LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
SANTI MAZARRASA. EL ASPIRANTE (Franz, Madrid, 2021) por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA LA LITERATURA (NO) ES UN (PUTO) REALITY SHOW. DIVAGACIONES (Y CAPRICHOS DELIRANTES) ACERCA DE LA NOVELA EL ASPIRANTE DE SANTI MAZARRASA La eliminación de la barrera de la ficción se paga. SANTI MAZARRASA Todo acto de escritura es un acto de exhibición. Toda exhibición (si quieres que sea óptima) debe contener trazas de ficción: igual que hay trazas de soja en ciertos productos de alimentación producidos a nivel industrial. Ergo (1): la soja es un elemento para la creación de ficción (y sus derivados). Ergo (2): toda exhibición se articula a través del narcisismo (aunque no todo acto de escritura es una exhibición narcisista). Jugar con la literatura como herramienta para silenciar la tiranía del narcisismo es (siempre) un arma de doble filo. Aún así la literatura siempre juega (y no debe dejar de hacerlo) con la exhibición y el narcisismo. Eso sí: nunca debe tener presente (en ningún momento) la aprobación externa. Ergo (3): la aprobación externa es el opio de cualquier creador (la felación o el cunilingus de los que, en todo momento, debes alejarte como autor/a: Mazarrasa lo hace pese a que a Cayo, su protagonista, tal vez sea devoto del sexo oral, ¿lo es?). En consecuencia: escribir literatura de verdad va por otro camino. Al igual que hace Santi Mazarrasa en El aspirante. De hecho, El aspirante es una novela donde (como lector y aunque suene contradictorio con lo anterior) sientes la tiranía del narcisismo en la voz (en las manos, en la boca, en el teclado) del narrador (esa figura ficticia que anhela ser escuchada una y otra vez): «(...) pensar en uno mismo sólo puede ser un problema, sobre todo si se tiene la mala costumbre de hacerlo constantemente». Pero tal tiranía es necesaria para construir el asfixiante cosmos que, si te dejas llevar, es posible encontrar en esta novela: un artefacto narrativo obsesivo, desconcertante, neurótico (cuando todo eso, como lector, te subyuga). Sientes (igualmente) que el personaje/narrador/protagonista no puede escapar de sí mismo: no puede escapar de la narración, de lo que le sucede, del apartamento en el que se siente encerrado y que habita de forma enfermiza cuando su pareja abandona el hogar camino de su trabajo (en cualquier otro momento incluso). Y si el trabajo puede sentirse como una de las formas de la alienación, el espacio donde vives puede experimentarse de la misma manera (el narrador de El aspirante no deja de hacértelo saber). En El aspirante nos tropezamos con una suerte de narrador (sigamos, por favor, con él) que va deletreando su día a día, un narrador que «no es capaz de hacer nada sin convertirlo en un reality show que, a diferencia de un espectáculo, no tiene más clausura que la muerte». Casi que podría decirse que Mazarrasa indaga o deambula por el territorio de la autoficción desde una perspectiva incómoda y que se acerca a lo claustrofóbico (y que, a decir verdad, dista mucho de la autoficción narcótica que se estila). De hecho, parece vivir una suerte de confinamiento o enclaustramiento que viene dictado por un sistema que lo inhabilita como ser social. Pero, ¿quiere ese personaje retratado por el narrador (aparentemente no interno) devenir ser social? Lo social aquí es más bien una suerte de veneno del espíritu. Aunque (si te das cuenta) también resulta de igual manera la individualidad, el ensimismamiento: pura corrosión del espíritu en estas páginas (y más allá de ellas). Cuando el universo se reduce a una habitación, éste se vuelve un espacio degradante donde solamente tiene cabida un diálogo solipsista en el que el protagonista únicamente es capaz de atisbar el agujero negro de su existencia (no más que el agujero negro de la existencia al que todos miramos con cierta sombra de terror: en definitiva la realidad tan solo te narcotiza a través de puros simulacros o espejismos: aquellos que imagina Cayo más allá de su ventana indiscreta).
El aspirante es un artefacto literario donde se procede a la aniquilación del narrador omnisciente pues todo narrador omnisciente debe ser aniquilado, eliminado, desposeído de su totalitarismo (aunque ahí sigue dale-que-dale). No obstante, todo narrador omnisciente es (solamente) un maquillaje del ego. Piensa en Flaubert. O, si quieres, en David Foster Wallace. Escoge tú cualquier otro nombre. Todo narrador es un farsante y, como apunta Mazarrasa al hablar de Cayo, el protagonista, como un ser externo (y ajeno al narrador), «habla de sí mismo como si fuera un extraño». El aspirante enfoca la narrativa (o la literatura) desde una perspectiva esencialmente nihilista, con vocación de hecatombe. Perspectiva que, con frecuencia, es necesario adoptar y tener en cuenta a la hora de mirar cara a cara el hecho literario. Por eso de hacer de francotirador que dispara justo en el lóbulo frontal de la narrativa con el fin de despedazar sus estándares y paradigmas. Hacer de francotirador (sí) que incide en la idea de que todo narrador es una caricatura del sujeto que narra. Al igual que Cayo, el protagonista, es pura deformación grotesca del individuo aislado, ensimismado, pusilánime: un espectro que desearía ser más real que real. Todo acto de escritura es un acto de exhibición. Si quieres exposición realista de la psique individual, desde una perspectiva esquizorrealista. Ergo (4): el realismo es una plaga a extinguir (el realismo de la paranoia, en cambio, no: solamente tienes que escuchar las composiciones de Gyorgy Ligeti para ser consciente de ello: sus piezas orbitan en torno a los extremos del bucle y la paranoia y la desesperación). Ergo (5): todo artefacto literario (evidentemente) traduce a partes iguales vanidad y desesperación. O desasosiego. Necesidad de transmisión de información. Comunicación de los vaivenes del espíritu, su desequilibro psicótico. Incluso el cuestionamiento (casi constante) no solamente en relación con el proceso de escritura sino acerca de la propia escritura en sí: «Dice que se sienta a escribir, pero nunca tiene claro qué es lo que hace cuando escribe: de qué merece la pena que se hable, de qué merece la pena que hable él, y de qué no debería hablar porque ya se han dicho muchas cosas» (eso dice el narrador de El aspirante). Escribir o no escribir (en modo sampleo conceptual shakesperiano) no es la pregunta ni la actitud. La actitud que (a decir verdad) debemos tener en cuenta a la hora de mirar directamente a los ojos del futuro de la literatura es preguntarnos qué merece la pena. Y, como dice Cayo, «las preguntas difíciles no se responden con respuestas de mierda».
