LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
JOSÉ LUIS ZERÓN HUGUET. HABLE LA LUZ (Olé, Valencia, 2024) por JUAN C. LOZANO FELICES EL POEMA COMO TOTALIDAD VIVIENTE. APUNTES SOBRE LA POÉTICA DE JOSÉ LUIS ZERÓN. Bellamente editado por Olé Libros, llega en estos días a las mesas de novedades de las librerías Hable la luz. Un poemario nuevo de José Luis Zerón constituye siempre una gran noticia en el ámbito literario. Desde que Zerón publica el doble poemario Intemperie (Sapere Aude, 2021), no habíamos tenido nueva entrega poética, y si tenemos en cuenta que éste era, por un lado, una reescritura de su primer poemario en solitario, Solumbre (Empireuma, 1993); y por otro, una recopilación de poemas exentos, de diversa procedencia; no había dado Zerón a la imprenta, en puridad, un poemario con la cualidad de inédito desde Espacio transitorio (Huerga y Fierro, 2018). El año pasado también se lanzaba un primer y estupendo volumen de su literatura diarística, con el austeriano título de A salto de mata (Frutos del tiempo, 2023), que promete tener continuación muy pronto y que yo definiría como la cara B de su obra literaria, sobre la que arroja no poca luz. La no publicación de poesía, quizás al contrario de la profusión de ésta, no es en ningún caso preocupante ni es síntoma de nada. Como he dicho alguna vez, si con algo está reñida la poesía es con el utilitarismo y las prisas. El poeta requiere de espacios más o menos largos en que guardar silencio, son espacios de maceración espiritual, de estar a la escucha y de escritura silenciosa. Hasta diría yo que, si existe el “modo poeta”, uno es más poeta en esos espacios en que calla que en el necesario periodo de promoción libresca donde se hace visible y da a conocer su obra en diversos actos de presentaciones y firmas. Visto así, un poeta auténtico, seguiría siéndolo aunque no publicara. Profundizar en una obra como la de José Luis Zerón, con una poética con un sustrato tan rico en referencias literarias, filosóficas, espirituales y simbólicas, siempre tiene algo de osado para quien lo intenta. No obstante, no tema el lector encontrarse con poemas herméticos o crípticos, tampoco es necesario que el lector tenga una preparación especial para acercarse a su obra, ya que la poesía de Zerón pide, en principio, ser sentida y presentida. A la obra poética de José Luis llegué yo, de oídas, en 2013, cuando él acababa de publicar Sin lugar seguro (Germanía, 2013). Mucho después, con la perspectiva que da el tiempo, ambos hemos convenido que ese poemario se sitúa como ecuador que separa su mundo poético en dos hemisferios. Uno más cerrado y morfológicamente más denso y hermético; y otro más discursivo, revitalizador, reflexivo y semánticamente más despejado y actual, al que no es ajeno un poso existencial sin el ombliguismo de la poesía de la experiencia. En definitiva, una poética más personal, experiencial y radical, cargada de sentidos, con un lenguaje feraz en intuiciones y percepciones que acaba liberando, al decir de Jung, «una fuerza más poderosa que la nuestra propia». Esa división lleva implícita también un mejor acomodo editorial y, por ende, una distribución óptima de su obra. Desde hace unos años Zerón viene publicando en editoriales de primer nivel (entiéndase que hablamos de un género marginal y divergente) como Ars Poética, Polibea, Sapere Aude, Huerga y Fierro, y ahora Olé Libros, una iniciativa editorial que, de la mano de Toni Alcolea, ha ido conformando, paso a paso, un catálogo del máximo interés. Los 46 poemas que componen Hable la luz se conforman dentro de una estructura bipartita (“Apolión”, 18 poemas; y “Xenía”, 28), precedida todo ello por dos citas, de Pureza Canelo y José Luis Puerto, y de un prólogo de la ensayista, poeta y traductora Natalia Carbajosa, que constituye un pórtico magnífico y hasta necesario, para conocer los resortes y puntos cardinales del poemario. Las citas bíblicas al inicio de cada parte del poemario ofrecen también una clave de lectura a tener en cuenta. A la hora de reseñar un poemario de José Luis Zerón hemos de atender primeramente a lo más inmediato y manifiesto, el título y la portada, que nunca en él son un mero capricho estético. El diseño de portada, generalmente también está bajo el control del autor y, por ende, también es sustancial. En este caso, la fotografía de Alberto Zerón (hermano del poeta) puede chocar. Nos encontramos ante un poemario con el título Hable la luz, cuya portada representa el firmamento nocturno, donde se vislumbra un leve resplandor de amanecida al fondo. Verá el lector, a continuación, que no existe ninguna contradicción en ello; al contrario, la coherencia es absoluta. Para cerrar el comentario sobre la portada, nada mejor que escuchar al propio poeta, que en una comunicación privada, me dice: «Además, deseaba que la foto reflejara mi obsesión por lo cósmico y lo telúrico; en otras palabras, esa fusión de lo matérico y lo metafísico. La imagen seleccionada muestra un cielo nocturno estrellado y algo que parece una laguna, ambos elementos que evocan justo esa idea». La luz es fuerza o impulso generatriz dirigido al develamiento de lo profundo bajo la realidad percibida por los sentidos. La luz, simbólicamente, es un elemento genesíaco. Disipa las tinieblas, revela y hace presente lo que está oculto y, por ende, puede ser nombrado. La luz aparece en los versículos iniciales del Génesis como fuerza generadora de la Creación y transmuta en orden el caos. También es fuerza transformadora que triunfa sobre las tinieblas. Con la luz, los objetos y los seres vivos se muestran presentes y pueden ser nombrados, convergencia entre lo mínimo y lo cósmico. Asumida la estrechez de la palabra para deslindar lo visible y lo invisible, la poesía es lo que queda; o sea, administrar pérdidas. El acto creador religado al acto sagrado de nombrar, algo que Dios reservó a Adán, que también, bajo ese prisma, sería el primer poeta. El dominio sobre la Creación implica el poder de nombrar. El siguiente paso será la representación en las cuevas de la realidad que rodea al hombre, el nacimiento del arte. A decir de Sánchez Robayna, «todo poema es una operación sacrificial (sacrum facere). Aspira a hacer sagrado aquello que ha podido tocar con la palabra». Y Octavio Paz, «sacar a la luz palabras inseparables de nuestro ser, esas y no otras... palabras necesarias e insustituibles... El poema es una totalidad viviente, hecha de elementos irremplazables». El acto de nombrar es inmanente a la poesía, una religación de la palabra con el estado natural del hombre anterior a la Caída. En algunos poemas de Hable la luz, José Luis Zerón hace referencia al acto de nombrar. Como dice el poeta en ‘Ab ovo’: «Tú has nacido en un abismo entre soles / para nombrar / aquello que no es si no es percibido» y «Tenemos el poder de nombrar el mundo que nace...» y termina el poema: «porque no es aquello que no vemos ni nombramos». La primera parte, “Apolión”, se inicia, certeramente, con un versículo del Apocalipsis de San Juan, texto fundamental de la escatología cristiana. Apolión es el equivalente en griego del hebreo Abadón, el ángel de la destrucción. «Tu luz, tu excremento y tu sangre somos, / Apolión, el grito rapaz que reafirma / toda la magnitud / de nuestra insignificancia». Todo cobra sentido si pensamos que José Luis Zerón escribe los poemas de esta parte durante la primera oleada de la pandemia por el COVID 19, con la carga de incertidumbre y pavor que hacía que una sociedad que se presumía tecnológica, moderna e inmune, retrocediera a la negrura del medievo durante las epidemias de peste negra. «El mundo huele a miedo» (‘Tiempo oscuro’). Queda sentado, pues, que esta parte del poemario queda marcada y se enmarca durante la pandemia aunque, acertadamente, Zerón no hace referencia directa a ella. La poesía, después de todo, es un vehículo para canalizar experiencias radicales y, por tanto, universales de cualquier tiempo. Permítaseme citar aquí la autoridad de un poeta al que ambos admiramos, el irlandés Seamus Heaney: «...la poesía es un registro de la realidad y un reconocimiento que produce estados emocionales excepcionales». El tono de esta primera parte no puede ser otro que elegíaco, agónico, de consternación, e incluso de recriminación ante una instancia superior: «y el futuro es solo una altísima / mirada invocadora» (‘Angelus novus’); «¿Por qué tantos cementerios y fosas comunes? / ¿Por qué tu éxtasis ante la indefensión humana?». En esta parte, la luz, más que una realidad, es un anhelo y un ansia: «Si yo pudiera elevar un hospicio / contra la desesperanza y el fracaso, / si yo pudiera habitar los ojos del animal muerto / y devolverles la mirada, / si yo pudiera garantizar la dignidad / de tantos cuerpos despreciados, / si yo pudiera hacer que mis deseos fueran fuego / y no residuos de fogatas apagadas» (‘Canto de la vida breve’); y en el mismo poema: «y hallar en las sombras, como desearía, / las aladas semillas de la luz». Hay una sensación de inseguridad, amenaza e irresolución: «Las praderas por las que caminábamos seguros / son ahora marjales» (‘Acto de fe’). El mismo poeta confiesa: «Escribo tan oscuro, / tan adentro, / tan al cabo del miedo». Ello en consonancia con la cita del Libro de Isaías que abre la primera parte: «Esperamos la luz, y he ahí las tinieblas...». Bajo este enfoque, como bien dice Natalia Carbajosa en el prólogo, el título «suena a plegaria». Quizás, la referencia más explícita a la pandemia sea «La dicha de volver a abrir los ojos / y saber que aún podemos mirar / la vida con deseo, pese a tanto / que se nos muere» (‘Ahora, el instante 1’). Quién acaso no tuvo, durante la primera oleada de la plaga, el temor a contagiarse y llevar la enfermedad a su casa, quién no eligió la habitación donde se recluiría al primero de la familia que se infectara, quién no tuvo una sensación de alivio al despertar por la mañana y comprobar que aún no tenía síntomas y que los suyos estaban bien, quién no sintió «el vértigo de la incertidumbre» (‘Ahora, el instante 2’). Quien conoce a José Luis Zerón, sabe de su afición a dejar la ciudad atrás y salir al campo y las huertas cercanas. El poeta encuentra una naturaleza que ha comenzado a recuperar lo que fue suyo, donde cualquier construcción del hombre se convierte o convertirá en escombros, y que ve reproducida en él su ansia de devoración al observar el cerco a que someten los pequeños animales a otras especies más pequeñas o vulnerables: «La paz vaticina el festín» (‘Ritual’). Él podría parar con un gesto todo ese ritual, «Hay un dios en tu mirada» (‘Ab ovo’), pero deja hacer, al igual que un ser superior o «dios desconocido», pareciera permanecer inmutable ante la plaga e inconmovible al dolor y el espanto que genera. Toda esa primera parte está teñida de un regusto deletéreo, de revelación bíblica. La plaga, como la muerte, nos iguala socialmente. Podríamos decir, como Dylan Thomas, «Los muertos desnudos serán un solo muerto». La sensación de estar leyendo una revelación a manera de palimpsesto, se refuerza en aquellos poemas donde utiliza el versículo como una unidad con sentido autónomo. Esta parte posee una coherencia interna y temática hasta el punto de que podría formar en sí misma un solo y unitario poemario con el título de “Apolión”. La estructura bipartita del libro sugiere un viaje desde la noche y la intemperie hacia la luz, que solo en ocasiones llega a manifestarse, a través de fulgentes imágenes. Nótese en la intemperie, ese concepto-símbolo integrado en la poética zeroriana.
