón situado en una esquina. Cortó una rodaja y se la entregó a su hija, que la masticó poco a poco. El azúcar pareció bajar por el esófago de Sole arrastrando la sal de la pecera. Las mariscadoras protestan porque quieren construir un hotel al lado de vuestro cole. Hace tiempo que luchan contra eso, pero las monjas vendieron el terreno y ahora parece que el alcalde les acaba de dar la autorización a los del hotel para empezar a poner ladrillos sobre el mar, dijo la madre de Sole. No entiendo. Eso es lo que decían los carteles y gritaban las mujeres, hija. Era una manifestación. ¿Y los berberechos qué decían, mamá? Los berberechos no hablan, hija, los hombres sí. Ese es el problema. Ayer en el trabajo un hombre del hotel nos dijo que los berberechos van a poder descansar en una suite por las noches, fíjate tú cómo se burlan de la naturaleza. ¿Qué es una suite? Tonterías de ricos. Es una habitación de hotel. Por eso tu madre trabaja defendiendo a nuestros ancestros, para dar voz a los que no la tienen. ¡Ancestros, ancestros, ancestros!, gritó el loro con voz aguda. Un gato salió de debajo del sofá y empezó a dar saltos y a clavar las uñas en la pared para intentar subirse a la jaula. Sole se levantó, agarró al animal por el cuello y se sentó con él en el regazo. Las caricias de la niña se transformaron en ronroneos del gato. Madre e hija se quedaron en silencio durante unos instantes. Entonces, las monjas son asesinas, sentenció Sole. La madre de Sole miró a su hija de nueve años, la cogió de la mano y le dio un beso en la frente. El gato se marchó de un salto. Eres muy joven todavía para decir esas cosas, hija. Pero sí, es verdad, aunque no se te ocurra decírselo a las monjas, puedes estropear tus buenas notas, que te conozco. Tampoco se lo digas a tu amigo Leo. Los años pasaron olvidados como desvíos en una autopista y se desgastaron como los agujeros de un cinturón. El blanco de los dientes de Sole amarilleó como el chubasquero del capitán Pescanova, la piel de debajo de sus ojos se volvió violeta, el tono de su voz se desgarró, su estómago se acidificó y poco a poco los recuerdos del colegio se fueron enterrando en la arena, como los berberechos. Su amistad con Leo y con Dana se mantuvo a lo largo de los años, a pesar de que cada uno pareció encontrar (o al menos, buscar) su camino. Sole sale de la universidad con un diploma enrollado por un lazo rojo bajo el brazo. Han pasado ya casi tres años desde la última vez que pisó las aulas del edificio. Una chica con rastas anda a su lado. Su amiga camina con un diploma idéntico al suyo: el mismo papel blanco hueso, el mismo lazo rojo sangre. Parece que siguen al resto de alumnos de su promoción al restaurante en el que todos van a cenar. Los pasos de los otros son rápidos, como si tuvieran prisa. Las dos amigas caminan en silencio mientras observan la calle que las rodea, como quien descubre por primera vez una célula a través de un microscopio. Justo antes de entrar por la puerta, Sole y la chica de rastas se cruzan con un hombre que acaba de salir de un edificio de cristaleras pegado al restaurante. El hombre viste de traje, carga con un maletín en la mano y tiene la espalda enchepada. Camina mirando al suelo sin levantar la vista de las baldosas como si fuera a encontrar billetes enrollados con una goma escondidos entre las juntas. Sole levanta los hombros y endereza su espalda. Entran las dos en el restaurante y se sientan las dos juntas en una esquina. Toda la clase parece llevar tiempo sin verse y todo el mundo comenta cómo ha ido el comienzo del mundo laboral. La mayoría de los hombres lleva corbata y la mayoría de las mujeres viste faldas largas y brillantes de colores y tacones. Sole y su amiga, vestidas ambas con unos pantalones bombachos con retazos de tela reciclada y plumas en sus orejas, comen y beben mientras hablan una con la otra. Sole habla con su amiga y su amiga habla con Sole. De vez en cuando miran de reojo al resto de la clase desde el final de la mesa alargada en la que se encuentran. Los camareros van y vienen. Ningún animal muerto para las dos amigas. Una camarera le sirve a Sole de postre un brownie de chocolate con vainilla. Ella lo devora y pregunta si puede repetir. La camarera dice que sí y su amiga de rastas pide lo mismo. Uno de los chicos que está a su lado, con el que apenas han cruzado un par de frases en toda la cena (aunque lo hayan visto durante más de cuatro años todas las mañanas en clase), gira la silla hacia ellas. ¿Estaba rico el brownie, no?, pregunta. Sí, dice Sole. En realidad, el cuerpo os pide glucosa porque no ha probado nada de grasa en toda la cena. ¿Perdón? Nosotras también hemos estudiado biología, no vengas a darnos lecciones que nadie te preguntó, dice la chica de rastas. Solo quería decir que es normal que estéis hambrientas de azúcar, no os habéis alimentado. Nuestro cerebro... Tú sí que te has alimentado bien, tienes un lamparón de grasaza en la corbata considerable, compañero. Sole se levanta de golpe y se va al baño. Su amiga de rastas la sigue. El chico las ve alejarse de espaldas, coge su corbata con la mano y la observa. Es exactamente del mismo color homogéneo que el del lazo del diploma: rojo sangre. La camarera llega, mira las sillas vacías con cara de niña huérfana y le sirve los dos brownies a una familia imaginaria en la que los dos padres aún no han vuelto de la oficina a las once de la noche de un día laborable. La chica de rastas trabaja girando la grinder de madera que tiene entre las manos sobre la mesa iluminada con luces de color verde. Los cogollos en el interior del molinillo se trituran poco a poco hasta formar una masa uniforme. La vierte sobre un papel de fumar y la mezcla con una punta de tabaco. Como filtro utiliza un cacho de cartón blanco hueso ya cortado sobre la mesa. Pega el papel con la lengua y lo termina de liar. Ella y Sole salen del antro en el que se encuentran y comparten el canuto en la terraza. De la mochila de cueros que lleva la chica de rastas sobresale su diploma enrollado al que le faltan unos pocos pedazos, como si un tigre los hubiera mordido. La saliva pasa de los labios de una a los labios de otra. Una chica con el pelo rapado se acerca a ellas. Les hace a las dos amigas las clásicas preguntas de un sábado noche después de una graduación universitaria: cómo se llaman, cuál es el camino que han tomado en la vida, ¿unos tiros de farlopa? La chica de rastas le pasa el porro. Toda decisión debe encontrarse dentro del triángulo, dice Sole tres copas más tarde. La chica de rastas y la chica del pelo rapado se miran y sonríen. El camarero les interrumpe y les dice que la terraza cierra en unos minutos porque los vecinos no pueden dormir y se quejan, pero que pueden seguir dentro. Después deja la cuenta en una bandeja de madera sobre la mesa y se va. Economía, sociedad y sostenibilidad, continúa Sole sin esperar respuesta. Cualquier decisión que no se ubique dentro de este triángulo se irá a la mierda, compañeras. Nuestro camino está construido a base de decisiones y es como el de un feto dentro de una placenta. Nacemos células, nos convertimos poco a poco en peces, en sardinitas, después nos volvemos reptiles y acabamos transformados en mamíferos, justo antes de salir del coño de nuestras madres. Nadie se da cuenta de que ese proceso es igual a la evolución de la mente humana. Nadie se da cuenta, ¿y sabéis por qué? Porque mentalmente somos aún pescaditos, somos sardinas enlatadas. Algún día, cuando encontremos nuestro verdadero camino, seremos tigres y panteras adultas; seremos adultas y encontraremos nuestra propia voz y diremos que los ladrillos aplastan a los berberechos. Todo eso diremos el día que encontremos nuestro camino. Estamos lejos, pero algún día lo comprenderemos. La chica del pelo rapado le dice que se nota que ha estudiado. La chica de rastas se acerca por detrás, abraza a su amiga y le da un beso en el cuello. Las dos amigas entran dentro y la chica del pelo rapado las sigue. Bailan un poco y se dirigen al baño las tres a la vez. Soledad se mira al espejo mientras esnifa una de las rayas que la chica del pelo rapado acaba de ponerse en su teléfono móvil. En la parte izquierda del cristal, su reflejo se da cuenta de dos detalles que parecen importantes: el pelo rapado de la chica es de color rosa y de su cuello cuelga un collar con forma de concha. Soledad apoya la mano en la cintura de la chica y la sube poco a poco por la espalda hasta llegar a la cadena del colgante. Hace todo esto sin despegar los ojos del espejo. Estrecha la cadena entre sus dedos y sigue el tacto de la plata hasta llegar a la concha. Agarra el broche y gira la cabeza para verlo directamente con sus ojos sin pasar a través de ningún reflejo ni de ningún cristal. La concha tiene forma de corazón y surcos muy marcados en el exterior. Es un berberecho, dice la chica del pelo rapado antes de que sus labios toquen los de Soledad. La chica de rastas sale del retrete. Parece tan contenta con lo que ven sus ojos que se pone otro tiro en el teléfono de la chica del pelo rapado que hasta esa noche era una desconocida y bebe un trago de su copa. La cisterna suena. D Durante toda la semana, la madre de Dana llegaba a casa mientras su hija de nueve años fregaba los platos de la cena y ya había acostado a su hermano pequeño. El olor a pescado la impregnaba de arriba abajo. Su pelo, sus uñas, sus orejas, su cuello; todo en ella olía a mar. Dana podía adivinar el estado de las mareas en la ría de dos maneras. La primera manera era fijarse en las manos de su madre cuando volvía a casa por la noche; si su madre tenía los dedos más arrugados de lo normal, arrugados como pasas acuáticas, la marea había estado alta y había tenido que vestirse de surfera con un traje de neopreno para poder entrar en el agua y recoger los berberechos con un rastrillo; por el contrario, si sus manos estaban lisas como una papelina, su madre había podido recoger el marisco con guantes cerca de la orilla sin haberse tenido que meter en el agua hasta el cuello. Para traer el pan a la mesa, su madre se pasaba casi todo el día fuera: marisqueaba por las mañanas y por las tardes trabajaba en la pescadería familiar. El negocio lo había fundado su abuela y en él había trabajado su madre, sus tías y su hermana. Ahora solo quedaba ella, sus hermanas se habían ido a la capital y el resto había muerto. Carmiña, ¿cómo lle vai ás túas irmás pola meseta?, le preguntaban las vecinas del barrio. Dana le calentó a su madre el caldo sobre el fuego, lo sirvió en un plato sopero y lo posó sobre la mesa junto a una barra de pan. Carmiña volvió de su cuarto con una bata de andar por casa y se sentó frente a la cena. Hablaron durante un rato. Su madre le preguntó por el colegio. Ella le respondió que todo bien, que ese trimestre los profesores habían cambiado y que las clases eran más fáciles. La segunda manera que Dana tenía para adivinar el estado de las mareas era mucho más simple: mirar a través de la ventana de clase. Durante el invierno su madre marisqueaba en la playa, y esa playa era visible desde casi toda la escuela. El edificio se encontraba literalmente sobre la ría, en una pequeña península de tierra donde unas monjas habían construido a base de hormigón una capilla y luego un edificio y luego unos campos de fútbol el siglo pasado, como si Dios hubiera decidido que su palabra debiera difundirse a base de ladrillos sobre el mar. Alrededor el colegio, con marea baja, nacía un arenal en el que las mariscadoras recogían berberechos. Cuando los alumnos empezaban el día a las nueve de la mañana, Carmiña ya estaba allí junto al resto de mujeres; todas vestidas con botas de agua, guantes de color amarillo y capachos que podían llenar hasta que pesaran quince kilogramos. No dieciséis ni diecisiete ni dieciocho, sino quince kilogramos. Cuando los alumnos acababan las clases y salían por la puerta del cole, las mariscadoras solían dar por terminada su jornada. Un hombre vestido con más capas que una cebolla llegaba a la playa con un silbato y comenzaba a pitar como un loco; así les indicaba a ellas que se había acabado la faena. Era el vigilante y su cantinela era siempre la misma. ¡Quero todo coma un deserto agora mesmo!, gritaba el hombre mientras cogía aire para seguir soplando. Una vez que todas las mariscadoras colocaban sus capachos en la arena, él los pesaba en su camioneta y siempre hacía algún pronóstico sobre lo que daría la talla y lo que no en la lonja. ¡Isto pesa como hormigón armado, hai que vacialo ata os quince, Uxía!, ¡Isto non vai dar a talla na lonxa, Carmiña!, decía. Su trabajo era sólo pesar los capachos y asegurarse de que la regla de los quince se respetara, pero no faltaba el día en el que el hombre no revolviera los capachos con sus propias manos y diera una opinión o consejo que nadie le había pedido. Sólo tres personas en toda la clase sabían que la madre de Dana estaba allí, con botas de agua y un capacho, y ella misma era una de ellas. Algún motivo le impedía decirlo en alto frente al resto de sus compañeros. Su madre se acabó el plato, Dana se levantó y lo llevó al fregadero. Solía mentirle cada vez que le preguntaba sobre el colegio, como acababa de hacer. La verdad era que las clases no le interesaban, solía suspender casi todas las asignaturas y cada día se inventaba una excusa nueva para justificar las malas notas. Cogió el estropajo y empezó a fregar el plato con más fuerza que de