ESCRUTINIO DEL CURA Y EL BARBERO
RESEÑAS ATEMPORALES PARA LIBROS DESCOMUNALES
WILLIAM HAZLITT. PERSONAJES DE SHAKESPEARE (Cátedra, Madrid, 2024) por MARIBEL SOLA La tarde es calurosa. Dejo el libro que acabo de terminar sobre la mesa de la cafetería: Personajes de Shakespeare [Characters of Shakespeare’s plays], de William Hazlitt, edición de Cátedra con traducción e introducción de Javier Alcoriza. Diría que, en él, más allá de volver a visitar las archiconocidas obras, somos atravesados por el alma humana en todas y cada una de sus realidades. Para ello, hay que tener en cuenta, como se explica en la introducción, la peculiar aproximación del autor a la literatura y a la vida, de la que por nada quería apartarse. Y es que la particular forma en la que Hazlitt entendía la lectura le llevaba, en palabras de Alcoriza, a que la poesía estableciera una relación de la mente con la naturaleza para la que no eran precisos mediadores. Justamente por ese motivo, consideraba a Shakespeare como el creador sublime de personajes tan reales que, por un lado, no podrían hablar o comportarse de forma distinta a como lo hacen en sus obras y, por otro, era capaz de convertir al lector, con sus miedos, sus deseos y sus pasiones, en los propios personajes. Hazlitt nos los ofrece desvelados, los contrapone y resalta sus características, nos muestra, con mirada certera, cómo desde la dispersión y la casualidad se configura la catástrofe; y va analizando los impulsos que Shakespeare perfila para dibujar lo que Ben Johnson llamaba la «esfera de la humanidad»: egoísmo, misantropía, hipocresía; venganza, traición, desprecio; hastío, indiferencia, frialdad; pero también ternura, profundidad, amor; honestidad, justicia, compasión; juventud, humor; locura, voluptuosidad, exuberancia... De este modo, la lectura de Hazlitt es un continuo preguntarse por la naturaleza humana en general y la propia en particular. Un ir armando las respuestas al contemplarnos en el espejo shakesperiano, que no interpretará la realidad, sino que, simplemente, la colocará frente a nuestros ojos para que no podamos hacer otra cosa salvo juzgarla por nosotros mismos. Me quedo mirando con atención. Con la mano izquierda sostiene las carnes rebosantes de su pequeño. Con la derecha, el móvil. La expresión del rostro es de enfado. Al otro lado de la línea alguien no ha hecho o no comprende o no está a la altura. Ella sabe lo tierno que es amar al bebé que mama, pero en ese instante poco importa que le haya arrancado su pezón de las blancas encías: si no se resuelve esa misma tarde el problema, va a perder mucho dinero. Lady Macbeth esconde su seno, coloca a su contrariado hijo en el carrito, enciende un cigarrillo y, dando órdenes, se aleja presurosa por la plaza. A unos cuantos pasos a mi derecha, un hombre increpa al mantero que vende abalorios al sol justo antes de que alguien silbe. No he conseguido saber el motivo de la discusión. En un abrir y cerrar de ojos han desaparecido bolsos y abanicos. Sobre el suelo sólo queda ya la oblonga sombra de Yago, que se vuelve satisfecho mientras abraza sonriente a su esposa. Él no es el que es. Pienso que la humanidad tendría que devorarse a sí misma como los monstruos de los abismos; sin embargo, un poco más allá, todo a un tiempo, atisbo a Cordelia empujando amable la silla de ruedas de su malencarado padre, a Cleopatra con paso seguro descubriendo nuevos cielos y nuevas tierras, y a Mercucio que, con sus bromas, le ha tirado al suelo a su sobrina la bola de helado de fresa que acababa de comprarle.