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ALEJANDRO SÁNCHEZ ROMERO. BAJO EL SOL DE LA RAVE (Gong, Madrid, 2022) por MIGUEL NIEVA ZAPATA Bajo el sol de la rave es la primera novela de Alejandro Sánchez Romero (Albacete, 1991), aunque no es su ópera prima —en 2015 publicó el poemario Poesía noir—. En esta nueva obra, el autor compone un relato generacional capaz de conectar con lectores de un amplio rango de edad. Si bien la acción se inicia en una gran y prolongada fiesta rave en un lugar de la Mancha de cuyo nombre el narrador no quiere acordarse, después se aleja y entronca con algunos de los grandes temas de la literatura universal: el amor, la amistad, la búsqueda, los viajes, el abandono, el rencor, la familia... Para ello, Sánchez Romero recurre a efectivos saltos temporales que, de la mano del protagonista, Sabino, nos transportan tanto a recientes acontecimientos clave de la historia española —la crisis económica y financiera que se desató en 2008, los inicios del movimiento 15M...— como a otros lugares y acontecimientos más underground —la rave que da título al libro, el resultado de una tirada de tarot, los primeros años de universidad, el consumo de drogas, el descubrimiento de las jam sessions de poesía en Madrid, el gusto por los cantautores con vidas trágicas, una excursión por las catacumbas de París y, sobre todo, los confusos y diferentes caminos que se abren entre evadirse uno mismo y evadir los traumas del pasado—. Todos esos caminos conforman el laberinto que simboliza el periplo vital, así como el inconsciente postulado por Freud: intrincado, sinuoso, lleno de recovecos, trampas y espirales. El laberinto, si atendemos a la mitología griega, es un lugar enigmático, apenas material, un recorrido ineludible, la representación espacial de la noción de aporía, esto es, de un problema irresoluble o que contiene en sí mismo la solución. Por lo tanto, para recorrerlo hace falta coraje, pero también ayuda. Pues, como bien dijo Cyrano de Bergerac: «Cuando uno toma conciencia del misterio de la existencia y no lo entiende, pero por pura sinceridad y coherencia interior necesita respuestas hasta el dolor, entonces uno encuentra su dorado y maravilloso hilo de Ariadna», ese que nos ayuda a enfrentarnos a nuestros monstruos, ese que nos ayuda a salir del laberinto con vida. Bajo el sol de la rave es un viaje a ratos divertido, luminoso, a ratos sórdido y oscuro. A ratos poema épico lisérgico, a ratos doloroso y profundo. El autor muestra influencias que van desde Ginsberg y Kerouac hasta Faulkner o McCarthy, pasando por el rock and roll, Ray Loriga, los cantautores heroinómanos y la cultura ravera. La prosa ágil, casi desquiciada, de algunos pasajes se intercala con momentos más reflexivos pero rítmicos, pues una de las grandes virtudes de este joven autor es el buen manejo del ritmo; otra, la creación de imágenes (se advierte su formación cinematográfica).
JAVIER MORENO. EL HOMBRE TRANSPARENTE (Akal, Madrid, 2022) por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA
MARIO PÉREZ ANTOLÍN. CADA VEZ QUE MUERO (POESÍA REUNIDA) (Lastura, Madrid, 2021) por JULIO SÁNCHEZ Fremd bin ich eingezogen, fremd zieh’ ich wieder aus... Franz Schubert, Winterreise UN VIAJE DE INVIERNO POÉTICO La producción literaria de Mario Pérez Antolín destaca fundamentalmente en el campo del aforismo. Esta impresión salta a la vista cuando uno se acerca a su otra faceta, la poesía, campo en el que es algo menos conocido. La antología Cada vez que muero recoge su vasta obra poética (desde 1985 hasta 2016, incluyendo tres extensos poemas inéditos) y, en ella, el lector puede apreciar su evolución como poeta y como persona. En su obra, y este libro es una buena muestra de ello, tiene lugar un diálogo constante entre la reflexión y la emoción, el aforismo y la poesía, el sentido y la sensibilidad. Empiezo llamando la atención sobre un punto que, no por evidente, es menos importante cuando uno se acerca por primera vez a la obra de Mario: no es una lectura fácil, y mucho menos ligera. Cada vez que muero no es un libro para leer en el metro de camino al trabajo o en la sala de espera para hacer tiempo mientras llega tu turno en la consulta del médico, ni siquiera en la cama antes de dormir. En sus poemas de juventud apreciamos una poesía muy visual, de temática amplia y llena de metáforas, que evoluciona llenándose de elementos más propios de la filosofía o del ensayo. En algunos casos pasa por otra fase más descriptiva, en la que la observación de la naturaleza y la meditación conforman el núcleo central del escrito, destacando aquí una cierta escasez de adjetivos, rasgo frecuente en el autor. Esta intensidad necesita, por lo tanto, de cierto esfuerzo de concentración y complicidad por parte del lector, para que no se le escapen los infinitos detalles que aguardan en su lectura a la espera de ser descifrados y disfrutados. Hay en esta antología una riqueza temática que pocos autores alcanzan en su obra. Un tema bastante recurrente (basta con leer el título del libro) es la muerte, en algunos casos con un poso de derrota e incertidumbre como vislumbrando su propio final: «hoy no logro recordar en la habitación de qué hotel perdí la costumbre de presentir mi propia muerte». Cuando toca otros temas más amables, como el amor, lo hace sin embargo con un tono más puro, más sentimental: «a veces te miro y me recorre la espalda un río enorme de ternura»; sin embargo, en otras ocasiones se acerca al barro del deseo sexual más impúdico, donde el protagonista es su propio sexo. En sus poemas habla también de religión, desde un punto de vista más bien filosófico, poniendo en duda la existencia de Dios, pero con un profundo respeto; hay presentes referencias y personajes de las mitologías griega y romana de marcado carácter épico, y también escenas agrestes, en las que es la Naturaleza la que cobra vida y protagonismo, ya mencionadas arriba. Pero si algo se puede destacar tras la lectura de este libro es el marcado carácter ensayístico y narrativo que imprime el autor a toda su obra. Su fama literaria está basada sobremanera en el ensayo filosófico y en el aforismo, lo que se refleja en sus poemas de madurez. En ellos, el autor se pregunta sobre el sentido de su propia existencia y la del mundo que le rodea: «¿por qué ya no somos lo que seremos ni deseamos ser lo que antes fuimos?». Son poemas en los que predominan la duda, la incertidumbre, y el pesimismo existencial. Reflejan un cierto matiz de amargura, de resignación, de vacío y de muerte: «Podríamos probar a suicidarnos: yo, con tu ceniza, y tú, con mi silencio».
