LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
BEGOÑA MÉNDEZ. LODO (Lengua de Trapo, Madrid, 2023) por RUBÉN BLEDA CUERPOS QUE CUENTAN SU HISTORIA (PARA QUIEN LA QUIERA ESCUCHAR) Begoña Méndez ha escrito con estómago y empatía, con furia sensible y tristeza crítica, esta nueva entrega de la serie “Episodios Nacionales” acerca del ecocidio del Mar Menor, que trasciende de lo episódico y de lo nacional. Este ensayo es un fragmento de mi cuerpo concernido. Más que episodio, fragmento; y de ninguna nación, sino de su cuerpo concernido. ¿Ensayo? Y más cosas. Novela negra, reportaje poético, crónica inmersiva, distopía autocienciaficcionalista en la línea de su anterior trabajo. Novela negra protagonizada por una escritora/detective que llega a La Manga en un febrero de viento y frases cortas, primera de una serie de visitas que se prolongan hasta el mes de septiembre de 2022, siguiendo el rastro de una anciana que se rompió la cadera tratando de salir de la laguna y su cuerpo se derrumbó en el agua densa y fue tragado por ella. La búsqueda de esa mujer nos conduce por panoramas desoladores, por una historia de devastación frenética y abuso inconcebible sobre el Mar Menor, territorio indefenso, obligado a tragar los desechos de distintas ambiciones humanas, a cada cual más insaciable: el pelotazo urbanístico de La Manga desde los años 50, el crecimiento indecente de los campos de regadío a partir del trasvase, la desmadrada explotación de las granjas porcinas, la minería de Portman, el turismo de masas. Esta es una historia de corrupción política, leyes que se incumplen, crímenes sin castigo. Los responsables por su nombre y sus apellidos. Eslóganes y falacias, progresos que asfixian y destruyen. Agua para todos. Nadie respira: ni los peces en un mar sin oxígeno; ni la autora, en un verano sin aire; ni nosotros, bajo un horror sin tregua. Begoña Méndez hace de esta violencia, que arrancó hace décadas y no ha dejado de crecer, un reportaje poético, pero no con esa poesía que adorna, sino con la que relaciona, teje redes y hiende entrañas. Poesía intravenosa que inunda todo el cuerpo. Su lenguaje es soluble en la carne. Es poético porque relaciona las tramas (como si de asociar ideas se tratase) de este deprimente tapiz, descubriendo un flujo de espejos entre los turistas de buffet libre, la sobrealimentación del Mar Menor, el número de cerdos sacrificados cada día en las instalaciones de El Pozo, la ocupación masiva de la tierra para el cultivo. Formas símiles de atiborramiento innecesario y contra natura. Abarrotar de ladrillo y hormigón una lengua de tierra; avasallar de escoria y nutrientes tóxicos un pequeño remanso de agua. La anciana que se hunde en el fango, sin memoria, como las toneladas de peces que afloran a su superficie. Es poético porque desentraña la rima oculta de los hechos, el sentido que unifica tan variado desmán: una noción de la naturaleza como instancia despreciable o vida insignificante, como objeto disponible que puede ser explotado y que está del otro lado del sujeto humano. Ese otro sin lenguaje, cosa sin volición. Un territorio no puede curarse a sí mismo cuando está dañado. No al ritmo al que lo dañan. Tampoco una persona. La metáfora arde como una antorcha allá donde Begoña dirige su mirada, que es, asimismo, una mirada investigadora, esmerada y exhaustiva, que explica lo que todos hemos visto —los peces muertos en la orilla de la playa— con la magnitud y la certeza de los datos. ¡Y qué datos! Agradecemos a la autora que nos devuelva la capacidad crítica del espanto. Frente a la actitud del estadista, que se siente cómodo con los datos, manejándolos, afianzando sólidamente en ellos su viril, científico, irrebatible discurso, Begoña nos trae el asombro y la incomprensión hacia su escala inabarcable; nos retorna a la poderosa inocencia de nuestra proporción humana. No comprendo exactamente qué significan los datos. Sólo sé que es demasiado. Sólo sé que es deprimente. Sólo sé que es ofensivo. Crónica inmersiva porque la autora sufre con el territorio agredido. Sufre con él porque se siente concernida. Porque lo mira, porque lo escucha. Los cuerpos cuentan su historia. Y luego estamos nosotras, que callamos y escuchamos atentas. Begoña Méndez ha escrito sobre el Mar Menor como si escribiera su biografía. Narra este desastre, cada tropelía cometida, cada daño cuantificado, cada fecha y consecuencia, como alguien que relatara ante el juez, con rabia fría y racional, con asco manifiesto y lúcido, cada uno de los abusos que ha sufrido a lo largo de su vida. Este es un ejemplo extraordinario de empatía con un otro no humano. Y aquí es donde carga sus definitivas tintas el ensayo: una propuesta radical de relación con el entorno más allá de la pertenencia, del patrimonialismo explotador, que aniquila, y del nostálgico, que no sirve para nada, que sólo genera paraísos perdidos que nos paralizan en un lamento estético (por eso es más fácil afligirse por cinco toneladas de peces muertos que velar por un pez indefenso). Su propuesta es la disolución de contornos entre lo humano y lo no humano. Querría que no hubiera distinción entre cosas y sujetos. Que no existieran los otros. Que no hubiera más nosotros. Quisiera poder pensar la vida inimaginable. El fin de la dominación humana, de nuestra relación jerárquica con lo prójimo. El fin del antropoceno y del capitaloceno.
He escrito un libro afligido, casi una distopía. ¿Casi? Esta es la única vez que la autora se queda corta. Pero tras el velo del desaliento late algo que está vivo. La pasión. En el momento clímax del libro, igualando los mejores pasajes de su Autocienciaficción para el fin de la especie (H&O, 2021), la autora entrega su cuerpo a la laguna y sufre una espiral de mutaciones al curso de las aguas y de las algas, una especie de catasterización terrestre. Bellísima pieza literaria, sacrificio simbólico, ciclo de metamorfosis que llevan a la práctica en carne propia la tesis defendida en este ensayo: la renuncia al estatus humano antropocéntrico y el ofrecimiento de sí misma en un ritual de paz con la naturaleza. Begoña se hace materia —paisaje interconectado— para ser y devenir como tal, de manera análoga a como Dios se hizo carne en Jesucristo para experimentar el sufrimiento y la vicisitud de la vida humana, pero más en horizontal. Más entre iguales, más entre hermanos. Un acto de amor, en cualquier caso, porque sólo el amor como hundimiento nos salvará de asumir como normales los paisajes de crueldad que cada día pisamos. Finalmente, como algunas novelas negras, Lodo termina con un resquicio de redención, incorporando el documento donde se especifican las cuatro acciones que ya se están desarrollando dentro del “Marco de acciones prioritarias para recuperar el Mar Menor”, redactado a resultas de que, gracias a la iniciativa ciudadana, se haya conferido personalidad jurídica a la laguna. Cuatro puertas a la esperanza. He aquí un libro anfibio, lagunar y terrestre, rigurosamente periodístico y salvajemente personal, que cae en la conciencia y la onda expansiva lo cubre todo. Porque este libro, como el lodo, cubre y ahoga, aunque también puedes, como Begoña, hundir en él las piernas y llorar.
