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MARCOS DE LA FUENTE. VALLES PROFECÍA (Espasa, Madrid, 2025) por ISABEL CASTELAO-GÓMEZ POESÍA BEAT TRANSATLÁNTICA La poesía somos nosotros cuando leemos poesía y estos poemas son los valles que descifran el mundo. Valles Profecía Marcos de la Fuente (Vigo, 1976), aunque inmigrante gallego, puede ser considerado ya un Brooklynite por derecho. Ha devuelto suficiente vida a la ciudad de Nueva York durante casi una década curando cuerpos y almas. Además de su vocación como poeta (con todas las connotaciones clásicas que se adhieren: romántico, épico, idealista, visionario), congrega a poetas multiculturales y sus lenguas dos veces al mes (en el espacio “Se buscan poetas” en el mítico Bowery Poetry Club) y lidera, junto a Vanesa Álvarez, artista visual y compañera, el reconocido Kerouac Festival de poesía escénica con sede también en Ciudad de México y Vigo. Curar cuerpos lo hace también como fisioterapeuta. Esta práctica está directamente conectada con su poesía donde el mensaje interacciona desde la voz y lo performativo, donde el origen del poema proviene de la corporalidad, y donde la generosidad vocacional del que cuida se refleja en un deseo de bien común o ético y un nosotros inclusivo que aleja el ego poético. Esta reseña de Valles Profecía, libro presentado en el Instituto Cervantes de Nueva York con la invitada de honor de la cónsul española, llega casi a la vez de la publicación de su siguiente libro, El poeta vs. la máquina. De la Fuente es un escritor incansable, reconocido en Nueva York por su activismo poético, para el que fundó el colectivo Poetryfighters. Este es su cuarto libro, aparece en diversas antologías y participa en proyectos colaborativos de vanguardia, además de ser padre y gestor cultural. Una energía de urgencia que se traslada al ritmo poético de sus versos, propulsados por el anhelo de llegar, instantáneos y espontáneos, y un pulso de respiración que los mueve sin pausa. Todo ello herencia clara de la poesía de la Generación Beat, que cambió el rumbo de la sociedad y la literatura norteamericana en los años 50 y 60, con Allen Ginsberg y Jack Kerouac a la cabeza. Declarado admirador de este movimiento, encontramos sus ecos y los de Walt Whitman como precursor. Aunque conocido por su actividad cultural, creo que De la Fuente es sobre todo poeta, con la visión de dimensionar la poesía al mundo para compartirla. Sin embargo, el espíritu de este poemario, aunque rápido en forma, desvela un mecer oceánico soterrado desde la nostalgia del soñador, viajero e inmigrante, indudablemente desprendida de su raíz gallega, y del peregrino o marinero que, imbuido en el fluir, no olvida su misión. Un caminante de valles agua y valles palabras, como también lo fue Jack Kerouac en las llanuras del medio oeste norteamericano, en coche en vez de en barco. De la Fuente cruza un Atlántico de punta a punta, de Vigo a Nueva York, con la determinación, como dijo Thoreau, de «vivir deliberadamente» en torno a la poesía. León Felipe, inmigrante en Nueva York y otra influencia del poeta, ya llama a la visión del marinero para que lance una estrella que ilumine la oscuridad en ‘Drop a star’. La tercera sección, “Un hogar abandonado”, es sobre el mar como origen de vida, denunciando su desaparición desde una conciencia ecológica: «echaremos de menos las branquias, echaremos esas que no quisimos, que rápidamente cayeron / los pulmones, limitados y secos, se ahogarán en el llanto [...] Sin herencia / Sin legado» (‘Mares muriendo’). La alegría y lamento por el lugar y pertenencia (“morriña”) se alían con el entusiasmo del viaje, un camino entre el pasado y futuro por un valle mar. En la sección “La lengua de los abuelos”, el poema homónimo bilingüe, se pregunta: «¿Falarán os netos a mesma lingua que os seus avos?». La primera sección, “Latido Herencia”, contiene los poemas más significativos. La licencia sintáctica del adjetivo nominal y la fuerza que transmite nos pausa para conectar Latido-Herencia, o Valles-Profecía, como la voz poética lo hace entre una persona y otra para crear comunidad, entre el lenguaje y la acción, o la pulsión del momento presente (latido) y el pasado (herencia). Como bien indica Óscar Curieses en su introducción, el libro se mueve ágil entre pasado, presente y futuro. Los cuales reconozco como afectos: la nostalgia del testigo que honra la raíz, la celebración del presente y los cuerpos, la profecía de un mensaje para el futuro. ‘Los circuitos colinérgicos’ (neurotransmisores que activan la memoria, atención y movimiento) contiene (al igual que ‘Latido Herencia’) las estrofas más bellas del poemario: «La lengua está escondida y sale a pasear en auroras extranjeras que emigran al golfo / A veces las raíces son tan fuertes que no dejan crecer el árbol / Afortunadamente no tienen ojos los corazones / La tierra está llena de sangre y siguen preguntando por el duende / Alguien lo vio caminando deprisa por la calle catorce en el centro de Manhattan / Iba envuelto en un haz de sombreros que trajo el viento del sur le seguía un caballo manso / Demasiado tarde para ser joven, ser fresco, blandir la excusa de los sueños / Demasiado pronto para ser leyenda, recuerdo imborrable, arena de aguacero / Demasiado pequeño para ser planeta, montaña a Medina, país inventado / Demasiado grande para un solo cuerpo». La fuerza de la repetición y la anáfora de una voz visionaria que llama y acoge (como Whitman y Ginsberg) muta como marea hacia la vulnerabilidad del que busca al otro. No es baladí que se mencione por su influencia a la poeta neoyorquina beat Anne Waldman en ‘Latido Herencia’: «Hablemos / He venido a quitarte el frío húmedo de la mañana / He venido a desatarte a entregarte a los ciervos / He venido a regalarte la segunda hoja del poema que Anne Waldman dejó olvidada en su mesa del KGB la otra noche / He venido a llamar a tu puerta porque llegan antes los pies que las plegarias / No leíste en el vuelo de un gorrión de Vermont que mi piel está perdiendo la batalla / Se está secando y la frontera no tardará en caer». Veo en De la Fuente la influencia romántica poco reconocida en los beat: la fe en la literatura como arma de cambio social, la honestidad de un lenguaje auténtico de la experiencia que se transmite desnudo y que moviliza (y que el poeta honra en el repetido aullido performativo en sus actuaciones: “Beautiful naked minds!”). Se revela el ritmo del lenguaje desde la energía desbordante y la vibración acelerada de la ciudad desde la que y a la que escribe. Ciudad y libro en íntima interdependencia: «Acaso no compone tu cuerpo / al caminar decidido por las aceras de Williamsburg / la medida exacta del poema que ansiabas escribir», confiesa la voz en ‘Nación de islas y puentes’. Ambos, los poemas y la ciudad en la que nacieron, se benefician del poso del recuerdo de multitudes y de la pausa atenta. ‘Multitudes’ nos apela e incluye en la acción poética: «Dime a qué has venido y te diré quién eres», y afirma como orador profeta: «Tú / eres la noche o / Tú / eres el día / Portadora de luz o Reflejo de luz / Persona Parpadeante o / Plena en su apogeo de determinación incandescente». El yo y el tú son universales, una personificación épica y comunal donde el cuerpo, lo cósmico y lo social son uno, en un diálogo con Whitman, otro poeta del cuerpo y del alma: «V-O-S-O-T-R-O-S / You that contain multitudes [...] / En mi cerebro caben cientos de miles de universos y en el tuyo otros tantos / dime pues cómo encontrarnos [...] dime cuándo podremos por fin caminar desnudos por las calles sin que nadie se asombre». Las palabras surgen desde la exaltación de la unión, la capacidad de sentir un todo. Lo que orgánicamente lleva a la forma del verso extendido, la línea de voz como expiración, la anáfora y repetición como letanía, que encontramos tanto en Whitman como en Ginsberg. En el breath line y el projective verse de los beat. El término clásico de furor poeticus, del griego enthousiasos, aplica. Una llama de inspiración y voz que otorgan al poeta estatus de visionario e intercesor con la misión de transmitir su mensaje. El de Marcos de la Fuente se repite a lo largo del poemario: la poesía es el camino, la práctica, la herramienta para el cambio, la denuncia de las injusticias, la conexión entre lo pequeño y lo universal, entre nosotros. Y todos estamos llamados a usarla.