Muy en esta línea, el autor baja a menudo al fango de la existencia, de la realidad que duele, del sexo más mundano, y nos abre los ojos con un puñetazo literario que va directo a la boca del estómago. Aquí la poesía rasga la piel, abre las carnes y duele muy dentro. Al leer «Ayer soñé que la penumbra se deslizaba hasta mi almohada, recorría mi carne tibia y después me violaba» recordé el vértigo que sentí, y sigo sintiendo, cuando disfruté de Rompiendo las olas de Lars Von Trier, como si fuera el mismo cineasta quien escribe. Y de repente, como un extraño, en muchos poemas aparecen la sensibilidad y la luz y, con ellos, el amor. No es Mario Pérez Antolín un poeta galante o romántico, al estilo de Luis Cernuda o Ricardo Molina. Y, sin embargo, cuando entre deseos carnales e incertidumbres filosóficas aparece la temática del amor, surge la belleza, sensual y sincera, sin adornos y tremendamente musical: «Como la roca que vaga por el cosmos de una sustancia eternamente dichosa y fugitiva eres». Esta frase casi la puede uno recitar cantando. En la línea del amor, teje el autor una relación muy especial, llena de fascinación y sensibilidad, y tremendamente respetuosa, con las mujeres, en especial con la suya, Julia, cuyo nombre sobrevuela muchas escenas ya desde la dedicatoria inicial: «Quisiera, más que amarte, respirar tus huesos y oler tu sangre, y ser carne de la misma carne». La sensibilidad surge como de la nada y pone los sentidos a flor de piel. Así, lentamente, llegamos a De nadie, gran obra de madurez del autor. En cada uno de sus tres apartados se entremezclan, con verdadero brío, la mirada crítica frente a una sociedad llena de aristas y el pensamiento reflexivo tan cercano al aforismo. Lo hace con la mirada descriptiva y crepuscular de un poeta que observa la realidad como pocos, donde no faltan menciones a su propia muerte o, de nuevo con sorprendente sensibilidad poética, al amor. Amor (no siempre correspondido) y muerte en un viaje de madurez en el que el autor describe la incertidumbre y la soledad de vivir, como en un Winterreise (viaje de invierno) literario que bien pudiera haber compuesto el mismo Schubert. En este poemario final del libro es donde más se aprecia la evolución literaria y vital que se ha ido intuyendo a lo largo de todo el libro y sólo esta parte ya justifica la lectura de la antología. También muy musical es el cierre del libro, con Tres odas, tres extensos poemas inéditos que de nuevo entrelazan poesía y ensayo con la cadencia de una sinfonía. Como curiosidad final, cabe destacar lo acertado de los títulos. Es sabido que un buen (o mal) título puede suponer el éxito o fracaso de una obra. En este caso, tanto el propio título del libro como muchos de los poemas tienen un poderoso atractivo: Universo circular, Invocación al Sol, Poema de amor y muerte, por poner sólo unos pocos ejemplos, son una buena muestra de lo que viene a continuación. En conclusión, Cada vez que muero es una completísima antología que reúne no sólo la producción poética de Mario Pérez Antolín, sino su forma de entender la vida, la sociedad y la naturaleza en un viaje de invierno con sentido. Y sensibilidad. GAIA GINEVRA GIORGI. MANIOBRAS SECRETAS (La Bella Varsovia, Madrid, 2018) por ELENA TRINIDAD GÓMEZ La poesía muchas veces evoca la ternura, y Gaia Ginevra nos habla desde la introspección de una generación negada en la ecuación del mundo. Una generación que ve truncada sus sueños y que observa con ojos críticos los aciertos y errores de los que vinieron antes. ¿Puede acaso huir de esa oscuridad que ni veíamos venir? Maniobras secretas se trata de un poemario. Ginevra hace de la poesía un espacio habitable, reencontrándonos con lo puramente físico desde unos versos orgánicos sin caer en la idea impostada de la naturaleza que envuelve la poesía actual, estética que llevamos sufriendo desde hace más de cuarenta años en nuestro país. Maniobras secretas es una obra legítima, sincera con la generación a la que corresponde con versos así: y me pregunto / qué sabe mi generación / de la oscuridad.
Es en la conciencia de lo tangible donde enmarca Ginevra Giorgi su discurso; todos los sentidos se convierten en imprescindibles y el viaje se vuelve en una experiencia casi onírica. El yo se convierte en un espectador y crea lazos de unión entre la propia poeta y los elementos puramente terrenales que componen cada poema, la experiencia vital de lo mínimo que atesoramos todos si miramos más allá de nuestro ombligo. consisto en ruinas transepocales rara vez me sitúo casi siempre sospecho de la metamorfosis de la ceniza no tengo escapatoria Podemos leer y disfrutar una voz madura, que aunque hable desde el entusiasmo de la juventud no huye de la consecuencia de vivir: el sufrimiento, la cadencia, el límite, ese límite que se materializa en muerte. Acepta los límites de su existencia, de su cuerpo ante un mundo que parece ilimitado, pero no lo es, rápido y confuso que no da espacio a la ausencia, la duda, la fragilidad. Se trata de una poesía cíclica, que acude a los mismos temas pero desde experiencias distintas. Maniobras secretas explora el dolor del cuerpo que nombra y que sufre los espacios habitados. El dolor de aquello que fue, ese retorno que otorga la palabra cuando no queda más que memoria. Gaia Ginevra Giorgi se ha convertido en una de las voces poéticas más renovadoras e importantes en Italia. Su universo, elegante y emotivo, nos adentra en lo físico de la naturaleza, dejando de lado todo artificio. el silencio no tiene sinónimos sino muchos contrarios yo no hablo nunca yo nunca digo ayúdame, tengo miedo CARMEN LARRINAGA. MARRUECOS PARADISE (Polibea, Madrid, 2021) por VERÓNICA ARANDA El sur es una promesa de paraíso a cuya llamada emprendemos el viaje en el que perdernos con la (vana) ilusión de encontrarnos. Las islas griegas, el sur de Italia, España, el norte de África, Oriente Medio, entre otros, fueron destinos por los que se han dejado seducir escritores, pintores, artistas de todo tipo y condición, desde Lord Byron, Gérard de Nerval, Gauguin, hasta Henry Miller, Lawrence Durrell o Paul y Jane Bowles. Pero el sur no es un lugar concreto, como el viaje no siempre implica movimiento (Fernando Savater hacía confesar a Philleas Fogg que encontraba más sorpresas y matices a lo largo de una sola jornada en su club inglés que en los ochenta días de su célebre viaje), así intuimos el viaje —sin salir de casa— por y al tenebroso corazón de las tinieblas que, como nos mostrara Conrad, todos llevamos dentro. El sur —y el viaje— es una promesa ritual, cultural, religiosa, sensual y sexual. Es un «nolugar» entre cuyas callejas olvidarte de tu propio nombre y descubrir nuevas formas de amar, comer, rezar, cantar, nombrar el mundo y desaparecer. En Marruecos ha cifrado Carmen Larrinaga (Ondárroa, Vizcaya, 1966) su noción, su promesa y su sueño de sur y paraíso, en Marruecos Paradise (colección «El levitador», 94), con esclarecedoras palabras preliminares de