costumbre. Cada comienzo de trimestre le decía a su madre que los profesores habían cambiado o que las monjas le tenían manía. Un año había intentado falsificar las notas con típex, pero se notaba tanto que tuvo que recortar la hoja y pegarle otra encima. El papel quedó tan acartonado que su madre descubrió el delito nada más agarrar el folio con la yema arrugada de sus dedos, sin fijarse ni siquiera en la media de cada asignatura. Las monjas medían con una regla la altura de la falda de las chicas, desde la rodilla hasta el comienzo de las costuras. Cuando regañaban a Dana por sobrepasar el máximo de los diez centímetros reglamentarios, ella se subía la falda aún más al día siguiente. Se hacía fotos y actualizaba su esflog a todas horas. Le gustaban las fotos de farolas, las fotos de coches, las fotos de carreteras vacías y los retratos frente al espejo. Nunca hacía fotos de la naturaleza, y eso que el monte y la ría estaban pegados a su casa. Acabó de fregar la loza y la colocó en la rejilla del escurreplatos. ¿Has hecho los deberes? Dana musitó un sí apenas audible por el sonido de los cubiertos y del grifo abierto. ¿Seguro? Sí. Si no los hubiera hecho, ¿me ibas a ayudar o qué? Su madre bajó la mirada y observó una foto enmarcada en plata que estaba sobre la estantería de la pared, junto al reloj. En la imagen se veía a una Carmiña joven con un vestido de boda. Y nada más. Y a nadie más. La foto parecía recortada a navajazos como si alguien hubiera desaparecido de la imagen. Dana colocó el cuchillo hacia abajo en el hueco del escurreplatos y se marchó a su habitación. Los años pasaron olvidados como desvíos en una autopista y se desgastaron como los agujeros de un cinturón. El blanco de los dientes de Dana amarilleó como el chubasquero del capitán Pescanova, la piel de debajo de sus ojos se volvió violeta, el tono de su voz se desgarró, su estómago se acidificó y poco a poco los recuerdos del colegio se fueron enterrando en la arena, como los berberechos. Su amistad con Leo y con Sole se mantuvo a lo largo de los años, a pesar de que cada uno pareció encontrar (o al menos, buscar) su camino. Dana revuelve los hielos que le quedan en el vaso con una pajita y grita que quiere otra copa. Tiene sobre la mesa un paquete de tabaco de liar abierto con filtros desperdigados dentro. El librillo de papel de fumar se humedece poco a poco por la condensación de las copas. La mesa de madera se tambalea cada vez que alguien se apoya en ella y las patas parecen perforadas por polillas armadas con taladros. Dana se encuentra en el patio interior de un edificio de piedra que parece antiguo, rodeada de un grupo de personas que apenas conoce. Una chica con acento alemán y un piercing en la ceja está sentada a su lado. Un tipo con un sombrero de paja sale por una de las puertas pegadas al patio. La puerta chirría, es de madera y también parece taladrada por polillas. El tipo tiene una copa en cada mano y de su boca cuelga una bolsita de plástico con un polvo blanco dentro. Dana empieza a aplaudir al verlo salir. Se levanta, le coge una de las copas y le da un beso. Con sus dientes agarra la bolsita de plástico y le toca el culo con la mano que tiene libre. El tipo sonríe. Dana abre la chivata, coloca con cuidado una parte del polvo blanco sobre la pantalla de su móvil y con una tarjeta de crédito se pone una raya, que esnifa antes de sentarse. Los rayos del sol han derretido todos los hielos. Pegado a la pared del edificio hay un sofá descolorido sobre el que se encuentra un hombre que duerme con una camiseta cubriéndole el rostro. Un pitillo a medio fumar cuelga de los pelos de su pecho. La puerta chirría y Dana sale al patio mientras entrecierra los ojos. Se acerca a la mesa. El librillo de papel de fumar parece haberse convertido en un pegote de cartón como las notas falsificadas del colegio. Ella intenta despegar un papel, que se deshace como plastilina. Se acerca al sofá descolorido y le roba el pitillo al tipo que duerme, que ni se inmuta. Lo enciende, le da una calada, tose y vuelve dentro. En el interior del edificio se encuentra una especie de barra de bar que tiene algo de religioso. Está construida sobre un altar de mármol blanco con una inscripción en latín que dice: Corpus Christi. Sobre la tabla de madera situada encima de la tarima hay unas llaves de coche y varias chivatas vacías que parecen haber dicho ya amén. La pared detrás del altar está repleta de estanterías con botellas de muchos colores. Dana mira todo como si fuera la primera vez, aunque lleve viviendo en el lugar más de tres meses. El techo está cubierto por una bóveda descolorida en la que apenas se pueden distinguir formas ni colores. Pegada a la pared hay una cama. Sobre ella, duerme la chica alemana y el chico del sombrero de paja. Un hueco existe entre ellos, un hueco que parece tener la silueta de Dana impresa sobre las sábanas. Ella tira la colilla al suelo, la pisa y después escupe. Se acerca a la barra, revuelve todas bolsitas y les da la vuelta mientras las frota. Ningún polvo blanco cae sobre el altar. Dana suspira. Se acerca a la cama, agarra la sábana bajera del lado en el que duerme la chica y tira de ella con cuidado. El hueco entre la chica y el tipo del sombrero se agranda poco a poco. Dana se tumba en el medio, con cuidado de que no suene el somier y con cuidado de no rozar a la chica. Intenta dormir, pero sus ojos se quedan clavados en la bóveda. Al cabo de un rato, descubre poco a poco en el techo la pintura de un hombre que parece haber abierto el mar en dos con un bastón. Una grieta parece tallada en el medio de las dos olas. Dana se revuelve sobre el colchón, que cruje como si el peso de las tres personas fuera a partir el somier en dos. Pasan otros tres meses. Una mañana de resaca Dana llama a sus amigos de infancia. Sole le cuenta que se ha mudado a una finca en la que una asociación ecologista lleva a cabo un proyecto de agricultura regenerativa, o algo así le parece entender. Para regenerar los alimentos de nuestros ancestros, dice Sole. Le promete que irá a visitarla pronto. Leo no le promete nada porque ni siquiera le coge el teléfono. Desde el festival, su amigo parece haber cambiado. No responde a los mensajes ni a las llamadas, y cuando lo hace dice que está ocupado en su habitación. Dana no sabe qué significa «estar ocupado en su habitación», y menos aun cuando su amigo no tiene trabajo, y menos aun cuando el padre de Leo se hace más rico a base de hacer más pobre a su madre, y menos aun cuando su amigo paga un alquiler de locos por vivir en un trastero diminuto en la ciudad y ese es el motivo exacto por el que Dana se mudó a la comunidad okupa de la iglesia abandonada en el monte hace ya casi medio año, para no pagar alquiler porque la tierra es un derecho que tenemos todos y no se paga. Tras beber un litro y medio de acuarios de limón y tragarse tres aspirinas, Dana parece que se ha recuperado de la resaca. La luna brilla en el cielo. Música tecno retumba desde el interior de la iglesia, como todas las noches desde que se mudó a la comunidad. Noches fotocopiadas junto a personas fotocopiadas junto a pensamientos fotocopiados. Una chica con el pelo corto hace malabarismos a contraluz en el patio. Tres bolas suben y bajan mientras sus manos se cruzan y sus dedos se abren y se cierran. Dana está sentada en el sofá descolorido al otro lado del patio con una copa de plástico en la mano. A su alrededor se encuentran varias personas que hablan todas a la vez en discusiones paralelas. Los temas de conversación se mezclan y tratan sobre energías positivas y sobre la gran mentira del capitalismo y sobre el prana y sobre twitter y sobre Amancio Ortega y sobre especulación inmobiliaria y sobre política y sobre los otros, sobre todo hablan de los otros. Todas las palabras se unen y se trituran hasta formar una masa uniforme, como los cogollos de marihuana dentro de una grinder o los hielos dentro de una copa. Dana tiene una pajita de plástico y la utiliza para revolver. Una de las tres bolas de malabares se cae al suelo y rueda hasta los pies de Dana. Ella mira alrededor con ojos vacíos y comprueba que nadie se ha dado cuenta porque nadie presta atención a los malabares; todo el mundo parece absorbido por conversaciones que se repiten en bucle desde el día que llegó. Se levanta, recoge la tercera bola y se la acerca a la chica. Al llegar frente a ella y entregarle la bola con la mano, los ojos vacíos de Dana rebosan con dos detalles que parecen importantes: el pelo rapado de la chica es de color rosa y de su cuello cuelga un collar con forma de concha. La chica del pelo rosa lanza de nuevo la tercera bola junto a las otras dos como si nada hubiera pasado, como si la tercera bola que acaba de caer al suelo no fuera la incógnita que falta en la ecuación para calcular el coste de oportunidad que le enseñaron a Dana en el colegio construido sobre el mar. Dana entra en la iglesia, coge unas llaves de coche situadas sobre la mesa y sale por la puerta trasera. Abre el coche y arranca sin mirar atrás. Las ruedas levantan polvo apenas visible en la oscuridad de la noche sobre el camino de tierra, hasta que el coche llega a una rotonda y Dana coge la tercera salida, ya asfaltada (coste de oportunidad = valor de opción no elegida – valor de opción elegida). Conduce mientras desciende la montaña por una carretera llena de curvas en espiral que parece diseñada por un arquitecto de scalextric borracho. En la radio suena Fisterra vai na proa/ Camariñas vai no mare. Sus manos se aferran al volante con los dedos muy juntos y cada vez más apretados. Las yemas de sus dedos y sus uñas tienen un color blanquecino. Sudor frío nace poco a poco en la palma de sus manos y parece que de un momento a otro, entre una curva y otra, entre un quitamiedos y otro, a Dana se le va a resbalar el volante entre los dedos y va a perder el control del coche. Tras largos minutos durante los que apenas pestañea, la carretera se acerca al mar. La luna tiene el mismo color que sus mejillas. Las curvas desaparecen poco a poco y el asfalto avanza en línea recta, pegado a la costa. Los neumáticos del coche avanzan varios kilómetros por la carretera. Dana aparca el coche en el arcén a unos pocos metros de la orilla y tira del freno de mano, que cruje como si se fuera a desgarrar. Abre la puerta sin mirar por el retrovisor. Una moto se aparta con un giro brusco de manillar para no llevársela por delante a ella y para no arrancar la puerta del coche de cuajo como si fuera la hoja de un libro que nadie ha leído. El motorista derrapa unos metros y sigue adelante mientras pita y grita algo incomprensible por el casco y por la visera y por el pitido y por el derrape y porque en verdad Dana no tiene el coño para ruidos. Pocas imágenes guarda Dana de su infancia, pero ahora recuerda el día en el que aprendió esa expresión como si fuera casi ayer. Una mañana soleada. Su madre sentada en la cocina de su casa con la bata puesta y las piernas abiertas. Los dedos de su madre aguantaban una silkepil que avanzaba a través de curvas alrededor de la colina negra que eran los pelos de su coño. Del coño de Carmiña, a la que le preguntaban siempre por la meseta. Del lugar por el que Dana salió siendo apenas un pescadito. La silkepil sonaba como si fuera una apisonadora. Dana le preguntó asustada a su madre qué estaba haciendo. Su madre le respondió que la dejara tranquila, que no tenía el coño para ruidos. Dana cierra de un portazo y se salta el quitamiedos sin mirar atrás. Camina por la arena mojada de la ría y sus pisadas se quedan marcadas en el suelo. Se sienta en una roca y observa cómo unas figuras pequeñas como playmobils caminan hacia el mar por la arena mojada, a lo lejos. El sol sale poco a poco en el horizonte, pintando de naranja butano la escena. Las figuras parecen cargar con capachos y rastrillos y parecen tener dificultades para caminar, como si sus articulaciones tuvieran cada vez menos movilidad. Dana mete la mano en el bolsillo trasero de su pantalón vaquero y empieza a liarse un cigarrillo mientras los playmobils naranjas se sumergen poco a poco en el mar, desapareciendo casi en el agua. En el momento en el que se enciende el cigarro y le da la primera calada, se atreve a mirar hacia a un lado. El colegio en el que estudió durante toda su infancia sigue ahí, impasible, como la foto enmarcada en plata de la cocina de su casa. Pegado al marco, en el lugar en el que debería estar el hijo de puta que le daba la mano a su madre en la foto el día de su boda, un bloque de hormigón con varillas de hierro fundido apuntando hacia el cielo se erige con la indiferencia propia de su progenitor. Alguien le toca el hombro. Dana se levanta, tira la colilla entre las rocas y vuelve a saltar el quitamiedos. Abre la puerta del coche y baja el freno de mano con la mano derecha. El ruido del desgarre vuelve a repetirse. Mete primera y acelera a fondo por el arcén con los ojos brillantes y la vista fija hacia el frente hasta que huele a quemado y el coche petardea y ella gira el volante y un camión de congelados, que lleva pitando varios segundos y que parece cargar con langostinos tigre que más bien parecen zanahorias pochas o pastillas naranjas y alargadas porque la imagen está borrosa y porque los bigotes y las patas de los pobres animales muertos y cocidos están borrados por el sol o por la lluvia o por el salitre, se encuentra ahí, en el reflejo del retrovisor: a la izquierda.