«Será poesía / Será poesía lo que escuches / Y será bienaventurada en su empeño de llegar a vosotros / Y no será un cementerio de signos / Y no será un lamento baldío / [...] / Poesía es reunirnos y hablar del mundo nuevo que construiremos / Poesía es huracán de palabras enfermedad profunda y devastadora del corazón ensangrentado / Escucharéis perros perros ladrando / Son los animales audaces que cambiarán el mundo elevando la palabra hasta el cielo de los despiertos». (‘Poesía’) Como agitadora de conciencias la voz del poema nos llama a despertar: «¿Qué hacéis? / ¿Qué hacéis ahí sentados? / Aullar aullemos aullamos». La evocación a Howl de Ginsberg como lamento, denuncia y celebración es recurrente, al igual que la imagen de la desnudez. En «Las palabras del poeta serán las palabras que todos puedan pronunciar» se alude no sólo a sacar la poesía a la calle sino al misterio del poder del lenguaje. Y «Morir por un poema» llama a la responsabilidad de los poetas para usar ese poder y construir mejores realidades. Este registro de poeta público, congregacional y activista se despliega en el Bowery Poetry Club, meca de la poesía slam en Nueva York, fundado y regentado por el conocido post-beat Bob Holman. Allí volvemos al cuerpo, el ritmo y la voz como origen del lenguaje poético: «La consciencia del cuerpo y su latencia / su atracción, su órbita poética» (‘Barras y estrellas’). Sin olvidar que De la Fuente es músico y fisioterapeuta, entendemos que su poesía nazca y viva en el recitado performativo, poderoso en su proyección oral y presencia corporal escénica. Pero en el Bowery se fusiona poeta y lugar, liderando el templo de una poética comunal improvisada, donde se comparte el ritual de la tribu en una interacción orgánica necesaria de cada participante, como en la música, para que los poemas levanten vuelo: «Una mano abierta que se levanta / Se alza en vela se cierra en puño un mástil sin bandera / Una voz se escucha y ahí nace el poema / Todo empieza con un ritmo / Una cadencia / Una melodía que alguien susurra / Ligera / Y la firme convicción / De una canción» (‘La alegría de estar juntos’). Óscar Curieses apunta una rica correspondencia con otros autores que han cantado los brillos y las sombras de la ciudad de Nueva York, resaltando a Lorca. De la Fuente también incluye una importante crítica social a la colonización estadounidense de tierras, cuerpos y mentes, en ‘Nación de islas y puentes’ y ‘Tierras de Lenape’ (dedicado al pueblo nativo americano de este Estado). Definitivamente dos experiencias encarnadas ayudan a adentrarse en Valles Profecía: escuchar la voz del poeta y vivir Nueva York. Dos lugares me han revelado, mientras leía, todo lo que he aprendido de este libro: un banco en el parque de Williamsburg a orillas del East River oteando Manhattan como una postal viva al otro lado; y la convocatoria “Se buscan poetas” en el Bowery, donde se conecta voz y cuerpo en acción en un ritual comunal poético. Será porque esos valles son de agua, y el don de la inspiración poética, esa profecía, a los que alude el título.
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ALBERTO CISNERO. DE RAYOS NEGROS (Barnacle, Buenos Aires, 2024) por LISANDRO GONZÁLEZ LA VIDA DENTRO DE LA VIDA MISMA Frente a la banalidad y superficialidad de cierta poesía, hay quienes eligen el camino del trabajo de la escritura, como en el caso de Alberto Cisnero, siendo su último libro De rayos negros una muestra contundente. Pero un trabajo que no desoye el ruido de la calle, un pulido de versos que discurre entre tradición y ruptura —como en la práctica de puntuar las oraciones, pero comenzándolas con minúsculas, en el uso de recursos como el encabalgamiento—. «Yo quiero ver un tren», decía Spinetta, y acá tenemos un tren, con poemas-vagones. Otra locomotora rumbo al interior del país. / estábamos esperando, nosotros decimos / afuera, ir afuera, volver para afuera. / no hay traducción. Con vías que son también renglones, en tanto la escritura y el oficio están presentes en el deambular de estos poemas, como un motivo que va percutiendo (¿Serán los poetas los que por todas partes crecen... requieren de la oscuridad, cobran forma / entre el olor a humareda del carbón? ¿Los mismos que alegan, hechos mierda, en retirada, / bajo la errática luz del candil: un antiguo / amor, una lata de salsa vacía?). Mientras que algunos escriben libros geniales todo / el tiempo, dice Cisnero que por un acto de fe nos basta una ambición / modesta, urdir oraciones anónimas / o simplemente inconclusas y practicar / el mal, admitirnos por nuestros defectos. Una palabra, entonces, es la mejor equivocación / de una palabra. Y en efecto, hay zonas y momentos de la poesía donde no hay explicación, no hay traducción posible, aun cuando se tenga una pauta lírica y las palabras imiten / nuestros actos, como en una especie de sueño. También se cuelan anécdotas y la subjetividad del autor (una valija de cartón, una caja de madera / un libro con destino a parientes, amigos / y allegados), pero veladas por una poesía que tamiza lo propio, haciendo pie también lo cotidiano (y cotejá los latidos por minuto del corazón / bajo la palma de la mano, no son palabras) e incluso lo político (plan primavera, menemato). Y en la búsqueda de la imagen es que nos topamos con la imagen; confiamos nuestra fe a los astros visibles / desde la ventanilla de un tren. Buscamos / ayuda, escarcha sobre las espigas. Como dice el contratapista Pablo Seguí, Cisnero —poeta y también editor— «cifra en la actividad misma del escritor una clave más para entender la vida dentro de la vida misma», porque, en definitiva, mucho después alguien dirá recordar / que tras aquella desordenada caligrafía, / sobre hojas tersas, cosidas y encuadernadas a mano, / hay, hubo, había, sólo estrofas basadas en casi ninguna / invención. Aquí una muestra de dos poemas: 4- cuánto tiempo resiste una palabra. hay cosas que no haríamos por amor ni por dinero y que no tendrían existencia fuera de las páginas de un libro. hay versos que quisiéramos repetir en una noche cualquiera, cuando la luna no ciñe, no precisa, y sólo nos restituye su desgastado frío. vente y reposa, decimos. dónde estará nuestra vida. una palabra es la mejor equivocación de una palabra. 24-
resultaba muy sencillo cambiar una letra o una palabra mendaz por otra, destinar al lector solitario algo que ya existía antes. por la línea punteada, como se admite la luna, el sol y la caída de las hojas durante el otoño, de una sola vez, tras un solo acto. algún día, si pudiéramos, haríamos lo mismo con nosotros, para recordar cuanto olvidamos (creíamos, buscábamos, pero que al fin destruimos) en tantos domicilios repetidos y precarios, en sus patios umbríos, en cada sopa de fideos instantánea, en todos los chinos del mundo. MIRIAM REYES. EXTRAÑA MANERA DE ESTAR VIVA. POESÍA REUNIDA (2001-2021) (Mixtura, Barcelona, 2022) por JUAN PEREGRINA MARTÍN UN DESCUBRIMIENTO TARDÍO Paso, pasamos, quienes dependemos de un chispazo lírico de vez en cuando, muchas horas leyendo, buscando, asociando. A veces, demasiadas, se nos quedan en sitios ignotos valiosas personas que escriben valiosos libros, como la orensana Miriam Reyes, a quien recuerdo de la época de la facultad por leer —hace 20 años y más— algunos poemas sueltos, como de tanta gente a la que rescato de la nada donde la puse (aunque en realidad me rescatan ellas a mí de aquella nada donde yo solito me puse) y la leo con asombro y admiración. El trabajo editorial de Mixtura es bastante