Juan de Dios García. Con estructura musical (“Blues del Magreb”, “Single” y “Voz polifónica” son los títulos de las partes de que se compone Marruecos Paradise —título que por descriptivo y alusivo no le termina de hacer justicia a la capacidad de sugestión y sugerencia elusiva que desprenden sus poemas—) e itinerante, nos presenta Carmen Larrinaga su viaje a su particular país de las maravillas —que, como aprendimos de Carroll, no está más que al otro lado de nuestro propio espejo—, que podría haberse quedado en un catálogo exótico de postales pintorescas si no fuera por la historia personal, por la mirada, y por el trazado moral que las une y le otorgan prueba de cargo —y carga— existencial. Una carga existencial, que ya se atisba en las tierras lejanas de Oslo del poema con que se abre Marruecos Paradise, y en el que, a modo de poética, se anticipa la vida marcada por la escritura; la escritura con que intentar dar sentido al sincopado «exterminio amor extraño» (ritmo que domina buena parte del poemario, incluso con bruscas rupturas del enunciado o quiebras en la concordancia, alternando en otros poemas —quizá los más breves— con la fluidez silente con aliento a tanka japonés), y el protagonismo de esos muchachos árabes que «se mueren de amor en los locutorios públicos», que marcan la trama narrativa y son recurrente seña de identidad del libro. Hablamos de trama narrativa porque, a partir de este introito, Marruecos Paradise desarrolla un itinerario vital que el lector sigue a condición de participar en el pacto virtual y esencial de ser capaz de «oír» la banda sonora que la autora propone y que puntea los grandes espacios abiertos, las carreteras, los bulliciosos espacios públicos (las calles, los conciertos de rock), pero también los silenciosos espacios íntimos. Igualmente, hablamos de trama narrativa porque junto al eficaz efecto de la banda sonora y su necesario despliegue de cartografías, itinerarios, estaciones y trenes, equipajes, furgonetas, que otorga al libro trazas de road movie, Marruecos Paradise se hace atractivo y atrayente en su galería de personajes —también públicos y privados—, desde el joyero árabe Mohamed Alí Calí, la cantante Hindi Zahra, Hisanir, Max (por quien la autora declara haber estado dispuesta a decir a todo que sí), el cantante asesinado Cheb Hasni, el amigo Karl, un tal Harold, un amigo americano llamado Connor, la poeta tetuaní Fátima Zahra, ese Manfred Zondorvan de nombre que debería ser ficción, y su quiosco de música en Ámsterdam, cómo no Paul y Jane Bowles, Laila... y una breve y sensible evocación —que no pasa desapercibida— al padre en 1978, o incluso el interés administrativo por los papeles del señor El Idrissi, quienquiera que sea, pero que forma parte de un conjunto coral básico en un poemario que «también» se lee como una novela —poco nos importan que los personajes sean reales o ficticios, son dramatis personae de la trama que se narra («Son mis amigos / en una palabra. / Árabes / que caminan en la ciudad / en zapatos torcidos (...)»). Marruecos Paradise se hace gustoso en los intensos colores presentes en cada poema del libro; y se hace aromático en el ramillete de flores y frutos —amapolas, glicinas, gencianas, la toronja y la lima o incluso el valleinclaniano Kif—, no solo en su condición ornamental, pues, como ya nos enseñó el maravilloso Hoyos y Vinent —así la ovonia y el nardo indiano—, las plantas nos matan... y nos enloquecen.
Marruecos Paradise se hace alucinado e inquietante en los pequeños momentos y signos de vida que atrapa la mirada. En esas «piedras limpias que traen la lluvia», en esa «piel de endrina de infinita libélula», en «las cabelleras azules», ese «isótopo de luz que se abre en la piel», ese «momento alemán en Inezgane», esos «cisnes de alba gris», los «truenos en Douar cerca del río», «perros y botellas vacías», «un latido y otro y otro...», el interior de los días... que resume el simple y certero «algo así». Y sobre todo lo antedicho, Marruecos Paradise se hace esencial en el conocimiento de sí y en el reconocimiento («Yo me rasuro el pelo / asimétrico y perfecto / y empiezo a rodar / bajo el manto sagrado / de mi chador, / hay balas y bombas / creciendo azules moradas / contra el dogma / los vigías los caballos / tu nombre / tu color / mi sangre / más luz desde el mar, / más música / destrozando sonidos / sonando dentro / mi voz / mi ley.» O también: «conoces tu ritmo / tu travesía, / los siglos más hermosos de tu infancia...». Todo itinerario se desarrolla en doble sentido, hacia el pasado y hacia el futuro que solo encuentra significado en la conciencia del origen. La fiesta continúa, como no puede ser de otra manera, pero Carmen Larrinaga, quizá en referencia al verso de aquella canción de Joy Division, ‘Insight’ («When we were young»), siente la punzada del pasado, de lo vivido, cuando recuerda cuando «Éramos salvajes y fuertes / y la poesía no había terminado», en lo que tantos no podemos sentirnos más identificados. Conocedora del cielo protector que nos cobija, la autora apela a la divinidad —no en vano, la última referencia del libro es la brisa que arrastra la existencia de Alá, no sé si en alusión a la levedad de cualquier credo, de cualquier dios, de cualquier fe—, «que acarrea el sueño de descendientes europeos», como ellos, los nombrados al principio de esta nota, en pos del corazón —de su corazón—, que «es la primera puerta» a un viaje hacia sí misma y que, como los buenos viajeros, Carmen Larrinaga emprende y muestra en este Marruecos Paradise, sabiendo que nunca se es de ningún lugar, ya que, como la propia autora nos avisa, «Definitivamente / estamos perdidos para siempre / en todas partes», lo que no amilana a los argonautas de todos los tiempos —y Carmen Larrinaga entre ellos—, pues en su «yo quería más», Carmen revela el deseo insaciable, el impulso vital que impregnan este Marruecos Paradise y son condición necesaria para echarse andar... JESÚS SÁNCHEZ LOBATO. SABER ESCRIBIR (Aguilar, Madrid, 2006) por ÓSCAR MERINO MARCHANTE PRESCRIPTIVISMO FRENTE A NORMATIVISMO Jesús Sánchez Lobato, catedrático de Lengua Española de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, publica Saber escribir con el objetivo de conseguir un instrumento que explique, interprete y repase la evolución del español a lo largo de la historia; las técnicas o estrategias que permiten escribir correctamente, y la importancia de los medios de comunicación a la hora de unificar la lengua. La obra está dirigida a un público amplio al que le interese escribir con precisión, eficacia y lucidez. El autor distribuye acertadamente este capítulo I (“La lengua española”) en doce apartados: el primero y el segundo hablan sobre las diferencias que existen del español —tanto oral como escrito— dependiendo del factor geográfico; el tercero explica el (supuesto) carácter uniforme de la lengua y la importancia de la norma para escribir adecuadamente; el cuarto analiza el inseparable binomio