TRADUCCIONES
MUESTRARIO DE OTRAS LITERATURAS POSIBLES
EL HOMBRE QUE PLANTABA ÁRBOLES Para que el carácter de un ser humano desvele cualidades verdaderamente excepcionales, es preciso tener la buena fortuna de poder observar sus acciones durante largos años. Si esas acciones están desprovistas de todo egoísmo, si la idea que la dirige es de una generosidad ejemplar, si es absolutamente cierto que no haya buscado recompensa en parte alguna y que haya dejado, además, marcas visibles en el mundo, estaremos entonces, sin riesgo a equivocarnos, ante un carácter inolvidable. ***** Hace aproximadamente cuarenta años, efectuaba una larga ascensión a pie por alturas absolutamente desconocidas para los turistas de esa viejísima región de los Alpes que penetra en la Provenza. Esa región limita al suroeste y al sur con el cauce medio del Durance, entre Sisteron y Mirabeau; al norte con el cauce superior del Drôme, desde su nacimiento hasta Die; al oeste, con las llanuras del Comtat Venaissin y los contrafuertes del Mont-Ventoux. Abarca toda la parte norte del departamento de Basses-Alpes, el sur del Drôme y un pequeño enclave del de Vaucluse. Ocurrió cuando emprendí mi largo paseo por esos desiertos, landas desnudas y monótonas, entre los 1200 y 1300 metros de altitud. No crecía en ellos más que lavanda silvestre. Atravesé esa comarca en su más amplia extensión y, después de tres días de marcha, me encontré en una desolación sin par. Acampé junto al esqueleto de un pueblo abandonado. Me había quedado sin agua desde la víspera y tenía que encontrarla. Esas casas agrupadas, aunque en ruinas, como un viejo nido de avispas, me hicieron pensar que debió haber ahí, en tiempos, una fuente o un pozo. Y había una fuente, pero seca. Las cinco o seis casas, sin techumbre, roídas por el viento y la lluvia, la pequeña capilla de campanario desmoronado, estaban dispuestas como lo están las casas y las capillas en los pueblos vivos, pero toda vida había desaparecido. Hacía un hermoso día de junio de mucho sol, pero por esas tierras desamparadas y elevadas hacia el cielo, el viento soplaba con una brutalidad insoportable. Sus gruñidos en las carcasas de las casas parecían los de una fiera a la que se molesta en su comida. Tuve que levantar el campamento. A cinco horas de marcha de allí, seguía sin encontrar agua y nada podía darme esperanzas de encontrarla. Por todas partes había la misma sequedad, las mismas hierbas leñosas. Me pareció advertir en la lejanía una pequeña silueta negra, de pie. La tomé por el tronco de un árbol solitario. Por si acaso, me dirigí hacia ella. Era un pastor. Una treintena de ovejas recostadas sobre la tierra abrasadora descansaban junto a él. Me dio a beber de su cantimplora y, poco después, me llevó a su aprisco, en una ondulación de la meseta. Sacaba el agua, excelente, de un agujero natural, muy profundo, por encima del cual había instalado un chigre rudimentario. Aquel hombre hablaba poco. Es cosa de solitarios, pero se le veía seguro de sí y confiado en su seguridad. Algo insólito en esa comarca despojada de todo. No habitaba una cabaña sino una verdadera casa de piedra donde se veía muy bien cómo su trabajo personal había recompuesto la ruina que había encontrado a su llegada. Su techo era sólido y estanco. El viento que golpeaba sus tejas recordaba el rumor del mar sobre las playas. Su hogar estaba ordenado, su vajilla fregada, su parqué barrido, su escopeta engrasada; su sopa hervía al fuego. Observé entonces que estaba también recién afeitado, que todos sus botones estaban sólidamente cosidos, que sus ropas estaban zurcidas con el cuidado minucioso que vuelve invisibles los remiendos. Me hizo compartir su sopa y, cuando después le ofrecí mi petaca, me dijo que no fumaba. Su perro, silencioso como él, era sumiso sin bajeza. Se sobreentendió enseguida que pasaría la noche allí; el pueblo más cercano estaba todavía a más