Es tarde. De camino a casa, escucho en la radio del coche la entrevista a algún político. Pese a su nefasta gestión mientras estuvo en el poder, Coriolano no acepta haber perdido las elecciones y está furioso. Decía William Hazlitt que la historia de la humanidad es un romance, una máscara, una tragedia, construida sobre los principios de la “justicia poética”. Decía que la tragedia crea un equilibrio de los afectos, que nos hace espectadores reflexivos en las listas de la vida. Decía también que la fantasía de Shakespeare prestó palabras e imágenes a la sensibilidad más refinada de la naturaleza, que luchaba por expresarse. Decía: sus descripciones son idénticas a las cosas mismas, vistas a través del hermoso medio de la pasión. Es precisamente por eso por lo que, en su obra, comprendemos perfectamente que la palabra de Shakespeare es un vehículo hacia el sonido primordial; no hacia el prestigio social, la satisfacción de los placeres o los torneos dialécticos, sino hacia la necesidad de establecer un nexo con lo esencial, con la naturaleza misma, con la representación tragicómica de esta tarde en la plaza. Ya en la cama recuerdo un fragmento de La tempestad del que Hazlitt dice que no es más bello que verdadero. Me digo: Tranquilízate. La isla está llena de rumores, de sonidos, de dulces aires que deleitan y no hacen daño. A veces un millar de instrumentos bulliciosos resuena en mis oídos y a instantes son voces que, si a la sazón me ha despertado después de un largo sueño, me hacen dormir nuevamente. Y entonces, soñando, diría que se entreabren las nubes y despliegan a mi vista magnificencias prontas a llover sobre mí; a tal punto, cuando me despierto, ¡lloro por llorar todavía! El día ha sido extraño. Apago la luz. Ariel aún me susurra: bebo el aire delante de mí.
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JOSEPH ROTH. LA MARCHA RADETZKY (Alianza, Madrid, 2022) por RODRIGO LÓPEZ ROMERO ERA EL EMPERADOR MÁS VIEJO DEL MUNDO Con la caída del Imperio Austrohúngaro como telón de fondo, Joseph Roth relata en La marcha Radetzky el transcurrir de tres generaciones a partir del llamado «héroe de Solferino», un soldado cuya existencia se transforma al salvar la vida del emperador casi por accidente. El iniciador de esta línea familiar está más cerca de su origen aldeano que de la corte que le agradece; la herencia de su gesto heroico pesará sobre sus descendientes, quienes verán en su retrato un espejo con el cual medirse. Tanto es así que este personaje apenas se muestra en la trama, quedando como una marca de agua. Más que novela histórica, esta narración se vale de la historia para enfocar vidas individuales que ejemplifican rasgos de su época. El primer descendiente en la línea es el señor de Trotta, quien vive habituado a su rutina de funcionario viudo, sin saber cómo tratar al hijo que vuelve entre períodos escolares. Encarna el viejo régimen en cuanto tiene de ordenado. De costumbres estoicas, sus horas están reguladas como las salidas de los trenes. Este hombre que envejece sin sobresaltos sorprende por su parecido con el emperador, una semejanza que llega a sorprender incluso al monarca. El siguiente en la genealogía es Carl Joseph von Trotta, personaje carente de atributos a quien su apellido pesa demasiado. La novela lo acompaña durante el período comprendido entre sus estudios y el desarrollo de su carrera militar. El joven teniente oscila entre la obediencia y la rebelión, inmovilizado en el regimiento donde apenas le entretienen la bebida o el juego. Poco sociable, la muerte lo rodea desde joven. Dueño de un interés por las mujeres casadas que se revelará trágico, su falta de determinación dificulta la simpatía del lector, quien lo llegará a comprenderlo hasta más adelante. Las vidas del padre e hijo se trenzan a lo largo de la novela. En medio de la crisis previa al desmoronamiento del régimen, sus respectivas soledades parecen incompatibles, pero con el paso del tiempo su relación dejará traslucir momentos de comprensión y sacrificio. Las escuetas cartas que ambos se escriben con regularidad encubren preocupaciones y afectos más hondos de los que dejan adivinar las fórmulas. La distancia que separa al jefe de distrito del teniente no se debe solamente a ellos, revela un desencuentro entre generaciones. El funcionario y el soldado envejecen a ritmos distintos, mientras uno permanece protegido en su despacho, el otro enfrenta cambios vertiginosos. La incomprensión entre padres e hijos es un tema recurrente en el libro, la paternidad no es relevante sólo para la familia Trotta. ¿No es el emperador también un padre? Como la reiterativa marcha del título, su retrato vigila paternalmente las barracas del ejército, los casinos y restaurantes como un recordatorio de la calma conocida. El doctor Skowronnek, único amigo del señor de Trotta, confiesa durante uno de sus juegos de ajedrez sobre sus hijos: «A veces los contemplo mientras duermen. Sus rostros me resultan extraños, apenas los reconozco. Veo que son unos forasteros, de un tiempo que todavía ha de llegar y que yo ya no conoceré. [...] Tienen la cara redonda, sonrosada, cuando duermen. Pero, con todo, hay mucha crueldad en esos rostros dormidos. A veces me parece que es la crueldad de su época, del futuro, que se posa sobre los niños mientras duermen. ¡No quisiera conocer esos tiempos!».