ENUMERANDO EL TRÁFICO Estaba leyendo Historia de la filosofía para lerdos. En ella, un tal Spinoza explicaba que Dios no es un creador que luego se sienta a observar su obra, un ser externo, sino que Dios ES el conjunto de todo. Siendo así, comenzaremos diciendo que, aquella mañana, dios tomó la forma de un vagón de metro que traqueteaba camino de Acton Town, casi vacío, con un periódico desparramado por el suelo. La oficina estaba en el segundo piso de una bonita casa, y había cierto aire de informalidad. Una chica agradable, con acento de Manchester, me pidió rellenar el formulario de rigor, que dejó en una caja, junto a otros. Me comentó que, al ser un trabajo al aire libre, en invierno no había muchos candidatos y podrían llamarme pronto. Cuando me levantaba para marchar, vi un póster simpático en su pared: Estaba Tejero —el del golpe de estado— con el tricornio y pistola en alto, diciendo Everybody to the dance floor (1). Sonreí y le pregunté a la chica si sabía de qué iba la broma. Algo sí que le sonaba de la historia de España, y me preguntó alguna cosa, pero no pude responder porque sonó el teléfono. Me entretuve dando unas vueltas por la crujiente tarima, pensando en cuánto se debe esperar por cortesía para despedirse. Colgó con cara de preocupación, y su mirada se cruzó con la mía. —Tú no podrías empezar hoy, ¿verdad? —Para eso he venido, jefa, estoy listo —dije, haciendo un gesto hacia mi atuendo invernal. Sacó un objeto del cajón, parecía un mando de la tele, y me explicó el procedimiento: tenías que situarte en un cruce, mirando hacia una dirección concreta y según llegasen los vehículos a la intersección, fijarte en qué dirección tomaban y apretar el botón correspondiente (derecho, izquierdo, recto). Era un turno de cuatro horas. Tenía que entregar luego la máquina en una oficina del centro. Nos despedimos y marché a mi destino. Por el camino continué con la lectura. Anaxágoras dijo que en todo hay una parte de todo. Entorné los ojos tras esa frase, mirando las piernas a una chica. Ya había llegado a Marble Arch. Comencé a dar a los botones en aquella tarde helada y gris, beep beep decía la máquina. Al cabo de un rato, divisé a un tipo parado con una bufanda y un abrigo con el escudo del Tottenham. Parecía estar haciendo lo mismo en la esquina de enfrente. Nos saludamos subiendo el brazo libre. Pasó una media hora, luego otra, mi mente iba y venía, hacía rato que no sentía las manos ni la cara. Nietzsche decía que la vida es demasiado breve para aburrirse. Ese señor no era obviamente un Traffic Enumerator a tiempo parcial. —Eh, tío, ¿cómo estás? —De repente, tenía al fan del Tottenham al lado— Es tu primera vez, ¿no? —Joder sí, ¿hay alguna forma de aguantar las cuatro horas? —Bueno, de eso venía a informarte, es mejor tomarse un descanso tío, hace demasiado frío. Además, está empezando a llover. —Está bien, vamos a tomar algo, casi no siento ya la cara. Por aquel entonces, había un hotel en Marble Arch que tenía en los bajos un decente pub irlandés. Pedimos una estupenda cerveza tibia y suspiramos con alivio. —Por cierto, soy George —dijo, movió una pierna, y buscó su móvil—. Me llaman, parece que otro colega también necesita un descanso. —Óscar —dije, y choqué la mano derecha, mientras con la izquierda jugueteaba con los botones de las direcciones. —Parece que va a venir también Tom, un colega que está por aquí —Dio un trago y apretó unos cuantos botones al azar de su máquina—. Que le den por culo a la circunvalación o lo que cojones quieran hacer. Jugueteamos en silencio con los botoncitos beep beep. —Me gusta España —dijo—, yo soy de Kenia. En nuestros países sabemos cómo se las gasta el sol ¿verdad?, buscamos la sombra. Cuando veo a los ingleses quemarse como un kebab, pienso “sois estúpidos tíos”. —En mi país, por desgracia, somos idiotas también. Eres de Kenia, pero llevas aquí toda la vida, ¿no? —Sí –asintió con pereza—. Tengo 48 años. Vine a los 20. Eran otros tiempos, algunas cosas eran mejor y otras peor. Antes no teníamos amigos blancos. Ahora Tom, por ejemplo, es un cabrón ex marine lechoso, pero es mi amigo. Entró un tipo con manos como palas, adornadas con anillos de calaveras y cosas así, casi podía ver sus tatuajes a través del abrigo. Era Tom. Su mirada glacial, sin embargo, se adornó con cierta calidez tras unas pintas. Todos seguimos jugando con la máquina de las direcciones hasta que él dijo: —Eh, tíos, ya se ha terminado el turno, tampoco hagamos horas extras. Nos reímos y continuó. —No tengo nada contra los extranjeros. Tengo amigos españoles y africanos. Solo odio a los jamaicanos. Ellos odian a todo el mundo. —No sé Tom, yo en Brixton voy a un bar de viejos jamaicanos y suelen ser muy enrollados —dije. —Sí, pero mientras se hacen viejos no hay quien cojones los aguante. Cuando terminamos de poner a parir a todas las naciones, salvo a las que estaban presentes, pasamos a las mujeres. —Joder tíos —dijo Tom, que ya estaba muy pedo—, ayer estuve en el entierro del marido de mi amante. Resulta que me estoy tirando a Katie desde hace años, una tía sexy del barrio nuestro. —Señaló a George, que no se sorprendió por la noticia—. Ella está casada, bueno, estaba supongo... Con un tío que bebía mucho, no era mal hombre, pero le daba bien, ya sabéis. Al fin se le jodió el hígado, y cuando te da en el hígado, estás listo, ¿sabes? Se acabó. Bueno, pues el tío la palmó y ayer fui al entierro, Katie insistió, y allí estuve como amigo de la familia y tal. No sé, me hizo pensar. —Joder, lo entiendo Tom —dije, palpándome el costado derecho. —¿Me compráis el Big Issue, chavales? La voz me sorprendió, era un yonqui que había entrado. The Big Issue era la revista de la gente sin hogar. Por lo general, tenía muy buenos artículos. Le alcancé una libra e hice el amago de cogerla, pero la retiró. —Es la última, tío, deja que me busque la vida. —No jodas hombre, encima seguro que te la has encontrado, dame la libra o la revista. Tú eliges —dije. —Elijo que te follen... No le dio tiempo a poner cara de malo, Tom se había levantado y le dio un terrible derechazo en la cara. Cayó inconsciente en el suelo. Un camarero se acercó. —Bueno tíos voy a llamar a la policía, vosotros veréis. —Claro, por supuesto, nos vamos, pero antes vamos a pagar, no somos maleantes —dijo George. Fuimos a Oxford Street a entregar los mandos donde nos habían dicho, firmamos unos papeles sin mirarlos y nos despedimos. Ellos cogieron el metro para Tottenham, pero en un momento de lucidez, pillé el andén contrario hacia Brixton. Al bajar del metro la nieve cubría la acera. Compré una pinta de whisky de malta en la tienda y me la dieron envuelta en papel, como en las películas. Llegué a casa y noté que me temblaba un poco la mano. Era el susto todavía del pub. Dijo Cioran que no debemos dejar a nuestros errores en la estacada, debemos ser perseverantes hasta el final. Cómo me gustaría de verdad creerme que he elegido dar tumbos y no tener planes. Cómo me gustaría por una vez poder ver las cosas de lejos y no estar tan cerca de mi vida. —Eh, te veo muy penzativo. —Era Alberto, mi compañero de piso cubano, que piensa que los españoles lo hablamos todo con la zeta—. He hecho frijoles negros con arroz para cenar, ¿quieres? Alberto era una persona de lo más generosa. Una noche con unas copas nos besamos un poco pero no quise ir más allá. Creo que la cosa homosexual no me va. Y es una pena, porque, como dije, era un gran compañero de piso. —Por supuesto, ¡graziaz! –respondí. --Me too, thanks! —Estaba también Clemens, que completaba la terna. No soy gran cocinero, y Clemens no digamos, alemán e informático. Así que él abrió un vino chileno, mientras yo ponía la mesa. Siempre le hacíamos la misma broma a Alberto, había un tenedor de imitación de plata que le daba escalofríos, decía que era “de muerto” y no quería usarlo. Clem se me acercó con un guiño y cambió el que yo había puesto por el “especial”. Finalmente llegó la olla, todos nos sentamos, y servimos el vino. Esperábamos con expectación el numerito de Alberto, pero esta vez lo cogió como si nada, se acercó a la ventana y lo arrojó. Pensé por un instante que sonaría al rebotar por la calle, pero luego me acordé del espeso manto de nieve que se había formado. En silencio, fue a la cocina, cogió otro tenedor, y se sentó. Clem y yo no pudimos contenernos más y estallamos en carcajadas. —Comiencen ya a comer, cacho cabrones —dijo Alberto, riéndose también al fin— Esa malta que trajo Óscar nos la vamos a beber también. —Así sea, chicos. Como dijo Aristóteles, los amigos no necesitan justicia, pero los justos sí necesitan amistad. Salud —sentencié. Todos brindamos asintiendo, como si comprendiésemos algo. De un modo u otro, los frijoles estaban de muerte. (1) Juego de palabras entre floor, suelo y dance floor, pista de baile. La frase cambiaría de “todo el mundo al suelo” a “todo el mundo a la pista de baile”.