potente y una vez más, Elena Aguilar demuestra buen ojo al publicar la poesía reunida de Miriam Reyes, porque la poeta reúne, traduce y ensaya con sus propios versos una lírica llamativa, reivindicativa y de una fuerza que apela a una cierta colectividad, o, al menos, a mí me dan ganas de quemar ciertas partes del mundo, y sí, bastante masculinas la mayoría, pero también, gracias a esa asertividad e imaginario que contiene el libro, que Reyes le imprime a su obra, posee una capacidad esperanzadora que no dejará a nadie que lea el libro indiferente. Espejo negro, Bella durmiente, Desalojos, Prensado en frío, Haz lo que te digo y Sardiña/Sardina serán los seis libros que se recogen más una serie de inéditos que nos servirán para intuir por dónde va, hacia dónde se dirige la poética de la autora estos últimos años. Añado que la nota a la edición es jugosa, habla de lo que significa ser poeta, trastocar tus propios libros, añadir y quitar, dejar versos y releer traduciéndote a ti misma. Con Espejo negro, Miriam Reyes inaugura, al ser su primera obra, una especie de díptico que junto a Bella durmiente parece revisar tópicos infantiles mediante cierta crítica al heteropatriarcado —como sistema social jerárquico que rechaza cierta parte de la sociedad— y disemina semillas líricas frente a vivencias concretas que poco importaría que fueran verdad (volvemos a verdadero/verosímil) si no fuera porque algunas pistas, en poesía, parecen más vívidas que en otros géneros (pero ya digo: toda ficción puede tener mayor o menor grado de «verdad», entendida como real, lo que ha sucedido o similar: lo importante es la empatía y la emoción que despierten en quien lee) aparentemente más fríos, que no tienen por qué serlo. Así, Miriam Reyes revisa y retoca el pasado familiar, el yo lírico desde donde escribe se sitúa entre esa voz ardiente de la melancolía y el extraño saber de una estirpe condenada, que ha visto cómo la desaparición de los referentes personales son un paralelismo a esa pérdida de valores que nos permitía sentirnos en casa pisando esta tierra, bebiendo esta agua o siendo madres cuya única preocupación era cuidar de su prole. El capital lo devora todo, lo quema todo, lo anega y ahoga y hunde todo. Y el hombre supo tomarlo y aposentar su mano sobre la cabeza de la mujer, como dejándola existir, como permitiéndole ser. «Amo mi carne por sobre todas las cosas», dice Reyes. Y también afirma que la vida es un «suicidio en cuotas» que ella vive y nos habla de la sangre primigenia y femenina para ponernos en situación. Ya que «el olvido exige higiene», al presentarnos el tema de la maternidad como algo que hierve por quien no ha llegado todavía, por aquel que será el sustituto de este, su padre, el interés y las imágenes se multiplican: Reyes es capaz de aturdirnos con versos raudos de dolor, venenosos en daño y de un color oscuro muy atractivo: «Presiento el desastre de la maternidad». El dolorido poemario reza que el ser es un vampiro, que somos una especie peligrosa y de futuro pendenciero. El poema ‘Dejamos un rastro de humedad por las paredes’ puede ilustrar con un preciso léxico y un juego de elipsis verbales la fiera expresividad que la artista de la palabra puede llegar a conseguir. Es complejo hablar de seis libros y ceñirse a un guion establecido, que lo hay, pero ocurren cosas mientras escribes que no son controlables: “Parto”, “Criatura”, “Jaula” y “Bella adormecida” son las partes en que se divide el libro y podrían ser los motivos que Reyes expone en Bella durmiente y así es, y además, añade un poema-prólogo donde engancha con el anterior libro y habla de la identidad y el lugar de pertenencia, la desnudez que afrontamos al crecer y la sensación creciente —mía como lector— de que un despliegue de terror avanza hacia nos, de que el pavor mostrado en los primeros versos era una chispa que arderá en breve, y claro: al avanzar en esta nueva entrega, la autocrítica, el doble —¿la doppelgängerin?— las costosas relaciones familiares y el reverso del poder verdadero que es el amor, encarnado en la figura del padre se convierten en los grandes temas a tratar. Una de las herramientas que encontramos en estos versos, es de una belleza sobrecogedora: la hipálage o desplazamiento, pero doble (puede ser el amante el ansioso, pero parece más que el yo lírico se muestra así a lo largo del poema, en el último verso de este final de poema que dejo: «Cuando abrí los ojos habías desaparecido / y por fin pude besar / los ansiolíticos dedos de mi amante». La violencia contenida en el anterior poema y en los siguientes («Mi cuerpo / qué harían con mi cuerpo / quién»), el dolor soportado, el anuncio sutil de enfermedades venideras inaugura un nuevo tiempo del tormento y al arribar a la última parte ya leemos, —congoja y miedo a partes iguales—, «les contaré historias de gatos calle y coca» con los ojos temblorosos por la constante emoción. Blancanieves, Alicia, Bella... pierden pureza, se desestabilizan antes el horror, nos cuentan miserias más que alegrías porque los abusos, la falta de esperanza, la denuncia ante el deseo masculino anárquico y bruto. Desalojos parece permitir la entrada a la muerte como una especie si no de paz duradera, sí de alivio dialéctico, al menos: la pelea interna no se resuelve, siempre existirá, pero al menos parece que la ausencia materna provee de una memoria nueva, o al menos activa parte de ella que contiene audaces imágenes y una pena expresada de manera sorprendente. El proyecto de Prensado en frío es curioso e interesante: nos cuenta la poeta en palabras prologales que la deconstrucción por parte de máquinas de sus poemarios anteriores, le permite construir, sobre las ruinas de aquellos (azar, distribución de lo antiguo y reunión de lo ya nuevo) este nuevo/conocido libro. Se genera así un libro re-generado en parte por quienes visitaban la web de Reyes y aleatoriamente combinaban sus versos. La poeta, advierte, arregla y agrupa el resultado para mejorar lo que leeremos. Se convierte este libro entonces en una especie de híbrido entre lo dicho y lo insinuado, lo roto y cosido, una frankensteniana criatura que late con la sorpresa de aromas conocidos en cuerpos novedosos, breves y espídicos la mayoría, con los relámpagos retóricos y temáticos que conocimos en los tres libros anteriores, con esa racha de vientos asociativos que nos descolocan y permiten que divaguemos por nuevos horizontes. En Haz lo que te digo encontraremos pensamiento, autoanálisis, reflexiones sobre el cuerpo, la resistencia y el dolor y, formalmente, el verso adquiere una plástica nueva, se derrama en otros sentidos y la poeta llega de manera natural al poema en prosa, a versos dilatados que sirven de apoyo a ideas sobre el origen y la casa, de nuevo, aportando las novedades temáticas de la tierra y sus componentes, las variaciones del fuego y el ardor y su reverso. Lo más significativo es que alcanza Reyes una profundidad respecto a la discusión consigo misma, con la otra, con el otro, por supuesto que es para subrayar: la palabra que sirve como expresión de un deseo o verdad es tan interpretable como la belleza y cada quien deberá asumir su subjetividad para entender que «Todo esto no es más / y no será nunca más / que una aproximación / a lo que sea». Hay alguna especie de oración repetitiva, cuya reiteración infantil sirve para darnos pie a pensar de nuevo en la conveniencia, en el capital, el orden mundial en el que vivimos y la soledad que transfiere el conocimiento de saber que somos una raya en el mar.