La obra se vale tanto de los grandes movimientos políticos como de la atención al detalle. La marcha Radetzky sorprende tanto por su penetración psicológica como por la elegancia de su escritura. Estilísticamente admirable, hay capítulos perfectos, como el décimo, dedicado a la apacible muerte del sirviente Jacques, y el decimoquinto, una lograda introspección en la mente del emperador, cuya vejez no le impide notar las transformaciones alrededor suyo. Son admirables también las descripciones de la comida, ya sean los mesurados desayunos del Señor de Trotta o los abundantes refrigerios ofrecidos por el conde Chojnicki, donde se advierte una sofisticación llevada al exceso. Francisco José vive el vértigo de un imperio que se desmorona. El final de una era se advierte en multitud de señales, sobre todos planea el temor de la decadencia y el presagio del cambio, ejemplificado en las manifestaciones de obreros y los ánimos de independencia nacional. La falta de sentido en las vidas aisladas parece un reflejo del quiebre histórico. En medio de la incertidumbre política se advierte la banalidad de existencias desperdiciadas en la capital, la provincia y la frontera. Tanto el pueblo como la milicia parecen esperar un conflicto que eventualmente llegará. ¿Elogio de la monarquía y las antiguas costumbres? En absoluto, aunque el libro traza una comparación entre dos épocas. Sin dejar de notar cuanto había de caduco en la era previa, la novela critica el posterior tiempo marcado por el olvido y la devaluación de la vida. «En aquel tiempo, antes de la gran guerra [....] todavía tenía importancia que un hombre viviera o muriera. Cuando alguien desaparecía de la faz de la tierra, no era sustituido inmediatamente por otro, para que se olvidara al muerto, sino que quedaba un vacío donde él antes había estado, y los que habían sido testigos de su muerte callaban en cuanto percibían el hueco que había dejado». JANE AUSTEN. EMMA (Alma Europa, Clásicos ilustrados, Barcelona, 2020) por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ y JORGE CERVERA REBULLIDA Jane Austen fue una autora inglesa nacida en el siglo XVIII, época de la llamada Regencia, un interregno entre la monarquía de Jorge III y su hijo, Jorge IV, que se caracterizó por la escasa estabilidad política y las luchas intestinas de poder. Las guerras que mantenía fuera de sus fronteras complicaban la economía de la isla, también sumergida en la transición que suponía la revolución industrial. Por supuesto, también la cultura sufrió cambios, dadas las circunstancias. De hecho, las obras de Austen pertenecen a un subgénero determinado de la novela romántica, la llamada novela de Regencia, cuyo mérito fue apuntalar la belleza y elegancia en la literatura, así como acuñar, por así expresarlo, una temática concreta: el matrimonio de conveniencia, las estrictas normas para relacionarse y el clasismo radical. Todo ello se relata de manera detallista y puntillosa, a la vez que se refleja el ascenso de la clase burguesa y la incipiente decadencia de la aristocracia. Aunque su legado incluye novelas cortas y relatos, destacamos aquí sus novelas propiamente dichas, en orden de fecha de publicación: Sentido y sensibilidad, Orgullo y prejuicio, Mansfield Park, Emma (23/XII/1815), Northanger Abbey y Persuasión. Todas ellas están encuadradas en el género anteriormente mencionado. Cabe recordar que Northanger Abbey y Persuasión son títulos póstumos que se encargaron de publicar sus hermanos tras su temprano fallecimiento, pues murió a los 42 años. Austen marcó un antes y un después, ya que todas sus obras, debido a su condición femenina, fueron publicadas de manera anónima, a excepción de estas dos últimas, en las que ya consta su autoría. La vida de Austen se recoge, para quienes se vean atraídos por conocerla con mayor profundidad, en Jane. Una vida novelada de Miguel Ángel Jordán (Ciudadela, 2020), libro que, sin duda, recomendamos para obtener una visión completa de su biografía y circunstancias. Pese a que los lectores de Austen siempre lamentaremos que el vuelo de su pluma se viera truncado por la temprana muerte de la autora, no es menos cierto que todas sus obras gozan de excelente salud y se retoman a menudo, tanto en formato audiovisual, donde las películas y las series recuperan recurrentemente sus argumentos, como en otras hechuras, entre las que traemos aquí como prueba la versión manga de Norma Editorial (2019), otra manera de llegar a públicos distintos y muestra palpable de que las historias