NEOPTERAS
NADA PERMANECE OCULTO Aquella tarde, en la oficina, Marcela gritó que había perdido uno de sus aretes. Repetía que no se trataba de zirconio, sino de un brillante legítimo, herencia de su abuela. Revisamos sin éxito hasta el último rincón. A la hora de la salida, Marcela seguía llorando. Cuando encendí la luz al llegar al apartamento percibí un pequeño destello proveniente de la mesa de la sala. Me acerqué, extrañado. Era un arete con un brillante. Era, además, idéntico al que nos había mostrado Marcela. No lograba explicármelo. Al día siguiente llegué más temprano que de costumbre y lo dejé entre un par de carpetas sobre el escritorio de Marcela. Unos días después fue Javier quien no encontró su pluma de oro. Pero si la llevaba en el bolsillo de la camisa, se lamentaba. Esa noche también encontré la pluma sobre mi mesa. Fui al baño y me paré frente al espejo del botiquín. Saqué la lengua y con el índice bajé el párpado inferior de mis ojos. No sabía qué buscar, pero me pareció el procedimiento correcto para esos casos. Estaba seguro de que padecía de algún tipo de sonambulismo diurno agravado con episodios de cleptomanía. De alguna forma lo que se perdía en la oficina aparecía en mi apartamento. Al día siguiente repetí el procedimiento y dejé la pluma bajo la bandeja de la impresora. Esa misma tarde, María extravió la carpeta con un importante informe. No hubo manera de encontrarla. Según supe, María se quedó hasta la madrugada intentando reconstruir los documentos. Desde luego, la carpeta descansaba con cierta insolencia sobre mi mesa. Mi caso debía ser grave. No recordaba haber tomado la carpeta y, mucho menos, salir de la oficina, dejarla en mi apartamento y luego regresar al trabajo. La situación me sobrepasaba. Un viernes, Martha exclamó que había perdido dos horas de su vida leyendo un aburrido reporte y, un poco después, Antonia, que es casi una santa, se quejó de que el jefe de departamento la había hecho perder su legendaria paciencia. Vaya, pensé, por lo menos no se ha perdido algo importante. Esa tarde, cuando entré al apartamento, me embargó una extraña beatitud. Me sentía como un santo que aguarda con gozo el cercano martirio. La paciencia de Antonia, pensé. En ese instante miré mi reloj. La pantalla digital debía marcar las seis; sin embargo, indicaba que eran las cuatro de la tarde. Eran las dos horas de Martha. Me dejé caer sobre el sillón. En ese instante sonó mi celular. Era un número desconocido. Sabía que se trataba de una oferta de televentas, pero aun así contesté la llamada. El vendedor me ofreció una nueva tarjeta de crédito. Escuché, sin inmutarme, las bondades de la tarjeta. Los cobros tendrán apenas un recargo del setenta y cinco por ciento anual, decía el tipo, no me explico cómo el banco puede afrontar ese nivel de pérdidas. Cuando finalizó su presentación le dije amablemente que no me interesaba el producto. Me había vuelto paciente, no tonto. De pronto se me ocurrió una idea extrema para probar mi recién adquirida paciencia. Activé el cronómetro en mi reloj de pulsera y marqué el número de mi exesposa. Respondió al quinto intento. ¿Qué quieres?, preguntó con un tono de fastidio. Escucharte, dije. La respuesta pareció sorprenderla. ¿Qué quieres qué?, volvió a preguntar. Solo escucharte, repetí, que me cuentes cómo fue tu día, cómo va la relación con tu hermana, la dieta, la oficina, lo que quieras decirme. ¿Estás borracho?, preguntó con un tono de regaño. Lo negué varias veces. Está bien, accedió finalmente. Habló sin parar por más de una hora y durante ese tiempo no me limité a decir ajá o ujú ni a intercalar mecánicamente algunas interjecciones. Realmente estaba interesado en su conversación. Cuando terminó de contarme su día, su voz sonaba más alegre. Si siempre te hubieras portado así, dijo, quizás lo nuestro hubiera funcionado. Es posible, reconocí. Podríamos quedar para tomarnos un café, dijo, ¿qué harás mañana? Depende, respondí. ¿De qué?, me preguntó con una risita. De lo que se pierda mañana en la oficina. No te entiendo, exclamó. Estaba a punto de explicárselo todo cuando sonó la alarma del cronómetro. Ya se habían acabado mis dos horas extras. No te entiendo, insistió. En ese momento sentí una terrible aversión al timbre de su voz. Por lo visto también se me había terminado la paciencia ajena. Te llamo otro día, dije secamente y corté la llamada.
PEQUEÑA ÉPICA DE CIUDAD GRANDE Esa mañana, el Gabacho sintió alivio al descender el declive de césped que llevaba a las canchas de arcilla del club de tenis ubicado en Coyoacán, pues ninguno de los partidos programados había empezado. Observó que, separados por la red, Sergio, su entrenador, y un hombre barbudo —en indumentaria de tenis que le hubiera valido una ovación en Wimbledon— discutían con agresiva pasividad. El Gabacho alcanzó a escuchar lo siguiente: —No, no, no —insistió el barbudo—. Ustedes llegaron tarde y perdieron el partido de singles masculino por default. Si quieren, de cualquier manera, pueden jugarlo en la cancha de atrás, pero el resultado oficial ya está dado. Además, tenemos que jugar el partido de dobles mixto en este momento, porque mi pareja trae el tiempo limitado y, pos, con las tardanzas, no se puede. Sergio, frustrado, replicó: —Ándenle pues, no tenemos más remedio. La verdad creemos que no es justo que, por cinco mugres minutos de retraso, nos hagan perder uno de los partidos. Pero está bien, su casa, sus reglas. Dándose la media vuelta, balbuceando maldiciones, Sergio se dirigió al césped, en donde el Gabacho se había sentado para quitarse los pants, preparándose para el partido de mixtos. Enojado, en voz baja, le dijo al Gabacho: —Mira, Gabacho, quiero que le pongan una buena recia a este barbón, hijo de la chingada de Berben. ¡Le ganan! ¿Entendido? ¡Claro! Como se cree dueño de su pinche club de tenis, el cabrón pone sus propias reglas. Pero también que no la amuele. ¡Nomás por cinco pinches minutos! ¡Ya ni la jode! Así que échale los kilos y dale una mano a la Yula. Ah, y acuérdate de llamarla, Chibis: ya ves que la Chibis no pudo venir hoy y Yula jugará de cachirula contigo. ¿Okey? —Sí, Sergio —respondió el Gabacho, mientras daba pequeños saltos para calentar, y agregó—: Nomás que no friegues, Yula es entrenadora de básquetbol y no tiene la más puta idea de cómo jugar tenis. Y ya sabes que yo soy rete zacatón para irme a la red, pues ya me he llevado algunos pelotazos en los huevos y estoy bien ciscado. —Tú nomás encárgate de ponerle en su madre al cabrón de Berben. Desde aquí te echamos porras —lo animó Sergio. —Bueno, a ver si al menos le puedo acomodar un buen pelotazo. O haré como que se me zafa la raqueta por el rumbo de su cabeza... —comentó el Gabacho, frunciendo el entrecejo, concentrándose en su plan de ataque. —No, hombre —lo interrumpió Sergio—, tampoco quiero que acabemos el día en la delegación. Tú nomás trata de ganarle. Que sufra. Si le ganas, ya chingamos moralmente. Es de los que no sabe perder. —¡Zas! —sonrió el Gabacho, yéndose a la cancha. En medio del primer set, al caminar a la línea de fondo y ponerse a rebotar la pelota varias veces contra la aplanada superficie roja —para calmar sus nervios y alterar los de sus oponentes— aprestándose a sacar, el Gabacho divagaba: «¡Straik uán! ¡Straik tú! ¡Straik trí!... ¡Pinche Yula! Nomás me recuerda al Nicolás Guillén. Puro straik, hombre. Pos si no es béisbol, sino tenis. La cabrona nomás no conecta con la pelota. Y yo con esta condición física de mierda por andar tragando tlacoyos hasta reventar. Ah, pero ahí ando de caliente todos los domingos en la mañana con mi Chaparrita de piña, en el Molino de Flores, antes de la llegada de la chilanguiza, zampándome tlacoyos bañados en manteca y aparte un mixiote para rematar. Cómo me encantan las Chaparritas. Chín, ya se me antojó una, pero la única chaparra que hay en este club es Yula y se me hace muy interesante que no se rasure las piernas, sus espinillas están más peludas que las mías. Tiene buen ver la canija, todo un privilegio desde la perspectiva de esta bendita línea de saque. Lástima que no me pele porque soy más chavo que ella». Tras volver a abanicar al aire, Yula —hoy Chibis—, se acercó en tono cómplice al Gabacho: —¡Gabachito! ¡Gabachito! ¡Dime qué hago! —Sigue jugando como lo estás haciendo, para que esto se acabe pronto. Ora sí nos hundimos mi Yul...Chibis. No me estoy concentrando bien en el juego, estamos arruinando la situación de forma estelar. Así que haz lo que puedas. —¡Qué mala onda, pero sugiéreme algo! ¡Siquiera para perder con dignidad! --Tá bueno —dijo el Gabacho—. Primero vete para la red, porque, hasta por gastar tiempo, el maldito de Berben nos va a querer quitar puntos. Nomás sostén fuertemente la raqueta frente a ti si algún tiro llega por tu rumbo. Además, ponte buza, que en el primer servicio le pego bien recio a la pelota y te puedo golpear en la nuca, al cabo que ya me debes dos pelotazos. Carlos y Edgar, compañeros de equipo de Yula y el Gabacho —todos ellos representando a su gloriosa, pero modesta, escuela de agricultura ubicada, a media hora de la capital—, sentados en la tribuna natural que ofrecía el césped al lado de la cancha, observaban la masacre. Edgar espetó: —¡Vamos Gabacho! ¡Tú puedes! ¡Aviéntate un as! —tras esto, le susurró a Carlos—: Estos jaitones son bien delicados, ¿No crees? —¿Qué es eso de jaitones? —preguntó Carlos. —¿No sabes? Los de la high society, los de la alta, de la jái. Los que vienen a estos clubes de tenis, nuestros anfitriones de hoy. No la gente de mi rancho. —Ah, esa no me la sabía. Pues más que delicados, arrogantes. Eso de quitarnos un partido por unos cuantos minutos de retraso está muy mal. ¿Cómo la ves con esta pareja dispareja? —preguntó Carlos. —¿Yula y el Gabacho? No hombre, este partido ya lo perdimos por definición —señaló Edgar. —¿Perdimos? ¡Perdieron! —sentenció Carlos—. El Gabacho le está poniendo todas las pelotas facilitas al Berben y este le tira unos remates endiablados a la pobre Yula. Parece péndulo el hombre, corriendo de un lado a otro en el fondo de la cancha. ¡Mira! ¡Ya se volvió a meter a la jardinera! ¡Pinche Gabacho! —se reía y lamentaba Carlos, meneando la cabeza—. Esto ya valió lo que se le unta al queso. Ya perdieron el primer set seis a uno, orita se los escabechan en el segundo. —El Gabacho ya se ve medio cansadón —comentó Edgar—, eso de andar corriendo por todos los confines del universo canchístico tratando de contestar las pelotas que Yula está abanicando al aire, pos al final sí fatiga. —Pos también Sergio —se quejó Carlos—, ¿cómo se le ocurre meternos en este tipo de torneos entre clubes de la Ciudad de México con los jaitones? La Chibis es la única que tiene idea de lo que hay que hacer en la cancha y, para variar, no vino hoy. Entonces tenemos que andar buscando cachirulas como las Sánchez o Yula, que de plano necesitan una valla de concreto para protegerse de los pelotazos que les atizan cuando les toca jugar. —Ya, no seas hojaldre —le reconvino Edgar—. Las Sánchez le meten mucho esfuerzo y entusiasmo. Si no fuera por ellas, ¿cómo cubriríamos los partidos de mujeres? Por cierto, ¿ya