La comunión con la lengua, la comunicación posible, la incapacidad de hablar y decir qué queremos, serán los temas que aparezcan y den forma a Sardiña/Sardina entre otros muchos, como la maternidad, el amor por la descendencia y los arrepentimientos mostrados por parte de la escritora para que veamos el proceso de trabajo desde la propia página. Hay unos hermosísimos juegos de diseminación/recolección, y cómo no: la expresión salvaje del lenguaje puro y lírico que sirve para expresarse como obliga, por donde nos lleva ese mismo lenguaje: «A veces me detengo / en mitad de esta lenguaselvaoscura donde te busco / a gatas // qué es lo que espero recuperar / cómo puedo encontrar las palabras / si no sé en qué agujeros se esconden». Y llegamos a los inéditos que apuntan nuevas direcciones que a estas alturas, si no me equivoco, Reyes ya ha resuelto con la publicación de nuevo poemario: muy interesante la poética que esconde entre estos últimos poemas: «Mi escritura parte del cuerpo». Y «El cuerpo es intertextualidad. Huele a lo que come. Muta al contacto de otros cuerpos». En definitiva, un libro de libros muy enérgico, reivindicativo y luciente de lenguaje lírico, formas atractivas, límites que se vislumbran y se someten a la voluntad lírica de la poeta y cómo no, el grito de una artista ante la miserabilidad humana, nuestra, masculina. ARMANDO ROMERO. LA RUEDA DE CHICAGO (Difácil, Valladolid, 2024) por RAFAEL COURTOISIE LA RUEDA DE CHICAGO O LA CRISIS DEL ETERNO RETORNO: ELIPSIO, HÉROE MINIMALISTA DE LA NARRATIVA LATINOAMERICANA La rueda de Chicago es la culminación de un ciclo de narrativa urbana destinado a convertirse en referencia sustancial de la novela latinoamericana de fines del siglo XX y principios del XXI. Más allá del insoslayable antecedente representado en Argentina por Roberto Arlt (Buenos Aires, 1900-1942), la moderna narrativa urbana latinoamericana fue fundada en 1950 por Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909-Madrid, 1994) en la monumental novela La vida breve. Bajo diversos influjos, entre los que no resulta menor el de William Faulkner (New Albany, 1897-Oxford, 1962) y su invención de Yoknapatawpha County, y entre los que también hay que contar la obra del advenedizo francés Ferdinand de Céline (París, 1894-1961), Juan Carlos Onetti crea, diseña, dibuja literariamente una ciudad paradigmática que bautiza Santa María, mezcla de Buenos Aires y Montevideo, pero a la vez radicalmente diferente de ambas. La Comala de Rulfo, el Macondo de García Márquez, la Lima de La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, el París latinoamericano de Julio Cortázar en Rayuela, junto a la Santa María onettiana marcan la mitad del siglo narrativo en el continente, y tal vez un poco más allá, hasta entrados los convulsionados ’60. Pero es en el último tramo del siglo XX y el inicio del XXI donde aparecen muchas obras notables que fundan la transformación del corpus narrativo continental hacia los parámetros propios de la global village. Estas obras ficcionales presentan como variables signos característicos de los tiempos que suceden a la Modernidad y recrean el espacio urbano en una complejidad relacional que supera la condición estática y de contigüidad verificable en las obras clásicas anteriores. La condición nómada, errática, es una de las características incipientes de los personajes de estas novelas. En ese importante grupo de obras surgidas durante la última parte del siglo XX y la primera del siglo XXI se ubican las tres novelas de Armando Romero: una trilogía bizarra y exacta que da cuenta de un escenario móvil y en perpetua mutación en la que los personajes emprenden epopeyas minimalistas que en conjunto conforman buena parte del friso de las postrimerías de la Modernidad y preparan el pasaje hacia la breve post-modernidad y luego hacia la condición contemporánea que ahora Lipovesky ha dado en llamar híper modernidad. Esta trilogía se inicia con Un día entre las cruces (Bogotá, 1993), sigue con La piel por la piel (Caracas, 1997) y culmina en la apoteosis sorprendente de La rueda de Chicago. En este último título, la rueda de la historia privada de Elipsio, héroe minimalista, personaje central, eje entrañable e indudable de la acción, da una vuelta completa al comenzar buscando a Lamia, una antigua amante que había tenido en la ciudad de Cali, Colombia, donde en realidad se inicia el giro de la maquinaria narrativa. En la primera de las novelas de la trilogía, Un día entre las cruces, la ciudad es Cali y las mentalidades que allí comparecen son tributarias más o menos lejanamente de la conmoción que sucedió al “bogotazo” de 1948; en La piel por la piel aparece una Mérida abierta al mundo y cosmopolita, sede de un movimiento de renovación y revulsión formidables, donde la contradicción es privilegiado sustrato literario y, tal vez, una forma “dadaísta” de la dialéctica.
Pero es en La rueda de Chicago donde la gran ciudad del norte, la ciudad de los hampones y del gran arte universal, la ciudad de los gangsters, de los inmensos mataderos abandonados y de los náufragos fantasmas del lago Michigan se convierte en escenario de un singular movimiento insurreccional que hace detonar sus artefactos explosivos en medio de una atmósfera donde el mejor jazz y el mejor blues del universo son mucho más que la banda sonora de un film destinado a ganar todos los Óscares de Hollywood. Desde el inicio, el ejercicio de la intertextualidad es muestra de la maestría y humor que campea en la novela, cuando se “parafrasea” a Borges y su legendaria ‘Fundación mítica de Buenos Aires’. Dice al comienzo, el inefable Livio Contreras, a propósito del origen de Chicago: —La fundación mítica de esta ciudad se hizo sobre la mierda de los puercos y las vacas —volvía literario Livio y agregó—: Ahí ves los fantasmas de ellas cagando muertas de miedo frente a ese punzón final. ¿No creés vos que a Borges se le puede oler la bosta entrelíneas? Hay un poco de caca por todos lados. Armando Romero es una suerte de visionario, un conquistador “al revés”: se adueña de Chicago, la hace suya desde abajo, desde el nivel de la acera, hace pasear por sus calles un conjunto de personajes diseñados desde y en una marginalidad que permite los grados de libertad necesarios para que la ciudad ancha y ajena se vuelva espacio de destierro, drama y humor, espacio latinoamericano reconquistado en el ámbito de lo glocal (global y local). Chicago 1970, en La rueda de Chicago, representa una posibilidad de encontrar lo más profundo de la identidad latinoamericana en el “otro” hemisferio. Es imposible dejar de seguir con obsesión y pasión los pasos de Elipsio por las calles de grandes edificios y African americans apaleados y dealers. Los Portorricans, por su parte, son materia concisa, humano elemento narrativo que el “autor textual” alienta para que acuse recibo de su impacto el “narratario”, más allá de toda la parafernalia teórica de un Genette, para goce del lector y mayor gloria de la literatura continental. A la manera de un Balzac post moderno, Romero reconstruye una época de la ciudad en la que todavía no se había inaugurado el parque “Millenium”, en la que no existía la colosal escultura del bean, el frijol o fríjol metálico donde hoy se fotografían miles de turistas. La de Romero es una Chicago dura y pura donde un desterrado latinoamericano decide inventar el destino y asumir el asombro ante la vida como programa y como proyecto estético. La rueda de Chicago es, literalmente, vértigo y vuelta al origen, goce y sobresalto, epopeya urbana minimalista, el motivo del eterno retorno magistralmente ironizado, puesto en entredicho, vertido en una prosa excepcional y plena. FERMÍN HERRERO Y SUBHRO BANDOPADHYAY. CORRESPONDENCIAS (Páramo, Valladolid, 2025) por SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERRERO-STRACHAN Hace años, cuenta Fermín Herrero en uno de los prólogos, Subhro Bandopadhyay le propuso una suerte de correspondencia literaria: él le mandaba un poema y Fermín respondía con otro. La iniciativa la mantuvieron varios años y el resultado es este libro, de título ambiguo, pues lo mismo indica la relación epistolar como las ideas baudelerianas acerca de la relación entre el mundo y la poesía. Lo que el lector encuentra en el libro es la colección de los poemas que los dos poetas se enviaron en esos años llevados por el acicate de la lectura del otro autor. Hay entre los escritores una diferencia de edad notable, al igual que lo son las diferencias geográficas y culturales, pero nada de eso ha sido óbice para mantener la relación epistolar, peculiar sin duda, y, a la vista de los resultados, ejemplar. Se da la circunstancia, nada desdeñable, que Bandopadhyay vivió un tiempo en Soria gracias a una beca de creación Antonio Machado en 2008. Uno imagina que esa casualidad coadyuvaría, en alguna medida, a que hicieran amistad, también ayudó a Bandopadhyay a entender el mundo en que Herrero se crió. El posterior viaje de este a la India fue la correspondencia que le permitió conocer, aunque fuera de manera superficial, el mundo del poeta bengalí. Todos los poemas fueron escritos en español, no en vano el autor indio es profesor de español en el Instituto Cervantes de Nueva Delhi y ha traducido a varios poetas al bengalí. La distancia cultural entre su lengua materna no le ha impedido plasmar en español su propio mundo ni, parece, ha visto reducida las posibilidades expresivas ni culturales por haber utilizado una lengua que no es “la suya”, si es que las lenguas tienen dueño ni nadie es propiedad de una lengua. Las lenguas conforman nuestra visión del mundo en tanto que los valores de una sociedad (eso que llamamos cultura y es, con demasiada frecuencia, delimitación de un territorio y de lo prohibido y admisible) pero tales valores, lo vemos en la poesía de Bandopadhyay, pueden igualmente ponerse por escrito en una lengua extranjera (de nuevo me asalta la duda de hasta qué punto puede ser extraña si es capaz de escribir en ella con tanta belleza). Herrero y Bandopadhyay comparten, entre otros rasgos, una infancia rural, que viene a querer decir un modo de mirar el mundo, no sólo la naturaleza. No es la de ninguno una poesía agropecuaria (como alguna vez Fermín ha dicho) sino otra de sensibilidad ante un mundo que nos rodeaba no hace tanto y cuya ausencia, para aquellos que lo vivieron, es cada vez más tangible. Denise Levertov, en respuesta a un poema de William Wordsworth, escribió: «The world is / not with us enough». Si Wordsworth era testigo de la Revolución Industrial y afirmaba «The world is too much with us», Levertov daba cuenta del distanciamiento que había tenido lugar desde entonces. Correspondencias, creo, ahonda en la intuición de Levertov. Los poemas parten de la aceptación de que el mundo de hoy en día es muy distinto a aquel en que nacieron y se criaron. Esa grieta entre lo que fue y lo que es, o entre su infancia y la vida adulta, permea los escritos sin que nunca haya indicación alguna de que el ayer fue mejor. Más que el lamento, de raigambre clásica, en ‘Et in Arcadia ego’ lo que uno encuentra es la fricción entre el recuerdo y la realidad, un sentimiento elegíaco, que en muchos casos es de pesar, centrado en el presente.