La segunda parte, “Xenía”, un término griego que entronca con el concepto de hospitalidad, es algo más extensa que la primera y contiene poemas de tono distinto. La luz es ya percibida, si bien lo es en forma de ocasionales claros en la tormenta. Ya en el poema ‘Kyrie Eleison’, hacia el final de la primera parte, el poeta ruega por un lugar seguro: «Invoco tu hospedaje, / dios desconocido, y te pido que fecundes / nuestro destino de olvidados». Encontramos también poemas como ‘La mirada del otro’ y ‘Con Ada en la azotea’ que no podrían faltar en una eventual recopilación de su cancionero amoroso. También hay poemas, en ambas partes, que inciden en el paso y los estragos del tiempo: «Ahora que en mi cuerpo brotan las primeras marcas / de la decadencia...» (‘Invocación’), «Canta lo nuevo de la vida / que pulsa para ser más vida en los estragos», «Canta otoñando la indigencia del invierno / que habrás de saludar sin derrota ni gloria» (‘De senectute’); «que la lepra no selle mi boca / ni la coartada de la ignorancia / ciegue mi lucidez», o el memento mori «Algo está vivo en esta soledad / y me susurra que no seré más» (‘Locus amoenus’). Con Hable la luz alcanza Zerón su plenitud poética y su plena consolidación como una de las voces más interesantes del panorama poético contemporáneo. El viaje desde las sombras en busca de la luz sería el tema medular del poemario que nos ocupa. La poética de Zerón entraña una concepción metafísica de la poesía, y en este sentido entronca con los románticos ingleses y alemanes como Wordsworth, Blake o Novalis, pero también con nuestro Claudio Rodríguez. Su tono elegíaco y cierta sensibilidad clásica, el lúcido equilibrio entre experiencia y creación, unido todo ello a un universo poético muy personal donde confluyen referencias judeocristianas y míticas dándoles un sentido actualizado, imprimen una sugestiva coherencia y una nota distintiva a su obra. Yo estoy convencido de que un poeta extraordinario como Juan Eduardo Cirlot, que sin embargo no creó escuela, tiene hoy en José Luis Zerón, y más que nunca, un legítimo heredero.
0 Comentarios
EVA PALACIOS COSTERO. CUÁNTOS PÁJAROS HUIDOS (Eolas, León, 2024) por ALBERTO CUBERO VUELO SIN HUIDA Parece mentira. Todo sigue su curso. Así comienza el libro que nos convoca aquí esta tarde. Sí, todo sigue su curso. Efectivamente, la vida continúa fluyendo, con sus cabriolas, sus desmanes, con sus calles tajadas por el dolor, con la dignidad mendigando por las esquinas, con cuántas emociones percutiendo en latidos tan hermosos como pájaros huidos, como estos pájaros que ha creado Eva, que ha cincelado para nuestro deleite, pájaros que vuelan sobre los campos de la ambigüedad, de la contradicción, sobre las brasas de lo que no termina de arder y también sobre la extrañada sombra de cada individuo, cuando rinde cuentas frente a los espejos. Pájaros que cantan y cantan y cantan las muescas que forja el devenir, lo inaccesible de cada instante, lo que vamos perdiendo sin apenas cerciorarnos de ello, y lo hacen sin que su decir encuentre asiento, una suerte de música permanentemente suspendida de hilos invisibles, acaso de las voces de las mujeres sin piel y el pudor que aúlla bajo la tierra.
La autora ha levantado un refugio poblado de palabras, de corpúsculos de esperanza, un refugio en el que cabemos todos, cómo no, tan frágiles y vulnerables somos, ha escrito el nombre de los afectos y los efectos de su ausencia, ha escrito preguntas acerca de la lluvia metálica y preguntas sobre el metal que nos aborda por la escotadura del miedo. Hay tantos interrogantes en tu texto, querida poeta, no puede ser de otra manera, es de lo que disponemos para continuar avanzando, qué si no, la vida es quemar preguntas, dijo el gran Antonin Artaud, las respuestas son únicamente torpes hipótesis, certezas diluidas que nunca llegaron a serlo, si se me permite la paradoja, eso mismo, pájaros huidos que dejan huérfanos los labios y la comisura del deseo, ese sapo enloquecido que salta por entre los treinta y siete puntos cardinales. Dice la voz poética enjaular lo incierto en el latido de los lápices y uno se estremece ante la lucidez de tanta incertidumbre y no acaba de caer en la cuenta de en qué punto del camino perdimos el camino, en qué plano de la existencia se fracturaron los planos y es, precisa y felizmente, en ese punto, en esos planos donde se sitúa este enramado de significantes que Eva nos dona para aproximarnos en ellos y a través de ellos con lo que realmente somos. ¿Es esto posible, es posible tanta valentía? El conocimiento, del orden que se trate, es escucha, escucha honesta y atentísima. Podemos leer en el texto: cómo tejer la escucha si los senderos han sido quemados. ¿Entonces qué? ¿Por qué derroteros transita el ser humano? ¿Estamos dispuestos a revertir los páramos sombríos del viento? Hablábamos antes de corpúsculos de esperanza, que la autora va sembrando a lo largo del poemario. Leemos de nuevo en él: desaprendemos el invierno para ser de nuevo o bien porque buscas la torsión o jirones de luz que te re-construyan. Renacer a la incontinencia de la voz que nos susurra el secreto de esos ángulos del devenir por los que podemos emerger a una claridad de los pálpitos, también del pensamiento, y respirar. En este cuerpo simbólico que es Cuántos pájaros huidos, cada poro resulta una rendija que nos permite entrar y salir, dibujar en la pared de los tejidos el reverso de la luz y sus dobleces, trazar el amor que anida en su interior, esa rendija nos ofrece un tiempo y un espacio para saborear cada nueva visión, cada nueva intuición, la posibilidad de ser todo y nada, el niño sobre la rayuela, la rayuela sobre las aguas, la última luz de la tarde arañando una nostalgia, el mismísimo centro de esa nostalgia bailando sobre los signos crepusculares, nos ofrece la posibilidad de relacionar todo con todo y de sentirnos, exacta y brutalmente, parafraseando a Bernard Nöel, el resto de un viaje, un viaje verbal, imaginario, generador de realidad porque, como dice nuestra poeta, en nuestros cuerpos las palabras se han enredado. Eternamente. LUIS GARCÍA MONTERO. VENGO HERIDO (Autorretratos 1983- 2024) (Papeles del Náufrago, Almería, 2024) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Al escribir, siempre me observo en un espejo roto. Luis García Montero Al hablar de los retratos de la necrópolis de El-Fayum nos enfrentamos con términos modernos a una representación que pretendía ser lo más fidedigna posible de una persona, con una intención muy distinta de lo que hemos conocido después, tanto sean las ideas de representación de poder en Roma, o las pretensiones de la nobleza o burguesas posteriores. Querer ser reconocible para el tránsito a la muerte, y en consecuencia para nadie que no sean los posibles dioses, necesitaba de una actitud distinta de lo que conocemos hoy. Siempre nos hemos planteado los artistas si en el retrato somos nosotros quienes nos proyectamos en el modelo, o cedemos a la absoluta sumisión al retratado, es decir, a su apariencia y su estatus. Ejemplos hay de todo tipo, desde Van Eyck, el Renacimiento de Leonardo, Ghirlandaio y Rafael hasta hoy, pasando por los Greco, Velázquez, Goya, Freud, etc. Un cambio notable, dentro de los conflictos que siempre se plantean en un