te fijaste en el servicio de la señora, la pareja de Berben? —Sí, ¡no manches! —contestó Carlos con una discreta y burlesca carcajada—. Es como si se fuera a sacar un conejo de la axila cuando levanta la raqueta. ¡Qué botanón! En eso, Sergio, que se encontraba parado al lado de ellos, les llamó la atención: —Shhhh... Ya cállense, si no, nos van a querer quitar otro punto de partido. —Uh —dijo Edgar, con una pizca de sarcasmo—, ni que estuviéramos en Roland Garros. Pero total, nos callamos. ¡Chitón! Un tanto arrepentido por haber intentado asesinar a la pareja tenística de Berben mediante un tremebundo pelotazo, el Gabacho ponderaba: «¡Jijos! ¡Ora sí que me barrí a la señora! ¡Pobre! Lo bueno que la señora, ¿será señorita? Jijos, otra vez ando de caliente. Concéntrate en tu jodido juego. No creo que señorita, se ve media cuarentona. Y bueno, ¿que chingaos tiene que ver si es señorita o no? Total, la pobre hace lo que puede. Eso sí, le saca más a los pelotazos que yo». Instruyó a Yula: —Mira, Yul...Chibis, tienes que tratar de enviarle pelotazos a la señora, está más nerviosa que tú y yo juntos. ¿Puedes hacerlo? —Pues lo voy a intentar Gabachito —respondió Yula con cierto entusiasmo, mientras ambos se dirigían a la línea de fondo. —Tú nomás apunta bien y yo trataré también de enviarle los tiros hacia ella —dijo el Gabacho, empezando a crear una estrategia—. Tú corres bastante bien y, en una de esas, hasta nos podemos emparejar en el marcador. Que sude la gota gorda el tal Berben para ganarnos el punto. Órale Yul...Chibis. ¡Póngaseme lista! ¡O, de perdida, ponle la raqueta enfrente a lo que se te venga! Carlos, con una rodilla en el césped, como si esperara su turno al bat, exclamó: —¡Otro piñatazo de la Yula! ¡Parece que no llenó con las posadas de diciembre! Y el Gabacho más bien parece cácher. Mira, ahí va la Yul...Chibis otra vez a conferenciar con el Gabacho. Yo por lo menos ya la hubiera regañado. Ya sabes cómo nos regaña ella cuando nos está entrenando, quesque para mejorar nuestra condición física. —Más bien tísica —opinó Edgar—. Lo que pasa es que el Gabacho anda de chilecaldillo con la Yula, pero ella no lo pela. Fíjate cómo se le queda viendo al botecito de la Yula cada vez que ella se pone lista para el saque del Gabacho. Por eso ni la regaña... ¡Sopas! ¡Le pegó en la mera nalga! ¡Mira cómo brinca la Yula por toda la cancha sobándose, parece impala! Carlos y Edgar trataban de contener la risa, y hasta Sergio también. —¡Pinche Gabacho! ¡Nomás se puso colorado el güey! —comentó Carlos, mientras se cruzaba de brazos para no agitarse tanto. —Ora, ¡no se rían carajos! —intervino Sergio, luchando por poner su cara de entrenador—. Hay que solidarizarse con los nuestros. —Ay Sergio, —se limpiaba una lágrima Edgar—, es que no nos podemos aguantar y tú también estás que te meas de la risa por dentro. —Ya, calmados, ¿eh? —ordenó Sergio. Mientras tanto, en la cancha: —Discúlpame Chib...Yul...Chibis —expresó el Gabacho, mientras en su interior se decía: «Qué ganas de sobarle la pompa». —No te apures Gabachín, es parte del juego, ¿no? —dijo Yula, mientras se sobaba la nalga derecha, al tiempo que le insultaba a su puta madre al Gabacho en lo más recóndito de su mente. —Pos sí, —confirmó el Gabacho, diciéndole—: pónteme un poquito más abierta para que ya no te vuelva a sonar. De seguro el Berben te va a mandar la contestación por tu rumbo, pero ahora con saña, porque estás escamada con el bolazo que te acomodé. Nomás agáchate y escúdate con la raqueta cuando nos la contesten, a ver si la retachas. No trates de hacerle a la volea ni al remate, así tendremos más posibilidades de ganar el punto. Tras regresar de ir al baño, Carlos preguntó: —¿Cómo van nuestros héroes de pacotilla? Parado, más atento al juego, con las manos entrecruzadas sobre la cabeza, Edgar le informó: —Increíble, van ganando el segundo set cuatro juegos a dos. El Gabacho se ve cansado, pero parece que la señora de los conejos axilares está aún más cansada. Con un poco de suerte, podrían empatar el partido si logran arrebatarle el segundo set a Berben. Sorprendido, Carlos observó: —El Gabacho ya empezó a pujar al momento de sacar. Eso quiere decir que el condenado por fin ya está entrando en ritmo con su servicio. ¡Ya era hora! Con un dejo de acusación, Edgar agregó: —Como andabas en el baño, no viste que Yula hizo unos buenos tiros de dejadita que les ayudaron a decidir tres de los juegos a su favor, no importa que ella agarre la raqueta como canastilla de lacrosse. Tal vez está aplicando alguno de sus conocimientos, pues también es entrenadora de vóleibol, aparte del básquet, y creo que le está funcionando. Esto se está poniendo interesante. Mientras tanto, en la cancha: —Ya empatamos mi Chibis. ¿Cómo la béisboleas? —dijo el Gabacho, sonriendo. —¿Tú crees que tenemos chance de ganarles? —preguntó Yula, con un pequeño brillo de esperanza en los ojos. —Sí —contestó el Gabacho con cierta seguridad—. Nomás es cuestión de que no nos secuestren los nervios. Te prometo que ya no te volveré a pegar cuando saque. —No te apures Gabas, ya ni me duele —sonrió Yula, provocándole al Gabacho una inesperada y momentánea arritmia en el corazón. —Bueno, ora sí —confirmó el Gabacho, con el pulso repuesto—. Tratemos de enviarle todos los tiros que se pueda a la señora. Creo que el Berben está bien enchilado. No sé qué tanto le dice a la señora, pero me da la impresión de que ella no le cree nada y también ella se ve cansada. Vamos a subirle todo el voltaje Chibis. ¿Zas? —¡Zas! —contestó Yula con un guiño, dándole otro pequeño revolcón a la bomba hemoglobínica del Gabacho. En ocasiones, el Gabacho era capaz concentrarse tanto en el partido como en sus pensamientos: «Sí que está enojado el Berben. Nomás está pide y pide silencio, y ya van dos veces que avienta la raqueta contra el suelo cuando mete la pata. Creo que, si pudiera, le aventaba la raqueta a la señora. Presiento que sí les vamos a poder poner en toda su progenitora. Vamos a cumplir nuestra misión. Tenemos que aprovechar la ventaja pepsicológica. Berben ha de ser un pésimo jugador de póquer, no disimula nada. De veras que, como dijo Sergio, no sabe perder. ¡As de la Yula! Ojalá que siga sacando así para robarles el partido a estos tales. ¡No, así no! ¡Chibis! ¡Chin! ¡Ya se emocionó! Se le subió el momento a la cabeza y ya empezó a tratar de rematar por todos lados». El Gabacho se frustró: —¡Calmada! ¡Chib...gada madre! Sergio, Edgar y Carlos se encontraban ahora todos de pie en el césped, con los brazos cruzados, como tratando de frenar la tensión que se les había metido en el cuerpo, el partido los poseía. No solo a ellos, sino también a los jugadores del equipo rival, a otros miembros del club, incluso a uno de los meseros con las bebidas; hasta la Ciudad de México entera parecía haber entrado en sobrio recogimiento, como dándole un ápice de respeto a la acción que el evento emanaba. Sergio concluyó: «Ya se nos aceleró la Yula». —¡Tranquila, Chibis! —exclamó, mientras pensaba: «Se está creciendo el Berben. Ya les metió sendos ases a los dos jumentos. No conectan ni una. Cinco a cuatro en el tercer set. ¡Ya valieron! ¡Ya valimos todos! Bueno, siquiera le echaron ganas e hicieron sudar al Berb... ¡Santo pelotazo al Gabacho! Lo bueno es que está cachetón y espero que eso le haya amortiguado el golpe». —¡A ver! ¡Tiempo! —pidió Sergio, haciendo una T con las manos mientras caminaba hacia el golpeado—. ¿Estás bien Gabacho? —Sí, Sergio, nomás me arde el cachete y no me duele tanto como en los blanquillos. Denme un par de segundos. —El puñetas de Berben no quiere —dijo Sergio, mirando hacia Berben, que a su vez hacía señas para continuar—, tienes que seguirle. —Pues órale —dijo el Gabacho—. Aprovecho el enchilamiento del pelotazo para desquitarme. Dirigiéndose a Yula, a su lado, dijo: —Yula, tienes que calmarte. Le tenemos que echar sangre fría a este guisado. —Es que me siento requetebién ahorita Gabas —dijo Yula con entusiasmo—. Déjame seguir jugando como lo estoy haciendo. --Tá bueno pues —respondió el Gabacho, hablando más con las hormonas que con el cerebro, mientras se sobaba el cachete—. Al cabo que no se acaba el mundo si perdemos. Sergio, algo deleitado con la actitud de la pareja, reflexionaba: «Qué bueno que le tocó sacar al Gabas. Le está dando a la pelota con toda su madre y hasta con la mamá de Yula también. Y la Yula ahora sí que se está haciendo a un lado. ¡Híjole!». Edgar reportó: —Ya empataron a cinco en el tercer set, Sergio. No, si está bien enchilado el Gabacho. Ni siquiera le da oportunidad a Yula de tocar la pelota. A ver si no avienta la raqueta al entrecejo de Berben. —No, no creo que lo haga —dijo Sergio—, el Gabacho nomás ladra. Un rato después, incrédulo, Sergio exclamó: —¡Punto para partido! —¿Ya? ¿Tan pronto? —dijo Carlos sorprendido, tras dejar de observar a una bella joven jaitona pecosa de ojos azules, a la que estaba considerando echarle los perros—. ¿Cómo lo hicieron? Son la peor pareja de tenis mixto que he visto en mi vida. Sin hacerle caso, Sergio se dijo apenas perceptiblemente: —No sé cómo se me ocurren estas estúpidas ideas de meterlos a este tipo de torneos para que se fogueen. Me va a dar una úlcera por puro amor al arte. Después de sacar, Berben le pegó a la contestación del Gabacho con un tiro flojo elevado, un globo. Su idea era ganarle el tanto a la Chibis pasando la pelota muy por encima de ella para que no la pudiera contestar. Pero Chibis tomó la raqueta con sus dos manos, desplazándose hacia atrás, levantó sus codos lo más alto posible —de tal forma que la cabeza de la raqueta le tocaba los omóplatos—, lista para dar el piñatazo más espectacular que se haya visto en la historia del tenis. El Gabacho no pudo hacer nada, un grito —¡déjamela!