lengua-sociedad; el quinto y el sexto demuestran la cantidad de préstamos léxicos y extranjerismos que posee el español y la importancia que tienen en nuestra cultura; el séptimo repasa algunos errores gramaticales muy comunes como el dequeísmo o el queísmo; el octavo relaciona los conceptos de lengua, cultura y sociedad; el noveno aclara, desde el punto de vista del autor, la polémica de si la lengua española es o no sexista; el décimo y undécimo resaltan la importancia de la codificación de la “norma culta” a la que relacionan con cierto prestigio social y cultural; y, por último, el duodécimo, que muestra la evolución del español hacia un léxico más general, principalmente por la relevancia que tienen los medios de comunicación en la sociedad actual. La obra pretende explicar una visión panorámica general de la lengua, combinando conceptos teóricos y pautas formales con incontables ejemplos que, desde mi punto de vista, en algunas ocasiones son bastante difusos. Asimismo, el autor expresa una serie de afirmaciones durante el capítulo que yo tildaría de excesivamente categóricas: «Hoy en día, desde la óptica lingüística, reconocemos que el registro culto estandarizado es más urbano que rural, que determinadas profesiones (...) emanadas de la Universidad configuran una determinada clase social con prestigio lingüístico y profesional», «nuestra sociedad ha perdido gran parte del léxico rural, por ejemplo, porque nadie lo utiliza al haberse agotado las formas de vivir del humano que lo mantenían en pie» o «La lengua, como es de dominio común, no es sexista». En la primera afirmación que he citado, el escritor no especifica a los lectores a qué se refiere con «óptica lingüística», dando por hecho no sólo lo que es el concepto teórico en sí, sino que tan sólo existe una sola óptica o perspectiva —que, por cierto, no precisa en ningún momento—. Además, comete el ingente error de relacionar Universidad con «clase social con prestigio lingüístico», aseveración con implicaciones claramente conflictivas, ya que la Universidad ni constituye una clase social diferente ni garantiza tener más o menos prestigio lingüístico que otra persona que haya decidido afrontar su futuro de otra manera. En la segunda aserción, el catedrático no da ningún dato lingüístico, científico, sociológico o demográfico que sostenga que “nadie” utiliza un léxico rural o que se ha agotado el modo de vivir rural de los humanos. En tercer lugar, el autor asevera que la lengua no es sexista. A mi juicio, resulta desafortunado incluir un tema de esta índole en una obra cuyo objetivo es ayudar a escribir mejor. Por otro lado, en cuanto al estilo, la falta de signos de puntuación en varios fragmentos y los interminables ejemplos han provocado una ardua, lenta y dificultosa tarea de lectura y relectura del capítulo para poder comprenderlo profundamente.
Dicho esto, el texto tiene algo muy positivo: su originalidad. La norma frente a la variación social; la codificación de las normas de uso frente al cambio lingüístico; el purismo e inmovilismo lingüístico frente a las variedades diastráticas, diafásicas y diatópicas. A fin de cuentas: el prescriptivismo frente al variacionismo. Que el lector pueda observar afirmaciones que puedan discutirse desde diferentes variantes de la lingüística me parece pertinente, adecuado y original. En definitiva, se trata de un capítulo interesante que tiene el firme propósito de enseñar al lector las técnicas más adecuadas para mejorar la expresión escrita. Sin embargo, en determinadas ocasiones, se adentra excesivamente en cuestiones socioculturales (prestigio social y cultural) y políticas (sexismo del lenguaje) con afirmaciones rotundas que dan sensación de inmodestia, y casi de pedantería. VÍCTOR PÉREZ. ARS POÉTICA DE SARAH CONNOR (Marli Brogsen, Madrid, 2020) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR En la contraportada podemos leer que «Ars poética de Sarah Connor es el viento de Castilla como realismo psicótico y flipado. El plano secuencia de una ecuación lanzada al mundo. Tal vez, una novela en forma de blues. Tal vez, un largo poema en prosa como compendio de la Tierra». Las definiciones metafóricas siguen durante todo el espacio que permite el cartón de la cubierta y marcan y advierten al lector de aquello a lo que se enfrenta, que es, ante todo, un texto y, ante este texto que nos entrega Víctor Pérez, tampoco tiene demasiado sentido enredarse en disquisiciones genéricas. O tal vez sí, porque, obvia e irónicamente, el hecho de que lo haya definido como “texto” ya implica una (disquisición genérica) y, además, el autor (que es habitualmente el encargado de redactar la contraportada de sus libros) también ha dedicado esfuerzo y un buen número de líneas (16) en intentar prevenir al lector de qué hay dentro de esas páginas todavía no leídas. Entonces, lo que toca es que el propio crítico no intente escabullirse dejando al lector de esta reseña ante una denominación genérica tan abstracta y ¿tramposa? como “texto”. De hecho, la frase irreflexivamente escrita que postulaba que «tampoco tiene demasiado sentido enredarse en disquisiciones genéricas» es, ahora lo veo claro, manifiestamente errónea. Es cuando una novela parece “una novela” y cuando un libro de poesía parece “un libro de poesía” cuando no tiene sentido aludir al género. Es aquí, cuando releo la palabra “texto” que ha salido de mi teclado como una especie de “comodín” genérico, cuando me doy cuenta de que tiene todo el sentido enredarse en “disquisiciones genéricas”, y que ese es uno de los valores de este libro de Víctor Pérez y que él sabe que está en un limbo genérico y por eso, en la contraportada, (y también en otras ocasiones ya dentro del texto) intenta definir qué es eso que ha escrito, algo que nunca hace un novelista de verdad porque en las contraportadas de las verdaderas novelas se da por hecho el género y se puede dedicar ese privilegiado (y peligroso) espacio paratextual para que los autores, amparados por esa falsa anonimia del género “contraportada”, puedan por una vez dejar de lado cualquier idea de modestia y alabar sin límite los hallazgos y méritos que el lector va a encontrar cuando se decida a leer su (verdadera) novela. No soy el único reseñista que usa la palabra “texto” para referirse a ciertos productos literarios que habitan en los intersticios o las fronteras entre géneros, y he de admitir que ahora no me encuentro dispuesto a hacer la (interesante pero pesadísima) labor de tesis doctoral que requeriría buscar y ordenar todas las veces en que un crítico ha llamado “texto” a un libro para el cual las categorías como “novela” o como “poesía” o como “ensayo” no le parecían del todo adecuadas o precisas; pero la idea que hay en mi cabeza cuando leo “texto” usado en esa acepción de “género literario difuso” es la de una escritura que se justifica como escritura literaria sin necesidad de otros elementos que (y esto es delicadísimo), de alguna manera, el crítico (yo), considera (erróneamente, claro) menos literarios o pseudoliterarios o, peor aún, vehículos tramposos en los que insertar la verdadera literatura; sí, me refiero al argumento, a la trama, a la construcción novelesca, a la profundidad psicológica de los personajes, al orden de causas y consecuencias, en el caso de la novela; y a la métrica, la disposición textual en forma de verso en el caso de la poesía. Un “texto” parece sugerir alguna especie de “pureza” de la escritura, algo así como una escritura que surge de una forma aparentemente espontánea y que no necesita, para ser “literatura”, de las convenciones más vistosas y consensuadas con que los lectores se manejan cuando compran “una novela” o “un libro de poesía”. Un “texto”, entonces, sería algo como la esencia de la escritura literaria entendida como aquella que no pretende convertirse en una forma prevista de antemano (pero eso no es posible), aquella escritura que consigue (y aquí está el inmenso mérito de Víctor Pérez) dar al lector la impresión de que no necesita ni argumento, ni personajes complejos, ni causas y efectos, ni endecasílabos bien medidos; es decir, una escritura que se sostiene a sí misma sin necesidad de más justificaciones que su misma existencia. Y lo bueno, es decir, lo que me gusta, lo que considero valioso (entre otras muchas cosas) de este texto de Víctor Pérez es, precisamente, lo que ingenua y automáticamente he negado al principio: esa capacidad de hacer que el lector se pregunte qué es un libro, qué es la literatura o, mejor aún (y tal vez por eso he dicho eso de que era inútil enredarse en cuestiones genéricas) que el lector sea envuelto y engullido por la escritura y la disfrute sin necesidad de esperar la aparición de las convenciones genéricas, que es lo que me pasó a mí durante la lectura y, tal vez, lo que me hizo incurrir en la irreflexiva afirmación inicial que todas estas líneas han tratado de negar y afirmar al mismo tiempo. Sea una novela o un poema en prosa, todo texto literario es, sobre todo, una voz. Y lo que hace que Ars poética de Sarah Connor rinda al lector ante su escritura es su voz alucinada, heredera de la exaltación épica y santificadora de un Manuel Vilas, o de un Whitman posmoderno y narrativo; es una voz épica y lírica que canta a todas las cosas del mundo desde una exaltación máxima en la que no hay altibajos ni modulaciones de tono (el tono es el mismo desde la primera página hasta la última, empieza muy arriba y se mantiene así todo el tiempo). Es una voz acelerada que no deja ni una pausa y por eso la misma idea del punto y aparte queda descartada y el lector tarda muy poco en aceptar también eso: que no habrá tregua y que, si quiere un descanso, tendrá que ser él quien cierre el libro y apague esa música porque la voz no va a darle ni un respiro. La “justificación textual” que da forma a esa voz es epistolar. Todo el libro es una larga carta-monólogo dirigida a Manolo el del Bombo. Y con la excusa (ya ven por dónde van los tiros, en cuanto a conceptos como “verosimilitud”) de esa carta al famoso animador de la selección española de fútbol masculino y auténtico icono popular, Víctor Pérez desata esa voz que no cuenta sino que canta, o que cuenta cantando o canta contando. La voz se refiere a sí misma como un blues en varias ocasiones a lo largo del texto; pero, más que la cadencia melancólica del blues, la forma en que todo se mezcla y se eleva en su canción hace pensar en uno de esos crescendos formados por un muro de sonido de guitarras eléctricas a todo volumen que se prolonga eternamente, un crescendo noise que no admite la pausa ni el retorno de la melodía o el desarrollo convencional, que se alimenta de sí mismo y se fuerza hasta ver hasta dónde puede llegar alargándose hasta el infinito en un éxtasis que puede dejar sorda a la audiencia o provocar alucinaciones y pérdida de audición. Se recomienda espaciar la lectura para evitar la saturación, aunque también está la opción de metérselo todo de golpe. Sí, la comparación con la droga tampoco es gratuita. Ahora veremos por qué. Querido Manolo el del Bombo, yo soy el milenarismo de Arrabal. Y ya estoy aquí. Una mezcla de fuego cósmico, el Lute y mendigo de Simago. Primero vinieron los gritos de guerra de los apaches. Luego los Prodigy. Y después vino yo. Lo dice la Biblia. Yo es la palabra más repetida en el libro y parece innecesario advertir de que este canto se enuncia en primera persona; pero sí es interesante indagar un poco en ese yo, quién es ese yo omnipresente en Ars poética de Sarah Connor. El yo actúa aquí como la misma escritura, como una alucinación mística y unificadora que engulle toda la historia, la cultura, la memoria y la imaginación, lo posible y lo imposible. Este yo no es una conciencia analítica. Este yo no es una mirada histórica y social sobre las cosas que canta, no hay distancia entre el yo y las cosas, porque lo que hay es, siempre, comunión, exaltación. Las referencias a la cultura popular y televisiva que llenan el texto y que acabo de citar como la famosa borrachera de Arrabal, el Lute, Manolo el del Bombo, no funcionan como elementos externos que el yo analiza y juzga con distancia. Ni con la distancia de la melancolía ni con la distancia de la ironía. El yo que canta es origen y final del mundo, está por encima del mundo y dentro de él. El yo de este libro es, creo que ya lo he dicho, la misma escritura. Y la escritura es un espacio vacío donde todo se puede mezclar, donde el tiempo y la historia pueden ser y no ser, y por eso es frecuente que el yo utilice referencias religiosas y divinas, porque está por encima de lo humano y de lo histórico y porque tiende, no a la distancia que separa al hombre del mundo a través de la conciencia, sino a la unidad mística donde esa distancia desaparece de forma casi milagrosa; y por eso, también, es frecuente que haya drogas, muchas drogas, porque la vía rápida y no sagrada para sustituir conciencia y reflexión por unidad mística es la droga. Así pues, esta escritura es alucinógena por definición y aunque la mayoría de escritores cortan esa droga pura que es la escritura y la mezclan para entregar al público algo más fácil de digerir o para resaltar ciertos “momentos” de unidad mística que destacan sobre un “fondo” más “plano”, Víctor Pérez nos lo sirve a lo bestia, sin cortar, con una pureza que puede provocar sobredosis, sin dejar que sus efectos bajen nunca. La impresión es que Víctor Pérez ha puesto al Manuel Vilas de España o Aire nuestro en una pipeta, y lo ha hecho hervir hasta que se ha evaporado todo líquido y ha conseguido quedarse solo con esa sustancia destilada de la máxima exaltación y celebración de todas las cosas del mundo cantadas desde una perspectiva de dios, de fantasma, de alguien que está en un lugar del tiempo o del espacio que no es el nuestro pero desde el cual ve cómo todas las cosas son tocadas por el tiempo y por la desaparición y en ello encuentra siempre la belleza y el don de lo sagrado.