retrato, es el paso al autorretrato, donde el propio autor se enfrenta a sí mismo en todos los sentidos, pero ante todo a su propia mirada, secreta y herida (Caravaggio, Van Gogh, Freud...). Siempre he pensado cómo se podría enfrentar uno de esos pintores de El-Fayum a pintar su propio rostro para cubrir su momia, para enfrentar la muerte, para ser reconocido en ella sin ninguna duda. Dice John Berger en el caso de El Fayum que «el pintor se sometía a la mirada del retratado»; la relación existente entre los dos era una colaboración en la preparación para la muerte. Se dice que algunos retratos permanecían en la casa del retratado antes de su fallecimiento, o que la momia permanecía durante un tiempo en su casa tras el fallecimiento; en ambos casos estamos ante un memento mori destinado a futuro, pero mirando directamente al frente, al pintor en el que se reconoce la muerte. ¿Cómo responder ante todo este proceso en soledad? ¿Cómo, cuando la mirada no es la del modelo ni la del pintor, sino ambas? ¿Cómo, sin caer en la mentira? Esta mera suposición nos lleva a la traslación a los autorretratos poéticos y a los conflictos que se plantean (al menos si no nos contentamos con la mera apariencia. ¿El autorretrato se relaciona con la realidad, de qué manera? El proyecto de Los Papeles del Náufrago de Antonio Lafarque y Aníbal García, nacido en 2016 en la ciudad de Almería, es de esos que nacen por amor al arte y a la poesía y sin ISBN. Ediciones no venales que persiguen, en su colección Calcomanías, los autorretratos poéticos de los autores antologados en selecciones de Antonio Lafarque. Ya hablamos con ellos en El coloquio de los perros en una entrevista donde explicaban su proyecto. Hasta la fecha se han publicado los autorretratos de Karmelo Iribarren, Felipe Benítez Reyes, Luis Alberto de Cuenca, Carlos Marzal, Joan Margarit, Aurora Luque y Luis García Montero. Es de este último de quien hablamos hoy y es el mismo Luis García Montero quien establece su concepto de autorretrato poético en el prólogo: Al escribir siempre me observo en un espejo roto. Enciendo la luz, me miro a los ojos, y busco ese que vive dentro de mí, o los otros que también soy, los otros que conviven conmigo en el mundo que habito y que me habita. Escribir poesía es conocerse y reconocerse, preguntar qué decimos cuando decimos soy yo. Introduce la idea de espejo, ese espejo que parece necesario en la realización de un autorretrato, igual que en la pintura, incluyendo el concepto de mirada. Pero una vez que el poeta se mira el poema se construye, se dice, de otra manera (‘Vigila las miradas del espejo’). El autorretrato en un espejo roto no es escribir mientras te miras, es escribir sobre lo que queda después de mirarte, a veces sobre lo que habías olvidado, eso que reaparece cuando te enfrentas al yo guardado muy adentro, agarrado a lo que fue o no fue («Eso que somos vive acompañado por lo que ha sido y por lo que no pudo ser»). Respondiendo a la pregunta que quedó colgada anteriormente, la poesía permite la construcción de un mundo personal sin perder la relación con la realidad. Simone de Beauvoir pedía no una habitación propia, como Virginia Woolf, sino un mundo propio. El autorretrato no es sólo verse en el espejo de tu habitación propia, sino también crearse en el espejo («Recuerda que yo existo porque existe este libro»). Todos los poemas de un autor son fragmentos de un macropoema construido por la mirada interior y exterior al espejo. Pasa a veces que la vida nos altera, el autorretrato cambia y nos vemos forzados a escribirlo de nuevo, con más grietas, restañadas unas y abiertas otras, dando la misma forma a lo que ya no será lo mismo, y avanzando en el dolor de ausencia. De ahí el pertinente título Vengo herido. En otro momento ya dijo Luis García Montero que «la poesía es el camino más directo de plantearse qué digo cuando digo yo», aunque «no hablemos en línea recta». Escribir el poema será dar nuevo nombre al yo y mostrarlo, porque el poeta se expone a ser mirado. ¿Se ve el lector en el poema de otro o mira él como hace con los retratos de un museo? ¿O es el poeta retratado el que le mira como en las tablas de El Fayum? La respuesta en el poema: Déjame que responda, lector, a tus preguntas, mirándote a los ojos, con amistad fingida, porque esto es la poesía: dos soledades juntas. En los poemas hay voluntad de ser leído y cada libro es una respuesta a la propia vida. El recorrido de esta antología por los libros de Luis García Montero nos lleva por los caminos que ha transitado el poeta desde Granada, Lorca y Machado, la otra sentimentalidad, luego la poesía de la experiencia y sus diatribas, la eterna lucha y alianza ética entre el yo biográfico y el yo literario, la cercanía y el compromiso social y democrático. 29 poemas de todos sus libros y dos inéditos componen esta antología que comienza con el bellísimo ‘Infancia’ («Ocurre como en todas las infancias, / la mía tuvo un árbol / preciso y navegable»), pasea por Lorca y Granada («Se busca una ciudad. // Parece que fue vista / en manos de un poeta»), transita la política y la poética, los libros, la memoria y la ausencia («Todo es raro y difícil como llamarme Luis, / como esperar a que me llames / como vivir sin ti»). Y aunque toda la poesía de este autor pudiera englobarse y leerse como autorretrato, requiere mucho esfuerzo de lectura, selección y orden de los poemas para articular un libro con sentido riguroso. Y esto es lo que hacen los editores. No es necesario justificar la presencia de Luis García Montero en esta excelente colección, ni la suya ni la de ninguno de los anteriores ni de los que vengan. Sólo esperar que continúe un proyecto alejado de ningún beneficio económico, con tiradas pequeñas, basado en afinidades y en un gran trabajo intelectual de los editores. Cierro con un fragmento de uno de los inéditos que aparecen en el libro:
Y en cada situación sentir la piel desnuda o con abrigo, la posibilidad de conocer o de reconocerse, sentir el yo, el tú, las puertas y los barrios, la confesión y los secretos, direcciones, teléfonos, pantalla, las distintas maneras de sentirnos nosotros. PEDRO M. DOMENE. ASÍ EMPEZÓ TODO (Trifaldi, Madrid, 2024) por JOSÉ ANTONIO SÁEZ EL FINAL DEL VERANO El escritor y crítico literario Pedro M. Domene (Huércal-Overa, Almería, 1954), que ocupa un lugar propio entre los críticos literarios de nuestro país, tanto por sus colaboraciones en suplementos literarios de prensa como en revistas especializadas y publicaciones de este género, se inició en la la narrativa con algunos títulos de novela juvenil publicados por editorial Anaya, tales como Después de Praga nada fue igual (2004), Conexión Helsinki (2009) y Las ratas del Titanic (2019); a los que siguieron, ya en otra línea más ambiciosa, El secreto de la beguinas (2010) y finalmente, Así empezó todo (2024), estas dos últimas, unidas a su excelente volumen Esa infinita quietud. Conversaciones con Alejandro López Andrada (2023) en la editorial madrileña Trifaldi. En la cordobesa Almuzara, Domene ha realizado ediciones de Francisco Villaespesa, los poetas de la España vaciada y la novelista almeriense Carmen de Burgos. Destacan, igualmente, las de narrativa española y universal en la revista literaria Batarro y en sus colecciones.