encuentran vías para llegar a nuevos ojos y oídos, incluso siglos después. Considerada por algunos críticos literarios una obra menor, Emma es una rara avis. No sigue el esquema esperado de dama que anhela alcanzar el estado matrimonial para asegurarse el porvenir económico y social. Ella cuenta con casa propia y una fortuna familiar, motivos ambos que le confieren una libertad de movimientos de la que carecen otras protagonistas. Lo cierto es que la propia autora aseguró que Emma no le gustaría demasiado a nadie, a excepción de a la propia Austen. La estructura de la novela está muy trabajada y delimitada. En su primera parte conoceremos a Emma, su entorno, su familia y sus amistades. En la segunda, seremos testigos de la amistad entre Emma y el señor Knightley. En la tercera se irán resolviendo los conflictos amorosos que se plantearon en las dos primeras. La subdivisión en capítulos es muy acertada, a nuestro parecer, ya que ninguno es de una extensión excesiva y todos permiten detener la lectura en un punto de la trama que se puede considerar apropiado dentro del argumento. Dicho esto, hay un desajuste, a nuestro juicio, entre las tres partes del libro. Si bien la primera es lógico que se destine a presentar los personajes, todo en ella transcurre tremenda (y excesivamente) lento, aunque no suponga una tortura dejarse mecer por ese ritmo, ya que el oficio de la autora hace sobrellevarlo bien. Posteriormente, en la segunda se desarrolla toda la trama de mayor importancia y el ritmo se acelera, pero el reproche llega en la tercera parte, en la cual todo se precipita sin aparente razón, dejando atrás el control sobre tiempos y sentimientos de los que había venido haciendo gala, por lo que el lector puede llegar a sentir un poco de perplejidad. El arco es coherente, sí, pero su ritmo es desajustado, como si hubiera prisa por acabar y cerrar. El personaje principal, y tan predilecto para la autora que confiere título al libro, es Emma, una joven de posición social acomodada que vive en un entorno rural en el cual las tradiciones están todavía más arraigadas que en los núcleos urbanos del momento. Conviene detenerse en ella, pues es el eje de las tramas, por acción u omisión. La conocemos tras la boda de su institutriz, la señorita Taylor, con el señor Weston, matrimonio que ella está convencida de haber propiciado. Este enlace, que ella considera exitoso según los cánones, la impulsa a seguir ejerciendo de casamentera para otros, pero nunca para ella misma. Su falta de empatía y su alto concepto de sí misma hacen que tome como pupila a una joven de una clase social inferior, Harriet, y le dé consejos desacertados que harán que esta última rechace la propuesta de un granjero solo porque Emma cree que Harriet puede aspirar a algo mejor. Incluso llega a empeorar todo al establecer un plan que acerque a su pupila al reverendo Elton, plan que no obtendrá los resultados que ella espera, debido, fundamentalmente, a que la propia Emma carece de experiencia en el amor y no sabe interpretar correctamente las señales que ve en los demás, y esto es así para otros y para ella misma. Como contrapunto, es interesantísimo el personaje del señor Knightley, un amigo de la familia, el único que tiene arrestos para ser sincero con Emma y señalarle sus errores. Para nosotros, es un personaje muy logrado que manifiesta serenidad, sentido común, aplomo y saber estar, todo un caballero maduro que puede intentar enseñarle la realidad de la vida, a lo que ella se resiste, a pesar de la admiración que le causa. Las conversaciones de ambos resultan muy reveladoras y complejas. Ambos se respetan y se tratan, con los pertinentes ajustes sociales, de tú a tú. Su amistad, finalmente, derivará en que encuentran la manera de quererse y formalizar su cariño, aunque para ello Emma deberá acometer su particular aprendizaje, asumir las enseñanzas que le ha dado la vida y admitir que siente amor por el señor Knightley. Así, será capaz de ser más humilde y manifestarle sus sentimientos, lo que a su vez propiciará que él la vea con un interés romántico y ambos puedan iniciar su camino juntos. La relación entre ambos personajes, que supone, de facto, el pilar de toda la novela, es entrañable desde el punto de vista en que ambos se ayudan a mejorar y se desafían constantemente en sus diálogos y en los juegos mentales en los que se ven envueltos. Deciden pulir su comunicación tras haber comprobado que los malentendidos pueden llevar al fracaso cualquier intento de mantener