— se quedó atrapado en su garganta. Chibis estaba en mejor posición para rematar. Al ver la preparación de Chibis para dar el golpe, el Gabacho decidió que ya estaba perdido el tanto y mejor se dedicó a estudiar el primaveral y saludable físico de su compañera de juego. Chibis, pareció usar toda su técnica de básquetbol de la que era dueña para levantar el vuelo con un salto inesperado. Emitió un gran pujido, como los del Gabacho al sacar, que acompañó el movimiento de sus brazos en el intento de asestar el colosal golpe a la pelota que —grácilmente— pretendía pasar por encima de ella. El esfuerzo no fue suficiente. Sin embargo, la punta de la raqueta rozó con firmeza la velluda superficie de la pelota amarilla. Y, sin que este fuera el objetivo, la pelota agarró un efecto giratorio brutal en reversa de tal modo que, casi por encantamiento, flotó, zumbando, en dirección a la cancha de los oponentes, apenas al otro lado de la red frente a Yul...Chibis. Al rebotar en el suelo de la cancha contraria, el formidable efecto de reversa que llevaba la pelota hizo que esta se devolviera de inmediato —pasando por encima de la red, sin dar oportunidad a los oponentes para tocarla— a los pies de Yula, quien reaccionó, e intentó pegarle nuevamente. Pero sólo abanicó al aire. La pelota se fue rebotando tranquilamente hacia el fondo de la cancha hasta detenerse en la pared más allá de la línea de saque. Inconscientemente, todos se quedaron inmóviles por un momento —mientras sus sinapsis procesaban lo que acababa de pasar— envueltos en otro breve silencio que, como un pequeño homenaje, les brindó la ciudad. No muy seguro, el Gabacho dirigió su mirada a la derecha, e, inquisitivamente, pensó: «¿Por qué están saltando Sergio, Edgar y Carlos? ¿Ganamos? ¿A poco sí ganamos?». —¡Ganamos mi Yul...Chibis! —le gritó a una Yula que corría hacia él, con los brazos abiertos, borboteando de felicidad. Glosario ¿cómo la béisboleas?: ¿cómo la ves? andar de caliente: excitado andar de chilecaldillo: obsesionado blanquillos: testículos botanón: divertido botecito: trasero cachirula: impostora cácher: jugador que atrapa la pelota que envía el lanzador en un partido de béisbol canija: desgraciada, sentido admirativo chaparra: mujer de baja estatura Chaparrita: marca de bebida mexicana chilanga: persona originaria de la Ciudad de México chilanguiza: multitud de personas de la Ciudad de México ciscado: traumatizado con toda su madre: con todas sus fuerzas de perdida: por lo menos default: por abandono dejadita: golpe leve con raqueta para que la pelota pierda potencia y sea difícil de alcanzar delegación: oficina de la policía echar los perros: coquetear echarle los kilos: esforzarse enchilado: enojado enchilamiento: ofuscación escamado: con miedo tras sufrir un susto güey: persona tonta hojaldre: eufemismo de ojete, mala persona, persona despreciable jardinera: maceta grande, generalmente alargada, que contiene plantas de ornato jijos: asombro le saca: le teme más chavo: más joven me barrí a: destruí a mixiote: carne de borrego cocida al vapor envuelta en la cutícula de pencas de maguey no friegues: no fastidies no pelar: no hacerle caso a alguien que tiene un interés romántico en uno no manches: eufemismo de no mames, expresión vulgar de asombro o incredulidad pants: pantalones deportivos piñatazo: dar un golpe con un palo en forma similar al intento de quebrar una piñata pompa: nalga poner una buena recia: dar una tunda o paliza ponerle en su madre/progenitora: dar una tunda o paliza ponte buzo: ponte alerta posadas: fiestas previas a la navidad en las que se quiebran piñatas puñetas: masturbador, infame que no la amuele: que no perjudique la situación retachar: contestar escabechar: matar, eliminar, en este caso derrotar singles: individuales sonar: pegar tlacoyo: tortilla gruesa ovalada de maíz rellena de frijoles, comida de la calle turno al bat: en partidos de béisbol, el turno del jugador para tratar de batear la pelota, a veces el bateador espera su turno con una rodilla en el suelo valer lo que se le unta al queso: valer nada, perder ya chingamos: ya triunfamos ya ni la jode: maldición de frustración ya valieron/ya valimos: ya perdieron/perdimos, ya no hay esperanza zacatón: cobarde
LA BOINA
EL RECIPIENTE A Ángel Guinda Usando a los muertos como si fuesen talismanes fue al principio motivo de muchas discusiones y si lo hicimos nosotros o no, resulta ahora ya una menudencia, pues no habiendo hecho más que abandonarnos, sin duda él, sí ha terminado por hacernos a nosotros encendiendo el agua con la chispa del tormento y cerrando el bar donde se emborrachaban los ángeles. Tampoco fue nada que nos sorprendiese. Habiendo comprendido que las nubes son la espuma del universo, empezamos a dar a luz a futuros cadáveres. Cuando atardeció sobre nuestras cenizas y la tierra escuchó el clavarse su cuerpo en nosotros, lo vimos bajo nuestra piel, bajo nuestros huesos y tendones y se irguió como un hígado negro que lo tapó todo, como único asidero de la vida monstruosa, como si al perder nuestra carne los pájaros atravesaran el aliento del calcio. Pasamos meses ponderando los pros y los contras, meciendo las dudas entre interrogantes y suplicios, aspirando a ser músicos de la palabra que escribiesen con una botella de champán sus propias Biblias, pero el vacío ya estaba en nosotros y a pesar de los intentos de cotejar las impresiones que nos causaba la contemplación del artefacto y de los intentos de poner en común las impresiones que provocaba, nada en nosotros inspiraba ya confianza. De manera muy lenta empezó a roncar la tierra desbaratando a los árboles que, vencidos, cedían terreno como jugadores de rugby pereciendo testarudos e inútiles a la vez que las formas rectilíneas se erguían arañando la noche. Mientras tanto, un sonido de fondo llamado angustia salpicaba la alfombra de caparazones por la que avanzaba la monstruosa geometría del plástico. Ominosos muros lisos como una lápida crecieron violentos como la carne metálica, arrasando los cultivos de nuestros estómagos como una plaga de langostas y pronto empezamos a constatar la ausencia de piezas, bloques o elementos que los constituyeran, así como fisuras, marcas, aristas o rendijas. Las discusiones se enredaron como los oscuros peldaños que descienden hasta el magma del planeta, hasta el corazón mismo de los hombres y jugamos en cisternas de crudo olfateando los propios desperdicios como último bastión de la fobia congénita. Y el implacable molino de todas las miserias dejó resbalar el argumento, como un muerto que teme caer en el olvido. Hicimos comités, grupos, meetings, asambleas, conferencias y clases magistrales... Hicimos tratados, ensayos, documentos clasificados, estudios e informes... El argumento. De un día para otro las barbacoas de piedra dispuestas en fila formando un cementerio de pequeños incineradores, los olores de animales quemados como un escondite furtivo, el hedor de la madera ardiendo, de la cebolla rancia, de patatas mohosas, dieron paso a un ejército de veranos que descansaban ruinosos como tumbas desheredadas y al pequeño chiringuito abandonado demasiado aprisa. Los monstruos huérfanos como un carro de supermercado se quedaron sin refugio. Los conejos, las comadrejas, los zorros y otras bestias se expandieron por la escayola del labio y firmaron en la conciencia del mundo y sangraron y sangramos por el miedo a envejecer y a transformarnos, por el pánico a mirar en el espejo y no ver más que un cristal. Paredes de arena soplaban sobre el agua quieta, sobre el impostor líquido negro y denso que había desplazado al lago. Y los niños tras las ventanas del útero estaban tapados con lonas, con todos los árboles detenidos entre el firmamento y el barro, congelados en sus retorcidos brazos de madera, exhibiendo sus arrugas, acometiendo una fotosíntesis secreta. Sólo la polifonía del tornado deslizándose a través de las hojas, zarandeaba la tarde, esa en concreto. Nadamos sobre aquel fondo azul, tan oscuro que casi podía verse el agua que lo cubría como un cadáver. Nadamos por nuestra mudez y por nuestra ausencia plena de menstruaciones, por nuestro secreto lamiendo el fuego, borrando con la saliva el sonido etílico de nuestras gargantas. La arena giraba bajo nuestros pies y el viento nos levantaba sin empatía, con la furia de un reactor nuclear, sentíamos nuestros brazos tirados por caballos voladores, extendidos como velas, como alas. Y nuestros cuerpos se quebraron como ramas secas. La enorme masa de agua se hundió como cadáveres en la fosa común que bailan contra la lluvia y caen rabiosos por el árbol que se alimenta de ellos. Brotaron los cipreses de nuestros corazones impidiendo sus raíces los latidos. La madera nos ahogó como a los muertos. Y el agua, como digo, empezó a esfumarse, a secarse, a desaparecer por un enorme desagüe imposible, desnudando al lago y mostrando sus secretos. Miles de peces boqueantes, embarcaciones enfermas, malheridas, árboles putrefactos, casas en ruinas, cadáveres metidos en bolsas y atados a piedras enormes. Chatarra, vergüenza y culpa. Fue el viejo el primero en sumergirse en aquel cieno y, al volver, sus ojos blancos como dos bolas de grasa confesaron el discurso ambiguo del párroco bisexual y hambriento y nos dijo que la bestia golpea la sonrisa de un piano con una maleta repleta de barbitúricos y nos dijo que la radio se ahoga en la acequia de la rutina sintonizando el hastío con las últimas melodías de una escalera directa a la luna y nos dijo que un ser que no tiene nombre confiesa a los hombres que en el fondo sabe bien nuestra sangre. En menos de una semana el lago era un recipiente de plástico casi tan negro como nuestros deseos. Tampoco pasó de repente que la abominable selva de luces, los enormes cultivos de asfalto, los hormigueros sin techo donde vivían los hombres, cayeran enfermos como alacranes y sufrieran la convulsión de la crisálida. Así, los edificios se desmoronaron como gigantes tetrapléjicos, como si millones de termitas hubiesen devorado las piernas de los rascacielos. La curvatura del espacio-tiempo engendró una anormalidad oculta por una superficie hermética. Una profecía autocumplida de las ecuaciones del campo de Einstein. Las odiseas venideras disgregaron el territorio del Recipiente infausto del resto del universo y a partir de ellas ningún átomo pudo huir. Esta ondulación había sido meditada por la indeterminación universal que profetizó la existencia del Recipiente y fue su eminente estrella. Stephen Hawking, Ellis y Penrose presagiaron varios teoremas primordiales sobre el sobrevenir y sobre la geometría de los Recipientes. Imperator, Cancellarius, Hierofante, Hierofante anterior, Praemonstrator. Estrado y Bandera del Este... Pilar Negro, Hegemon, Pilar Blanco... Stolistes, Pan, Sal, Rosa, Vino, Lámpara roja, Dadouchos... Bandera del Oeste, Hiereus, Kerux, Centinela... Cuando estuvimos congregados y vestidos, el viejo, que ahora era el Hierofante, dio un golpe y los oficiantes se levantaron. Nosotros no nos levantábamos excepto en las adoraciones al Este o cuando se preguntaba por los Signos. Tampoco hacíamos nunca circunvoluciones con los oficiantes; pero cuando teníamos que movernos por el Recipiente, lo hacíamos en la dirección del Sol y hacíamos los Signos del Neófito cuando pasábamos por delante del Trono del Este, estuviese o no el Hierofante en él. El Signo de Grado se hacía en la dirección del movimiento excepto cuando se entraba o se salía del Recipiente, que se hacía hacia el Este. No tardamos en comprender cuán sepultados estábamos en nuestros colchones y empezamos a sentirnos muy cómodos dinamitando los versos en aquella procesión de cristos que vociferaban a dioses sin orejas y que escalaban la piedra, pues el pus era ya certeza en nuestra oscuridad. No tardamos nada en ver, como digo, que los dioses adoran a hombres oscuros y que los hogares, las casas y en definitiva todos nuestros edificios, eran el rincón de la sal que acechaba nuestros zapatos, más puros que el excremento o que nuestros sudores ceremoniales. El Hierofante, con sus ojos en blanco, se ponía en pie sosteniendo el cetro con la mano derecha y la Bandera del Este con la izquierda. El Kerux se desplazaba hacia el Noreste con lámpara y vara. Seguían después el Hegemon, el Hiereus con bandera y espada, el Stolistes con la copa, el Dadouchos con el incensario y finalmente el Centinela con la espada. Se alineaban todos por este orden detrás del Kerux que conducía la procesión y al pasar por