Ese yo-canto, ese ritmo hipnótico, por supuesto, deja ver también, más allá de la alucinada literalidad que borra los tiempos y las identidades, una presencia autorial. Si tomamos todas las referencias culturales, al margen de la forma en que estén usadas y agitadas, podríamos “recomponer” al autor que ha creado a ese “yo”. Sería alguien que conoce la literatura española y norteamericana, cuyos personajes (De Umbral a Foster Wallace, pasando por los Panero o Cela, entre otros muchos) aparecen con frecuencia en situaciones insólitas y maravillosamente inverosímiles (otra vez, inevitable acordarse del Manuel Vilas de España y Aire nuestro); sería alguien que pertenece a la generación de los nacidos en los 70, que ha escuchado música grunge e indie anglosajona (Smashing Pumpkins, Pixies, etc.) desde un pueblo de España en el que suena Perales o Julio Iglesias o Mocedades. Podríamos obtener algo así como la imagen de alguien de esa generación nacida en los setenta, que ahora recuerda el pasado y ve la tele y fuma porros mientras imagina todo tipo de ocurrencias poéticas y psicóticas en las que todos sus referentes culturales, de literatura, filosofía, televisión, música, y todos sus recuerdos de infancia, de juventud, se mezclan en una inmensa alucinación en la que también hay cine, mucho cine (sobre todo americano, actores y paisajes americanos, western alucinógeno, cine de género, de todos los géneros). Y también hay abundantes y maravillosas escenas de pueblo, de bar de pueblo, de fiestas de pueblo, en las que sortea el peligro de caer en lo pintoresco o lo nostálgico porque están tocadas por esa misma exaltación que el resto de materiales que forman la ola textual que se extiende por las páginas. Y también hay deporte, nacional e internacional (mucho fútbol, claro, y Marca y As y El larguero; y ciclismo, Indurain, Perico; y boxeo, y muchos más que no recuerdo). Y, por supuesto, hay televisión; de los ochenta, y los noventa y los dos mil. Tele, es decir, famosos, nombres, actores o personajes, que aparecen cargando con su leyenda compartida generacionalmente por quienes hemos nacido y vivido en el mismo país y tiempo que el autor, famosos que aparecen distorsionados para brillar un instante, ser tocados por ese yo, y desaparecer sin más dentro de la ola textual. Para terminar: Ars poética de Sarah Connor es un libro que me ha hecho disfrutar enormemente, y cuya lectura recomiendo porque, ante todo, es un placer dejarse llevar por su santificadora corriente de exaltación y porque, además, aquí y allí, como extrañas medusas, aparecen maravillosos hallazgos en los que un personaje, una situación inverosímil, una imagen poética, abren de repente una puerta en la que brilla algo parecido a la verdad o al reconocimiento, es decir, lo que se suele entender como “literatura”. RODRIGO OLAY. VIEJA ESCUELA (Rialp, Madrid, 2021) por MIGUEL IPIÑA MI SANGRE ESTÁ EN MI OBRA Parece que llevamos seiscientos cincuenta años diciendo lo mismo que Manrique: cualquier tiempo pasado fue mejor. Más, todavía, si incluimos los milenios de añoranza por la edad de oro. A pesar de lo estéril que pudiera resultar ahora tanto ejercicio de la memoria y de la saudade, y que estuvieran ya agotadas ambas facetas por la recurrencia de su trato, Rodrigo Olay nos demuestra que aún se puede excavar con originalidad y vigor en el estudio de lo nostálgico. Vieja escuela es el más reciente poemario del autor ovetense, y obtuvo el accésit del Premio Adonáis en 2020. Los organizadores del premio, a través de Rialp, lo publican en un pequeño libro, siguiendo las características de su colección, más que destacables por la limpieza de su caja, la facilidad de uso que le dan sus dimensiones físicas y las reflexiones y sensaciones que desencadenan sus otras dimensiones, las literarias. Olay parece seguir una línea que ya se entreveía en La víspera, que es la de reconfigurar a partir del recuerdo íntimo unas coordenadas precisas dentro de la tradición de la memoria. Tal ha sido su acierto, que uno de sus textos fue seleccionado para formar parte de la antología Tu sangre en mis venas. Poemas al padre, donde comparte el índice con autores como Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Jon Juaristi o Luis García Montero. La vieja escuela del título parece no sólo evocar la niñez del propio Olay, los tótems erigidos por el individuo y por el clan para que la memoria no quede soterrada (Cuanto más tiempo pase, mejor fue. / Es mi niñez), sino lo versátil de sus posibilidades poéticas, que van del soneto (‘Corazón de tinta’, que precede al epílogo del libro) al uso de una estrofa y un verso más libres, como predomina en gran parte del poemario. Para el estudio retórico, por dar un ejemplo, resultan interesantes, además de lograr un efecto fónico maravilloso, las aliteraciones: ...ya brota de mi pasado / la flor de la candelaria, / ceniza en mi calendario. (‘Soledades’). La reflexión del autor no se regodea sólo en su ámbito más personal. Fuera de la memoria de sí mismo, hay cierta vocación de explicarse a sí mismo el oficio y la necesidad de escribir: Que si Borges, que d’Ors gotas / de Juaristi, que si injerto / de Carnero o Luis Alberto, / que si Piquero o si Botas, / que si hoy tocan los Machado / y callo, aunque no he acabado. / Lo habéis dicho hasta el sopor: / venga formas, venga temas... / ¿Y el dolor? En mis poemas / solo es mío lo peor. (‘Acusado por los críticos literarios de... En efecto, otra cita de González’). Las pistas que va dejando en los poemas permiten reconstruir ciertos escenarios, ciertas acciones que guardan para él capital importancia, y que dejan traslucir en el libro una impronta autobiográfica que resulta su mayor fortaleza, el punto de cohesión en el que el yo lírico mejor se desenvuelve. En ‘Personalidad múltiple’ el tema del nombre y sus variantes se halla como protagonista, para al final, después de todas las posibilidades barajadas, diga: Y en algún lugar, dónde, / quizá yo. Lo efímero de la vida, lo inminente de su fin: Yo me iba a morir, / pero ya nunca, para enseguida abordarlo desde el extremo opuesto: Yo, que siempre parezco andar muriendo. La recurrencia de la infancia: Jamás se perderá cuanto jugamos, / hermanos, / compañeros, o la vocación y sus recodos: este esclavo entre letras, se llama a sí mismo.