0 Comentarios
FERNANDO BELTRÁN. LA CURACIÓN DEL MUNDO (Hiperión, Madrid, 2020) por MARIANO DOMINGO POESÍA PARA RESUCITAR A LOS VIVOS. LA EXPERIENCIA LÍMITE COMO OPORTUNIDAD DE VOLVER A VER Las cosas no serán la misma cosa, nosotros no seremos los mismos, los otros no serán ya los otros, el amor ya no será el amor, será sólo el amar, y será más. ‘Tacto’ La curación del mundo Fernando Beltrán A lo largo de su trayectoria como poeta, Fernando Beltrán (Oviedo, 1956) ha abogado siempre por una poesía desde la experiencia, que la tuviera como punto de partida e hiciera de ella un trampolín para la expresión. Ahora bien, ¿cómo escribir a partir de la personalísima experiencia de haber padecido, en pleno siglo XXI, una enfermedad de alcances pandémicos?, ¿a qué imágenes recurrir con el fin de trascender el sentir singular de un sujeto extrañado, aislado, desasido, para encontrar una expresión verdaderamente colectiva, verdaderamente humana?, ¿cuáles son los medios propicios para encauzar, resignificar y luego compartir lo vivido durante el tránsito en solitario de una internación por covid prolongado? El autor, nacido en Oviedo pero radicado desde joven en Madrid, decide explorar un vez más la utilidad de la poesía, de la palabra poética, frente a las excepcionales condiciones de existencia actuales en su último volumen, La curación del mundo, Premio de Poesía Francisco de Quevedo 2021, distinción otorgada por el Ayuntamiento de Madrid por vez primera desde 2011. Beltrán, poeta, traductor, filántropo, creador de la fundación “El aula de las metáforas” y de la agencia “El nombre de las cosas”, es responsable de más de dos decenas de títulos de poesía, por los que ha sido galardonado en reiteradas ocasiones (entre ellas, el accésit del Premio Adonáis de Poesía en 1982 y el Premio de las Letras de Asturias en 2016). Su propuesta poética procuró, desde sus inicios, un paulatino corrimiento respecto de las tendencias culturalistas de los años setenta en pos de una poesía “entrometida”, con un poeta que se presenta como «incómodo testigo de lo que ocurre», según la definición de Sánchez Torre (2001: 12). En esta nueva entrega, Beltrán, testigo directo de la realidad agobiante de la enfermedad, encuentra en la poesía una oportunidad, lo mismo que un medio, para reflexionar más allá del presente inmediato y exorcizar así un miedo que se tematiza ya desde las palabras de Rainer Maria Rilke elegidas a modo de epígrafe: «He hecho algo contra el miedo. He permanecido sentado durante toda la noche, y he escrito». La curación del mundo, maquetado, impreso y encuadernado por primera vez durante «el otoño del difícil año 2020», según se indica en la nota de impresión, está conformado por veinticinco poemas. A ellos se añade “La cara oculta del poema”, apartado final que Beltrán aprovecha para leer en el reverso de sus textos, comentarlos, dar gracias a enfermeras y amigos, así como para destacar la importancia en su vida de Marta y Lucía, sus hijas. Por último, elige dedicar allí el volumen «para ti», apelación a un otro, a un lector como interlocutor al que tiende recurrentemente el poeta, al que, declara, su poesía debe alcanzar, abrigar, conmover (1). Los dos textos con los que se inaugura el volumen presentan a la voz poética en extremos opuestos frente al umbral de una experiencia de tenor metafísico como la enfermedad. ‘La jerarquía del ángel’, el primero de ellos, se abre ya con un verso a modo de sentencia: «A la naturaleza le da igual que mueras o no mueras». (2020: 9). A esa tremenda línea inicial, reiterada en varias ocasiones, Beltrán le concatena otras: «Todo sigue». (9), «Todo en su sitio» (9), «Todo tiene sentido cuando se pierde. / Cuando ya nada es tuyo, pero aún es contigo» (11), sintagmas que al repetirse dan cuenta de cómo, frente a la posibilidad de cambio brusco que es esencia de la fragilidad humana todo lo demás mantiene, impasible, su curso. Si aquí prima la pasividad del sujeto frente a la inevitable continuidad del resto de las cosas, en ‘Alpe d’Huez’ se opera un cambio evidente. El título reenvía no solo a uno de los más reconocidos ascensos del Tour de Francia sino a la figura misma del ciclista en su esfuerzo, un esfuerzo análogo al del paciente por respirar, una de las metáforas que el propio poeta admite fundamentales en su proceso de recuperación. Porque he aquí una clave de lectura insoslayable para La curación del mundo: el trabajo de Beltrán a partir de ciertas imágenes a las que acudió como forma de resistencia durante los primeros días de internación. Ciclistas, ángeles, aves, trenes, mares, surgen con frecuencia a lo largo del poemario en tanto que símbolos de un movimiento, de una libertad y de un reencuentro que el sujeto internado anhela. La realidad de la vida hospitalaria se filtra en textos como ‘Tacto’, ‘La paciencia del cobre’, ‘Penúltimos deseos’, ‘Padre’, ‘La urgencia del perdón’ y ‘Puente de los franceses’ sin por ello apelar nunca a la representación cruda sino a través de ciertos signos sutiles por los cuales, desde la experiencia de la convalecencia, la voz gana lugar para la reflexión. Un roce de manos, un recuerdo que regresa, una imagen que llega desde la ventana, una conversación oída a medias son suficientes para activar la posibilidad de una digresión, de un desvío del pensamiento hacia otro lugar, tal vez más trascendente. El tiempo de la enfermedad funciona entonces como un resquicio espacio-temporal propicio para cavilar respecto del existir en sí mismo, el paso del tiempo y las relaciones humanas. En poemas como ‘El peso de la piedra’, ‘Malaria’, ‘Barranco’ y ‘Carne cruda’ la dicción llega incluso a adquirir tintes existencialistas, la expresión poética tematiza el dolor y la soledad a partir de la recurrente imagen de un terrible abismo y del despeñamiento como posibilidad latente. Beltrán aprovecha ese mismo resquicio en ciertos títulos (por ejemplo, ‘Solo de trompeta’, ‘La hojarasca’ y ‘Goya’) para detener la atención sobre el arte en sí mismo, sobre los modos particulares de significar, de conmover, que ponen a funcionar ya la literatura, ya la música o bien la pintura. Para indagar en relación al vínculo profundo entre la sensibilidad del hombre y el arte, la voz se sirve en estos y otros textos de la recuperación de autores diversos (César Vallejo, Rudyard Kipling, Luis Cernuda, Gabriel García Márquez, Sylvia Plath), lo mismo que de singles de jazz y cuadros de icónicos pintores españoles. A ellos se suman, por último, poemas en los que prima otra clase de reflexión, la que tiene como objeto central a la poesía y, consecuentemente, al oficio de poeta. En este sentido, ‘Agosto 2020’ supone un momento clave del poemario, por representar la instancia más potente de tematización de la convalecencia y el sufrimiento del artista producto de la inacción a la que está obligado. El precipicio que lo separa de su hacer se demuestra análogo al que se interpone entre el ser y los demás individuos en la realidad desnaturalizada de la internación: «La distancia le puede. / Sin tocar no encuentra. / No sabe trabajar / a dos metros inmensos de su obra». (2020: 72). En ‘Perdimos la palabra’, aquel texto de 1987 que Beltrán publicara a modo de manifiesto en el diario El País, se lee: La poesía, vuelta la vista hacia el entorno, la biografía y la experiencia propia, ha regresado, recuperando el latir existencial y la compleja estética de lo sencillo; rehabilitando al verso como vaso comunicante que devuelve soñador, lírico y transformado a sus fuentes de inspiración el material en agraz que la contemplación y pensamiento del poeta les había arrebatado. Un vitalismo que descubre que la felicidad, la tristeza y la metáfora viajan sentadas a menudo en ese autobús al que nunca habíamos prestado demasiada atención. (1987: s/p) Casi treinta y cinco años después, en La curación del mundo, el poeta ha elegido replicar ese gesto inicial, es decir, volver la vista en dirección a la vivencia propia del sujeto como materia y motor insustituible para la praxis poética, más aún ante la experiencia límite de una crisis pandémica que Beltrán mismo ha padecido personalmente. Por su parte, la metáfora, pasajera devenida en vehículo, como recurso en el más amplio sentido de la palabra, cumple ahora una función doble para el autor. Lo que durante su enfermedad operara en tanto que método último de resistencia se ofrece en el poemario como vía de escape, de reconversión de lo experimentado en palabra nueva, merecedora de ser compartida con el lector, palabra que tienda un ‘Puente hacia ti’ (2020: 79), como dicta el verso final de ‘Puente de los franceses’, último poema del volumen, que Beltrán escribe en el mismo día de su alta clínica. (1) En ‘Perdimos la palabra’, uno de los manifiestos poéticos de Beltrán, el autor plantea lo siguiente respecto de la centralidad de ese otro cercano al que ha de dirigirse la poesía: «Innumerables sentencias definieron históricamente el verbo poesía. Es, sin embargo, la más breve de entre ellas la que mejor desvela los puntos suspensivos de esa verdad última. Poesía eres tú: la pregunta que nos llega desde el tú fluido y múltiple que nos rodea; la respuesta que ese mismo tuteo con el mundo nos proporciona a cada hora, instante o acontecer que acierta a deambular ante el avizor sentido del ser, escritor o lector, poeta». (Beltrán, 1987: s/p)