de una jornada y media de marcha. Además, conocía perfectamente el carácter de los escasos pueblos de esa región. Hay unos cuatro o cinco dispersos alejados unos de otros sobre las pendientes de esas alturas, por el monte bajo de roble blanco americano al extremo opuesto de cualquier ruta transitable. Están habitados por leñadores que hacen carbón vegetal. Son lugares en los que se vive mal. Las familias, apretadas unas contra otras en ese clima, que es de una extremada rudeza, tanto en verano como en invierno, exacerban su egoísmo en su incomunicación. La ambición irracional cae en la desmesura, en el deseo continuo de escapar de ese lugar. Los hombres se ocupan en llevar carbón a la ciudad con sus camiones y luego regresan. Las cualidades más sólidas se descosen bajo ese perpetuo flujo de cal y de arena. Se hacen la competencia por todo, tanto por la venta del carbón como por un banco en la iglesia, por las virtudes que se combaten entre ellas y por los vicios que se combaten entre ellos, y por la mezcla general de vicios y virtudes, sin descanso. Por encima, el viento incansable irrita igualmente los nervios. Hay epidemias de suicidios y numerosos casos de locura, casi siempre mortíferos. El pastor que no fumaba fue a buscar una bolsita y esparció por la mesa un montón de bellotas. Se puso a examinarlas una tras otra con mucha atención, separando las buenas de las malas. Yo fumaba en pipa. Le propuse mi ayuda. Me dijo que eso era asunto suyo. En efecto, al ver el cuidado que ponía en ese trabajo, no insistí. Esa fue toda nuestra conversación. Cuando tuvo en la parte de las buenas un montón de bellotas lo bastante grande, las contó de diez en diez. Al mismo tiempo, seguía eliminando los pequeños frutos o aquellos que estaban ligeramente agrietados, pues los examinaba de muy cerca. Cuando tuvo así por delante cien bellotas perfectas, paró y fuimos a acostarnos. La compañía de ese hombre ofrecía paz. Le pedí permiso al día siguiente para descansar durante toda la jornada en su casa. Lo encontró muy natural o, más exactamente, me dio la impresión de que nada podía molestarlo. Ese descanso no era absolutamente obligatorio, pero estaba intrigado y quería saber más. Sacó a su rebaño y lo guio a los pastos. Antes de partir, remojó en un cubo de agua el saquito en el que había metido las bellotas cuidadosamente escogidas y contadas. Observé que a modo de cayado, llevaba una barra de hierro del grosor de un pulgar y una longitud aproximada de metro y medio. Hice como que me paseaba mientras descansaba y seguí una ruta paralela a la suya. Los pastos de sus animales estaban al fondo de una depresión. Dejó al pequeño rebaño al cuidado del perro y subió hacia el lugar en el que yo me encontraba. Temí que viniera a reprocharme mi indiscreción, pero en absoluto, era su camino y me invitó a que lo acompañara si no tenía nada mejor que hacer. Iba a unos doscientos metros de allí, a las alturas. Una vez llegó al lugar deseado, se puso a clavar su barra de hierro en el suelo. De ese modo, hizo un agujero en el que metió una bellota, luego volvió a tapar el agujero. Plantaba robles. Le pregunté si la tierra le pertenecía. Me respondió que no. ¿Sabía de quién era? No lo sabía. Suponía que era tierra comunal o quizás fuese propiedad de gente que no se preocupaba por ella. A él no le preocupaba saber de sus propietarios. Plantó así sus cien bellotas con un cuidado extremo. Tras la comida de mediodía, volvió a empezar la selección de su simiente. Insistí bastante, creo, en mis preguntas para que respondiese. Desde hacía tres años plantaba árboles por esas soledades. Había plantado cien mil. De esos cien mil, habían salido veinte mil. De esos veinte mil, contaba aún con perder la mitad, debido a los roedores o a todo aquello que es imposible prever en los designios de la Providencia. Quedaban diez mil robles que crecerían en ese lugar donde nada