En Así empezó todo, su última novela publicada en el año en curso, todo gira en torno a tres personajes principales, dos chicas y un chico, sobre los que menudean algunos otros personajes secundarios. Ubicada en el municipio costero almeriense de San Juan de los Terreros, rememora la adolescencia veraniega de unos adolescentes, cuyo hilo narrativo va siempre sujetado por el protagonista: un joven español regresado de Alemania para continuar sus estudios de los últimos cursos de bachillerato y COU en España, a fin de tener la oportunidad de proseguirlos en la Universidad. Huércal-Overa, Lorca, Terreros y Águilas, además de las referencias genéricas a Alemania, son los lugares donde se ubica la acción de esta novela, cuyo eje de sujeción es como la espina dorsal de un gran pez y se vertebra sobre el diálogo: una suerte de conversación amena y ágil entre los tres personajes mencionados, quienes, como sin quererlo, van dando cauce en sus encuentros a una suerte de reflejo de la sociedad española de su tiempo, la cual identificamos con el tardofranquismo y la transición democrática en nuestro país. Los temas sobre los que se debate principalmente son los de las responsabilidades personales de cada uno de los jóvenes: en un caso, el del chico, sus estudios y la ayuda en el negocio familiar de los tíos huercalenses; en otro, el de una de las chicas, responde a la necesidad, una vez abandonados los estudios, de aportar directamente a la economía familiar (curiosamente para muchos: la venta de agua potable) que, sin embargo, se considera como una carga insufrible por la protagonista, ansiosa de conocer mundo; así como, en la otra adolescente, el cuidado de los hermanos menores. De ahí, las conversaciones van expandiéndose hacia temas como la familia, el descubrimiento del amor, la preocupación por el futuro, la valoración de la responsabilidad y el trabajo, aún en la edad juvenil, la música que movía las emociones y los sentimientos de los adolescentes en aquellos años, el gusto por la lectura, las diversiones propias de la edad, la belleza de la costa almeriense, etc. En cuanto al tiempo, transcurre por los sucesivos veranos en que tiene cabida la historia (entre 1972 y 1974). De todo ello se deduce algo que puede asombrar hoy a algunos, y es la plena conciencia de estos muchachos por labrarse un futuro que han de ganarse a pulso con su esfuerzo, si es que quieren alcanzar un nivel de vida superior al que tuvieron sus padres en el mundo que los rodea. Apenas hay, pues, en esta novela, narración o descripción propiamente dichas; pues el diálogo se enseñorea de ella basculando sobre él el eje vertebral de la historia como recurso técnico. Una raspa de pez. La respiración de un gran batracio. El sueño de una noche de verano. La vida atrapada en el discurrir del tiempo que supone el deliberado reencuentro posterior. DOMINGO ALBERTO MARTÍNEZ. PINK CADILLAC MAN (West Indies, Sevilla, 2024) por félix molina La literatura carcelaria conoce ejemplos ya muy curtidos, dentro y fuera de España. De fuera nos llegan las brisas —un poquito pútridas— de Papillon, una novela (y película) cuya lectura (o visionado) no recomiendo por estas fechas, ni en otras acaso. Leemos con espanto el pre-gulag de Dostoyevski en sus Memorias de la casa muerta, o el horror de Solzhenitsyn en su Archipiélago Gulag. También nos quedan los efluvios jazmineros de la Balada de la cárcel de Reading de Wilde, con su prosa de esmeraldas, también de amargura («no todo hombre convive con hombres callados que lo vigilan noche y día»), o la nutritiva venganza con sabor a puro de Dumas y su Conde de Montecristo (no he visto oscuridad mayor que la de la celda de Edmond Dantès) o, por echar la vista más atrás, pero más cerca, Los baños de Argel cervantinos, que no podemos leer sin escuchar ya como una musiquilla de Rossini por detrás.
Pero ahora nos viene Domingo Alberto Martínez, que ya conocíamos por la calidad y la artesanía de sus cuentos (Un ciervo en la carretera o Esto no es una novela), y comete la bella osadía de transitar en su novela Pink Cadillac man por un territorio desabrido, inhumano, inhóspito, como es el de la privación institucionalizada de la libertad. La cárcel. Y lo hace comenzando de la manera más brillante, con la obertura cubana del preso Róbinson Sánchez, un personaje (protagonista en una novela coral) que es pura oralidad, a lo Carpentier o lo Cabrera Infante, y nos gana con su discurso desde el capítulo primero (es decir, el décimo) de la narración: «Somos culpables por ser inocentes y sobre todo por serlo en el lugar que no era». Quizá ese lugar de nadie que es el penal de El Secadero y esa sensación de estar donde no teníamos que estar hagan que la empatía a través de nuestra lectura con todos los personajes de su aprisionada colmena sea el único reducto posible de su liberación. La expresividad y el humor —qué falta hace en la literatura española actual— son las llaves maestras que abren las celdas de este penal que imaginamos desértico en su paisaje y su paisanaje exterior, fuera de la efusividad y la vitalidad de sus habitantes carcelarios. No pienses, lector, en una sopa densa a la hora de devorar esta novela; más bien en una jugosa ensalada (no la de un McDonald’s o un Burger King) cuyos ingredientes se adquieren en la cultura bien aprendida de su autor (ello me ha hecho recordar a otra novela excepcional que leía mientras me paseaba por las páginas de Pink Cadillac man, El año del Búfalo, de Javier Pérez Andújar). Hay de todo: el sano aceite AOVE de la literatura de tebeos (fragmentos maravillosos y olorosos como el del capítulo 4 me han recordado al Superlópez de Jan), las referencias a la novela y al cine de cárceles, la sal de la actualidad (vertida hasta en los nombres, como el atinadísimo de Mariah Carey) o la pimienta de un humor negro que ha tenido que beber de Azcona o la picaresca (es admirable cómo se narran los preparativos de la ejecución de Wilbur sin recurrir al tremendismo, al voltio o a la sangre). Pero la sustancia más alimenticia de todo el conjunto son sus personajes: el negro Wilbur, Sonny, don Rafael... Gentes que curiosamente nos parece reconocer en cuanto nos topamos con ellas en la primera lectura de Pink Cadillac Man, pero que al rato se nos descubren de una novedad pasmosa. Y no queremos otra cosa entonces que destrepar un escaloncito más de esta novela regresiva para contemplar con nuestros propios ojos de lector admirado qué se fizo con ellos en los capítulos posteriores (o anteriores, en este caso). Hasta ahora me he limitado a un paseo contemplativo, propio de Dante con Virgilio por el Infierno o del stalker famoso de la Zona de Tarkovski, pero tengo que mencionar ahora los dos personajes que más me han alucinado de la novela: la estructura y el estilo. De la regresión los cinéfilos ya habíamos disfrutado (es un decir), entre otras lindezas, con el Irreversible de Gaspar Noé, por ejemplo. O en la literatura (y después en el cine, sí), con el Benjamin Button de Fitzgerald. Es grande la maestría que consigue Domingo Alberto Martínez con esto de narrarnos su balada carcelaria hacia atrás, procedimiento que se convierte en la salsa literaria más sabrosa de su creación, por seguir con la ensalada, y todo ello aliñado además con un estilo unificado (a través del ritmo) pero distinto para cada capítulo: yo como postre, y tal con los sabores de algún helado de la infancia, me pido el cuarto, ya citado, o el Fundido en negro final (o primero, claro). No quiero terminar este paseíto sin mi reconocimiento a la sinceridad del epílogo, donde el autor nos regala (como el recluso que le da a su compañero de catre un trozo de fruta cortada con una navaja oculta a los carceleros) ni más ni menos que la génesis de su obra. Que en parte conocía —por la confidencia del autor de unas originarias Trovas de fierro—, pero que no ha dejado de asombrarme y enternecerme, por qué no decirlo, no queda feo ya este sentimiento porque los dos vivimos este sinvivir de ver crecer sanos, fuertes y en libertad a los hijos de nuestra creación. Como si hubieran sido criados con brotes de ensalada. MARIO MARÍN. JESUCLISTO (Ediciones del Viento, La Coruña, 2024) por JESÚS GONZÁLEZ FRANCISCO TEJER LA AUSENCIA DESDE LA PRESENCIA Jesuclisto es una novela distinta, pero distinta bien; distinta por fascinante, distinta por sorprendente, distinta por refrescante; desde la primera a la última palabra. En un ecosistema tan predecible y acomodaticio como el mercado literario español esto es mucho decir. Y aquí lo decimos con conocimiento de causa. Jesuclisto es un sensacional mirlo blanco, una rara avis articulada alrededor de una propuesta artística consciente que nos cuenta la historia de un artista plástico chino, abonado en su juventud a la estética heavy metal que, tras un episodio de pelea callejera es conducido al hospital, donde desaparece (o no) misteriosamente. Esta es la premisa, a modo de juego de espejos deformantes, que utiliza Mario Marín para tejer la narración de una ausencia desde la presencia más absoluta. Efectivamente, Zao Tianshou, el tercero de cinco hermanos del restaurante chino Gran Muralla, no está donde dicen que está, o quizás sí esté, aunque en cualquier caso, da igual que el cuerpo aletargado en su cama de hospital sea o no sea Jesuclisto, ya que su ausencia/presencia invade la memoria de los personajes que lo rodean, mediante los recuerdos y vivencias compartidas que construyen una figura casi legendaria, alrededor de la cual crece la trama en espiral de la novela. La historia de Jesuclisto transcurre entre los límites geográficos y emocionales de un barrio obrero de Huelva, un territorio de aluvión nacido al calor de los humos pestilentes del Polo Químico, un Far West de contornos míticos que es el espacio vital en el que habitan los personajes de Marín, como ya ocurriera en El color de las pulgas, Mañana es el día siguiente o Morir es un color (todas ellas con Ediciones del Viento). El barrio aquí es no sólo geografía o escenario, sino que cumple la función de personaje autónomo, entre cuyas calles se siente el pulso de la vida corriente, del bar donde los personajes comparten silencios o de las conversaciones cuyo oído atento tan bien plasma el autor en unos diálogos con sabor a verdad. Y decía antes que la narración funciona a modo de juego porque no es en Jesuclisto donde la novela se convierte en admirable, sino en la plétora de personajes secundarios (comenzando por el narrador en primera persona y mejor amigo del desaparecido —o no— artista plástico chino) que gravitan alrededor de la figura que yace en coma en la habitación de un hospital. Aquí es donde Marín despliega sus mejores recursos para entregarnos unas radiografías humanas veraces, con quienes el lector puede identificarse plenamente; unos personajes que hablan como usted y como yo, que sufren las mismas carencias y vicisitudes o que pisan el mismo asfalto que nosotros, aplicando sabiamente el equilibrio entre el lenguaje cotidiano de tradición oral y el enunciado literario esculpido a escoplo, palabra a palabra. La escritura de Mario Marín posee la impronta de la originalidad, no sólo en las premisas iniciales o los escenarios donde transcurre la narración, sino en la forma de contar, tan personal y absorbente, repleta de párrafos armónicos y vigorosos y hallazgos metafóricos de enorme eficacia, pese a su aparente simplicidad. Jesuclisto funciona como un mecanismo extemporáneo y fascinante, un juego de equilibrios entre profundidad y ligereza, entre oralidad y tradición literaria, entre lo cotidiano y lo mitológico, entre lo tangible y lo etéreo... en definitiva: una novela de obligada lectura para quienes buscan nuevos territorios literarios por explorar. Ofrecemos a continuación, como adelanto, el primer capítulo Todo lo que pasaba dejó de pasar. Encima, le dio un infarto al yorkshire de la mujer de Jesuclisto. Se lo había regalado él de cachorro, pero de la perrera de Diputación. Eso no es una protectora ni ningún rollo de sociedad de acogida ni de nada; allí los tienen metidos de normal, y tú vas, te pegas dos vueltas, lo eliges si te gusta y ya está. Le dio este sábado; más o menos al año justo de lo de la pelea. Le tuvo que pasar por la noche al principio, porque se lo encontró en el sofá con la postura de dormido, la lengua al bies y ya tirando a duro.