Bibliografía —Beltrán, Fernando. (1987). “Perdimos la palabra”. Cultura. El País. Disponible en https://elpais.com/diario/1987/02/07/cultura/539650803_850215.html —Sánchez Torre, Leopoldo. (2001). “El porqué de los trenes. Notas sobre la poesía de Fernando Beltrán”. El hombre de la calle. Granada: Diputación de Granada. PILAR SANABRIA. TRÁFICO DE INFLUENCIAS (Ayuntamiento de Lucena, Córdoba, 2022) por CONCHA GARCÍA COORDENADAS PARA OVILLARSE EN LAS PALABRAS La poeta cordobesa Pilar Sanabria (1963) es autora de varios libros de poesía, también ha obtenido varios premios, entre ellos el Premio Meridiana del Instituto Andaluz de la Mujer (1998), así como el Premio Córdoba de Igualdad de la Diputación (2018), en cuanto a la poesía, el Mujerarte (2003), Juan Bernier (2007), entre otros. Ha sido periodista radiofónica durante más de treinta años, lo que le ha permitido experimentar radiografías variopintas de la condición humana que gracias a su trabajo como entrevistadora le han dado un saber lejos de las aulas. Tráfico de influencias es su último poemario hasta ahora, editado por el Ayuntamiento de Lucena y al cuidado de Jacob Lorenzo en un libro que imita un bloc de espirales exquisitamente editado en la colección: Costillas (pero no de Adán). Se trata de cuarenta composiciones, todas ellas tituladas en un estilo que navega entre la prosa poética y el versículo. La densidad temática gira alrededor de cuestiones como el amor, el deseo o la mirada crítica hacia la sociedad de su tiempo. Lo que hace que estos poemas brillen de una manera especial es la densidad de inspiración surrealista. Recordé el largo poema de André Breton ‘Fata Morgana’, escrito en 1940 en Marsella, mientras esperaba el visado que lo ayudaría a huir de la Francia ocupada por los nazis. También recordé las Chambres. Poème du temps qui ne passe pas (1969) de Louis Aragon, con sus dobles y triples sentidos que ofrecen al lector la posibilidad de aguzar su ingenio para interpretar, en ese laberinto de metáforas, ciertos sinsentidos rellenos de agudeza verbal y mental con un fondo de desesperación y desengaño. En la acumulación de metáforas cuyo arraigo está más en el surrealismo que en la visión onírica encontramos una poética marcada por el primer poema titulado ‘Lugar’, con una cita de otro surrealista, Tristan Tzara. «Se busca un estar», comienza diciendo la voz poética, y lo repite a lo largo del poema, después de cada búsqueda, una pausa muy breve para que su voz oracular nos vaya abriendo el paladar de los sentidos a lo largo del libro. Lo onírico parte de esa voz que sueña y desea, las asociaciones libres no impiden un vuelo verbal donde la coherencia hay que buscarla en la raíz de un pensamiento que no se reprime y asocia en un «aluvión del cerebro» todo aquello que marca su estilo. Como dice Joaquín Pérez Azaustre en el prólogo: «no hay cálculo, sino caudal, o: no hay irracionalismo de fogueo, sino una emoción de carne y cicatrices nutriendo la lectura». Veamos algunos ejemplos:
Muere un café en el retablo de mi paladar En la contemplación hallo la ajena estampida del coraje Subes por una tubería de huesos, en ellos derrumbas un talud sin palomas Ahora es un milagro la ebriedad tras tu ropa despiadada, hidra en aquelarre, cáliz insomne de mi deseo Y yo errante argumento en la fiesta de sus sobras Estos ejemplos son apenas una muestra de este despliegue metafórico donde el yo permanece en las afueras, pues la voz que habla se va de un lugar a otro, a veces con verdadera entrega al amor de su madre: «Mi madre creyendo en sus zapatos como en dos peces con calma». Ella le ha dado un giro a la realidad y propaga su decir en imaginarios que seguramente se nutren también de varias lecturas, como la de Charles Bukowski o Jack Kerouac, autores que menciona en el poemario. Las influencias son visibles y audibles: la voz va delineando poema a poema un mundo cuyos “aullidos” —pensando en el poema de Allen Ginsberg— se perciben por el ritmo de los textos de original singladura en el sentido de viaje imaginario. Al hacer la experiencia de leer varios poemas seguidos se te queda en la mente ese despliegue, esa irrupción de sentido alógico, una pasión por las palabras en hilera llenas de matices, hay que esforzarse para entrar. Una horma visible, como ella misma confiesa en la del poeta también cordobés José Luis Rey, pero yo creo que también está ahí Pablo García Baena, o de raíz aún más cordobesa y barroca, algunos destellos de Luis de Góngora. ISABEL DE SÁ. LO REAL LO ARRASA TODO (Garvm, Huelva, 2023) por PEDRO SÁNCHEZ SANZ Toda la producción escrita, de 1977 a 1999, de la portuguesa Isabel de Sá se recogió en un volumen titulado Repetir el poema, editado por Ediciões Quasi en 2005. Tuvo que pasar más de una década para que su poesía volviera a la imprenta con O real arrasa tudo (Porto Editora, 2019), ahora editado en España en edición bilingüe por Ediciones Garvm. Se abre este libro con un poema-prefacio, ‘La imagen de la mujer...’, que a primera vista parece una declaración de intenciones, de activismo feminista, que ciertamente subyace en algunos de los poemas, pero que a mi entender queda diluido en su mirada personal sobre una realidad hostil para el ser humano, sin importar género, edad ni condición. Antepone su visión individual a la percepción social, es la suya una mirada femenina, de mujer que ama a otras mujeres, de mujer que se desgrana en poesía. Aún así, es evidente su compromiso con el movimiento feminista, que se hace presente, de una manera u otra, en muchos de sus textos, y así lo plantea el escritor y periodista António Guerreiro: «Es evidente que la poesía de Isabel de Sá proporciona una extensa materia para pensar sobre las cuestiones de la diferencia de géneros y, en este sentido, apela a un feminist criticism que casi no existe entre nosotros. Sería interesante analizarla desde el punto de vista de sus tensiones internas» (1). Puestos a empezar, decide la autora comenzar por el principio, con su verdadera biografía, y resume su vida y su lucha, múltiple, de victorias pírricas, en dos poemas autorretratos: el nombre y el recorrido, es decir, quién y qué es Isabel de Sá, y entre poema y poema nos lanza la pregunta ¿para qué sirve el arte? y se reafirma en su conclusión de que el arte solo sirve para decir «Yo Soy». La escritura y la pintura entendidas como travesías, el arte como sistema y material de construcción del individuo. En este libro la autora se pasea por lo cotidiano vislumbrando un espectáculo grotesco, ante el cual la poesía no es más que pura verborrea, un desperdicio de palabras huecas que chocan con una realidad terca que habla por sí misma. Hay mucha desesperanza en sus versos, por momentos parece que resumiera a la raza humana en dos categorías: los ingenuos y los que se aprovechan de estos. Le asaltan las ganas de desistir ante el desorden del mundo, en el que conseguimos resistir, a veces gracias al autoengaño, con una cantilena casi infantil —‘No pasa nada, el sol brilla’— que nos repetimos con los ojos cerrados, otras veces avanzando en un modo sarcástico de la duda, una alegría de la duda entendida como sutil ironía que nos sirve para abordar la realidad y afrontar sus límites. Las voces de este libro se debaten a menudo entre la realidad y la fantasía, la liberación y la esclavitud, la belleza y la vulgaridad, en un continuo juego bipolar de péndulo fuera de control. Las palabras son oscuridad oculta y cuando surgen brillan con la lucidez de la locura, «los poemas tienen veneno en la boca», dirá en algún momento del libro, pero ayudan a resistir porque construyen un mundo que nos acerca a la belleza, efímera, sí, pero suficiente para aguantar en ciertos momentos el acoso de la dura realidad. «Es mil veces más fácil escribir un poema que vivir la vida en su verdad», dice la poeta en su texto Biografía íntima (2), idea refrendada por estos versos del portugués Mário Cesariny: «La realidad, conmovida, agradece / porque sabe que fue por ella el sacrificio / mas no agradece mucho. / Ella sabe que los pintores / los escritores / y quien se muere / no aman a la realidad / la quieren para un rato / no se le acercan mucho, puede asfixiar». (3) Podemos concluir que Isabel de Sá elabora una poesía a ratos desabrida, expresada en la aparente aridez de un discurso preciso y la palpable acidez de un discurso crítico, pero no exenta de una «belleza misteriosa y terriblemente seductora», en opinión de Fernando Pinto do Amaral (4) o «transparente, nítida y concreta, y por todo eso bella», según el poeta y crítico Nuno Brito. (5) Para nuestra autora escribir es resistir, aunque el hastío de la lucha conlleve una continua tensión interna entre resistir y desistir, ceder ante la sospecha de la inutilidad de la palabra manifiesta: «Renunciar a mí misma sería tal vez la única forma de huir a la parte sombría de mi ser y al infierno donde permanecen las palabras». (6) En coherencia, la autora cierra Lo real lo arrasa todo, como una ceremonia de entrega de armas, con un poema compuesto con los títulos de todas sus obras, quizás compendio de su poética, muestrario de todos sus intentos de resistencia. Y sin duda, fecundo índice de su legado. (1) António Guerreiro. Expresso (diario), Septiembre, 2005.
