Bienvenida | Juan de Dios García
LOS LIBROS
El primer y último José Óscar: una reseña de Agujeros | Rubén Bleda
Reseña de Los monos insomnes | Héctor Tarancón Royo
Presentación de Los monos insomnes | Diego Sánchez Aguilar
Presentación de Vigilia del asesino | Isabelle García Molina
Reseña de Vigilia del asesino | Diego Sánchez Aguilar
José Óscar López y el delirio del viaje. Llegada a las islas | Mª Carmen Ruiz Guerrero
Reseñas de Llegada a las islas | Héctor Tarancón Royo y Diego Sánchez Aguilar
Llegada a las islas: 102 + Bonus track = Infinito | Adolfo Belmonte de Rueda
Armas de fuego místico | Paco Paños
Reseña de Fragmentos de un mundo acelerado | Diego Sánchez Aguilar
En la estirpe de los raros: a propósito de Fragmentos de un mundo acelerado | Jesús Montoya Juárez
Germen de todo movimiento. Una reseña de Animal fabuloso | Inma Miralles
Fragmentos de un animal fabulosamente poco acelerado | Alberto Chessa
Imaginaba un lago. Notas sobre Fragmentos de un mundo acelerado | Andrés García Cerdán
LOS EDITORES
En torno a la publicación de Los nuevos dioses | Antonio Aguilar Rodríguez
En la ocultación de José Óscar López | Raúl Herrero
24 de agosto de 2024. Fragmento de un diario | José Alcaraz
Un animal fabuloso o las tribulaciones de un místico cósmico | Pedro Gascón
NO DUERME NADIE
Hipnotizado | Agustín Martínez
Vacío perfecto | Javier Moreno
No era exactamente un templo | José Daniel Espejo
Viaje fantástico | Alejandro Hermosilla
Un armiño para la policía del subjuntivo | Ángel Manuel Gómez Espada
Jose | David López Sandoval
Un mundo sumergido: José Óscar López tuitero | Basilio Pujante
Tropovsky | Alberto Chessa
El modernismo popular de José Óscar López | David Mayor
El hombre turbina | Diego Sánchez Aguilar
Una epifanía en Playa Honda: José Óscar y la G-75 | Natxo Vidal
La poesía no da para vivir, sirve para vivir | Lucía Etxebarria
El cuaderno blanco | Miguel Ángel Hernández
Estoy contigo en Rockland | Joaquín Baños
La penumbra, el espacio, la tierra | Miguel Serrano Larraz
Tres aproximaciones a un animal fabuloso | Almudena Sánchez
Decidido a parar la parálisis (un homenaje) | Marcelo Criminal
ARCHIPIÉLAGO
Space invaders | Virginia Aguilar Bautista
Dichoso mundo acelerado: crónica ficticia de un viaje en tren | Eric Luna
El animal fabuloso | Alberto Caride
La silla vacía | Lujo Berner
Barca de plata | Saúl Lozano Belando
Odisea espacial | Domingo Llor
Agorafobia / Te amarran | Diego Luis Sanromán
Tankas a Tropovski | Joaquín Piqueras
Un verano sin JÓ | Leonardo Cano
Sobre las negras aguas de la bahía | José Bocanegra
El cosmos tiene una extraña forma de batir las alas | Salvador Luis Raggio Miranda
El rayo | Ani Galván
Palabras para José Óscar | Sebastián Mondéjar
19:52 | Andrés de la Orden
Reses del Paraíso | Alfonso García-Villalba
DE CAFETERAS Y ROBOTS
El gran huevo estelar espera | Mannfred Salmon
Ser dibujante | Marta Gómez de la Vega
De flanes y montañas | Juan Andrés García Román
Cuadrículas y vigilias. Muestra de dibujos de José Óscar López
FRAGMENTOS ACELERADOS
Antes de la batalla | José Óscar López
Ventajas de las novelas de autoayuda | José Óscar López
San Jacko o el delirio. Caída y ascensión del mito ‘Michael Jackson’ | José Óscar López
¡Estoy listo, estoy listo, estoy listo! Bob Esponja | José Óscar López
El retorno del retorno de la lucha | José Óscar López
Thomas Kyd y Samuel Taylor Coleridge prefiguran, sin saberlo, los tebeos | José Óscar López
Solo la ciencia-ficción puede salvarnos | José Óscar López
Borges en otro laberinto: el sueño inglés romántico de Samuel Taylor Coleridge | José Óscar López [introducido por Vicente Cervera Salinas]
LOVING THE ALIEN: UNIVERSOS SONOROS DE JÓL | José Manuel Jiménez
LIBRO DE CONDOLENCIAS
BIBLIOGRAFÍA
Despedida | Ángel Manuel Gómez Espada
VÍDEO | PÓDCAST
LOS LIBROS
El primer y último José Óscar: una reseña de Agujeros | Rubén Bleda
Reseña de Los monos insomnes | Héctor Tarancón Royo
Presentación de Los monos insomnes | Diego Sánchez Aguilar
Presentación de Vigilia del asesino | Isabelle García Molina
Reseña de Vigilia del asesino | Diego Sánchez Aguilar
José Óscar López y el delirio del viaje. Llegada a las islas | Mª Carmen Ruiz Guerrero
Reseñas de Llegada a las islas | Héctor Tarancón Royo y Diego Sánchez Aguilar
Llegada a las islas: 102 + Bonus track = Infinito | Adolfo Belmonte de Rueda
Armas de fuego místico | Paco Paños
Reseña de Fragmentos de un mundo acelerado | Diego Sánchez Aguilar
En la estirpe de los raros: a propósito de Fragmentos de un mundo acelerado | Jesús Montoya Juárez
Germen de todo movimiento. Una reseña de Animal fabuloso | Inma Miralles
Fragmentos de un animal fabulosamente poco acelerado | Alberto Chessa
Imaginaba un lago. Notas sobre Fragmentos de un mundo acelerado | Andrés García Cerdán
LOS EDITORES
En torno a la publicación de Los nuevos dioses | Antonio Aguilar Rodríguez
En la ocultación de José Óscar López | Raúl Herrero
24 de agosto de 2024. Fragmento de un diario | José Alcaraz
Un animal fabuloso o las tribulaciones de un místico cósmico | Pedro Gascón
NO DUERME NADIE
Hipnotizado | Agustín Martínez
Vacío perfecto | Javier Moreno
No era exactamente un templo | José Daniel Espejo
Viaje fantástico | Alejandro Hermosilla
Un armiño para la policía del subjuntivo | Ángel Manuel Gómez Espada
Jose | David López Sandoval
Un mundo sumergido: José Óscar López tuitero | Basilio Pujante
Tropovsky | Alberto Chessa
El modernismo popular de José Óscar López | David Mayor
El hombre turbina | Diego Sánchez Aguilar
Una epifanía en Playa Honda: José Óscar y la G-75 | Natxo Vidal
La poesía no da para vivir, sirve para vivir | Lucía Etxebarria
El cuaderno blanco | Miguel Ángel Hernández
Estoy contigo en Rockland | Joaquín Baños
La penumbra, el espacio, la tierra | Miguel Serrano Larraz
Tres aproximaciones a un animal fabuloso | Almudena Sánchez
Decidido a parar la parálisis (un homenaje) | Marcelo Criminal
ARCHIPIÉLAGO
Space invaders | Virginia Aguilar Bautista
Dichoso mundo acelerado: crónica ficticia de un viaje en tren | Eric Luna
El animal fabuloso | Alberto Caride
La silla vacía | Lujo Berner
Barca de plata | Saúl Lozano Belando
Odisea espacial | Domingo Llor
Agorafobia / Te amarran | Diego Luis Sanromán
Tankas a Tropovski | Joaquín Piqueras
Un verano sin JÓ | Leonardo Cano
Sobre las negras aguas de la bahía | José Bocanegra
El cosmos tiene una extraña forma de batir las alas | Salvador Luis Raggio Miranda
El rayo | Ani Galván
Palabras para José Óscar | Sebastián Mondéjar
19:52 | Andrés de la Orden
Reses del Paraíso | Alfonso García-Villalba
DE CAFETERAS Y ROBOTS
El gran huevo estelar espera | Mannfred Salmon
Ser dibujante | Marta Gómez de la Vega
De flanes y montañas | Juan Andrés García Román
Cuadrículas y vigilias. Muestra de dibujos de José Óscar López
FRAGMENTOS ACELERADOS
Antes de la batalla | José Óscar López
Ventajas de las novelas de autoayuda | José Óscar López
San Jacko o el delirio. Caída y ascensión del mito ‘Michael Jackson’ | José Óscar López
¡Estoy listo, estoy listo, estoy listo! Bob Esponja | José Óscar López
El retorno del retorno de la lucha | José Óscar López
Thomas Kyd y Samuel Taylor Coleridge prefiguran, sin saberlo, los tebeos | José Óscar López
Solo la ciencia-ficción puede salvarnos | José Óscar López
Borges en otro laberinto: el sueño inglés romántico de Samuel Taylor Coleridge | José Óscar López [introducido por Vicente Cervera Salinas]
LOVING THE ALIEN: UNIVERSOS SONOROS DE JÓL | José Manuel Jiménez
LIBRO DE CONDOLENCIAS
BIBLIOGRAFÍA
Despedida | Ángel Manuel Gómez Espada
VÍDEO | PÓDCAST
BIENVENIDA
por JUAN DE DIOS GARCÍA
Presentación de 'Vigilia del asesino' (Ficciones, Cartagena, marzo 2014) © Vicente Velasco
José Óscar López salió de este mundo pocos días antes de que estallase la primavera de 2024. Sabemos lo sublime y fastuosa que es esta estación del año en la ciudad de Murcia, pero él se quedó a vivir en el invierno. Aquello provocó una onda expansiva de incomprensión airada, heridas incurables, un dolor abismal y múltiples sentimientos mezclados en su familia y amigos, a los que sólo nos queda seguir viviendo recordándole, parcheando agujeros constantes, gritando hacia dentro y transformando su semblante y su espíritu en la cámara oscura de la memoria.
‘Hotel Vía Láctea’ es la manera curativa que tenemos sus contemporáneos de darle todo el brillo posible a su obra, de celebrar como se merecen su literatura y su arte gráfico.
Dibujantes, críticos, investigadores, poetas, narradores, gestores culturales y admiradores nos hemos reunido para aconsejar, entre otras muchísimas cosas, la necesaria relectura de Agujeros y Vigilia del asesino, para constatar la maravilla abstracta que es Llegada a las islas, para divulgar la desbordante aventura tragicómica de Fragmentos de un mundo acelerado, para que el mundo conozca más la salvaje antología onírica de Animal fabuloso y para constatar que Los monos insomnes es uno de los libros de relatos fundacionales del esquizorrealismo hispánico.
Entre participantes y colaboradores, son casi 60 personas las que hemos estado implicadas durante meses en este homenaje que, esperamos, sea el primero de los muchos que se le rindan desde la región periférica en la que nació, se crió y también desde la que él escogió latir.
Para sus lectores presentes y futuros está hecha esta monografía. Disfrutadla.
‘Hotel Vía Láctea’ es la manera curativa que tenemos sus contemporáneos de darle todo el brillo posible a su obra, de celebrar como se merecen su literatura y su arte gráfico.
Dibujantes, críticos, investigadores, poetas, narradores, gestores culturales y admiradores nos hemos reunido para aconsejar, entre otras muchísimas cosas, la necesaria relectura de Agujeros y Vigilia del asesino, para constatar la maravilla abstracta que es Llegada a las islas, para divulgar la desbordante aventura tragicómica de Fragmentos de un mundo acelerado, para que el mundo conozca más la salvaje antología onírica de Animal fabuloso y para constatar que Los monos insomnes es uno de los libros de relatos fundacionales del esquizorrealismo hispánico.
Entre participantes y colaboradores, son casi 60 personas las que hemos estado implicadas durante meses en este homenaje que, esperamos, sea el primero de los muchos que se le rindan desde la región periférica en la que nació, se crió y también desde la que él escogió latir.
Para sus lectores presentes y futuros está hecha esta monografía. Disfrutadla.
Con Juan de Dios García en La Montaña Mágica presentando ‘Animal fabuloso’ (Cartagena, 27-10-2018)
LOS LIBROS
EL PRIMER Y ÚLTIMO JOSÉ ÓSCAR:
UNA RESEÑA DE AGUJEROS
UNA RESEÑA DE AGUJEROS
por RUBÉN BLEDA
En el lejano y primer José Óscar, el de Agujeros (Editora Regional de Murcia, 2002), encuentro al José Óscar último y cercano, el que yo conocí.
Veinte años separan esas dos orillas de sí mismo que la poesía, que tiene, junto a otras cualidades de la luz, su velocidad, cruza sin cesar dejando entre ambas una estela casi visible, casi puente.
El José Óscar de las camisetas raídas, el que proclamaba que los cincuenta eran los nuevos treinta, ¿cómo no iba a estar presente, definido, anticipado, conservado en sus versos más viejos y jóvenes? Se me aparece en sus poemas como en las tertulias de Libros Traperos, encendido de curiosidad y pasión, irreductible a la realidad adulta, acarreando un secreto desencanto en el galope de su vitalidad inspirada, alucinada. Lo sombrío se le ocultaba en lo asombrado: me pregunto cómo pudimos / sobrevivir a tanta oscuridad / tantas horas seguidas / en esta inmensa parte del planeta (‘Himno a la mañana’). La mañana es ese gigante que se alza, que derriba barreras tan fuertes como muros / terrores tan pesados como losas, una fuerza de la naturaleza por la que el poeta, perplejo, no puede sino dejarse arrastrar. La vida sucede, se reproduce, avanza no sabes hacia dónde, con el poderío sordo y absurdo de lo cotidiano: unos zapatos para caminar / sobre la vida y ser felices, vaya cosa. La ciudad con sus escaparates, el futuro con sus escaparates: no termina el poeta de hundirse en sí mismo porque siempre un nuevo reflujo de vida le empuja hacia la superficie.
Sí, la vida es potente con su motor y sus carriles, pero el poeta, ciertamente, aspira a otra cosa. A una emoción más alta, perfecta, intensa, total. Sigues esperando / un poder mayor / y más brillante / poderoso de puro opaco (‘La dársena’). Los ojos de José Óscar, de un azul tan luminoso y deslumbrado, eran decididamente dos semillas de la flor azul, símbolo romántico de la aspiración a lo absoluto. Yo soy el temblor de los montes, declaró una vez, citando incorrectamente un verso. Y en el Agujeros de la página 20, escribe: Me encantan / las sombras, la fascinación, el miedo. / Oh, la fiebre. Hay una pertenencia a lo sublime, un declararse autóctono de lo misterioso, de lo divino, de lo alienígena, que la realidad ramplona trabaja incansablemente en desmentir; cómo no reconocer aquí al fan de David Bowie, al conversador entusiasta y exaltado que de pronto apuraba su cerveza y anunciaba que tenía que marcharse, que el trabajo, que la familia, ya sabéis.
De manera que hay una vida, cotidiana, que lleva al poeta, y una VIDA, anhelada, que lo transporta a veces, pero que demasiado a menudo permanece inmóvil, varándolo en el vaivén de la rutina. Varios poemas expresan este paralelismo dicotómico: en el Agujeros de la página 31, una cascada de metáforas nos representa el continuar de la vida sin la VIDA: los faros que nos guían en la costa / hacia dónde lo hacen, adónde llevan, mientras que un imposible agujero en pleno océano es lo que deja la VIDA que levanta la mano en señal de despedida. En ‘La muerte de Erika Weinburg’, leemos: ahora que sabemos este mundo inabarcable / y hacemos planes / para las próximas vacaciones de verano. Es la extrañeza ante el hecho inexplicable de seguir haciendo de hombre común mientras algo sobrenatural te empuja o te llama. Agujeros anuncian nuestro reino. / Y nosotros prestando una atención / desorbitada / a los telediarios. (‘Panorama’).
Veinte años separan esas dos orillas de sí mismo que la poesía, que tiene, junto a otras cualidades de la luz, su velocidad, cruza sin cesar dejando entre ambas una estela casi visible, casi puente.
El José Óscar de las camisetas raídas, el que proclamaba que los cincuenta eran los nuevos treinta, ¿cómo no iba a estar presente, definido, anticipado, conservado en sus versos más viejos y jóvenes? Se me aparece en sus poemas como en las tertulias de Libros Traperos, encendido de curiosidad y pasión, irreductible a la realidad adulta, acarreando un secreto desencanto en el galope de su vitalidad inspirada, alucinada. Lo sombrío se le ocultaba en lo asombrado: me pregunto cómo pudimos / sobrevivir a tanta oscuridad / tantas horas seguidas / en esta inmensa parte del planeta (‘Himno a la mañana’). La mañana es ese gigante que se alza, que derriba barreras tan fuertes como muros / terrores tan pesados como losas, una fuerza de la naturaleza por la que el poeta, perplejo, no puede sino dejarse arrastrar. La vida sucede, se reproduce, avanza no sabes hacia dónde, con el poderío sordo y absurdo de lo cotidiano: unos zapatos para caminar / sobre la vida y ser felices, vaya cosa. La ciudad con sus escaparates, el futuro con sus escaparates: no termina el poeta de hundirse en sí mismo porque siempre un nuevo reflujo de vida le empuja hacia la superficie.
Sí, la vida es potente con su motor y sus carriles, pero el poeta, ciertamente, aspira a otra cosa. A una emoción más alta, perfecta, intensa, total. Sigues esperando / un poder mayor / y más brillante / poderoso de puro opaco (‘La dársena’). Los ojos de José Óscar, de un azul tan luminoso y deslumbrado, eran decididamente dos semillas de la flor azul, símbolo romántico de la aspiración a lo absoluto. Yo soy el temblor de los montes, declaró una vez, citando incorrectamente un verso. Y en el Agujeros de la página 20, escribe: Me encantan / las sombras, la fascinación, el miedo. / Oh, la fiebre. Hay una pertenencia a lo sublime, un declararse autóctono de lo misterioso, de lo divino, de lo alienígena, que la realidad ramplona trabaja incansablemente en desmentir; cómo no reconocer aquí al fan de David Bowie, al conversador entusiasta y exaltado que de pronto apuraba su cerveza y anunciaba que tenía que marcharse, que el trabajo, que la familia, ya sabéis.
De manera que hay una vida, cotidiana, que lleva al poeta, y una VIDA, anhelada, que lo transporta a veces, pero que demasiado a menudo permanece inmóvil, varándolo en el vaivén de la rutina. Varios poemas expresan este paralelismo dicotómico: en el Agujeros de la página 31, una cascada de metáforas nos representa el continuar de la vida sin la VIDA: los faros que nos guían en la costa / hacia dónde lo hacen, adónde llevan, mientras que un imposible agujero en pleno océano es lo que deja la VIDA que levanta la mano en señal de despedida. En ‘La muerte de Erika Weinburg’, leemos: ahora que sabemos este mundo inabarcable / y hacemos planes / para las próximas vacaciones de verano. Es la extrañeza ante el hecho inexplicable de seguir haciendo de hombre común mientras algo sobrenatural te empuja o te llama. Agujeros anuncian nuestro reino. / Y nosotros prestando una atención / desorbitada / a los telediarios. (‘Panorama’).
El poeta asume la vida minúscula (aquel presente / que a todos compendia / como un hotel de mala muerte, ‘Joven de treinta años’) sin renunciar a la mayúscula, que espera con fervor, pretendiendo, en última instancia, que la poesía se la brinde. Pero no lo hace. No, al menos, en grado absoluto. Hay una resignada aceptación de lo prosaico y una expectativa, casi siempre derrotada, en el potencial redentor de la poesía. Porque la poesía, patria de lo sublime, tierra de los fiordos, también es un arrastrarse hasta aquí / hasta este aburrimiento de sílabas contadas (‘Una casa junto a la carretera’); la poesía también es un trabajo, en fin, con su eventual madrugón y su penosa tarea de poner en orden las ideas, los recuerdos, los temas, y qué hermosamente, con qué deliciosa sencillez queda esto dicho en ‘Poema de la experiencia’: Vulgar labor, el poema en la mañana / Vulgar labor, la mañana en el poema. ¿No es también la poesía una odiosa pantomima? En ‘Les artistes’ hay un escarnio resentido de los artistas de pose maldita y afrancesada, que propagan su semilla repugnante / en vientres de mujeres aburridas de vivir, con los que, sin embargo, el autor se identifica (Míralos, reconócete, ya ocupan / la ciudad derrotada de antemano) y a los que considera fantasmas lo mismo que vosotros / al otro lado del poema; aquí se refiere a nosotros, claro, a sus lectores. Nos interpela, nos hace partícipes de este ritual fantasmático, en esta falsedad necia e impotente de la poesía y sus mistificaciones, recogiendo con amarga ironía la apelación de Baudelaire al lector en el prefacio de Las flores del mal, mon semblable, mon frère, mi semejante, mi hermano. Todo empeño de trascender es estéril y José Óscar lo asume melancólicamente (No había nada más allá de toda esa locura distinguida, ‘Una casa junto a la carretera’) o con solemne dignidad (Solitario se sabe un dios caído, ‘Juan Ramón y Luzbel’).
Admito que no lo reconozco tanto en este desengaño, pues a mí se me mostró siempre como un optimista del arte, un fascinado feliz. No obstante, como he comentado más arriba, lo sombrío se le ocultaba en lo asombrado, y quién sabe qué demonios se agazapaban bajo su jovial entusiasmo de los últimos tiempos. Demonios que probablemente venían de muy lejos: porque tu adolescencia consistió en todo ese desprecio / y en todo ese miedo (‘La venganza del llanero solitario’). Algo fatal le acompañó toda su vida, algo de lo que quiso escapar a través de las emociones, de la poesía, del sexo. Algo terrible que tiraba de él hacia la perdición y hacia el éxtasis, hacia lo más oscuro y hacia la mayor luz. La dama eléctrica que señorea mis días. / La reina. La gran puta. La que me lleva hacia el abismo (‘Nuestra familia el rayo’). Pedía auxilio, quería desaparecer. Ojalá ardamos cuanto antes, reza en ‘Quince años en Berlín’, y más adelante esta confesión: Pero es que yo también daba en perderme / en perderme por siempre / inexorablemente.
Quisiera saber más acerca del espejo/abismo en el que se miraba. Quisiera saber más acerca de todo él. Hay huellas, especulaciones, que me conducen a un muro contra el que aúllo mis ansias de detective salvaje. Por ejemplo, la cita de Witold Gombrowicz que encabeza ‘Himno de la mañana’. ¡Gombrowicz! Con gusto habría tenido unas palabras con José Óscar al respecto. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién te...? Yo tuve mi desmedido crush con Gombrowicz (un escritor peligroso, capaz de obsesionar) hace unos doce años y fue Vicente Cervera quien me inició en su obra. ¿Beberíamos José Óscar y yo la misma agua de la misma fuente? ¿Negaríamos juntos, paralelos, con casi veinte años de diferencia, la máxima de Heráclito?
La influencia de Otoños y otras luces de Ángel González. La percibo en el tono de varios poemas, especialmente en ‘Dibujo de la nieve’. Ese libro se publicó en mayo de 2001; José Óscar pudo haberlo leído mientras escribía Agujeros. Yo lo conocí en mi último curso de instituto, 2001-2002, recién salido del horno, porque un profesor de literatura nos lo leía en los ratos muertos de las clases. O en los ratos que él mataba deliberadamente para leérnoslo. Me sabía de memoria poemas enteros de aquel libro sólo de haberlos escuchado. ¿Otro gusto compartido, otro prehistórico punto de intersección entre nosotros? Otra duda que no resolveré. Agobiaríamos a cada momento a nuestros amigos con preguntas, con abrazos, si no creyéramos que son infinitos. Pero creemos que son infinitos. Y sucede a menudo que dejamos mucho por saber y por dar.
Pero me adentro en sus antiguos poemas y comprendo que José Óscar nos ha dejado abundancia de sí mismo en su obra. Nos ha legado un espacio para ir a su encuentro y conocerlo mejor. Leo ‘El reino’ y no responde a mis preguntas, pero da palabras a lo indecible. Y hace más cálido el misterio:
Admito que no lo reconozco tanto en este desengaño, pues a mí se me mostró siempre como un optimista del arte, un fascinado feliz. No obstante, como he comentado más arriba, lo sombrío se le ocultaba en lo asombrado, y quién sabe qué demonios se agazapaban bajo su jovial entusiasmo de los últimos tiempos. Demonios que probablemente venían de muy lejos: porque tu adolescencia consistió en todo ese desprecio / y en todo ese miedo (‘La venganza del llanero solitario’). Algo fatal le acompañó toda su vida, algo de lo que quiso escapar a través de las emociones, de la poesía, del sexo. Algo terrible que tiraba de él hacia la perdición y hacia el éxtasis, hacia lo más oscuro y hacia la mayor luz. La dama eléctrica que señorea mis días. / La reina. La gran puta. La que me lleva hacia el abismo (‘Nuestra familia el rayo’). Pedía auxilio, quería desaparecer. Ojalá ardamos cuanto antes, reza en ‘Quince años en Berlín’, y más adelante esta confesión: Pero es que yo también daba en perderme / en perderme por siempre / inexorablemente.
Quisiera saber más acerca del espejo/abismo en el que se miraba. Quisiera saber más acerca de todo él. Hay huellas, especulaciones, que me conducen a un muro contra el que aúllo mis ansias de detective salvaje. Por ejemplo, la cita de Witold Gombrowicz que encabeza ‘Himno de la mañana’. ¡Gombrowicz! Con gusto habría tenido unas palabras con José Óscar al respecto. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién te...? Yo tuve mi desmedido crush con Gombrowicz (un escritor peligroso, capaz de obsesionar) hace unos doce años y fue Vicente Cervera quien me inició en su obra. ¿Beberíamos José Óscar y yo la misma agua de la misma fuente? ¿Negaríamos juntos, paralelos, con casi veinte años de diferencia, la máxima de Heráclito?
La influencia de Otoños y otras luces de Ángel González. La percibo en el tono de varios poemas, especialmente en ‘Dibujo de la nieve’. Ese libro se publicó en mayo de 2001; José Óscar pudo haberlo leído mientras escribía Agujeros. Yo lo conocí en mi último curso de instituto, 2001-2002, recién salido del horno, porque un profesor de literatura nos lo leía en los ratos muertos de las clases. O en los ratos que él mataba deliberadamente para leérnoslo. Me sabía de memoria poemas enteros de aquel libro sólo de haberlos escuchado. ¿Otro gusto compartido, otro prehistórico punto de intersección entre nosotros? Otra duda que no resolveré. Agobiaríamos a cada momento a nuestros amigos con preguntas, con abrazos, si no creyéramos que son infinitos. Pero creemos que son infinitos. Y sucede a menudo que dejamos mucho por saber y por dar.
Pero me adentro en sus antiguos poemas y comprendo que José Óscar nos ha dejado abundancia de sí mismo en su obra. Nos ha legado un espacio para ir a su encuentro y conocerlo mejor. Leo ‘El reino’ y no responde a mis preguntas, pero da palabras a lo indecible. Y hace más cálido el misterio:
EL REINO
1 En un fantástico valle submarino submarinistas de la fábula y la impostura asediando la Torre Pesadilla. Proporcionándome más pastillas blancas, blanca dama del ensueño, musa en parálisis, señora del colapso y de la furia. Da en olvidar los gestos hiperbólicos de tus hijos en manos del insomnio e inícianos más tarde, cuanto antes en el conocimiento de tu reino. No soportaría otra noche semejante a esta. Bajo un sol de implacable realidad los jinetes del sueño cabalgando orgullosos en el Valle de la Muerte. Convócame pronto. Llévame contigo. Llévame a tu reino. 2 Soñé con unos versos que nadie escribirá Porque nunca seríamos capaces de entender. Soñé también un reino inhabitable. |
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Era su primer libro y todo quedó escrito. Ello demuestra que llegamos a nosotros mismos a través de la literatura mucho antes de que la vida nos alcance.
RESEÑA DE LOS MONOS INSOMNES
[El Coloquio de los perros, 9/04/2014]
[El Coloquio de los perros, 9/04/2014]
por HÉCTOR TARANCÓN ROYO
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PRESENTACIÓN DE LOS MONOS INSOMNES
[Biblioteca Regional de Murcia, 4/12/2013]
[Biblioteca Regional de Murcia, 4/12/2013]
por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR
Me gustaría poder decir, ahora, como presentador, esa frase tan típica: José Óscar López no necesita presentación. Creo que en un mundo un poco más justo, en un mercado editorial diferente, esa típica frase de presentador sería totalmente apropiada y ahora todos ustedes, y no solo los aficionados a la poesía, sabrían quién es José Óscar López, y no haría falta presentarlo, y ya estaríamos todos preguntándonos qué será lo que nos ha preparado, esta vez, el autor.
Sin embargo, estamos aquí para presentar la primera obra narrativa publicada por José Óscar: Los monos insomnes. A ustedes esto no les parecerá raro. A mí me parece inverosímil; más extraño y fantástico que alguno de sus relatos.
Yo conocí a José Óscar hace veinte años. Éramos compañeros en la Facultad de Filología y a los dos nos encantaba la literatura, lo cual no era algo tan obvio como podría suponerse en una Facultad de Filología. Él ya era escritor entonces. Lo que quiero decirles con este flash back de veinte años es que, aunque estemos aquí celebrando su primera publicación dentro del género narrativo, no estamos ante un poeta que ha decidido, de repente, cambiar de género. Cuando lo conocí, él ya escribía cuentos, y con bastante éxito. Recuerdo perfectamente ‘Ana Datura’. Un relato de tradición fantástica, entre Poe y Cortázar, con el que, todavía en el instituto, había ganado un importante premio para jóvenes narradores. Han pasado más de veinte años de aquel primer relato suyo que leí. Hoy, sería totalmente incapaz de acertar con el número de relatos de José Óscar que he leído. Solo puedo decirles que son números de tres cifras. He tenido la suerte, y el privilegio, de mantener esa amistad durante veinte años, y además, por alguna razón de afinidad, José Óscar me eligió como corrector y lector de todos sus manuscritos. Recuerdo, cuando empezó el típico pasarse originales de jóvenes e inseguros escritores, entre José Óscar, Antonio Aguilar y otros filólogos-escritores veinteañeros, en la época del papel impreso, que compré una carpeta y le puse el nombre de “amigos”, para guardar ahí los manuscritos que me dejaban para que leyera y evaluara. Al poco tiempo, tuve que comprar otra carpeta en la que puse “José Óscar”. Unos meses después, esa carpeta se convirtió en un cajón en el que solo cabían todas las novelas, libros de cuentos y poemarios que me pasaba. Afortunadamente, el archivo digital me ha salvado de tener que hacer una ampliación en mi casa para guardar sus originales: ahora todo cabe en un pen-drive.
Sin embargo, estamos aquí para presentar la primera obra narrativa publicada por José Óscar: Los monos insomnes. A ustedes esto no les parecerá raro. A mí me parece inverosímil; más extraño y fantástico que alguno de sus relatos.
Yo conocí a José Óscar hace veinte años. Éramos compañeros en la Facultad de Filología y a los dos nos encantaba la literatura, lo cual no era algo tan obvio como podría suponerse en una Facultad de Filología. Él ya era escritor entonces. Lo que quiero decirles con este flash back de veinte años es que, aunque estemos aquí celebrando su primera publicación dentro del género narrativo, no estamos ante un poeta que ha decidido, de repente, cambiar de género. Cuando lo conocí, él ya escribía cuentos, y con bastante éxito. Recuerdo perfectamente ‘Ana Datura’. Un relato de tradición fantástica, entre Poe y Cortázar, con el que, todavía en el instituto, había ganado un importante premio para jóvenes narradores. Han pasado más de veinte años de aquel primer relato suyo que leí. Hoy, sería totalmente incapaz de acertar con el número de relatos de José Óscar que he leído. Solo puedo decirles que son números de tres cifras. He tenido la suerte, y el privilegio, de mantener esa amistad durante veinte años, y además, por alguna razón de afinidad, José Óscar me eligió como corrector y lector de todos sus manuscritos. Recuerdo, cuando empezó el típico pasarse originales de jóvenes e inseguros escritores, entre José Óscar, Antonio Aguilar y otros filólogos-escritores veinteañeros, en la época del papel impreso, que compré una carpeta y le puse el nombre de “amigos”, para guardar ahí los manuscritos que me dejaban para que leyera y evaluara. Al poco tiempo, tuve que comprar otra carpeta en la que puse “José Óscar”. Unos meses después, esa carpeta se convirtió en un cajón en el que solo cabían todas las novelas, libros de cuentos y poemarios que me pasaba. Afortunadamente, el archivo digital me ha salvado de tener que hacer una ampliación en mi casa para guardar sus originales: ahora todo cabe en un pen-drive.
Pues bien, a lo que vamos: que nadie piense en él como el típico narrador novato, el profesor de literatura que de repente decide que ha llegado el momento de poner su nombre en un libro impreso. José Óscar es un escritor con mayúsculas, y muy rodado. Por seguir con la nostalgia, y acabando ya con ella: creo que la primera novela que le leí fue allá por 1995, se llamaba Calor y a mí me pareció bastante buena, por cierto, dentro del estilo de realismo sucio que por entonces dominaba, protagonizada por jóvenes ociosos con una libido tal vez excesiva pero, qué duda cabe, muy divertida. Pero vuelvo a Los monos insomnes: este es un libro de madurez. Es el libro de un profesional de la literatura que ha escrito miles de páginas, novelas, cuentos, ensayos, cuya calidad, maestría y oficio sorprenderán solo a quienes, sin asistir a esta presentación o conocer al autor, lean este libro y vean en la solapa que se trata de «su primera colección de relatos».
Lo malo de los escritores “profesionales” y “curtidos” es que a veces adolecen de un exceso de oficio, de un manierismo que viene casi siempre dado por un agotamiento de la imaginación. Pero, créanme: si hay algo que NUNCA le va a faltar a José Óscar es la imaginación. Les puedo asegurar esto: NADIE va a aburrirse con Los monos insomnes. De hecho, volviendo a mi trabajo como lector-opinador de José Óscar (que de haber sido remunerado me habría hecho inmensamente rico) creo recordar que las pocas críticas negativas que, alguna vez, le he hecho a alguno de sus manuscritos, ha sido, precisamente, por exceso de imaginación. Críticas del tipo: se te va la cabeza, tío, aquí te has pasado. No ocurre eso en este libro donde, con ese oficio que le ha dado el tiempo, ha conseguido dominar el tsunami de su imaginación para crear unos artefactos narrativos perfectos.
Seguramente, aquellos compañeros de trabajo o conocidos que estén acostumbrados a esa versión serena de José Óscar, profesor de secundaria, más amigo del silencio que de la cháchara intrascendente, se llevarán una sorpresa al escucharme hablar así de su hiperbólica imaginación. Contagiándonos un poco de los elementos de ciencia-ficción de estas páginas, sentirán como una puerta que se abre a un espacio de muchas más dimensiones que aquellas en las que nos movemos; tendrán una vertiginosa visión del poderoso mundo, de los miles de mundos que habitan dentro de este modesto y amable vecino o compañero de trabajo.
Quienes ya lo hemos leído sabemos de su imaginación delirante, descomunal. Sabemos que sus silencios pueden venir de algún espacio muy lejano. Sabemos también que esa imaginación es una fuerza tan poderosa que ni siquiera queda satisfecha con los relatos: necesita poemas, novelas, microrrelatos; pero es insaciable y se desborda en otros ámbitos: el blog Un mundo flotante, una obra de arte multidisciplinar, con poesía, relato y dibujos que flotan en el mundo caótico de internet; pero eso tampoco basta, y su imaginación se desborda, se sale por todas partes y le obliga a llevar siempre un cuaderno para que no se derrame. Los famosos cuadernos de José Óscar: una obra de arte del caos. Él nunca se separa de su cuaderno. Cuando va en el tren camino del trabajo, cuando va caminando, incluso en una reunión festiva entre amigos, estamos ya acostumbrados a que José Óscar se quede callado, saque sin llamar la atención su cuaderno y se ponga a escribir o dibujar. Esos cuadernos llenos de versos, dibujos, fragmentos de relatos y diálogos de personajes extraños son la punta del iceberg de una imaginación que no cesa nunca y que enriquece estos relatos que nos llevan a lugares que nunca habríamos soñado, que nos hacen conocer a personajes que hacen y dicen cosas que están muy lejos de nuestra rutina cotidiana y, sin embargo, hablan de nosotros, de nuestros miedos y deseos.
Lo malo de los escritores “profesionales” y “curtidos” es que a veces adolecen de un exceso de oficio, de un manierismo que viene casi siempre dado por un agotamiento de la imaginación. Pero, créanme: si hay algo que NUNCA le va a faltar a José Óscar es la imaginación. Les puedo asegurar esto: NADIE va a aburrirse con Los monos insomnes. De hecho, volviendo a mi trabajo como lector-opinador de José Óscar (que de haber sido remunerado me habría hecho inmensamente rico) creo recordar que las pocas críticas negativas que, alguna vez, le he hecho a alguno de sus manuscritos, ha sido, precisamente, por exceso de imaginación. Críticas del tipo: se te va la cabeza, tío, aquí te has pasado. No ocurre eso en este libro donde, con ese oficio que le ha dado el tiempo, ha conseguido dominar el tsunami de su imaginación para crear unos artefactos narrativos perfectos.
Seguramente, aquellos compañeros de trabajo o conocidos que estén acostumbrados a esa versión serena de José Óscar, profesor de secundaria, más amigo del silencio que de la cháchara intrascendente, se llevarán una sorpresa al escucharme hablar así de su hiperbólica imaginación. Contagiándonos un poco de los elementos de ciencia-ficción de estas páginas, sentirán como una puerta que se abre a un espacio de muchas más dimensiones que aquellas en las que nos movemos; tendrán una vertiginosa visión del poderoso mundo, de los miles de mundos que habitan dentro de este modesto y amable vecino o compañero de trabajo.
Quienes ya lo hemos leído sabemos de su imaginación delirante, descomunal. Sabemos que sus silencios pueden venir de algún espacio muy lejano. Sabemos también que esa imaginación es una fuerza tan poderosa que ni siquiera queda satisfecha con los relatos: necesita poemas, novelas, microrrelatos; pero es insaciable y se desborda en otros ámbitos: el blog Un mundo flotante, una obra de arte multidisciplinar, con poesía, relato y dibujos que flotan en el mundo caótico de internet; pero eso tampoco basta, y su imaginación se desborda, se sale por todas partes y le obliga a llevar siempre un cuaderno para que no se derrame. Los famosos cuadernos de José Óscar: una obra de arte del caos. Él nunca se separa de su cuaderno. Cuando va en el tren camino del trabajo, cuando va caminando, incluso en una reunión festiva entre amigos, estamos ya acostumbrados a que José Óscar se quede callado, saque sin llamar la atención su cuaderno y se ponga a escribir o dibujar. Esos cuadernos llenos de versos, dibujos, fragmentos de relatos y diálogos de personajes extraños son la punta del iceberg de una imaginación que no cesa nunca y que enriquece estos relatos que nos llevan a lugares que nunca habríamos soñado, que nos hacen conocer a personajes que hacen y dicen cosas que están muy lejos de nuestra rutina cotidiana y, sin embargo, hablan de nosotros, de nuestros miedos y deseos.
Algunos ejemplos de esa imaginación que encontraréis aquí: una gallina recita a Platón mientras un oso metamórfico observa el paso de la Ilustración al Romanticismo; un actor porno recorre el purgatorio y el cielo de maravillas de la Divina Comedia y de moteles de carretera norteamericanos; un armiño telépata está encargado de reeducar a un escritor culpable; unos monos insomnes hacen nocturnas llamadas telefónicas...
Si hay en la sala algún lector muy serio que desprecia la ciencia ficción porque prefiere la filosofía, y estas breves sinopsis le suenan a tonterías que nada aportan al conocimiento verdadero de la vida y sus misterios, que no extraiga conclusiones precipitadas: debo insistir no solo en la imaginación, sino en la inteligencia y la asombrosa erudición de José Óscar. Es un lector voraz, capaz de compaginar la lectura de las obras completas de Pynchon, con las de Derrida, Deleuze o Kant, mientras da cuenta también de la última novela de Stephen King o del último cómic de la Marvel. Lo que quiero decir es que su imaginación nunca es ingenua y que, dentro de esos disparatados argumentos que les he dejado entrever, van a encontrar una autoconciencia de la escritura, e incluso de la propia imaginación, que permite extraer conclusiones de tesis doctorales, establecer líneas teóricas que nos llevarían a las grandes cuestiones de la filosofía y la literatura de la postmodernidad. Las posibilidades de interpretación que cada uno de los relatos abre son amplísimas, los niveles de lectura se adaptan a muchos tipos de lector y se amoldan a las lecturas y preocupaciones de cada uno de nosotros. Para no aburrir, me voy a limitar a esbozar la que a mí me ha parecido más interesante de este libro, seguramente, porque es uno de los temas que más me interesan ahora mismo, a mí, de la literatura y la filosofía.