delante del Hierofante cada uno hacía los signos de Horus y Harpócrates. Las caras espectrales desplazadas en el tiempo, alargadas hacia atrás como el cuerpo de una mantis que alcanzara las glándulas del reactor nuclear mucho más aprisa que con el caucho y la chatarra, empezaron a viciarse, a engancharse al nuevo fentanilo, a las paredes flexibles y dúctiles, a las negras geometrías etéreas y casi traslúcidas y en definitiva, a resbalar por las autopistas con aquellos recipientes de plástico negro. Atrás quedaron cementerios de hormigón, esqueletos de chatarra y deshechos de metal, momias de cemento y asfalto. A vista de pájaro, nuestras ciudades parecían nidos de termita destrozados por un oso hormiguero. Nos acurrucamos en el Recipiente, volamos con el Recipiente y nuestras casas crecieron en sus labios, expoliando nuestro abdomen en el vacío de la arrogancia, en esa delgada línea que separa la conjunción del destino y aunque nuestro fulgor intentase exorcizar a los poetas blasfemos y no fuese más que un eterno pulgón hablando sánscrito, siguió deglutiendo el mundo por interminables laberintos de mierda. Para asegurar su propia supervivencia en los tiempos de la desesperación del éter, el Recipiente expelió células especializadas, resistentes a la radiación ultravioleta, a la aridez, al entusiasmo... Y las depositó con sumo cuidado en el suelo y en el agua donde sobrevivirían durante milenios. Y nosotros las respiramos, respiramos el polvo amarillo. A partir de entonces, algo vivió dentro de nosotros que no era nosotros mismos y empezamos a enamorarnos de la simpatía de las moscas, de sus ojos helados, profanos y bastardos. Porque para aburrirnos con la pureza, creímos preferible rebanar la esperanza con un martillo neumático y secar nuestras lágrimas de barro. Las mujeres en el Recipiente, los hombres en este otro. Niños y niñas en este y en aquél. Perros y gatos en el otro. Estábamos tumbados en la camilla, teníamos tanto frío que tuvimos que redimir a la madre de los nervios del lobo, nuestra temperatura corporal comenzó a subir y apareció la fiebre provocada por la ingesta de fentanilo. Empezamos a notar esos odiosos movimientos en nuestros vientres y comenzaron a moverse de forma autónoma, nos sedamos el alma y nos esterilizamos los pecados, antes de correr a por nuestros diagnósticos terminales por toda la infinitud congelados, como los ojos del conejo. Nuestro interior era un mar cuyas olas rompían en nuestros vientres. Nuestro interior era la cal y la herrumbre que habitan nuestro desierto. Nuestro interior era el lenguaje para comprender a Dios. Estuvimos en un mundo tan llano que el viento no sabía qué golpear, y mientras, los muertos padecían insomnio y los pubescentes artefactos que exudan como cabezas sobre los coágulos de la carne seguían proliferando junto con los temblores de piernas y sobre todo de brazos. Ahora sí que empezaba a llegar el momento... Los dolores cada vez eran más intensos y fuertes, y de repente nos tuvimos que abrazar a la sed del pájaro que busca la razón de sus tormentos en el estudio molecular de su excreción y empezamos a hacer movimientos circulares con la cabeza, sintiendo de una forma muy intensa un océano de roca, engullidos por el semen obtuso de los niños, derrumbados como el insecto en el abdomen aullador de sus enjambres. Nos quedamos en el Recipiente como cucarachas anquilosadas. Venía algo, ¡lo sentíamos! Empezamos a notar que nos salía... Era como el asfalto que pesa sobre el silencio y como el campo gravitatorio del bosque que atrae a la bestia con la ferocidad de la baba. Teníamos el calor de la arboleda que se arrastra por el corredor infinito y le suplicamos a Dios que nos soplara en la cara y seguimos con los movimientos de ese dolor que dirige los helicópteros de la mente y diluvia en el corazón de los difuntos, cuando la anciana piedra, prostituta tranquila, fruto viejo del hombre, cae en la fosa como el cigarrillo violado por los pulmones. Notamos toda su geometría dentro de nosotros. La estrecha sombra del feto en el Recipiente. Perdimos literalmente la sustancia y empezamos a flotar, de rodillas en la tristeza, como un dolor de aborto y caímos en la mirada de Dios y en la baba del pene que gotea sobre el Verbo para darle brillo. Nos vimos a nosotros mismos tendidos e inertes en el cuenco plástico con los frutos exiliados del viejo bosque, cuando caímos en la fosa madura y nuestra lluvia descalza rellenó los pulmones dentro del pantano. Pero la visión cada vez era más difusa porque no parábamos de coger altura. Fuera de nuestros cuerpos, tendidos en el Recipiente boca arriba, mientras flotábamos sobre él y observábamos todo lo que ocurría a nuestro alrededor. Inútil sería afirmar que fuimos devorados, que lo fuimos, como inútil sería afirmar que fuimos substituidos, que lo fuimos. Nuestras ciudades masticadas por enormes Recipientes y el lago reemplazado por un aún más enorme, rectilíneo y profundamente negro Recipiente impostor. Un polvo amarillo que flotaba y se introducía en nuestra carne y nos tiznaba desde dentro y nos hacía gritar en orgasmos convulsivos. Un polvo amarillo que se enchufó a nuestras conexiones sinápticas y nos sometió a esta burbuja virtual. Es hora de arrancarse la piel del pasado, ya que la muerte es un viaje por el tiempo y nosotros somos un velo que hoy respira mucha de la electricidad, de esa que las estrellas que no nos necesitan, vomitan sobre los hombres que aprendieron a hablar con los muñecos. Y así nuestro llanto, le es indiferente al vasto universo.
GÜEÑEGÜEÑE I Es el primer día del verano; la primera tarde y la primera luz. Estoy junto a Samara, pero tan solo es pasajero. Su vida parece tan vacía como la mía, o quizá incluso más. Sé muy bien que habría otros tipos que se alegrarían por ello: de que su ex esté peor que ellos. Son mediocres y tristes gentes. Aunque, no sé... Tal vez no puedan evitarlo. En todo caso, agradezco no ser así. Llegamos a la pasarela y en su estrechez nos arremeten Bruce y el resto de su tropa. A veces aún detesto que mi hijo lleve ese nombre, que yo hiciera esa concesión. Hoy es de este modo, quizá porque Bruce corre por la pasarela y demuestra ser uno más del barrio. Como yo, pero nunca como su madre. Al menos no del todo. Ella era una estrella venida desde el Oriente cuyo brillo nunca terminó de encajarnos del todo. Pasaban los años y aún parecía que estaba de veraneo. Salvo que no es justo que sintiésemos eso, porque no lo estaba. Porque, por mucho que sus costumbres fueran en gran parte foráneas, hacía todo lo posible por adaptarse. Sin embargo, ¿quién logra controlar lo que siente? Desde luego, yo no. —Voy con tu padre a tomar un té y luego para casa... —dice Samara. --a casa irá sola-- —...Ten cuidado y no saltes desde las rocas. —¿Un té con este calor? —espeta uno de los miembros de la tropa con retintín. Creo que le llaman Piggy. El pobre maldecirá una y otra vez esa ocasión en la que pusieron El Señor de las Moscas en clase. —El té es muy saludable —asegura mi esposa (que no mi pareja) con desidia y aires franceses. —Valeeeee —dice Bruce, expresando un considerable hartazgo. Y, pese a todo, si su madre no lo advirtiese por enésima vez, estoy seguro de que lo echaría de menos. Luego me mira, porque sabe que debo decirle algo. Pero no es así exactamente. Le meso el pelo. —Diviértete y no la líes. Te recogeré el viernes... —Quería venir a la playa... Y el domingo es el cumpleaños de Itahisa —asegura señalando en su dirección. Es una chica algo larguirucha que le saca media cabeza a casi todos. Esta asiente en mi dirección. —El sábado iremos a la playa... A Los Jables. Puede venirse alguno de estos contigo si quiere. Siempre que les den permiso. Y el domingo podemos venir por aquí un rato. —¡Vale! —grita, aliviado. Y sale disparado. Samara mira cómo se alejan con cierta preocupación y luego me mira a mí de un modo que no sé si quiero desentrañar. Pero yo me asomo a la pasarela y nos veo a ambos corriendo en dirección a la playa hace ya tanto tiempo... Veo el agua verde turquesa de los charcos, siento el musgo resbaladizo que amenaza con hacerme caer una vez más, y oigo la cháchara de mis amigos y del resto de los bañistas a lo lejos. Pero sobre todo veo a Samara... Sobre todo la veo a ella. Tal como fue. Volviendo la vista hacia mí y sonriendo bajo el sol sin motivo aparente. Despertando mi alma a las mayores empresas y desvelos. II Para chavales como nosotros, tan arraigados a una minúscula porción de tierra marinera (de patria), el invierno y el verano representaban una diferencia tan marcada, tan dramática, como la distancia entre la noche y el día. No, eso no. Tal vez como encontrarse sano y salir a pasear, sentir la brisa, ser partícipe del bullicio, de la vida del pueblo y su rutina (y aquello que marca su rutina y provoca excitación)... Y, por otra parte, el encontrarse enfermo y no poder ni abrir la ventana, no tener ni apetito, andar con la mente mortificada en los achaques... Me he hecho mayor. Y aunque mi rango de movimiento es mayor (y hasta hace poco lo era por muchísimo) siento que mi mirada se ha estrechado. Todo se estabiliza, pero pierdes muchos colores; muchos matices. Eso es lo que pasa con la edad: el tiempo se escurre, las distancias se acortan y se acepta lo que un día fue inaceptable. Güeñegüeñe era un pequeño poblado pesquero, tan antiguo como la presencia humana en esta isla. El topónimo le viene dado por el particular sonido que la pardela cenicienta hace durante la noche. Y del hecho de que llegaron a vivir por cientos en la zona, logrando con sus coros que las noches fuesen más vivas aún que las mañanas. Y mil veces más extrañas. Viven en los agujeros de las laderas y eran tema de conversación. En la escuela se reían mucho de los que vivíamos por aquí y se sorprendían de que alcanzásemos a conciliar el sueño con semejante algarabía. Tras decaer notablemente debido a las agresiones sobre su hábitat, hoy la colonia vuelve a estar en plena forma. Quizá más felices y con total seguridad más libres. Ellas nos salvaron. Se lo merecen. Primero estaba el poblado, en las cuevas de la ladera. Luego llegó la conquista y se pasó a pescar con caña y pequeños barcos de madera. Posteriormente el puerto se expandió y la capital casi nos absorbe. Y ya no quedaban sino seis o siete barcos, tripulados por algún sentimental ocioso y los cuatro jacosos entrañables que todo el mundo conoce. Pero desde la playa y desde nuestras casas terreras no se veía el puerto, ni los grandes cruceros, ni los yates, los ferrys o las fragatas de guerra. No... Tan solo nuestros pequeños barquitos de madera calafateados en mil ocasiones y las acechantes gaviotas. La gaviota es un animal que nunca debe ser tomado a broma: resistente, independiente y sin miedo. Antes de nacer yo hicieron dos edificios de hasta seis plantas, feos como la madre que los parió. Grises y con una desastrada de balcones de rostro cutre, con pitorro a modo de nariz. Algunos acristalados, otros llenos de macetas, con ropa tendida, aparejos oxidados, pájaros, sillas de jardín... Pero su altura impedía, por suerte, la vista del resto de la