(2) Isabel de Sá. Repetir o poema. Quasi Edições, 2005. pg. 173. (3) Versos de Mário Cesariny, en traducción de Ángel Crespo, en Antología de la poesía portuguesa contemporánea. Ediciones Júcar, 1982, pg. 93. (4) Fernando Pinto do Amaral. Historia da Literatura Portuguesa. Anos 70 e 80 - Poesia, coord. Óscar Lopes e Maria de Fátima Marinho, edições Alfa, 2002. (5) Blog Enfermaria 6, julio 2021. (6) Isabel de Sá. Escrevo para desistir, & etc, Lisboa, 1988. LUCILLE CLIFTON. GENERACIONES (Tránsito, Madrid, 2023) Traducción: Laura Salas Rodríguez por NATALIA CARBAJOSA Poeta, educadora y autora de libros para niños, Lucille Clifton (1936-2010) publicó estas breves memorias en forma de saga familiar en 1973. Comienza su relato con varios hitos diferentes y complementarios entre sí: la introducción de la poeta laureada Tracy K. Smith, que enmarca y contextualiza el relato en el devenir de la historia reciente de los Estados Unidos; el dibujo del árbol genealógico de los Sayles a partir de la tatarabuela Mamá Ca’line, ejemplo de “Madre Coraje” de la estirpe de las mujeres dahomeyanas, capturada y vendida como esclava; una conversación telefónica entre la narradora y la última representante de la familia blanca en cuya propiedad aún descansan las tumbas anónimas de los antepasados de la primera; y la muerte del padre, motivo de reunión de las distintas ramas de la familia. Pasado y presente, historia y familia se entrelazan así en estas páginas que comparten rasgos con la autobiografía novelada y la expresión a la vez oral y escrita tan cara a la literatura afro-estadounidense, tal como describí en un artículo de 2016 recientemente reeditado (1). A los lectores que conozcan esta rica tradición les resultará familiar la mezcla de alegría y tragedia intercaladas sin aspavientos que Generaciones contiene, la extraordinaria vitalidad que irrumpe en todas las situaciones descritas por duras que parezcan, así como ese refinamiento expresivo que aflora en medio de la desposesión: «¡Y hablaba con acento de Oxford!». Lo que distingue a este libro de otros con puntos de partida similares es su extrema condensación. En apenas un centenar de páginas y en capítulos elaborados a modo de instantáneas en torno a un personaje de la familia (Caroline e hijo, Lucy, Gene, Samuel y Thelma), Clifton va y viene por la historia de sus allegados sin evitar las elipsis, invitándonos a completar lo que falta. De este modo, la impresión de oralidad que transmite su lectura (cada voz individual se superpone a la de la narradora) reproduce la propia espontaneidad con la que alguien fuera desgranando, noche tras noche y sin un hilo cronológico premeditado, los momentos cruciales de las vidas evocadas. Más llamativa aún resulta, en dicha condensación, lo que también tiene de narración poética. En efecto, sin que se diluya en ningún momento el peso de la Historia como telón de fondo, Generaciones es antes un poema largo en prosa, o incluso un poema dramatizado, que una biografía breve. Sus protagonistas entran y salen con la singularidad que les otorga su propia voz (‘Maldito Harvey Nichols’, ‘No te preocupes, caballerete’), así como los atributos que los definen (el juego de muebles de comedor, la ventana, el sombrero hongo, el orgullo de la antigua estirpe). Gracias al lirismo de Clifton, estos personajes reales resuenan a la vez casi como arquetipos y elevan lo anecdótico a la categoría de vivencia universal, las breves vidas individuales al continuo de lo que permanece y se transmite de unos a otros. Así lo resume la propia autora en los compases finales del libro: «Las cosas no se desmoronan. Las cosas aguantan. Un hilo delgado que resiste conecta los linajes, y las vidas se convierten en generaciones salidas de fotos y palabras que se conservan». La belleza, el ingenio y la expresividad de Generaciones no sonarían como tales en español si no fuera por la pericia de la traductora, Laura Salas Rodríguez, que posee una amplia experiencia y cuyos trabajos han aparecido en algunas de las propuestas editoriales más interesantes del panorama actual. Su traducción redunda en el disfrute lector, no por casualidad subrayado por los fragmentos del Canto a mí mismo de Whitman que encabezan las distintas secciones del libro: «Y lo que yo acepto tú lo aceptarás, / Pues cada átomo de mí también es parte de ti». Extiendo la felicitación a la labor de la editorial Tránsito, que ha publicado un libro muy hermoso, tanto en el contenido como en su exterior: sencillo y exquisito a la vez. (1) Véase “Maya Angelou, el pájaro que canta”. En Destino desconocido: Poesía y traducción (Eolas, 2022).
ÁLVARO LUQUÍN. DESIERTO 21 DÍAS (Herring Publishers, Querétaro, 2023) por DIEGO L. GARCÍA RESTOS DE UN DESIERTO esos pájaros negros donde la luz se vuelve un poco azul Ángel Ortuño Busco una aproximación a un libro extraordinario. Una forma de mirar lo que sucede en diversas capas simultáneas, una lente en la que puedan pegarse las manchas de algo vivo: el acontecimiento de un viaje-de-lectura. Se trata de Desierto 21 días, publicado por Herring Publishers (México) en 2023. «Lo que siguen son los restos», así comienza un libro que funda su territorio en ese después del acontecimiento, cuando las huellas y las sobras empiezan a aparecer como rastros, como memoria. Ya sea que pensemos en la experiencia del viaje o en la de la escritura. Las anotaciones de un proyecto documental, los diálogos entre los sujetos que comparten la aventura y las preguntas de una voz poética van siendo devorados por el desierto. ¿También la estructura de un sujeto? Lo que sigue: los restos y su lenguaje que se arremolina para poner en jaque la distinción entre exterior e interior. El mundo desaparece, los que acompañan pierden individualidad; todo es parte de un mismo movimiento. «Si mi mente no desapareció / a cierta edad, mi mundo sí». Lo que sigue es el desarrollo de un pensamiento: un zoom que se va ajustando a la dosis buscada de lo real. En ocasiones puede parecer «una estafa metafísica», mientras que en otras aquello se ha vuelto «invencible». Así fluctúa la mirada (por momentos, más cercana al discurso filosófico y en otros, disimulada en la conversación) quedándose con los fragmentos del camino. En ese sentido, el libro puede leerse como una road movie que prioriza los sentidos de un trayecto hacia lo amenazante, aunque no se vaya a ninguna parte. Quisiera detenerme en uno de esos momentos en que lo vivido y lo posible de la experiencia al límite del peligro frena el encadenamiento de mensajes llanos, directos. Porque, partamos de algo que subyace y que seguramente ustedes ya hayan pensado: el retiro al desierto está vinculado con la búsqueda de una experiencia mística, de revelación y posteriormente de un discurso (¿la Poesía?) capaz de dar cuenta de ello. Entonces, la aparición de una voz que ensucie esas expectativas nos pone ante posibles efectos inesperados: «El desierto no es más que una estafa metafísica. / Sí, es violento, sucio e infinito. Pero hasta hoy no es / más que eso». ¿Habrá algún dios o categoría suprema que pueda definirse así, violento, sucio e infinito? Pacífico, pulcro y finito puede ser el lenguaje cuando reproduce, explica y describe. La estafa del desierto es eso y también lo que acontece por detrás. Desde un comienzo el desierto es puesto en duda como lugar. Considerando las fotografías que aparecen a lo largo del libro (una pierna saliendo de una hamaca, el cadáver de un caballo, una habitación vacía, un cartel a la vera de la ruta, entre otras) la imagen se vuelve el mecanismo para plasmar un estado de emoción. No hay movimiento en línea recta, antes un acontecer como la descomposición de ese caballo frente a un sujeto que también está allí; es decir, que también es parte de algo que no irá a ninguna parte pero que experimenta una mutación trascendente. La descomposición es también la de una narratividad que hubiera sido esperable en el inicio.