Además del concepto postmoderno pynchoniano que mezcla y confunde discursos, mitos y filosofías en una celebración gozosa del sentido posible e infinito, en estos relatos vemos también una reflexión que va más allá de ese placer de narrar y que se pregunta por la esencia absoluta del sentido. El sentido como posibilidad infinita, como algo que no está cerrado y dado de antemano. La visión del mundo de Los monos insomnes es una en la que nada está dado como inteligible, explicado e inamovible, aunque así vivamos nosotros en nuestra vida cotidiana. En estos cuentos no se vive así. Puede pasar, como en ‘Variaciones sobre el fin del mundo’, que aparezca una mujer con escafandra y medidores de radiación. Si no estuviéramos en el universo de José Óscar, sino en una narración ordenada de nuestro mundo explicado, este planteamiento debería haber dado lugar a una extraordinaria huida épica de algún Apocalipsis de ciencia-ficción, mezclado, tal vez, con una historia romántica. Pero el mundo de José Óscar es el de todos los sentidos posibles. Y así, se pasean los dos personajes por un mundo que puede estar a punto de acabar en un horrible Apocalipsis, o no. Pasean diciéndose el uno al otro que están locos, que no entienden la realidad por la que transitan. Pero pasean, porque es sábado, y se van a La Manga, y cenan en un asador con otras parejas, y luego, mientras conducen de vuelta a casa... No les voy a hacer un spoiler, lean el final cuando lleguen a casa.
Para terminar, me gustaría destacar otra virtud de José Óscar, que muchas veces es contemplada como un obstáculo para la narración: es un gran poeta. De hecho, es en este género donde sí ha publicado anteriormente (aunque solo una ínfima parte de sus infinitos inéditos). A veces, trabajar en la poesía paraliza a los escritores cuando quieren hacer un relato, los lleva a bloquear su sentido narrativo. Pero, cuando esto no sucede, está claro que la mejor prosa es, siempre, la de un buen poeta. Aquí tenemos esa feliz coincidencia. Y no me refiero solo a la perfecta elección de la palabra, al ritmo de la prosa, a la aparición de frases memorables, de las que se subrayan como un verso. Todo eso sucede aquí, pero sobre todo, de lo que hablo es de un concepto poético que enlaza con la imagen. Verán ustedes que estas narraciones plantean imágenes tremendamente poéticas, y no en un sentido “preciosista”. Imaginación poética de la buena, de la que abre de repente una puerta y un sentido que la pura narración a veces no sabe abrir.
No voy a citar aquí ningún ejemplo, porque con casi todos ellos arruinaría su lectura. Dejo que los descubran ustedes, estos mundos hermosos, divertidos y complejos, unos mundos que perfectamente podrían venir susurrados en una intempestiva llamada telefónica a las dos de la madrugada, de la que sospechamos, aunque no queramos creerlo del todo, que quien nos habla, quien nos cuenta el relato del fin del mundo, es un mono que no puede dormir.
Si hay en la sala algún lector muy serio que desprecia la ciencia ficción porque prefiere la filosofía, y estas breves sinopsis le suenan a tonterías que nada aportan al conocimiento verdadero de la vida y sus misterios, que no extraiga conclusiones precipitadas: debo insistir no solo en la imaginación, sino en la inteligencia y la asombrosa erudición de José Óscar. Es un lector voraz, capaz de compaginar la lectura de las obras completas de Pynchon, con las de Derrida, Deleuze o Kant, mientras da cuenta también de la última novela de Stephen King o del último cómic de la Marvel. Lo que quiero decir es que su imaginación nunca es ingenua y que, dentro de esos disparatados argumentos que les he dejado entrever, van a encontrar una autoconciencia de la escritura, e incluso de la propia imaginación, que permite extraer conclusiones de tesis doctorales, establecer líneas teóricas que nos llevarían a las grandes cuestiones de la filosofía y la literatura de la postmodernidad. Las posibilidades de interpretación que cada uno de los relatos abre son amplísimas, los niveles de lectura se adaptan a muchos tipos de lector y se amoldan a las lecturas y preocupaciones de cada uno de nosotros. Para no aburrir, me voy a limitar a esbozar la que a mí me ha parecido más interesante de este libro, seguramente, porque es uno de los temas que más me interesan ahora mismo, a mí, de la literatura y la filosofía.
Además del concepto postmoderno pynchoniano que mezcla y confunde discursos, mitos y filosofías en una celebración gozosa del sentido posible e infinito, en estos relatos vemos también una reflexión que va más allá de ese placer de narrar y que se pregunta por la esencia absoluta del sentido. El sentido como posibilidad infinita, como algo que no está cerrado y dado de antemano. La visión del mundo de Los monos insomnes es una en la que nada está dado como inteligible, explicado e inamovible, aunque así vivamos nosotros en nuestra vida cotidiana. En estos cuentos no se vive así. Puede pasar, como en ‘Variaciones sobre el fin del mundo’, que aparezca una mujer con escafandra y medidores de radiación. Si no estuviéramos en el universo de José Óscar, sino en una narración ordenada de nuestro mundo explicado, este planteamiento debería haber dado lugar a una extraordinaria huida épica de algún Apocalipsis de ciencia-ficción, mezclado, tal vez, con una historia romántica. Pero el mundo de José Óscar es el de todos los sentidos posibles. Y así, se pasean los dos personajes por un mundo que puede estar a punto de acabar en un horrible Apocalipsis, o no. Pasean diciéndose el uno al otro que están locos, que no entienden la realidad por la que transitan. Pero pasean, porque es sábado, y se van a La Manga, y cenan en un asador con otras parejas, y luego, mientras conducen de vuelta a casa... No les voy a hacer un spoiler, lean el final cuando lleguen a casa.
Para terminar, me gustaría destacar otra virtud de José Óscar, que muchas veces es contemplada como un obstáculo para la narración: es un gran poeta. De hecho, es en este género donde sí ha publicado anteriormente (aunque solo una ínfima parte de sus infinitos inéditos). A veces, trabajar en la poesía paraliza a los escritores cuando quieren hacer un relato, los lleva a bloquear su sentido narrativo. Pero, cuando esto no sucede, está claro que la mejor prosa es, siempre, la de un buen poeta. Aquí tenemos esa feliz coincidencia. Y no me refiero solo a la perfecta elección de la palabra, al ritmo de la prosa, a la aparición de frases memorables, de las que se subrayan como un verso. Todo eso sucede aquí, pero sobre todo, de lo que hablo es de un concepto poético que enlaza con la imagen. Verán ustedes que estas narraciones plantean imágenes tremendamente poéticas, y no en un sentido “preciosista”. Imaginación poética de la buena, de la que abre de repente una puerta y un sentido que la pura narración a veces no sabe abrir.
No voy a citar aquí ningún ejemplo, porque con casi todos ellos arruinaría su lectura. Dejo que los descubran ustedes, estos mundos hermosos, divertidos y complejos, unos mundos que perfectamente podrían venir susurrados en una intempestiva llamada telefónica a las dos de la madrugada, de la que sospechamos, aunque no queramos creerlo del todo, que quien nos habla, quien nos cuenta el relato del fin del mundo, es un mono que no puede dormir.
PRESENTACIÓN DE VIGILIA DEL ASESINO
[Museo Ramón Gaya, 6/3/2014]
[Museo Ramón Gaya, 6/3/2014]
por ISABELLE GARCÍA MOLINA
Si buscáis en el diccionario de la Real Academia el significado de la palabra “vate”, dos son las acepciones que indica: adivino y poeta. Si acudís al María Moliner, éstas son las distinciones que señala: “adivino” para su forma culta y “poeta” en su uso literario. Pero si os remontáis al Diccionario de Autoridades, “vate” se definía como adivino o poeta, con el matiz añadido de que era «voz latina, usada regularmente en la poesía».
Platón, hace unos cuantos millares de años, definió al poeta como «un poseído». Neruda, más reciente, se autodenominaba “medium”. Y, entre uno y otro, a lo largo de la historia, no han faltado nunca referencias al carácter “iluminado” de quienes crean Poesía.
Pues bien: aquí tenéis a todo un vate. Y esta noche intentaré demostrar lo más brevemente posible en qué me baso para dicha afirmación y cuál es la revelación que en su Vigilia del asesino nos hace José Óscar López. Dadme unos segundos para prepararme, y comienzo enseguida con esta presentación.
Esto es un Tarot, basado en el de Marsella (de 1736), con sus 78 cartas. Pero sólo voy a extraer los arcanos mayores, esos 22 símbolos representativos de estados y situaciones. Empecemos, pues, con la interpretación y desvelemos algunos misterios de este libro.
0) El Loco: «Valga más lo real que lo ideal. // Déjeme la demencia». Miguel Espinosa (cita final del libro)
José Óscar, ese vate visionario de carne y sangre, de tripas y desvelos, jifero incruento e insomne de la vida, vaticina implacable el caos y la desdicha, el dolor y la mentira, el miedo y el laberinto insalvable que impone siempre volver —y volverse— a uno mismo, como si todos fuéramos ese extraño y extranjero Mr. Meursault, incapaces de perdonarnos, inmunes a cualquier destino. Yermos ante un paraje yerto.
1) El Mago: «Porque yo contenía todas las posibilidades // para ser cualquier otro» (Poema I, págs. 14-15)
Vigilia auto-impuesta, voluntad de ser a pesar del no-ser o desear poder ser otros, porque, al fin y al cabo, el protagonista de esta intriga no es otro que cualquiera de nosotros.
2) La Sacerdotisa: «Yo soy la luz que siempre he perseguido». (Poema II, pág. 17)
La niebla, el infierno que es la vida y es la muerte, el desasosiego, el vacío de las sombras pero la vigilia incesante que lo transforma todo.
3) La Emperatriz: «Mi cuerpo es una casa iluminada // en medio de la noche, para nadie». (Poema III, pág. 24)
La heroicidad de estar despierto mientras se duerme —o todos duermen—, y la luz que sigue siendo el faro que previene de los escollos.
4) El Emperador: «Tapo mi rostro para hacerme un nuevo rostro». (Poema IV, pág. 27)
Aunque hay noches de tormenta, de mar bravío que aturde y despista, que confunde y provoca una luz distinta, lejana, apenas tangible que es leño e isla.
5) El Sumo Sacerdote: «Sé que llega la noche, susurrando // sus razones heladas». (Poema V, pág. 30)
Y la palabra, la voz que gime calma entre las olas porque, a veces, la orilla está más cerca de lo intuido que de lo vivido.
Platón, hace unos cuantos millares de años, definió al poeta como «un poseído». Neruda, más reciente, se autodenominaba “medium”. Y, entre uno y otro, a lo largo de la historia, no han faltado nunca referencias al carácter “iluminado” de quienes crean Poesía.
Pues bien: aquí tenéis a todo un vate. Y esta noche intentaré demostrar lo más brevemente posible en qué me baso para dicha afirmación y cuál es la revelación que en su Vigilia del asesino nos hace José Óscar López. Dadme unos segundos para prepararme, y comienzo enseguida con esta presentación.
Esto es un Tarot, basado en el de Marsella (de 1736), con sus 78 cartas. Pero sólo voy a extraer los arcanos mayores, esos 22 símbolos representativos de estados y situaciones. Empecemos, pues, con la interpretación y desvelemos algunos misterios de este libro.
0) El Loco: «Valga más lo real que lo ideal. // Déjeme la demencia». Miguel Espinosa (cita final del libro)
José Óscar, ese vate visionario de carne y sangre, de tripas y desvelos, jifero incruento e insomne de la vida, vaticina implacable el caos y la desdicha, el dolor y la mentira, el miedo y el laberinto insalvable que impone siempre volver —y volverse— a uno mismo, como si todos fuéramos ese extraño y extranjero Mr. Meursault, incapaces de perdonarnos, inmunes a cualquier destino. Yermos ante un paraje yerto.
1) El Mago: «Porque yo contenía todas las posibilidades // para ser cualquier otro» (Poema I, págs. 14-15)
Vigilia auto-impuesta, voluntad de ser a pesar del no-ser o desear poder ser otros, porque, al fin y al cabo, el protagonista de esta intriga no es otro que cualquiera de nosotros.
2) La Sacerdotisa: «Yo soy la luz que siempre he perseguido». (Poema II, pág. 17)
La niebla, el infierno que es la vida y es la muerte, el desasosiego, el vacío de las sombras pero la vigilia incesante que lo transforma todo.
3) La Emperatriz: «Mi cuerpo es una casa iluminada // en medio de la noche, para nadie». (Poema III, pág. 24)
La heroicidad de estar despierto mientras se duerme —o todos duermen—, y la luz que sigue siendo el faro que previene de los escollos.
4) El Emperador: «Tapo mi rostro para hacerme un nuevo rostro». (Poema IV, pág. 27)
Aunque hay noches de tormenta, de mar bravío que aturde y despista, que confunde y provoca una luz distinta, lejana, apenas tangible que es leño e isla.
5) El Sumo Sacerdote: «Sé que llega la noche, susurrando // sus razones heladas». (Poema V, pág. 30)
Y la palabra, la voz que gime calma entre las olas porque, a veces, la orilla está más cerca de lo intuido que de lo vivido.
6) Los Enamorados: «Me gusta lo constante y sucesivo. // Amo las sucesiones». (Poema VI, pág. 32)
Pero suceder y sucederse no siempre es avanzar sino decirse siempre las mismas palabras en otros tiempos, en otros mundos.
7) El carro: «Este es mi mundo, dije...». (Poema VII, pág. 34)
Entre la luz y las tinieblas existe acaso un duermevela que nos agota, y no sabemos ya si estamos sobrios o todo es fruto de una farsa.
8) La Justicia: «El ruido extraño de la vida cuando queda // registrada en el sueño...». (Poema VIII, pág. 38)
La herida precisa es luz de vida y sombra recobrada, un círculo de sueño interminable.
9) El Ermitaño: «Sigo inmóvil en el centro y doy vueltas // por el resto de todos los lugares». (Poema IX, pág. 39)
Girar incansablemente, siempre el mismo y eterno retorno, en otros rostros, en otras calles que son iguales y diferentes, y son las mismas. Retazos de otros tiempos en ojos que miran con los mismos ojos vacuos.
10) La Rueda de la Fortuna: «Un paisaje es un mundo que se basta a sí mismo». (Poema X, pág. 42)
Y vamos dejando atrás mundos apenas entrevistos, hacia donde nunca acabamos de saber si llegaremos a alguna parte o si el viaje se inició en lo más hondo.
11) La Fuerza: «He logrado ser nadie». (Poema XI, pág. 44)
Lograr, al fin, la dulce placidez del que no siente, del que no mira, del que no oye.
12) El Colgado: «Pues se me dio a escoger entre la vida // y la muerte, elegí la vida». (Poema XII, pág. 47)
La vida misma entre las manos, hacer del mal el bien más justo, pues quien elige dormir escoge ser libre.
13) La Muerte: «Libres al fin de esta cadena // que conmigo termina». (Poema XIII, pág. 57)
Dormir, morir... Soñar acaso...
14) La Templanza: «...aprendo lo que puedo, // cojo lo necesario para el viaje // que yo también emprenderé algún día...». (Poema XIV, pág. 62)
E intentar despertar, frente a un espejo que muestre nuestro rostro y no sus contornos difusos. Pero no basta echarse agua a la cara para mirarse sino que aún no hay espejo en el que reconocerse.
15) El Diablo: «Así aprenderá por fin a convertirse // en guardián de sí mismo». (Poema XV, pág. 66)
Ir contra sí mismo o contra aquel que nos observa en el espejo, a través de cualquier ventana que el viento bate hasta trizarla. Protegerse y caer es sólo un soplo.
16) La Torre: «Para llegar aquí no existe atajo alguno». (Poema XVI, pág. 67)
El ascenso a los infiernos comienza siempre por hallar el abismal cielo propio.
17) La Estrella: «La máquina del mundo engrasa demoníaca // el turbio mecanismo que nos nutre // y nos devora: espera su tributo». (Poema XVII, pág. 70)
Dirigido por la estela de aquel navío que lejos huyó por un océano cualquiera, volcamos sobre una tierra de destierro y cielo en brumas.
18) La Luna: «...es el odio quien me redime esta noche, mientras todo aquello // que tuve alguna vez cae despacio en invisibles cenagales...». (Poema XVIII, pág. 77)
Y empieza a desperezarse el mundo y su congoja, su realidad infausta. No queda acaso ni luz en las estrellas a la que renunciar o desprenderse.
19) El Sol: «Estoy viajando todo el tiempo, // más rápido y furioso cada vez...» (Poema XIX, pág. 78)
La vigilia estéril, el insomnio carente de sombras, pues todo está tan visible que duele ver y ser consciente.
20) El Juicio: «Lo comprendí hace tiempo: vivir no importa, // lo que importa es viajar». (Poema XX, pág. 81)
La somnolencia, la certera llegada del sueño que habrá de ensombrecer, al fin, todos los rostros.
21) El Mundo: «Dormí doscientas siete horas // y desperté en un mundo nuevo». (Poema 21, pág. 88)
Y pretender que, al despertar, todos los días ya no sean sino otra luz que no traiga más sombras.
Pero suceder y sucederse no siempre es avanzar sino decirse siempre las mismas palabras en otros tiempos, en otros mundos.
7) El carro: «Este es mi mundo, dije...». (Poema VII, pág. 34)
Entre la luz y las tinieblas existe acaso un duermevela que nos agota, y no sabemos ya si estamos sobrios o todo es fruto de una farsa.
8) La Justicia: «El ruido extraño de la vida cuando queda // registrada en el sueño...». (Poema VIII, pág. 38)
La herida precisa es luz de vida y sombra recobrada, un círculo de sueño interminable.
9) El Ermitaño: «Sigo inmóvil en el centro y doy vueltas // por el resto de todos los lugares». (Poema IX, pág. 39)
Girar incansablemente, siempre el mismo y eterno retorno, en otros rostros, en otras calles que son iguales y diferentes, y son las mismas. Retazos de otros tiempos en ojos que miran con los mismos ojos vacuos.
10) La Rueda de la Fortuna: «Un paisaje es un mundo que se basta a sí mismo». (Poema X, pág. 42)
Y vamos dejando atrás mundos apenas entrevistos, hacia donde nunca acabamos de saber si llegaremos a alguna parte o si el viaje se inició en lo más hondo.
11) La Fuerza: «He logrado ser nadie». (Poema XI, pág. 44)
Lograr, al fin, la dulce placidez del que no siente, del que no mira, del que no oye.
12) El Colgado: «Pues se me dio a escoger entre la vida // y la muerte, elegí la vida». (Poema XII, pág. 47)
La vida misma entre las manos, hacer del mal el bien más justo, pues quien elige dormir escoge ser libre.
13) La Muerte: «Libres al fin de esta cadena // que conmigo termina». (Poema XIII, pág. 57)
Dormir, morir... Soñar acaso...
14) La Templanza: «...aprendo lo que puedo, // cojo lo necesario para el viaje // que yo también emprenderé algún día...». (Poema XIV, pág. 62)
E intentar despertar, frente a un espejo que muestre nuestro rostro y no sus contornos difusos. Pero no basta echarse agua a la cara para mirarse sino que aún no hay espejo en el que reconocerse.
15) El Diablo: «Así aprenderá por fin a convertirse // en guardián de sí mismo». (Poema XV, pág. 66)
Ir contra sí mismo o contra aquel que nos observa en el espejo, a través de cualquier ventana que el viento bate hasta trizarla. Protegerse y caer es sólo un soplo.
16) La Torre: «Para llegar aquí no existe atajo alguno». (Poema XVI, pág. 67)
El ascenso a los infiernos comienza siempre por hallar el abismal cielo propio.
17) La Estrella: «La máquina del mundo engrasa demoníaca // el turbio mecanismo que nos nutre // y nos devora: espera su tributo». (Poema XVII, pág. 70)
Dirigido por la estela de aquel navío que lejos huyó por un océano cualquiera, volcamos sobre una tierra de destierro y cielo en brumas.
18) La Luna: «...es el odio quien me redime esta noche, mientras todo aquello // que tuve alguna vez cae despacio en invisibles cenagales...». (Poema XVIII, pág. 77)
Y empieza a desperezarse el mundo y su congoja, su realidad infausta. No queda acaso ni luz en las estrellas a la que renunciar o desprenderse.
19) El Sol: «Estoy viajando todo el tiempo, // más rápido y furioso cada vez...» (Poema XIX, pág. 78)
La vigilia estéril, el insomnio carente de sombras, pues todo está tan visible que duele ver y ser consciente.
20) El Juicio: «Lo comprendí hace tiempo: vivir no importa, // lo que importa es viajar». (Poema XX, pág. 81)
La somnolencia, la certera llegada del sueño que habrá de ensombrecer, al fin, todos los rostros.
21) El Mundo: «Dormí doscientas siete horas // y desperté en un mundo nuevo». (Poema 21, pág. 88)
Y pretender que, al despertar, todos los días ya no sean sino otra luz que no traiga más sombras.
Aquí están las cartas. La interpretación que esta pitonisa/presentadora ha hecho es la suya propia. Os toca ahora a cada uno de vosotros barajarlas y proceder a la tirada que os permita descifrar esta Vigilia del asesino. Pero no olvidéis colocarlas en su lugar oportuno, leyéndolas una tras otra, en su orden establecido. No debe hacerse una lectura de poesía al uso sino como el poema épico que, sin duda, es; y sólo siguiendo el curso de sus mapas e indicaciones será posible lograr la conclusión esperada y su veraz vaticinio.
Desde la carta de “El Mago” (el primer poema), hasta llegar a la 21, la del “Mundo” (último poema) leed con la premura que os pida cada uno o con la suavidad que, para mitigar el insomnio y sus fantasmas, fluye entre los versos, a veces endecasílabos sutiles o lapidarios, otras, alejandrinos, o bien extensos cual versículos bíblicos inagotables en su intensidad, o breves como el pentasílabo y heptasílabo que rompe el ritmo.
La lectura de un libro de poesía es una ruta hacia la conmoción. Prestad oídos y mirad con ojos claros lo que el tarot de José Óscar nos dibuja. Las claves vendrán por sí solas o no vendrán. Poco importará eso. Lo que sí importa, como bien dice en el poema XX, es viajar, aunque ese viaje sea en eterna nebulosa.
Desde la carta de “El Mago” (el primer poema), hasta llegar a la 21, la del “Mundo” (último poema) leed con la premura que os pida cada uno o con la suavidad que, para mitigar el insomnio y sus fantasmas, fluye entre los versos, a veces endecasílabos sutiles o lapidarios, otras, alejandrinos, o bien extensos cual versículos bíblicos inagotables en su intensidad, o breves como el pentasílabo y heptasílabo que rompe el ritmo.
La lectura de un libro de poesía es una ruta hacia la conmoción. Prestad oídos y mirad con ojos claros lo que el tarot de José Óscar nos dibuja. Las claves vendrán por sí solas o no vendrán. Poco importará eso. Lo que sí importa, como bien dice en el poema XX, es viajar, aunque ese viaje sea en eterna nebulosa.
RESEÑA DE VIGILIA DEL ASESINO
[El coloquio de los perros 12/04/2014]
[El coloquio de los perros 12/04/2014]
por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR
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JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ Y EL DELIRIO DEL VIAJE
--LLEGADA A LAS ISLAS--
--LLEGADA A LAS ISLAS--
por Mª CARMEN RUIZ GUERRERO
El punto de partida y nuestro lugar de encuentro es Llegada a las islas. Este es mi viaje de lectura acompañada de José Óscar López. Es un viaje intransferible en el que no viajamos solos ni hay un solo camino, hay libros que vienen con nosotros, películas, música, experiencias. Y es que leer a José Óscar es acercarse a una multiplicidad de voces. Pueden estar mencionadas de forma explícita en las primeras páginas, o en los poemas —como cita introductoria o dentro del mismo poema—, o como cierre al final de la lectura, como ocurre con Llegada a las islas. Otras veces son ecos de esas voces y de esas lecturas del autor. Son sus “samplers”.
Sin embargo, sus palabras nos llevan también a los textos que configuran nuestra propia historia lectora sin que hayan sido fuente real o explícita. Una lectura de cualquier texto es un viaje hacia nosotros mismos y hacia nuestra enciclopedia de palabras y sensaciones, de nuestra relación con la literatura, con la música, con el cine. Imágenes que acuden amontonándose, arremolinándose al recorrer las páginas, que provocan el impulso de leer para desentrañar. Somos arrojados del poema y al poema desde las palabras nuevas que no están dichas, pero que se remueven en el texto (laten, alientan, se retuercen). Se siente la necesidad de que la lectura sea infinita y se retroalimente, de buscar fuera de José Óscar López y buscar dentro.
Retomo mi viaje. ¿Qué otras voces reverberan y componen la sinfonía? ¿Y por qué esas precisamente? Llegada a las islas me hace volver a Modiano, a las calles de París por las que se busca su protagonista en Calle de las tiendas oscuras; se une también Roux, de Nocturno hindú, al que acompaña a su vez Nightingale, quien a su vez me conduce a Pessoa y a las puertas oníricas de El lobo estepario, junto a Harry Hall. Me sumerjo en los laberintos urbanos de Solenoide o de la trilogía Cegador de Mircea Cărtărescu. Regreso a la Guía del autoestopista galáctico de Douglas Adams, y a su ironía gamberra. Sólo por empezar un recorrido que se convierte en un verdadero laberinto con múltiples entradas y salidas. Calle de las tiendas oscuras de Patrick Modiano, y Nocturno hindú, de Antonio Tabucchi, son dos libros que leí en su lengua original hace más de veinte años y que se quedaron como imágenes de la búsqueda, errática y confusa, de la propia identidad, entre lo oscuro y el laberinto, la realidad y el sueño. Roux —Rouxinol— busca a su amigo Xavier —que después será Nightingale— en Nocturno hindú; pero, ¿tras de quién va realmente? ¿No es de sí mismo? ¿No es él quien se ha desorientado? José Óscar comienza Llegada a las islas con ‘Viaje imaginario’:
¿A decide marchar en dirección a B o es B quien deja que A se acerque? ¿Puede A atraer a B y hacerlo A, o viceversa? ¿Han sido A y B siempre distintos?
[...]
¿Por qué el movimiento, si viajar sólo nos lleva una y otra vez a nosotros mismos, cuando nosotros ya no estamos pero seguimos insistiendo?
El protagonista de Calle de las tiendas oscuras también busca y se busca al otro lado de la memoria. La amnesia lo ha colocado en un nuevo punto de partida y debe hacer el recorrido inverso para encontrarse, a la vez que busca/encuentra a las personas que formaban parte de esa vida anterior que desconoce. Es el momento de emprender un viaje, un viaje nocturno y extraviado. Los contornos de la ciudad están emborronados, pero se continúa con el camino, que es indagación y reencuentro, quizás con fantasmas, los que nos conforman y aquellos de quienes formaron parte de nuestra vida:
Cruzó por mí una impresión, como esos jirones fugitivos de sueño con los que intentamos hacernos al despertar para reconstruir el sueño entero. Me veía caminando por un París oscuro y empujando la puerta de aquel edificio de la calle de Cambacérès. Entonces se me quedaban de repente los ojos deslumbrados y ya no veía nada durante unos segundos de tanto como contrastaba aquella luz blanca del portal con la oscuridad de fuera.
[...]
Creo que en los portales de los edificios se oyen aún los pasos de quienes tenían costumbre de cruzarlos y, luego, desaparecieron. Algo sigue vibrando después de que pasaran ellos, ondas cada vez más débiles, pero que captamos si estamos atentos. En el fondo, a lo mejor no había sido nunca aquel Pedro McEvoy, no era nada, pero había unas ondas que cruzaban por mí, ora lejanas, ora más fuertes, y todos aquellos ecos dispersos, que flotaban en el aire, cristalizaban y aparecía yo.
Sin embargo, sus palabras nos llevan también a los textos que configuran nuestra propia historia lectora sin que hayan sido fuente real o explícita. Una lectura de cualquier texto es un viaje hacia nosotros mismos y hacia nuestra enciclopedia de palabras y sensaciones, de nuestra relación con la literatura, con la música, con el cine. Imágenes que acuden amontonándose, arremolinándose al recorrer las páginas, que provocan el impulso de leer para desentrañar. Somos arrojados del poema y al poema desde las palabras nuevas que no están dichas, pero que se remueven en el texto (laten, alientan, se retuercen). Se siente la necesidad de que la lectura sea infinita y se retroalimente, de buscar fuera de José Óscar López y buscar dentro.
Retomo mi viaje. ¿Qué otras voces reverberan y componen la sinfonía? ¿Y por qué esas precisamente? Llegada a las islas me hace volver a Modiano, a las calles de París por las que se busca su protagonista en Calle de las tiendas oscuras; se une también Roux, de Nocturno hindú, al que acompaña a su vez Nightingale, quien a su vez me conduce a Pessoa y a las puertas oníricas de El lobo estepario, junto a Harry Hall. Me sumerjo en los laberintos urbanos de Solenoide o de la trilogía Cegador de Mircea Cărtărescu. Regreso a la Guía del autoestopista galáctico de Douglas Adams, y a su ironía gamberra. Sólo por empezar un recorrido que se convierte en un verdadero laberinto con múltiples entradas y salidas. Calle de las tiendas oscuras de Patrick Modiano, y Nocturno hindú, de Antonio Tabucchi, son dos libros que leí en su lengua original hace más de veinte años y que se quedaron como imágenes de la búsqueda, errática y confusa, de la propia identidad, entre lo oscuro y el laberinto, la realidad y el sueño. Roux —Rouxinol— busca a su amigo Xavier —que después será Nightingale— en Nocturno hindú; pero, ¿tras de quién va realmente? ¿No es de sí mismo? ¿No es él quien se ha desorientado? José Óscar comienza Llegada a las islas con ‘Viaje imaginario’:
¿A decide marchar en dirección a B o es B quien deja que A se acerque? ¿Puede A atraer a B y hacerlo A, o viceversa? ¿Han sido A y B siempre distintos?
[...]
¿Por qué el movimiento, si viajar sólo nos lleva una y otra vez a nosotros mismos, cuando nosotros ya no estamos pero seguimos insistiendo?
El protagonista de Calle de las tiendas oscuras también busca y se busca al otro lado de la memoria. La amnesia lo ha colocado en un nuevo punto de partida y debe hacer el recorrido inverso para encontrarse, a la vez que busca/encuentra a las personas que formaban parte de esa vida anterior que desconoce. Es el momento de emprender un viaje, un viaje nocturno y extraviado. Los contornos de la ciudad están emborronados, pero se continúa con el camino, que es indagación y reencuentro, quizás con fantasmas, los que nos conforman y aquellos de quienes formaron parte de nuestra vida:
Cruzó por mí una impresión, como esos jirones fugitivos de sueño con los que intentamos hacernos al despertar para reconstruir el sueño entero. Me veía caminando por un París oscuro y empujando la puerta de aquel edificio de la calle de Cambacérès. Entonces se me quedaban de repente los ojos deslumbrados y ya no veía nada durante unos segundos de tanto como contrastaba aquella luz blanca del portal con la oscuridad de fuera.
[...]
Creo que en los portales de los edificios se oyen aún los pasos de quienes tenían costumbre de cruzarlos y, luego, desaparecieron. Algo sigue vibrando después de que pasaran ellos, ondas cada vez más débiles, pero que captamos si estamos atentos. En el fondo, a lo mejor no había sido nunca aquel Pedro McEvoy, no era nada, pero había unas ondas que cruzaban por mí, ora lejanas, ora más fuertes, y todos aquellos ecos dispersos, que flotaban en el aire, cristalizaban y aparecía yo.
[Calle de las tiendas oscuras, páginas 115-116]
Sigo ese camino inverso, y José Óscar López me acompaña cada vez que leo un libro que evoca su escritura, aunque él nunca lo haya leído. Lo haya leído o no. Son los vasos comunicantes de la literatura que nos hacen leer no solo en linealidad, sino también en densidad. No es un hilo, sino una red compleja y caóticamente entramada que crece al tiempo que se contorsiona. Más allá, el deseo de leer que nace de la lectura: quiero leer a Pynchon, a Ashbery, volver a Rimbaud o a Hölderlin, a Cavafis, a Pavese, a Homero.
Y escribo escuchando a The Cure —‘The same deep water as you’— y a Bowie —‘Space Oddity’—. Y me salen al paso imágenes de El cielo sobre Berlín —‘Realidad 19’— o de El séptimo sello —‘Amigos imaginarios’—, y me pregunto hasta qué punto la evocación está motivada; pero esa conexión ya se ha producido:
REALIDAD 19
La rueda de los días avanza inexorable,
la noche se deshace entre sus dedos.
Los ángeles de la mañana bostezan en las paradas de autobuses. [página 69]
La primera parte de ‘Amigos imaginarios’ termina diciendo:
Tomábamos café junto a una catedral barroca, y me decía: «Las mejores son aquellas en las que se habla tanto del cielo como de la tierra y el enemigo sólo habla o reflexiona, y ve pasar el tiempo, así, mientras la guerra es librada sobre un inofensivo tablero de ajedrez». [páginas 70 y 71]
La música punk, Star Wars, los héroes del cómic, la mitología clásica, la Biblia..., nada queda fuera de la poesía de José Óscar López. La vida, el pensamiento, lo cotidiano, el arte en todas sus formas, la realidad, el delirio. Me detengo aquí. El delirio es uno de los ingredientes imprescindibles de la vida y, por tanto, junto a lo que llamamos convencionalmente realidad, debe también formar parte de la literatura. Lo recordaba José Óscar López en aquella entrevista en Zalacaín que le hizo Héctor Tarancón Royo publicada en la revista Magma. Es ahí donde José Óscar me conduce directamente hacia Mircea Cărtărescu y sus libros, sobre todo Solenoide y la trilogía Cegador. ¿Dónde empieza la realidad y dónde el delirio? ¿Dónde el sueño y dónde la vigilia? En los poemas de José Óscar se entrecruzan los distintos planos de la vida, delirante y real, porque forman parte de manera indisociable de lo que somos. Ahí está la Bucarest onírica y desquiciada de Cărtărescu, con sus infinitos e inquietantes subterráneos, y ahí la ciudad de ‘Una temporada en el infierno’ [página 33] de José Óscar López:
Qué calor infernal hace estos días
y qué escaso provecho
si insistes en sacarle algo de jugo
a esta pulpa espejeante y exhausta
de sí misma, del fuego que la cerca,
de todas estas calles, escenarios
perfectos para alguna pesadilla,
ideas abrasivas como virus
que arrasan tus fronteras
de saliva y sudor, de insomnio mientras brillan los neones
de la posibilidad, de todo lo que quieras o imagines,
chaval, me dijo
antes de ir a por la mercancía,
pero mientras llegas al final de tu nueva ciudad
qué solos estamos.
O de ‘El paseo’ [página 39]:
1
Te he estado buscando durante horas y la ciudad estaba vacía, una ciudad fantasma. Cuando he comprendido que ya no iba a encontrarte era de noche, y sólo entonces me he dado cuenta de que me rodeaban cientos, miles de personas; aparecían poco a poco, uno a uno, y habían estado ahí todo el tiempo: de un lado para otro, ajetreados y febriles, sumidos en sus propias pasiones y sus ruedas, sus locuras privadas, en sus risas, en su olvido.
Habían pasado horas, quizás toda una vida. Asustado, he vuelto a casa.
2
En el desvalimiento de bicicletas rotas se escondía alguna pesadilla nuclear, la fusión de los polos, la desaparición de aves y peces; estanques y tendidos de la luz, avenidas, rotondas; tensadas para nadie. La soledad de los comercios. Donde elijo perderme, y nunca compro nada.
Todo lo imaginé. Luego llegue [sic] corriendo aquí, y vine a transcribirlo: todas esas palabras, esas luces que jamás existieron. Porque se sostenían en tu ausencia y durarán, incomprensibles, para siempre.
Quiero decir: creo que no vas a volver.
Y escribo escuchando a The Cure —‘The same deep water as you’— y a Bowie —‘Space Oddity’—. Y me salen al paso imágenes de El cielo sobre Berlín —‘Realidad 19’— o de El séptimo sello —‘Amigos imaginarios’—, y me pregunto hasta qué punto la evocación está motivada; pero esa conexión ya se ha producido:
REALIDAD 19
La rueda de los días avanza inexorable,
la noche se deshace entre sus dedos.
Los ángeles de la mañana bostezan en las paradas de autobuses. [página 69]
La primera parte de ‘Amigos imaginarios’ termina diciendo:
Tomábamos café junto a una catedral barroca, y me decía: «Las mejores son aquellas en las que se habla tanto del cielo como de la tierra y el enemigo sólo habla o reflexiona, y ve pasar el tiempo, así, mientras la guerra es librada sobre un inofensivo tablero de ajedrez». [páginas 70 y 71]
La música punk, Star Wars, los héroes del cómic, la mitología clásica, la Biblia..., nada queda fuera de la poesía de José Óscar López. La vida, el pensamiento, lo cotidiano, el arte en todas sus formas, la realidad, el delirio. Me detengo aquí. El delirio es uno de los ingredientes imprescindibles de la vida y, por tanto, junto a lo que llamamos convencionalmente realidad, debe también formar parte de la literatura. Lo recordaba José Óscar López en aquella entrevista en Zalacaín que le hizo Héctor Tarancón Royo publicada en la revista Magma. Es ahí donde José Óscar me conduce directamente hacia Mircea Cărtărescu y sus libros, sobre todo Solenoide y la trilogía Cegador. ¿Dónde empieza la realidad y dónde el delirio? ¿Dónde el sueño y dónde la vigilia? En los poemas de José Óscar se entrecruzan los distintos planos de la vida, delirante y real, porque forman parte de manera indisociable de lo que somos. Ahí está la Bucarest onírica y desquiciada de Cărtărescu, con sus infinitos e inquietantes subterráneos, y ahí la ciudad de ‘Una temporada en el infierno’ [página 33] de José Óscar López:
Qué calor infernal hace estos días
y qué escaso provecho
si insistes en sacarle algo de jugo
a esta pulpa espejeante y exhausta
de sí misma, del fuego que la cerca,
de todas estas calles, escenarios
perfectos para alguna pesadilla,
ideas abrasivas como virus
que arrasan tus fronteras
de saliva y sudor, de insomnio mientras brillan los neones
de la posibilidad, de todo lo que quieras o imagines,
chaval, me dijo
antes de ir a por la mercancía,
pero mientras llegas al final de tu nueva ciudad
qué solos estamos.
O de ‘El paseo’ [página 39]:
1
Te he estado buscando durante horas y la ciudad estaba vacía, una ciudad fantasma. Cuando he comprendido que ya no iba a encontrarte era de noche, y sólo entonces me he dado cuenta de que me rodeaban cientos, miles de personas; aparecían poco a poco, uno a uno, y habían estado ahí todo el tiempo: de un lado para otro, ajetreados y febriles, sumidos en sus propias pasiones y sus ruedas, sus locuras privadas, en sus risas, en su olvido.
Habían pasado horas, quizás toda una vida. Asustado, he vuelto a casa.
2
En el desvalimiento de bicicletas rotas se escondía alguna pesadilla nuclear, la fusión de los polos, la desaparición de aves y peces; estanques y tendidos de la luz, avenidas, rotondas; tensadas para nadie. La soledad de los comercios. Donde elijo perderme, y nunca compro nada.
Todo lo imaginé. Luego llegue [sic] corriendo aquí, y vine a transcribirlo: todas esas palabras, esas luces que jamás existieron. Porque se sostenían en tu ausencia y durarán, incomprensibles, para siempre.
Quiero decir: creo que no vas a volver.
La ciudad y su geografía como lugar en el que buscar y perderse es central en Modiano, en Tabucchi, en Cărtărescu, en José Óscar López. La necesidad de la escritura que la recoge y construye el sentido, si es que lo hay, es asimismo imprescindible.
SCHÖNBERG Y BUKOWSKI
Un hombre se despierta a cada instante
en un lugar equivocado, pero insiste
en dejar por escrito
(que escribe, que registra,
sin olvidar incluirse a sí mismo
en)
el peso y las dimensiones
de su pequeño mundo:
(apunta en su cuaderno):
SCHÖNBERG Y BUKOWSKI
Un hombre se despierta a cada instante
en un lugar equivocado, pero insiste
en dejar por escrito
(que escribe, que registra,
sin olvidar incluirse a sí mismo
en)
el peso y las dimensiones
de su pequeño mundo:
(apunta en su cuaderno):
[Llegada a las islas, página 74]
Saqué luego de la bolsa mi último objeto, la última posesión, mi última justificación sobre la faz de la tierra. Mi manuscrito, los humildes cuadernos hinchados por el peso de la tinta, manchados por las huellas circulares del café, en los que había escrito a lo largo de los años procurando comprender mis anomalías, mi mente y mi vida. Me eché a llorar y mojé la última página con mis lágrimas, como se hace cuando elevas una ofrenda ante un altar.