hubo anteriormente. En aquel instante, me preocupé por la edad de aquel hombre. Visiblemente, tenía más de cincuenta años. Cincuenta años, me dijo. Se llamaba Elzéard Bouffier. Había poseído una granja por los valles. Había cumplido con su vida. Había perdido a un hijo único, luego a su mujer. Se había retirado a la soledad en la que disfrutaba viviendo con lentitud, con sus ovejas y su perro. Había juzgado que esta comarca se moría por la falta de árboles. Añadió que, al carecer de ocupaciones importantes, había resuelto remediar ese estado de cosas. Como yo mismo llevaba en aquel momento, a pesar de mi joven edad, una vida solitaria, sabía conmover con delicadeza las almas de los solitarios. Sin embargo, cometí un error. Mi joven edad, precisamente, me forzaba a imaginar el porvenir en función de mí mismo y de una cierta búsqueda de la felicidad. Le dije que, dentro de treinta años, esos robles serían magníficos. Me respondió muy sencillamente que, si Dios le prestaba vida, dentro de treinta años, habría plantado tantos que esos diez mil serían como una gota de agua en el mar. Él estudiaba ya, por otro lado, la reproducción de las hayas y tenía pegado a su casa un vivero proveniente de los hayucos. Los ejemplares que había protegido de sus borregos con una barrera alambrada eran de gran belleza. Pensaba igualmente en abedules para aquellos fondos en los que, me dijo, una cierta humedad dormía a unos metros de la superficie del suelo. Nos separamos al día siguiente. ***** Un año después, estalló la guerra del 14 para la que fui reclutado durante cinco años. Un soldado de infantería apenas podía pensar en árboles. A decir verdad, la cosa en sí no me había marcado: la había considerado como un pasatiempo, una colección de sellos, y olvidado. Al acabar la guerra, me encontré en posesión de una prima de desmovilización minúscula, pero con el gran deseo de respirar un poco de aire puro. Fue sin idea preconcebida, salvo esa, cuando reinicié el camino por esas tierras desiertas. La comarca no había cambiado. Con todo, más allá del pueblo muerto, percibí en la lejanía una suerte de niebla gris que recubría las alturas como un tapiz. Desde la víspera, me había puesto a pensar de nuevo en aquel pastor plantador de árboles. «Diez mil árboles —me decía— ocupan realmente un espacio bien ancho». Había visto morir a demasiada gente durante cinco años como para no imaginar fácilmente la muerte de Elzéard Bouffier, y más teniendo en cuenta que, cuando uno tiene veinte años, considera a los hombres de cincuenta como ancianos a quienes no les queda sino morir. No había muerto. Estaba incluso muy lozano. Había cambiado de oficio. No poseía más que cuatro ovejas pero, a cambio, un centenar de colmenas. Se había deshecho de los corderos quienes ponían en peligro sus plantaciones de árboles. Porque, me dijo (y yo lo constaté), no se había preocupado por la guerra. Imperturbablemente, había continuado plantando. Los robles de 1910 tenían por entonces diez años y eran más altos que él y que yo. El espectáculo era impresionante. Estaba literalmente privado de palabras y, como él no hablaba, pasamos todo el día en silencio paseándonos por su bosque. Tenía, en tres tramos, once kilómetros en su anchura mayor. Cuando uno recordaba que todo había salido de sus manos y del alma de aquel hombre, sin medios técnicos, comprendí que los hombres podrían ser tan eficaces como Dios en otros dominios distintos al de la destrucción. Él había continuado con su idea y las hayas que me llegaban al hombro, esparcidas hasta donde alcanzaba la vista, lo testimoniaban. Los robles eran recios y habían superado la edad en la que estaban a merced de los roedores; en cuanto a los designios de la Providencia en sí misma para destruir la obra creada, falta le haría a partir de ese momento recurrir a un ciclón. Me mostró admirables bosquecillos de abedules que se remontaban a cinco