No se trata esta experiencia de un tour, tampoco de un acto de fe. El poeta parece plantear que ciertas cosas solo suceden, sin más. La imagen es siempre un aquí y ahora. ¿Habrá algo de ese enfoque en el acto de escribir poesía? Seguir los restos: «Conducimos por la arena leyendo / textos de Ortuño con el altavoz. / Hago sonar la sirena. Siento ansiedad, / un poco de hambre. / Bajamos de la Cheyenne y Lalo corre / haciendo surcos. / No, no alcanzamos a captar lo que murmura; / de seguro cómo destruir la identidad de un / guion bastante simple». ¿Cuántas murmuraciones hay en un poema? La voz del poeta Ángel Ortuño, su aura en este viaje que por momentos parece no más que una gran paradoja. Los demás ruidos del camino y aquello que no llega a captarse por completo. Ahí están las frecuencias de los enunciados del desierto. Y el poeta elige conservar esa suciedad, esa parcialidad de las cosas. La cámara-documental no tiene intención de lavar los sucesos. El registro es en un tiempo real, con sus fallas como parte del asunto. Sin duda, se trata de un libro que cada lector reconstruirá para sí, porque las sugerencias y el detalle están al alcance del ojo atento. La obra de Luquín se apropia de esa herramienta del pensamiento filosófico que antes mencionaba, un filo que raspa las superficies del decir en pos de algo más. No son solo bellas estructuras o juegos del sentido, hay un trasfondo que aguarda en la profundidad de lo humano en tanto habitantes de un lenguaje capaz del misterio. Y es esto un trabajo también para el lector. Una aventura en la que la oscuridad dice tanto como el sol fulminante del desierto. ENTRE DIQUES Y ESCLUSAS. ANTOLOGÍA DE POESÍA NEERLANDESA ACTUAL Traducción y edición: Antonio Cruz Romero (Ravenswood Books, Almería, 2022) por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES Con la reciente publicación de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual Antonio Cruz Romero (María, Almería, 1978) acaba de dar una nueva muestra de que es uno de nuestros neerlandistas mejores y más atentos a la evolución de una poesía normalmente desconocida para el lector español. Además de sus frecuentes estancias como «Translator in residence» en la Casa del Traductor de Ámsterdam, Antonio Cruz ha vertido a nuestro idioma a los neerlandeses J. J. Slauerhoff —del cual elaboró la edición crítica de la novela El reino prohibido—, Menno Wigman, Arie Visser, Ilse Starkenburg o F. Starik, así como a los flamencos Paul Snoek o Max Temmerman. No obstante, la de traductor es solamente una de sus facetas literarias, ya que Antonio Cruz es autor de una estimable obra propia que abarca tanto la poesía como la narrativa. Dentro de esta última ha dado títulos como la colección de relatos Cuentos macabros ilustrados (2014) o la novela El banquete: crónica de un ajusticiamiento (2017), además del diario Amsterdam es una ciudad maldita (2020), cuyas casi 300 páginas, escritas entre junio de 2014 y los primerísimos días de 2020, abarcan retazos muy significativos de sus numerosas estancias en la capital holandesa. El Amsterdam de Antonio Cruz aparece dibujado aquí como un universo húmedo y ambivalente donde el amor y el dolor se anudan muchas veces de una manera casi inextricable. Con todo, su vocación esencial es la de poeta, y en este género ha publicado Grecia: Guía de viaje para poetas y antipoetas (2016), En el abismo del olvido (2017) y Una habitación de hospital con vistas al mar (2018), un libro duro, lleno de elementos que nos recuerdan que somos ante todo seres para la muerte, pero donde también aparecía el presentimiento de la trascendencia, la invocación a una palabra última —la palabra de Dios— que se muestra al cabo para sanarnos del desconcierto que provoca en la conciencia el sabernos irremediablemente finitos. No en vano, Cruz fue antologado por Antonio Praena en 2019 en La luz se hizo palabra. Antología de poesía contemporánea judeocristiana en España: allí, junto a textos de Luis Alberto de Cuenca, Antonio Colinas, Enrique García-Máiquez, Julio Martínez Mesanza y otros, aparecían ocho poemas suyos no tanto de temática religiosa como existencial, poesía “desarraigada” si se me permite la expresión, un poco a la manera de Dámaso Alonso o Victoriano Crémer. La obra sobre la que ahora centramos nuestra atención, Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual, tiene un precedente en otra antología que Antonio Cruz elaboró y tradujo bajo el título de Poesía experimental de los cincuenta en lengua neerlandesa (2016), que venía precedida de un breve ensayo en el cual daba cuenta de las peculiaridades de aquella generación rupturista y multidisciplinar cuyos componentes (Lucebert, Kouwenaar, Rodenko, etc.) acabarían abrazando, tiempo después, postulados estéticos menos radicales. En Entre diques y esclusas el antólogo ha reunido a veinte poetas belgas y de los Países Bajos nacidos entre 1973 y 1988 que se cuentan entre los más destacados del panorama contemporáneo: Annemarie Estor, Tsead Bruinja, Andy Fierens, Yannick Dangre, Delphine Lecompte, Lies Van Gasse, etc. En el breve prólogo que antecede a la selección Antonio Cruz hace un recorrido por la poesía en neerlandés desde la generación de “Los Ochentistas” de finales del XIX hasta la actualidad, pasando por los ya citados “Cincuentistas”, los “Tradicionalistas” de los años 70, hasta la actualidad. Quizá este texto inicial hubiese merecido un desarrollo más extenso, ya que resulta demasiado sintético y que estamos ante una tradición poética escasamente conocida entre nosotros. Una tradición de la que acaso podríamos recordar un par de nombres clásicos —por ejemplo los belgas Emile Verhaeren o Georges Rodenbach, ambos dentro de la órbita del modernismo y del simbolismo finisecular— o, ya más contemporáneamente, Hugo Claus o Cess Noteboom. Si bien el antólogo nos advierte que en el caso de los poetas contemporáneos de los que ahora se ocupa «no se puede hablar de un movimiento que guarde una coherencia formal ni un estilo claramente homogéneo», lo cierto es que es posible apreciar una serie de rasgos bastante presentes en la mayoría de ellos. Para empezar, se trata de una poética desconcertante, indagatoria y preferentemente antiemotiva, antisentimental, que transmite una cierta de sensación de extrañeza, de desubicación o de falta de acomodo con respecto a su circunstancia presente; y en cuanto al estilo, suele ser (al menos en la traducción) muy directo, con cierta tendencia al experimentalismo y al irracionalismo. Veamos al azar un poema sin título de Frank Keizer (1987): «has dejado la ficción de lo trascendental detrás / de ti y el vacío tampoco es ya beneficioso, aquel baño / de sangre, puro producto de tu comunión, te has / escondido y estás silencioso, ya no hay ninguna casa más, / ni una habitación en la historia, tan sólo / un teléfono para los afectos, una diáspora en lugar / de una internacional. no hay mucho que cantar, auténtico / para cantar. murmurar, no murmurar, tú puedes».
Por otro lado, algunos de ellos recogen de manera más o menos explícita el tópico de la puesta en cuestión de la palabra, la pesquisa en torno a lo que las palabras realmente significan o pueden llegar a significar; en definitiva, el cuestionamiento de su eficacia como herramienta de comunicación a un nivel profundo, aspecto que viene siendo un tópico desde la modernidad alumbrada por el romanticismo. Esta preocupación, que supone al mismo tiempo una indagación en cierto sentido moral, deja traslucir una sospecha hacia los límites expresivos del lenguaje poético y suele derivar en la experimentación con la sintaxis y la puntuación. Así en el poema de Anne Büdgen (1979) titulado ‘¿Qué dices?’: «Palabras / pero no es lo que digo / antes del sonido / han sido confiscadas // mira mira la palabra palabra / está sobre patas cojas / que se vende a sí misma». O, en un sentido algo más irónico, ‘¡Los poemas son peligrosos!’, de Andy Fierens (1976): «el poema da comienzo con una explosión / que mata a todos los lectores / la única superviviente es una mujer joven / que se salva sólo / porque no entiende el primer verso / (es un poema posmoderno)». Más frecuente es la indagación que muchos de estos poetas emprenden acerca de su pasado personal, sobre todo en lo concerniente al ámbito familiar. Así, la presencia (o ausencia) de los padres, los hermanos o las parejas, y también la consideración de la niñez o la primera juventud, con su caravana de traumas, malos pasos o arrepentimientos, sobrevuela por muchos de estos poemas. Todo esto, junto con la asidua reflexión en torno al amor y la muerte, indica un notable interés por la cuestión de la identidad, la pregunta por quiénes somos, por quién se es en realidad; un asunto que conecta al fin y al cabo con esa problemática de la adecuación a la propia circunstancia que hemos apuntado más arriba: «¿Quién me revertirá de mi ser más negro? (...) / Entre falsos héroes y violencia busco el otro lado, / el otro del que la escapatoria soy yo», escribe Yannick Dangre (1987) en su poema ‘Dante I’. Junto a él, poemas que tratan sobre la muerte del padre, como ‘Los roncadores’ de Andy Fierens; ‘Cinco años ahora’ de Max Temmerman (1975); ‘Sobre mi espalda cargaba el ataúd’ de Mustafa Stitou (1974), o aquellos otros estremecedores donde también la muerte de un ser querido hace saltar la espita de los recuerdos difíciles o las ensoñaciones alucinadas, como sucede en ‘El abrigo’ de Annemarie Estor (1973), o en el poema ‘Sueños llamativos’ de Vrouwkje Tuinman (1974): «En el primer sueño en el que de nuevo estás vivo, ya estoy / recogiendo tu casa porque estás muerto. Llamas por teléfono: / ¿llegaré todavía? (...) / Quieres saber dónde se ha quedado tu anillo, no el de / siempre, sino el otro. Está en tu ataúd, digo, está en tu dedo / corazón izquierdo. No entiendes lo