[Solenoide, páginas 783-784]
En ese lugar de encuentro entre Cărtărescu y José Óscar López aparezco repentinamente en ‘Agorafobia’, de Fragmentos de un mundo acelerado [páginas 131-132], en la sección “Catálogo de patologías”. La amenaza de la realidad, de los espacios abiertos, del cielo, me traen al protagonista de Solenoide, cuyo terror a contemplar las estrellas lo obliga a esconderse y le hace casi perder el sentido:
AGORAFOBIA
Pero debo salir. Debo viajar entre ciudades a menudo, a causa de mi trabajo. Un día tras otro, atravieso con terror los parajes abiertos que separan mi casa de aquellas poblaciones donde las avenidas son siempre muy anchas, abiertas en exceso, como tajos abiertos en el gran cuerpo moribundo de un animal que no termina nunca de morir; con plazas y jardines sobre los que pesa un cielo real, demasiado real por gigantesco, que me recuerda cada día la amenaza constante que supone vivir aquí.
[...]
¿Por qué los hombres necesitan vivir en estas urbes gigantescas? Si hubo un creador, ¿qué megalomanía le condujo a habilitar estos vastos páramos para que la vida se arrastrase diminuta, insuficiente, en forma de larvas y escarabajos, de hormigas que, en su labor, arrastran como carga una proporción ínfima de realidad?
AGORAFOBIA
Pero debo salir. Debo viajar entre ciudades a menudo, a causa de mi trabajo. Un día tras otro, atravieso con terror los parajes abiertos que separan mi casa de aquellas poblaciones donde las avenidas son siempre muy anchas, abiertas en exceso, como tajos abiertos en el gran cuerpo moribundo de un animal que no termina nunca de morir; con plazas y jardines sobre los que pesa un cielo real, demasiado real por gigantesco, que me recuerda cada día la amenaza constante que supone vivir aquí.
[...]
¿Por qué los hombres necesitan vivir en estas urbes gigantescas? Si hubo un creador, ¿qué megalomanía le condujo a habilitar estos vastos páramos para que la vida se arrastrase diminuta, insuficiente, en forma de larvas y escarabajos, de hormigas que, en su labor, arrastran como carga una proporción ínfima de realidad?
SOLENOIDE [páginas 625-626]:
De repente observo que sobre mí, en la oscuridad del cielo, han aparecido las estrellas. Me abruma mi miedo antiguo a las estrellas, me ahogo como si estuviera en el fondo de unas aguas profundas y las estrellas fueran el brillo de las olas en la superficie. No habría entrado, esa noche, en casa de los Olaru, habría regresado y habría caminado de vuelta por el laberinto de calles empedradas si no hubiera sentido de repente la necesidad de esconderme, la urgencia de escapar de las estrellas. Me abalancé casi en el patio y pulsé el timbre.
Me abre Valeria [...]. No sé qué decirle, solo siento la necesidad aterrada de salir huyendo, aunque sea a un agujero en la tierra, cualquier cosa con tal de no estar de noche al aire libre.
Ambos se consideran deudores de Pynchon. Vuelve el deseo —ya casi avidez— de leer sus obras, que no conozco, y de buscar los nexos entre los tres escritores.
Otra estación. Ligados al delirio, los sueños, que son un elemento recurrente de Llegada a las islas. ‘Amigos imaginarios’ (2 y 3) [páginas 72 y 73], por ejemplo, nos conduce a ‘Las ruinas circulares’ de Borges:
De repente observo que sobre mí, en la oscuridad del cielo, han aparecido las estrellas. Me abruma mi miedo antiguo a las estrellas, me ahogo como si estuviera en el fondo de unas aguas profundas y las estrellas fueran el brillo de las olas en la superficie. No habría entrado, esa noche, en casa de los Olaru, habría regresado y habría caminado de vuelta por el laberinto de calles empedradas si no hubiera sentido de repente la necesidad de esconderme, la urgencia de escapar de las estrellas. Me abalancé casi en el patio y pulsé el timbre.
Me abre Valeria [...]. No sé qué decirle, solo siento la necesidad aterrada de salir huyendo, aunque sea a un agujero en la tierra, cualquier cosa con tal de no estar de noche al aire libre.
Ambos se consideran deudores de Pynchon. Vuelve el deseo —ya casi avidez— de leer sus obras, que no conozco, y de buscar los nexos entre los tres escritores.
Otra estación. Ligados al delirio, los sueños, que son un elemento recurrente de Llegada a las islas. ‘Amigos imaginarios’ (2 y 3) [páginas 72 y 73], por ejemplo, nos conduce a ‘Las ruinas circulares’ de Borges:
2
Fui al desierto pero no para quedarme, aunque me quedé dormido. Dejé mi mente en blanco, vacía: eso lo explica todo. Me encontraba cansado, me cansaban la gente, las ideas, las cosas, los deberes: en todo, en general, sólo encontraba agotamiento. Aburrimiento. Así que probaré, me dije, a encontrarme a mí mismo. A hablar conmigo mismo.
Fui a inventar alguna historia, una novela, algún poema: quise escribir y construir, y construirme sin saberlo, a través de lo que imaginase. Iba a hacerlo todo en mi cabeza: no me llevé papel, piedras, tijeras, nada. Ahí estaba yo, era lo único que iba a construir. Pero finalmente no construí ni escribí nada.
No yo: lo hizo todo el sueño.
Si hubiese podido, habría ido desnudo. Pero soñé que estaba desnudo. No recuerdo más del sueño.
Fui a inventar alguna historia, una novela, algún poema: quise escribir y construir, y construirme sin saberlo, a través de lo que imaginase. Iba a hacerlo todo en mi cabeza: no me llevé papel, piedras, tijeras, nada. Ahí estaba yo, era lo único que iba a construir. Pero finalmente no construí ni escribí nada.
No yo: lo hizo todo el sueño.
Si hubiese podido, habría ido desnudo. Pero soñé que estaba desnudo. No recuerdo más del sueño.
3
Soñé que dormía, y dormí.
El delirio y los sueños como materia esencial de la literatura, y de la vida. Y Kafka. Y de nuevo Fragmentos de un mundo acelerado. Leemos:
He tenido un sueño intranquilo, llevo teniéndolos desde hace tiempo. Después, siempre despierto con una gran tensión, como si yo estuviera a punto de ser transformado en algo terrible. Pero por alguna razón esta transformación no se consuma.
Si por lo menos una vez me despertase convertido en ese algo, si se resolviese la incógnita de los sueños que luego no recuerdo, si toda esta incertidumbre desapareciese y yo supiera por fin qué clase de monstruosidad anida en mi interior y late cada noche secreta y verdadera, más real que la carcasa ridícula y sin sustancia, feble, insuficiente, a la que me veo condenado a dar vida a lo largo del día, antes de volver a dormirme y ser, sin recordarlo y sin consciencia, ese demonio prodigioso que me sostiene desde alguna parte y que me justifica en esta desesperante demora que no parece vaya a terminar jamás.
El delirio y los sueños como materia esencial de la literatura, y de la vida. Y Kafka. Y de nuevo Fragmentos de un mundo acelerado. Leemos:
He tenido un sueño intranquilo, llevo teniéndolos desde hace tiempo. Después, siempre despierto con una gran tensión, como si yo estuviera a punto de ser transformado en algo terrible. Pero por alguna razón esta transformación no se consuma.
Si por lo menos una vez me despertase convertido en ese algo, si se resolviese la incógnita de los sueños que luego no recuerdo, si toda esta incertidumbre desapareciese y yo supiera por fin qué clase de monstruosidad anida en mi interior y late cada noche secreta y verdadera, más real que la carcasa ridícula y sin sustancia, feble, insuficiente, a la que me veo condenado a dar vida a lo largo del día, antes de volver a dormirme y ser, sin recordarlo y sin consciencia, ese demonio prodigioso que me sostiene desde alguna parte y que me justifica en esta desesperante demora que no parece vaya a terminar jamás.
[‘La transformación’, Fragmentos de un mundo acelerado, página 136]
Por fin saben que todo era cuestión
de tratar de tocar las cosas con los dedos:
un tablero de go, scrabble y oportos en un hotel, un fin de semana,
y unas cornejas avistadas en sueños recurrentes, volando a través
de almenas fantásticamente altas y detalladas.
de tratar de tocar las cosas con los dedos:
un tablero de go, scrabble y oportos en un hotel, un fin de semana,
y unas cornejas avistadas en sueños recurrentes, volando a través
de almenas fantásticamente altas y detalladas.
[‘Movimiento sin moverse’, Llegada a las islas, página 37]
También los sueños en Cărtărescu se funden y se confunden con la realidad —tienen su propio espacio narrativo—, como ocurre en Nocturno hindú cuando Roux sueña con «Alfonso de Alburquerque, virrey de las Indias». En el sueño y a través de los sueños se desvelan una parte importante de las claves del relato.
Pero seguimos el viaje, y nos encontramos con Kerouac y con su novela En el camino. Nos llevan a ella, desde el título, los poemas ‘En el camino’ [página 56] y ‘Los ladrones de tabaco [página 57]:
EN EL CAMINO
Nadie con quien conversar durante días,
penitencias impuestas por costumbres,
periódicos. Viajar porque sí pero hasta dónde,
hoteles improbables como límites o pruebas
en tardes desapacibles, con viajes hasta la terraza
y sueños con libros de páginas tachadas
que acabarán, tarde o temprano, una buena mañana,
aunque sus ojos permanezcan impolutos
de tanto estar abiertos, esperando, ansiando
esta pequeña resurrección o trampilla de salida
en la que alguien venga a darle al fin los buenos días.
LOS LADRONES DE TABACO
Las plantaciones ocuparían todo el valle
durante cinco años, como poco.
Por las noches jugaban a los dados y bebían,
fingían otras vidas mientras alguien, cerca,
seguía su cháchara y una copa en su mano,
observado de cerca por un espejo roto,
haciendo disquisiciones paranoicas sobre los amos de la realidad.
Y nos acercamos a las islas. Otra parada, el destino al que ansiamos llegar junto al poeta:
POR QUÉ NO ESTOY AQUÍ
Llegué hasta allí y contemplé el camino que me llevó hasta aquí. Quise probar después con todas esas islas, caminos en el agua, senderos sin oxígeno: un recorrido anfibio, abierto por cuchillos.
Pasaron pájaros, cuchillos, más allá. Debía estar la ruta. No fijarla, olvidarla, negarla ante los jueces. No hay un tribunal más allá de ti mismo: caminas, juzgas, sigues caminando.
Sólo si olvidas que has llegado habrás llegado.
Eres juzgado, olvídalo: sé justo, porque sé que no serás benévolo.
Pero seguimos el viaje, y nos encontramos con Kerouac y con su novela En el camino. Nos llevan a ella, desde el título, los poemas ‘En el camino’ [página 56] y ‘Los ladrones de tabaco [página 57]:
EN EL CAMINO
Nadie con quien conversar durante días,
penitencias impuestas por costumbres,
periódicos. Viajar porque sí pero hasta dónde,
hoteles improbables como límites o pruebas
en tardes desapacibles, con viajes hasta la terraza
y sueños con libros de páginas tachadas
que acabarán, tarde o temprano, una buena mañana,
aunque sus ojos permanezcan impolutos
de tanto estar abiertos, esperando, ansiando
esta pequeña resurrección o trampilla de salida
en la que alguien venga a darle al fin los buenos días.
LOS LADRONES DE TABACO
Las plantaciones ocuparían todo el valle
durante cinco años, como poco.
Por las noches jugaban a los dados y bebían,
fingían otras vidas mientras alguien, cerca,
seguía su cháchara y una copa en su mano,
observado de cerca por un espejo roto,
haciendo disquisiciones paranoicas sobre los amos de la realidad.
Y nos acercamos a las islas. Otra parada, el destino al que ansiamos llegar junto al poeta:
POR QUÉ NO ESTOY AQUÍ
Llegué hasta allí y contemplé el camino que me llevó hasta aquí. Quise probar después con todas esas islas, caminos en el agua, senderos sin oxígeno: un recorrido anfibio, abierto por cuchillos.
Pasaron pájaros, cuchillos, más allá. Debía estar la ruta. No fijarla, olvidarla, negarla ante los jueces. No hay un tribunal más allá de ti mismo: caminas, juzgas, sigues caminando.
Sólo si olvidas que has llegado habrás llegado.
Eres juzgado, olvídalo: sé justo, porque sé que no serás benévolo.
[Llegada a las islas, página 63]
LLEGADA A LAS ISLAS
escribir es abrir los ojos mientras siguen cerrados,
los límites del mundo son los muros de la celda, sentidos
que quisiste volcar durante demasiado tiempo al otro lado
de ti mismo?
Dijiste miedo: así cruzaste los valles y montañas que aún te
separaban de ti mismo.
abrir los ojos a los ojos que se abren por ti, mientras los tuyos,
al fin, pueden estar cerrados y dejar de ser tuyos, sólo así son
tuyos y están abiertos,
sintiéndose al final de un largo viaje a partir del cual nunca
más estarás solo, ves las islas, están a tu alcance, salvados de alguna
forma si es que alguna vez lo estuvimos,
escribir es abrir los ojos mientras siguen cerrados,
los límites del mundo son los muros de la celda, sentidos
que quisiste volcar durante demasiado tiempo al otro lado
de ti mismo?
Dijiste miedo: así cruzaste los valles y montañas que aún te
separaban de ti mismo.
abrir los ojos a los ojos que se abren por ti, mientras los tuyos,
al fin, pueden estar cerrados y dejar de ser tuyos, sólo así son
tuyos y están abiertos,
sintiéndose al final de un largo viaje a partir del cual nunca
más estarás solo, ves las islas, están a tu alcance, salvados de alguna
forma si es que alguna vez lo estuvimos,
[Llegada a las islas, páginas 99-100]
Y de repente resuenan los versos de ‘Esta isla’ de Auden, y su invitación —Rimbaud, Hölderlin, Vallejo, sus islas, ya nos acompañaban—:
Mira, extranjero, esta isla que ahora
la luz saltarina te desvela para tu deleite,
asiéntate aquí
y vive en paz,
que por los canales de tu oído
pueda escurrirse como un río
el ruido oscilante del mar.
Fragmentos. La literatura está hecha de fragmentos, como la vida, como la posibilidad del sentido, y José Óscar López nos trae las palabras que nos lo advierten (y el punto de vista de Roland Barthes, de Deleuze, de Derrida y su teoría deconstructivista). En Llegada a las islas son recurrentes las referencias al fragmento, a los pedazos:
Si sólo pueden decirse fragmentos, ¿no debiera recurrirse a aquellos que mejor explican todo o nada? ¿Debiera recurrirse a lo inesperado convencional o esperar tranquilamente aquello que esperamos y que de todas formas nos redima, aunque ya no quede nada de lo que tengamos que redimirnos, en un presente que es eterno al construirlo a diario y que está en todas partes?
Mira, extranjero, esta isla que ahora
la luz saltarina te desvela para tu deleite,
asiéntate aquí
y vive en paz,
que por los canales de tu oído
pueda escurrirse como un río
el ruido oscilante del mar.
Fragmentos. La literatura está hecha de fragmentos, como la vida, como la posibilidad del sentido, y José Óscar López nos trae las palabras que nos lo advierten (y el punto de vista de Roland Barthes, de Deleuze, de Derrida y su teoría deconstructivista). En Llegada a las islas son recurrentes las referencias al fragmento, a los pedazos:
Si sólo pueden decirse fragmentos, ¿no debiera recurrirse a aquellos que mejor explican todo o nada? ¿Debiera recurrirse a lo inesperado convencional o esperar tranquilamente aquello que esperamos y que de todas formas nos redima, aunque ya no quede nada de lo que tengamos que redimirnos, en un presente que es eterno al construirlo a diario y que está en todas partes?
[‘Viaje imaginario’, Llegada a las islas, página 15]
Trabajaban a ratos en un bar, y el resto de los ratos
rodaban juntos vídeos digitales, breves escenas
para historias absurdas y argumentos de algún largometraje
que no querían terminar, ni se lo planteaban:
fragmentos de una vida peligrosa con los que festejar
de forma oblicua y exultante madrugadas muy largas,
al principio y, después y cada vez, más cortas
rodaban juntos vídeos digitales, breves escenas
para historias absurdas y argumentos de algún largometraje
que no querían terminar, ni se lo planteaban:
fragmentos de una vida peligrosa con los que festejar
de forma oblicua y exultante madrugadas muy largas,
al principio y, después y cada vez, más cortas
[‘Movimiento sin moverse’, Llegada a las islas, página 36]
Ven de una vez, dijo, solo nos resta
conservar los pedazos de aquello que nos salva
y darnos al abrigo de cualquier carretera.
conservar los pedazos de aquello que nos salva
y darnos al abrigo de cualquier carretera.
[‘Comercial’, Llegada a las islas, página 53]
En su conversación con Christine, el narrador protagonista de Nocturno hindú [páginas 134-135] responde a su pregunta con una idea muy cercana:
—Cuénteme la novela, ánimo —dijo ella en un momento dado—, me muero de curiosidad, no me tenga en ascuas.
—Pero es que ni es una novela —protesté yo—, son sólo trozos sueltos, ni siquiera existe una verdadera historia, son sólo fragmentos de una historia. Y además no lo estoy escribiendo, he dicho supongamos que lo estuviera escribiendo.
[...]
—La esencia es que en este libro yo soy alguien que se pierde en la India —repetí—, digámoslo así. Hay otro que me está buscando, pero yo no tengo ninguna intención de dejar que me encuentre. Le he visto llegar, le he seguido día tras día, podría decir. Conozco sus preferencias, sus arrebatos y sus resquemores, sus generosidades y sus miedos. Le tengo prácticamente bajo control. Él, en cambio, de mí apenas sabe nada. Tiene alguna pista vaga: una carta, testimonios confusos o reticentes, una nota muy genérica: señales, fragmentos que intenta laboriosamente encajar.
[...]
—¿Y él por qué le está buscando con tanta insistencia?
—Quién sabe —dije yo—, es difícil saberlo, es algo que no sé ni siquiera yo, que lo escribo. Tal vez busque un pasado, una respuesta a algo. Tal vez desee aferrar algo que antes no supo ver. Quiero decir, es como si se buscase a sí mismo, al buscarme a mí: en los libros eso pasa a menudo, es literatura.
Repito la cita inicial, de ‘Viaje imaginario’:
¿A decide marchar en dirección a B o es B quien deja que A se acerque? ¿Puede A atraer a B y hacerlo A, o viceversa? ¿Han sido A y B siempre distintos?
[...]
¿Por qué el movimiento, si viajar sólo nos lleva una y otra vez a nosotros mismos, cuando nosotros ya no estamos pero seguimos insistiendo?
En ‘Bestiario’, el último poema de Animal fabuloso, nos aconseja:
No confíes en nada de lo que te rodea,
todo son filtraciones de uno mismo,
así que rómpete a ti mismo y deja
que aflore lenta de entre tus pedazos
la verdad siempre ajena, innumerable.
El protagonista de Solenoide reúne desde su infancia objetos que, como un puzle, sean capaces de decir quién es:
Con estas naderías heterotópicas y absurdas, con estas piezas de puzle, los objetos más inútiles sobre la faz de la tierra, me presentaré en el juicio. Podría presentarme igualmente con Crítica de la razón pura o con la Virgen entre las rosas, o con Principia Mathematica. No habría diferencia alguna. El tablero es infinito, sus casillas están torcidas y son fluidas como el agua: además, cada una es de un color distinto. El rey y la reina enemigos son tan gigantescos que no puedes contemplar nunca más de un átomo de su madera de ébano. Y tú, con todas tus piezas, ocupas tan solo el rincón —del tamaño de la punta de una aguja— de una sola casilla. [página 756]
Fragmentos. Trozos sueltos. Pedazos. Piezas de un puzle.
Se va acercando el final del viaje, aunque quizás sea sólo el principio. Llegada a las islas... ¿las que somos cada uno de nosotros? ¿Es imposible encontrarnos en un único lugar? ¿No existe la unidad ideal? Somos un archipiélago. Fragmentos. Como los Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes, como los Fragmentos de un libro futuro de José Ángel Valente, como los Fragmentos de un mundo acelerado, del propio José Óscar. ¿Cuántos ecos seguirán resonando? Sé que José Óscar López estará conmigo cuando abra un libro, cuando algunas páginas se conviertan en búsqueda. Y esa lectura será única, como este viaje. Seré una isla, el fragmento de una isla en un confuso archipiélago.
—Cuénteme la novela, ánimo —dijo ella en un momento dado—, me muero de curiosidad, no me tenga en ascuas.
—Pero es que ni es una novela —protesté yo—, son sólo trozos sueltos, ni siquiera existe una verdadera historia, son sólo fragmentos de una historia. Y además no lo estoy escribiendo, he dicho supongamos que lo estuviera escribiendo.
[...]
—La esencia es que en este libro yo soy alguien que se pierde en la India —repetí—, digámoslo así. Hay otro que me está buscando, pero yo no tengo ninguna intención de dejar que me encuentre. Le he visto llegar, le he seguido día tras día, podría decir. Conozco sus preferencias, sus arrebatos y sus resquemores, sus generosidades y sus miedos. Le tengo prácticamente bajo control. Él, en cambio, de mí apenas sabe nada. Tiene alguna pista vaga: una carta, testimonios confusos o reticentes, una nota muy genérica: señales, fragmentos que intenta laboriosamente encajar.
[...]
—¿Y él por qué le está buscando con tanta insistencia?
—Quién sabe —dije yo—, es difícil saberlo, es algo que no sé ni siquiera yo, que lo escribo. Tal vez busque un pasado, una respuesta a algo. Tal vez desee aferrar algo que antes no supo ver. Quiero decir, es como si se buscase a sí mismo, al buscarme a mí: en los libros eso pasa a menudo, es literatura.
Repito la cita inicial, de ‘Viaje imaginario’:
¿A decide marchar en dirección a B o es B quien deja que A se acerque? ¿Puede A atraer a B y hacerlo A, o viceversa? ¿Han sido A y B siempre distintos?
[...]
¿Por qué el movimiento, si viajar sólo nos lleva una y otra vez a nosotros mismos, cuando nosotros ya no estamos pero seguimos insistiendo?
En ‘Bestiario’, el último poema de Animal fabuloso, nos aconseja:
No confíes en nada de lo que te rodea,
todo son filtraciones de uno mismo,
así que rómpete a ti mismo y deja
que aflore lenta de entre tus pedazos
la verdad siempre ajena, innumerable.
El protagonista de Solenoide reúne desde su infancia objetos que, como un puzle, sean capaces de decir quién es:
Con estas naderías heterotópicas y absurdas, con estas piezas de puzle, los objetos más inútiles sobre la faz de la tierra, me presentaré en el juicio. Podría presentarme igualmente con Crítica de la razón pura o con la Virgen entre las rosas, o con Principia Mathematica. No habría diferencia alguna. El tablero es infinito, sus casillas están torcidas y son fluidas como el agua: además, cada una es de un color distinto. El rey y la reina enemigos son tan gigantescos que no puedes contemplar nunca más de un átomo de su madera de ébano. Y tú, con todas tus piezas, ocupas tan solo el rincón —del tamaño de la punta de una aguja— de una sola casilla. [página 756]
Fragmentos. Trozos sueltos. Pedazos. Piezas de un puzle.
Se va acercando el final del viaje, aunque quizás sea sólo el principio. Llegada a las islas... ¿las que somos cada uno de nosotros? ¿Es imposible encontrarnos en un único lugar? ¿No existe la unidad ideal? Somos un archipiélago. Fragmentos. Como los Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes, como los Fragmentos de un libro futuro de José Ángel Valente, como los Fragmentos de un mundo acelerado, del propio José Óscar. ¿Cuántos ecos seguirán resonando? Sé que José Óscar López estará conmigo cuando abra un libro, cuando algunas páginas se conviertan en búsqueda. Y esa lectura será única, como este viaje. Seré una isla, el fragmento de una isla en un confuso archipiélago.
Archivel, agosto de 2024.
ANOTACIONES AL MARGEN: Y sé que me dejo innumerables referencias, libros que surcan sus páginas, ideas, música; que podríamos hablar del amor como fuente del sentido, de la presencia del otro, de la comunicación o su ausencia, del insomnio, de los ríos y el agua que fluye, del miedo, del zen, de lo esotérico, de ciencia ficción, de los payasos, de la estructura del relato, de la inconsistencia de los géneros. Lo sé, y soy consciente de que sus páginas continuarán convocándome.
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Origen de los textos citados:
—Auden, W. H., Parad los relojes y otros poemas, selección y traducción de Javier Calvo, Madrid, Grijalbo Mondadori, 1999. —Cărtărescu, Mircea, Solenoide, traducción de Marian Ochoa de Eribe, Salamanca, Impedimenta, 2020. —López, José Óscar. Animal fabuloso, Albacete, Chamán, 2018. Fragmentos de un mundo acelerado, Cartagena, Balduque, 2017. Llegada a las islas, Tenerife, Baile del Sol, 2014. —Modiano, Patrick, Calle de las tiendas oscuras, traducción de María Teresa Gallego Urrutia, Barcelona, Anagrama, 2014. —Tabucchi, Antonio, Nocturno hindú, traducción de Carmen Artal, Barcelona, Círculo de Lectores, 1988. |
RESEÑA DOBLE DE LLEGADA A LAS ISLAS
[El coloquio de los perros, 12/12/2014]
[El coloquio de los perros, 12/12/2014]
por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR /
HÉCTOR TARANCÓN ROYO |
LLEGADA A LAS ISLAS: 102 + BONUS TRACK = INFINITO
por ADOLFO BELMONTE DE RUEDA
Sí, lo sé: ¿a qué viene este encabezamiento alfanumérico para una reseña? Señores, aunque no lo crean, viene al pelo, algo de cuántico hay aquí, sí.
Sin temor a equívoco, estamos ante un poemario grande. Diré algo más: es quizá de lo mejor de esta última hora. Y no tanto por lo que se cuenta, sino por cómo se cuenta.
José Óscar López —ya se ha dicho aquí alguna vez— viene a quedarse. El escritor murciano escribe algo más que un poema. Sostengo desde ahora que estamos ante un libro poliédrico cuya gestación fue difícil.
Dígase ya: quien quiera conocer el devenir de José Óscar López debe hacerse con el poemario; aquí el murciano plantea, por decirlo de algún modo, su catábasis particular, que trae su propia redención, que el autor encuentra, cómo no, en la escritura.
Pero, ¿qué cuenta aquí el que escribe, el poeta, dibujante y filósofo que es José Óscar López? Sí, digo bien a riesgo de exagerar; este poemario de viajes, vacíos y soledades y ríos es sobre todo una teosofía de la existencia, una manera de explicarse, de ser, sin Dios u objeto alguno de inmanencia ni trascendencia alguna; por eso, como buen escritor, vuelve al mito como objeto para reinventarlo, rehacerlo, actualizarlo. En este sentido, por forma y estructuras y salvadas distancias, tiene puntos en común con La adoración de Juan Andrés García Román, libro híbrido que abrió la puerta a mucho de lo que hoy se escribe.
Para entender lo dicho hasta aquí, baste leer el largo poema con que comienza el libro, y vale esto para el poema último: se condensa en ambos una declaración de principios, esto es movimiento / quietud / retorno / no retorno / lo fragmentado / lo completo.
El poemario queda divido en dos partes que bien pudieran leerse in aperto, aunque se trate de un libro circular.
Leído ese pórtico magistral que es ‘Viaje imaginario’ —dicho de paso, debiera incluirse en próximas antologías—, el viajero inicia el tránsito rescatando ya desde el inicio la palabra. Cito aquí un bellísimo ‘Calíope’ (página 17), de donde cabría entresacar las citas. ‘Petit comite’ es una confesión concentrada, una poética en pequeño.
Sorprenden los poemas en tríptico: ‘No supe si bailar o suicidarme’ o un impresionante ‘Psyche Therapeia’, escrito aquí con su grafía griega y cuyos poemas 2 y 3 son teatro y belleza puras. Aquí el poeta, en versos aparentemente simples, traza imágenes entre lo surrealista casi onírico (poema 3) y lo cotidiano (poema 1).
El poema ‘Cine negro’ es una perfecta metáfora de la soledad contemporánea.
Mediada la primera parte, sorprende el largo poema ‘Movimiento sin moverse’, donde se intuye eso: la quietud de lo cotidiano en una escena de costumbre y aprendizaje.
Sin temor a equívoco, estamos ante un poemario grande. Diré algo más: es quizá de lo mejor de esta última hora. Y no tanto por lo que se cuenta, sino por cómo se cuenta.
José Óscar López —ya se ha dicho aquí alguna vez— viene a quedarse. El escritor murciano escribe algo más que un poema. Sostengo desde ahora que estamos ante un libro poliédrico cuya gestación fue difícil.
Dígase ya: quien quiera conocer el devenir de José Óscar López debe hacerse con el poemario; aquí el murciano plantea, por decirlo de algún modo, su catábasis particular, que trae su propia redención, que el autor encuentra, cómo no, en la escritura.
Pero, ¿qué cuenta aquí el que escribe, el poeta, dibujante y filósofo que es José Óscar López? Sí, digo bien a riesgo de exagerar; este poemario de viajes, vacíos y soledades y ríos es sobre todo una teosofía de la existencia, una manera de explicarse, de ser, sin Dios u objeto alguno de inmanencia ni trascendencia alguna; por eso, como buen escritor, vuelve al mito como objeto para reinventarlo, rehacerlo, actualizarlo. En este sentido, por forma y estructuras y salvadas distancias, tiene puntos en común con La adoración de Juan Andrés García Román, libro híbrido que abrió la puerta a mucho de lo que hoy se escribe.
Para entender lo dicho hasta aquí, baste leer el largo poema con que comienza el libro, y vale esto para el poema último: se condensa en ambos una declaración de principios, esto es movimiento / quietud / retorno / no retorno / lo fragmentado / lo completo.
El poemario queda divido en dos partes que bien pudieran leerse in aperto, aunque se trate de un libro circular.
Leído ese pórtico magistral que es ‘Viaje imaginario’ —dicho de paso, debiera incluirse en próximas antologías—, el viajero inicia el tránsito rescatando ya desde el inicio la palabra. Cito aquí un bellísimo ‘Calíope’ (página 17), de donde cabría entresacar las citas. ‘Petit comite’ es una confesión concentrada, una poética en pequeño.
Sorprenden los poemas en tríptico: ‘No supe si bailar o suicidarme’ o un impresionante ‘Psyche Therapeia’, escrito aquí con su grafía griega y cuyos poemas 2 y 3 son teatro y belleza puras. Aquí el poeta, en versos aparentemente simples, traza imágenes entre lo surrealista casi onírico (poema 3) y lo cotidiano (poema 1).
El poema ‘Cine negro’ es una perfecta metáfora de la soledad contemporánea.
Mediada la primera parte, sorprende el largo poema ‘Movimiento sin moverse’, donde se intuye eso: la quietud de lo cotidiano en una escena de costumbre y aprendizaje.
Sí, ya se ha dicho: el movimiento y el viaje en tránsito son los escenarios del poemario, donde están la soledad y la búsqueda como temas centrales.
Citemos ‘El paseo’, un díptico donde se mezclan texto e imagen, se integran magistralmente. La soledad es aceptada como tal. Y cítese también otro necesario díptico, ‘Últimos días de Judas’, declaración de principios teológica de rechazo a Cristo.
Añado ahora ‘Ulrika’ y ‘Zarza’, cuyos últimos versos están entre lo mejor del libro. En ‘Comercial’ el paseante acepta su levedad y, de algún modo, su unión con la naturaleza presente que matiza y concreta más en la segunda parte del poema, magistral, donde José Ángel Valente aparece renovado. Cito ‘En el camino’, poema de tintes autobiográficos, de mirada y espera. ‘Fragmentos de una novela en proceso’, relato-poema entre el ensueño y la ficción que recuerda a un Tobías y San Rafael del poeta. Citemos ahora ‘Impostura’, donde el payaso termina agotado. En ‘Se hace’ el poeta asume su mudez y mudanza sin rumbo fijo. Y en el último, ‘Por qué no estoy aquí’, recordando a Kavafis escribe: «Sólo si olvidas que has llegado habrás llegado», todo un emblema.
Asumido el viaje, el viajero llega a las islas. En esta segunda parte el verso se hace más fluido y las imágenes parecen, sólo parecen, más reposadas. Anoto ya el impresionante tercer verso de ‘Realidad 19’, imagen precisa e impactante: «Los ángeles de la mañana bostezan en las paradas de autobuses».
En ‘Amigos imaginarios’ estamos ante un poema magistral de ritmo y graduación, aquí habita Platón el tiempo y la sabiduría. Esto tiene su correlato místico, si se quiere, en el poema siguiente, donde de nuevo se ensueña y abandona para ser acogido por el sueño: «Soñé que dormía y dormí».
Junto a lo dicho, hay un poema relato de gran fuerza, ‘El único poema real de este libro’, que es duro, necesario y real. ‘Dioses marinos’ es un precioso poema amoroso y cotidiano, sincero.
‘Historias de un verano’ es otro tríptico bellísimo donde la naturaleza brilla. Hay sones de Guillén y Claudio Rodríguez. Sinestesia en estado puro.
En ‘Reptil del aire, duda’ el poeta va abandonando su viaje para buscar la palabra y el silencio para regresarse.
‘El río’ parece evocar un reencuentro o más bien el instante de lo que se desea. ‘Esclusas’ habla, en su primera parte, de lo encerrado que habrá de fluir y alejarse; en la segunda parte, quiere rescatar la palabra para nombrarla como huida y fluido y negación al tiempo.
El poema ‘Recapitulación’ supone de algún modo la ratio última del poeta como demiurgo y hacedor en soledad.
Por último, el metapoema ‘Llegada a las islas’ es el cierre clave de esta obra maestra donde está todo en orden. José Óscar López ha establecido una epistemología y una metafísica de lo poético en este poema de cierre.
Estamos ante un libro fascinante por forma y fondo, un libro múltiple del que, por último, deben destacarse los sampler o préstamos tomados y las citas aquí halladas, ninguna de ellas casual y todas necesarias.
Libro total y difícil en el mejor de los sentidos. De lo mejor de 2014. Imprescindible.
Citemos ‘El paseo’, un díptico donde se mezclan texto e imagen, se integran magistralmente. La soledad es aceptada como tal. Y cítese también otro necesario díptico, ‘Últimos días de Judas’, declaración de principios teológica de rechazo a Cristo.
Añado ahora ‘Ulrika’ y ‘Zarza’, cuyos últimos versos están entre lo mejor del libro. En ‘Comercial’ el paseante acepta su levedad y, de algún modo, su unión con la naturaleza presente que matiza y concreta más en la segunda parte del poema, magistral, donde José Ángel Valente aparece renovado. Cito ‘En el camino’, poema de tintes autobiográficos, de mirada y espera. ‘Fragmentos de una novela en proceso’, relato-poema entre el ensueño y la ficción que recuerda a un Tobías y San Rafael del poeta. Citemos ahora ‘Impostura’, donde el payaso termina agotado. En ‘Se hace’ el poeta asume su mudez y mudanza sin rumbo fijo. Y en el último, ‘Por qué no estoy aquí’, recordando a Kavafis escribe: «Sólo si olvidas que has llegado habrás llegado», todo un emblema.
Asumido el viaje, el viajero llega a las islas. En esta segunda parte el verso se hace más fluido y las imágenes parecen, sólo parecen, más reposadas. Anoto ya el impresionante tercer verso de ‘Realidad 19’, imagen precisa e impactante: «Los ángeles de la mañana bostezan en las paradas de autobuses».
En ‘Amigos imaginarios’ estamos ante un poema magistral de ritmo y graduación, aquí habita Platón el tiempo y la sabiduría. Esto tiene su correlato místico, si se quiere, en el poema siguiente, donde de nuevo se ensueña y abandona para ser acogido por el sueño: «Soñé que dormía y dormí».
Junto a lo dicho, hay un poema relato de gran fuerza, ‘El único poema real de este libro’, que es duro, necesario y real. ‘Dioses marinos’ es un precioso poema amoroso y cotidiano, sincero.
‘Historias de un verano’ es otro tríptico bellísimo donde la naturaleza brilla. Hay sones de Guillén y Claudio Rodríguez. Sinestesia en estado puro.
En ‘Reptil del aire, duda’ el poeta va abandonando su viaje para buscar la palabra y el silencio para regresarse.
‘El río’ parece evocar un reencuentro o más bien el instante de lo que se desea. ‘Esclusas’ habla, en su primera parte, de lo encerrado que habrá de fluir y alejarse; en la segunda parte, quiere rescatar la palabra para nombrarla como huida y fluido y negación al tiempo.
El poema ‘Recapitulación’ supone de algún modo la ratio última del poeta como demiurgo y hacedor en soledad.
Por último, el metapoema ‘Llegada a las islas’ es el cierre clave de esta obra maestra donde está todo en orden. José Óscar López ha establecido una epistemología y una metafísica de lo poético en este poema de cierre.
Estamos ante un libro fascinante por forma y fondo, un libro múltiple del que, por último, deben destacarse los sampler o préstamos tomados y las citas aquí halladas, ninguna de ellas casual y todas necesarias.
Libro total y difícil en el mejor de los sentidos. De lo mejor de 2014. Imprescindible.
[Publicado originalmente el 5/1/2015 en la bitácora Melomanía y otras cosas]
ARMAS DE FUEGO MÍSTICO
por PACO PAÑOS
Cuando se planteó que la revista El coloquio de los perros haría un homenaje a la figura de José Óscar López estuve seguro de mi participación, yo quería estar ahí, junto con sus amigos más cercanos y con otra mucha gente que conocía a José Oscar o conocían muy bien su obra.
Yo quería estar ahí y me acerqué a todo lo suyo que ya había leído para recordar lo mucho que había disfrutado con su poesía o con sus cuentos. Mi relación con el escritor no había sido larga en el tiempo ni muy intensa, pero sí había sido cercana y de enorme cariño desde el primer momento. Cada uno de los ratos que compartimos me fue acercando más y más a esa persona entrañable que era y disfruté cada uno de ellos.
Cuando lo leía, disfrutaba; cuando estaba con él, disfrutaba. Disfrutar quizá sea el verbo que, en mi caso, mejor defina mi relación con el escritor y con la persona que fue José Óscar. Por eso me costó trabajo encontrar sobre qué escribir para su homenaje. Sobre lo ya leído ya habría escrito algo en redes sociales y seguro que comentado lo mucho que había disfrutado la lectura. Pensé entonces en la brevedad de nuestra relación y en que ya había leído y comentado todo lo que José Óscar había publicado en forma de libro y me dispuse a bucear para encontrar cosas nuevas que leer y saciar así esa necesidad mía de disfrutar más tiempo del amigo perdido.
He leído colaboraciones suyas en revistas, alguna plaquette, fantásticas reseñas sobre libros. Leí los 11 sueños con los que participó en 8 x 11 Sueños. Un homenaje a Cirlot, que fue publicado por la editorial Fantasma y coordinado por Diego Luis Sanromán; salió en 2023 con motivo del cincuenta aniversario de la muerte de Juan Eduardo Cirlot, con 11 sueños contados por 8 escritores, entre los que estaba, además, otro gran amigo, Ángel Zapata. Fantásticos esos 11 sueños de José Óscar. Cómo me ha gustado su concisión, esa manera de centrarse en lo esencial del sueño prescindiendo de todo lo que es relleno, muy a la forma de Cirlot, por cierto.
Seguí rastreando y encontré que en 2015 Libros del Innombrable, publicó Extraño Oeste, otro libro colectivo en el que participan ocho escritores para homenajear a lo que fueron las novelas del oeste, esas que nuestros padres intercambiaban con sus amigos o en los quioscos y de las que yo leí unas cuantas cuando era niño, lo que me recordó que un tío mío, el tío Agustín, fue escritor de este tipo de literatura bajo varios pseudónimos, entre los que he podido encontrar a María Estefanía Bravo y a Jack Dunón.
‘Armas de fuego místico’ es el título con el que José Óscar participa en Extraño Oeste. Es un cuento largo de 45 páginas, un western futurista y apocalíptico maravilloso con el que volví a disfrutar del y con el amigo. Al terminar la lectura, estuve seguro de haber encontrado sobre lo que quería escribir, pues ese texto lo tenía todo, era José Óscar López en cada párrafo; sentí, o lo creí, que era el mismo autor quien me lo estaba contando. Echaba de menos esa sensación de cercanía y disfrute.