Yo ahora tampoco sé si lo de Jesuclisto es verdad o es cosa de la policía o es cosa de Lola. Me refiero a que lo conozco todo por los que nos bajamos al bar por la mañana temprano. Somos diez o doce, ninguno ya con enmienda, la mayoría repasados por la vida porfiada que nos hemos dado. Solo es una hora o poco más. Al ponche, al aguardiente y al DYC. Por el ansia de toda la noche secos. En el Salón de Juegos SPORTIUM de la calle Tariquejo, nada más abrir. Y de lo que hablamos es de fútbol, de pesca, de pájaros de jaula y de recuerdos de cualquier mierda de hace un montón de años en el barrio. No tenemos criterio ni información directa de nada y solo es las dos o tres copas y las salidas a fumar. A mí mi padre y mi madre se dejaron las espaldas para que pudiera estudiar en Sevilla. Bellas Artes, con Jesuclisto, en el mismo piso. Y he leído mucho y mejoro lo presente, pero eso da igual cuando tus días son bajar cuando abren y subirte luego a litrona, sofá, pipas y tele hasta la noche. Todas las fiestas también, pero de diario, rutina sobre rutina. Y al final da lo mismo lo que fuese, porque desde entonces, esto es una cosa de aburrimiento, de tristeza abúlica y desconsuelo, de mineralización poblacional, de amargura de bloque VPO y de imán por la nada. No de drama Benigni con su mierda de música de no puedo tragar. Me refiero al derrumbamiento de la gente por su defecto de fábrica, a su incapacidad para asumir lo sobrevenido, a los Zara Taras del aguante, a los fracasos irreparables y al fallo cansino y fatiga, a que por lo que sea tienes desnivelada la base y da igual las veces que te empinen porque de nuevo te vas a caer. Cuando te llega algo tan gordo, da lo mismo que te apartes; te arrolla. —Al café cortado le metes un dedo o dedo y medio de Ponche Caballero y lo multiplicas por diez —Jesuclisto siempre le dice lo mismo a cualquier camarero nuevo al que le pide café. DEDO/DEDO Y MEDIO. HILARIO J. RODRÍGUEZ. RECUERDOS DEL FUTURO. EL AÑO PASADO EN MARIENBAD (Providence, Madrid, 2024) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Fue en un cine de verano, con sillas incómodas y cerveza. La película había ido avanzando sobre las consecuencias del final de la guerra y por el encuentro y la historia personal de los dos protagonistas, cuando, de repente, los dos frente a una librería, todo se detiene en un solo fotograma. Un fotograma estático que no podía soportar el calor de la lámpara de proyección y tardó muy poco en empezar a quemarse, primero deformándose, luego cambiando de color del blanco y negro al marrón y al rojo y fundiendo, literalmente, en blanco. En ese momento me pareció una perfecta rima poética con el hongo nuclear de Bikini que se entrometía en la historia de amor. Naturalmente, hablo de Hiroshima, mon amour, la película de Alain Resnais de 1959, la primera que vi de él, su primera película, y a la que he vuelto tanto en cine como en literatura, a través del guion de Marguerite Duras. No ardió la película entera y pudimos volver a ver cómo el pasado de ella (Emmanuelle Riva) aparecía en el presente, nunca se fue, a través de la memoria y el dolor de la protagonista sin nombre en los finales de la guerra en Europa. Todo esto viene a cuento del pequeño gran libro de Hilario J. Rodríguez sobre la película de Alain Resnais El año pasado en Marienbad (1961), por el autor, porque se habla ampliamente de Hiroshima, mon amour y de Duras, por el tiempo pasado que domina el presente y el futuro, tal vez inexistente, la memoria, y por el análisis minucioso de una película hoy en día, estudio que en su tiempo no se hubiera podido hacer precisamente por ser cine y no vídeo y la imposibilidad de parar la imagen y rebobinar a voluntad de ahora. A este respecto, cita Hilario el detalle y el texto escondido en el cartel anunciador de la obra de teatro, principio y fin de la película, detalle que no podríamos haber atendido en su momento, juegos de autor que Resnais parece proponer a un futuro investigador. Mi recuerdo de esta película ha venido siempre marcado por sus imágenes, más incluso que por su ambiente fantasmal o su historia: los reflejos en los espejos que multiplican los planos, los brillos en las ropas y en los peinados, las luces que parecen oscurecer, los pasillos y, claro está, el jardín donde las figuras hacen sombra y los setos no; y leo algo que me confirma: «Sus imágenes asesinan al mundo porque no lo representan pero al mismo tiempo se salvan como imágenes». Imágenes que rompían con todo para quedarse, películas que quedarán ajenas al tiempo, imágenes que «seguirán inalterables, en presente, no conocerán el pasado ni el futuro». Y es que el tiempo y las heterocronías es el gran tema de la película, como es el gran tema del arte, de la literatura, del cine, un tema recurrente que nos hace conscientes de la importancia de lo que ya he tratado alguna vez y nos ocupa y preocupa a tantos, que es la capacidad humana para hacer que el pasado vuelva siempre, que esté al alcance, nos altere el presente, o más bien que lo construya y que influya en el futuro. En la película es él (Giorgio Albertazzi) quien pretende hacer recordar un pasado imposible para ella (Delphine Seyrig). Pero no es sólo el gran argumento de El año pasado en Marienbad, o de Hiroshima, mon amour, películas ambas en la que se recupera traumáticamente o se intenta recuperar el pasado, sino también de Recuerdos del futuro, el libro de Hilario J. Rodríguez, el título lo delata. Los que hemos seguido la obra de Hilario J. Rodríguez sabemos de un estilo que nos lleva atrás y adelante en el tiempo, y diría también en el espacio, del gusto por cruzar elementos que corresponden a los viajes, a los estudios, a los libros, es decir, a acontecimientos, que como en el cine se convierten en territorios que se atraviesan, con digresiones tomadas de recuerdos que como tales también son reconstrucciones literarias. Ya lo dice el propio autor: «Escribir sobre esta película no guarda relación con escribir sobre crítica cinematográfica, escribir sobre ella consiste en aprender de nuevo a escribir al posible dictado de sus hipnóticas imágenes o al posible dictado de su hipnótica voice-over». Pero yo añadiría que también hay una necesidad en Hilario Rodríguez de escribir sobre esta película, porque hay una proyección sobre ella, porque la película es la maravillosa obsesión que le permite a Hilario construir este pequeño artefacto literario que va a hablar de las películas de Resnais para poder hablar de sí mismo a través de cantidad de datos, informaciones y mundos paralelos a la película que le han rodeado desde siempre. Naturalmente, el trabajo es minucioso como corresponde a un experto en cine, es literario como corresponde a un gran escritor, pero yo diría que tiene más valor como obra literaria sin clasificar, en la que el pasado ocupa el presente, y el autor se entremezcla en los viajes, otros autores, el cine... Sí, ya sé que suena a querer ser actual, pero en Hilario es de pura cepa el establecer una investigación e infiltrarse en ella inevitablemente a través de la literatura y la memoria, porque somos así. Si fuera de otra manera se defraudaría a sí mismo y a nosotros. Esta película y las otras que hizo Resnais en colaboración con escritores ponían sobre la mesa la necesidad de la relación entre las artes que ampliaran el campo del cine y de la literatura, e incluso las artes plásticas, y es algo que cuenta bien Hilario con las figuras de Robbe-Grillet y Duras, guionistas, con la referencia a Bioy Casares de La invención de Morel, libro inspirador de El año pasado en Marienbad, o con las de otros realizadores que compartieron la instalación artística y el arte audiovisual. Hilario Rodríguez también incluye en este libro espacio y tiempo para las grandes referencias personales que ya hemos visto en otras ocasiones. Es así como van a aparecer Sebald y sus novelas, otra vez, Vila Matas, Robert Smithson, Borges, Foucault y otro más, traídos siempre muy a cuento de la narración y de las notas.