que quiero decir, estás aquí / en la habitación, sin anillo (...) A la noche siguiente / regresas con las manos vacías. Te abrazo, tú a mí no». En suma, aunque la muestra es cuantitativamente variada, en realidad no se aprecian grandes picos de calidad en la escritura de estos veinte poetas antologados, no hay autores que destaquen ni por su excelsitud ni por su inconsistencia. Ahora bien, dados los quince años exactos que separan la fecha de nacimiento del mayor de ellos con respecto al más joven —rango cronológico que según Ortega y Gasset y Julián Marías marcaba los contornos de una generación— este libro puede ser útil para conocer el mundo de ideas de estos poetas, su propio entramado espiritual o conceptual, su característico repertorio de convicciones: lo que se suele llamar un “espíritu de época”. Y también podría resultar curioso, con vistas a un posible estudio comparatista, poner en relación a estos autores con los de esa otra generación de poetas españoles que son coetáneos de los neerlandeses: Mariano Peyrou, Abraham Gragera, Juan Carlos Abril, Rafael Espejo, Carlos Pardo, Miriam Reyes, Josep M. Rodríguez, Elena Medel, etc. Las páginas de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual incluyen también imágenes de Eva Gómez que pertenecen a la serie fotográfica Gatos, tumbas y escaparates cárnicos, tomadas en los Países Bajos a lo largo del año 2022. La antología resulta una buena excusa para adentrarse en los vericuetos poéticos y generacionales de una escritura no tan lejana pero sí bastante desatendida en nuestro país. ENTRE DIQUES Y ESCLUSAS. ANTOLOGÍA DE POESÍA NEERLANDESA ACTUAL Traducción y edición: Antonio Cruz Romero (Ravenswood Books, Almería, 2022) por JOSÉ LUIS LÓPEZ BRETONES Con la reciente publicación de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual Antonio Cruz Romero (María, Almería, 1978) acaba de dar una nueva muestra de que es uno de nuestros neerlandistas mejores y más atentos a la evolución de una poesía normalmente desconocida para el lector español. Además de sus frecuentes estancias como «Translator in residence» en la Casa del Traductor de Ámsterdam, Antonio Cruz ha vertido a nuestro idioma a los neerlandeses J. J. Slauerhoff —del cual elaboró la edición crítica de la novela El reino prohibido—, Menno Wigman, Arie Visser, Ilse Starkenburg o F. Starik, así como a los flamencos Paul Snoek o Max Temmerman. No obstante, la de traductor es solamente una de sus facetas literarias, ya que Antonio Cruz es autor de una estimable obra propia que abarca tanto la poesía como la narrativa. Dentro de esta última ha dado títulos como la colección de relatos Cuentos macabros ilustrados (2014) o la novela El banquete: crónica de un ajusticiamiento (2017), además del diario Amsterdam es una ciudad maldita (2020), cuyas casi 300 páginas, escritas entre junio de 2014 y los primerísimos días de 2020, abarcan retazos muy significativos de sus numerosas estancias en la capital holandesa. El Amsterdam de Antonio Cruz aparece dibujado aquí como un universo húmedo y ambivalente donde el amor y el dolor se anudan muchas veces de una manera casi inextricable. Con todo, su vocación esencial es la de poeta, y en este género ha publicado Grecia: Guía de viaje para poetas y antipoetas (2016), En el abismo del olvido (2017) y Una habitación de hospital con vistas al mar (2018), un libro duro, lleno de elementos que nos recuerdan que somos ante todo seres para la muerte, pero donde también aparecía el presentimiento de la trascendencia, la invocación a una palabra última —la palabra de Dios— que se muestra al cabo para sanarnos del desconcierto que provoca en la conciencia el sabernos irremediablemente finitos. No en vano, Cruz fue antologado por Antonio Praena en 2019 en La luz se hizo palabra. Antología de poesía contemporánea judeocristiana en España: allí, junto a textos de Luis Alberto de Cuenca, Antonio Colinas, Enrique García-Máiquez, Julio Martínez Mesanza y otros, aparecían ocho poemas suyos no tanto de temática religiosa como existencial, poesía “desarraigada” si se me permite la expresión, un poco a la manera de Dámaso Alonso o Victoriano Crémer. La obra sobre la que ahora centramos nuestra atención, Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual, tiene un precedente en otra antología que Antonio Cruz elaboró y tradujo bajo el título de Poesía experimental de los cincuenta en lengua neerlandesa (2016), que venía precedida de un breve ensayo en el cual daba cuenta de las peculiaridades de aquella generación rupturista y multidisciplinar cuyos componentes (Lucebert, Kouwenaar, Rodenko, etc.) acabarían abrazando, tiempo después, postulados estéticos menos radicales. En Entre diques y esclusas el antólogo ha reunido a veinte poetas belgas y de los Países Bajos nacidos entre 1973 y 1988 que se cuentan entre los más destacados del panorama contemporáneo: Annemarie Estor, Tsead Bruinja, Andy Fierens, Yannick Dangre, Delphine Lecompte, Lies Van Gasse, etc. En el breve prólogo que antecede a la selección Antonio Cruz hace un recorrido por la poesía en neerlandés desde la generación de “Los Ochentistas” de finales del XIX hasta la actualidad, pasando por los ya citados “Cincuentistas”, los “Tradicionalistas” de los años 70, hasta la actualidad. Quizá este texto inicial hubiese merecido un desarrollo más extenso, ya que resulta demasiado sintético y que estamos ante una tradición poética escasamente conocida entre nosotros. Una tradición de la que acaso podríamos recordar un par de nombres clásicos —por ejemplo los belgas Emile Verhaeren o Georges Rodenbach, ambos dentro de la órbita del modernismo y del simbolismo finisecular— o, ya más contemporáneamente, Hugo Claus o Cess Noteboom. Si bien el antólogo nos advierte que en el caso de los poetas contemporáneos de los que ahora se ocupa «no se puede hablar de un movimiento que guarde una coherencia formal ni un estilo claramente homogéneo», lo cierto es que es posible apreciar una serie de rasgos bastante presentes en la mayoría de ellos. Para empezar, se trata de una poética desconcertante, indagatoria y preferentemente antiemotiva, antisentimental, que transmite una cierta de sensación de extrañeza, de desubicación o de falta de acomodo con respecto a su circunstancia presente; y en cuanto al estilo, suele ser (al menos en la traducción) muy directo, con cierta tendencia al experimentalismo y al irracionalismo. Veamos al azar un poema sin título de Frank Keizer (1987): «has dejado la ficción de lo trascendental detrás / de ti y el vacío tampoco es ya beneficioso, aquel baño / de sangre, puro producto de tu comunión, te has / escondido y estás silencioso, ya no hay ninguna casa más, / ni una habitación en la historia, tan sólo / un teléfono para los afectos, una diáspora en lugar / de una internacional. no hay mucho que cantar, auténtico / para cantar. murmurar, no murmurar, tú puedes».
Por otro lado, algunos de ellos recogen de manera más o menos explícita el tópico de la puesta en cuestión de la palabra, la pesquisa en torno a lo que las palabras realmente significan o pueden llegar a significar; en definitiva, el cuestionamiento de su eficacia como herramienta de comunicación a un nivel profundo, aspecto que viene siendo un tópico desde la modernidad alumbrada por el romanticismo. Esta preocupación, que supone al mismo tiempo una indagación en cierto sentido moral, deja traslucir una sospecha hacia los límites expresivos del lenguaje poético y suele derivar en la experimentación con la sintaxis y la puntuación. Así en el poema de Anne Büdgen (1979) titulado ‘¿Qué dices?’: «Palabras / pero no es lo que digo / antes del sonido / han sido confiscadas // mira mira la palabra palabra / está sobre patas cojas / que se vende a sí misma». O, en un sentido algo más irónico, ‘¡Los poemas son peligrosos!’, de Andy Fierens (1976): «el poema da comienzo con una explosión / que mata a todos los lectores / la única superviviente es una mujer joven / que se salva sólo / porque no entiende el primer verso / (es un poema posmoderno)». Más frecuente es la indagación que muchos de estos poetas emprenden acerca de su pasado personal, sobre todo en lo concerniente al ámbito familiar. Así, la presencia (o ausencia) de los padres, los hermanos o las parejas, y también la consideración de la niñez o la primera juventud, con su caravana de traumas, malos pasos o arrepentimientos, sobrevuela por muchos de estos poemas. Todo esto, junto con la asidua reflexión en torno al amor y la muerte, indica un notable interés por la cuestión de la identidad, la pregunta por quiénes somos, por quién se es en realidad; un asunto que conecta al fin y al cabo con esa problemática de la adecuación a la propia circunstancia que hemos apuntado más arriba: «¿Quién me revertirá de mi ser más negro? (...) / Entre falsos héroes y violencia busco el otro lado, / el otro del que la escapatoria soy yo», escribe Yannick Dangre (1987) en su poema ‘Dante I’. Junto a él, poemas que tratan sobre la muerte del padre, como ‘Los roncadores’ de Andy Fierens; ‘Cinco años ahora’ de Max Temmerman (1975); ‘Sobre mi espalda cargaba el ataúd’ de Mustafa Stitou (1974), o aquellos otros estremecedores donde también la muerte de un ser querido hace saltar la espita de los recuerdos difíciles o las ensoñaciones alucinadas, como sucede en ‘El abrigo’ de Annemarie Estor (1973), o en el poema ‘Sueños llamativos’ de Vrouwkje Tuinman (1974): «En el primer sueño en el que de nuevo estás vivo, ya estoy / recogiendo tu casa porque estás muerto. Llamas por teléfono: / ¿llegaré todavía? (...) / Quieres saber dónde se ha quedado tu anillo, no el de / siempre, sino el otro. Está en tu ataúd, digo, está en tu dedo / corazón izquierdo. No entiendes lo que quiero decir, estás aquí / en la habitación, sin anillo (...) A la noche siguiente / regresas con las manos vacías. Te abrazo, tú a mí no». En suma, aunque la muestra es cuantitativamente variada, en realidad no se aprecian grandes picos de calidad en la escritura de estos veinte poetas antologados, no hay autores que destaquen ni por su excelsitud ni por su inconsistencia. Ahora bien, dados los quince años exactos que separan la fecha de nacimiento del mayor de ellos con respecto al más joven —rango cronológico que según Ortega y Gasset y Julián Marías marcaba los contornos de una generación— este libro puede ser útil para conocer el mundo de ideas de estos poetas, su propio entramado espiritual o conceptual, su característico repertorio de convicciones: lo que se suele llamar un “espíritu de época”. Y también podría resultar curioso, con vistas a un posible estudio comparatista, poner en relación a estos autores con los de esa otra generación de poetas españoles que son coetáneos de los neerlandeses: Mariano Peyrou, Abraham Gragera, Juan Carlos Abril, Rafael Espejo, Carlos Pardo, Miriam Reyes, Josep M. Rodríguez, Elena Medel, etc. Las páginas de Entre diques y esclusas. Antología de poesía neerlandesa actual incluyen también imágenes de Eva Gómez que pertenecen a la serie fotográfica Gatos, tumbas y escaparates cárnicos, tomadas en los Países Bajos a lo largo del año 2022. La antología resulta una buena excusa para adentrarse en los vericuetos poéticos y generacionales de una escritura no tan lejana pero sí bastante desatendida en nuestro país. T. S. ELIOT. LA TIERRA BALDÍA (Cátedra, Madrid, 2022) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Esto no es una reseña de La tierra baldía de T. S. Eliot porque ahora, más de cien años después de su publicación, sería un acto ridículo y extemporáneo. Esto no puede ser una reseña sobre ese libro fundamental de la poesía del siglo XX porque hay miles de estudios de personas que han dedicado muchas más horas que yo a ese texto que todavía sigue apelándonos, como lectores y como escritores, desde esa difusa barrera de los cien años, que no son nada y lo son todo; porque, ¿quién lee hoy a Eliot?, ¿qué lugar ocupa Eliot en la poesía contemporánea española?, ¿cómo se lee a Eliot hoy, año 2023, en un momento estético dominado de forma casi absoluta por el confesionalismo y la sentimentalidad? Lo que aleja a este texto de una reseña convencional es que, puesto que no tiene sentido que yo me dedique ahora a valorar o interpretar La tierra baldía, centraré estas líneas en dos direcciones. Una sí coincide exactamente con lo que se espera de una reseña, ese género de crítica literaria que da noticia de la aparición de una nueva publicación y orienta a los potenciales lectores sobre su contenido. La otra tarea a la que me dedicaré en este texto no tiene nada que ver con el género reseña, y tratará de dar respuesta a las preguntas formuladas arriba desde una subjetividad absoluta y poco recomendable en el desempeño crítico. La novedad editorial que me han encargado dar a conocer es la reciente edición bilingüe de La tierra baldía de T. S. Eliot en la editorial Cátedra, dentro de su colección “Letras universales”. La persona encargada de la edición es Viorica Patea, y la traducción corre a cargo de la traductora y poeta Natalia Carbajosa, con la colaboración de María Teresa Gibert y la propia Viorica Patea. Respecto a la traducción, solo puedo decir que me ha parecido impecable: la versión en castellano respeta el texto inglés (en una edición bilingüe siempre está ahí el original, y tal vez eso sea un freno a las posibles tentaciones más creativas de la traducción) y, al mismo tiempo, suena fluido y natural en todos los variados tonos y registros lingüísticos que componen el poema. En cuanto a los textos críticos que acompañan a la obra, su calidad y exhaustividad convierten, en mi opinión, esta edición de Cátedra en canónica: contiene tanta información, y tan bien organizada y explicada, que cumple con todas las funciones que se esperan de una edición crítica: es una base perfecta o una estimulante puerta de entrada para aquellos que quieran indagar más en La tierra baldía, mientras que, para lectores simplemente interesados o curiosos que no tengan intenciones de realizar una investigación académica, se aporta un material más que suficiente para que su lectura de este clásico de la poesía ¿contemporánea? sea una experiencia enriquecedora y clarificadora. A pesar de la exhaustividad de estos materiales, la prosa académica de Viorica Patea no es oscura ni inescrutablemente teórica. Toda la información que aporta es relevante y está encaminada a dilucidar las oscuridades y la complejidad del texto original de Eliot, y no para el lucimiento personal de la investigadora. El prólogo, de más de 200 páginas, se compone de varias partes. La primera de ellas es una “Biografía literaria”, que se aleja de los elementos biográficos anecdóticos y se centra exclusivamente en aquellos aspectos de la vida de Eliot que tienen relevancia para la creación o la interpretación de La tierra baldía. Especialmente interesante es el recorrido biográfico a través de las influencias literarias directas: el simbolismo francés (en palabras del propio Eliot, de Baudelaire aprendió «los recursos no explorados de lo no-poético»; y de Laforgue aprendió a superar el sentimentalismo romántico a través del nuevo lenguaje del verso libre y el monólogo interior), la Divina Comedia de Dante, su formación filosófica y su posición en los debates filosóficos del momento, su interés por el budismo, la importancia de las vanguardias y de Ezra Pound y, por supuesto, su abandono definitivo de la sentimentalidad poética, sustituida por el famoso “correlato objetivo”. Todas estas influencias están documentadas biográficamente con documentos epistolares o académicos del propio Eliot. Tras ese recorrido biográfico, la introducción continúa analizando “La estética de LTB”. En este apartado se ofrecen detalles sobre la composición y publicación de la obra que, en una versión previa, se titulaba He Do the Police in Different Voices. El lector también descubrirá, gracias al análisis de ese manuscrito inicial, que la intención mítica del libro, su esquema basado en la búsqueda del Grial y en el budismo, son posteriores a las primeras redacciones. La importancia del Ulises de James Joyce, del cual Eliot admitió explícitamente que “robaba” su “método mítico” es también analizada, y puesta luego en relación con aquellos textos míticos que Eliot usó para estructurar su poema: La rama dorada de James Frazer y From Ritual to Romance de Jessi Weston, que le aportan los mitos cristianos del Rey Pescador y la leyenda del Santo Grial. La interpretación de La tierra baldía que nos ofrece Viorica Patea está basada en la relación que Eliot encontraba entre las estructuras profundas del inconsciente junguiano y el uso de los mitos analizados por Frazer y Weston, y podría resumirse en esta cita: «La experiencia central de La tierra baldía gira en torno a ese deseo de muerte y resurrección que describe el proceso simbólico de regeneración interior (...). Los protagonistas están inmersos en un mundo de fragmentos y ruinas. Poco a poco, sus impresiones asumen significados inconscientes que les incitan a emprender la búsqueda. Subrepticiamente reviven guiones míticos, realidades arquetípicas y muertes simbólicas. El modelo de exploración es el del buscador del grial». El siguiente apartado del prólogo, titulado “Análisis de LTB”, está guiado por esa lectura mítico-junguiana, y consiste en una explicación detallada de cada una de las partes del poema, poniendo en juego todas las fuentes textuales, tanto las explicitadas por Eliot como las reveladas por la crítica, para ofrecer al lector una interpretación del sentido del poemario. Por supuesto, como sucede siempre que se ofrece una interpretación más o menos estable y unívoca de un texto tan complejo y oscuro como LTB, el lector podrá estar más o menos de acuerdo (1), pero la exhaustividad del análisis, y la cantidad de referencias con las que la autora apoya sus conclusiones, harán que, aunque se pueda discrepar de ellas, la lectura de los versos quede enriquecida, y cualquier diálogo o matización en relación con sus conclusiones habrá de ser, por ello, un ejercicio enriquecedor y exigente. El prólogo termina con dos apartados más breves y de interés sobre todo filológico (“La recepción de la crítica” y “Eliot en España”) antes de dar paso ya al texto bilingüe de La tierra baldía y las notas originales con las que Eliot acompañó su edición. Para terminar esta edición crítica, se añaden dos apartados más: las notas de la editora al texto, que son tan minuciosas y completas como el resto de materiales; y, por último, un pequeño lujo o exceso en forma de “Apéndice”, y que consiste en los textos originales de las referencias explicitadas por Eliot en las notas con que acompañó la edición de La tierra baldía de 1922. Este apéndice es una muestra más de la seriedad y exhaustividad de esta edición, y de esa generosa intención totalizadora que pretende facilitar el trabajo al lector para que no tenga que recurrir a fuentes externas. Así, si el lector se encuentra con los versos «Dulce Támesis, fluye despacio hasta que acabe mi canción», y luego lee la nota de Eliot que simplemente dice «V. Spenser, Prothalamion» y piensa “estaría bien leer ese poema”, el “Apéndice” se adelanta a esa curiosidad y nos entrega la versión íntegra del Prothalamion de Spenser en versión bilingüe. Como creo que ha quedado claro, he disfrutado enormemente con la relectura de La tierra baldía. Y no solo por las bondades de esta edición, sino por reencontrarme con un texto que, 101 años después de su publicación, sigue estando increíblemente vivo, que es capaz de adelantarse a teorías posteriores como la postmodernidad y la deconstrucción, que ahonda