relaciones adecuadas. El desarrollo de su amor se aleja de los estereotipos de la pasión para acercarse a un equilibrio entre la razón y el sentimiento, y también simboliza las obvias ventajas de conocerse bien. Por otro lado, el padre de Emma, viudo, es un hombre hipocondríaco que da pie a muchas situaciones hilarantes por lo exagerado de sus planteamientos. No obstante, en el cuidado y en la dedicación filial que le dispensa Emma también se puede ver su buen fondo, pues siempre resta importancia a las pequeñas y grandes manías de su progenitor para que el anciano pueda encontrar algo de paz. Esto es crucial tenerlo presente, pues, en otras ocasiones, Emma muestra condescendencia, falta de humildad y presuntuosidad, amén de carencia de buen juicio y de criterio. Sí, ya apuntábamos a que la propia autora sabía que no iba a ser un personaje que concitara muchas simpatías entre sus lectores, y sí, realmente hay momentos en los cuales se tiene la idea de que es una joven agotadora e insufrible, pero hay que tener paciencia para que despliegue una mejor versión de sí misma. Antítesis de Emma es su hermana mayor, Isabella, que está casada y reside en Londres con su marido e hijos. Isabella es una mujer que ha alcanzado la satisfacción vital mediante su matrimonio y la atención a sus pequeños. Siente adoración por su marido y no cuestiona si su vida habría sido mejor, puesto que no concibe una distinta. Es, por tanto, intachable a ojos de todos, y es también lo que podría llegar a ser Emma. Alrededor de ella aparecerán otros habitantes del lugar, quienes aportarán vida y colorido, más allá de los brevemente mencionados; otros caballeros y otras damas de igual rango social que, con sus visitas, cenas, bailes y otros eventos, irán conformando el paisanaje. Basándose en ellos, Austen irá contándonos la cotidianeidad del lugar, haciendo gala de sus habilidades descriptivas, gracias a las cuales podemos contemplar fotografías vivas y detalladas de cada reunión y del entorno. No dejará escapar la oportunidad de criticar solapadamente las maledicencias, las tradiciones con las que no está de acuerdo, la hipocresía, las marcadas clases sociales, etc. Entre esos otros personajes destacamos a los Weston, con su triste historia del hijo del primer matrimonio de él, Frank, al que criaron sus abuelos, pues el señor Weston quedó en la ruina. El muchacho acude a visitar a su padre y esa visita será una revolución en el ecosistema cerrado de Highbury. Naturalmente, será una prueba más para Emma y otros personajes, pues sin equivocaciones habría ocasión para introducir enredos que solucionar después. Ya que todo lo que vamos averiguando lo hacemos a la par que ella, las dudas, las malas interpretaciones, las apariencias y el seguimiento de las estrictas normas también nos puede hacer confundirnos a nosotros, y, en ese sentido, es una obra que nos hará llevarnos sorpresas. Si hubiera que hacer una enumeración de los temas que se tratan, desde luego, el matrimonio (que no necesariamente el amor) sería uno de ellos. Austen medita sobre lo que suponía un buen matrimonio para una mujer, ya que era una garantía de conservar la posición social y económica. Las uniones no se formaban principalmente por amor, sino por intereses espurios, y venían determinadas por las limitaciones sociales. Esto no era así para Emma, quien tenía asegurados los asuntos económicos, pero esa perspectiva de seguridad le permite analizar de forma desafectada un mayor rango de situaciones. También el papel de la mujer en la época de la Regencia es uno de los asuntos que se exploran. Las damas se amoldaban a un patrón estricto: debían casarse y ser madres, y para ello no precisaban nada más que saber atender las necesidades de la casa y, en el caso de la alta sociedad, algunas habilidades como recitar, tocar el piano, pintar, etc. Sus opiniones y aspiraciones no se valoraban y siempre estaban supeditadas al hombre. Ciertamente, en el caso de Emma, se puede ver que hay personajes femeninos que no están tan fieramente sujetos a las convenciones y encuentran sus parcelas de libertad, pero no son los más numerosos. Otro ítem importante es la clase social, que en la novela se percibe en el tablero que traza la autora, pues cada pieza del mismo debe ocupar su lugar y moverse según los pasos que puede dar, predefinidos según su sexo, su posición económica y su estatus aristocrático. Dentro de esa asfixiante malla, cada movimiento propio y ajeno han de ser evaluados para lograr ganar la partida.