Imaginación. Si buscamos esas palabras que nos definen, definen nuestras relaciones o lo que hacemos, imaginación es la que mejor define la obra general de José Óscar, y en particular este western. Esa imaginación con la que nuestro subconsciente construye los sueños o la del más puro surrealismo es la que inunda cada página de este texto.
Hubo un futuro alguna vez y se arruinó, dejó de haber futuro. Toda una pena para quienes tenían que disfrutarlo. Con esta frase tan apocalíptica comienza la historia de un viaje tras una quimera que emprenden los cinco protagonistas del relato: un ciborg barato con piezas chinas, el ingeniero degradado y borrachín Wyatt Tickletackler, el mudo Charly Gonzales, el siempre sonriente chino Wang y la hija de Wyatt, la caústica Fiona.
El relato juega con los elementos clásicos de un western, de una novela apocalíptica y de una historia de ciencia ficción. Pero estamos hablando de nuestro amigo José Óscar y su genialidad para mezclar todos estos elementos no incluye horteradas como pistolas láser, motos que vuelan a gran velocidad a pocos metros del suelo. Aquí encontramos rifles y colt 45, carretas tiradas por caballos y jinetes que tardan muchas semanas en recorrer unos cientos de kilómetros en un paisaje desolado por las guerras nucleares. Eso sí los temibles indios son aquí bandas de mutantes asesinos nacidos de la contaminación radiactiva y que arrasan todo lo que tienen delante. La quimera sigue siendo el oro, nuestros protagonistas se desloman cavando en busca del yacimiento donde están sepultadas las reservas de oro de las ciudades ahora destruidas y enterradas por la devastación nuclear. Buscan los recursos, la riqueza que les permitirá a unos huir de la Tierra arrasada, donde sólo han quedado los parias, los marginados y más pobres de los habitantes que han sobrevivido; su sueño es poder ocupar una plaza en alguno de esos cargueros interestelares que los traslade a alguna de las prósperas colonias que se han instalado lejos del planeta. Para otros, el sueño es utilizar la riqueza con el fin de construir una máquina del tiempo con la que poder viajar al pasado y evitar así aquello que les condujo a la desesperación, la depresión y el alcohol.
Todos estos elementos están unidos aquí de manera brillante, mágica, medida, lúcida y magistral, como en el mejor de los cócteles literarios.
‘Armas de fuego místico’ es un fantástico cuento con el que he recuperado aquello que creí perdido con la muerte del amigo: el placer de disfrutar leyendo y de sentirme acompañado en todo momento por el autor.
Tickletacklet tenía razón, uno necesita a su gente incluso en el infierno. Sobre todo en el infierno.
Gracias por tanto en tan poco tiempo, José Óscar.
Yo quería estar ahí y me acerqué a todo lo suyo que ya había leído para recordar lo mucho que había disfrutado con su poesía o con sus cuentos. Mi relación con el escritor no había sido larga en el tiempo ni muy intensa, pero sí había sido cercana y de enorme cariño desde el primer momento. Cada uno de los ratos que compartimos me fue acercando más y más a esa persona entrañable que era y disfruté cada uno de ellos.
Cuando lo leía, disfrutaba; cuando estaba con él, disfrutaba. Disfrutar quizá sea el verbo que, en mi caso, mejor defina mi relación con el escritor y con la persona que fue José Óscar. Por eso me costó trabajo encontrar sobre qué escribir para su homenaje. Sobre lo ya leído ya habría escrito algo en redes sociales y seguro que comentado lo mucho que había disfrutado la lectura. Pensé entonces en la brevedad de nuestra relación y en que ya había leído y comentado todo lo que José Óscar había publicado en forma de libro y me dispuse a bucear para encontrar cosas nuevas que leer y saciar así esa necesidad mía de disfrutar más tiempo del amigo perdido.
He leído colaboraciones suyas en revistas, alguna plaquette, fantásticas reseñas sobre libros. Leí los 11 sueños con los que participó en 8 x 11 Sueños. Un homenaje a Cirlot, que fue publicado por la editorial Fantasma y coordinado por Diego Luis Sanromán; salió en 2023 con motivo del cincuenta aniversario de la muerte de Juan Eduardo Cirlot, con 11 sueños contados por 8 escritores, entre los que estaba, además, otro gran amigo, Ángel Zapata. Fantásticos esos 11 sueños de José Óscar. Cómo me ha gustado su concisión, esa manera de centrarse en lo esencial del sueño prescindiendo de todo lo que es relleno, muy a la forma de Cirlot, por cierto.
Seguí rastreando y encontré que en 2015 Libros del Innombrable, publicó Extraño Oeste, otro libro colectivo en el que participan ocho escritores para homenajear a lo que fueron las novelas del oeste, esas que nuestros padres intercambiaban con sus amigos o en los quioscos y de las que yo leí unas cuantas cuando era niño, lo que me recordó que un tío mío, el tío Agustín, fue escritor de este tipo de literatura bajo varios pseudónimos, entre los que he podido encontrar a María Estefanía Bravo y a Jack Dunón.
‘Armas de fuego místico’ es el título con el que José Óscar participa en Extraño Oeste. Es un cuento largo de 45 páginas, un western futurista y apocalíptico maravilloso con el que volví a disfrutar del y con el amigo. Al terminar la lectura, estuve seguro de haber encontrado sobre lo que quería escribir, pues ese texto lo tenía todo, era José Óscar López en cada párrafo; sentí, o lo creí, que era el mismo autor quien me lo estaba contando. Echaba de menos esa sensación de cercanía y disfrute.
Imaginación. Si buscamos esas palabras que nos definen, definen nuestras relaciones o lo que hacemos, imaginación es la que mejor define la obra general de José Óscar, y en particular este western. Esa imaginación con la que nuestro subconsciente construye los sueños o la del más puro surrealismo es la que inunda cada página de este texto.
Hubo un futuro alguna vez y se arruinó, dejó de haber futuro. Toda una pena para quienes tenían que disfrutarlo. Con esta frase tan apocalíptica comienza la historia de un viaje tras una quimera que emprenden los cinco protagonistas del relato: un ciborg barato con piezas chinas, el ingeniero degradado y borrachín Wyatt Tickletackler, el mudo Charly Gonzales, el siempre sonriente chino Wang y la hija de Wyatt, la caústica Fiona.
El relato juega con los elementos clásicos de un western, de una novela apocalíptica y de una historia de ciencia ficción. Pero estamos hablando de nuestro amigo José Óscar y su genialidad para mezclar todos estos elementos no incluye horteradas como pistolas láser, motos que vuelan a gran velocidad a pocos metros del suelo. Aquí encontramos rifles y colt 45, carretas tiradas por caballos y jinetes que tardan muchas semanas en recorrer unos cientos de kilómetros en un paisaje desolado por las guerras nucleares. Eso sí los temibles indios son aquí bandas de mutantes asesinos nacidos de la contaminación radiactiva y que arrasan todo lo que tienen delante. La quimera sigue siendo el oro, nuestros protagonistas se desloman cavando en busca del yacimiento donde están sepultadas las reservas de oro de las ciudades ahora destruidas y enterradas por la devastación nuclear. Buscan los recursos, la riqueza que les permitirá a unos huir de la Tierra arrasada, donde sólo han quedado los parias, los marginados y más pobres de los habitantes que han sobrevivido; su sueño es poder ocupar una plaza en alguno de esos cargueros interestelares que los traslade a alguna de las prósperas colonias que se han instalado lejos del planeta. Para otros, el sueño es utilizar la riqueza con el fin de construir una máquina del tiempo con la que poder viajar al pasado y evitar así aquello que les condujo a la desesperación, la depresión y el alcohol.
Todos estos elementos están unidos aquí de manera brillante, mágica, medida, lúcida y magistral, como en el mejor de los cócteles literarios.
‘Armas de fuego místico’ es un fantástico cuento con el que he recuperado aquello que creí perdido con la muerte del amigo: el placer de disfrutar leyendo y de sentirme acompañado en todo momento por el autor.
Tickletacklet tenía razón, uno necesita a su gente incluso en el infierno. Sobre todo en el infierno.
Gracias por tanto en tan poco tiempo, José Óscar.
RESEÑA DE FRAGMENTOS DE UN MUNDO ACELERADO
[El Coloquio de los perros, 24/07/2017]
[El Coloquio de los perros, 24/07/2017]
por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR
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EN LA ESTIRPE DE LOS RAROS:
A PROPÓSITO DE FRAGMENTOS DE UN MUNDO ACELERADO DE JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ
A PROPÓSITO DE FRAGMENTOS DE UN MUNDO ACELERADO DE JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ
por JESÚS MONTOYA JUÁREZ
Conocí a José Óscar López en el instituto en que trabajaba como profesor. Coincidimos desde entonces varias veces, en presentaciones y conferencias, y también en uno de los talleres en el Club Renacimiento, al que él acudió como autor invitado. Me atreví a enviarle un manuscrito que amablemente leyó y me animó a publicar. Yo había leído Fragmentos de un mundo acelerado (Balduque, 2017), y entendí de inmediato el valor extraordinario y la originalidad de su trabajo. Con ese libro, con Los monos insomnes (Chiado, 2014) o con Animal fabuloso (Chamán, 2018), José Óscar López se ha asegurado una condición de autor de culto, que habría de ingresar en una historia literaria regional del cuento y la poesía en este siglo, aún por escribirse. Me ocupo en estas páginas de Fragmentos de un mundo acelerado, muestrario de la poética narrativa de un autor genial que se fue demasiado pronto.
Como pocos, José Óscar López domina —utilizo en adelante el presente de indicativo— los mecanismos que permiten atravesar con lucidez y provecho ese territorio entre lo maravilloso, lo bizarro y lo extraño en manos de la literatura. Maestro privilegiado a la hora de franquearnos la puerta hacia esa otra realidad que convive con la vigilia, a la que apuntan sus textos como las balas de un francotirador, sus cuentos exploran pasadizos hacia lo aterrador, lo macabro, lo delirante, lo miserable o lo ridículo de los hábitos sociales y cotidianos. Sus fábulas despliegan mundos míticos, cerrados y oscuros, iluminados, a veces, por un personal sentido del humor que nos conmina a reírnos sin pudor de nosotros mismos, para, al término de la lectura, quizás ubicarnos de un mejor modo en el terreno que pisamos. En esto, ficciones como las de Fragmentos de un mundo acelerado, breves e hiperbreves, siguen las huellas de la mejor tradición no mimética en nuestra lengua y convierten a su autor en un miembro de la estirpe de los raros, etiqueta que acuña el uruguayo Ángel Rama para referir una corriente subterránea y refractaria al realismo hegemónico de mediados del siglo XX en su país. Fragmentos de un mundo acelerado hace pensar por momentos en los Felisberto Hernández, Julio Cortázar, Hebe Uhart, Juan José Arreola, Teresa Porzecanski o en Mario Levrero. Discípulos todos de Kafka, una figura reverenciada en las ficciones de José Óscar. El autor bohemio firma precisamente el paratexto que prologa estos Fragmentos: una cita de los Diarios que proyecta una sombra existencial que planea sobre toda la obra.
Mucho de kafkianos tienen numerosos relatos de las diez secciones que componen el libro, dividido así en diez catálogos de rarezas, sombras y perplejidades. Los poderes desplegados en cada una de estas historias son muchos y variados. La primera sección, titulada con ironía “Historia de las grandes ideas”, cuenta con sabrosos hallazgos, como el cuento inicial, titulado ‘La máquina’. En él, el narrador se quiere el representante de una comunidad innominada de seres que ciegamente trabajan, «febriles y con aplicación», en una máquina que, como el Gran Vidrio duchampiano, es perfectamente inútil. La máquina queda instalada bajo tierra, sin que se revele nada de su misterioso funcionamiento, y poco a poco la misma deviene una obsesión colectiva. El mayor terror será, finalmente, que «la máquina (...) deje de funcionar y que el resultado sea impredecible, desastroso». Un aire de fábula mítica tiene ‘Los malogrados’, cuento de efecto que se logra al revelársenos la inevitable identidad de los personajes, creador y criatura. El interior de cada sección ofrece una progresión semántica. Los relatos se hilan de acuerdo con la aparición de determinados mitemas o motivos. El sacrificio del espécimen singular, en aras del sostenimiento del statu quo, por ejemplo, asunto que nos retrotrae al mito de Teseo y el Minotauro, conecta varios relatos de la sección como los ya mencionados y otros, ubicados en diferentes partes del libro, entre los que destaca el brillante ‘El pozo’. Otros motivos, como la reflexión por el tiempo, son centrales en, por ejemplo, ‘Una investigación en el tiempo’, relato que desmonta una arraigada creencia histórica; y otros cuentos como ‘Variaciones sobre la paradoja del viajero temporal’; ‘Refutación de una refutación’ o ‘Los viajeros temporales’. Relatos de ideas —vagamente cienciaficcionales— que se mueven entre lo lúdico y lo filosófico. Otras veces, el viaje en el tiempo se examina más originalmente desde la intimidad de una historia de amor. Así sucede en ‘Ella abre la puerta’, donde el viajero temporal deviene un fantasma condenado al olvido. O desde lo policial, en ‘Policíaco’, microrrelato donde José Óscar López concentra su magisterio: «El hombre que inventará el futuro sigue en busca y captura en el pasado». Sin salir de esta sección, hallamos todavía uno de los mejores cuentos del libro: ‘El gran museo del mundo’, relato de un humor ácido donde el narrador lleva a sus últimas consecuencias la idea situacionista de un final de la historia en que la realidad en su totalidad ha devenido un ready-made.
Como pocos, José Óscar López domina —utilizo en adelante el presente de indicativo— los mecanismos que permiten atravesar con lucidez y provecho ese territorio entre lo maravilloso, lo bizarro y lo extraño en manos de la literatura. Maestro privilegiado a la hora de franquearnos la puerta hacia esa otra realidad que convive con la vigilia, a la que apuntan sus textos como las balas de un francotirador, sus cuentos exploran pasadizos hacia lo aterrador, lo macabro, lo delirante, lo miserable o lo ridículo de los hábitos sociales y cotidianos. Sus fábulas despliegan mundos míticos, cerrados y oscuros, iluminados, a veces, por un personal sentido del humor que nos conmina a reírnos sin pudor de nosotros mismos, para, al término de la lectura, quizás ubicarnos de un mejor modo en el terreno que pisamos. En esto, ficciones como las de Fragmentos de un mundo acelerado, breves e hiperbreves, siguen las huellas de la mejor tradición no mimética en nuestra lengua y convierten a su autor en un miembro de la estirpe de los raros, etiqueta que acuña el uruguayo Ángel Rama para referir una corriente subterránea y refractaria al realismo hegemónico de mediados del siglo XX en su país. Fragmentos de un mundo acelerado hace pensar por momentos en los Felisberto Hernández, Julio Cortázar, Hebe Uhart, Juan José Arreola, Teresa Porzecanski o en Mario Levrero. Discípulos todos de Kafka, una figura reverenciada en las ficciones de José Óscar. El autor bohemio firma precisamente el paratexto que prologa estos Fragmentos: una cita de los Diarios que proyecta una sombra existencial que planea sobre toda la obra.
Mucho de kafkianos tienen numerosos relatos de las diez secciones que componen el libro, dividido así en diez catálogos de rarezas, sombras y perplejidades. Los poderes desplegados en cada una de estas historias son muchos y variados. La primera sección, titulada con ironía “Historia de las grandes ideas”, cuenta con sabrosos hallazgos, como el cuento inicial, titulado ‘La máquina’. En él, el narrador se quiere el representante de una comunidad innominada de seres que ciegamente trabajan, «febriles y con aplicación», en una máquina que, como el Gran Vidrio duchampiano, es perfectamente inútil. La máquina queda instalada bajo tierra, sin que se revele nada de su misterioso funcionamiento, y poco a poco la misma deviene una obsesión colectiva. El mayor terror será, finalmente, que «la máquina (...) deje de funcionar y que el resultado sea impredecible, desastroso». Un aire de fábula mítica tiene ‘Los malogrados’, cuento de efecto que se logra al revelársenos la inevitable identidad de los personajes, creador y criatura. El interior de cada sección ofrece una progresión semántica. Los relatos se hilan de acuerdo con la aparición de determinados mitemas o motivos. El sacrificio del espécimen singular, en aras del sostenimiento del statu quo, por ejemplo, asunto que nos retrotrae al mito de Teseo y el Minotauro, conecta varios relatos de la sección como los ya mencionados y otros, ubicados en diferentes partes del libro, entre los que destaca el brillante ‘El pozo’. Otros motivos, como la reflexión por el tiempo, son centrales en, por ejemplo, ‘Una investigación en el tiempo’, relato que desmonta una arraigada creencia histórica; y otros cuentos como ‘Variaciones sobre la paradoja del viajero temporal’; ‘Refutación de una refutación’ o ‘Los viajeros temporales’. Relatos de ideas —vagamente cienciaficcionales— que se mueven entre lo lúdico y lo filosófico. Otras veces, el viaje en el tiempo se examina más originalmente desde la intimidad de una historia de amor. Así sucede en ‘Ella abre la puerta’, donde el viajero temporal deviene un fantasma condenado al olvido. O desde lo policial, en ‘Policíaco’, microrrelato donde José Óscar López concentra su magisterio: «El hombre que inventará el futuro sigue en busca y captura en el pasado». Sin salir de esta sección, hallamos todavía uno de los mejores cuentos del libro: ‘El gran museo del mundo’, relato de un humor ácido donde el narrador lleva a sus últimas consecuencias la idea situacionista de un final de la historia en que la realidad en su totalidad ha devenido un ready-made.
El género hiperbreve, por razón de economía, invita particularmente a establecer un diálogo con el discurso mítico o científico asumido, dando por supuesta una tradición que, en muchas ocasiones, el autor subvierte. Ocurre así en varios relatos de la sección “Principios de astronomía”, con el paisaje del cosmos como telón de fondo y la ciencia como esqueleto. ‘Otra creación del mundo’ fantasea con un nuevo comienzo al cuidado de un protagonista al que el primer Creador entrega, aliviado de la culpa que dicha tarea comporta, la responsabilidad de fracasar de nuevo; ‘La torre’ reinterpreta el mito babélico haciendo del humor la causa última de la multiplicación de las lenguas; ‘Evolución’ fantasea con aberrantes leyes evolutivas; ‘Un superhombre’ reescribe la biografía de Superman, mito moderno convertido aquí en un asesino celoso de conservar su condición excepcional; mientras que ‘Big Bang’, un brevísimo microrrelato, se pregunta si el modelo con que la ciencia se explica el origen del universo no será en realidad la explicación de su final, siendo nosotros «tan solo (...) su demorado eco». Cabe mencionar, por último, otro cuento, el más extraño de la sección y tal vez del libro, que nos remite a ciertos relatos de Levrero o Felisberto Hernández, textos de ecos rousselianos que hibridan lo absurdo y lo maravilloso y que van construyendo prodigiosamente su sentido en torno a sí mismos, como hace aquí José Óscar López, en viaje intergaláctico rumbo a una exótica y misteriosa ‘Nueva Zelanda’.
Un Inferno dantesco en miniatura es lo que ofrecen las ficciones de la sección titulada “Una temporada en el infierno”. La sección permite a José Óscar una reflexión sobre la culpa, tema de relatos como ‘Reparación’, donde el protagonista es un demiurgo que no logra recordar la causa de su pecado; ‘Sala de espera’, fábula alegórica de sabor kafkiano, o ‘El bosque’, relato de terror que subvierte la mirada buenista sobre lo natural. Otros relatos convierten el infierno en un espacio simbólico, vivido in pectore, que amenaza permanentemente con volverse literal, colonizando la realidad y su verosímil. Ocurre así en ‘El afilador de cuchillos’, que el autor dedica a su amigo, el poeta José Daniel Espejo, o en ‘Brujería’, fantasía que convierte a los barrenderos en fascinantes y nocturnos manipuladores del mundo.
La metaficción es otro de los asuntos de sus relatos, tanto en la sección “Escuela de artistas” como en la de “Así me quedé sin conversación”, donde el problema de la indecibilidad del sentido y el valor ambivalente, utópico y distópico, del silencio para el arte son examinados en fórmulas variadas. Magistrales resultan, en este sentido, los hilarantes relatos ‘El metódico lector’, ‘La frase’, alegoría paródica del funcionamiento del campo cultural, o ‘Me he quedado sin conversación’. En ‘Los silenciosos’, una mayoría ruidosa y bárbara concentra su odio en una minoría de sabios, amantes del silencio en medio del estruendo reinante. Y acaso una reivindicación del difícil género del cuento aparece en ‘Un estilista, o el motor inmóvil de la prosa perfecta’, donde un autor de novelas magistrales se excusa por no ser capaz de articular un discurso coherente en una conversación: «Es como tratar de despegar un Boeing, cada cinco minutos, para viajar hasta la vuelta de la esquina». Cabe destacar, por último, ‘No, no era divertido en absoluto’, un relato delirante y lleno de humor sobre el funcionamiento paranoico y narcisista de los individuos en las redes sociales.
En la sección “La construcción diaria del amor” hallamos cuentos narrados con ternura y nostalgia de lo que no fue, como ‘Un viaje que no hicimos’; otros que reflexionan sobre los límites entre realidad y literatura, como ‘Vida en los cuadernos’ o ‘En su casa’, o fascinantes afirmaciones del poder redentor y creativo del amor, como ‘En nuestra casa de ficción’. Mientras que, en la sección “Catálogo de patologías”, nos regala el autor deliciosos relatos con la locura como asunto, como ‘Agorafobia’, una reflexión sobre el miedo, el aislamiento y la libertad; ‘Gente que cae’, ficción de ecos cortazarianos —que nos hace pensar también en la serie The leftovers (2017)—, en que se normaliza caminar sorteando cuerpos que desaparecen y dejan sus ropas en medio de las aceras, o ‘La paz está en lo cíclico’, reflexión sobre el tema nietzscheano del eterno retorno. Original y sólida en su unidad temática resulta la sección “Reyes cansados”, con microrrelatos muy breves como ‘Los vencedores’, ‘El rey del cansancio’ o ‘Al fin caballero’, reflexiones sobre el vacío que se da en el centro mismo del poder.
Un Inferno dantesco en miniatura es lo que ofrecen las ficciones de la sección titulada “Una temporada en el infierno”. La sección permite a José Óscar una reflexión sobre la culpa, tema de relatos como ‘Reparación’, donde el protagonista es un demiurgo que no logra recordar la causa de su pecado; ‘Sala de espera’, fábula alegórica de sabor kafkiano, o ‘El bosque’, relato de terror que subvierte la mirada buenista sobre lo natural. Otros relatos convierten el infierno en un espacio simbólico, vivido in pectore, que amenaza permanentemente con volverse literal, colonizando la realidad y su verosímil. Ocurre así en ‘El afilador de cuchillos’, que el autor dedica a su amigo, el poeta José Daniel Espejo, o en ‘Brujería’, fantasía que convierte a los barrenderos en fascinantes y nocturnos manipuladores del mundo.
La metaficción es otro de los asuntos de sus relatos, tanto en la sección “Escuela de artistas” como en la de “Así me quedé sin conversación”, donde el problema de la indecibilidad del sentido y el valor ambivalente, utópico y distópico, del silencio para el arte son examinados en fórmulas variadas. Magistrales resultan, en este sentido, los hilarantes relatos ‘El metódico lector’, ‘La frase’, alegoría paródica del funcionamiento del campo cultural, o ‘Me he quedado sin conversación’. En ‘Los silenciosos’, una mayoría ruidosa y bárbara concentra su odio en una minoría de sabios, amantes del silencio en medio del estruendo reinante. Y acaso una reivindicación del difícil género del cuento aparece en ‘Un estilista, o el motor inmóvil de la prosa perfecta’, donde un autor de novelas magistrales se excusa por no ser capaz de articular un discurso coherente en una conversación: «Es como tratar de despegar un Boeing, cada cinco minutos, para viajar hasta la vuelta de la esquina». Cabe destacar, por último, ‘No, no era divertido en absoluto’, un relato delirante y lleno de humor sobre el funcionamiento paranoico y narcisista de los individuos en las redes sociales.
En la sección “La construcción diaria del amor” hallamos cuentos narrados con ternura y nostalgia de lo que no fue, como ‘Un viaje que no hicimos’; otros que reflexionan sobre los límites entre realidad y literatura, como ‘Vida en los cuadernos’ o ‘En su casa’, o fascinantes afirmaciones del poder redentor y creativo del amor, como ‘En nuestra casa de ficción’. Mientras que, en la sección “Catálogo de patologías”, nos regala el autor deliciosos relatos con la locura como asunto, como ‘Agorafobia’, una reflexión sobre el miedo, el aislamiento y la libertad; ‘Gente que cae’, ficción de ecos cortazarianos —que nos hace pensar también en la serie The leftovers (2017)—, en que se normaliza caminar sorteando cuerpos que desaparecen y dejan sus ropas en medio de las aceras, o ‘La paz está en lo cíclico’, reflexión sobre el tema nietzscheano del eterno retorno. Original y sólida en su unidad temática resulta la sección “Reyes cansados”, con microrrelatos muy breves como ‘Los vencedores’, ‘El rey del cansancio’ o ‘Al fin caballero’, reflexiones sobre el vacío que se da en el centro mismo del poder.
Las últimas dos secciones, “Aventuras sin fin” y “La muerte no es el fin” reúnen algunos de los textos más desopilantes y extensos del libro. Paradigmáticos resultan ‘Historia de un entrecot’ o ‘Aventuras fantásticas en el balcón’, dos cuentos donde el narrador consigue dar la vuelta a las leyes del espacio y el tiempo, que se revelan fantásticamente elásticos; o el divertidísimo ‘Muerto por pereza’, donde se nos narra la historia de un muerto que, perezoso como era, decide echarse la siesta en el túnel y no caminar en el momento decisivo del tránsito a la otra vida en dirección a la luz. Concluyo este repaso por los hallazgos del libro refiriéndome a ‘Soñar con un cadáver’, transcripción de un sueño dentro de un sueño, en que el narrador se figura encerrado en compañía de un cadáver, relato de una complejidad fascinante que retoma un viejo tema gótico para ofrecer, a cada párrafo, una vuelta de tuerca que nos depara varias sorpresas en apenas una página.
Escribo este artículo en los últimos días de agosto, bajo un cielo gris que presagia tormenta y bajo la amenaza de la AEMET, que pronostica quince litros por metro cuadrado en zonas de la Región. Una tarde como esta, húmeda y plomiza, perfectamente podría haber dado pie a uno o varios de estos Fragmentos extraordinarios. A un relato como ‘El diluvio’, por ejemplo, que imagina una región habitada por muertos vivientes que se han «acostumbrado desde siempre (...) a una perpetua inundación». En muchos relatos como este, contenidos en el libro de José Óscar López, la realidad se nos ofrece alterada, retorcida en una hipérbole que atraviesa el umbral de lo fantástico cuando el narrador nos fuerza a pisar el quebradizo borde de la literalidad de las palabras. «Hay quien dice que morimos ahogados hace tiempo», afirma un narrador colectivo de ese cuento, y el dicho de pronto cobra cuerpo y otro individuo aparece, lúcido, para recordar una realidad incómoda a una comunidad monstruosa dispuesta a la violencia y al crimen con tal de acallar «con palos y con piedras» todo resquicio de esa verdad. El relato retoma un motivo gótico y lo encapsula en una fábula a propósito de la culpa y la lucidez, la civilización y la barbarie, y se abre a la interpretación genérica, deslocalizada, propia del género breve. Así ocurre en numerosas ficciones del libro. No obstante, muchas veces, como ocurre en ‘El diluvio’, pensados desde la idiosincrasia de esta tierra levantina, árida y seca, sujeta a cíclicas lluvias torrenciales, los relatos cobran una fuerza mayor. Aparecemos, como Kafka en ese camerino estrecho, también brevemente y a nuestro pesar en el escenario.
Concluyo esta reseña agradeciendo a El coloquio de los perros la iniciativa de homenajear a José Óscar López, un autor necesario y originalísimo, el más raro de los narradores murcianos en lo que va de siglo XXI, vivo en sus cuentos.
Escribo este artículo en los últimos días de agosto, bajo un cielo gris que presagia tormenta y bajo la amenaza de la AEMET, que pronostica quince litros por metro cuadrado en zonas de la Región. Una tarde como esta, húmeda y plomiza, perfectamente podría haber dado pie a uno o varios de estos Fragmentos extraordinarios. A un relato como ‘El diluvio’, por ejemplo, que imagina una región habitada por muertos vivientes que se han «acostumbrado desde siempre (...) a una perpetua inundación». En muchos relatos como este, contenidos en el libro de José Óscar López, la realidad se nos ofrece alterada, retorcida en una hipérbole que atraviesa el umbral de lo fantástico cuando el narrador nos fuerza a pisar el quebradizo borde de la literalidad de las palabras. «Hay quien dice que morimos ahogados hace tiempo», afirma un narrador colectivo de ese cuento, y el dicho de pronto cobra cuerpo y otro individuo aparece, lúcido, para recordar una realidad incómoda a una comunidad monstruosa dispuesta a la violencia y al crimen con tal de acallar «con palos y con piedras» todo resquicio de esa verdad. El relato retoma un motivo gótico y lo encapsula en una fábula a propósito de la culpa y la lucidez, la civilización y la barbarie, y se abre a la interpretación genérica, deslocalizada, propia del género breve. Así ocurre en numerosas ficciones del libro. No obstante, muchas veces, como ocurre en ‘El diluvio’, pensados desde la idiosincrasia de esta tierra levantina, árida y seca, sujeta a cíclicas lluvias torrenciales, los relatos cobran una fuerza mayor. Aparecemos, como Kafka en ese camerino estrecho, también brevemente y a nuestro pesar en el escenario.
Concluyo esta reseña agradeciendo a El coloquio de los perros la iniciativa de homenajear a José Óscar López, un autor necesario y originalísimo, el más raro de los narradores murcianos en lo que va de siglo XXI, vivo en sus cuentos.
GERMEN DE TODO MOVIMIENTO
Una reseña de Animal fabuloso
Una reseña de Animal fabuloso
por INMA MIRALLES
No confíes en nada de lo que te rodea,
todo son filtraciones de uno mismo,
así que rómpete a ti mismo y deja
que aflore lenta de entre tus pedazos
la verdad siempre ajena, innumerable.
‘Bestiario’
Animal fabuloso
José Óscar López
todo son filtraciones de uno mismo,
así que rómpete a ti mismo y deja
que aflore lenta de entre tus pedazos
la verdad siempre ajena, innumerable.
‘Bestiario’
Animal fabuloso
José Óscar López
Hay un verso en Animal fabuloso que actúa como sintetizador de la obra completa, dividida, en realidad, en 5 partes. El verso es: «germen de todo movimiento, estoy buscándote». Es un verso sintetizador y, al mismo tiempo, es también uno de esos versos que se consiguen pocas veces en la obra de cualquier poeta, quizá una o dos veces si el puño nos acompaña en la escritura de varios libros; o quizá tres veces, si tenemos mucha, muchísima suerte. Es difícil mantenerse fiel a una idea a lo largo de un poemario cuyo motor, en muchas ocasiones, se termina escurriendo y dando lugar, como consecuencia, a un texto fragmentario con poca unicidad. No es el caso aquí.
El movimiento, tampoco descubro América al decirlo, es imprescindible para la supervivencia, aunque no sea evidente en todos los modos de existir. Por ejemplo, como mi hijo me recuerda a menudo, una flor está viva y no se mueve; sin embargo, la fotosíntesis, sin ser apreciable a simple vista, es un tipo de movimiento, un proceso sin el cual la flor no sobreviviría. Así, el trayecto que recorre una persona hasta su puesto de trabajo en la sociedad contemporánea busca tanto la supervivencia como el arco dinámico que ejecutó el brazo del homínido al lancear un mamut.
La cosa es esto de la complejidad del ser humano. Y su fruto más jugoso: la contradicción. Decía San Anselmo que todo lo que pueda ser previamente nombrado ha de poder existir: así justificaba su fe en la existencia de Dios. Venía a decir que, si la mente humana tiene potencial para generarse una idea, esta idea hay que tomársela en serio, aunque sea contraria a toda lógica aparente. Hay una idea central en Animal fabuloso, compilada en ese verso, y vehicular de todos los poemas. Esa idea es: ¿por qué narices moverse?
La pregunta se formula y se responde con cierta virulencia. No es nada aséptico. De hecho, «germen» tiene la acepción de originario, la connotación de algo atávico; pero también la acepción de patógeno, la connotación de algo nocivo. El «estoy buscándote», alude tanto a una reflexión elevada acerca de aquello primigenio, como a un «¿no es el movimiento otro mandato jerárquico más?».
El mandato de moverse, en (casi) cualquier sentido, es diurno. Así, todo lo digno de celebrarse está, en Animal fabuloso, del lado de la noche. La mayoría de los poemas son viajes oníricos (sueños, si no nocturnos, del sestero) o resistencias al despertar. En el que abre el libro, ‘Buenos días, oscuridad’, presenciamos ya esta declaración de intenciones que no se disimula: «Cuántas, cuántas mañanas vadeamos / camino de la noche».
Igualmente, en ‘Las nadadoras’, la voz poética les dice, casi con compasión: «nacéis pendientes del esfuerzo, del moverse». El esfuerzo de moverse conecta, en Animal fabuloso, con la aversión al día, entendido el día como espacio colonizado por la productividad. Hay una asociación entre la acción y la vida en sociedad productiva, y la inacción y la vida oscura, poco válida para el sistema, que solo contempla para nutrirse.
Dormir y soñar, siguiendo el estilo más clásico, son sinónimos de surrealismo. Hay una libertad “insolente” en la voz poética de Animal fabuloso que recuerda a Éluard y Desnos. En ‘Animales sensatos’ se desliza elásticamente por un sueño en el que interpela a su amada, mientras nos describe un espacio cambiante, donde la saliva se transforma en algo sintético con lo que pintar el cielo y donde surgen, también, varios recursos muy propios del surrealismo: elocuciones algo descontextualizadas («seres humanos, al jardín»), la eventual aparición del poeta en persona, hablando coloquialmente («chica, yo lo que diga el gato») y también la propia conciencia de que se está soñando, que ya se daba en ‘A la misteriosa’ de Desnos: «tanto he soñado contigo / que seguramente ya no podré despertar».
Pero, si Desnos abrazaba la oscuridad («y frente a la existencia real / de aquello que me obsesiona / desde hace días y años / seguramente me transformaré en sombra»), la voz poética de Animal fabuloso se desprende de ella: «Fuerzas oscuras / no tienen que ver conmigo», que también evoca el famoso verso de Plath «no tengo nada que ver con explosiones». Aluden a una renuncia que, en cualquier caso, es pacífica y está del lado de la luz.
‘Animales sensatos’ también dialoga con ‘La Única’ de Éluard y su tratamiento de la luz: «sus manos dóciles y arcos cantores / quebraban la luz». En Animal fabuloso, dice: «eso es lo que piensas de la luz / pero la luz se va».
Sin embargo, esta disconformidad con el mandato de moverse, esta alineación con el soñar continuo, no está exenta de un nihilismo inocente. Flota en Animal fabuloso la atracción gravitatoria de, simplemente, adherirse a un movimiento sin fin del que se continúa ignorando el origen y cuya naturaleza tampoco se llega a comprender: «Y simplemente miras, es otra forma de hacer algo / antes de regresar al movimiento que nunca dependió de ti, te sobrevino y no se detendrá contigo».
Todo lo que pueda pensarse previamente, ha de tener el potencial existir. Dice un verso (aún) inédito de José Óscar López: Bienvenido al lenguaje, silencio de las cosas. Aparte de ser un alejandrino tan sonoro como elevado, conecta a la perfección con la filosofía de San Anselmo: si pensamos a Dios antes que Él mismo nos revele su existencia, podemos igualmente elucubrar acerca de ese movimiento que nos sobreviene y que no se detendrá con nosotros, otorgarle una naturaleza menos mundana, menos jerárquica, menos obligatoria, y nombrarla, quizá, como algo parecido a reencontrarse.
El movimiento, tampoco descubro América al decirlo, es imprescindible para la supervivencia, aunque no sea evidente en todos los modos de existir. Por ejemplo, como mi hijo me recuerda a menudo, una flor está viva y no se mueve; sin embargo, la fotosíntesis, sin ser apreciable a simple vista, es un tipo de movimiento, un proceso sin el cual la flor no sobreviviría. Así, el trayecto que recorre una persona hasta su puesto de trabajo en la sociedad contemporánea busca tanto la supervivencia como el arco dinámico que ejecutó el brazo del homínido al lancear un mamut.
La cosa es esto de la complejidad del ser humano. Y su fruto más jugoso: la contradicción. Decía San Anselmo que todo lo que pueda ser previamente nombrado ha de poder existir: así justificaba su fe en la existencia de Dios. Venía a decir que, si la mente humana tiene potencial para generarse una idea, esta idea hay que tomársela en serio, aunque sea contraria a toda lógica aparente. Hay una idea central en Animal fabuloso, compilada en ese verso, y vehicular de todos los poemas. Esa idea es: ¿por qué narices moverse?
La pregunta se formula y se responde con cierta virulencia. No es nada aséptico. De hecho, «germen» tiene la acepción de originario, la connotación de algo atávico; pero también la acepción de patógeno, la connotación de algo nocivo. El «estoy buscándote», alude tanto a una reflexión elevada acerca de aquello primigenio, como a un «¿no es el movimiento otro mandato jerárquico más?».
El mandato de moverse, en (casi) cualquier sentido, es diurno. Así, todo lo digno de celebrarse está, en Animal fabuloso, del lado de la noche. La mayoría de los poemas son viajes oníricos (sueños, si no nocturnos, del sestero) o resistencias al despertar. En el que abre el libro, ‘Buenos días, oscuridad’, presenciamos ya esta declaración de intenciones que no se disimula: «Cuántas, cuántas mañanas vadeamos / camino de la noche».
Igualmente, en ‘Las nadadoras’, la voz poética les dice, casi con compasión: «nacéis pendientes del esfuerzo, del moverse». El esfuerzo de moverse conecta, en Animal fabuloso, con la aversión al día, entendido el día como espacio colonizado por la productividad. Hay una asociación entre la acción y la vida en sociedad productiva, y la inacción y la vida oscura, poco válida para el sistema, que solo contempla para nutrirse.
Dormir y soñar, siguiendo el estilo más clásico, son sinónimos de surrealismo. Hay una libertad “insolente” en la voz poética de Animal fabuloso que recuerda a Éluard y Desnos. En ‘Animales sensatos’ se desliza elásticamente por un sueño en el que interpela a su amada, mientras nos describe un espacio cambiante, donde la saliva se transforma en algo sintético con lo que pintar el cielo y donde surgen, también, varios recursos muy propios del surrealismo: elocuciones algo descontextualizadas («seres humanos, al jardín»), la eventual aparición del poeta en persona, hablando coloquialmente («chica, yo lo que diga el gato») y también la propia conciencia de que se está soñando, que ya se daba en ‘A la misteriosa’ de Desnos: «tanto he soñado contigo / que seguramente ya no podré despertar».
Pero, si Desnos abrazaba la oscuridad («y frente a la existencia real / de aquello que me obsesiona / desde hace días y años / seguramente me transformaré en sombra»), la voz poética de Animal fabuloso se desprende de ella: «Fuerzas oscuras / no tienen que ver conmigo», que también evoca el famoso verso de Plath «no tengo nada que ver con explosiones». Aluden a una renuncia que, en cualquier caso, es pacífica y está del lado de la luz.
‘Animales sensatos’ también dialoga con ‘La Única’ de Éluard y su tratamiento de la luz: «sus manos dóciles y arcos cantores / quebraban la luz». En Animal fabuloso, dice: «eso es lo que piensas de la luz / pero la luz se va».
Sin embargo, esta disconformidad con el mandato de moverse, esta alineación con el soñar continuo, no está exenta de un nihilismo inocente. Flota en Animal fabuloso la atracción gravitatoria de, simplemente, adherirse a un movimiento sin fin del que se continúa ignorando el origen y cuya naturaleza tampoco se llega a comprender: «Y simplemente miras, es otra forma de hacer algo / antes de regresar al movimiento que nunca dependió de ti, te sobrevino y no se detendrá contigo».
Todo lo que pueda pensarse previamente, ha de tener el potencial existir. Dice un verso (aún) inédito de José Óscar López: Bienvenido al lenguaje, silencio de las cosas. Aparte de ser un alejandrino tan sonoro como elevado, conecta a la perfección con la filosofía de San Anselmo: si pensamos a Dios antes que Él mismo nos revele su existencia, podemos igualmente elucubrar acerca de ese movimiento que nos sobreviene y que no se detendrá con nosotros, otorgarle una naturaleza menos mundana, menos jerárquica, menos obligatoria, y nombrarla, quizá, como algo parecido a reencontrarse.