en el nihilismo y en sus límites, que revela la textualidad que limita y enriquece al mismo tiempo al ser humano frente a sus aspiraciones de trascendencia o de sentido. Ha sido un placer nostálgico, también, en cierto modo, el que me ha proporcionado esta relectura en pleno 2023, cuando parece que el género lírico apenas pone en duda esa definición que lo asocia inevitablemente con la expresión sentimental de una subjetividad; cuando parece que cualquier propuesta que incorpore lo épico y abogue por la huida de la sentimentalidad y el biografismo en poesía queda inmediatamente etiquetada como “experimental” o “rara” y relegada a la marginalidad. Se están cumpliendo ahora cien años de casi todos los textos que fueron fundamentales para mi formación lectora y literaria, y el devenir de los vaivenes en la recepción estética parece (de ahí la nostalgia, de ahí el lamentable cascarrabismo de estas líneas de conclusión) haberlos condenado al terrible territorio de lo rancio, de la curiosidad erudita sin importancia vital. Este es un fenómeno personal, que no sé hasta qué punto puede interesar a quien lea este artículo, y que me ha sucedido con La tierra baldía del mismo modo que me ocurre cuando releo otros clásicos de vanguardia: esa sensación de continuo descubrimiento, esa admiración por el rigor, la ambición y la complejidad de un poema que tiene un efecto perverso: tras leer La tierra baldía, gran parte de las lecturas de mis contemporáneos quedan empequeñecidas, rodeadas de un aura de previsibilidad, de aburrimiento, de irrelevancia. Podrá decirse que esta asimetría comparativa sucede ante cualquier obra maestra, pertenezca al periodo literario que sea; sin embargo, me ocurre especialmente con obras de ese periodo, con las vanguardias históricas, con la forma en que me siguen pareciendo no solo actuales, sino necesarias, como si, pese a su carácter arqueológico, hubiera en ellas todavía una fuente de potencial renovación para la literatura actual. La cantidad de comentarios despectivos que, a raíz del centenario del Ulises de Joyce aparecieron en redes, en boca de no pocos novelistas de éxito, puede servir como ejemplo de esa importancia que hoy reclamo para la relectura de La tierra baldía. Es evidente que hoy la estética literaria dominante se basa en la claridad, la subjetividad, el confesionalismo y la sentimentalidad. Esto (como cualquier categoría estética) no es, en sí mismo, bueno ni malo; esas características fueron, en contextos estéticos, sinónimos de falta de calidad. Es un hecho. El desprecio mostrado por los novelistas de éxito hacia el Ulises se enuncia desde la centralidad del triunfador, desde la certeza de estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, cuando se sabe que la estética que uno practica coincide con la que el momento histórico considera correcta. Por eso se puede decir hoy que Joyce no sabe contar una historia, porque hoy, en narrativa, lo que más importa es contar una historia, mientras que los intentos por ejercer tensión sobre el lenguaje, el género y demás elementos son considerados errores narrativos. Por eso, el centenario de Trilce de Vallejo pasó completamente desapercibido en el mundo literario español, como lo ha hecho (con excepción de esta magnífica edición) el de La tierra baldía. Estos textos que alguna vez fueron fundacionales e imprescindibles para cualquier lector y, sobre todo, para cualquiera que quisiera escribir poesía, hoy ya no se consideran referentes. Cada generación busca a sus padres en la tradición, y la mirada de los poetas españoles contemporáneos, en general, ignora estos títulos porque no encuentra en ellos la expresión de la sentimentalidad y la subjetividad en la que puedan reconocerse y afianzarse. Espero que esta nueva edición pueda ayudar a que más jóvenes poetas se acerquen al viejo maestro y encuentren en él algo interesante y, tal vez, se genere una pequeña ola de “eliotismo”. No quiero terminar sin una última reflexión, irrelevante, por supuesto. El hecho de que me hayan encargado a mí esta reseña es importante para leer este artículo; el hecho de que la persona que me pidió que escribiera sobre La tierra baldía hubiera leído mis libros de poesía, todos ellos encuadrables en una línea de poesía épica que huye de la sentimentalidad y del yo. Todo eso es importante porque, cuando el crítico también es autor, siempre está la sospecha de que barre para casa. Ese deseo final de una ola de elitismo solo puede leerse de esa manera, por supuesto. Se acepte o se mate al padre Eliot, en cualquier caso, creo que siempre será necesario, para cualquiera que escriba, leerlo, confrontarlo, entenderlo; y, para eso, esta edición es perfecta. (1) En mi caso, por ejemplo, la discrepancia tiene que ver con la (escasa) importancia otorgada a La divina comedia en dicha interpretación. A mí me parece que, en varios aspectos, y no solo por las citas textuales explícitas, hay muchos elementos en la composición y sentido general (largo poema épico que refleja una experiencia espiritual y, al mismo tiempo, está basado en la intertextualidad, en la aparición de voces y relatos de personajes de otros mundos textuales), que ayudarían a una interpretación de LTB más allá de esa lectura mítico-junguiana.
ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA. EN EL CUERPO DEL MUNDO (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2023) por PEDRO GARCÍA CUETO Andrés Sánchez Robayna, es un escritor cuyo pulso emocional palpita en cada página, en el espacio en blanco que llena la luminosidad del lenguaje, su trascendencia. En el cuerpo del mundo abarca su obra lírica completa porque el vate ya tiene una carrera sólida, una arquitectura del lenguaje centrada en la creación como leit motiv. Del libro Día de aire (1970), surge el poema homónimo cuando dice: «Naces, y es un presentimiento, / como el presentimiento de la luz / cuando sales del sueño. La mañana / sobre los médanos te llama / a la busca del aire, al domino del sol». Y es el mar un lienzo donde Robayna esculpe el idioma como el que crea figuras de arena que no se borran al estallar el agua en la orilla. Desde su Canarias natal, nace un poeta que respira luz por los poros. De su siguiente libro, Clima (1972-1976), dirá en ‘Escena’: «Cerca del mar / visible, divisado, / el intenso ramaje que corta / la luz en delgados sentidos; / allí, / brillante y negro, / cae mi ropaje. / En lo alto, el toque / de hojas en el vacío / del aire / suena / sobre el silencio». Porque lo oscuro penetra en el silencio de la Naturaleza, la belleza transgrede los espacios, les da cuerpo y alumbran el mundo. Mientras tanto, el ser humano perece en un sinsentido que continúa y el poeta lo contempla en su extensión inabarcable. Llamean entonces los perfiles del mar que se convierten en olas que se rizan. De Clima y en la línea ascendente de su peregrinar natural, el poeta escribe que el sol se calca en nosotros, nos ilumina, abriéndonos así al hombre creador, que ve más, porque todo lo convierte en poema; así en los versos de ‘Arena espejo fuego’: «Al arenal descienden faldas llameantes. / Si el sol es la medida de esa huella / humana / (pasos que descendieron lentamente / trozos harapos vestiduras / en llamas) / también el hombre es luz. / Las rocas huyen hasta el sol ya ciego». Y es el sol quien nos alumbra, hasta las rocas cobran vida y se personifican a la llegada del astro. El poeta canario sabe que el paisaje rasga el tiempo, es una honda huella en la mirada, cincela la palabra hasta convertirla en una estatua de sal. Del libro Tinta (1978-1979) escribe minuciosos poemas en prosa, donde moldea la lengua cenital. Dice en ‘El vaso de agua’: «El vaso no es una medida. El vaso en pleno mediodía. El vaso es de un cristal ligero, muy delgado, delicadeza medida, estancia bajo el sol. El vaso de agua es un ensayo de quietud». El líquido elemento es la vida que respira por los cuatro costados del ser, la necesidad de la paz en un mundo de ruidos, el encuentro con la Naturaleza para vivir al fin, sin que la existencia sea simulacro nada más. En La roca (1980-1981) el bardo afortunado canta: «negro tranquilo de la forma: / las lisas aristas fluyeron / calma fluida lisa negra / soledad entera de la forma». La roca, como nos dijo Darío, ya no siente, pero para Robayna la roca fluye en su horizonte oscuro, porque se enfrenta al mar y resiste, como el ser humano en su azarosa vida hacia ninguna parte. Y en ‘Palmas’, sobre la losa fría, canta a Fuerteventura, porque las Canarias son el cielo abierto, la quietud de la tarde, el lienzo pintado de un mar sereno. El poema detalla, como si el amanuense descifrase un texto, cabalgase por las palabras, tradujese un idioma recién nacido, nos devolviera al origen del ser: «El sol recorre el muro derruido, / la tarde gira sobre el silencio. / La luz envuelve el oleaje / y rueda con pereza en la colina». Sánchez Robayna pinta el verso, le da colorido, lo entrega a la marea para que sea devorado por las aguas, se da al líquido elemento, como ofrenda hacia la nada.
Y de sus últimos libros, porque hay mucha huella en cada uno de ellos y en este magnífico tomo, quiero destacar el libro Por el gran mar, cuando dice: «La casa familiar bajo las nubes, / la mañana de agosto, el emparrado, / las uvas que colgaban de la luz, / yo era una posesión de la presencia, / el aire traspasaba el cuarto blanco / y la cama guardaba aún la huella / del cuerpo que nacía al alba clara». Este poeta vibra y amanece en cada página. Todo es un renacer en la escritura de Robayna: abre en canal el verso como ofrenda enamorada a un lector que aún cree en la belleza del mundo. Por ello, el título, En el cuerpo del mundo, porque toda la Naturaleza es un cuerpo, que se recorre para hacer el amor apasionadamente con el lenguaje, siempre edénico. |
LABIBLIOTeca
|