No parece tan intenso el sentimiento elegíaco en Bandopadhyay, además de que la feraz naturaleza india resalta el contraste de la austeridad natural de las tierras altas de Soria. En cualquier caso, cada autor da cuenta del mundo que lo rodea que es, ya lo he dicho, también el de los recuerdos infantiles. La diferencia, a pesar de todo, sirve para resaltar la unidad que, es mi impresión, hay entre las dos escrituras. Es costumbre, peliaguda en este caso, espigar algunos versos del libro para que el lector se haga una impresión somera del libro (en realidad se le ponga la miel en los labios). Peliaguda digo por lo sutil de los poemas y la dificultad en escoger algunos. Allá van algunos versos del poeta bengalí: «Sé que nunca entenderé / por qué la lágrima / es un relámpago quieto / sobre tu rostro oscuro» o «Espigar la luz en el patio atigrado / es el fin del deseado invierno / cuando todo aliento es un niño cazador» o, para finalizar: «Han salido algunos a pescar en el arroyo. / El orvallo curvado hila la marea». Lo mismo hago con el poeta soriano y copio tres muestras: «habré de vivir para siempre / como alondra en invierno, vertical, / hacia arriba, cantando / siempre, siempre cantando», «Otra vez el invierno con su luz / cortante, su verdad, de una nitidez / despiadada [...]» y [«[...] al aire libre / mi vida ilesa, el frío y el silencio / que me ahondan. La muerte nos engaña, / pues la tierra es huella. Y eterniza». No cabe duda, tras la lectura de Correspondencias, que el experimento ha dado como resultado un libro con grandes poemas y donde la belleza global, así como particular de algunos versos, se hace presente. El mundo puede no estar demasiado con nosotros, como apuntaba Levertov, pero mientras haya poetas como Fermín Herrero y Subhro Bandopadhyay, al menos tendremos un vislumbre de lo que fue y de lo que es. FRUTOS SORIANO. MI PADRE ME VISITA EN SUEÑOS (Chamán, Albacete, 2025) por LLANOS MONTEAGUDO RODENAS A principios de año, el 10 de enero de 2025, como un regalo de Reyes, Frutos Soriano me envío su último libro para que lo leyera y le mostrara mi parecer. He de decir que no me gusta mucho leer un libro utilizando pantallas, pero este me atrapó de tal manera que lo leí entero en el móvil, cada noche, con el silencio y el sosiego que se merece, porque es ese uno de sus lenguajes. Después, cuando por fin se publicó, sentí una alegría profunda, no sólo porque iba a tenerlo en formato libro, a poder tocarlo e impregnar mi nariz con el olor tan característico del papel nuevo, a poder releerlo..., sino porque iba a poder regalarlo. Esa primera vez que lo leí, sentí tanto el valor de lo que Frutos comunicaba, la Verdad sagrada de cada una de sus páginas, el bálsamo de muchas de sus palabras, el Amor que brotaba entre sus líneas, que pensé en el bien que podía hacer a otras personas muy queridas por mí. Y es que, en esta obra, Frutos nos abre constantemente, con enorme valentía y honestidad, ventanas hacia su interior... Se podría decir que se trata de una biografía interna, en la que el autor muestra, por momentos, con absoluta transparencia, sus luces, sus contraluces y sus sombras... Por esto, y por muchas otras razones, es un regalo, porque, además, nos sirve de ejemplo, de espejo en algunos momentos, para ahondar en la propia búsqueda, con el deseo de ser cada vez más consciente de los procesos que nos confrontan con nuestras dificultades y de estar con más presencia en la propia vida: «Que lo que escribo no sea simplemente un adorno que se mire un momento y luego se olvide, sino algo que toque las entrañas, que cale hasta el tuétano, provocando una experiencia de reencuentro». Son muy frecuentes los relatos de sueños, en los que el autor se reencuentra con su padre fallecido, dotándolos de tanta verdad como a los instantes de vigilia. En este sentido, es sobrecogedora la naturalidad con la que el autor trata ciertos temas como este, que hablan de una verdad más allá de lo material. Sin duda, esto da voz a las personas que buscamos lo trascendente en lo cotidiano, que tenemos la certeza de que no todo se reduce a lo que percibimos por los sentidos, que ansiamos un mundo nuevo ahora, parafraseando a Eckhart Tölle, al que el autor se refiere a menudo en el libro. Llama también la atención cómo está dividido siguiendo las estaciones del año, empezando en invierno y acabando en invierno, recordándonos el flujo imparable y cíclico de la vida, y también esos círculos zen (filosofía también muy presente en el libro) que representan aspectos como la unidad, la armonía, la perfección, la iluminación, la fuerza, el universo, el vacío... Caben también destacar, dentro de la mezcla de géneros que aparece en el libro, ciertos fragmentos escritos, siguiendo la técnica de la escritura automática, que aparecen en cursiva, en los que parece que habla una parte más expandida del autor y que, en muchas ocasiones, lo conecta con lo sagrado y con la divinidad: «Cuida ahora al cuerpo, céntrate en él, porque él te llevará de la mano a las cimas de la conciencia. Todo sucede en el cuerpo. Dios habita en tu cuerpo». Un pilar esencial del libro es el relato de la cotidianidad con su familia, que se desvela como un espacio de búsqueda interior, porque en él se aúnan el amor, que se actualiza y materializa en cada gesto, vivencia y palabra, y también la herida, que es la que impulsa, cuando toma conciencia de ella, a su sanación... Es impresionante, en este sentido, cómo el autor muestra, con total naturalidad, lo que podríamos llamar sus zonas sombrías y su compromiso constante en iluminarlas, mediante el trabajo interior.