RESEÑA DE UN ANIMAL FABULOSO
[El coloquio de los perros, 07/10/2018]
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IMAGINABA UN LAGO
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por ANDRÉS GARCÍA CERDÁN
La locura abofetea, obscena, las rosas.
José María Corbalán
José María Corbalán
“Fragmento”: Parte pequeña de una cosa quebrada o dividida. Del latín frangere, quebrar, romper.
Trozo, pedazo, fracción.
Corriente discontinua.
Esquirla.
Cristal herido.
El espejo en el que nos miramos cuando nos acercamos a Fragmentos de un mundo acelerado es un espejo roto. Caído al suelo, en pedazos que siguen un riguroso orden asimétrico, un orden desordenado, liberado al fin de la obligación de reflejar sólo en una sola dirección, o tal vez aún colgado de la alcayata que lo sujeta, aunque ya no cumpla la función de devolvernos una imagen cabal, este espejo está vivo. Es, paradójicamente, un espejo roto que aspira a la unidad. Cada uno de los pedazos, asimismo espejos, cada fragmento, cada espejismo, cada esquirla de cristal, se atreve a lanzarnos aún, en su fractura, una visión del mundo.
Cada pedazo es el relato de una perspectiva emocional del mundo.
Un microcosmos.
Como un poliedro, como un caleidoscopio, el reflejo múltiple, polifónico de esta colección de relatos nos invita a mirar el mundo múltiple, las aristas múltiples de la realidad como desde un gran angular.
Es un espejo vivo, en movimiento.
Una marea de voces.
Un espejo líquido, al fin.
Es también un espejo muy delgado. Tan delgado que casi es transparente. Como el camerino estrechísimo del que habla Kafka en las palabras que el autor eligió para presidir esta colección, el espejo devuelve la imagen de lo que hay delante, pero también deja ver qué hay detrás, más allá.
Si un espejo es, en palabras de Foucault, un no-lugar, este espejo fragmentado es un archipiélago de no-lugares donde estamos, donde no estamos, donde podríamos estar. El mapa que dibuja esta geografía recoge una cantidad infinita de islas.
Cada isla es un relato, es decir, un poema:
El hombre que inventará el futuro sigue en busca y captura en el pasado.
Cada isla es una mirada al mundo, entre el desencanto, el humor, el absurdo, la ironía o el delirio.
Frente a la sordidez de las apisonadoras del pensamiento oficial, de la mentira rebozada en más mentira, frente al inmovilismo del aparato, frente al dolor de la normalidad, José Óscar impuso la volubilidad y la fragilidad de personajes que caminan por el margen de la lógica, del sentido común, de la moderación.
Trozo, pedazo, fracción.
Corriente discontinua.
Esquirla.
Cristal herido.
El espejo en el que nos miramos cuando nos acercamos a Fragmentos de un mundo acelerado es un espejo roto. Caído al suelo, en pedazos que siguen un riguroso orden asimétrico, un orden desordenado, liberado al fin de la obligación de reflejar sólo en una sola dirección, o tal vez aún colgado de la alcayata que lo sujeta, aunque ya no cumpla la función de devolvernos una imagen cabal, este espejo está vivo. Es, paradójicamente, un espejo roto que aspira a la unidad. Cada uno de los pedazos, asimismo espejos, cada fragmento, cada espejismo, cada esquirla de cristal, se atreve a lanzarnos aún, en su fractura, una visión del mundo.
Cada pedazo es el relato de una perspectiva emocional del mundo.
Un microcosmos.
Como un poliedro, como un caleidoscopio, el reflejo múltiple, polifónico de esta colección de relatos nos invita a mirar el mundo múltiple, las aristas múltiples de la realidad como desde un gran angular.
Es un espejo vivo, en movimiento.
Una marea de voces.
Un espejo líquido, al fin.
Es también un espejo muy delgado. Tan delgado que casi es transparente. Como el camerino estrechísimo del que habla Kafka en las palabras que el autor eligió para presidir esta colección, el espejo devuelve la imagen de lo que hay delante, pero también deja ver qué hay detrás, más allá.
Si un espejo es, en palabras de Foucault, un no-lugar, este espejo fragmentado es un archipiélago de no-lugares donde estamos, donde no estamos, donde podríamos estar. El mapa que dibuja esta geografía recoge una cantidad infinita de islas.
Cada isla es un relato, es decir, un poema:
El hombre que inventará el futuro sigue en busca y captura en el pasado.
Cada isla es una mirada al mundo, entre el desencanto, el humor, el absurdo, la ironía o el delirio.
Frente a la sordidez de las apisonadoras del pensamiento oficial, de la mentira rebozada en más mentira, frente al inmovilismo del aparato, frente al dolor de la normalidad, José Óscar impuso la volubilidad y la fragilidad de personajes que caminan por el margen de la lógica, del sentido común, de la moderación.
El lenguaje en que están escritas estas experiencias únicas, intransferibles, es pura fulguración, puro instinto:
Extrañas experiencias relatan aquellos pocos, realmente pocos, que alcanzan la cumbre del conocimiento.
Como el agua que brota de la fuente y del no saber y del sospechar, en la alta montaña, y luego sabe irse, dejarse ir entre pinos o encinas o vetas minerales, su palabra.
Escrita entre dos galaxias, su palabra contra la «terca, terca realidad».
Escrito entre dos pliegues, el fragmento, la pieza de puzzle, que busca la «ancient heavenly connection», el vínculo.
Fragmentos de un mundo acelerado apareció en 2017 en la editorial cartagenera Balduque. José Óscar López había escrito cuentos y poemas desde los años 90. Y había dibujado. Hay en este libro, como en todos los suyos desde Los nuevos dioses, una clara inclinación a borrar los márgenes, de desbordar las fronteras entre géneros. Poema y relato son una misma cosa. La raíz de los textos se remonta siempre a eso fantástico, al alfabeto imaginario, a esa sintaxis voluptuosa de la que procede lo que podemos llamar literatura.
La raíz de que hablamos tiene que ver, por supuesto, con el mundo poético que nos descubre, pero más si cabe con su idea de lo que es el lenguaje.
Podríamos hablar de una semántica de la rebelión:
Hay una historia secreta que relatan todos los diccionarios, la de la rebelión de los sentidos. Aunque el sentido nunca se rebela, pues solo se rebela aquello que una vez estuvo sometido y el sentido siempre se deslizó inasible entre los dedos de quienes lo perseguían.
La sensación que queda al leer estos relatos es que José Óscar López intentó atrapar eso inasible, decir eso inefable, y que a nosotros, lectores, nos ha contagiado esta necesidad y esta sed de «aventura sin fin».
El lenguaje en estos relatos, en los poemas, es fanal que indica la dirección del otro lado, de lo otro. Epifanía, aparición de las palabras que crean el mundo y lo bautizan como por primera vez.
A veces, es fácil creer que el lenguaje es capaz de reinventar el mundo, de salvarlo «no inútilmente». Le pasa al protagonista de ‘La frase’, quien encuentra en unas pocas palabras inesperadas una alegría total y luego la desidia de «seguir nadando en medio de este océano de días repetidos».
Adánicamente, José Óscar López nos conduce en la noche de lo real y las imágenes van sucediéndose una tras otra a toda velocidad en nuestra cabeza.
Nos enseña a leer y a mirar.
Hay algo enigmático en esta necesidad de inventar, como Juan Ramón Jiménez en su famoso poema, la relación entre las cosas y el lenguaje desde cero. «Hubo una vez un universo musical, hecho por tanto de tiempo y donde el espacio no existía», dice en ‘Una idea de Olaf Stapledon’.
En el segundo de los relatos del volumen, dentro de la sección “Historia de las grandes ideas”, alguien regresa al lugar donde fue creado y allí contempla al Creador y a algunas de sus terribles y perfectas criaturas. Como algunos héroes de La Ilíada, seres que tenían «aspecto de inmortal». Quien regresa a ese taller divino lo hace siguiendo el sendero de las palabras que le permiten expresar qué es aquello. Contemplada la fragua de lo divino, que casi siempre produce seres imperfectos, esto es, nosotros y nuestros semejantes, quien regresa comprende que ha de morir.
«No se baja vivo de una cruz», decía Cortázar en ‘Queremos tanto a Glenda’. Tampoco nos está permitido contemplar la “perfección”, poner un pie en el otro lado y volver para contarlo sin castigo.
Orfeo y Prometeo laten entre las líneas de este relato.
La sencillez aparentemente ingenua con que se nos cuenta esta anécdota es magia: un halo de verdad nos arrastra a los pies de lo desconocido, de lo imaginario.
Al lenguaje.
Hay una imaginación mítica siempre, lisérgica a veces, surreal, dispensada en pequeñas píldoras ficcionales, en perlas poéticas. Los muros entre realidad y fantasía, mundo y literatura se derrumban estrepitosamente. En ese límite, con un pie puesto arriba y otro abajo, con un pie dentro del agua y el otro en las nubes, José Óscar nos reta a sentir más, a emocionarnos más, a replantearnos quiénes somos, qué es y qué podría ser el mundo. Como lectores suyos, caminamos con las piernas hundidas en el fondo de los sueños (y de las pesadillas).
Por ejemplo, cuando nos habla de la brujería de los barrenderos que trazan a escobazos por la noche la red en que se han de quedar atrapados nuestros anodinos destinos diurnos.
La realidad es muchas veces inaceptable. Hacerse cargo de ella puede acabar contigo, como ocurre en ‘El metódico lector’.
Hay a veces una imaginación “neolítica”, la que tiene que ver con ritos ancestrales, con el contacto con lo oculto o lo absoluto desde una religiosidad rudimentaria. ‘El pozo’, por ejemplo, destila melancolía.
Contra toda la tristeza, contra la sensación de que el deseo se estampa a veces en lo vulgar, esta mañana cierro de nuevo Fragmentos de un mundo acelerado y sé que se queda ahí latiendo —porque eso hacen los libros: latir—, como aquella máquina inventada en uno de sus cuentos, que nadie sabía para qué iba a servir, cuál sería su finalidad. Oculta, sin dejar de palpitar bajo tierra, la máquina dictaba sin cesar la posibilidad de la existencia, la esperanza. Cierro el libro, decía, y me encuentro con una foto a color de Marylin Monroe. En bañador a rayas, lee muy concentrada un ejemplar del Ulysses de Joyce que sostiene sobre las rodillas, abierto por las últimas páginas.
Extrañas experiencias relatan aquellos pocos, realmente pocos, que alcanzan la cumbre del conocimiento.
Como el agua que brota de la fuente y del no saber y del sospechar, en la alta montaña, y luego sabe irse, dejarse ir entre pinos o encinas o vetas minerales, su palabra.
Escrita entre dos galaxias, su palabra contra la «terca, terca realidad».
Escrito entre dos pliegues, el fragmento, la pieza de puzzle, que busca la «ancient heavenly connection», el vínculo.
Fragmentos de un mundo acelerado apareció en 2017 en la editorial cartagenera Balduque. José Óscar López había escrito cuentos y poemas desde los años 90. Y había dibujado. Hay en este libro, como en todos los suyos desde Los nuevos dioses, una clara inclinación a borrar los márgenes, de desbordar las fronteras entre géneros. Poema y relato son una misma cosa. La raíz de los textos se remonta siempre a eso fantástico, al alfabeto imaginario, a esa sintaxis voluptuosa de la que procede lo que podemos llamar literatura.
La raíz de que hablamos tiene que ver, por supuesto, con el mundo poético que nos descubre, pero más si cabe con su idea de lo que es el lenguaje.
Podríamos hablar de una semántica de la rebelión:
Hay una historia secreta que relatan todos los diccionarios, la de la rebelión de los sentidos. Aunque el sentido nunca se rebela, pues solo se rebela aquello que una vez estuvo sometido y el sentido siempre se deslizó inasible entre los dedos de quienes lo perseguían.
La sensación que queda al leer estos relatos es que José Óscar López intentó atrapar eso inasible, decir eso inefable, y que a nosotros, lectores, nos ha contagiado esta necesidad y esta sed de «aventura sin fin».
El lenguaje en estos relatos, en los poemas, es fanal que indica la dirección del otro lado, de lo otro. Epifanía, aparición de las palabras que crean el mundo y lo bautizan como por primera vez.
A veces, es fácil creer que el lenguaje es capaz de reinventar el mundo, de salvarlo «no inútilmente». Le pasa al protagonista de ‘La frase’, quien encuentra en unas pocas palabras inesperadas una alegría total y luego la desidia de «seguir nadando en medio de este océano de días repetidos».
Adánicamente, José Óscar López nos conduce en la noche de lo real y las imágenes van sucediéndose una tras otra a toda velocidad en nuestra cabeza.
Nos enseña a leer y a mirar.
Hay algo enigmático en esta necesidad de inventar, como Juan Ramón Jiménez en su famoso poema, la relación entre las cosas y el lenguaje desde cero. «Hubo una vez un universo musical, hecho por tanto de tiempo y donde el espacio no existía», dice en ‘Una idea de Olaf Stapledon’.
En el segundo de los relatos del volumen, dentro de la sección “Historia de las grandes ideas”, alguien regresa al lugar donde fue creado y allí contempla al Creador y a algunas de sus terribles y perfectas criaturas. Como algunos héroes de La Ilíada, seres que tenían «aspecto de inmortal». Quien regresa a ese taller divino lo hace siguiendo el sendero de las palabras que le permiten expresar qué es aquello. Contemplada la fragua de lo divino, que casi siempre produce seres imperfectos, esto es, nosotros y nuestros semejantes, quien regresa comprende que ha de morir.
«No se baja vivo de una cruz», decía Cortázar en ‘Queremos tanto a Glenda’. Tampoco nos está permitido contemplar la “perfección”, poner un pie en el otro lado y volver para contarlo sin castigo.
Orfeo y Prometeo laten entre las líneas de este relato.
La sencillez aparentemente ingenua con que se nos cuenta esta anécdota es magia: un halo de verdad nos arrastra a los pies de lo desconocido, de lo imaginario.
Al lenguaje.
Hay una imaginación mítica siempre, lisérgica a veces, surreal, dispensada en pequeñas píldoras ficcionales, en perlas poéticas. Los muros entre realidad y fantasía, mundo y literatura se derrumban estrepitosamente. En ese límite, con un pie puesto arriba y otro abajo, con un pie dentro del agua y el otro en las nubes, José Óscar nos reta a sentir más, a emocionarnos más, a replantearnos quiénes somos, qué es y qué podría ser el mundo. Como lectores suyos, caminamos con las piernas hundidas en el fondo de los sueños (y de las pesadillas).
Por ejemplo, cuando nos habla de la brujería de los barrenderos que trazan a escobazos por la noche la red en que se han de quedar atrapados nuestros anodinos destinos diurnos.
La realidad es muchas veces inaceptable. Hacerse cargo de ella puede acabar contigo, como ocurre en ‘El metódico lector’.
Hay a veces una imaginación “neolítica”, la que tiene que ver con ritos ancestrales, con el contacto con lo oculto o lo absoluto desde una religiosidad rudimentaria. ‘El pozo’, por ejemplo, destila melancolía.
Contra toda la tristeza, contra la sensación de que el deseo se estampa a veces en lo vulgar, esta mañana cierro de nuevo Fragmentos de un mundo acelerado y sé que se queda ahí latiendo —porque eso hacen los libros: latir—, como aquella máquina inventada en uno de sus cuentos, que nadie sabía para qué iba a servir, cuál sería su finalidad. Oculta, sin dejar de palpitar bajo tierra, la máquina dictaba sin cesar la posibilidad de la existencia, la esperanza. Cierro el libro, decía, y me encuentro con una foto a color de Marylin Monroe. En bañador a rayas, lee muy concentrada un ejemplar del Ulysses de Joyce que sostiene sobre las rodillas, abierto por las últimas páginas.
Me acuerdo de José Óscar como cada vez que oigo una canción de David Bowie.
De José Óscar, sí, acelerador de partículas emocionales, de fragmentos emocionales, de energía sémica, contra la asfixia.
Imaginaba un lago y le faltaba el oxígeno.
Sus familiares subían la escalera a toda prisa y corrían hacia su dormitorio, alertados por sus gritos y por un ruido extraño, inexplicable allí dentro, como de chapoteo.
Estas dosis de delirio y milagro, estos fragmentos de espejo nos convulsionan y nos inundan de belleza y de temor, como en una exhalación de todas las inteligencias y las emociones posibles (e imposibles). En su estela salimos de la atonía, de la indolencia.
Gracias, José Óscar, por abrirnos, por encendernos los ojos.
De José Óscar, sí, acelerador de partículas emocionales, de fragmentos emocionales, de energía sémica, contra la asfixia.
Imaginaba un lago y le faltaba el oxígeno.
Sus familiares subían la escalera a toda prisa y corrían hacia su dormitorio, alertados por sus gritos y por un ruido extraño, inexplicable allí dentro, como de chapoteo.
Estas dosis de delirio y milagro, estos fragmentos de espejo nos convulsionan y nos inundan de belleza y de temor, como en una exhalación de todas las inteligencias y las emociones posibles (e imposibles). En su estela salimos de la atonía, de la indolencia.
Gracias, José Óscar, por abrirnos, por encendernos los ojos.
LOS EDITORES
EN TORNO A LA PUBLICACIÓN DE LOS NUEVOS DIOSES
por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ
No alcanzo a tener un orden cronológico de la vida, como no alcanzo a tantas cosas. Todo se yuxtapone o se solapa o simplemente se mueve sin criterio aparente. Antes o después, qué más da. Intuyo que existen, pero quizás solo porque en el después acepte ciertas renuncias a las que me resistía en el antes.
Soy amigo de José Óscar desde los primeros años de la universidad. Además, entre otras cosas tengo el honor de haberlo publicado por primera vez de forma exenta, si no en formato libro, sí en formato de cuaderno. Pero eso tampoco fue algo muy relevante, fue algo más bien natural y consecuente con su calidad literaria primero y, en segundo lugar, con nuestra amistad. Los años en los que surge Los cuadernos portátiles, mi proyecto editorial, cuya viñeta, una caja o una casa, creo, ardiendo, era uno de esos dibujos que José Óscar iba dejando por todas partes. Fueron unos años esenciales en nuestra formación y en nuestros afectos verdaderos, los que perduran para siempre. Cuando José Óscar llega a Murcia, se da en la ciudad la circunstancia de una vívida actividad cultural. Mestizo; el ciclo de lectura en la Puerta Falsa; la librería Yerba, donde, creo, años después empezó Action cómic, la tienda de Rubén, el hermano de José Óscar (que recoge esa creencia de que hay lugares consagrados a una labor a lo largo de los años); el Diego Marín de Alfonso y Pablo; la agitación de la cafetería Ítaca, que aglutina una serie de jóvenes inquietos de procedencia variada... Aún se nota el origen de cada uno. Muchos compañeros de Cartagena y Lorca aparecen en mi vida, también de Bullas, Caravaca o de la Vega Baja del Segura. Convivimos en los pisos de estudiantes. Si no tienes un amigo que esté en un piso de estudiantes, como dice el chiste, es que lo eres tú. Eso impulsaba un espacio de libertad y de felicidad. Además de esta agitación juvenil, hay también una propuesta cultural que se nutre de la época de bonanza de ciertas instituciones como, por ejemplo, el Aula de Cultura de Cajamurcia, que ejerce, imagino, de alguna manera la labor de mecenazgo de figuras discutibles pero muy activas y que traen a la ciudad autores de primera línea. Hay también, con la primavera, festivales como Ardentísima, Albor de la palabra, Murcia joven o la programación de la jovencísima Aula de Poesía de la Universidad de Murcia, que se desarrolla a lo largo de todo el curso. Los años se miden por cursos. Los veranos son un periodo extraño, también de distancia. Pronto mi relación con Diego Sánchez y José Óscar López surgió como un fuego espontáneo, con naturalidad, sin esfuerzos. He sido siempre una persona sociable pero tímida, desenvuelta cuando estoy rodeado de mis amigos, pero algo distante con los desconocidos. Con ellos todo fue muy fácil desde el primer momento. José Óscar traía de Lorca un bagaje impresionante de lecturas, música, cine. Aprendí de lo que no estaba escrito escuchándolo, y de lo que sí estaba escrito también con sus préstamos de libros, cómics y casetes. Era una época diferente, en la que no existía internet y había que currárselo escuchando programas de radio, leyendo revistas, intercambiando casetes de música, consiguiendo libros fotocopiados o en librerías de segunda mano. A mí me fascinaba escucharlo, sobre todo por la pasión que siempre ha puesto en todo, el entusiasmo contagioso, el disfrute por la literatura, por la música, por el cómic, por la vida. Pese a todo, era una persona insegura con su textos, los corregía, los modificaba, los rehacía, una y otra vez, buscando un no sé qué en muchos casos condicionado por las amistades más presentes de cada momento. En el último año de carrera, tal vez primero de oposiciones, surgió nuestro fanzine La casa subterránea, y en ese contexto también apareció Los cuadernos portátiles, mi proyecto editorial, pequeño y sin más trascendencia que la de haber publicado dos títulos, el primero Los nuevos dioses de José Óscar López, el segundo y último Desde el vientre de la ballena de Diego Sánchez Aguilar. Nunca se me ocurrió publicar un tercero que fuera mío, pese a la insistencia de algunas personas que no terminaban de comprender que no lo hiciera. Como editor dejé bastante que desear, me daba pereza, como siempre me ha dado, la burocracia. Llegó a aparecer una reseña de Antonio Lucas en El Mundo y creo que algo publicó también de forma breve el poeta Martín López Vega. Pese a mi falta de pulso editor, creo que fue un proyecto hermoso y desde el punto de vista práctico verdaderamente una ruina poética. La portada nos la hizo Mario Rubio y creo que a José le gustó. Lo más notable del proyecto fue el texto de José Óscar que, por otro lado, también se publicó en Voces de Chamamé, seguramente por el premio que le concedieron mientras preparábamos nuestra publicación. No puedo seguir escribiendo mucho más de aquella época; puedo, pero siento que es una manera de poner límites a algo que siento expansivo y sin terminar. En esos párrafos que no voy a escribir habría cafeteras, y discos de David Bowie, entre otros; lugares como Calabardina, Los Urrutias, Cabo de Palos, su piso del Barrio del Carmen, El Secreto de Ernesto, el chino de los viernes; viajes a Edimburgo, a Granada, a Madrid; nuestra colaboración en Onda Regional; la Nochevieja en la que estuvimos fugazmente invitados a la casa de Alejandro Amenábar. Y siempre Diego y María Luisa. Y Javier Moreno, Ángel Manuel, Juan de Dios, Cristina Morano, Joseda, Natxo Vidal y, algo más tarde, Alberto Chessa, aunque estos son solo algunos de los nombres que tienen un correlato con una época concreta. Una persona también se define por sus amigos. Yo soy una persona un poco anómala en este aspecto, porque tiendo a sentirme cómodo en un círculo muy reducido de amores incondicionales, o al menos eso creo. José Óscar, ya entonces, era un hombre de amistades variadas y ricas, con sus peleas propias, imagino como todos, entre los afectos y los desafectos, pero siempre pendiente de los más jóvenes, con los que coincidía por su radical modernidad y afán de extender los límites de lo que fuera en lo que estuviese metido en ese momento. Hacer una nómina de sus amigos, no solo de esta época como de forma parcial he hecho antes sino a lo largo del tiempo, sería interminable y con toda seguridad algo injusto, porque quedaría incompleta. Son muchos y muy variados. Una de las últimas adquisiciones de las que me habla hace un año con verdadera pasión es Marcelo Criminal, al que ha conocido a través de su hermano Alejandro y de Juana. Habla de él de una forma elogiosa, se le ilumina la cara, está apasionado no sólo por lo que Marcelo sabe, sino también por lo que él sabe que Marcelo sabe, contagio entre iguales y expansivo, porque da la sensación de que le quedan buenos momentos compartidos. Así, más o menos, creo que concibe las amistades José Óscar. En relación con la amistad, con Los nuevos dioses, con la vida en general y con José Óscar, sí que quiero contar algo antes de poner punto final a este texto. A José Óscar lo he querido de una manera especial siempre, diferente a los demás, de una manera genuina y pura, pero como en muchos amores también hemos tenido nuestro desencuentro. El nuestro duró bastante. Duró demasiado. Un verano tuvimos una conversación incómoda y aparentemente sin más trascendencia, pero desde ese momento, y sin que se hubiera dicho nada concreto, nos distanciamos. Era una distancia extraña e incómoda, porque seguíamos coincidiendo, pero ya nada era igual. Probablemente él lo contaría de otra manera si hubiera tenido necesidad de hacerlo, como ahora tengo yo. Han sido unos años injustos, quizás es lo que más me duele, para los dos. Pero al final nos perdonamos, si es que había algo que perdonar, lo que me permitió reencontrarme con un José Óscar pletórico y afectuoso, con un apego muy especial por la vida y por las personas que estábamos en ella. Atesoro sus últimos correos llenos de poemas, proyectos y opiniones sobre lo que nos pasó y sobre el punto en el que estábamos ahora. Lo vi por última vez en los premios Alfonso X el Sabio, en la edición en la que se homenajeaba a Diego Sánchez Aguilar. Desde entonces, e imagino que entenderás por qué, lo veo siempre que cierro los ojos.
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EN LA OCULTACIÓN DE JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ
por RAÚL HERRERO
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En el 2015 Iván Humanes y yo templábamos la posibilidad de un libro de relatos, titulado Extraño Oeste, en el que se combinaran elementos de cualquier género, preferiblemente del fantástico, con el Far-West. Fue Iván quien incluyó a José Óscar López en la lista de autores a los que plantear el proyecto. Por fortuna, para Libros del Innombrable, José Óscar aceptó integrar un relato —¿o novela breve?— en dicho volumen. Como cabe suponer, entonces comenzó mi conocimiento de José Óscar López. Tuvimos bastante trabajo con su texto ‘Armas de fuego místico’, ya que, como él mismo decía, «me gusta retorcer el orden de las oraciones hasta el límite». Debo aclarar que su narración la presentó increíblemente limpia de polvo y paja, pero en la búsqueda de la errata nos afanábamos por desentrañar los mecanismos y las bombas que había dispersado por el texto, y eso fue labor ardua. El proceso llegó a ser una grata experiencia, a la que se sumó la presentación del libro en Murcia, donde pude relacionarme con él de rostro a rostro. Coincidimos de nuevo durante la presentación en Madrid de Extraño Oeste, con Luis Alberto de Cuenca como maestro de ceremonias.
Me pareció que José Óscar López poseía una personalidad rica, amable, de fácil trato, algo que personalmente valoro mucho en la con frecuencia inhóspita selva literaria, de sonrisa fácil y con el que merecía la pena una conversación a largo aliento. Decir que respiraba sensibilidad es como no decir nada, dado lo manoseado y mal aplicado del término sensibilidad, pero así era. «Sigue la música que yo no quiero oír», escribió. Me llegó un ejemplar dedicado de su poemario Animal fabuloso (Chamán, 2018) que contiene versos de golpe y cincel. Por medio de Facebook fue testigo de sus caricaturas para la prensa y de la parcela de su vida que nos dejaba observar a los que por allí pululábamos. Por interés en su literatura leí, posteriormente, Los monos insomnes (Chiado, 2013) y Fragmentos de un mundo acelerado (Balduque, 2017) que me parecieron brillantes, con una voz personal, sin el miedo a lo literario que se parece intuir (o que se constata) en algunos autores contemporáneos. Más tarde, coincidimos en el libro de homenaje a Cirlot con parte del equipo de Extraño Oeste, en 8x11 sueños (Fantasma, 2023)... Y ya no hubo tiempo de más. Es terrible que José Óscar se haya ocultado tan pronto. Su edad y su literatura indicaban lo contrario, indicaban que debería seguir entre nosotros. A nadie le sorprende que lo vital no suele conducirse con justicia, estimo que en parte por eso él, como muchos otros autores, se introdujo en la literatura, para enmendar lo descaminado de la realidad aparente, que no es más que una posible verdad, si bien no la definitiva. La verdad es que yo valoraba a José Óscar López como persona y como escritor, que daba por sentado que nos quedaba tiempo para conversar, encontrarnos en alguna parte, incluso publicar, y que una serie de acontecimientos, a los que llamamos vida, me han privado de ese supuesto. Espero que se le recuerde y se le lea, que es la mayor prueba de afecto con la que se puede festejar a un autor. Su obra y su memoria se lo merecen. Al cabo, tal como dejó escrito Porfirio en su Carta a Marcela: «Lo que importa es cómo vivimos, no cuánto tiempo», aunque esta sentencia, lanzada en frío, poco consuelo nos deja a los que le esperamos. «Sueño con regresar, / solo que no sé adónde», escribió en su libro Animal fabuloso. |
Agosto, 2024.
24 DE AGOSTO DE 2024
FRAGMENTO DE UN DIARIO
FRAGMENTO DE UN DIARIO
por JOSÉ ALCARAZ
(...) A la vuelta, otra vez el camino de tierra que conduce a Mar de Cristal. Esta vez con el sol poniéndose y una feliz sensación de vagabundaje. Parecía que llevase horas caminando y que el cansancio, contra toda lógica, como en una iluminación, se erigiera en el más abundante combustible.
Así me encontraba hace unas horas, con mi dosis justa de soledad, únicamente interrumpida por las bicis de montaña, cada vez más aparatosas, que pasan rozándote cuando vienen por detrás porque la gente ya no sabe dar voces para que te hagas a un lado, con lo hermoso que es dar voces en medio del campo, ser cortés a pleno pulmón. Al pasar por mi lado apenas me tocaban, pero en mi estado de entusiasmo el aire que levantaban era suficiente para dejarme girando, aunque sólo fuera mentalmente. Supongo que por eso me perdí. Casi de noche, volví a pasar por una encañizada. Sólo se oían el croar de algunas ranas y los matorrales agitados por una brisa imprevista. —¿Es que te has perdido? —La irrupción fue como para llevarse un buen susto, sin embargo la tomé con la misma naturalidad con la que él me habló. —Sí, tío. Me desoriento con facilidad. Pero ¿qué haces tú aquí? —Pues acompañarte, ¿no lo ves? Por fin, encauzados, le recordé que nos conocimos nada menos que en una nave espacial. Puso cara de extrañeza, pero pronto cayó en que me refería a una carpa hinchable de color blanco que la Consejería de Cultura instaló en Lorca, entre otros sitios, hace unos quince años. —Fue en un recital de los dos con Juande y luego nos entrevistó la tele local —dijo, y empezó a reírse. —La verdad es que nos recuerdo a los tres vestidos de astronautas, aunque no fuera así. —Me contagió la risa. Reparé entonces en que bien nos haría falta a cada uno un traje de astronauta, porque andar por las calles de Islas Menores y Mar de Cristal, dando brincos para salvar sus delirantes bordillos de hasta treinta centímetros de altura, tiene mucho de paseo lunar. Tampoco estaría mal introducirse con una escafandra en la única farmacia del lugar a fin de protegerse contra sus precios astronómicos; o debería decir astrológicos, dado el azaroso criterio con que parecen ser calculados. Quedaba menos para llegar a nuestras casas. Me contó que había logrado escapar de las dos dimensiones que tiene nuestra población de veraneo. Una es el paseo marítimo, donde sólo se puede ir a derecha o izquierda. La otra es entrar en el mar. Fin. Y no hay mirada dadivosa que pueda cambiarlo. Pero él, un día, en bañador y con toalla al hombro, marchó calles adentro y después de atravesar una placita con banderolas de España y otra placita con banderolas de España y otra y otra... subió a una loma y desde ahí pudo situarse en un eje vertical. Lo que vio entonces no quiso decírmelo. Pasamos cerca de unas rocas donde el Mar Menor rompía con espuma blanca, pero no espuma proveniente de las olas, que apenas eran ondas desganadas, sino espuma de auténtico pus marino. Nos detuvimos un rato a contemplar aquel cuadro. —Esto es contaminación, digan lo que digan —afirmó mirándome con una de sus manos apoyada en la cadera y la otra alzada con la palma hacia arriba, en señal de franqueza absoluta. En ese momento juraría que surgió del fondo del mar, o más bien de debajo del fondo, pues el mar en esa parte apenas mide lo que uno de los bordillos autóctonos, una especie de medusa alienígena enorme con tentáculos extensibles de hierro, llena de fango y de luces que nos cegaban. Y tuve la certeza de lo que haría ese monstruo apestoso con forma de huevo frito: raptarnos. «En una nave espacial nos conocimos», me dije, «y ahora vienen a recogernos». Cerré los ojos y me acurruqué en una posición de defensa que ahora presumo ridícula. Pero pasaban los minutos y no ocurría nada. Sólo cuando el ruido metálico y escandaloso de la medusa parecía muy lejano, me atreví a mirar. Y la medusa no estaba. Y mi amigo, tampoco. Sí el tractor que alisa la arena de la playa, cada vez más distante en medio de la noche. Me bastó un segundo para asumir su pérdida y recordarnos otra vez en aquella nave espacial hinchable, o trabajando juntos para la exposición que hizo de sus dibujos en Ficciones y para su libro de relatos en Balduque, entre otros fogonazos de lecturas, presentaciones y cervezas. —Eres la persona no psicodélica más psicodélica que conozco —escuché de pronto. Era él, justo al lado. Y me acompañó hasta la puerta de mi casa.
Repasando mi correspondencia con José Óscar, veo que son muchos los correos que intercambiamos para la edición de Fragmentos de un mundo acelerado, bastantes más de los que recordaba. En todos se aprecia la especial ilusión que tenía puesta en esta publicación, al principio pensada por él como un libro en dos volúmenes. Dada su extensión, elevada para un libro de microrrelatos (en algún momento los llamamos así, aunque a ninguno de los dos nos parecía exacto), pensé que para publicarlo en Balduque era conveniente reducir el número de estos a la mitad aproximadamente, es decir, unos 50 de los 107 que finalmente fueron. La idea no le convenció, aunque sí disipó la de publicar dos volúmenes: esta conllevaba la posibilidad de añadir nuevos textos en el segundo volumen, por lo que el problema de la extensión acabaría apareciendo igualmente. Años después me comentó que se arrepentía de haber incluido tantos fragmentos, pero para entonces yo no lo veía ya así y me parecía que el libro salió en su justa medida y como tenía que ser. Además, Diego Sánchez Aguilar le había aconsejado dividir el libro en secciones según la temática, de modo que permitiera una lectura más placentera, sin caer en la ansiedad de intentar leerlo del tirón. Aquello funcionó muy bien. Las lecturas previas de Diego y de Javier Moreno, muy positivas, fueron reconfortantes para el autor y para el propio libro. Se sugirieron algunos descartes, pero José Óscar ya había hecho los suyos previamente y confiaba mucho en su propia selección.
Fragmentos de un mundo acelerado me parecía el punto de ebullición de su literatura, a medio camino entre sus relatos más extensos y lo mejor de su poesía. La brevedad hizo de molde para sus historias y, sin duda, fue clave. Yo había hecho ya varias cosas con él en Cartagena. Presenté su libro de relatos Los monos insomnes y organicé un recital suyo para la asociación Diván, incluso una exposición de sus dibujos en Café Ficciones. Conocía bien su mundo creativo y una vez más estaba encantado de colaborar con él. Publicar su libro fue un paso natural. El dibujo de la cubierta fue cosa suya. Le propuse poner alguna de sus ilustraciones, pero ya lo había hecho en su libro Llegada a las islas y le apetecía algo diferente. Su primera idea fue poner unos hombres montados en monociclo. Aunque divertido, no terminé de verlo y a partir de ahí insistió en hacer un diseño de cubos isométricos. Dudé, probé otras fórmulas, pero terminé dándole la razón. Él lo tenía muy claro todo a esas alturas. Lo suyo para entonces era una mezcla de entusiasmo y determinación por el libro. Nos pasó un boceto para que nosotros lo rematáramos con diseño vectorial, y esa fue la portada definitiva. El fondo quisimos ponerlo magenta y él se negó rotundamente. Eligió el azul marino. Yo no quería porque casi todos los autores dicen ese color si les das a elegir libremente. Acepté, pero a cambio le convencí de que las tapas del cuaderno que íbamos a regalar con la preventa del libro incluyeran dibujos suyos. Y así fue, imitó a mano los cubos isométricos de la cubierta e incluyó otros dibujos alrededor; entre ellos, textos manuscritos con partes tachadas, una cafetera con tentáculos, robots y hasta lo que parece un autorretrato donde se refleja gritando con rabia. Ahora que lo pienso, las tapas de ese cuaderno son un testimonio personalísimo de José Óscar. En la solapa del libro, por cierto, no figura una fotografía del autor sino un autorretrato suyo, éste sereno y, aunque con rostro cansado, apacible. En cuanto a la preventa, fue la primera que hicimos en Balduque. La editorial había pasado de micro a mini y aquello trajo desajustes económicos. De hecho, habríamos retrasado a otoño la publicación si no hubiera sido por el empuje de su autor. Pusimos como fecha de lanzamiento el 12 de junio de 2017 y una preventa del 17 de abril al 17 de mayo que nos facilitó la publicación porque fue bastante bien. Por 12 euros (qué barato visto ahora), recibías en casa el libro y el cuaderno con gastos de envío gratis. La respuesta de colegas y primeros lectores fue estupenda. No hubo decepciones y resultó muy divertido ver cómo todos compartían una foto del libro en redes sociales cuando lo recibían. El libro fue impreso en la imprenta valenciana Byprint. Algunos ejemplares iban retractilados y esto, por alguna extraña razón, provocó que el plastificado mate se levantara ligeramente en los bordes con el uso, lo que no ocurrió con los que iban sin retracticlar. En todo caso, el resultado fue muy bueno. La tirada inicial constó de 300 ejemplares, el máximo para nosotros entonces, y tuvo una humilde distribución nacional. No hubo reimpresiones, pero el libro encontró sus lectores, muchos de ellos nuevos, y tuvo sus buenas críticas y sus presentaciones y sus pequeñas celebraciones. Fragmentos de un mundo acelerado está actualmente descatalogado, en nuestra oficina tenemos sólo una pequeña caja con ejemplares y pocos más pueden quedar en librerías tras las devoluciones. La literatura de José Óscar no fue nunca para el gran público, aunque estoy seguro de que su número de lectores crecerá con las reediciones que han de venir de sus obras. Varias semblanzas de José Óscar destacan su timidez. Conmigo nunca fue tímido, o al menos yo nunca lo sentí así, quizás porque uno también lo es. Sin ser íntimos, nos entendíamos bastante bien. Me invitó a cervezas las últimas veces que coincidimos; lo vi a gusto y tan bueno como siempre. En el primer relato de Fragmentos de un mundo acelerado habla de la fabricación de una máquina que funciona a la perfección pero de la que se desconoce su utilidad. Al final es enterrada sin que en ningún momento deje de funcionar, temiendo, eso sí, que alguna vez lo haga. Para mí esa máquina fue siempre el motor del libro y, más aún, el corazón literario y metafísico de José Óscar. Sé que esa máquina sigue funcionando bajo sus libros y dibujos. Y eso, como al protagonista del relato, me da alegría y también seguridad. |
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UN ANIMAL FABULOSO O
LAS TRIBULACIONES DE UN MÍSTICO CÓSMICO
LAS TRIBULACIONES DE UN MÍSTICO CÓSMICO
por PEDRO GASCÓN
Nos hacemos de día,
resistimos de noche.
José Óscar López
resistimos de noche.
José Óscar López
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Cuando la fatalidad y la adversidad se cruzan en nuestro camino, nada vuelve a ser lo mismo, por mucho que el tiempo cicatrice, cure o haga olvidar. Esto es así, quien lo sufrió lo sabe; que no nos vengan con milongas o, como decía José Óscar, las cicatrices no son cremalleras (que abran y cierren el dolor al libre albedrío, apuntalo yo). Tras la desaparición de un ser querido, el duelo permanece. Uno aprende a vivir con él, y con otros, pues la vida es un cúmulo de pérdidas continuas hasta que la pérdida somos nosotros mismos.