Porque donde más nos damos cuenta de que Hilario Rodríguez no se puede quedar en la crítica literaria es en el corpus de 42 notas que se expanden en una sucesión de desvíos en paralelo al propio libro y que ocupan casi la mitad del volumen, no a pie de página sino al final y con el mismo tipo de letra, lo que da idea de su equiparación al texto. Son parte de él pero se pueden leer de manera separada y en otro orden si quieres. De hecho, la lectura de alguna nota interrumpiendo el texto que anota me desviaba tanto que preferí dejarlas para el final del capítulo. No pude evitar pensar en Rayuela. La notas son una maravilla que complementa el trabajo crítico, un trabajo erudito que se puede disfrutar incluso sin ver o haber visto la película, porque de lo que se habla es de la creación artística y sus efectos en nosotros, de la compleja construcción de una obra cinematográfica que une literatura e imágenes, de los enigmas y no de las explicaciones, de su complejidad técnica y artística, de los técnicos y de los autores y actores, y de lo que es la visión de una película, de la obra abierta al espectador en que se convierte «una obra del mañana dirigida por un realizador de hoy». Quiero hablar también de las maravillosas citas que llenan el libro, no solo en el principio de cada capítulo, perfectas, sino también otras entrelazadas en el texto. Y por puro gusto personal me quedo con esta de Robert Smithson: «No hay futuro en Marienbad. Allí no se pregunta qué hora es sino dónde está el tiempo». Quizá sea eso, el espacio en el que está el tiempo, y nosotros en el tiempo (Tarkovski). Y esta otra de Resnais: «Mis películas son encuentros y desvíos; son encuentros de varias mentes que no ven una novela como algo cerrado, definido, sino más bien como algo en continuo proceso creativo, la excusa perfecta para que a partir de sus páginas se establezca una amistad que haga avanzar la trama». No me preguntéis cuando vi por primera vez El año pasado en Marienbad porque no lo sé, supongo que en la carrera o en los ciclos de cine francés en Valencia en sesión doble, pero como el tiempo nos envuelve, están a la vez El Resplandor y Hotel California, Hiroshima, mon amour y La invención de Morel, el arte Rococó y Paul Delvaux, Sebald y Vila-Matas y Smithson y sus monumentos... Quiero decir, que todo lo tengo al alcance y a la vez, y ahora Recuerdos del futuro, con ese título tan redondo. La foto que recoge el libro del final del rodaje de la película me ha llevado a aquella otra de El Resplandor en la que aparece Jack Torrance, pero en 1921. El pasado, ya se sabe, en el presente. Un libro excelente, editado en Providence Ediciones, en su colección Telemark, dedicada a los films que dejan huella. COLLEEN HOOVER. ROMPER EL CÍRCULO (Booket, Barcelona, 2024) Traducción: Lara Agnelli por JAVIER ÚBEDA y JORGE CERVERA Colleen Hoover podría ser la protagonista de una de sus novelas. Esta podría comenzar en Texas (Estados Unidos) en los años setenta del siglo pasado y continuaría con sus estudios universitarios, para dar paso a una vida de tantas (discreta, ya que todos vamos aportando algo, aunque sea desde el anonimato), como la de cualquiera de los millones de personas anónimas que pueblan el mundo. Escribiría, pues sería su pasión, unas obras en las que no depositaría mucha fe. Decidiría autopublicarse para que su madre pudiera leerlas en formato electrónico y, sorprendentemente, su éxito devendría en inesperado y descomunal: veinte novelas, veintiocho millones de ejemplares vendidos, ventas de derechos para llevar sus argumentos al cine (incluso sus cubiertas contendrían la imagen de la protagonista del film) y un verdadero ejército de lectores que adorarían cómo aborda y trata los sentimientos. El milagro se produciría en 2020, cuando permitiría en la pandemia que algunos de sus libros electrónicos se pudieran leer gratis. Abarcarían varios géneros, como thriller, novela juvenil, novela erótica, etc. Mediante TikTok, tendría lugar una explosión de recomendaciones que colocaría su obra en el disparadero de la popularidad, lo que supondría su elevación a los altares de la cultura pop y, por ende, el menosprecio de los críticos. No nos digan que no da para novelón. Otra cuestión no menor es que se trataría de una escritora de las denominadas híbridas: defendería una cierta autonomía y control sobre su obra con sus libros autopublicados y también firmaría con distintas editoriales (lo cual causaría que traducir toda su obra a otros idiomas se complicara, por cierto). Sería la autora de las trilogías Tal vez (Tal vez mañana, Tal vez nunca y Tal vez ahora) y Nunca, nunca (partes 1, 2 y 3); de bilogías como Romper el círculo (Romper el círculo y Volver a empezar); y de obras como Ugly Love: pídeme cualquier cosa menos amor; 9 de noviembre; Verity, la sombra del engaño; A pesar de ti o No te olvidaré. No escribiría únicamente estas obras, pero las citaremos porque serían las que, por el momento, estarían traducidas al castellano. Una vez concluido este ejercicio de ficción, hablemos de Romper el círculo. Se divide en dos partes, una primera, con diecisiete capítulos, y una segunda, con dieciocho capítulos. Se cierra con un epílogo, una nota de la autora (quizás lo más destacable) y los socorridos agradecimientos. «Desde la baranda donde estoy sentada, con un pie en cada lado, miro la caída de doce pisos que me separa de las calles de Boston y no puedo evitar pensar en el suicidio». Así arranca la novela, cumpliendo con el precepto de que la primera frase ha de ser la que cautive al lector. La narración en primera persona será la elegida para todo el texto. En este caso, la primera parte es donde se concentran más clichés. También se percibe una inexistente preocupación de la editorial por acompañar al lector con alguna nota del traductor que se echa a faltar y que señalaremos a su debido momento. La línea argumental de esta primera parte comienza, como hemos visto, con la protagonista en una azotea de un edificio de Boston tras la muerte de su padre. Lily Bloom Blossom (un nombre premonitorio para una enamorada de la jardinería) conocerá allí a Ryle Kinkaid, con el que intercambiará algunas confesiones basadas en «la pura verdad» y que incluyen los malos tratos de los que fue testigo en su día. Será este un coqueteo sin ninguna aspiración, pues ambos tienen distintos planes de vida. Comenzarán entonces idas y venidas, cambios de tercio y diversos impedimentos que harán que su atracción culmine en boda. En paralelo, Lily va relatando una historia de amor del pasado, que se introduce mediante el género epistolar, en forma de trasunto de «querido diario» que se transforma en «cartas que le escribía a Ellen DeGeneres, porque nunca me perdía su programa». Resulta curiosa y casi de otra época la incursión en el género epistolar, máxime porque posteriormente también se recurre a la mensajería instantánea. Tanto en DeGeneres como en la referencia a Nemo se podría haber situado una nota del traductor para los lectores no norteamericanos, igual que cuando se alude a la conducción de coches automáticos, muy comunes en Estados Unidos y casi testimoniales en Europa («como es el pie izquierdo, supongo que podré conducir sin problemas»). Se ve aquí el fenómeno fan y la televisión como medio de masas, recursos propios de esa iconografía pop y a tono con el libro. Así se presenta al compañero de instituto de Lily, Atlas Corrigan. Lily relata en las epístolas cómo descubre que Atlas está viviendo en una casa abandonada y le provee de mudas de ropa y comida, así como le permite asearse en su casa. La protagonista irá dejando testimonio de la pérdida de su inocencia, en todos los sentidos, tanto social («¿Cómo es posible que un adolescente acabe viviendo en la calle?») como sentimental y sexual. Finalmente, Atlas se enrola en los marines y le promete que volverá a buscarla. Las misivas también sirven para darnos a conocer ciertos episodios de violencia doméstica vividos en la infancia y adolescencia de la protagonista, justamente los que le expuso a Ryle. Seis meses más tarde del encuentro con Ryle, Lily ha abierto una floristería. Sin saberlo, contrata a la hermana de Ryle, una mujer muy rica que no tiene necesidad de trabajar, y también un personaje necesario para que se desencadenen una serie de coincidencias y casualidades que haga que se reencuentren y comiencen una relación sin compromiso. Ryle y Lily afianzarán su vínculo. La autora nos lleva a presenciar una cena entre ellos y la madre de Lily en el restaurante de Atlas. Este remueve los sentimientos de los antiguos amigos, para quienes este reencuentro es una sorpresa total. A partir de aquí se descubre la atroz realidad de Ryle, que no es capaz de dominar su ira («Quince segundos. Suficiente tiempo para cambiar la vida de una persona por completo»). Se expone que Ryle no es mentalmente estable porque vivió el trauma de haber disparado a su hermano mayor cuando eran niños, lo que le causó la muerte. La demonización de las armas es tan sólo uno de los tópicos que abundan en el libro. Son algo simplistas y siempre moralizadores según la consideración de una parte de la sociedad norteamericana. Hagamos un recuento: las armas, el amigo gay de la chica, las donaciones a organizaciones benéficas como imperativo, las alusiones al dinero («Has ganado seis millones de dólares este año») y el más contradictorio de todos: la mujer fuerte, independiente y autosuficiente que suspira por una buena posición (véase el comentario materno: «—¡Lily! ¿Es médico?»). En la segunda parte, Lily conoce a los padres de Ryle, que son encantadores, por supuesto. La pareja decide casarse en Las Vegas (juraríamos que este libro parece concebido directamente como una película). Se llega a un culmen tan ñoño que resulta algo cómico, como los acuerdos que van concretando en el avión hacia la boda: cuentas separadas, donaciones, veganismo y votar en las elecciones. Se demostrará más adelante que las cuestiones cruciales han quedado sin tratar. Los malos tratos continúan, debido a que Ryle encontrará los objetos del pasado que unían a Lily y Atlas. Como prueba de amor, Ryle renuncia a trabajar en un hospital mejor. No obstante, llega un punto límite en el que un nuevo ataque de celos deriva en otra agresión, por lo que Lily se va a casa de Atlas. También sabremos que Lily se ha quedado embarazada. En esa situación, deberá tomar una decisión pensando en sí misma y en la criatura que espera, aunque no la desvelaremos. El mensaje de la autora, por boca de la protagonista, se centra en lo complejo de esa decisión, y es ciertamente interesante: «¿No deberíamos ser más duros con los que maltratan en vez de criticar a los que siguen amando a sus maltratadores?»; «Cuando alguien te hace daño, no dejas de amarlo de un momento a otro». Con respecto al epílogo, en él se deja un final abierto, propicio para la segunda parte de la bilogía, en el que destaca como clave el nombre del bebé. A nuestro juicio, la nota de la autora es lo mejor del libro. Gracias a ella comprendemos sus vivencias personales y lo que supuso para ella escribir esta historia apoyándose en su experiencia familiar, logrando así conjurar parte de su dolor. Una vez explicadas las dos partes que componen el relato, podemos apreciar que el grueso de la primera difiere totalmente del de la segunda: del enamoramiento tipo novela chick lit, un tanto zangolotino e insustancial, lleno de lugares comunes y frases manidas, pasamos a una etapa de crecimiento personal en el que la protagonista debe hacer frente a diferentes cargas y reflexiones. Así, pareciera que la primera mitad del libro se dirige a un público muy diferente al de la segunda; para el público adulto, la primera puede resultar cargante e invitar a dejar la lectura, lo que haría que se perdiera una serie de conclusiones y juicios que ya toman un peso más ponderado y maduro.