años atrás, es decir a 1915, a la época en la que yo combatía en Verdún. Los había plantado en todos los fondos donde él suponía, con buen criterio, que había humedad casi a flor de tierra. Eran muy resueltos y tiernos, como adolescentes. Su creación parecía, por otra parte, producirse en cadena. No lo preocupaba; proseguía obstinadamente su tarea, muy sencilla. Pero al bajar de nuevo por el pueblo, vi fluir agua por arroyos que, en la memoria del hombre, siempre habían estado secos. Se trataba de la más formidable operación de reacción que me fuera dado contemplar. Aquellos arroyos secos habían llevado agua antaño, en tiempos muy antiguos. Algunos de aquellos pueblos tristes de los que he hablado al principio de mi relato habían sido construidos sobre los emplazamientos de antiguos poblados galo-romanos de los que quedaban todavía huellas, en las que los arqueólogos habían excavado y habían encontrado anzuelos en lugares en los que, en el siglo veinte, estábamos obligados a recurrir a aljibes para tener un poco de agua. El viento también dispersaba ciertas semillas. Al mismo tiempo que el agua reaparecían los sauces, los sauces mimbre, los prados, los huertos, las flores y una cierta razón de vivir. Pero la transformación se operaba tan lentamente que entraba en la costumbre sin provocar asombro. Los cazadores que subían a sus soledades para perseguir liebres o jabalíes bien habían constatado la abundancia de los arbolitos, pero lo habían achacado a la malicia natural de la tierra. Por esa razón nadie tocaba la obra de aquel hombre. Si lo hubiesen sospechado, le habrían llevado la contraria. Estaba libre de toda sospecha. ¿Quién habría podido imaginar, en los pueblos y en la administración, tal obstinación en la generosidad más magnífica? ***** A partir de 1920, no dejé pasar un solo año sin visitar a Elzéard Bouffier. Nunca lo vi doblegarse o dudar. Y sin embargo, ¡Dios sabe si el mismo Dios lo empujaba! No evalué sus sinsabores. Bien imaginamos sin embargo que, para semejante logro, hubo de vencer la adversidad; que, para asegurar la victoria de tal pasión, hubo de luchar contra la desesperación. Durante un año, había plantado más de diez mil arces. Murieron todos. Al año siguiente, abandonó los arces para recuperar las hayas que salieron adelante mejor aún que los robles. Para tener una idea más exacta de ese carácter excepcional, no hay que olvidar que se ejercitaba en una soledad total, tan total que, hacia el final de su vida, había perdido la costumbre de hablar. O ¿acaso no viera la necesidad? En 1933, recibió la visita de un guarda forestal desconcertado. Ese funcionario le ordenó que no hiciera fuego fuera, por miedo a que pusiera en peligro el crecimiento de ese bosque natural. Era la primera vez, le dijo aquel hombre ingenuo, que se veía un bosque crecer solo. En esa época, iba a plantar hayas a doce kilómetros de su casa. Para ahorrarse los trayectos de ida y vuelta, pues por entonces tenía setenta y cinco años, planeaba la construcción de una cabaña de piedra en el mismo lugar de sus plantaciones. Cosa que hizo al año siguiente. En 1935, una verdadera delegación administrativa acudió a examinar el bosque natural. Había un alto personaje de la delegación de Montes, un diputado, varios técnicos. Pronunciaron muchas palabras inútiles. Decidieron hacer algo y, felizmente, no hicieron nada, excepto una sola cosa útil: poner el bosque bajo la salvaguarda del Estado y prohibir el paso a los carboneros. Pues era imposible no dejarse subyugar por la belleza de esos jóvenes árboles en plena salud, que ejercieron su poder de seducción sobre el mismísimo diputado. Entre los oficiales forestales que formaban la delegación, yo tenía un amigo. Le expliqué el misterio. Un día de la semana siguiente, fuimos ambos a la búsqueda de Elzéard Bouffier. Lo encontramos en pleno trabajo, a veinte kilómetros de donde había tenido lugar