Después de su decisión de dejarnos, fueran cuales fueran los motivos de su marcha y sus circunstancias, todos hemos vuelto a leer sus libros en un intento de revivirlo y de encontrar respuestas a los interrogantes que quedarán pendientes. Cualquier relectura de sus obras me ha llevado a realizar una especie de ritual, como el pagano que se planta ante las puertas del gran templo con el temor y el temblor del respeto y ante lo oculto y enigmático de la muerte. Un animal fabuloso llamó a mi puerta a comienzos de 2018. Su vuelo lírico y su imaginación mítica me hicieron acogerlo. Era José Óscar, no podía pedir más. Y agradecidos ambos, como antiguos griegos, convinimos una alianza de círculos infinitos. A este animal de fábula no le gustaban las cursivas, ese fue el único choque que hubo en la edición del libro, si es que se le puede llamar choque o enfrentamiento autor/editor: Las cursivas me dan vértigo, me decía, no me gustan cuando bailan con las redondas. Cuando lo hacen solas me dan miedo, me sobrecogen la vista. Pese a ello, aparecieron cursivas, pues eran necesarias para la mejora ortotipográfica del libro. Pese a ello, hubo licencias. Me extrañó que un libro de poemas tuviera un cuerpo formado de 6 partes. En principio me parecieron excesivas, pero comprendí, al leerlo, que ésas eran una sola: el mismo José Óscar. Porque, a través del libro, vemos todos los joseoscars habidos y por haber: el imaginativo, el fabuloso, el contador de historias pulp, de viñetas, el ilustrador descriptivo de mundos oníricos... Al fin y al cabo, él era un ser hecho de mundos fragmentarios, como todos, pues no hay nadie de una única base sólida. No somos la piedra pura fundida desde el núcleo, sino partículas conglomeradas, pequeñas fragmentaciones de vida girando alrededor de infinitas ruedas y círculos concéntricos. José Óscar, un místico cósmico del lenguaje, forma partes diversas en esta fabulosa bestia ante las fuerzas invisibles de la luz y de la oscuridad, entre la vigilia y el sueño que tanto menciona y pone en lucha a lo largo del libro. Entre los muchos joseoscars que encontramos en el libro son dos los que más me han cautivado siempre. Uno es el poeta capaz de contarnos una historia a través de unos personajes y una trama, pero sin perder matiz alguno de un lirismo hipnótico, tan característico, tanto en este libro como en otros anteriores. Hablo en concreto de esa voz que encontramos en uno de los poemas más bellos bajo mi punto de vista y que dejan constancia de esa voz poético-narrativa: ‘La princesa vikinga’: |
Adscritos a este tipo de poemas narrativos, casi de influencia cinemascópica, encontramos otros como ‘Fiesta en el saloon’, ‘Dorisa Day’ o ‘Tren de los dormidos’, entre otros. Aquí es más que evidente la influencia del cine y el cómic en José Óscar, muy en la línea de otros autores de su generación o cercana a ella. Así, poemas como ‘Buenos días, Hombre Hormiga’, ‘Pequeña tortuguita, mi anciana maestra zen’ o ‘Canción cursi’:
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Imagina una historia sentimental con ovnis.
Vamos a llegar tarde a la invasión extraterrestre. Bueno, ellos vienen del desierto. Ellas también, y traen romances, largos poemas épicos llenos de hormigas y de abejas, de gente laboriosa, tribus de avispas que pican sus aguijones métricos, con danzas que van a decirnos dónde hay flores cerca de aquí. |
El otro poeta que asoma en las páginas del libro es el de un poeta doméstico, cotidiano, una línea extraña en José Óscar, tan cargado de imaginación cósmica y reveladora, pero que hace sus guiños al día a día, porque en lo rutinario también aparece la fragmentación de los días y los círculos giran y giran como bien nos dejó ver Dante y Mena. Esos círculos concéntricos cotidianos puesto que la vigilia es circular y un nuevo círculo me deja fuera. Así, la cotidianeidad del poema dedicado a Esther en ‘Hotel Vía Láctea’:
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Voy hacia la escalera con periódicos,
la piel de los ritos diarios,
una de esas canciones que se quedan
a vivir para siempre con nosotros
y flores, fruta fresca,
y llamo a nuestra habitación
para ver si estás lista para desayunar
y darte agradecido estas cerezas,
amor, los buenos días.
la piel de los ritos diarios,
una de esas canciones que se quedan
a vivir para siempre con nosotros
y flores, fruta fresca,
y llamo a nuestra habitación
para ver si estás lista para desayunar
y darte agradecido estas cerezas,
amor, los buenos días.
Porque lo cotidiano es símbolo de calma: «El cuenco de la fruta ofrece fruta. / Es tranquilizador», dice en otro de los poemas del libro.
De todo lo relacionado con Animal fabuloso sólo hay una cosa que ronda mi cabeza desde hace tiempo. Ese animal fabuloso que ilustra la cubierta del libro (obra de Pablo Caracol), ese juego entre la rapaz y la manzana partida que nos mira de manera inquietante como queriendo levantar el vuelo. Simula una lechuza. En muchas culturas antiguas, y de dispar localización, un símbolo de mal presagio y de muerte. Como con los poemas de este libro, que cada cual interprete. |
NO DUERME NADIE
HIPNOTIZADO
por AGUSTÍN MARTÍNEZ
«Entrevisto a gente extraña, redacto informes sobre ella». Así empieza El hipnotizador en sus múltiples versiones, la novela inédita de José Óscar López que fue mutando incluso de título a lo largo de los años —muchos años, desde el manuscrito en papel que soy incapaz de datar, pero que pertenece a la época en la que todavía nos compartíamos los textos impresos y encuadernados en canutillo, al archivo digital de 2016, me dice mi ordenador, en el que la novela pasó a llamarse Gente extraña—. En todas esas transformaciones de la novela, unas veces más larga, otras con menos páginas, con vocación experimental o con la intención de hacerla más accesible, esa primera línea permanece inmutable. Es una de las virtudes de José Óscar, catapultarte con una sola frase a un mundo nuevo. No es el único comienzo que me parece brillante, otras novelas que no han visto la luz y que forman parte de ese magma sumergido de su obra literaria, tienen también primeras frases así de sugerentes. Pienso en Calor, pienso en Las ciudades del otro lado.
Éste no es un artículo crítico sobre El hipnotizador (para mí, y creo que para unos cuantos amigos, ése será siempre el título de esta novela), porque nunca he sido un crítico de su obra, soy incapaz de escribir con esa distancia, soy un lector, un gozoso lector de José Óscar, y lo soy desde hace mucho tiempo, porque su literatura no está sólo en las páginas escritas, sino que está también en su conversación. En todos los libros que me ha contado que quiere escribir, todas esas ideas, personajes, mundos, que tantas veces me ha descrito y que sólo con su palabra ya adquieren una solidez que no necesita que luego existan también en una página. Me convertí en lector de José Óscar cuando tenía dieciséis años y Laura me dijo: «tienes que conocer a mi hermano, creo que os vais a llevar bien». Me esperó en las escaleras del instituto, llevaba bajo el brazo una carpeta con sus dibujos. Laura tenía razón; nos íbamos a llevar bien, quizá no imaginaba que nos convirtiéramos en mucho más que amigos, hermanos. Y, desde entonces, he sido ese lector fascinado por la imaginación desbordante de José Óscar, la que uno veía en sus dibujos siempre incompletos, en la prehistórica ‘Ana Datura’, uno de sus primeros relatos.
No se puede esperar un artículo crítico de El hipnotizador de mí, no podría escribirlo. Sin embargo, me apetece escribir sobre esta novela por muchas razones. Las primeras, no escapan del valor emocional: ha sido el sustrato de nuestras conversaciones, nos hemos cruzado muchos correos y algunos consejos, como lo hemos hecho toda nuestra vida, hemos comentado a lo largo de los años las virtudes del texto, los problemas que encontraba para publicarla. El hipnotizador ha sido —como otras muchas cosas que nos apasionan, The Cure o Bowie, el cine, los cómics o Phillip K. Dick— un invitado constante en nuestras reuniones. No quiero que esta novela deje de estar presente.
Las otras razones, las literarias, se resumen en que quizá esta novela multiforme —porque creo que es interesante en todas sus versiones— sea el mejor resumen del universo de José Óscar. Pero, ¿cómo definir este universo? Es complicado. Lo primero que me viene a la cabeza es algo que le dije después de leer la primera versión de la novela: que mi experiencia a lo largo de sus páginas se parecía mucho a la que había vivido en la sala de cine viendo Mulholland Drive de David Lynch (y esto puede ser una pista de cuándo se escribió esa primera versión, la película de Lynch se estrenó en 2001). No era por una cuestión de tono, el cine de Lynch es mucho más oscuro que la obra de José Óscar, sino por esa sensación de estar entrando en un mundo extraño y extremadamente personal, un mundo que se parece mucho al nuestro, pero que no es igual, es mágico, tenebroso a veces, triste o solitario, pero donde también tiene cabida el humor, la fiesta de la vida. Ésa es mi impresión cuando leo El hipnotizador, como si una grieta se abriera a mis pies y me deslizara a una realidad paralela habitada por personajes singulares, Rufus Rosique, Juan B, Passius, Estanis, Circus T. o César Lobo, que van apareciendo en una lectura que tiene apariencia de trama, pero sólo apariencia. Uno tiene la sensación de que no importa tanto el destino de este viaje como el viaje en sí, poder pasear por los capítulos como si fueran las salas de un palacio o de un laberinto y perderse, quedarse todo el tiempo que haga falta allí. Observando este detalle, esa metáfora, una cita de Goethe o una referencia a Jack Kirby, saludando al pasar a Bowie o a Los Panchos, encontrando la astronomía al lado de la ouija o de la filosofía, con la seguridad de que cada relectura te descubrirá otros matices que habías pasado por alto, como si se tratara de una historia interminable porque siempre será nueva. Continúa, aunque no tenga más páginas. Basta con volver al principio.
Éste no es un artículo crítico sobre El hipnotizador (para mí, y creo que para unos cuantos amigos, ése será siempre el título de esta novela), porque nunca he sido un crítico de su obra, soy incapaz de escribir con esa distancia, soy un lector, un gozoso lector de José Óscar, y lo soy desde hace mucho tiempo, porque su literatura no está sólo en las páginas escritas, sino que está también en su conversación. En todos los libros que me ha contado que quiere escribir, todas esas ideas, personajes, mundos, que tantas veces me ha descrito y que sólo con su palabra ya adquieren una solidez que no necesita que luego existan también en una página. Me convertí en lector de José Óscar cuando tenía dieciséis años y Laura me dijo: «tienes que conocer a mi hermano, creo que os vais a llevar bien». Me esperó en las escaleras del instituto, llevaba bajo el brazo una carpeta con sus dibujos. Laura tenía razón; nos íbamos a llevar bien, quizá no imaginaba que nos convirtiéramos en mucho más que amigos, hermanos. Y, desde entonces, he sido ese lector fascinado por la imaginación desbordante de José Óscar, la que uno veía en sus dibujos siempre incompletos, en la prehistórica ‘Ana Datura’, uno de sus primeros relatos.
No se puede esperar un artículo crítico de El hipnotizador de mí, no podría escribirlo. Sin embargo, me apetece escribir sobre esta novela por muchas razones. Las primeras, no escapan del valor emocional: ha sido el sustrato de nuestras conversaciones, nos hemos cruzado muchos correos y algunos consejos, como lo hemos hecho toda nuestra vida, hemos comentado a lo largo de los años las virtudes del texto, los problemas que encontraba para publicarla. El hipnotizador ha sido —como otras muchas cosas que nos apasionan, The Cure o Bowie, el cine, los cómics o Phillip K. Dick— un invitado constante en nuestras reuniones. No quiero que esta novela deje de estar presente.
Las otras razones, las literarias, se resumen en que quizá esta novela multiforme —porque creo que es interesante en todas sus versiones— sea el mejor resumen del universo de José Óscar. Pero, ¿cómo definir este universo? Es complicado. Lo primero que me viene a la cabeza es algo que le dije después de leer la primera versión de la novela: que mi experiencia a lo largo de sus páginas se parecía mucho a la que había vivido en la sala de cine viendo Mulholland Drive de David Lynch (y esto puede ser una pista de cuándo se escribió esa primera versión, la película de Lynch se estrenó en 2001). No era por una cuestión de tono, el cine de Lynch es mucho más oscuro que la obra de José Óscar, sino por esa sensación de estar entrando en un mundo extraño y extremadamente personal, un mundo que se parece mucho al nuestro, pero que no es igual, es mágico, tenebroso a veces, triste o solitario, pero donde también tiene cabida el humor, la fiesta de la vida. Ésa es mi impresión cuando leo El hipnotizador, como si una grieta se abriera a mis pies y me deslizara a una realidad paralela habitada por personajes singulares, Rufus Rosique, Juan B, Passius, Estanis, Circus T. o César Lobo, que van apareciendo en una lectura que tiene apariencia de trama, pero sólo apariencia. Uno tiene la sensación de que no importa tanto el destino de este viaje como el viaje en sí, poder pasear por los capítulos como si fueran las salas de un palacio o de un laberinto y perderse, quedarse todo el tiempo que haga falta allí. Observando este detalle, esa metáfora, una cita de Goethe o una referencia a Jack Kirby, saludando al pasar a Bowie o a Los Panchos, encontrando la astronomía al lado de la ouija o de la filosofía, con la seguridad de que cada relectura te descubrirá otros matices que habías pasado por alto, como si se tratara de una historia interminable porque siempre será nueva. Continúa, aunque no tenga más páginas. Basta con volver al principio.
Y el guía de ese viaje hacia un mundo extraño es José Óscar. Él nos ha abierto la puerta. La rareza es una constante; es importante no confundir con la extravagancia. En estas páginas no hay ningún deseo de epatar mediante la creación de personajes o situaciones que sólo están ahí por su rareza, creo que lo que uno encuentra es algo más profundo y que conecta con todo lo que José Óscar ha escrito: la extrañeza del otro, la dificultad para conectar entre nosotros, la soledad y la frustración que provoca esa distancia con los demás, con la irremediable tensión, porque también late la necesidad imperiosa de esa conexión. Es imposible no recordar la letra de la canción de The Doors —la canción que cantábamos a voz en grito en nuestra adolescencia—: People are strange, when you’re a stranger, faces look ugly, when you’re alone. La coreábamos desde la ingenuidad, sin ser conscientes de cuánto encerraba. José Óscar se atrevió a internarse en ese mundo extraño, el del Hipnotizador, para regalarnos una visita por un territorio al que jamás tendríamos acceso si no fuéramos de su mano. Y, al hacerlo, no puedo evitar imaginar su media sonrisa, de pícaro, y me viene otra letra de una canción a la cabeza, una de Bowie: There’s a starman waiting in the sky, he’d like to come and meet us, but he thinks he’d blow our minds.
José Óscar sabe mucho más de lo que nos enseña. Nos lo sirve en pequeñas dosis, por nuestro bien.
Tengo un sentimiento ambiguo con El hipnotizador. Por un lado, me gustaría ver la novela publicada, no sé en qué versión, tal vez en una suma de todas sus versiones. Pero, al mismo tiempo, me nace un sentimiento egoísta, de posesión: unos pocos —o tal vez unos muchos— amigos hemos tenido acceso a este tesoro y, con esa pulsión de propiedad, me resisto a darlo a conocer al resto del mundo. Sé que no está en mi mano esta decisión. Pero a veces pienso que El hipnotizador es una novela que merece que los que la valoramos, la cuidemos, la mimemos, que evitemos que salga al exterior y tenga que soportar la crítica de cualquiera que no llegue a entenderla o que no sepa quién es José Óscar. Fantaseo, en ese sentido, con que El hipnotizador se convierte en una de esas obras míticas, inencontrable, tal vez inexistente, como las que aparecen en Borges o en Lovecraft, pero que al mismo tiempo tiene una enorme influencia sobre unos pocos elegidos. Que su conocimiento se transmite de unos a otros, que el universo allí creado se sigue expandiendo en lo que escribimos, en lo que pensamos, en lo que somos, y, así, El hipnotizador acaba convirtiéndose en el libro sagrado de una religión secreta. Creo que a José Óscar le gustará saber que sus páginas nos siguen alimentando y que, tal y como él escribe en la última página de la novela: «sabía que todo iba a ir bien a partir de ahora».
José Óscar sabe mucho más de lo que nos enseña. Nos lo sirve en pequeñas dosis, por nuestro bien.
Tengo un sentimiento ambiguo con El hipnotizador. Por un lado, me gustaría ver la novela publicada, no sé en qué versión, tal vez en una suma de todas sus versiones. Pero, al mismo tiempo, me nace un sentimiento egoísta, de posesión: unos pocos —o tal vez unos muchos— amigos hemos tenido acceso a este tesoro y, con esa pulsión de propiedad, me resisto a darlo a conocer al resto del mundo. Sé que no está en mi mano esta decisión. Pero a veces pienso que El hipnotizador es una novela que merece que los que la valoramos, la cuidemos, la mimemos, que evitemos que salga al exterior y tenga que soportar la crítica de cualquiera que no llegue a entenderla o que no sepa quién es José Óscar. Fantaseo, en ese sentido, con que El hipnotizador se convierte en una de esas obras míticas, inencontrable, tal vez inexistente, como las que aparecen en Borges o en Lovecraft, pero que al mismo tiempo tiene una enorme influencia sobre unos pocos elegidos. Que su conocimiento se transmite de unos a otros, que el universo allí creado se sigue expandiendo en lo que escribimos, en lo que pensamos, en lo que somos, y, así, El hipnotizador acaba convirtiéndose en el libro sagrado de una religión secreta. Creo que a José Óscar le gustará saber que sus páginas nos siguen alimentando y que, tal y como él escribe en la última página de la novela: «sabía que todo iba a ir bien a partir de ahora».
VACÍO PERFECTO
por JAVIER MORENO
El pasado 10 de agosto de 2024 José Óscar cumplió 51 años. Y digo cumplió y no ‘habría cumplido’ porque, en lo que a mí se refiere, Jose sigue vivo. Conservo su memoria y, sobre todo, conservo sus libros. Puedo cogerlos, abrirlos y leer sus poemas, cuentos o relatos. Su horóscopo, sí, es Leo, un signo del zodíaco que le va como anillo al dedo. Leo, el león, pero también la primera persona de uno de los verbos que más conjugó a lo largo de su vida. Respirar, hablar y leer, en ese orden.
Conocí a José Óscar hace muchos años, la cantidad no importa. Éramos jóvenes y sabíamos que queríamos ser escritores. Compartíamos charlas y referencias literarias separados por la barra de un bar. Él era camarero en una conocida tasca murciana, y yo (quiero pensar) uno de sus mejores clientes. Lo esperaba junto a mi novia hasta que cerraba el bar y seguíamos por ahí, bebiendo y charlando de literatura y filosofía en esas noches fantasmales de julio o agosto en Murcia. Él me hablaba de Philip K. Dick y yo lo introducía en la jerga filosófica postmoderna. Los dos adorábamos a Gombrowicz. Quiero pensar que nuestra amistad nos nutrió emocional y creativamente, que los dos fuimos mejores escritores gracias al otro, a la lectura de los textos que nos intercambiábamos y nos recomendábamos. Debido a que yo trabajaba en Madrid, nos veíamos solo en vacaciones; en verano, sobre todo. Recuerdo una excursión a la playa de Calblanque. Aparqué el coche y nos instalamos sobre nuestras toallas. Descubrimos entonces que ninguno había llevado crema protectora. Sí, así éramos. Pensábamos que la literatura podía protegernos de cualquier cosa, incluida la radiación ultravioleta. Regresamos a casa con severas quemaduras. Perdí los pocos pelos de la parte inferior de mi pantorrilla derecha y no los he vuelto a recuperar. Él achacaba a aquella insolación una mancha que surgió con el paso del tiempo en su cuero cabelludo. Me gusta pensar que comparto con él, entre otras muchas cosas, aquella marca que nos dejó la vida.
Apenas unos días después de su muerte, me encontraba revisando Vacío perfecto de Stanislav Lem. Necesitaba consultar una referencia para un artículo que estaba escribiendo. Había tenido ese libro en mis manos (una edición de segunda mano de Minotauro con la que me había hecho en el Bazar del TBO hacía ya muchos años) al menos media docena de veces. El libro se abrió por la primera página, la página consagrada a los ex libris y a las dedicatorias. Allí había unas palabras escritas. Una firma y una fecha: José Óscar López, Lorca, 3 de julio de 1998. No podía salir de mi asombro. ¿Cómo era posible que no hubiese visto aquello antes? ¿Se trataba de algún fenómeno paranormal, de un mensaje enviado desde el otro mundo? Aquel libro que tenía entre mis manos había pertenecido a Jose, quien, por algún motivo que no conseguía entrever, se había desecho de él en esa librería de segunda mano. No, no me lo había prestado y se me había olvidado devolvérselo. Recordaba haberlo conseguido en el Bazar del TBO. La única explicación es que se hubiese desprendido de él después de conseguir la nueva edición de Impedimenta en 2013. Es posible que yo lo consiguiera con posterioridad a esa fecha, pero seguía sin tener explicación el hecho de que no me hubiese dado cuenta de que el libro había pertenecido a mi amigo, que el que fuera su libro hubiese ido a parar a mis manos por una carambola del destino. Para ahondar más en la casualidad o en esta realidad que se parecía cada vez más a una ficción, fue en ese verano de 1998 cuando nos conocimos. Amante como pocos de la ciencia ficción, ¿me habría hablado de Lem durante alguna de aquellas tórridas noches murcianas? Es posible, aunque no lo recuerdo.
Vacío perfecto, un título que se ajusta como ningún otro a la ausencia del amigo. Milagrosamente todo acaba rimando. José Óscar sigue manejando como nadie las metáforas, esos hilos con los que se teje la literatura y también la vida que merece la pena. Con Jose nunca se sabía (nunca se sabe) dónde acaba la una y dónde empieza la otra. Ese siempre fue, es y será uno de los secretos de su encanto, de su magia.
Conocí a José Óscar hace muchos años, la cantidad no importa. Éramos jóvenes y sabíamos que queríamos ser escritores. Compartíamos charlas y referencias literarias separados por la barra de un bar. Él era camarero en una conocida tasca murciana, y yo (quiero pensar) uno de sus mejores clientes. Lo esperaba junto a mi novia hasta que cerraba el bar y seguíamos por ahí, bebiendo y charlando de literatura y filosofía en esas noches fantasmales de julio o agosto en Murcia. Él me hablaba de Philip K. Dick y yo lo introducía en la jerga filosófica postmoderna. Los dos adorábamos a Gombrowicz. Quiero pensar que nuestra amistad nos nutrió emocional y creativamente, que los dos fuimos mejores escritores gracias al otro, a la lectura de los textos que nos intercambiábamos y nos recomendábamos. Debido a que yo trabajaba en Madrid, nos veíamos solo en vacaciones; en verano, sobre todo. Recuerdo una excursión a la playa de Calblanque. Aparqué el coche y nos instalamos sobre nuestras toallas. Descubrimos entonces que ninguno había llevado crema protectora. Sí, así éramos. Pensábamos que la literatura podía protegernos de cualquier cosa, incluida la radiación ultravioleta. Regresamos a casa con severas quemaduras. Perdí los pocos pelos de la parte inferior de mi pantorrilla derecha y no los he vuelto a recuperar. Él achacaba a aquella insolación una mancha que surgió con el paso del tiempo en su cuero cabelludo. Me gusta pensar que comparto con él, entre otras muchas cosas, aquella marca que nos dejó la vida.
Apenas unos días después de su muerte, me encontraba revisando Vacío perfecto de Stanislav Lem. Necesitaba consultar una referencia para un artículo que estaba escribiendo. Había tenido ese libro en mis manos (una edición de segunda mano de Minotauro con la que me había hecho en el Bazar del TBO hacía ya muchos años) al menos media docena de veces. El libro se abrió por la primera página, la página consagrada a los ex libris y a las dedicatorias. Allí había unas palabras escritas. Una firma y una fecha: José Óscar López, Lorca, 3 de julio de 1998. No podía salir de mi asombro. ¿Cómo era posible que no hubiese visto aquello antes? ¿Se trataba de algún fenómeno paranormal, de un mensaje enviado desde el otro mundo? Aquel libro que tenía entre mis manos había pertenecido a Jose, quien, por algún motivo que no conseguía entrever, se había desecho de él en esa librería de segunda mano. No, no me lo había prestado y se me había olvidado devolvérselo. Recordaba haberlo conseguido en el Bazar del TBO. La única explicación es que se hubiese desprendido de él después de conseguir la nueva edición de Impedimenta en 2013. Es posible que yo lo consiguiera con posterioridad a esa fecha, pero seguía sin tener explicación el hecho de que no me hubiese dado cuenta de que el libro había pertenecido a mi amigo, que el que fuera su libro hubiese ido a parar a mis manos por una carambola del destino. Para ahondar más en la casualidad o en esta realidad que se parecía cada vez más a una ficción, fue en ese verano de 1998 cuando nos conocimos. Amante como pocos de la ciencia ficción, ¿me habría hablado de Lem durante alguna de aquellas tórridas noches murcianas? Es posible, aunque no lo recuerdo.
Vacío perfecto, un título que se ajusta como ningún otro a la ausencia del amigo. Milagrosamente todo acaba rimando. José Óscar sigue manejando como nadie las metáforas, esos hilos con los que se teje la literatura y también la vida que merece la pena. Con Jose nunca se sabía (nunca se sabe) dónde acaba la una y dónde empieza la otra. Ese siempre fue, es y será uno de los secretos de su encanto, de su magia.
NO ERA EXACTAMENTE UN TEMPLO
Lo cósmico y lo cívico en un poema de José Óscar López
(entre un montón de anotaciones biográficas)
Lo cósmico y lo cívico en un poema de José Óscar López
(entre un montón de anotaciones biográficas)
por JOSÉ DANIEL ESPEJO
Viajemos, de esto trata todo, unos años atrás en el tiempo. Hasta —por ejemplo— la primavera de 2011, ese acontecimiento gozosamente inexplicable que dimos en llamar 15M. Fijémonos un momento en una persona concreta de entre el gentío que abarrotaba la Glorieta (perdón, la Plaza de la Revolución) la tarde del 27 de mayo. Se había organizado un recital colectivo de poesía. Allí, junto al escenario, un poeta, de negro, de espaldas, a punto de intervenir: José Óscar López. A punto de producir una de las situaciones más subversivas de toda la acampada, quienes la vivieron lo saben. Quedémonos con él un poco más, si os apetece.
En la lectura, que me tocó coorganizar, no participaron todos los invitados, claro. Hubo quien no se sintió cómodo o cómoda con ese tipo de exposición, con ese posicionamiento. La literatura murciana es una y trina y sus misterios insondables. A alguno que otro lo tuve que convencer, contándole la película quincemayista (mi versión de la misma, al menos) desde el principio. No fue así con José Óscar, claro. «Por supuesto» fue su respuesta inmediata. Ojalá haberle pedido que me contase él a mí su película. Llegó el día del recital. Nunca habíamos leído ante un público tan numeroso, ni de lejos, y lo más probable es que nunca volvamos a hacerlo. Yo escogí algún poema de Riechmann y lo envolví con abundante perorata. Jose no. Jose se largó a leer alguno de los poemas delirantes y cósmicos que luego compondrían Llegada a las islas (Diego Sánchez Aguilar llamó a esto noise poetry). Recuerdo el silencio entre el público, un silencio reverencial, si me preguntas, un silencio en el que cabía al mismo tiempo la mística y la fiebre jacobina, un silencio como el de ver abrirse un mar y entender sin necesidad de palabras que claro que vamos a pasar por ahí. Y a través de ese silencio, la poesía de José Óscar, borrando con su hipnótica belleza la rigidez de las pancartas más básicas, la prosa del ajuste financiero, la bobería del R78 que parecía merecer su fin en aquellos días. Galaxia y libertad, venía a prometer allí José Óscar López. Y yo veía en la cara de todo el mundo una expresión que podríamos traducir como ahora sí, a esto hemos venido, no se sabe muy bien qué, ya veremos, pero a esto hemos venido. Y por eso hablaba, unas líneas más arriba, de acontecimiento. No era que la poesía —como pensaba yo— tuviera que ponerse al servicio de la Revolución. Era más bien que la Revolución —como sabía perfectamente Guy Debord, y también José Óscar— tenía que ponerse al servicio de la poesía. Y voy a añadir un acontecimiento más, uno que pertenece seguramente al ámbito de lo privado, del amor hacia los amigos. Que consiste en que pude traducir, en la cara del propio José Óscar, una expresión no tan frecuente en él, la de no estar solo ahí, en esa soledad demasiado ruidosa de su mente, su cultura, sus dibujos y su literatura.
Claro que a José Óscar López me ligan muchas más cosas, tal vez más importantes, anteriores a estos acontecimientos quincemayistas y también posteriores, claro. Muchas afinidades, electivas o no, se solaparon en nuestras vidas, en nuestra amistad que para mí —hijo único— tenía una cualidad adicional, porque siempre consideré a Jose una especie de hermano mayor, ese que te muestra los libros, los discos, los garitos que merecen la pena. En los 90 estudiamos Filosofía y Letras en La Merced, trabajamos en bares para ir tirando, creamos nuestros fanzines literarios. Quisimos a la misma persona durante un tiempo. Fuimos vecinos en el Polígono de La Paz, nos visitábamos en agosto como si fuéramos los últimos habitantes de la ciudad. Compartimos —porque me lo contagió Jose, claro— el culto a Vila-Matas, a Daniel Clowes, a Bolaño, a Hrabal, a Debord, a Robert Pollard. No entendería a la persona que soy si no hubiera conocido a Jose y me temo que ya no seré capaz de entenderme con la oquedad que queda en el centro de mi vida tras su marcha. ¿Por qué, entonces, acordarme, en primer lugar, de un acontecimiento lateral como ese?
En la lectura, que me tocó coorganizar, no participaron todos los invitados, claro. Hubo quien no se sintió cómodo o cómoda con ese tipo de exposición, con ese posicionamiento. La literatura murciana es una y trina y sus misterios insondables. A alguno que otro lo tuve que convencer, contándole la película quincemayista (mi versión de la misma, al menos) desde el principio. No fue así con José Óscar, claro. «Por supuesto» fue su respuesta inmediata. Ojalá haberle pedido que me contase él a mí su película. Llegó el día del recital. Nunca habíamos leído ante un público tan numeroso, ni de lejos, y lo más probable es que nunca volvamos a hacerlo. Yo escogí algún poema de Riechmann y lo envolví con abundante perorata. Jose no. Jose se largó a leer alguno de los poemas delirantes y cósmicos que luego compondrían Llegada a las islas (Diego Sánchez Aguilar llamó a esto noise poetry). Recuerdo el silencio entre el público, un silencio reverencial, si me preguntas, un silencio en el que cabía al mismo tiempo la mística y la fiebre jacobina, un silencio como el de ver abrirse un mar y entender sin necesidad de palabras que claro que vamos a pasar por ahí. Y a través de ese silencio, la poesía de José Óscar, borrando con su hipnótica belleza la rigidez de las pancartas más básicas, la prosa del ajuste financiero, la bobería del R78 que parecía merecer su fin en aquellos días. Galaxia y libertad, venía a prometer allí José Óscar López. Y yo veía en la cara de todo el mundo una expresión que podríamos traducir como ahora sí, a esto hemos venido, no se sabe muy bien qué, ya veremos, pero a esto hemos venido. Y por eso hablaba, unas líneas más arriba, de acontecimiento. No era que la poesía —como pensaba yo— tuviera que ponerse al servicio de la Revolución. Era más bien que la Revolución —como sabía perfectamente Guy Debord, y también José Óscar— tenía que ponerse al servicio de la poesía. Y voy a añadir un acontecimiento más, uno que pertenece seguramente al ámbito de lo privado, del amor hacia los amigos. Que consiste en que pude traducir, en la cara del propio José Óscar, una expresión no tan frecuente en él, la de no estar solo ahí, en esa soledad demasiado ruidosa de su mente, su cultura, sus dibujos y su literatura.
Claro que a José Óscar López me ligan muchas más cosas, tal vez más importantes, anteriores a estos acontecimientos quincemayistas y también posteriores, claro. Muchas afinidades, electivas o no, se solaparon en nuestras vidas, en nuestra amistad que para mí —hijo único— tenía una cualidad adicional, porque siempre consideré a Jose una especie de hermano mayor, ese que te muestra los libros, los discos, los garitos que merecen la pena. En los 90 estudiamos Filosofía y Letras en La Merced, trabajamos en bares para ir tirando, creamos nuestros fanzines literarios. Quisimos a la misma persona durante un tiempo. Fuimos vecinos en el Polígono de La Paz, nos visitábamos en agosto como si fuéramos los últimos habitantes de la ciudad. Compartimos —porque me lo contagió Jose, claro— el culto a Vila-Matas, a Daniel Clowes, a Bolaño, a Hrabal, a Debord, a Robert Pollard. No entendería a la persona que soy si no hubiera conocido a Jose y me temo que ya no seré capaz de entenderme con la oquedad que queda en el centro de mi vida tras su marcha. ¿Por qué, entonces, acordarme, en primer lugar, de un acontecimiento lateral como ese?
Porque quiero defender una manera de leer a mi amigo que supere su querencia por la subcultura, los cómics, la cifi y el pulp. Que supere su adoración por las vanguardias, el surrealismo y los filósofos postestructuralistas franceses. Su fascinación por ídolos de la música popular como Robert Smith, David Bowie o Prince. Que incluya, cómo no, todo eso, que es tanto como decir que incluya su educación sentimental y literaria, sus materiales de construcción. Pero que no se quede ahí. Porque la literatura de José Óscar López no es recreación, no es virtuosismo, no es evasión cultural, no es referencialidad. Sino una maquinaria compleja y sutil capaz de atravesar nuestro presente, sus líneas de fuga, nuestro lugar en el mundo, e hilar con todo ello un tejido literario tan rico como alucinado, tan potente como hipnótico. Una literatura resplandeciente, iluminadora, cósmica pero cercana. O en sus palabras: el delirio está unido a la vida, y si la literatura no habla de la vida no sirve para nada (entrevista por Héctor Tarancón para la revista Magma, mayo 2015).
Y quien vea, en la literatura de José Óscar López, más evasión y universos paralelos que ampliación, cuestionamiento, carnavalización y enriquecimiento del nuestro no está leyendo bien ni del todo a Jose. Quien vea en sus libros literatura de género se está perdiendo el género único, insustituible, insondable que constituye su trabajo, una región propia y singular de la república libresca contemporánea. Rabiosamente conectada, eso sí, por aire, mar y tierra, con todas las demás.
Hace unos años, verano del ‘18, decidí organizar una protesta contra el enésimo recorte horario de nuestra Biblioteca Regional. Una ajuntaera ante sus puertas para leer y escuchar poesía, vernos un rato la gentecica murciana del mundo de los libros, defender un espacio cultural. Adivinad a quién llamé en primer lugar y cuánto tardó en contestarme «por supuesto». No todo el mundo lo hizo. Lo de contestarme «por supuesto», digo. La Murcia literaria es un pueblito en el que todo el mundo se conoce y se entera de todo. Plántale una pancarta a la persona equivocada y allá vas, al gulag de las listas negras y las puertas cerradas, para toda la eternidad. Ningún miedo a esto hubo nunca en Jose, tan amable como independiente. Allí estuvo ante el micro y volvió a protagonizar el acontecimiento del día, la iluminación, con un poema escrito ad hoc que casi estoy por calificar de site specific, dado el contexto. Este poema. Este poema que debería estar inscrito a jierro en una de las columnas maestras del edificio, como lo está en mi jodido corazón:
Y quien vea, en la literatura de José Óscar López, más evasión y universos paralelos que ampliación, cuestionamiento, carnavalización y enriquecimiento del nuestro no está leyendo bien ni del todo a Jose. Quien vea en sus libros literatura de género se está perdiendo el género único, insustituible, insondable que constituye su trabajo, una región propia y singular de la república libresca contemporánea. Rabiosamente conectada, eso sí, por aire, mar y tierra, con todas las demás.
Hace unos años, verano del ‘18, decidí organizar una protesta contra el enésimo recorte horario de nuestra Biblioteca Regional. Una ajuntaera ante sus puertas para leer y escuchar poesía, vernos un rato la gentecica murciana del mundo de los libros, defender un espacio cultural. Adivinad a quién llamé en primer lugar y cuánto tardó en contestarme «por supuesto». No todo el mundo lo hizo. Lo de contestarme «por supuesto», digo. La Murcia literaria es un pueblito en el que todo el mundo se conoce y se entera de todo. Plántale una pancarta a la persona equivocada y allá vas, al gulag de las listas negras y las puertas cerradas, para toda la eternidad. Ningún miedo a esto hubo nunca en Jose, tan amable como independiente. Allí estuvo ante el micro y volvió a protagonizar el acontecimiento del día, la iluminación, con un poema escrito ad hoc que casi estoy por calificar de site specific, dado el contexto. Este poema. Este poema que debería estar inscrito a jierro en una de las columnas maestras del edificio, como lo está en mi jodido corazón:
NUESTRO templo no era exactamente un templo.
Había allí miles de libros en vez de un solo libro,
innumerables creadores y creaturas
en vez de un solo dios creador,
no una ficción pretendidamente real,
sino múltiples realidades supuestamente ficticias.
Y nadie te obligaba a creer en todo ello.
No había sacerdotes, tú eras tu propio sacerdote
y el único pecado era apartar tanta riqueza
de historias, pensamientos y emociones de la gente.
No había escaños ni sitiales
para diferenciar los ricos de los pobres,
los poderosos de los miserables.
No soy un enemigo de la fe, entiéndeme,
solo te digo que mi fe no es excluyente
y no la guardo en un solo lugar.
Y si hay un sitio que te lleva a mil lugares,
a todos los sitios imaginables,
allí, allí reside nuestro templo.
La biblioteca pública.
Había allí miles de libros en vez de un solo libro,
innumerables creadores y creaturas
en vez de un solo dios creador,
no una ficción pretendidamente real,
sino múltiples realidades supuestamente ficticias.
Y nadie te obligaba a creer en todo ello.
No había sacerdotes, tú eras tu propio sacerdote
y el único pecado era apartar tanta riqueza
de historias, pensamientos y emociones de la gente.
No había escaños ni sitiales
para diferenciar los ricos de los pobres,
los poderosos de los miserables.
No soy un enemigo de la fe, entiéndeme,
solo te digo que mi fe no es excluyente
y no la guardo en un solo lugar.
Y si hay un sitio que te lleva a mil lugares,
a todos los sitios imaginables,
allí, allí reside nuestro templo.
La biblioteca pública.
Es una pieza con una prosodia muy sencilla, pensada para ser leída en voz alta, en público. Volved a leerla ahora e intentad imaginar que es Jose quien os la está diciendo. Experimentad la forma en que se despliega sigilosamente y un templo laico que todos identificamos con el edificio que teníamos detrás se convierte poco a poco en el universo y vuelve a cerrarse y reidentificarse en el bloque concreto de la BRMU pero algo ha cambiado, el pliegue cósmico ha investido al lugar —y a los miles de objetos mágicos que contiene— con esa propiedad fantástica que impregna tantas páginas de Jose y que solo él era capaz de invocar, un acto de fe movido por una inocencia y una pureza de otro mundo. Que suena en este. Una puerta de palabras por la que entran los enigmas que llamamos literatura y mantienen el planeta en movimiento.
Pienso mucho, sigo pensando en cómo medir la magnitud de la amistad que me unía a Jose, lo que es lo mismo que calcular lo que he perdido. Lo que hemos perdido. Pienso en Esther, en Pablo y en Alicia. En Laura, en Agustín, en Rubén, en Álex, en Juana, en Javi. En la multitud de amigos que acompañamos su vida y que ahora ensayamos estos cálculos imposibles, de este lado de la puerta, ya cerrada. Cada cual un duelo diferente, oímos rumores distintos al pegar la oreja. No sé. De esa noche de la biblioteca, hace ya seis años, me queda una foto que adoro y que tal vez podría usar para cerrar esta pieza imposible de cerrar. Si nada habrá de traerte de vuelta, amigo, déjanos celebrar lo que hiciste con tu vida. Tu vida buena.
Pienso mucho, sigo pensando en cómo medir la magnitud de la amistad que me unía a Jose, lo que es lo mismo que calcular lo que he perdido. Lo que hemos perdido. Pienso en Esther, en Pablo y en Alicia. En Laura, en Agustín, en Rubén, en Álex, en Juana, en Javi. En la multitud de amigos que acompañamos su vida y que ahora ensayamos estos cálculos imposibles, de este lado de la puerta, ya cerrada. Cada cual un duelo diferente, oímos rumores distintos al pegar la oreja. No sé. De esa noche de la biblioteca, hace ya seis años, me queda una foto que adoro y que tal vez podría usar para cerrar esta pieza imposible de cerrar. Si nada habrá de traerte de vuelta, amigo, déjanos celebrar lo que hiciste con tu vida. Tu vida buena.
VIAJE FANTÁSTICO
por ALEJANDRO HERMOSILLA
Conocí a José Óscar en Los Pirineos. Tras un concierto de David Bowie. Probablemente el mejor día de mi vida. Lo que me hizo sentir Bowie aquella noche sólo lo he experimentado en tres o cuatro momentos más. Berlín, vanguardia, destrucción, experimentación. Locura. Un delirio visual. Cuando aquello terminó y mi alma volaba por los aires, fascinado por los reflejos del Aladino del pop, vi a José Óscar hablando con dos amigos. Sus ojos estaban llorosos. Había lágrimas en esos ojos. Había sensibilidad en aquella mirada. Ni él ni yo habíamos asistido a un concierto. Ambos habíamos disfrutado de una experiencia mística. Sin drogas de por medio. Un chute de arte posmoderno y caleidoscópico profundamente esquizoide.