Destacaría los fragmentos en los que, con una enorme ternura, se dirige directamente a su nieta, como si en ellos, en su forma de expresarse, quisiera igualarse a ella, como si su niño interno se hiciera presente: «Qué bien lo hemos pasado hoy, Gabri. [...] Por la calle jugamos a que tú y yo éramos dos viejecitos sentados en un banco, esperando a sus nietos. Te preguntaba si te habías acordado de tomarte las medicinas y tú te reías...». El haiku, por supuesto, no podía faltar en este dietario, porque es esencial para él, ya que es su camino de vida, además de literario. No podemos olvidar que es un gran referente de este género en español, con obras, entre otras muchas, como Semillas de olmo (Isla de Siltolá, 2022), lectura también imprescindible. Es muy hermoso y generoso cuando nos regala composiciones compartidas con su mujer e incluso los haikus que ella misma compone: Cuando dejamos / el camino de hojas secas / ¡qué silencio! Descanso en el Camino: / entre las copas de dos árboles / tela de araña Niño en el Camino: / los dos bastones colgando / de sus manitas Vemos también, como anteriormente anticipaba, una interesantísima mezcla de géneros: teatro, poesía, artículos periodísticos, diario, haiku... Es así como Frutos nos entrega toda su sabiduría, y no sólo la literaria, sino la más abundante, rica e inspiradora: la sabiduría vital, la que nos dice que lo más importante es estar presente, aceptando lo que Es, desde el silencio, para así permitir que se abra nuestro reino de los cielos particular; la que nos enseña a ver lo sagrado en lo cotidiano, en lo sencillo, en lo pequeño; la que le da sentido y vida a la palabra Amor, desde el propio, con todo el trabajo personal comprometido que nos cuenta, pasando por el que expresa hacia la familia, los amigos, y hasta a todo ser sintiente... Sin duda este libro es un dietario que nos da recetas para la vida, tan profundo como sencillo, que nos conecta con lo esencial, al que no le sobra nada, sugerente y conciso: «Lo que escribo sale de una fuente escondida, y dice más de lo que dice». Con una expresión despojada de todo adorno y artificio, que quizá es lo que hace que el mensaje sea absolutamente penetrante y poderoso: «Este dietario son retazos de una vida pequeña. Una vida centrada en lo minúsculo. Pero eso tan pequeño (una palabra amable, una sonrisa, la contemplación de una planta) se agiganta al mirarlo, como lucecitas que brillan salvadoras en la oscuridad». JUAN JOSÉ CASTRO MARTÍN. EL BOSQUE ERRANTE (Reino de Cordelia, Madrid, 2024) por MIGUEL VEGA Este libro de poemas de Juan José Castro Martín fue galardonado con el IV Premio Internacional de Poesía San Juan de la Cruz Academia de Juglares de Fontiveros, y también obtuvo el Premio Andalucía de la Crítica en la modalidad de poesía en este año 2025. Castro Martín (Motril, 1977) es licenciado en Filología Hispánica y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad de Granada. A lo largo de su trayectoria poética ha sido distinguido con premios como el Florentino Pérez-Embid de la Academia de las Buenas Letras de Sevilla en 2010 (por el libro Margen de lo invisible) o el Internacional de Poesía “Antonio Machado en Baeza” en 2015 (donde premiaron La habitación cerrada). El bosque errante es un libro denso, complejo, un empeño ambicioso por parte del poeta que me ha llevado a evocar la tetralogía El anillo del Nibelungo de Richard Wagner o la serie novelística Herrumbrosas lanzas de Juan Benet, en el sentido de mantener, en una obra de larga extensión (150 páginas en el caso de este poemario), una rigurosidad estilística inquebrantable, una profundidad ininterrumpida, una convicción absoluta en el proyecto artístico. Es un libro plagado de símbolos, casi todos desesperanzados: soledad, nieve, bosques, silencio, muerte, fugacidad, noche... Sus poemas están formalmente muy trabajados en cuanto a la sonoridad, el vocabulario escogido y la plasticidad de las imágenes. Valgan como ejemplo de esta aseveración un par de versos del poema titulado ‘Despedida en Gródeck’: «Entre los árboles flota azul la noche y seres / que jadean penumbra sufren la luz naciente mientras...». Al mismo tiempo, estos poemas encierran un contenido tupido (ya que el bosque es uno de los símbolos) y oscuro, o más bien intuitivo en muchos casos. Es, pues, un libro para degustar a pequeños sorbos, con todos los matices de un buen destilado. Son los últimos versos del último poema los que nos definen ese bosque errante: «Por el silencio viene el hombre y funda / en huellas de quietud bosques errantes». El bosque vendría a constituirse en un intermediario entre la tierra (las raíces) y el cielo (las ramas elevándose). El poemario de Castro Martín se abre y se cierra con secciones que podríamos llamar de estirpe naturalista; el corpus central son tres secciones culturalistas que nos hablan de determinados personajes de nuestra historia cultural (escritores, músicos, pintores), así como de lugares y paisajes de la Vieja Europa. La primera parte del libro, “El aliento y el barro”, tiene como hilo conductor la contraposición entre la intemperie y lo interior, es decir, la conciencia humana y la naturaleza. Y la conciencia expresada por el lenguaje: «Por el bosque rastreas el ciervo esquivo del lenguaje». La contemplación de la naturaleza (árboles, pájaros, barro) es también la contemplación de la pureza: «Puros los olmos / reescriben el cielo y es la tinta / la errancia de los pájaros. [...] / Pura la lluvia / del otro lado del silencio viene / a borrar las pisadas y senderos». Predominan aquí los versos medidos de once, nueve y siete sílabas. La última sección (antes del poema final), “El bosque errante”, con una versificación similar a la de la primera, es más metafísica; una reflexión sobre el organismo humano y la palabra, derivada del pensamiento e imbricada con la naturaleza: «En el áspero bosque del idioma, / vértigo y laberinto, / se oculta el fabuloso animal del silencio. [...] / ...donde el frío / hace más honda cada huella, más / herida cada sílaba y florece / mientras tanto el carbono por mi sangre / en una afasia de olmo en el invierno». A veces, el sustrato filosófico se orienta hacia un decidido panteísmo, versificado con gran belleza: «No menguan la niñez / ni la muerte. He nacido mi cadáver / para el fulgor gastado de una estrella». El corpus central del libro, para mí el más interesante, se abre con ‘El éxtasis y el llanto’. Comienzan en esta sección los homenajes a personalidades de nuestra cultura que reflexionan, en torrenciales versículos, acerca de momentos capitales de su existencia (por lo general, trágicos) y de su empeño como creadores. La naturaleza y su simbología sigue manteniendo un papel preponderante en estas semblanzas. El poeta nos habla aquí de la continua errancia de Rilke: «Entre cuerpo y latido recorres las distancias, / indefenso y descalzo peregrinas, has de vagar para existir / y volverte invisible en las palabras que retienen lo esquivo». Del final de la poeta Gertrud Kolmar en el campo de concentración de Auschwitz: «Avanza el tren en dirección contraria a nuestra sangre, / como un ataúd inmenso gestando el exterminio / de quienes viajan [...] Estaré preparada para hacerme sustancia en mi dolor. / Gravitaré en el humo. / En lo leve seré por fin mi nombre». De la muerte de John Keats en Roma, en plena juventud, formulando un último deseo: «Quiero escuchar el viento en las violetas que brotan silenciosas / bajo las frondas (donde poder ver al pardillo / saltar en el ramaje, al lugano o al petirrojo / cantar en el invierno de tan leves) / del apartado cementerio que las menudas flores cubren». O del suicidio de Paul Celan arrojándose al río Sena: «Esto es ser, ir desde el ruido al silencio / con la carga de la belleza para saltar del puente / a lo invisible y hacer mi cuerpo transparente por las ondas».