ciudad. Con la ayuda de la orografía de la costa, ya que aquel extremo en el cual se asentaba era alargado y se adentraba en el mar. Cuando yo contaba apenas unos años regularizaron gran parte del terreno. El terreno original, polvoriento y repleto de oquedades. E hicieron la pasarela que conecta con la playa, la cual lució ya totalmente oxidada desde el segundo año. Y por aquella misma época nos amenazó un proyecto que pretendía reducir aquel pedazo mágico de costa que nos pertenecía en un resort-anfiteatro tan artificial como cualquier otro. No sé con qué coño comparar aquella idea absurda... Una vez la comparé con cierta actriz de rostro singularísimo y hermoso que optó por someterse a todo tipo de operaciones para entrar en el canon y finalmente terminó hecha un espantajo. Había un tipo muy famoso a cargo del proyecto de profanación (de la profanación de Güeñegüeñe, no de la actriz). El caso es que la presencia de las pardelas nos salvó y ahora todo el mundo mira atrás y suspira de alivio. El hábitat de las pardelas era importante; el nuestro no tanto. Porque cuando demasiadas cosas se tornan artificiales, en parte tú también lo haces. Y porque la belleza arbitraria de nuestro pedazo de costa, sus reflejos, su alejamiento, su convivencia, su luz... Eso no hay urbanista que sea capaz de replicarlo. Hay por allí una montaña no demasiado alta, que se extiende hacia el extremo contrario respecto a las casas, con dos picos y pendientes laterales la mar de indulgentes si uno se encapricha en encaramarse a ellos (cosa que de niños solíamos hacer). La fachada que ofrece al mar es abrupta y surcada de grietas en la parte superior. Y en cambio muy suave y casi perfectamente lisa en el resto, debido a la aglomeración natural de sedimentos y a los sucesivos derrumbes. Por debajo hay un bajío que es una verdadera maravilla, casi una planicie triangular cuyo vértice superior se adentra en el océano como quien no quiere la cosa. La arena amarilla se cuela entre las grietas de las rocas allí donde estas contactan con las aguas, formando algo parecido a una pasta de aspecto saludable. Pero aún es mejor allí donde la plataforma pétrea se encuentra al descubierto, bien pulida y de un amarillo abetunado. En algunas partes aún se aprecian las huellas de las diversas oleadas de magma que debieron formar el lugar, avanzando siempre un par de centímetros más abajo, enfriándose, recibiendo más material... Y de nuevo es un espectáculo cómo brillan en un día soleado, con sus tonos ocres y el aderezo de las costras de sal marina. A mí siempre me recordaron a un plato de tortitas, amontonadas una sobre la otra. No es que por allí las comiésemos, pero las que se veían por la tele siempre lucían un aspecto de lo más apetecible. III Con la pasarela llegaron algunos turistas. Aún muy pocos, pues la ciudad tenía su propia playa edificada sobre plano y con sombrillitas de paja. Por el momento, esta vendía mejor. Pero llegaron algunos y entonces era divertido. Era divertido ver a gentes tan distintas por allí, preguntando con sus acentos rimbombantes y haciendo gala de un claro afán de fraternidad. En algún momento empezaron a ser mayoría y ya no fue tan divertido. El ambiente había mutado por completo. Ahora, éramos los extraños. Pero en el principio estaba bien. Había un tipo que se colocaba a media tarde junto al único chiringuito de la zona (una cantina de metal con cuatro sillas y mesas desgastadas) y tocaba la guitarra acústica. Era un hombre gordo y alto, de densa melena cana, que vestía amplias camisas floridas y se concentraba en su arte. Colocaba un sombrero frente a él y normalmente sacaba apenas lo justo para unas cuantas copas posteriores. No es que no tuviese otras fuentes de ingreso ni nada... Él decía que le gustaba tocar para los demás. Y que si, además, las copas le salían gratis, pues mejor que mejor. También formaba parte de un grupo que hacía homenajes en algunos clubes, creo. Cuando se sentaba en la cantina hablaba con gran pasión de los más diversos temas, pero sobre todo de la música. Y, esto es lo más asombroso de él: le gustaba escuchar. Hubo una canción. La escuché una vez y ya no pude sacármela de la cabeza. Para mí se convirtió en la banda sonora de algún que otro verano. Aquella melodía hipnótica... aquel canto de sirena que me mordía el corazón. Y yo pedía a mi padre una moneda para escucharla una vez más. Un día el viejo guitarrista desapareció y me dejó sin ella (yo nunca lo habría imaginado). Y tal vez así entendáis, como es que un día, bastantes años después, mientras regresaba a casa desde el trabajo, la oí una vez más y me eché a llorar. Supe, al fin, que aquella canción tenía por nombre Albatross y que la había compuesto un tal Peter Green. ¿Había estado alguna vez Peter Green en Güeñegüeñe y le había compuesto una canción? Tal vez fuese alguno de aquellos primeros turistas... Tal vez sí. IV En el principio no estuve solo, sino que formaba una tribu disfuncional con el resto de los chavales del barrio. Éramos muchos y teníamos nuestros altibajos; nuestras pequeñas guerras. Cuando Bentor se mudó yo quedé de facto como líder. Y he de decir que, al contrario que él, era un líder justo. Y bajo mi mando la tribu ya no se metía con los débiles... Aunque sí que castigaba la disidencia con mayor contundencia que nunca. Y seguíamos haciendo nuestras trastadas. Nos gritábamos desde lejos y buscábamos un nuevo plan que seguir. Estaban el fútbol, la exploración, la pesca, la lucha, el escondite, el tirarnos piedras... En el verano estaban el buceo y la playa. ¡Qué gran nadador era yo! ¡Y lo que aguantaba bajo el agua persiguiendo sepias y viejas! Yo tenía un bañador negro a rayas azules, y uno de los viejos del lugar me apodó La Fula. Las fiestas del barrio eran en julio. Incluso teníamos una hermosa imagen de San Telmo en la capilla y la sacábamos en procesión hasta el mar. Era tradición que el cura diese la misa metido hasta la cintura en un charco, mientras dos monaguillos le sostenían las galas para que no se mojasen. Un año llegó una ola de improviso y lo hundió hasta la coronilla. Era precioso, de veras. Y llegaban algunas atracciones de feria que no estaban nada mal. Se montaba un escenario y venían varias orquestas. Mientras muchos otros bailaban, a los más tímidos los acosaban para que se sumasen a la multitud. Solo hubo una cosa que me dio mucha pena: un día Gara (una chica con pecas que apenas salía de casa), después de conversación en corro con otras chicas del barrio, se acercó a Jonay y lo invitó a bailar. Este la correspondió con un gesto poco amable y todos pudimos ver cómo la hacía polvo. Ese tipo de cosas son difíciles de encajar cuando se es tan joven. ¿Qué habrá sido de ella? V Luego, Samara. Samara, la chica de nuestros sueños. Y aún no lo sabíamos. Samara, con su piel de marfil y sus grandes labios color bermellón. Samara, con su cabello enrevesado y cejas rubias, sus pómulos profundos, su nariz afilada y sus ojos agresivos que replicaban el océano. Samara, con sus ataques de risa incontenible, sus trabas de mariposa y su manía de responder sacando la lengua. La campana del despertar; el último ingrediente del paraíso. ¿Cuántas veces vi a los diablillos de la tribu ayudando a la madre de Samara a llevar la compra, haciéndole recados y siendo buenos? Y yo, mientras, nada de nada. Solo alguien más. Solo una chica. Fue el martes tras las fiestas. El sol comenzaba a caer y ella estaba haciendo equilibrios sobre las rocas, al borde de unas bonancibles aguas. Entonces se gira y me sonríe. De pronto, mi ser parecer ser consciente de la estadía en el paraíso y de la amarga posibilidad de un destierro. La amé entonces y la soñé durante un tiempo. En algún momento, cuando hacía tiempo que era mía, comencé a darla por sentado. Ese es mi pecado. Ese es el peor pecado de todos. VI Seguro que habéis oído hablar de los amores de verano. Aunque tal vez deberían decir “amores de un verano” porque es eso a lo que se refieren. El sueño surge y te atrapa. Y, si se te concede el don de ser correspondido, ambos disfrutáis un presente de juventud que tal vez parezca infinito. Porque sólo cuando se es tan joven se puede disfrutar de verdad un amor de verano. Sólo cuando se es tan joven uno logra ignorar totalmente su futuro. Disfruta de las caricias, la calidez y el ensimismamiento. Luego el otro se marcha y... No diré que no duela, pero se pasa muy pronto. Y te quedas con un bonito cuento al que regresar; una suerte de pintura que cuelgas en algún lugar privilegiado de tus recuerdos. En un amor de un verano no debes hacer frente al futuro ni a las consecuencias. Samara y yo sí tuvimos que hacerles frente. Ambos renunciamos a nuestros respectivos y posibles amores de un verano y pasamos toda la adolescencia juntos. Pero entonces no importaba nada, porque nos amábamos y el sueño permanecía incólume. Entonces nada más importaba. Samara se licenció en bellas artes y yo lo aposté todo a mi carrera como futbolista. Un zote como yo... ¿Qué otra cosa podía hacer? Luego llegó Bruce y mi lesión de rodilla. Ambos habíamos vivido al amparo de perspectivas muy frágiles. Ella no encontró trabajo en aquello que la apasionaba y a mí no me quedó más remedio que convertirme en mula de carga por cuenta ajena. Demasiadas horas, demasiadas responsabilidades y demasiada presión. Y la certeza exacerbada de estar viviendo una vida que no queríamos vivir. Y entonces llegaron las discusiones, las dudas, la incomprensión y un resentimiento creciente e injusto. Una noche, después de un día horrible en todos los sentidos, fallé. Fallé a Samara; fallé a mi hijo. Un par de días más tarde llegué a casa y los vi juntos, acurrucados en el sillón, aguardando por mí para ver una película. No pude soportarlo. Se lo conté. Se lo conté todo a ella. Bruce no debe saberlo nunca... los niños jamás deben ser rehenes de los errores de sus padres. Y... ¿Sabéis qué? Aquí viene lo peor de todo: Samara quiso perdonarme, pero yo no la dejé. Fui yo quien no pudo perdonarse a sí mismo. Había arruinado nuestra pintura; lo había arruinado todo. VII —¿Cuándo dejarás de hacer el idiota y volverás a casa? —dice ella, intentando mostrarse despreocupada, antes de dar otro sorbo al té. —No lo sé —digo yo—. Necesito... Necesito sentir que lo merezco. Ella suspira. Ya no hay músico en el chiringuito. Ya no lo lleva nadie del barrio. Ya apenas va nadie del barrio por allí. —La vida no es perfecta. No nos castigues doblemente por tu error. Charlamos un rato más. Yo le prometo que lo pensaré. Y antes de regresar a mi hogar vacío, muy lejos de mi patria chica, regreso una vez más a la pasarela. Durante un instante veo a mi hijo abajo, en la playa, corretear y lanzarse una docena de veces al mar. Pero pronto todo eso desaparece. Es otra vez el primer día del verano y la tribu al completo está reunida. Vuelvo la vista para ver a Samara y suena aquella canción. Una gaviota alza el vuelo y nos sobrepasa; bate las alas con gran fuerza y determinación. Se lleva mi alma; pone rumbo hacia el horizonte. |
FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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