Dormí en el tren que me llevaba a la ciudad de los despiertos.
Durante los tres o cuatro años siguientes, no hablé mucho con José Óscar. Pero cada vez que lo hacía, lo hacíamos de Bowie. Lo hacíamos de Outside. Lo hacíamos de Low. Lo hacíamos de Heroes. Recuerdo contemplar por primera vez el videoclip de ‘Ashes to ashes’ en su casa. Recuerdo que toda aquella triste historia del Major Tom nos unía. Ninguno comentaba nada personal. No sabíamos demasiado el uno del otro. Sí sabíamos que Bowie era un genio. Y que ambos conocíamos perfectamente el motivo.
Con el tiempo, hablamos también de otro músico. De Fernando Alfaro. De Surfin’ Bichos. De los lobos. De los aullidos. Chucho. Las canciones de Fernando Alfaro también eran una vía para comprender a José Óscar. Para que entabláramos una conversación que no iba a ninguna parte porque todo empezaba y terminaba en una canción y en las letras de todos los discos de Fernando Alfaro. En esos gritos. En esa voz susurrando, golpeando, apuntando a la demolición de un edificio.
Con el tiempo, hablamos también de otro músico. De Fernando Alfaro. De Surfin’ Bichos. De los lobos. De los aullidos. Chucho. Las canciones de Fernando Alfaro también eran una vía para comprender a José Óscar. Para que entabláramos una conversación que no iba a ninguna parte porque todo empezaba y terminaba en una canción y en las letras de todos los discos de Fernando Alfaro. En esos gritos. En esa voz susurrando, golpeando, apuntando a la demolición de un edificio.
¿Por qué los ríos son de uno y son más nuestros cuando son de cualquiera?
La literatura de José Óscar era muy personal. En parte era como un flash procedente de un tema de Bowie, en parte como un aullido de Fernando Alfaro. Pero también había revelaciones en algunos de sus versos que sorprendentemente no remitían tanto a los poetas clásicos sino a frases de Gilles Deleuze o Jacques Derrida. También había una vertiente muy Foster Wallace en algunos de sus textos. Algunos de sus poemas eran salvajes. Otros eran casi cristal. Aludían a la disolución, a la desintegración. José Óscar tenía un mundo propio.
José Óscar era una persona muy sensible. Lo disimulaba tal vez detrás de sus innumerables conversaciones sobre libros, sus incansables conversaciones artísticas. Pero lo era. Mucho. Nunca lo escuché hablar mal de nadie. Un día le pasé un texto mío y me dijo con sinceridad todo lo que no le gustó de él. No murmuró. Me lo dijo directamente a la cara. Como se ha de hacer. Se lo agradecí. Respondí asegurándole que un día haría un libro parecido a Lodger. O cualquier locura. A veces lo veía y me lo recordaba. Que esperaba mi novela Lodger. Las velas rojas. El vuelo nocturno africano.
José Óscar era una persona muy sensible. Lo disimulaba tal vez detrás de sus innumerables conversaciones sobre libros, sus incansables conversaciones artísticas. Pero lo era. Mucho. Nunca lo escuché hablar mal de nadie. Un día le pasé un texto mío y me dijo con sinceridad todo lo que no le gustó de él. No murmuró. Me lo dijo directamente a la cara. Como se ha de hacer. Se lo agradecí. Respondí asegurándole que un día haría un libro parecido a Lodger. O cualquier locura. A veces lo veía y me lo recordaba. Que esperaba mi novela Lodger. Las velas rojas. El vuelo nocturno africano.
Pasa un avión y deja una estela igual que la de un barco. Comprendes que el mundo está sumergido.
José Óscar era tímido. Era difícil saber lo que sentía. Los cómics, los poemas, los dibujos, los cuentos hablaban por él. Lo que sentía realmente.
En julio de 2022 abrí uno de los cómics de Miguel Ángel Martín editados por Brut Comix en los 90. En la portada, el inefable Brian The Brain. Allí me encontré una carta de un tal Tropovsky (el pseudónimo de José Óscar). Me sonreí. Imaginé a José Oscar leyendo a Martín y enviándole sus apreciaciones, sus comentarios. Todo encajaba.
Estuve tentado de enviarle un whatssapp, pero no lo hice. Me sonreí para mis adentros. Ese era José Óscar. Un tipo que iba ansioso a comprarse el libro de los escritores que amaba. Que no fallaba. Que leía con vocación de fan. A ráfagas. Alguien que convertía la literatura en un concierto de The Cure o Señor Chinarro.
En julio de 2022 abrí uno de los cómics de Miguel Ángel Martín editados por Brut Comix en los 90. En la portada, el inefable Brian The Brain. Allí me encontré una carta de un tal Tropovsky (el pseudónimo de José Óscar). Me sonreí. Imaginé a José Oscar leyendo a Martín y enviándole sus apreciaciones, sus comentarios. Todo encajaba.
Estuve tentado de enviarle un whatssapp, pero no lo hice. Me sonreí para mis adentros. Ese era José Óscar. Un tipo que iba ansioso a comprarse el libro de los escritores que amaba. Que no fallaba. Que leía con vocación de fan. A ráfagas. Alguien que convertía la literatura en un concierto de The Cure o Señor Chinarro.
Envejezco, eso es todo, y los colores y las luces / de burgers y avenidas, de ferias y de centros comerciales / se ríen cuando paso, me señalan y dicen: / «Míralo, / es otro idiota más, y como todos /envejece».
Nunca le dije a José Óscar si había amado a tal o cual mujer o si había perdido un familiar. Nunca conocí a sus hijos. Nunca conocí a sus padres. Y él tampoco conoció a ninguno de mis familiares. Nunca compartí con él un solo detalle de mi vida privada. Pero nos veíamos y existía fraternidad. Había paz. Calma. Había vida. Había una risa interna. Se escuchaba Lodger de fondo. Siempre se escuchaba por allá, en un bar, en medio de una habitación, Hermanos carnales.
Recuerdo a José Óscar relatándome emocionado su fascinación con aquel momento en el que David Bowie se postró de rodillas y rezó un ‘Padre nuestro’ por Freddie Mercuy en el concierto de homenaje al mito celebrado en Wembley.
Quisiera por eso terminar dedicándole un ‘Padre nuestro’ y quisiera que, de ser posible, lo escuchara al son de ‘Fantastic voyage’. Aquel tema de Lodger. ¡Que Dios te tenga en su seno! ¡Habrá siempre dos velas rojas en una habitación morada dedicadas a ti!
Recuerdo a José Óscar relatándome emocionado su fascinación con aquel momento en el que David Bowie se postró de rodillas y rezó un ‘Padre nuestro’ por Freddie Mercuy en el concierto de homenaje al mito celebrado en Wembley.
Quisiera por eso terminar dedicándole un ‘Padre nuestro’ y quisiera que, de ser posible, lo escuchara al son de ‘Fantastic voyage’. Aquel tema de Lodger. ¡Que Dios te tenga en su seno! ¡Habrá siempre dos velas rojas en una habitación morada dedicadas a ti!
Padre nuestro que estás en el cielo, / santificado sea tu Nombre; / venga a nosotros tu Reino; / hágase tu voluntad / en la tierra como en el cielo. / Danos hoy / nuestro pan de cada día; / perdona nuestras ofensas, / como también nosotros perdonamos / a los que nos ofenden; / no nos dejes caer en la tentación, / y líbranos del mal. / Amén.
[Originalmente publicado el 14/3/2024 en el blog Avería de pollos]
UN ARMIÑO PARA LA POLICÍA DEL SUBJUNTIVO
por ÁNGEL MANUEL GÓMEZ ESPADA
INTRODUCCIÓN
José Óscar López (1973-2024) construía afinadas distopías y sus personajes se encontraban en ellas a todo confort. Quizás porque, como Lord Voldemort, el murciano había esparcido en esas distopías que escribía un buen puñado de Horrocruxes, con la sabia intención de que alguno, en una distopía no muy lejana, pudiera ir recogiéndolas y, así, tener la posibilidad de volver. O quizás porque, como solo unos pocos autores saben hacerlo, él era Literatura Pura y Condensada girando alrededor de su Sol, la imagen pura, el tropo infinito, la Vida como Alegoría de la Vida. O quizás solamente buscaba recrear una utopía en la que encontrarse cómodo y poder quedarse en ella cuando tuviera la necesidad de escapar.
Si lo pensamos frívolamente, ¿qué es la literatura? Esencialmente, una utopía que los escritores no han sabido gestionar muy bien a lo largo de los siglos, convirtiéndola en distopía. Empezando por la épica homérica, me atrevería a decir, y siguiendo con los necesarios cantares de gesta, unos siglos más tarde. En ellas, las sociedades que se creaban poco o nada tenían que ver con las realidades de aquellas civilizaciones. Y, además, haciendo caso a la definición de la RAE, la distopía suele ser una representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana. Más que nos han alienado siempre los dioses, pocas cosas. Es decir, una distopía mal alimentada podría devenir de una utopía que dura más de lo establecido.
Es en uno de sus relatos, ‘El armiño telépata’, incluido en Los monos insomnes (Chiado, 2013, págs. 61-80) donde recrea una de mis distopías favoritas, en la que prácticamente todo el mundo se ha convertido en escritor que sirve a las necesidades de un imperio del que se deja adivinar poco. ¿Se imaginan un mundo con unos nueve mil millones de escritores produciendo obras a la vez? ¡Por las barbas de Julio Cortázar! Si en Un mundo feliz de Huxley Lenina ya se escandalizaba porque uno de sus pretendientes solo quería pasear y hablar con ella, cuando el soma nos hacía prescindibles todas esas innecesarias pérdidas de tiempo, imagínense qué hubiera opinado de gente que se pasa el mayor tiempo de sus vidas escribiendo, sin saber si eran felices o no. Si la escritura les hacía felices en estas condiciones establecidas por el Orden y la Ley. Curar las penas y ahogar los sentimientos no es propio de poetas. Al menos, no en un mundo feliz. De ahí, quizás, la necesidad de escribir en una distopía como la que se representa en ‘El armiño telépata’.
Si lo pensamos frívolamente, ¿qué es la literatura? Esencialmente, una utopía que los escritores no han sabido gestionar muy bien a lo largo de los siglos, convirtiéndola en distopía. Empezando por la épica homérica, me atrevería a decir, y siguiendo con los necesarios cantares de gesta, unos siglos más tarde. En ellas, las sociedades que se creaban poco o nada tenían que ver con las realidades de aquellas civilizaciones. Y, además, haciendo caso a la definición de la RAE, la distopía suele ser una representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana. Más que nos han alienado siempre los dioses, pocas cosas. Es decir, una distopía mal alimentada podría devenir de una utopía que dura más de lo establecido.
Es en uno de sus relatos, ‘El armiño telépata’, incluido en Los monos insomnes (Chiado, 2013, págs. 61-80) donde recrea una de mis distopías favoritas, en la que prácticamente todo el mundo se ha convertido en escritor que sirve a las necesidades de un imperio del que se deja adivinar poco. ¿Se imaginan un mundo con unos nueve mil millones de escritores produciendo obras a la vez? ¡Por las barbas de Julio Cortázar! Si en Un mundo feliz de Huxley Lenina ya se escandalizaba porque uno de sus pretendientes solo quería pasear y hablar con ella, cuando el soma nos hacía prescindibles todas esas innecesarias pérdidas de tiempo, imagínense qué hubiera opinado de gente que se pasa el mayor tiempo de sus vidas escribiendo, sin saber si eran felices o no. Si la escritura les hacía felices en estas condiciones establecidas por el Orden y la Ley. Curar las penas y ahogar los sentimientos no es propio de poetas. Al menos, no en un mundo feliz. De ahí, quizás, la necesidad de escribir en una distopía como la que se representa en ‘El armiño telépata’.
LA SIMBOLOGÍA DEL ARMIÑO Y SU TELEPATÍA
Frente a los recursos crueles de la policía del pensamiento orwelliana introduciendo la imagen de ratas despiadadas y hambrientas que juegan, calculada y controladamente, con las fobias más negras de los humanos del siglo XX, López recurre a un animal de características similares, pero cuya simbología y función poética poco tiene que ver con las de las ratas. Y añade un toque técnico: mientras que las ratas de Orwell esperan que los humanos le den el pistoletazo de salida para consumar la comunión de la carne, el armiño es un ser inteligente que va por su cuenta y no depende de nadie.
Si aquellas representan los estratos sociales más bajos, el enemigo acérrimo del pícaro, las descripciones decimonónicas más naturalistas, el armiño siempre ha estado conectado con la perfección, la belleza pura, la monarquía y los más grandes sueños de grandeza. Durante siglos, estas suertudas comadrejas, tocadas por una varita mágica, han representado unos valores muy por encima de lo que hayan nunca soñado: dignidad, poder y pompa real. Han sido el capricho de monarcas y emperadores. O de aristócratas que emulaban frente a sus espejos ser emperadores.
¿Qué le hizo un ser tan especial y delicado para los ojos de los más ricos? Su pelaje, obviamente. Porque todo lo demás no es muy del agrado de nadie: hábiles robando, con una dieta carnívora como las ratas, con un gran sentido de protección del terruño y una capacidad de hacer que el más valiente depredador salga disparado al escuchar sus chillidos o se tope de bruces con un olor penetrante capaz de reventar cualquier pituitaria. Así que tenemos a una mustela que muda de pelaje en las regiones más frías, convirtiéndolo en uno sedoso y lechoso durante las épocas más gélidas. Lo que provocó que los pudientes de la época se volvieran más caprichosos todavía y lo desearan a toda costa. Algunos, hasta llegaron a darles un lugar privilegiado en sus escudos de armas, como signo de distinción y de pureza. Y esto, se cree, mucho antes de que llegáramos a la Edad Media.
Sin embargo, no fue hasta el Renacimiento que el armiño se convirtió en un elemento pictórico de gran calado, lo que incrementó más aún su fama y encendió la codicia. Recordemos La dama del armiño de Leonardo. A una noble italiana como Celina Gallerani un armiño no le quedaba nada mal en su regazo. Se decía que era una señal de su embarazo y no sabremos seguramente quién fue la persona que decidió que esa comadreja tenía que estar inmortalizada en el cuadro. Desde entonces, se ha elucubrado bastante con sus misteriosos poderes y ese mito que aseguraba que eran capaces de concebir por el oído o dar a luz por la boca. Según otras versiones, también podía ser todo lo contrario. Así, las nobles renacentistas vincularon fácilmente y sin despeinarse la extraña reproducción de las comadrejas con sus deseos de supervivencia a la hora del complicado parto y buscaron lo que consideraron cierta intervención divina. Junto a las costosas pieles que traían de lejanas tierras, también añadían en este ritual cabezas de metal que se colgaban en la cintura, para que el armiño custodiara la gestación.
Esta asociación renacentista con la fertilidad es la que recoge José Óscar López en este relato, proporcionando al animal protagonista también dotes telepáticas que vendrán muy bien para las intenciones de los que detentan los poderes sociales en el relato.
La fuerza telepática es tan desmesurada que puede lograr que los cerebros del universo se conecten entre ellos, como el Xavier de los X-Men. Como los emperadores, que impresionaban profundamente a sus siervos vestidos de tal guisa hasta caer rendidos de bruces a sus pies, sus ondas telepáticas atrapan hasta convertirte en otro siervo, digno del lenguaje reducido de los siervos. Ya que te han concedido la palabra y no has sabido qué privilegio depositaban en ello, es lo mínimo que te mereces, parece decirnos López. Si las túnicas ancladas con su pelaje aportaban dignidad, honor y autoridad a los que decían que habían sido tocados por una divinidad, qué no podrían conseguir de un escritor de cierto éxito venido a menos que no habría respetado las dos o tres normas básicas que le han sido impuestas por sus superiores.
Si aquellas representan los estratos sociales más bajos, el enemigo acérrimo del pícaro, las descripciones decimonónicas más naturalistas, el armiño siempre ha estado conectado con la perfección, la belleza pura, la monarquía y los más grandes sueños de grandeza. Durante siglos, estas suertudas comadrejas, tocadas por una varita mágica, han representado unos valores muy por encima de lo que hayan nunca soñado: dignidad, poder y pompa real. Han sido el capricho de monarcas y emperadores. O de aristócratas que emulaban frente a sus espejos ser emperadores.
¿Qué le hizo un ser tan especial y delicado para los ojos de los más ricos? Su pelaje, obviamente. Porque todo lo demás no es muy del agrado de nadie: hábiles robando, con una dieta carnívora como las ratas, con un gran sentido de protección del terruño y una capacidad de hacer que el más valiente depredador salga disparado al escuchar sus chillidos o se tope de bruces con un olor penetrante capaz de reventar cualquier pituitaria. Así que tenemos a una mustela que muda de pelaje en las regiones más frías, convirtiéndolo en uno sedoso y lechoso durante las épocas más gélidas. Lo que provocó que los pudientes de la época se volvieran más caprichosos todavía y lo desearan a toda costa. Algunos, hasta llegaron a darles un lugar privilegiado en sus escudos de armas, como signo de distinción y de pureza. Y esto, se cree, mucho antes de que llegáramos a la Edad Media.
Sin embargo, no fue hasta el Renacimiento que el armiño se convirtió en un elemento pictórico de gran calado, lo que incrementó más aún su fama y encendió la codicia. Recordemos La dama del armiño de Leonardo. A una noble italiana como Celina Gallerani un armiño no le quedaba nada mal en su regazo. Se decía que era una señal de su embarazo y no sabremos seguramente quién fue la persona que decidió que esa comadreja tenía que estar inmortalizada en el cuadro. Desde entonces, se ha elucubrado bastante con sus misteriosos poderes y ese mito que aseguraba que eran capaces de concebir por el oído o dar a luz por la boca. Según otras versiones, también podía ser todo lo contrario. Así, las nobles renacentistas vincularon fácilmente y sin despeinarse la extraña reproducción de las comadrejas con sus deseos de supervivencia a la hora del complicado parto y buscaron lo que consideraron cierta intervención divina. Junto a las costosas pieles que traían de lejanas tierras, también añadían en este ritual cabezas de metal que se colgaban en la cintura, para que el armiño custodiara la gestación.
Esta asociación renacentista con la fertilidad es la que recoge José Óscar López en este relato, proporcionando al animal protagonista también dotes telepáticas que vendrán muy bien para las intenciones de los que detentan los poderes sociales en el relato.
La fuerza telepática es tan desmesurada que puede lograr que los cerebros del universo se conecten entre ellos, como el Xavier de los X-Men. Como los emperadores, que impresionaban profundamente a sus siervos vestidos de tal guisa hasta caer rendidos de bruces a sus pies, sus ondas telepáticas atrapan hasta convertirte en otro siervo, digno del lenguaje reducido de los siervos. Ya que te han concedido la palabra y no has sabido qué privilegio depositaban en ello, es lo mínimo que te mereces, parece decirnos López. Si las túnicas ancladas con su pelaje aportaban dignidad, honor y autoridad a los que decían que habían sido tocados por una divinidad, qué no podrían conseguir de un escritor de cierto éxito venido a menos que no habría respetado las dos o tres normas básicas que le han sido impuestas por sus superiores.
LA POLICÍA DEL SUBJUNTIVO LLAMA A TU PUERTA, COMO AVON®
En 2036 los escritores obtienen el poder de la presciencia, lo que los equipara con Dios. Los atributos divinos provocan esta consecuencia. Su eternidad, su omnisciencia la acarrean. Los escritores, por tanto, tienen un poder extraordinario, pero que se intuye al servicio de un poder mayor, que les restringe al corsé del modo indicativo. Para evitar que los escritores no abusen de su poder los atarán en corto, desplegando a la policía del subjuntivo. Dicho cuerpo de seguridad llevará al avezado lector fácilmente a la Policía del Pensamiento orwelliana. Es lógico. La analogía es fácil y hasta resultona. Sin embargo, la Policía del Pensamiento era un conglomerado diseñado para construir un mundo mejor, un mundo donde las personas vivirían en una sociedad perfecta, porque todo era perfecto desde hacía muchas décadas. Si el pasado no nos gustaba o nos hacía sentir incómodos, lo más fácil era mudarlo de acento, forjarlo al gusto del día, recomponerlo. Si el futuro tampoco nos gustaba era fácil: dejar que pasara y cambiarlo. Del presente no hacía falta preocuparse porque no existía. ¿Quién se preocupa por el presente cuando todos los recuerdos son perfectos y maravillosos, cuando el mundo es así desde antaño, desde antes que todos recordaran? Y si tenemos un pasado excepcional, les aseguró que nadie se inquieta por lo que ha de venir.
La policía del subjuntivo del autor de Los monos insomnes actúa de forma inquietantemente diferente. Esta policía hurga también en el pasado, en los antiguos escritos de los profesionales que han podido salir de la medianía para cambiar los efectos que provoca su literatura en la sociedad, mediante métodos que recuerdan, lógicamente, a la Stassi o similares. Uno de los policías tiene un perfecto acento alemán, dice en la página 69. Están en una de las habitaciones de la casa del protagonista para mostrarle cómo salirse de los márgenes del indicativo o la certidumbre provoca consecuencias que afectan a la población mundial, con un muestrario de atrocidades propio del telediario más controvertido. Por lo tanto, nos conducirá a una búsqueda de la educación científica, por la que abogaba el dios Ford de Huxley. Nada de sentimentalidad. La sentimentalidad daña el mundo, prácticamente lo reduce a cenizas. La sentimentalidad es ese ente abstracto que, una década después de publicarse el libro de relatos, las redes sociales han usado como ente catódico para polarizarnos.
Mientras que trascribe las mismas palabrotas que dejara antaño en su Olivetti y por las que está siendo juzgado y condenado, va comprobando cómo se sucede un rosario de las más variopintas desgracias en las pantallas: una bomba atómica estalla en una megalópolis de las antípodas o en los desiertos almerienses; revueltas en los países pobres, en los barrios más deprimentes y flotantes de Doble Berlín o Nueva Nueva York; quemas de bungalows en las playas de Londres o fusilamientos públicos en Semiestocolmo. El apocalipsis se traslada al compás del carro de la máquina de escribir. Cada golpe de tecla presiona el resorte que hará saltar lo maldito. El escritor, como tantos poetas habían escrito antes (pensemos en Vicente Huidobro) es un pequeño dios que tiene en su poder la felicidad del mundo. Un gran poder, como dijera el tío de Peter Parker.
La policía del subjuntivo del autor de Los monos insomnes actúa de forma inquietantemente diferente. Esta policía hurga también en el pasado, en los antiguos escritos de los profesionales que han podido salir de la medianía para cambiar los efectos que provoca su literatura en la sociedad, mediante métodos que recuerdan, lógicamente, a la Stassi o similares. Uno de los policías tiene un perfecto acento alemán, dice en la página 69. Están en una de las habitaciones de la casa del protagonista para mostrarle cómo salirse de los márgenes del indicativo o la certidumbre provoca consecuencias que afectan a la población mundial, con un muestrario de atrocidades propio del telediario más controvertido. Por lo tanto, nos conducirá a una búsqueda de la educación científica, por la que abogaba el dios Ford de Huxley. Nada de sentimentalidad. La sentimentalidad daña el mundo, prácticamente lo reduce a cenizas. La sentimentalidad es ese ente abstracto que, una década después de publicarse el libro de relatos, las redes sociales han usado como ente catódico para polarizarnos.
Mientras que trascribe las mismas palabrotas que dejara antaño en su Olivetti y por las que está siendo juzgado y condenado, va comprobando cómo se sucede un rosario de las más variopintas desgracias en las pantallas: una bomba atómica estalla en una megalópolis de las antípodas o en los desiertos almerienses; revueltas en los países pobres, en los barrios más deprimentes y flotantes de Doble Berlín o Nueva Nueva York; quemas de bungalows en las playas de Londres o fusilamientos públicos en Semiestocolmo. El apocalipsis se traslada al compás del carro de la máquina de escribir. Cada golpe de tecla presiona el resorte que hará saltar lo maldito. El escritor, como tantos poetas habían escrito antes (pensemos en Vicente Huidobro) es un pequeño dios que tiene en su poder la felicidad del mundo. Un gran poder, como dijera el tío de Peter Parker.
LA POLICÍA DEL SUBJUNTIVO Y LAS FUNCIONES DEL LENGUAJE
Los agentes de la certidumbre luchan a brazo partido contra el subjuntivo, contra todas las connotaciones que este arrastra en cuanto se le menciona. De hecho, ellos, como modelo de ejemplaridad, se abstienen de utilizarlo cuando hacen sus intervenciones. A lo sumo, ateniéndose a ese rescoldo lingüístico que es el modo imperativo de cortesía, único lugar donde los tiempos verbales del subjuntivo pueden salir disfrazados de lo que quieran, como en un carnaval.
En la mayoría de las ocasiones, la policía del subjuntivo lo usa en un contexto que se aglutina dentro de locuciones conjuntivas o interjecciones impropias, lo que parece estar permitido. Lo que resultará paradójico, puesto que en ellas hay mucho de elemento extraoracional. Por lo tanto, de opinión del emisor y de refutación de la función expresiva, aquella por la que están en aquella habitación.
Mientras tanto, el narrador ataca con él en su historia a modo de escudo protector, como supervivencia, ese lenguaje irónico y condescendiente que solemos muestrear cuando no dominamos la situación e intuimos que nadie va a venir a salvarnos del laberinto. Son los momentos de máxima hilaridad del relato. Este uso restringido del subjuntivo por parte del narrador nos da una marca de lo que será la presciencia del escritor dentro de esta distopía: es probable que haya tirado de ella para acabar el relato, como dice, y se haya marcado una última baza: la de recurrir al subjuntivo en sus flujos de pensamiento.
En esa búsqueda de lo subversivo, de lo que se sobresale del mantel, de la pureza que proporciona la perfección modal del indicativo y de la predominación universal de la función referencial, la policía del subjuntivo trabaja enconadamente para resolver el conflicto que desde siempre han creado en las literaturas al servicio de ciertos autoritarismos literarios o históricos: qué hacer con la función expresiva y la función poética. Si bien la segunda no está tan imbricada con el modo subjuntivo, la primera tendería a desaparecer con el paso del tiempo, una vez que los escritores se han familiarizado con el uso de la referencia y, tras una ametralladora de sutiles coerciones, hayan ido dejando atrás la siempre necesaria y subjetiva función expresiva del lenguaje. En base a ello, comprobamos cómo ya, desde el inicio del relato, se comenta que la policía iba acompañando a algún conocido «condenado a los límites del tiempo subjuntivo» (pág.63).
Un lenguaje donde se promueva el borrado intergaláctico de la función expresiva anulará al emisor, dejándolo huérfano de emociones, sentimientos, opiniones y ganas de poder expresarse. Esta función, por tanto, es inherente al ser humano y demuestra su capacidad de comunidad. Una vida entera escribiendo sin descanso, donde un silencio editorial de tres meses puede leerse como un claro signo de debilidad y resultar sospechoso, porque su labor, al parecer, se siente socialmente fundamental: son los que ponen los huevos del futuro a sus lectores.
Y la función expresiva relacionada con el deseo es la que más problemas le acarreará. Sus novelas de juventud han sido revisadas y en ellas se han encontrado, no solo abanicos de malsonancias, sino también un repertorio de recreaciones fálicas que han hecho saltar las alarmas de los agentes de la certidumbre. Anular el deseo, un nexo común en casi todas las utopías que salen mal, en todas sus variantes, hasta las lingüísticas o las lexicográficas, es el anhelo mayor de todo sistema autoritario. Es el paraíso de la anulación de la voluntad. Un locus amoenus virgiliano, geórgico, donde todo dictador mira su obra con el mismo disfrute que Thanos observa el hermoso horizonte, después de haber chasqueado por primera vez el guantelete del infinito. Con lo que sueña, en un plano bastante menos ficcional y, por tanto, peligroso alguno de los grandes gerifaltes de las redes sociales. Que ven en el uso del infraléxico propuesto en este relato algo aterrador que rompe todas las reglas y ha de ser obstaculizado a toda costa. La autocensura nunca funcionó tan bien como ahora. Sin embargo, por si acaso, los algoritmos de estos cachivaches Meta están a la que salta, liberándonos de ese esfuerzo que representa cualquier función del lenguaje que no sea la referencial, el puro dato, que es donde el algoritmo se siente más cómodo y seguro, donde solo pueda toserle una AI. Ese algoritmo extraño e inmaculado como un armiño del que parecía que nos advirtiera José Óscar López hace una década. Quizás porque algo de la presciencia de su narrador le fue insuflada en un momento dado.
Y su presciencia, es probable, también nos esté escribiendo ahora mismo. Al menos, dictándonos cosas como estas.
Eso es lo que me gustaría pensar.
Al menos hoy.
Al menos ahora.
Al menos aquí.
Mientras la presciencia del Algoritmo no sea un hecho. Una evidencia aterradora.
En la mayoría de las ocasiones, la policía del subjuntivo lo usa en un contexto que se aglutina dentro de locuciones conjuntivas o interjecciones impropias, lo que parece estar permitido. Lo que resultará paradójico, puesto que en ellas hay mucho de elemento extraoracional. Por lo tanto, de opinión del emisor y de refutación de la función expresiva, aquella por la que están en aquella habitación.
Mientras tanto, el narrador ataca con él en su historia a modo de escudo protector, como supervivencia, ese lenguaje irónico y condescendiente que solemos muestrear cuando no dominamos la situación e intuimos que nadie va a venir a salvarnos del laberinto. Son los momentos de máxima hilaridad del relato. Este uso restringido del subjuntivo por parte del narrador nos da una marca de lo que será la presciencia del escritor dentro de esta distopía: es probable que haya tirado de ella para acabar el relato, como dice, y se haya marcado una última baza: la de recurrir al subjuntivo en sus flujos de pensamiento.
En esa búsqueda de lo subversivo, de lo que se sobresale del mantel, de la pureza que proporciona la perfección modal del indicativo y de la predominación universal de la función referencial, la policía del subjuntivo trabaja enconadamente para resolver el conflicto que desde siempre han creado en las literaturas al servicio de ciertos autoritarismos literarios o históricos: qué hacer con la función expresiva y la función poética. Si bien la segunda no está tan imbricada con el modo subjuntivo, la primera tendería a desaparecer con el paso del tiempo, una vez que los escritores se han familiarizado con el uso de la referencia y, tras una ametralladora de sutiles coerciones, hayan ido dejando atrás la siempre necesaria y subjetiva función expresiva del lenguaje. En base a ello, comprobamos cómo ya, desde el inicio del relato, se comenta que la policía iba acompañando a algún conocido «condenado a los límites del tiempo subjuntivo» (pág.63).
Un lenguaje donde se promueva el borrado intergaláctico de la función expresiva anulará al emisor, dejándolo huérfano de emociones, sentimientos, opiniones y ganas de poder expresarse. Esta función, por tanto, es inherente al ser humano y demuestra su capacidad de comunidad. Una vida entera escribiendo sin descanso, donde un silencio editorial de tres meses puede leerse como un claro signo de debilidad y resultar sospechoso, porque su labor, al parecer, se siente socialmente fundamental: son los que ponen los huevos del futuro a sus lectores.
Y la función expresiva relacionada con el deseo es la que más problemas le acarreará. Sus novelas de juventud han sido revisadas y en ellas se han encontrado, no solo abanicos de malsonancias, sino también un repertorio de recreaciones fálicas que han hecho saltar las alarmas de los agentes de la certidumbre. Anular el deseo, un nexo común en casi todas las utopías que salen mal, en todas sus variantes, hasta las lingüísticas o las lexicográficas, es el anhelo mayor de todo sistema autoritario. Es el paraíso de la anulación de la voluntad. Un locus amoenus virgiliano, geórgico, donde todo dictador mira su obra con el mismo disfrute que Thanos observa el hermoso horizonte, después de haber chasqueado por primera vez el guantelete del infinito. Con lo que sueña, en un plano bastante menos ficcional y, por tanto, peligroso alguno de los grandes gerifaltes de las redes sociales. Que ven en el uso del infraléxico propuesto en este relato algo aterrador que rompe todas las reglas y ha de ser obstaculizado a toda costa. La autocensura nunca funcionó tan bien como ahora. Sin embargo, por si acaso, los algoritmos de estos cachivaches Meta están a la que salta, liberándonos de ese esfuerzo que representa cualquier función del lenguaje que no sea la referencial, el puro dato, que es donde el algoritmo se siente más cómodo y seguro, donde solo pueda toserle una AI. Ese algoritmo extraño e inmaculado como un armiño del que parecía que nos advirtiera José Óscar López hace una década. Quizás porque algo de la presciencia de su narrador le fue insuflada en un momento dado.
Y su presciencia, es probable, también nos esté escribiendo ahora mismo. Al menos, dictándonos cosas como estas.
Eso es lo que me gustaría pensar.
Al menos hoy.
Al menos ahora.
Al menos aquí.
Mientras la presciencia del Algoritmo no sea un hecho. Una evidencia aterradora.
JOSE
por DAVID LÓPEZ SANDOVAL
Si uno es lo que recuerda, si al final resulta que no cabe otra identidad que no sea la propia memoria, puedo decir, un poco a la manera de Flaubert, que Jose soy yo, que forma parte de mí y que, cuando murió, se llevó un trozo de lo que ha sido la historia de mi vida. Pienso en el hipotético caso de que nuestros destinos nunca se hubieran cruzado y me doy cuenta de que yo sería alguien distinto, un hombre muchísimo peor, menos afortunado, bastante menos sabio tal vez. En una vida sin Jose, no habría descubierto los senderos que llevan a la belleza del mundo. En ese universo donde no llego a conocerlo, mis oídos estarían sordos y mi corazón tan frío como la muerte que me lo ha quitado. Porque yo no habría escrito aquellos primeros versos que, en el verano del 93, prepararon el terreno para la poesía que aún (cada vez con más dificultad) albergo dentro de mí. Ese ritmo oculto de las cosas sin nombre que él, sin saberlo, me descubrió tan generosamente.
No sé de quién me enamoré primero, si de Jose o de su hermana Laura. Puede que de los dos a la vez, porque ambos me cautivaron desde el primer momento con su mirada azul infinito. Cuando recuerdo aquel tiempo no soy capaz de verlos al uno sin el otro. Parecían gemelos pese a la diferencia de edad. Jamás he sabido de una simbiosis tan perfecta entre dos personas, nunca he visto que dos almas se necesitasen tanto la una a la otra. En la historia están Isis y Osiris, Apolo y Artemisa, Susan Storm y la Antorcha Humana y los hermanos López García. En mi cabeza se conservan unidos los primeros besos de Laura y las primeras borracheras con Jose, aquellos paseos nocturnos con ella por las calles ajazminadas de Calabardina y los baños diurnos en la playa con él. Una era la noche; el otro, el día. Y así han seguido siéndolo en mi memoria. Complementarios como el yin y el yang. Por eso no puedo ni imaginar cuánto de sí misma habrá perdido Laura tras la muerte de su hermano.
O quizá no estuviera enamorado de ninguno de los dos, sino del aura que proyectaban, de la realidad que transformaban con sólo aparecer en ella. Adoraba las horas muertas de la siesta en su casa, viendo los dibujos de Jose, leyendo sus cómics de Marvel, escuchando la música que, desde entonces, no ha dejado de sonar en mi vida. Aquel fue el verano del Achtung baby de U2, aunque había salido dos años antes, y de las cintas de los primeros Cure. Yo llegaba con la herida recién abierta de la literatura, pero sin tener ni idea de cómo sentirla. Aquellas tardes de largas conversaciones sobre el bueno de Robert Smith o sobre lo mucho que había cambiado la producción de Brian Eno a los de Bono fueron el inicio de mi aprendizaje.
No sé de quién me enamoré primero, si de Jose o de su hermana Laura. Puede que de los dos a la vez, porque ambos me cautivaron desde el primer momento con su mirada azul infinito. Cuando recuerdo aquel tiempo no soy capaz de verlos al uno sin el otro. Parecían gemelos pese a la diferencia de edad. Jamás he sabido de una simbiosis tan perfecta entre dos personas, nunca he visto que dos almas se necesitasen tanto la una a la otra. En la historia están Isis y Osiris, Apolo y Artemisa, Susan Storm y la Antorcha Humana y los hermanos López García. En mi cabeza se conservan unidos los primeros besos de Laura y las primeras borracheras con Jose, aquellos paseos nocturnos con ella por las calles ajazminadas de Calabardina y los baños diurnos en la playa con él. Una era la noche; el otro, el día. Y así han seguido siéndolo en mi memoria. Complementarios como el yin y el yang. Por eso no puedo ni imaginar cuánto de sí misma habrá perdido Laura tras la muerte de su hermano.
O quizá no estuviera enamorado de ninguno de los dos, sino del aura que proyectaban, de la realidad que transformaban con sólo aparecer en ella. Adoraba las horas muertas de la siesta en su casa, viendo los dibujos de Jose, leyendo sus cómics de Marvel, escuchando la música que, desde entonces, no ha dejado de sonar en mi vida. Aquel fue el verano del Achtung baby de U2, aunque había salido dos años antes, y de las cintas de los primeros Cure. Yo llegaba con la herida recién abierta de la literatura, pero sin tener ni idea de cómo sentirla. Aquellas tardes de largas conversaciones sobre el bueno de Robert Smith o sobre lo mucho que había cambiado la producción de Brian Eno a los de Bono fueron el inicio de mi aprendizaje.
Para mí la poesía nunca ha sido la expresión de una emoción, o al menos no sólo; mi poesía ha habitado siempre en las palabras de los otros, en el espacio mental que estas llenan en cada conversación o en cada pensamiento a solas, cuando, como diría don Antonio Machado, se espera hablar con Dios un día. La musa, la mía, vive en la lengua y no en el paisaje o en la abstracción pura. Mi inspiración se nutre de la inspiración de los demás, y mis versos de lo ya dicho o escrito. Por mucho que haya vivido, si luego no oigo o no leo algo que lo explique, no soy capaz de ponerle nombre. Esta limitación es la que aleja al escribano del escritor, y al escritor del genio. Sin embargo, como ocurre con todas las taras, lo mejor es asumirlas desde el principio y, en la medida de lo posible, hacer de ellas una virtud. A esta conclusión puedes llegar pronto o no llegar nunca, y para llegar pronto necesitas que alguien te eche una mano. Jose fue esa persona. Jose fue mi maestro.
Nunca se lo dije, y, de haber vivido más tiempo, creo que habría seguido sin decírselo, pero él me enseñó a escribir poesía. Las largas conversaciones sobre escritores y libros fueron las primeras lecciones de mi aprendizaje. Aquel verano habíamos leído El túnel, de Sábato, y él ya había empezado Sobre héroes y tumbas. Recuerdo su obsesión por el «Informe sobre ciegos», su auténtica devoción por aquella Buenos Aires subterránea y paranoica. Cómo transmitía su entusiasmo. Qué bien se las apañaba para dejarte embobado hablando de obras que tú aún no habías leído. Sucedía siempre. Su manera de contar las cosas, la ametralladora de ocurrencias geniales que todavía continuaba resonando horas después en mi cabeza. Tanto es así que ese año, tras varios intentos de leer Sobre héroes y tumbas, llegué a la conclusión de que el Sábato versión Jose me gustaba mucho más que el original. Y, a partir de entonces, lo mismo me ocurrió con Panero, con Bukowski, con el Jesús Ferrero de Bélver Yin, a quien él adoraba. En esos borbotones de palabras y de ideas que salían de las entretelas de Jose se encendió de repente una luz que no había visto jamás. Sin esa luz, y sin la guía que él me prestó, yo no habría escrito absolutamente nada después.