En la parte positiva, podemos afirmar que se lee con facilidad, ya que no propone un abordaje de la historia de tipo psicológico o antropológico, pero, al no ser esta su pretensión, tampoco hay nada que objetar. Los personajes arrastran sus propios traumas, lo cual trae a colación la superación personal, la ahora llamada resiliencia y el deseo tan humano de dejar un mundo mejor a los que nos siguen. Otro punto a su favor es que la autora insiste en el valor de no juzgar al prójimo. En ese sentido, emplea el recurso de los personajes secundarios, que están muy bien logrados, particularmente, la madre de Lily y Allysa, la hermana de Ryle. Aunque pueda parecerlo, Hoover no justifica la violencia, sino que crea personajes complejos y duales (¿quién no lo es?) que hacen comprender a la protagonista, sobre todo, a medida que avanza la acción. Puede ser que las personas con más años tengamos menos piedad con Lily y contemplemos sus primeras decisiones resoplando y a regañadientes, pero, sin conflicto, no habría novela, por lo que aconsejamos paciencia hasta la segunda parte para poder disfrutar de una segunda un poco más pensada y mejorada. VICENTE CERVERA SALINAS. EL SUEÑO DE LETEO (Renacimiento, Sevilla, 2023) por ÁNGEL ROSAURO SUEÑO ESPIRITUAL DE VICENTE CERVERA SALINAS La reciente publicación de la obra El sueño de Leteo de Vicente Cervera Salinas, profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Murcia, contribuye a profundizar en un conocimiento poético mucho mayor en la lírica de este contrastado autor. En este caso, es una obra dividida en tres secciones que, si bien trazan marcadas líneas tras una primera lectura impresionista, acaban constituyendo las partes de una misma cosmovisión tras un nuevo acercamiento hermenéutico. En realidad, se presenta una combinación entre el pensamiento y el espíritu lírico, una emoción racionalizada y, en definitiva, un torrente de humana sentimentalidad. En la primera de las secciones se puede percibir cómo la cadencia severamente armónica de su forma configura el punto de partida para el desarrollo de una multiplicidad temática. De este modo, es posible apreciar la sutileza con la que las referencias mitológicas grecolatinas ayudan a apuntalar el tema del olvido de una falsa identidad humanitaria. Para ello, el empleo del distanciamiento irónico resulta fundamental, ya que es la vía a través de la que reflexionar sobre el encuentro con una verdadera esencia («aléjate del recuerdo obsesivo en el letargo»). Por otra parte, la versatilidad en la variación de las personas verbales también sería la herramienta con la que demostraría la forma de construir una latente musicalidad salmódica. Además, es evidente la apuesta por la filosofía propia del idealismo romántico alemán. De esta manera, se incluyen diferentes referencias hacia autores clásicos como Friedrich Hegel. En esta ocasión, se ahonda sobre la fidelidad fraternal asimilada como un amor que trasciende y sólo une al individuo en la magia del misterio poético. Es una obra que presenta también una gran profundidad en la erudición sobre la libertad sentimental («ajeno a las palabras que dictan y formulan») a partir de formas epistolares y conversacionales que ayudan a despertar el interés del lector en todo momento. Asimismo, también reflexiona sobre la pérdida del sentido en la búsqueda amorosa empleando el trasunto decorativo de la torre donde el poeta romántico Hölderlin estuvo recluido durante los últimos años de su vida. En adición, se plantea la “hastiada” búsqueda de un alma de juventud inmarcesible a partir de formulaciones que presentan un tono universalizador. Al mismo tiempo, también destaca la visión retrospectiva con la que la madurez humana provoca que el corazón “incauto” disminuya su nervioso latir condicionado por la mutabilidad de la candidez erótica. Es una composición que combina la descripción de efusiones sentimentales románticas a la vez que un poderoso humanismo permite la serenidad emocional. Esto ocurre así porque ayuda al lector a ser capaz de reflexionar sobre las dos caras del alma humana. El ser se presenta como la encarnación de un alma que puede ser febril e inconmensurable, pero que alberga una esencia de pureza y empatía. Sin embargo, es palpable la dirección hacia la construcción de un espíritu crítico que reconozca la corruptibilidad procedente de un cierto determinismo contextual («algún viento helado»). De este modo, siguiendo el trayecto de la obra es posible llevar a cabo una síntesis ontológica de una identidad humana tan compleja como incierta e inextricable en algunas ocasiones. No obstante, la presentación del texto desde la claridad de pensamiento e ideas permite su seguimiento en todos los planos de la lengua. De hecho, esa capacidad para la articulación de un discurso depurado es la que atrae la atención para su lectura. Por otro lado, uno de los temas más reseñables es la “otredad”. Sobre ella se presentará una visión con un carácter ágil y con matices pedagógicos. Por ello, es posible el análisis de un dinamismo especular que se combina con el legado humano donde “dos raíles” dejan de ser “líneas paralelas”. La búsqueda de lo ajeno como incorporación de lo propio es lo que aporta las claves suficientes para que se produzca el encuentro espiritual y físico. Por lo tanto, se consigue mostrar la apuesta por una solidaridad sentimental que se presenta desde un punto de vista musical y pitagórico. Además, el lector no quedará defraudado por ningún maniqueísmo ideológico, ya que el tema del recuerdo amoroso y melancólico desarrollado por la tradición literaria se recoge en la obra partiendo de una combinación simbiótica entre la cultura del pasado (por ejemplo, con la presencia de Bach) y la contemporaneidad popular (con Iggy Pop y Prince). Es un amor que, en el inicio, se refleja desde el punto de vista de la soledad y el llanto y que, posteriormente, queda incluido en una dimensión de deseo infructuoso, de reminiscencias nostálgicas y de conexión intemporal. Asimismo, se engloba la vertiente de los mundos oníricos como refugio del ser condicionado por un hastío inmóvil. De esta forma, se construye un correlato objetivo con la idea del tedio vital y cotidiano, que estaría complementada con la concepción del recuerdo hiriente, del dolor punzante y, al final, de la cicatrización a través de la sombra del olvido. No obstante, se edifican contraposiciones mediante la descripción del gélido despertar empleando un campo léxico muy variado y enriquecido. Se muestran así planteamientos relacionados con la destrucción de la humanidad, lo oxidado y harapiento o lo inhumano de un “mundo salvaje”. A lo largo de la obra se configura paulatinamente el reconocimiento de un ser escindido entre la evasión espiritual y la materialidad palpable al igual que se ilustra la distancia insalvable que puede existir entre almas humanas irreconciliables. Esto sucede así porque se dibuja la sinuosa sombra de una complicidad amorosa que puede acabar divergiendo al tomar diferentes direcciones sentimentales. Finalmente, esta primera sección acabará mostrando cómo la melancolía intimista puede llegar a unos niveles desconocidos de turbiedad y de asfixia existencial. La segunda sección, más breve como la tercera, comienza exhibiendo el tema continuista de aquel que vaga sin rumbo en busca de una certeza identitaria para evolucionar hacia una revitalización canalizada a través de un ímpetu genésico y del armonioso canto de una naturaleza fecunda. A todo ello lo acompaña el empleo de una estructura funcional y cuidada con la que se utilizan formas verbales futuras para ilustrar posibilidades, certezas y esperanzas. Por otra parte, se produce la unión de un dolor vallejiano con la tenacidad y fortaleza vital. De esta manera, esto se presenta como un deseo que se nutre de la utilización de referencias culturales mediante tópicos literarios (locus amoenus o tempus fugit). Esa erudición espiritual queda completada progresivamente con alusiones a autores ingleses (Lord Byron) y alemanes (Schiller). Asimismo, esa recuperación humana de la fuerza vitalista se ilustra a partir de una incesante metamorfosis social e individual condicionada siempre por un afán creador e imaginativo. De hecho, eso ayudaría a construir los cimientos de una sentimentalidad de trazos más firmes y serenos. Por lo tanto, se profundiza de forma precisa en la capacidad del individuo para reconstruir su tejido espiritual. La última sección será aquella en la que se percibe una mayor agilidad en el estilo con un carácter de influjo elegiaco. Esta vez de muestra la parte más personal e íntima del ser humano en el ámbito de su infancia. Así, se configura un ejemplo de vitalidad febril y plena cuando se señala el ímpetu y la intensidad emocional que se experimentan en los primeros años de descubrimiento infantil y juvenil.