Respecto al estilo, hallamos que es lo esperable de la autora y del periodo al que se circunscribe el texto. Como ya mencionamos, la autora destaca en las descripciones de ambientes, para las que está particularmente dotada. Se detiene en cada detalle porque estos revelan mucha información que debemos aprender a descodificar para entender hacia dónde se dirige la trama. Resulta primorosa la narración, pero también los diálogos son de calado, pues están medidos según los cánones, y de una sola respuesta se deben colegir acertadamente las conclusiones. La prosa elegante y sencilla en la que se engarza un lenguaje bien empleado hacen que su lectura sea una grata experiencia, aunque no consideramos que sea la mejor obra de Austen. Para ir concluyendo, nos atrevemos a aseverar que la autora desea dejar claro que la amistad es un valor que se debe defender y respetar, que hay que apostar por una comunicación más abierta y clara, y que al amor verdadero se llega desde la honestidad. No obstante, nos parece que tras ello hay un potente mensaje clave que sostiene y armoniza todo el argumento: siempre hay espacio y motivo para intentar mejorar. Prueba de ello es Emma, quien da comienzo al libro siendo un modelo de antiheroína y termina más bondadosa, serena y caritativa. LEYENDO A ANNA AJMÁTOVA: RÉQUIEM Y POEMA SIN HÉROE (Universidad de Valladolid, 2017) [Traducción, introducción y notas de Ester Rabasco Macías] por NATALIA CARBAJOSA Durante la década de 1990, la poesía de Anna Ajmátova comenzó a conocer una difusión en español que no había tenido hasta el momento, y su nombre se emparentó con los grandes poetas de la primera mitad del convulso siglo XX ruso: Mandelstam, Pasternak, Tsvetayeva, Mayakovsky o Yesenin, entre otros. La coincidencia de la publicación de Réquiem —su obra más difundida— en tres traducciones diferentes casi de manera simultánea por esos años puso de manifiesto, como bien ha señalado María Sánchez Puig, las dificultades de traductores y editores para llegar a una síntesis harto complicada; síntesis capaz de trasladar al español, en toda su profundidad, una poesía en una lengua tan distante a la nuestra como el ruso, sin perderse por el camino en las ingentes connotaciones de un contexto cultural que opera simultáneamente en varios planos; el trabado y muy consciente uso del ritmo y la rima; o las múltiples opciones semánticas de opuesto matiz al alcance del traductor; entre otros muchos problemas. Con todo, las dificultades de traducción de Réquiem parecen pecata minuta junto a las que ofrece Poema sin héroe, obra cargada de simbología popular y culta, entremezcladas con el ambiente artístico de San Petersburgo —por entonces Leningrado— y los personajes coetáneos de la autora que lo poblaban. Al menos, todo lector conoce, aun cuando superficialmente, uno de los hilos argumentales, que no el único, del Réquiem: la detención del hijo de la poeta en pleno terror estalinista. Quien esto escribe no sabe ruso y, por tanto, no puede juzgar los aciertos y errores de las traducciones existentes. Sin embargo, sí alcanza a sentir esa sensación de “quedarse en el umbral” que todo lector de poesía sufre, en mayor o menor grado, al enfrentarse a una traducción. Sensación contrastada, hasta cierto punto, con la lectura de Réquiem en una traducción al inglés realizada por Stanley Kunitz y Max Hayward y que, por las peculiaridades de la lengua inglesa, parece ser más “libre” que las españolas —probablemente demasiado en ocasiones— a la vez que mucho más lírica en cuanto a reproducción o, más bien, transposición de ritmo y rima. Sea como fuere, y casi treinta años después de aquellas traducciones que nos dieron a conocer la obra principal de Anna Ajmátova, la doctora en filología hispánica Ester Rabasco Macías, profesora del Instituto Cervantes que ha enseñado, entre otras ciudades, en Moscú y Varsovia, ofrece una nueva versión de estos dos poemas largos, imprescindibles para entender la trayectoria ajmatoviana. Su edición presenta peculiaridades que la convierten en un estudio filológico antes que en una traducción al uso. Por un lado, no aparece el texto original, práctica que hoy día suele ser habitual en las ediciones de