En “La corriente cautiva”, siguiente apartado del poemario, el tema central son los lugares debidos a la mano del hombre: puentes, torres, catedrales, cementerios... en un recorrido muy personal por la Vieja Europa. Y como hilo conductor en casi todo el itinerario, el río, también como potente metáfora de la fugacidad. «¿Qué imagen nuestra arrastra el río, adónde / fluye el Régnitz llevándose algo de azul del cielo?», podemos leer en el poema ‘El puente (Bámberg)’. En el poema que dedica a Praga, Castro Martín comienza con estos determinantes versos: «En las orillas del Moldava beben los sauces su espejismo, / en su reflejo están las cosas ya vencidas, / el bello desamparo de las formas». La indudable belleza que el poeta va descubriendo en su viaje es también manifestación de la caducidad de la obra del hombre (el acabamiento no será sólo el destino del hombre, también el de sus obras). El hermoso final de ‘El destello y el muro’ expresa así esta idea: «Todo es despojamiento de quien viaja al deslumbrarse con su destello / y anochece, levantan el vuelo las cigüeñas, pero antes / el murmullo menor de cuanto duerme / sospecha el peso de la noche entre los seres». “Las voces y el letargo” es la única sección escrita en prosa poética. Regresa Castro Martín a esa mirada culturalista evocando a un puñado de artistas señeros de la cultura occidental: escritores, músicos y pintores. En lo que atañe a los creadores músicos, su creación ya no tiene que ver con la palabra, como les ocurre a los escritores, sino a las notas musicales. Podemos leer en el caso de Gustav Mahler: «Suena la música arrancada del tuétano del mundo como estridentes vientos de la muerte marchando a lugar innombrado». Mahler realmente compuso mucho para la muerte. O podemos escuchar estas palabras de Frederic Chopin: «Sé, pues, intermedio entre la tensión de las notas y tú mismo en tu florecer último». De nuevo la fugacidad de la belleza, condenada a extinguirse, al igual que sus creadores. El tema de la muerte y la desaparición es especialmente paradigmático en el poema dedicado a Robert Walser, el escritor suizo que eligió los sanatorios mentales como los auténticos monasterios del siglo XX y que fue en busca del suicidio paseando por la nieve en la Navidad de 1956. Así nos lo cuenta el propio Walser en el poema de Castro Martín: «En las pisadas que incendian los caminos caen los copos del silencio, en cuyo dolor hallé la sombra y fui tronco muerto derribado en la blancura». La esencia de la fugacidad, de su belleza, nos la descifra el pintor Gustave Moreau: «El ángel viajero [...] pronto comprende que sólo lo que perece es bello». Mientras que Simone Weil reincide en esa suerte de panteísmo que ya había asomado antes en alguno de los versos del libro: «Me consumía. Entró en mí el firmamento y pude amar los límites del mundo infinitamente». El último poema, único de la sección “El temblor y el barro”, nos devuelve, a modo de compendio, al bosque errante: allí donde soñamos con árboles vagabundos, donde conversan la intemperie y las hojas, donde las estrellas de la noche son un alfabeto, donde las huellas del hombre permanecen inmóviles. Se cierra así un libro de poesía ambicioso, crudo y amargo en muchas ocasiones, bien construido y, por encima de todo, muy hermoso. JUAN CARLOS FRIEBE. REDENCIÓN DE PANDORA (Sonámbulos, Granada, 2023) por JUAN PEREGRINA MARTÍN TANTO AMOR A LA DERIVA Una de las grandes alegrías poéticas es la edición de Redención de Pandora de Juan Carlos Friebe (Granada, 1968) en Sonámbulos Ediciones: tres libros de poesía —que podrían ser cuatro, ya que el autor los considera una tetralogía— conectados entre sí y que se titulan Poemas perplejos, Las briznas. Poemas para consuelo de Hugo van der Goes y Poemas a quemarropa; faltaría Enseñando a nadar a la mujer casada, que no consta en el libro por las razones que se indican en el mismo. Friebe es uno de los grandes artesanos de la palabra y digno sucesor de lo que Ignacio Prat llamara al maestro Carvajal: il migglior fabbro; mucha poesía irradia la ciudad granadina y pensamos que especialmente esta es la mejor hilada entre vida, arte, identidad y dolor propios y ajenos, melancolía y nostalgia. Desde el título vemos dos particularidades: una mujer protagonista de la mitología griega para representar la idea global de lo recogido en el libro: dos constantes, la mujer y la cultura griega en la poesía de Friebe. Si en Poemas perplejos asistimos a un canto sobre la identidad propia, como escribe el autor en sus notas introductorias, en Las briznas encontraremos la desolación del otro, llegando de manera natural al tormento de los demás —mujeres, menores— en el tercer libro del conjunto, los Poemas a quemarropa. Esas notas hablan también sobre el lenguaje que pervivirá en cada libro: el justo, el adecuado al tema y al contenido de los poemas, con una aspiración narrativa única en cada texto que lo esencializará: por esta razón, la relativa lentitud en publicar del poeta granadino que prefiere la calma para componer con la calidad que considera necesaria. Un trenzado lírico de calado como su obra exhibe merece un detenimiento en algunos hitos. Se abren Poemas perplejos con criaturas mitológicas, híbridas, extranjeras —como el centauro visto por el cíclope— que buscan en casas ajenas cobijo y ayuda, advirtiendo que el miedo al látigo es peor que el propio látigo. O un Narciso enamorado y revisado. Pero también damas que no se reconocen en el espejo de un retrato o que son capaces de «primorosa taracea» al tocar el arpa y extraer una música que nos habla de deseo, literatura y pasión desbordante. Hay, en fin, mucho de meditación sobre el tiempo, el amor y el sexo: un ansia legítima por conocerse que le hace desplegar al poeta unas herramientas líricas precisas —como la métrica y el endecasílabo, permitiendo al verso experimentar otras musicalidades— y unos versos de hondo sentir, de los que extraemos partes de dos al azar con apariencia de grandes títulos: «los colores del desastre» y «tanto amor a la deriva». El arte, la música y la literatura pueden salvarnos y ofrecernos una mejora de nuestras afecciones.
Así lo demuestra el autor en Las briznas, un conjunto de poemas hermosos y meditativos donde pone en pie la vida de uno de los mejores pintores del siglo XV en los Países Bajos, Hugo van der Goes, enfermo de melancolía y que acabó sus días tras ingresar en un convento donde amainó su melancolía, pintó y desentrañó como pudo su mal, hasta su recaída y fallecimiento. Friebe utiliza el Stabat mater, el himno medieval religioso, como guía de lectura en cada poema: esto le da consistencia a esa imbricación que busca el autor, además de dividir el libro como si fuera una obra musical e indicarnos con qué tempo transcurre cada sección o podemos leer las acciones allí reflejadas. Para terminar y dar una pincelada sobre Poemas a quemarropa, libro admirado por el poeta recién fallecido Rafael Guillén, diremos que el verso, la música, la literatura, la solidaridad, la mitología, la mujer y la infancia, y el horror se entremezclan en un libro que da testimonio de lo que somos capaces de hacer los hombres cuando perdemos el respeto por el resto de la humanidad. Un libro de libros, proteico y elegante, de una belleza serena y dolorosa. NACHO ESCUÍN. ALGO PARECIDO A UN SUEÑO O A UN POEMA DE ROBERT FROST (Los Libros del Gato Negro, Zaragoza, 2025) por ENRIQUE CABEZÓN UN PUTO POEMA DE VIDA Nacho Escuín (Ignacio Escuín Borao, Teruel, 1981) es una de las voces más versátiles y heterodoxas de la literatura contemporánea aragonesa, de esas que nunca deja títere con cabeza y que rehúye el postureo literario. Licenciado en Filología Hispánica y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad de Zaragoza, Escuín ha desarrollado una trayectoria intensa y emocionante como poeta, narrador, ensayista, editor y gestor cultural. Fundador y director de la revista literaria Eclipse y de la editorial Eclipsados, también ha dirigido el proyecto editorial de la Universidad San Jorge y el Servicio de Actividades Culturales de dicha universidad. Entre 2015 y 2019, ocupó el cargo de Director General de Cultura y Patrimonio del Gobierno de Aragón. Su obra abarca desde la poesía —con títulos como Profundidades, El azul y lo lejano, Huir verano o La mala raza— hasta el ensayo y la novela, siempre con un compromiso radical con el lenguaje y una mirada crítica sobre el mundo contemporáneo. Sin embargo, todo este trabajo, vital para la imagen cultural de su región desde fuera, parece diluirse cuando uno es señalado y queda marcado social y políticamente. En su última novela, Algo parecido a un sueño o a un poema de Robert Frost, publicada por Los Libros del Gato Negro, Escuín se desdobla en dos personajes, uno que carga con el peso de las decisiones y sus consecuencias, y otro que observa desde la pasividad o la crueldad, permitiéndole explorar la culpa, la responsabilidad y la autocrítica. La novela funciona como crónica de la escena cultural y editorial de Zaragoza —pero no solo— desde principios de siglo hasta la actualidad, con el propio autor como protagonista, testigo y víctima de un entorno marcado por la ambición y la instrumentalización. Escribe: «nos hemos decidido por un camino que no nos reconforta, que nos trae dolor y un placer perverso al mismo tiempo, nada de reconocimiento ni de dinero. A falta de que los demás nos valoren, una buena cifra en el banco podría compensarlo, pero ni lo uno ni lo otro ha llegado. Esa es la historia en la que nos hemos embarcado y de la que ya no podemos bajarnos con unas decenas de libros publicados a nuestras espaldas entre los propios y las antologías que hemos coordinado o en las que hemos participado. Libros colectivos que, en algunos casos, ni los propios autores que aparecen en ellos han comprado. Editoriales que ya ni tan siquiera existen, cajas de libros almacenadas en alguna parte, vete tú a saber dónde». Escuín despliega una mirada implacable sobre los mecanismos de adhesión y rechazo social, la crueldad y la autocrítica. La figura pública del autor se borra, no se le da voz, simplemente ha desaparecido, y con ello, se cuestiona el papel de quienes se aprovechan del talento ajeno mientras les conviene o dan la espalda para no ser señalados o rechazados ellos mismos. El texto incorpora una dimensión sentimental, dirigida a una mujer imaginaria que resume a todas las mujeres que han pasado —o que ha deseado que pasaran— por la vida del autor, y explora la condición subalterna y los estados carenciales, tanto propios como ajenos. Escuín se caricaturiza en ocasiones como un monstruo, alguien que a veces deja que lo animal prevalezca sobre lo cerebral, en un juego entre lo real y lo ficticio que desafía al lector. Violencia, adicción, ansiedad y desencanto transpiran las escenas que el autor va desvelando, como si se desnudara hasta el tuétano.