la inspección. Ese oficial forestal no era un amigo cualquiera. Conocía el valor de las cosas. Supo guardar silencio. Ofrecí unos cuantos huevos que había llevado como presente. Compartimos nuestro tentempié y pasamos unas horas en la muda contemplación del paisaje. El flanco por el que habíamos llegado estaba cubierto de árboles de seis a siete metros de alto. Recordaba el aspecto de la comarca en 1913, un desierto... El trabajo apacible y regular, el aire vivificante de las alturas, la frugalidad y sobre todo la serenidad de alma le habían dado a aquel anciano una salud casi solemne. Era un atleta de Dios. Me preguntaba cuántas hectáreas iba a cubrir aún con árboles. Antes de su partida, mi amigo hizo simplemente una breve sugerencia a propósito de ciertas esencias que aquel terreno parecía exigir. No insistió. «Por una buena razón —me dijo después—, porque ese hombre sabe más que yo». Al cabo de una hora de marcha, una vez la idea se abrió paso en él, añadió: «Sabe más que todo el mundo. ¡Ha encontrado una maravillosa manera de ser feliz!». Gracias a aquel capitán no sólo el bosque sino también la felicidad de aquel hombre fueron protegidos. Mandó escoger a tres guardas forestales para esa protección y los aterrorizó de tal forma que permanecieron insensibles a todos los sobornos que los leñadores pudieran proponerles. La obra no corrió un riesgo grave sino durante la guerra del 39. Para los automóviles que funcionaban por entonces con gasógeno, nunca había leña suficiente. Empezaron a talar los robles de 1910, pero aquellas heredades estaban tan lejos de toda red de carreteras que la empresa se reveló pésima desde un punto de vista financiero. La abandonaron. El pastor no llegó a ver nada. Estaba a treinta kilómetros de allí, continuaba apaciblemente su labor, ignorando la guerra del 39 como había ignorado al del 14. ***** Vi a Elzéard Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía por entonces ochenta y siete años. Yo había pues reiniciado la ruta del desierto, pero ahora, pese al descalabro en el que la guerra había dejado el país, había un autocar que hacía el servicio entre el valle del Durance y la montaña. Achaqué a ese medio de transporte relativamente rápido el hecho de que no reconociera ya los lugares de mis primeros paseos. Me parecía también que el itinerario me obligaba a pasar por lugares nuevos. Necesité del nombre de un pueblo para concluir que me encontraba aun así en esa región antaño en ruinas y desolada. Bajé del autocar en Vergons. En 1913, esa aldea de diez a doce casas tenía tres habitantes. Estaban asilvestrados, se detestaban, vivían de la caza con trampa; poco más o menos en el estado físico y moral de los hombres de la prehistoria. Las ortigas devoraban a su alrededor las casas abandonadas. Todo había cambiado. Incluso el aire. En lugar de las tormentas secas que me acogían en tiempos, soplaba una brisa blanda cargada de olores. Un rumor parecido al del agua llegaba desde las alturas: era el del viento en los bosques. Finalmente, cosa más asombrosa, oí el verdadero rumor del agua que fluía en un estanque. Vi que habían hecho una fuente, que era abundante y, lo que me impresionó más, habían plantado junto a ella un tilo que podría tener unos cuatro años, ya feraz, símbolo incontestable de una resurrección. Por otro lado, Vergons llevaba la huella de un trabajo para cuya tentativa es necesaria la esperanza. Así pues, la esperanza había regresado. Se habían despejado las ruinas, abatido los muretes arruinados y reconstruido cinco casas. La aldea contaba desde entonces veintiocho habitantes entre los cuales cuatro parejas jóvenes. Las casas nuevas, recién enfoscadas, estaban rodeadas de huertos en los que crecían, mezclados pero alineados, las verduras y las flores, las coles y los rosales, los puerros y los dragones, el apio y las anémonas. En lo sucesivo, era un lugar en el que daban ganas