La mirada al interior de Olay, lejos de parecer un mero juego egoísta, logra despertar un espejo en el que uno también se aboca. Se reconoce, con él, algunas conclusiones a las que se ha llegado, aunque sea por distinta vía. Resulta natural, casi hasta fácil, asumir algunas palabras suyas como propias. Dice en Víctimas’: aprende / que no siempre redime compasión, Fue su amor sin porqué, como la rosa o Yo mismo puedo ser peor que yo; en ‘Ítaca’: ...amar a mar amarga sabe al cabo; Escribí con el cieno que hay en mí, / con los no, con los nunca, con los nada..., en el ‘Envío’ que acaba esta colección. Podemos quedarnos con el título tan expresivo de uno de los primeros poemas del libro: ‘Siempre he creído que iba a morir joven’. Rodrigo Olay nos muestra sus descubrimientos y su autodescubrimiento (ya lo dice el título de esta reseña, mi sangre está en mi obra, verso tomado de su ‘Corazón de tinta’) en estas páginas. Sus preguntas se vuelven nuestras y buscamos respuestas que nos satisfagan como el verso que las motiva. Con suerte, algunas de estas inquietudes hallaran reverbero en otro autor. Al final, como en el ‘Cementerio marino (epitafio)’, podemos leer con mayor vividez los dos últimos versos: Era yo lo que eres. / Tú serás lo que soy. JAVIER ALCORIZA. PSICOLOGÍA LITERARIA (Dykinson, Madrid, 2021) por ÁNGEL OLIVA LA VOZ DE LA LITERATURA La idea de este libro nace del seminario temático dirigido por Javier Alcoriza y organizado por la Biblioteca Regional de Murcia y el centro de Profesores y Recursos de la Región de Murcia durante el primer semestre de 2020, en el que tuve la fortuna y el placer de participar. Esta circunstancia me permite reseñar este libro desde esa doble experiencia: primero como asistente y ahora como lector. El contenido que recoge este volumen, con el añadido de otros textos anteriores, conforma un conjunto coherente, que permite al autor desarrollar la idea central del mismo y que es la que elige para iniciar el prólogo: «La psicología literaria no es la psicología aplicada a la literatura, sino el estudio de las formas del alma que nace de la experiencia literaria». Señala que frecuentemente asociamos la literatura solo con los libros, sin reparar en su esencial presencia en la oralidad. Es más, se podría decir que el hecho literario en sí mismo surge del relato oral, pues la palabra escrita nace de la palabra hablada. A partir de ese hecho, y de acuerdo con un contexto siempre en evolución, dinámico y determinante, se manifiesta nuestra disposición natural a la expresión y al relato, que muchas veces llega a verse representado de diferentes formas y siempre emerge sustentado por la imaginación y la creatividad. También en el prólogo, el autor nos revela una certeza: la literatura y la voz que contiene no se pueden limitar a la página impresa; es el lector el que debe trascender los libros, pues la voz de la literatura, expresada en una charla, en una crítica —en torno a lo leído— e incluso en una representación teatral, son también experiencias literarias de primer orden. Rescatamos dos ideas más que recogen bien el criterio del autor en relación con el hecho de leer. En la primera no hace concesiones, es el lector el que debe hacer el esfuerzo para entender y descifrar el contenido, y solo cuando lo hace obtiene el fruto de la comprensión profunda; así, la lectura se convierte en una escritura invertida que descifra lo leído; es trabajosa y, en lo que concierne al resultado, siempre es fecundo y enriquecedor. En la segunda, recuerda al lector amateur que la literatura es una fórmula apreciable para su instrucción, pues conquista nuestra mente, forja nuestras opiniones e influye en nuestra conducta. La psicología literaria prefiere los libros grandes y algunos autores escogidos, que no son los únicos posibles. Aquí no rigen normas, sino orientaciones. Lo que importa es que contengan voces que resuenen y que dibujen un mapa que pueda ser recorrido y compartido: que sea transitable. Con la lectura establecemos una relación con los autores, y así entablamos un diálogo con los verdaderos maestros. A eso se nos invita en el contenido de los diez capítulos en los que se desarrolla el libro y que giran en torno a diez escritores y algunas de sus obras más representativas. Algunos de los elegidos en esta ocasión son Edipo en Colono de Sófocles, La divina comedia de Dante, Otelo de Shakespeare, El enfermo imaginario de Molière, Soledad y sociedad de Ralph W. Emerson, El americano de Henry James, y la Carta al padre de Franz Kafka; junto a ellos hay múltiples referencias a autores como Thomas Carlyle, Oscar Wilde, John Ruskin Thomas De Quincey, Nietzsche, Walter Scott, Jorge Luis Borges, T.S. Eliot, Henry David Thoreau y tantos otros que aparecen citados en el desarrollo de los capítulos. A través de su aportación, cohesionada en un ejercicio de erudición muy apreciable, el autor va introduciendo y elaborando el concepto de psicología literaria de manera amplia y convincente. Cada capítulo empieza con una imagen que lo ilustra y presenta y también contiene preguntas que prolongan su desarrollo e invitan al lector a implicarse en las repuestas e incluso prolongar las reflexiones que propone. Su lectura, en algún momento esforzada, contiene el regalo de un conocimiento lúcido de la naturaleza humana, vista a través de la crítica de los autores mencionados. También son destacables las numerosas referencias cinéfilas y culturales de todo tipo que se utilizan para ilustrar las ideas que se van desgranado. Es admirable el saber enciclopédico que muestra el autor y el conocimiento amplio y profundo de la literatura, filosofía y las artes clásicas y modernas. Consigue contagiarnos el gusto por los clásicos y nos conduce e inicia en el arte de interpretar sus textos. Esta obra es también un mural que contiene temas e ideas que nacen de la vida y llegan a la literatura y viceversa, en un camino de ida y vuelta. El autor las va sacando, mostrando y poniendo unas al lado de otras. Con un tono amable, nos las presenta y nos anima a pensar en ellas, invitándonos a la disensión y al debate, pues, después de todo, como Alcoriza nos recuerda, la literatura no solo está en los libros, sino también en las palabras que elegimos cuando hablamos en nombre propio, en las palabras que los libros nos obligan a decir después de haberlos leído.
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