poesía extranjera. Por otro, el amplísimo aparato crítico, en forma de introducción y notas, incide sobre todo en esos planos culturales diversos manejados de forma simultánea, a veces en sentido literal (por ejemplo, los ritos funerarios de la religión ortodoxa), a veces contrapuestos (una imagen bíblica puede transmitir, a la vez, un momento cotidiano, una moda artística o un ejemplo de violencia del régimen soviético), en singular y poliédrico efecto, e inagotables en sus resonancias. Al resultado, esa fusión de tradiciones locales y universales o, cuando menos, adscritas a la cultura occidental, pero transmitidas desde la fragmentación eliotiana de temas y voces poéticas, se le añade una cuidada atención a la estrofa, el ritmo y la rima en la traducción, con su correspondiente explicación de efectos sonoros y rítmicos destacables. Así, la aportación de Rabasco Macías viene hasta cierto punto a completar las propuestas anteriores, a la vez que deja planteadas cuestiones sin resolver que, hasta la fecha, habían pasado desapercibidas, proponiéndonos una lectura de ida y vuelta —del texto a las notas y viceversa— que reivindica a una Ajmátova inserta en una tradición desdichadamente legendaria; a saber, la de aquellos poetas y artistas que sufrieron la brutal represión estalinista y cantaron, al tiempo que los sucesos contemporáneos, el destino funesto de un pueblo cuya historia se rastrea hasta sus orígenes medievales: Estrellas de muerte allí pendían y bajo las botas ensangrentadas y las negras marusias y sus llantas nuestra inocente Rus se retorcía. La contención a la que obliga la búsqueda de ritmo y rima presenta, para el traductor, el reto de someter a la traducción poética, ya de por sí en peligro constante de perder la naturalidad expresiva, a un doble filtro de artificialidad. A cambio, le devuelve el sentido de orden que toda expresión artística aspira a oponer ante el caos y el sinsentido. Cuando escribe su Réquiem, Ajmátova es consciente de que su papel ha dejado de ser el de una esteta de ambiciones individuales y, por tanto, su voz ha de sonar inconfundiblemente serena, dueña del control que el resto del mundo, derribándose a su alrededor, ha perdido; por eso, porque conoce la perdurabilidad del arte cuando todo lo demás habrá perecido (Y si un día pensaran en mi país / erigir un monumento para mí), deja constancia de dónde habrán de recordarla, esto es, a las puertas de la cárcel a cuya puerta esperaba día tras día noticias de su hijo (Sí donde trescientas horas de pie estuve, / donde abierto el cerrojo nunca obtuve). El final de esta sección, epílogo al poema, supone un feliz ejemplo de esa fusión de diferentes contextos, lograda con una aparente sencillez a la que contribuye sin duda la prosodia, alejando toda tentación de dramatismo excesivo aun en medio de la tragedia: y que la paloma de la cárcel arrulle a lo lejos y que los barcos naveguen por el Nevá en silencio. Leemos en la nota sobre dicha sección: la alusión a la paloma de la cárcel no es tan sólo simbólica y poética: los presos tenían la costumbre de echar migas de pan, por entre las rejas de las pequeñas ventanas, para disfrutar de la presencia de estas aves. El hecho de que arrullen “a lo lejos” significaría que las prisiones se encuentran, por fin, vacías. Por tanto, donde la métrica y la rima aportan cuidado y respeto al texto fuente, las notas acompañan con el énfasis esclarecedor justo. En el caso de Réquiem son útiles; en el de Poema sin héroe, obra de naturaleza mucho más oscura, imprescindibles. La propuesta de Ester Rabasco Macías, que revela un conocimiento de gran calado de la cultura y la historia rusas además del de la lengua, se asoma a la traducción de poesía desde presupuestos de mayor alcance que los habituales. Da sentido a la múltiple función del estudio filológico. Y, por supuesto, es una más que propicia ocasión para volver a asomarse a la obra de Anna Ajmátova que, como el personaje, no deja de crecer.
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ESCRUTINIO DEL CURA Y EL BARBEROEl Coloquio de los Perros.
Revista de Literatura. ISSN 1578-0856 Archivos
Septiembre 2024
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