de vivir. A partir de ahí, hice mi camino a pie. La guerra de la que apenas salíamos no había permitido el florecimiento completo de la vida, pero Lázaro andaba fuera de su tumba. Por las laderas bajas de la montaña, veía campos pequeños de cebada y de centeno en cierne; al fondo de los valles estrechos, algunas praderas verdeaban. No han hecho falta más que los ocho años que nos separan de esa época para que toda la comarca resplandezca de salud y de bienestar. Sobre el emplazamiento de las ruinas que había visto en 1913, se elevan ahora granjas limpias, bien enlucidas, que denotan una vida feliz y confortable. Las viejas fuentes, alimentadas por la lluvia y la nieve que los bosques retienen, han vuelto a fluir. Canalizan las aguas. Al lado de cada granja, en bosquecillos de arce, los estanques de las fuentes desbordan sobre tapices de menta fresca. Los pueblos han sido reconstruidos poco a poco. Una población procedente de los valles, donde la tierra se vende cara, se ha instalado en la comarca, aportándole juventud, movimiento, espíritu de aventura. Por los caminos encontramos hombres y mujeres bien alimentados, muchachos y muchachas que saben reír y han recobrado la satisfacción por las fiestas campesinas. Si contamos la antigua población, irreconocible desde que vive con dulzura, y los recién llegados, más de diez mil personas deben su felicidad a Elzéard Bouffier. ***** Cuando pienso en que un hombre solo, reducido a sus simples recursos físicos y morales, ha bastado para hacer surgir del desierto esta comarca de Canaan, descubro, pese a todo, que la condición humana es admirable. Pero, cuando caigo en la cuenta de toda la grandeza de alma y de empeño en la generosidad que ha necesitado para obtener este resultado, me embarga un inmenso respeto por ese viejo campesino sin cultura que supo llevar a buen término esta obra digna de Dios. Elzéard Bouffier murió apaciblemente en 1947 en la residencia de ancianos de Banon. Traducción y nota: MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO
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TRADUCCIONES
El Coloquio de los Perros. AL HAZMI, ALI ANDRADE (DE), EUGENIO ANGELOU, MAYA ARMITAGE, SIMON BERT, BENG BERTRAND, ALOYSIUS BHATTACHARYA, DEEPANKAR BIANU, ZENO BLANCHARD, MAURICE BLANDIANA, ANA BOUCHET, ANDRÉ (DE) BOURSON, GILBERT BOUVIER, NICOLAS BRODA, MARTINE BROWN, STACIA L. BUZZATI, DINO CALVET, VINCENT CAPRONI, GIORGIO CARDOSO, RENATO F. CASTRO (DE), MANUEL CÉSAR, ANA CRISTINA CHAMBON, JEAN-PIERRE CHAVAL CHESTERTON, G. K. CONTINI, DONATELLA CORSO, GREGORY COUTO, MIA COUTO, MIA [POEMAS] DEGUY, MICHEL DELANEY SPEAR, SUSAN DELERM, PHILIPPE DIMKOVSKA, LIDIJA DOMIN, HILDE DOMINIQUE ANÉ DOMINIQUE ANÉ [OKLAHOMA 1932] DRUMMOND DE ANDRADE, CARLOS DUPIN, JACQUES ELIOT, GEORGE ESPAGNOL, NICOLE ESPANCA, FLORBELA FERREIRA, VERGÍLIO FOLLAIN, JEAN GARCIA, JUAN GINSBERG, ALLEN GONZÁLEZ LAGO, DAVID GOZIS, GEORGE GRANDMONT, DOMINIQUE HAM, NIELS HAUTECLOCQUE, XAVIER (de) HÉLDER, HERBERTO HEMINGWAY, ERNEST HIERRO LOPES, BEATRIZ HIGHTOWER, SCOTT HOGUE, CYNTHIA IGLESIAS, XOSÉ JIYAN, RÊNAS JUDICE, NUNO KALÉKO, MASCHA KANDEL, LENORE KEROUAC, JACK KHAÏR-EDINNE, MOHAMMED KHENSIN, SUMITAKU KINNELL, GALWAY LACERDA, ALBERTO (de) LAYOS, ILÍAS LÉVIS MANO, GUY LUCA, GHÉRASIM LUCIE-SMITH, EDWARD McHUGH, HEATHER MAULPOIX, JEAN-MICHEL MAWGOUD, MONTASER ABDEL MERWIN, W. S. MICHAUX, HENRI MIERMONT-GIUSTINATI, ADELINE MILTON, JOHN MONTEIRO, KRISHNA MOORE, MARIANNE MORENO, ANNA NAPORANO, FERNANDO NERVAL, GERARD (de) NILO NUNES, LUIZA OLIVEIRA (DE), ALBERTO OSORIO GUERRERO, RODRIGO PESSANHA, CAMILO PESSOA, FERNANDO PINTO DE AMARAL, FERNANDO PLATH, SYLVIA POZZI, ANTONIA PRÉVERT, JACQUES PROUST, MARCEL QUINTANA, MÁRIO RAMBOUR, JEAN-LOUIS RAMOS ROSA, ANTÓNIO RAMOS ROSA, GISELA GRACIAS RATROUT, FAHKRY RILKE, RAINER MARIA RODRÍGUEZ-MIRALLES, JORGE HEMEROTECA
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