Algo parecido a un sueño o a un poema de Robert Frost es una novela valiente, introspectiva y necesaria, que utiliza la autoficción para reflexionar sobre la creación literaria, la escena cultural y las relaciones humanas. El libro se erige como un espejo para quienes han soñado con la bibliodiversidad y se han enfrentado a la complejidad y la soledad de ese sueño —y somos muchos—. Una lectura recomendable para quienes buscan literatura de la buena, de la que interpela y transforma. DIEGO RECHE. PRIMER NIDO (Balduque, Cartagena, Colección Sudeste, 2024) por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES María Zambrano dejó escrito que quizá no exista experiencia que preste mayor madurez al hombre que su descubrimiento del tiempo. Y así parece atestiguarlo Primer nido, el cuarto y último poemario de Diego Reche (Vélez Rubio, 1967), un autor que también ha transitado por los territorios del relato, la novela y el teatro. En el caso que ahora nos ocupa, la poesía de Diego Reche encuentra su fundamento más recurrente en uno de los temas mayores de la poesía de toda época y latitud: la consideración sobre el paso del tiempo; lo que el tiempo, en su fluir, hace de nosotros, las pérdidas que nos inflige, lo efímero de todo: «Sé que no son las mismas aguas, / ni son los mismos ruiseñores / los que esta tarde me devuelven / al río de otro tiempo», leemos en el poema ‘El rumor del agua’. Como consecuencia, su escritura posee una alta gradación memorialística, y de ahí que tal vez nos sea difícil desligar la persona del personaje poético, tan inseparable resulta la voz que habla en el interior de estos poemas de la peripecia afectiva y biográfica de su autor. Primer nido es también un libro intensamente elegíaco, pero que nunca eleva la voz, que evita todo retorcimiento retórico y todo patetismo, y que mantiene siempre una elegante naturalidad, ya emplee el verso blanco, las composiciones asonantadas u otro tipo de estrofas clásicas, como las décimas, la sextina o los sonetos, que es donde Reche muestra de manera más notoria su vínculo con lo mejor de nuestra tradición. El primer poema del libro, ‘La canica’, nos ofrece la clave de todo lo que va a venir después. Ese poema, que es un prodigio de contención y síntesis expresiva, funciona como un perfecto portal de entrada: la canica es un símbolo de la infancia perdida, y su hallazgo repentino debajo de un mueble, cuarenta años después, da pie a una recapitulación sobre el paraíso perdido de la infancia, verdadera patria del hombre según Rilke: «Al desplazar los muebles / rueda, de pronto, una canica / que tu mano de niño / perdió hace cuarenta años. / Y tu mano de adulto / al cogerla del suelo / se encuentra con su infancia». Es significativa a este respecto la cita de Louise Glück al inicio de la primera sección del libro: «Miramos el mundo una sola vez, en la infancia, el resto es literatura», que incluye una evidente paráfrasis de un célebre verso de Verlaine. Y Leopoldo María Panero, un poeta tan alejado de los planteamientos de Diego Reche, solía repetir: «En la infancia se vive y después se sobrevive». Por su parte, Reche nos dice en el último verso de su ‘Sextina de la infancia’: «queda sólo la infancia, el resto es tiempo». De este modo, buena parte de los poemas de Primer nido son esas “canicas” que el autor va descubriendo debajo de los muebles que ocupan las salas, las estancias y galerías de la memoria. Esta poesía fomenta también una identificación emocional con el lector; de ahí la exposición por parte del poeta de pasajes y anécdotas tomadas de los juegos de la niñez, de las experiencias en clase, con los profesores y los compañeros, de rincones y personajes reconocibles de su pueblo, el tedio de las noches de domingo en la casa familiar o la adolescencia taciturna y solitaria. Pero esta no es la única nota que se pulsa: también el amor, su trabajo como docente y las preocupaciones cotidianas, o el engarce de los hijos en la corriente temporal como un transcurso y una herencia que nunca se termina tienen igualmente su parte en este libro: «Hoy se marchan mis hijos / a la ciudad, detrás de su futuro. / Me miran y en mis ojos / encontrarán mi vida ya vivida» (‘Miradas’). El lector queda así atrapado entre las situaciones conocidas, la cercanía o el carácter asumible de los sentimientos desplegados y la claridad y el cuidado formal del lenguaje, que comunica al lector las experiencias vitales sobre una base de aparente sencillez. Además, para Diego Reche la poesía es sinónimo de emoción, pero de una emoción reflexiva, bien sea a la hora de transmitir ese sentimiento de temporalidad, bien sea para transmitirnos aspectos de su cotidianidad laboral o familiar, con frecuencia convertidos en consideraciones sobre la literatura o el sentimiento siempre presente de ausencia y de fragilidad: véase por ejemplo el poema ‘Tierra nativa’, donde se glosa una composición de Luis Cernuda. En este libro se recobran, como ya hemos dicho, las cosas cotidianas, los objetos y los seres queridos, los libros y los héroes de la infancia (Agatha Christie, Julio Verne), los del fútbol e incluso los programas de radio y televisión de antaño (‘Clásicos populares’, ‘La casa de la pradera’, ‘Estudio estadio’, etc.), aceptando su condición de elementos que quedaron irremisiblemente en el pasado pero que han contribuido a forjar su personalidad de adulto: «Pide al adulto que será un día / que nunca olvide aquel momento / de un otoño lejano de su infancia. / Y que lo cuente en un poema» (‘Una tarde de otoño’). Por eso vemos cómo se revaloriza la importancia del lugar donde se vive o donde se vivió, del pueblo, de la casa, la calle, las aulas y los juegos. Y lo que pudieran parecer en un primer momento simples anécdotas se convierten en reflexiones que trascienden de lo particular para elevarse a la universalidad de las emociones de todos y cada uno de nosotros: «puentes oscuros que pasan / sobre los ríos del tiempo. / Y atraviesa la memoria / los caminos de regreso / a otras tardes de septiembre / que olieron también a heno», leemos en el romance ‘Septiembre’, en el que de nuevo se glosa a otro poeta fundamental para Diego Reche, esta vez a Juan Ramón Jiménez, del cual proviene, por cierto, el título de este libro.
Señalemos para acabar dos cuestiones que nuestro poeta no elude en medio de su reflexión sobre el tiempo, la memoria y sus efímeras pero decisivas iluminaciones. En primer lugar, la consideración sobre la muerte como una presencia al fondo, como un territorio a veces parejo a la vida y, en cualquier caso, como conciencia de finitud («en esa dimensión / llamada tiempo, todos pasaremos / y nos disolveremos como polvo / de estrellas», leemos en el poema ‘La estrella polar’); y en segundo lugar, aparece también una cierta nota metapoética que le hace intuir que la palabra poética no es sino un débil reflejo de la vida, de la realidad real, que se impone con pujanza a cualquier intento de transmutarla en lenguaje: «Sabes que las palabras / solo son sucedáneos de la vida que fluye / más allá de los muros, las letras de un papel» (‘Lectura poética’). Por eso es preciso «mantener un combate / para que en tus palabras surja el mar / y el olor de la rosa». Lo cual nos hace recordar —aunque Diego Reche no tenga coincidencias con la estética creacionista— los conocidos versos de Huidobro en su poema ‘Arte poética’: «Para qué cantáis la rosa, poetas, / ¡hacedla florecer en el poema!». En definitiva, Primer nido es un libro en el que el tiempo y sus mudanzas y la mirada extendida sobre los paisajes de la memoria son los principales protagonistas. Pero también la autoexploración de un adulto que se pregunta a sí mismo quién es y en qué ha parado finalmente su existencia. Y a la misma vez sentimos que estos poemas nos hablan de la irrenunciable soledad del hombre, donde tal vez habite su máxima verdad. Poeta confesional, meditativo, poeta elegíaco y autobiográfico, quizá sea Diego Reche uno de los autores que posean la voz más limpia de la poesía temporalista actual. |
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