Además, otros temas tienen cabida en esta parte, ya que se entremezclan las cavilaciones sobre diversos sentimientos como la vergüenza, la pobreza física o la resignación ante un presente desesperanzado. Todo ello complementará una honda meditación sobre el agradecimiento y el legado familiar de una iluminación espiritual e intelectual. Esta obra publicada en 2023 es una de las composiciones más recientes sobre lo que entraña la naturaleza humana desde un punto de vista individualizado que se extiende a la universalidad colectiva. De hecho, otros autores como Francisco Javier Díez de Revenga han reconocido la «originalidad» y la «cohesión intelectual» de una obra tan equilibrada con una «profunda lectura de mitos» y una división estructural que organiza una gran riqueza reflexiva. En conclusión, es una composición reseñable debido a su variedad temática y a su precisión emocional y filosófica. El lector queda satisfecho de iniciar un viaje de descubrimiento y de reafirmación de su configuración humanística. Por ello, se anima a otros lectores a que disfruten de una obra de madurez que tan cuidadosamente queda cohesionada en todos sus planos. VEGA CEREZO. LOS PRIMEROS FRÍOS (Páramo, Valladolid, 2024) por Mª ÁNGELES CARNACEA Vega Cerezo. La primera vez que oí su nombre imaginé un bosque. Un nombre y su resonancia. Un nombre y la naturaleza. La naturaleza guardada en un nombre. Una poeta que nombra a los árboles, los animales, sus perros, los perros que abandonan, las morsas de la Antártida. Nos conocimos en 2017, el año que se publicó Lo salvaje, uno de los libros de poesía que más he regalado y recomendado. Y nos conocimos en un centro penitenciario, gracias al programa de Cultura en prisiones en el que trabajo en la ONG Solidarios para el Desarrollo, donde Vega viene aportando tanto desde entonces y hasta hoy. Una mujer que deja la ciudad y elige vivir en la naturaleza entre 407 árboles y todas las vidas que pueden albergar cada uno de ellos. Una casa, otra casa diferente a la de la infancia, que nombra en este libro. Y su familia, su Juan, su Iván, su Rocío, su Darija, su Kira y todos los seres que ya no están, animales no humanos y animales humanos, y la abuela Antonia a la que dedica el libro, por enseñarla a amar. Celebro a Vega Cerezo, a la poeta, a la lectora, a la feminista, a la mujer que milita por la justicia social, por la igualdad, por los derechos de todas las personas, a la que se conmueve con el dolor de los demás, a la amiga. La celebro y le canto: Tiene mi Tarara un vestido blanco / que no se lo pone ni en el jueves santo, / ay Tarara sí, ay Tarara no, / ay Tarara niña de mi corazón. La abuela de Vega canta ‘La Tarara’ en la cocina, ella tiene 6 años, es invierno y es una fotografía que la niña ya guarda para siempre. En el poema ‘El primer frío’ la poeta conoce la ternura en un gesto, en ese planeta que es la cocina en la que la abuela canta y la besa con los labios y las manos, tras secárselas en el mandil. Yo también conocí ese planeta. Por eso lo celebro y lo canto. Este poema como principio de todo. Y su resonancia. Subrayo estos versos del libro: Escribo para salvaguardar la desobediencia y no enloquecer. Cierran el poema en que habla de su escritura (p. 54). Siento que escribe para la reparación. El daño, nombrar el daño, es recurrente en su obra y en este libro. El poeta Yorgos Seferis en los años 70 decía en sus cuadernos que «la poesía tiene la fuerza suficiente para ayudar». Y es entonces, añado, cuando su capacidad de reparación se hace patente. Vega es rotunda, y dice también en el poema citado que la literatura no nos salva de nada, pero hay que contar. Gracias por contar, Vega, porque cuando cuentas nos cuentas a todas, a todos. Por contar lo que desaparece, tus escalofríos... «Es un oficio durísimo el de contar, te dejas la vida en ello», escribe Vega. Y nombrar, qué difícil es hacerlo cuando se siente frío. Porque el frío de Vega, sus fríos, son el principio y son también el final. Con su poesía, con su mirada y su voz tan reconocibles y auténticas, Vega inaugura un mundo en el que cabemos todas las que creemos que las palabras son campo de batalla, espacio de resistencia y de consuelo. Hay poemas en este libro que son como kintsugi. Vega señala y nombra la herida, su cicatriz. Ella la destaca, la acaricia y le pone esa resina mezclada con polvo de oro. Ese hilo de oro nos permite no olvidar y reconocer que en la rotura también habita la belleza. No la oculta, la hace bella en su poesía. Cuando una pieza se quiebra, se rompe, en Japón, ver sus cicatrices marcadas en hilo dorado es una forma de reparar la rotura, el daño y de no olvidar que ese daño nos constituye. Así reparan en Japón las piezas que se rompen, así restauran su vida y su memoria. Vega no es japonesa, pero podría serlo, podría ser de cualquier lugar del mundo. Su poesía transciende la historia personal y alcanza eso que destacamos tanto y repetimos tanto, la universalidad. Esos rotos, esas fracturas de la infancia, de la adolescencia y de la edad adulta, esos fríos que parecen quedar descolgados en la memoria pero que no se borran nunca, todo eso que nos constituye se mueve en las páginas de este libro de belleza conmovedora y asombrosa. Vega y el asombro. En la conmoción de esa belleza una puede cantar y bailar también. La memoria de los fríos, el kintsugi que hace Vega cuando escribe sobre ellos es motivo de celebración. Mirando desde el presente y haciendo balance de esos fríos de la infancia, de la adolescencia, acude la ternura, esa abuela que canta y la besa. Este libro conoce bien el significado de esta palabra, ternura: sentimiento de cariño entrañable, requiebro.
El kintsugi es el arte de querer nuestras cicatrices, de celebrar la historia de cada objeto poniendo énfasis en sus fracturas en lugar de ocultarlas o disimularlas. Kintsugi en japonés quiere decir «reparar con oro» y eso es este libro, oro. Oro para las lectoras y lectores que admiramos la poesía de Vega Cerezo. Hay tres palabras, intimidad, fragilidad y vulnerabilidad, muy presentes en la lectura del libro y en la poesía de Vega. «Los lugares de la intimidad tienen una resistencia propia, su fragilidad es su punto fuerte: nadie puede quitarnos la vulnerabilidad. Nadie puede quitárnosla», escribe la artista visual Laía Argüelles Folch en un libro delicioso, Breve ensayo sobre la carta (Temporal, 2021). Y cierro con Mary Oliver, poeta por la que compartimos querencia: «Observar el mundo fue una parte importantísima de mi vida, y eso fue lo que hice», Nuestro mundo (Comisura 2024). Eso es lo que hace Vega, observar el mundo, el de afuera y el de adentro, y contarlo, porque «hay que contar», ella misma lo escribe con énfasis. Si como escribe Mary Oliver en uno de los ensayos del libro La escritura indómita, «lleva unas setenta horas arrastrar un poema hasta la luz», puedo imaginar el largo número de horas que Vega ha dedicado a construir Los primeros fríos. Algunas veces la poesía se empaña y no deja entrar la luz. En este conjunto de poemas la luz vence. Este libro, Los primeros fríos, es una gramática de la belleza. |
LABIBLIOTeca
|