Mi poesía llegó a través de la suya, y no sé si será tan verdadera, tan real como ahora la siento, pero hay una escena concreta que simboliza esa aparición. Es un sábado por la noche del mismo verano. Estoy en Águilas y he empezado fuerte con los tequilas. Llego a uno de los locales cercanos al puerto con todo el planeta Tierra dando vueltas a mi alrededor. Nos sentamos Jose y yo en el suelo y nos ponemos a escribir en unas cuartillas que no sé de dónde han salido. Es algo que empieza como uno de esos cadáveres exquisitos de los surrealistas y que luego se convierte en un diálogo poético. Yo ahora recuerdo que me pongo a escribir lo que mi borrachera me permite, poca cosa, palabras inconexas y acaso forzadas por esa situación tan insólita para mí. Él, sin embargo, a pesar de que también ha bebido mucho, es capaz de componer versos que a mí me parecen profundos y hermosos, tanto que incluso creo sentir algo de envidia. Uno de ellos, que se me ha quedado grabado, dice: «no hay estrellas, amigo, si no se tienen ojos para verlas». Entonces creo entender lo que pasa. Lo que pasa es que yo también quiero escribir así. Quiero tener toda esa música dentro. Quiero que me salgan las palabras como a Jose le salen. Como un venero extraño y fascinante. Lleno de misterio. Lleno de sentido. Y, por si fuera poco, a ese legendario nacimiento en la poesía lo acompaña el instante no menos legendario en que su hermana Laura y yo empezamos a salir. Conservo la secuencia de esa noche como si hubiera ocurrido ayer. Finalmente, los tequilas me hacen perder el conocimiento y ella llama a emergencias. Luego se queda conmigo cuando me pinchan la B12. Y me acompaña haciendo autoestop a Calabardina para que no me pase nada. Y llegamos sanos y salvos sin que nadie nos haya recogido. Y por eso, durante la caminata, nos da tiempo a besarnos varias veces.
Nunca se lo dije, y, de haber vivido más tiempo, creo que habría seguido sin decírselo, pero él me enseñó a escribir poesía. Las largas conversaciones sobre escritores y libros fueron las primeras lecciones de mi aprendizaje. Aquel verano habíamos leído El túnel, de Sábato, y él ya había empezado Sobre héroes y tumbas. Recuerdo su obsesión por el «Informe sobre ciegos», su auténtica devoción por aquella Buenos Aires subterránea y paranoica. Cómo transmitía su entusiasmo. Qué bien se las apañaba para dejarte embobado hablando de obras que tú aún no habías leído. Sucedía siempre. Su manera de contar las cosas, la ametralladora de ocurrencias geniales que todavía continuaba resonando horas después en mi cabeza. Tanto es así que ese año, tras varios intentos de leer Sobre héroes y tumbas, llegué a la conclusión de que el Sábato versión Jose me gustaba mucho más que el original. Y, a partir de entonces, lo mismo me ocurrió con Panero, con Bukowski, con el Jesús Ferrero de Bélver Yin, a quien él adoraba. En esos borbotones de palabras y de ideas que salían de las entretelas de Jose se encendió de repente una luz que no había visto jamás. Sin esa luz, y sin la guía que él me prestó, yo no habría escrito absolutamente nada después.
Mi poesía llegó a través de la suya, y no sé si será tan verdadera, tan real como ahora la siento, pero hay una escena concreta que simboliza esa aparición. Es un sábado por la noche del mismo verano. Estoy en Águilas y he empezado fuerte con los tequilas. Llego a uno de los locales cercanos al puerto con todo el planeta Tierra dando vueltas a mi alrededor. Nos sentamos Jose y yo en el suelo y nos ponemos a escribir en unas cuartillas que no sé de dónde han salido. Es algo que empieza como uno de esos cadáveres exquisitos de los surrealistas y que luego se convierte en un diálogo poético. Yo ahora recuerdo que me pongo a escribir lo que mi borrachera me permite, poca cosa, palabras inconexas y acaso forzadas por esa situación tan insólita para mí. Él, sin embargo, a pesar de que también ha bebido mucho, es capaz de componer versos que a mí me parecen profundos y hermosos, tanto que incluso creo sentir algo de envidia. Uno de ellos, que se me ha quedado grabado, dice: «no hay estrellas, amigo, si no se tienen ojos para verlas». Entonces creo entender lo que pasa. Lo que pasa es que yo también quiero escribir así. Quiero tener toda esa música dentro. Quiero que me salgan las palabras como a Jose le salen. Como un venero extraño y fascinante. Lleno de misterio. Lleno de sentido. Y, por si fuera poco, a ese legendario nacimiento en la poesía lo acompaña el instante no menos legendario en que su hermana Laura y yo empezamos a salir. Conservo la secuencia de esa noche como si hubiera ocurrido ayer. Finalmente, los tequilas me hacen perder el conocimiento y ella llama a emergencias. Luego se queda conmigo cuando me pinchan la B12. Y me acompaña haciendo autoestop a Calabardina para que no me pase nada. Y llegamos sanos y salvos sin que nadie nos haya recogido. Y por eso, durante la caminata, nos da tiempo a besarnos varias veces.
Siempre he pensado que nuestra vida se parece a un árbol. Sus intrincadas ramificaciones serían las personas que entran y salen de ella. En ocasiones, las ramas tardarían en bifurcarse, robustecidas como troncos independientes gracias a las relaciones duraderas; otras veces, la separación sería inminente, y el paso de la gente por nuestra historia se convertiría en algo efímero. Mi vida se separó pronto de la de Laura, aunque continuó unida a la de su hermano muchos años más. Es la época de la universidad, pero también la de los bares, las drogas y la de ganarte la vida como puedas. En aquel tiempo nacen y mueren revistas literarias, se organizan recitales, exposiciones, cine-fórums. Jose y yo nos vemos casi todos los días. Yo he decidido sustituir la poesía por la narrativa porque quiero ser novelista y salir en la portada de Ajoblanco. Él, por su parte, ya empieza a firmar como Óscar Tropovski y no le hace ascos a nada.
El reto máximo para todos era escribir una novela, y Jose siempre iba por delante. No sé cuántos principios de obras maestras leí de su puño y letra. Su cabeza incansable y laberíntica no cesaba de producirlos. Cada cual más prometedor pero también más rematadamente loco e imposible de realizar. Creo que aquel Tropovski, más que un pseudónimo o un heterónimo, fue una vía de escape para ese terremoto que sacudía a veces su interior. Qué bueno era en todo cuando lo hacía aparecer en sus escritos. Y cómo lo admiraba yo secretamente cada vez que lo leía. Ahora sé que, desde aquella noche de verano en la que él me había brindado la posibilidad de sentir por primera vez la poesía, yo vivía a su sombra, siempre atento a sus hallazgos como un niño que estuviera descifrando el mundo.
No sé cuándo comenzó a bifurcarse la rama que nos mantuvo unidos; lo que sí sé es que hubo señales previas que no quise tener en cuenta. De pronto ya no nos veíamos tan a menudo. De pronto teníamos que quedar expresamente un día, a una hora y en un lugar determinado, cuando antes sabíamos muy bien dónde encontrarnos sin necesidad de llamarnos previamente. Jose empezó a tener pareja estable y yo también. Luego vinieron los años de oposiciones, los cambios de domicilio, mi temprana paternidad, los amigos diferentes, la salud, las crisis y todo eso que otorga profundidad al oscuro follaje del árbol.
Sin embargo, creo que yo sí sentí algo parecido a un principio del fin de nuestra relación. Algo que entonces no fui capaz de reconocer pero que hoy la perspectiva temporal (y quién sabe si también las invenciones de la memoria) hace que lo asuma con esa naturalidad resignada que es, supongo, prerrogativa de quienes estamos a punto de cumplir el medio siglo. Para explicarlo, antes hay que hacerse una idea de cómo era el ambiente de aquella época. Todos vivíamos dentro de la literatura como si fuéramos marsupiales. La realidad se nos explicaba a través de los libros. En lo más profundo de nosotros habitaba no sólo el deseo de escribir uno, sino la absurda voluntad de imitar la vida de los escritores que más nos gustaban. Y me parece que aquí está la clave del asunto. Sin saberlo, fuimos creando una especie de fetichismo que yo no tardé en rechazar por considerarlo, en aquel tiempo, impostado y superficial como un prêt-à-porter con ínfulas. Era un rechazo inconsciente al que ahora sí puedo dar una explicación: hubo un momento en que sentí que mi percepción de las cosas era cada vez más limitada, que estas se hallaban recubiertas de una pátina de virtualidad que las hacía refractarias a las verdades del mundo. Tenía la sensación de que mis ojos veían a través de ese telescopio puesto al revés que es la literatura, y de que habían olvidado cómo hacerlo por sí mismos.
Ahora sé que me equivoqué completamente, si no por alejarme de aquella caja de resonancia en la que todavía vive la mayoría de los círculos literarios, sí por haberlos juzgado con tanta prepotencia. A Jose también terminé juzgándolo y eso aceleró nuestra separación. A veces, cuando hago todo lo posible por no sentirme culpable, trato de convencerme de que aquello no fue más que la culminación de la clásica relación de un maestro con su alumno. Este acaba su aprendizaje volando del nido y aquel lo olvida en cuanto acoge en su seno a otro pupilo. Puede que haya sido así, que dejar de ver a Jose significase que ya podía caminar solo y encontrar mi propia voz.
Sea como fuere, y aunque parezca increíble, nuestra amistad se ha restablecido en los últimos meses. Desde que ha muerto, Jose suele visitarme mientras estoy durmiendo. Los sueños con él son vívidos y reales como la vigilia más luminosa. En todos es aquel Jose de los noventa: pelo rapado, patillas, nariz prominente y una mirada azul que te atraviesa el cerebro como una bala. En todos habla y dice cosas geniales que, al despertar, no recuerdo.
Salvo un día, hace tres semanas, justo la mañana después de que Juan de Dios García me invitase a participar en este monográfico dedicado a él. No sé por qué, pero esa mañana despierto acordándome perfectamente de lo que me ha dicho. El sueño es confuso. Aparece la playa de Calabardina pero también otros lugares que no reconozco. Hay mucha gente y todos estamos buscando algo. En un momento determinado, Jose y yo nos quedamos solos y aprovecho para preguntarle por qué dejamos de vernos. Entonces él responde:
El reto máximo para todos era escribir una novela, y Jose siempre iba por delante. No sé cuántos principios de obras maestras leí de su puño y letra. Su cabeza incansable y laberíntica no cesaba de producirlos. Cada cual más prometedor pero también más rematadamente loco e imposible de realizar. Creo que aquel Tropovski, más que un pseudónimo o un heterónimo, fue una vía de escape para ese terremoto que sacudía a veces su interior. Qué bueno era en todo cuando lo hacía aparecer en sus escritos. Y cómo lo admiraba yo secretamente cada vez que lo leía. Ahora sé que, desde aquella noche de verano en la que él me había brindado la posibilidad de sentir por primera vez la poesía, yo vivía a su sombra, siempre atento a sus hallazgos como un niño que estuviera descifrando el mundo.
No sé cuándo comenzó a bifurcarse la rama que nos mantuvo unidos; lo que sí sé es que hubo señales previas que no quise tener en cuenta. De pronto ya no nos veíamos tan a menudo. De pronto teníamos que quedar expresamente un día, a una hora y en un lugar determinado, cuando antes sabíamos muy bien dónde encontrarnos sin necesidad de llamarnos previamente. Jose empezó a tener pareja estable y yo también. Luego vinieron los años de oposiciones, los cambios de domicilio, mi temprana paternidad, los amigos diferentes, la salud, las crisis y todo eso que otorga profundidad al oscuro follaje del árbol.
Sin embargo, creo que yo sí sentí algo parecido a un principio del fin de nuestra relación. Algo que entonces no fui capaz de reconocer pero que hoy la perspectiva temporal (y quién sabe si también las invenciones de la memoria) hace que lo asuma con esa naturalidad resignada que es, supongo, prerrogativa de quienes estamos a punto de cumplir el medio siglo. Para explicarlo, antes hay que hacerse una idea de cómo era el ambiente de aquella época. Todos vivíamos dentro de la literatura como si fuéramos marsupiales. La realidad se nos explicaba a través de los libros. En lo más profundo de nosotros habitaba no sólo el deseo de escribir uno, sino la absurda voluntad de imitar la vida de los escritores que más nos gustaban. Y me parece que aquí está la clave del asunto. Sin saberlo, fuimos creando una especie de fetichismo que yo no tardé en rechazar por considerarlo, en aquel tiempo, impostado y superficial como un prêt-à-porter con ínfulas. Era un rechazo inconsciente al que ahora sí puedo dar una explicación: hubo un momento en que sentí que mi percepción de las cosas era cada vez más limitada, que estas se hallaban recubiertas de una pátina de virtualidad que las hacía refractarias a las verdades del mundo. Tenía la sensación de que mis ojos veían a través de ese telescopio puesto al revés que es la literatura, y de que habían olvidado cómo hacerlo por sí mismos.
Ahora sé que me equivoqué completamente, si no por alejarme de aquella caja de resonancia en la que todavía vive la mayoría de los círculos literarios, sí por haberlos juzgado con tanta prepotencia. A Jose también terminé juzgándolo y eso aceleró nuestra separación. A veces, cuando hago todo lo posible por no sentirme culpable, trato de convencerme de que aquello no fue más que la culminación de la clásica relación de un maestro con su alumno. Este acaba su aprendizaje volando del nido y aquel lo olvida en cuanto acoge en su seno a otro pupilo. Puede que haya sido así, que dejar de ver a Jose significase que ya podía caminar solo y encontrar mi propia voz.
Sea como fuere, y aunque parezca increíble, nuestra amistad se ha restablecido en los últimos meses. Desde que ha muerto, Jose suele visitarme mientras estoy durmiendo. Los sueños con él son vívidos y reales como la vigilia más luminosa. En todos es aquel Jose de los noventa: pelo rapado, patillas, nariz prominente y una mirada azul que te atraviesa el cerebro como una bala. En todos habla y dice cosas geniales que, al despertar, no recuerdo.
Salvo un día, hace tres semanas, justo la mañana después de que Juan de Dios García me invitase a participar en este monográfico dedicado a él. No sé por qué, pero esa mañana despierto acordándome perfectamente de lo que me ha dicho. El sueño es confuso. Aparece la playa de Calabardina pero también otros lugares que no reconozco. Hay mucha gente y todos estamos buscando algo. En un momento determinado, Jose y yo nos quedamos solos y aprovecho para preguntarle por qué dejamos de vernos. Entonces él responde:
—Porque estabas insoportable, David, porque llegó un momento en que solamente había un tema en lo que escribías: tú mismo. De hecho, toda tu obra posterior ha sido un continuo mirarte el ombligo. Sal un poco de tu propia cabeza, hombre, y habla de otras personas.
Y eso es precisamente lo que me he propuesto hacer aquí, aunque supongo que al final sin mucho éxito.
Seguro que Jose vuelve a reprochármelo una de estas noches.
Y eso es precisamente lo que me he propuesto hacer aquí, aunque supongo que al final sin mucho éxito.
Seguro que Jose vuelve a reprochármelo una de estas noches.
Taipéi, julio de 2024.
UN MUNDO SUMERGIDO:
JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ TUITERO
JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ TUITERO
por BASILIO PUJANTE
Dicen que cuando un escritor no está la mejor manera de saber cómo era es, sin duda, leer sus obras. Con José Óscar López, para aquellos que no tuvieron la suerte de conocerlo, ahí quedan unos cuantos libros en los que queda la huella de la persona que fue. Poemas, cuentos, microrrelatos que nos ofrecen un retrato bastante cercano a la figura que era en carne y hueso. También están sus dibujos; lo que para algunos era solo una afición más de aquel singular escritor, para muchos fue una de sus facetas más interesantes y personales. Sin embargo, creo que existe un espacio donde José Óscar quedó retratado tanto o más que en sus creaciones literarias y artísticas: en su cuenta de Twitter. En una época en la que esta red social sufre un —seguramente merecido— gran descrédito, supone un bálsamo volver al espacio en el cual este escritor compartía mucho de él y que ha quedado como un pequeño legado para sus amigos y admiradores. Por eso, a la hora de recordar a José Óscar, creo que es necesario bucear en @joseoscarl para completar su semblanza.
Y es que allí hallamos aún un espacio donde compartía pensamientos, aforismos, dibujos y noticias relacionadas con su carrera de escritor. Desde diciembre de 2010 hasta unos meses antes de su muerte, José Óscar publicó en Twitter (ahora X.com) de manera frecuente aunque no compulsiva. Ya desde el dibujo que encabezaba su perfil, hecho por él mismo con su inconfundible estilo, y desde la sucinta biografía, «autor de dos libros de relatos y cuatro libros de poemas. Terminará de dibujar un cómic algún año de estos», se mostraba la querencia de nuestro autor por las historietas y los tebeos. A pesar de ser conocido por su obra literaria, esos seis libros a los que alude en su biografía, José Óscar amaba dibujar y en su cuenta de Twitter así lo reflejaba. Así, por ejemplo, el 22 de septiembre de 2023 comparte uno de sus habituales dibujos de astronautas; el 18 de noviembre de 2022 retrata a un personaje con cierto parecido a David Bowie y durante varios meses postea la tira cómica que publica en el diario La Opinión. El 13 de septiembre de 2023 acompaña otra de sus ilustraciones con un mensaje muy significativo: José Óscar, agobiado quizás por el inicio del curso escolar, se lamenta de no poder dedicar suficientes horas a su pasión y comparte «viejos dibujos porque no tengo tiempo de hacer nuevos». Esta faceta tan importante de su perfil como artista se completa en su cuenta de Twitter con diversas novelas gráficas o viejos cómics que recomienda a sus seguidores. Por lo tanto, un lugar importante de este espacio cibernético nos muestra su afición por una disciplina que, si bien cultivó con fruición, jamás llenó un libro completo tal y como se prometía en su biografía.
Y es que allí hallamos aún un espacio donde compartía pensamientos, aforismos, dibujos y noticias relacionadas con su carrera de escritor. Desde diciembre de 2010 hasta unos meses antes de su muerte, José Óscar publicó en Twitter (ahora X.com) de manera frecuente aunque no compulsiva. Ya desde el dibujo que encabezaba su perfil, hecho por él mismo con su inconfundible estilo, y desde la sucinta biografía, «autor de dos libros de relatos y cuatro libros de poemas. Terminará de dibujar un cómic algún año de estos», se mostraba la querencia de nuestro autor por las historietas y los tebeos. A pesar de ser conocido por su obra literaria, esos seis libros a los que alude en su biografía, José Óscar amaba dibujar y en su cuenta de Twitter así lo reflejaba. Así, por ejemplo, el 22 de septiembre de 2023 comparte uno de sus habituales dibujos de astronautas; el 18 de noviembre de 2022 retrata a un personaje con cierto parecido a David Bowie y durante varios meses postea la tira cómica que publica en el diario La Opinión. El 13 de septiembre de 2023 acompaña otra de sus ilustraciones con un mensaje muy significativo: José Óscar, agobiado quizás por el inicio del curso escolar, se lamenta de no poder dedicar suficientes horas a su pasión y comparte «viejos dibujos porque no tengo tiempo de hacer nuevos». Esta faceta tan importante de su perfil como artista se completa en su cuenta de Twitter con diversas novelas gráficas o viejos cómics que recomienda a sus seguidores. Por lo tanto, un lugar importante de este espacio cibernético nos muestra su afición por una disciplina que, si bien cultivó con fruición, jamás llenó un libro completo tal y como se prometía en su biografía.
Por supuesto, la literatura también ocupa un lugar preponderante en @joseoscarl. Como todo escritor contemporáneo, José Óscar empleaba este pequeño altavoz para tratar de difundir los recitales en los que participaba, los cuentos que le publicaban en revistas, antologías o blogs o los nuevos libros que iban apareciendo. Sin caer nunca en el autobombo, algo alejado de su carácter, nuestro autor trataba de conseguir que las pequeñas editoriales que apostaban por su literatura, siempre en los márgenes, consiguieran llevar sus poemas y cuentos al mayor número posible de lectores. De vez en cuando, también posteaba poemas o relatos propios, pero quizás el pudor o la autoexigencia hacían que dosificara mucho este tipo de tuits.
Debido a su gran generosidad, a su inteligencia y al profundo conocimiento de la literatura que poseía, José Óscar López era requerido con bastante frecuencia como presentador de eventos literarios. Los que se lo pedíamos —tuve la suerte de que me acompañara junto a Vicente Cervera en la puesta de largo de mi primer libro— sabíamos que rara vez se negaba, especialmente cuando se lo pedía un amigo, y que tanto su sagacidad como su sentido del humor lo hacían el anfitrión ideal de este tipo de encuentros. En su cuenta de X.com hoy podemos repasar algunos de estos eventos, como si de una agenda pública se tratara. En los últimos dos años de su vida acompañó, tal y como reflejan sus publicaciones, a escritores como Manuel Jabois, Alejandro Hermosilla, Manuel Torres Nieto, Agustín Fernández Mallo, José Manuel Gallardo, Alfonso García-Villalba o a su gran amigo Agustín Martínez.
Ese humor que lo hacía tan socorrido para acompañar a autores también se refleja en sus publicaciones tuiteras. De vez en cuando comparte memes o los crea, como la Isabel Ayuso a la que pinta una máscara de Batman el 10 de mayo de 2020 o añadiendo subtítulos surrealistas a películas. También encontramos humor en sus tuits más sucintos, aquellos propiamente originales en los que crea textos entre el aforismo, el microrrelato y la greguería. Entre estos podemos encontrar pequeñas joyas como «Ží žek puede», «la climatología es el humor de Dios», «yo creo en las cafeteras como otros creen en Dios» o «literatura clásica: la red social para hacerse amigo de los muertos». En este tipo de entradas también encontramos ecos de la actualidad, como la serie de tuits que dedica a la pandemia del coronavirus o este post tan kafkiano el día del Brexit: «Esta mañana el Reino Unido ha decidido irse de la Unión Europea. Por la tarde, iré a comprar tebeos».
Debido a su gran generosidad, a su inteligencia y al profundo conocimiento de la literatura que poseía, José Óscar López era requerido con bastante frecuencia como presentador de eventos literarios. Los que se lo pedíamos —tuve la suerte de que me acompañara junto a Vicente Cervera en la puesta de largo de mi primer libro— sabíamos que rara vez se negaba, especialmente cuando se lo pedía un amigo, y que tanto su sagacidad como su sentido del humor lo hacían el anfitrión ideal de este tipo de encuentros. En su cuenta de X.com hoy podemos repasar algunos de estos eventos, como si de una agenda pública se tratara. En los últimos dos años de su vida acompañó, tal y como reflejan sus publicaciones, a escritores como Manuel Jabois, Alejandro Hermosilla, Manuel Torres Nieto, Agustín Fernández Mallo, José Manuel Gallardo, Alfonso García-Villalba o a su gran amigo Agustín Martínez.
Ese humor que lo hacía tan socorrido para acompañar a autores también se refleja en sus publicaciones tuiteras. De vez en cuando comparte memes o los crea, como la Isabel Ayuso a la que pinta una máscara de Batman el 10 de mayo de 2020 o añadiendo subtítulos surrealistas a películas. También encontramos humor en sus tuits más sucintos, aquellos propiamente originales en los que crea textos entre el aforismo, el microrrelato y la greguería. Entre estos podemos encontrar pequeñas joyas como «Ží žek puede», «la climatología es el humor de Dios», «yo creo en las cafeteras como otros creen en Dios» o «literatura clásica: la red social para hacerse amigo de los muertos». En este tipo de entradas también encontramos ecos de la actualidad, como la serie de tuits que dedica a la pandemia del coronavirus o este post tan kafkiano el día del Brexit: «Esta mañana el Reino Unido ha decidido irse de la Unión Europea. Por la tarde, iré a comprar tebeos».
Es en esta clase de tuits originales y llenos de humor donde se muestra la genialidad de un José Óscar López que se sentía cómodo en las distancias cortas. Entre los tuits brevísimos que publica hay un par que llamaron la atención y que fueron ampliamente retuiteados y difundidos, concediendo a nuestro autor su minuto de gloria en Twitter. El primero muestra otra de las pasiones de José Óscar, la música, y su clarividencia: «el trap ha muerto, me dice alguien. Claro, como el punk en su día. Al final, uno sólo puede contar con los heavies. Dile tú a un heavy que el heavy ha muerto, a ver la hostia que te llevas». El segundo fue publicado en su cuenta en 2012 y si bien no contó con muchos retuits, posteriormente fue recogido ampliamente en esta red social: «pasa un avión y deja una estela igual que la de un barco. Comprendes que el mundo está sumergido». Me parece uno de los tuits más brillantes que jamás he leído y un microrrelato casi perfecto.
Aunque no era su objetivo principal, en esta red social también había espacio para publicaciones más personales. No esperen estampas familiares ni muchas fotos con amigos, no era ese el perfil público de José Óscar, pero de vez en cuando sí hallamos referencias a sus alumnos, a sus hijos, alguna foto con colegas escritores o recuerdos de juventud como esa colección del fanzine Cuaderno de bitácora, publicación en la que participó en su época universitaria, que fotografía en julio de 2020.
En definitiva, su cuenta de Twitter es una manera de recordar a José Óscar López; es un sitio donde reencontrarnos con sus dibujos, con sus poemas, con sus microrrelatos y con su humor. Una manera de echarlo de menos.
Aunque no era su objetivo principal, en esta red social también había espacio para publicaciones más personales. No esperen estampas familiares ni muchas fotos con amigos, no era ese el perfil público de José Óscar, pero de vez en cuando sí hallamos referencias a sus alumnos, a sus hijos, alguna foto con colegas escritores o recuerdos de juventud como esa colección del fanzine Cuaderno de bitácora, publicación en la que participó en su época universitaria, que fotografía en julio de 2020.
En definitiva, su cuenta de Twitter es una manera de recordar a José Óscar López; es un sitio donde reencontrarnos con sus dibujos, con sus poemas, con sus microrrelatos y con su humor. Una manera de echarlo de menos.
TROPOVSKY
por ALBERTO CHESSA
El día que conocí a José Óscar López no conocí a José Óscar López: conocí a Óscar Tropovsky. Desde entonces (y han pasado treinta años), no he dejado de preguntarme cómo era capaz de sostener —en apariencia, a partes iguales— la dependencia hacia el personaje a la vez que un claro desapego por el mismo. Nunca abandonó el pseudónimo (si es que lo era), con el que nominaba más de una cuenta personal en direcciones de correo electrónico y redes sociales, pero tampoco nunca firmó con él ninguno de sus libros; como si, a la hora de la verdad, no se atreviera a apearse del nombre que legitimaba su identidad tributaria.
Esa primera vez, sin embargo, José Óscar López se presentó como Óscar Tropovsky en el contexto de un recital colectivo de poesía en el café-librería Ítaca de Murcia. Y también así firmó sus primeras colaboraciones en el pliego --Cuaderno de bitácora— que un grupo de universitarios (todos, estudiantes de Filología Hispánica; todos, ulises varados sin reparación en nuestra Ítaca; todos —aunque unos más que otros—, poetas) manufacturábamos y poníamos en circulación con una periodicidad creo recordar que mensual. Hubo, pues, un Tropovsky antes que un López, al menos en lo que a la literatura se refiere, y tengo para mí que el López que se adueñó de las cubiertas de sus libros no terminó jamás de deponer al Tropovsky primigenio. De hecho, tengo para mí que es precisamente esa querella al pie de una idiosincrasia fragmentada lo que procura las mejores muestras en la creación literaria de José Óscar. «¡No duermo, trabajo!», me confesó en un correo.
La obra de José Óscar López, para quien esto escribe, se puede resumir en la búsqueda asfixiante de un yo (una búsqueda dantesca por un infierno dividido no en «círculos sino en rotondas»), acaso hasta ser «al fin nadie». Su lírica guarda poemas capaces de dejar sitio en sí para lo uno y lo contrario, el sí y el no, la afirmación categórica seguida del verso que viene a refutarla, cuando no directamente la lidia en el mismo verso, como en este magnífico alejandrino: «Mi cuerpo es una casa y no me pertenece». La narrativa que dio a conocer (y la que no) exhibe una prosa rítmica, imaginativa, en absoluto amilanada, con arrestos para plantarle cara a cualquier género o cualquier urdimbre con la que construir historias que nos suelen perturbar, desconcertar, a veces irritar incluso, pero también nos hacen sonreír, pues hay un humor sardónico bien llevado y mejor expuesto: el fin del mundo le da hambre y, en otra confesión, «sed de cerveza».
Tercera confesión: todos sus libros son resultado de, «al menos» (¡al menos!), «diez años de lento trabajo, siega y cosecha». Lo que tal vez explique ese dédalo de mundos reales e imaginarios, esa cornucopia de culturas, leyendas, religiones y oralidades varias (entre ellas, claro está, la música). Al margen de la simpatía mayor o menor por este poema o por aquel cuento, lo que es un placer en sí mismo es ese viaje por los veneros de tantas tradiciones (más la cosecha propia, como es obvio) que a los lectores nos transporta a un estado febril y como perturbado. A ratos, hay zambombazos en los que se hace decir al lenguaje mucho más de lo que muestran unos simples caracteres, como unas «fontanelas de la Tierra» que se remueven ante nuestra inquietud. «El tempus fugit debió de inventarlo un poeta a propósito de su experiencia con la paternidad», sigue confesando.
Esa primera vez, sin embargo, José Óscar López se presentó como Óscar Tropovsky en el contexto de un recital colectivo de poesía en el café-librería Ítaca de Murcia. Y también así firmó sus primeras colaboraciones en el pliego --Cuaderno de bitácora— que un grupo de universitarios (todos, estudiantes de Filología Hispánica; todos, ulises varados sin reparación en nuestra Ítaca; todos —aunque unos más que otros—, poetas) manufacturábamos y poníamos en circulación con una periodicidad creo recordar que mensual. Hubo, pues, un Tropovsky antes que un López, al menos en lo que a la literatura se refiere, y tengo para mí que el López que se adueñó de las cubiertas de sus libros no terminó jamás de deponer al Tropovsky primigenio. De hecho, tengo para mí que es precisamente esa querella al pie de una idiosincrasia fragmentada lo que procura las mejores muestras en la creación literaria de José Óscar. «¡No duermo, trabajo!», me confesó en un correo.
La obra de José Óscar López, para quien esto escribe, se puede resumir en la búsqueda asfixiante de un yo (una búsqueda dantesca por un infierno dividido no en «círculos sino en rotondas»), acaso hasta ser «al fin nadie». Su lírica guarda poemas capaces de dejar sitio en sí para lo uno y lo contrario, el sí y el no, la afirmación categórica seguida del verso que viene a refutarla, cuando no directamente la lidia en el mismo verso, como en este magnífico alejandrino: «Mi cuerpo es una casa y no me pertenece». La narrativa que dio a conocer (y la que no) exhibe una prosa rítmica, imaginativa, en absoluto amilanada, con arrestos para plantarle cara a cualquier género o cualquier urdimbre con la que construir historias que nos suelen perturbar, desconcertar, a veces irritar incluso, pero también nos hacen sonreír, pues hay un humor sardónico bien llevado y mejor expuesto: el fin del mundo le da hambre y, en otra confesión, «sed de cerveza».
Tercera confesión: todos sus libros son resultado de, «al menos» (¡al menos!), «diez años de lento trabajo, siega y cosecha». Lo que tal vez explique ese dédalo de mundos reales e imaginarios, esa cornucopia de culturas, leyendas, religiones y oralidades varias (entre ellas, claro está, la música). Al margen de la simpatía mayor o menor por este poema o por aquel cuento, lo que es un placer en sí mismo es ese viaje por los veneros de tantas tradiciones (más la cosecha propia, como es obvio) que a los lectores nos transporta a un estado febril y como perturbado. A ratos, hay zambombazos en los que se hace decir al lenguaje mucho más de lo que muestran unos simples caracteres, como unas «fontanelas de la Tierra» que se remueven ante nuestra inquietud. «El tempus fugit debió de inventarlo un poeta a propósito de su experiencia con la paternidad», sigue confesando.
En el volumen que yo prefiero de entre todos los suyos, Fragmentos de un mundo acelerado, José Óscar López nos entregó un manojo de cuentos breves que admiran por su concisión, por la quintaesencia que destilan, partiendo de unos motivos —la mayoría— sobradamente explorados, de suerte que es como si no necesitasen recontar nada: solo contar su aportación, su giro, su retruécano o golpe de efecto (o golpe en las costillas). En su aparente levedad radica la grandeza de su alcance, hasta el punto (‘Policiaco’) de ser capaz de condensar toda la hojarasca acerca de las paradojas temporales en una sola línea: «El hombre que inventó el futuro sigue en busca y captura en el pasado». Hay en este libro, como en el resto de su obra de ficción (¿alguna no lo fue?), un narrador preciso, inteligente, con un punto de desencanto y varios de humor; en ningún momento plúmbeo, patético o apocalíptico. Un narrador de apabullante inventiva, imaginación desbordante, ironía sin fin. Penúltima confesión (y cómo duele esta): «¡Al final, la magia no consistía más que en envejecer!».
José Óscar López, José Óscar, Jose, me confió dos manuscritos aún inéditos (aún), que son un testimonio excelente de la madurez como escritor en la que se hallaba. El primero es una novela («y tengo al menos otras cinco novelas muy avanzadas»), que lleva por título Las ciudades del otro lado, algo así como una mirada positivista aplicada a algo tan inasible y resbaladizo por naturaleza como es el sueño. El ritmo endiablado de su prosa nos tienta a apelar al poeta que se agazapa tras el narrador, pero eso, además de un cliché, no explica gran cosa. Yo lo que creo es que López llevó a cabo aquí un ejercicio consciente y deliberado por dotar de un sonido muy particular a lo que contaba, empezando por unos nombres propios rotundos, poderosos (Deino, Rekko, Tulma, Yumio) y siguiendo por algunos vocablos que juegan a ser tecnicismos de una jerga científica inventada, adaptada o ganada para la causa («cristálero», «oneirofontes», «plastópico», «vidreno», «antracilino», «cristano»). El dibujante de mundos imaginarios se abandona a una prosa expositiva que se deja interrumpir a veces por un requiebro intelectual, un símil erizante o una reflexión fecunda. Algunos ejemplos: «era como si estuviesen suspendidos en el vacío; como si lo único que los sostuviera fuese su miedo»; «Lo que carece de nombre tiene aún todos los nombres posibles (...). No es que invoquemos aquello que nos negamos a nombrar, sucede simplemente que aquello que no nombramos termina por nombrarnos a nosotros. Porque no lo llamamos, termina por llamarnos». Se trata de una novela literalmente fabulosa, fascinante, acaso indomable; con un empaste alegórico que la dota de espesura y densidad.
El otro inédito es el poemario Bienvenido al lenguaje, silencio de las cosas, título que se las trae. Libro con mucho músculo, desafiante, capaz de extremar su imaginario (su, de José Óscar López) al mismo tiempo que ofrece una lectura verdaderamente entretenida, encontramos en él desde poemas-ensayo hasta la descarga sin fin de un soliloquio desaforado, pasando por ramalazos líricos de corte confesional. Estoy hablando de un poemario muy recio que a ratos nos hechiza, como una brújula que escondiera dentro una güija bajo algo parecido a una invocación a los fantasmas tutelares. En la tirada volcánica de la sección bautizada “Las canciones de Polifemo” (gran rótulo) nos viene la voz de un cierto Pessoa, ese que convocaba el pensamiento sobre la marcha, aquel Pessoa (aquel José Óscar) al que la reflexión le salía al paso, como una piedra (filosofal) en el camino. El poeta es aquí un ser que deambula por un paisaje con figuras en un espacio tan real como inventado o, al menos, postulado por su imaginación. Quizá por eso hay un yo que a su vez forma parte del paisaje; mejor aún: que es paisaje. Y quizá de ahí también que sea tan mudable ese yo, que pase de la sentencia al titubeo como la brisa se vuelve viento y al revés. Por cierto, ese yo se dirige con frecuencia a un tú que, más que enigmático, es escurridizo: un tú trasunto, un tú máscara, un tú recuerdo, un tú nadie. ¿Un tú Tropovsky?
En otra ocasión, me pidieron desde un festival literario de Cartagena que coordinase la tirada de un conjunto de azucarillos en donde debían ir estampados los versos de unos cuantos poetas. José Óscar López eligió para uno de los suyos los siguientes:
Ser lo que olvida
es regresar
con todo lo que sucede.
José Óscar López, José Óscar, Jose, me confió dos manuscritos aún inéditos (aún), que son un testimonio excelente de la madurez como escritor en la que se hallaba. El primero es una novela («y tengo al menos otras cinco novelas muy avanzadas»), que lleva por título Las ciudades del otro lado, algo así como una mirada positivista aplicada a algo tan inasible y resbaladizo por naturaleza como es el sueño. El ritmo endiablado de su prosa nos tienta a apelar al poeta que se agazapa tras el narrador, pero eso, además de un cliché, no explica gran cosa. Yo lo que creo es que López llevó a cabo aquí un ejercicio consciente y deliberado por dotar de un sonido muy particular a lo que contaba, empezando por unos nombres propios rotundos, poderosos (Deino, Rekko, Tulma, Yumio) y siguiendo por algunos vocablos que juegan a ser tecnicismos de una jerga científica inventada, adaptada o ganada para la causa («cristálero», «oneirofontes», «plastópico», «vidreno», «antracilino», «cristano»). El dibujante de mundos imaginarios se abandona a una prosa expositiva que se deja interrumpir a veces por un requiebro intelectual, un símil erizante o una reflexión fecunda. Algunos ejemplos: «era como si estuviesen suspendidos en el vacío; como si lo único que los sostuviera fuese su miedo»; «Lo que carece de nombre tiene aún todos los nombres posibles (...). No es que invoquemos aquello que nos negamos a nombrar, sucede simplemente que aquello que no nombramos termina por nombrarnos a nosotros. Porque no lo llamamos, termina por llamarnos». Se trata de una novela literalmente fabulosa, fascinante, acaso indomable; con un empaste alegórico que la dota de espesura y densidad.
El otro inédito es el poemario Bienvenido al lenguaje, silencio de las cosas, título que se las trae. Libro con mucho músculo, desafiante, capaz de extremar su imaginario (su, de José Óscar López) al mismo tiempo que ofrece una lectura verdaderamente entretenida, encontramos en él desde poemas-ensayo hasta la descarga sin fin de un soliloquio desaforado, pasando por ramalazos líricos de corte confesional. Estoy hablando de un poemario muy recio que a ratos nos hechiza, como una brújula que escondiera dentro una güija bajo algo parecido a una invocación a los fantasmas tutelares. En la tirada volcánica de la sección bautizada “Las canciones de Polifemo” (gran rótulo) nos viene la voz de un cierto Pessoa, ese que convocaba el pensamiento sobre la marcha, aquel Pessoa (aquel José Óscar) al que la reflexión le salía al paso, como una piedra (filosofal) en el camino. El poeta es aquí un ser que deambula por un paisaje con figuras en un espacio tan real como inventado o, al menos, postulado por su imaginación. Quizá por eso hay un yo que a su vez forma parte del paisaje; mejor aún: que es paisaje. Y quizá de ahí también que sea tan mudable ese yo, que pase de la sentencia al titubeo como la brisa se vuelve viento y al revés. Por cierto, ese yo se dirige con frecuencia a un tú que, más que enigmático, es escurridizo: un tú trasunto, un tú máscara, un tú recuerdo, un tú nadie. ¿Un tú Tropovsky?
En otra ocasión, me pidieron desde un festival literario de Cartagena que coordinase la tirada de un conjunto de azucarillos en donde debían ir estampados los versos de unos cuantos poetas. José Óscar López eligió para uno de los suyos los siguientes:
Ser lo que olvida
es regresar
con todo lo que sucede.
La Barona, verano de 2024.
EL MODERNISMO POPULAR DE JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ
por DAVID MAYOR
Frente a la cancelación del futuro en que está sumida la realidad contemporánea —homogeneización global, sustitución del tiempo orgánico por el de las máquinas y precarización social— y frente a la autoaniquilación instantánea de la novedad y de las expectativas que atraviesa la persistencia de lo virtual, la vivencia de lo que Mark Fisher dio en llamar modernismo popular todavía debe constituir el dispositivo, o proceso de subjetivación, capaz de alentar la esperanza en que haya dinámicas —por sutiles, acaso invisibles, que sean— que ofrezcan resistencia y planteen el necesario cuestionamiento y la necesaria transformación de lo que se da por supuesto. Frente a la consolidación ideológica de un estado de cosas y una dogmática de narcisos/consumidores que trata de cercenar la potencia imaginativa y, por lo tanto, revolucionaria, el modernismo popular no deja de convocar dicha potencia: el uso de lo cultural como desafío más allá de las pautas establecidas, educando un deseo a contracorriente, invitando a pensar a través de las grietas por las que miramos con óptica deformante.
Muchos dirán que es un atrevimiento hablar de modernismo popular, diluido ya desde los años ochenta con el impulso exponencial del neoliberalismo, y que apelar a él es más bien apelar a la melancolía de un futuro perdido. Pero, sin apartarnos de Fisher, es, precisamente, en la mera fantasmagoría del futuro perdido donde surge un todavía no que mantiene la esperanza de la exploración. Como partícipes de una expedición espacial hacia los confines de las posibilidades comunes en torno a esas herramientas que nos contienen que son la palabra y la creatividad. Una exploración cultural, artística y literaria que pueda modificar las condiciones de la subjetividad. Condiciones culturales, pero también estructurales y políticas. No soy original, obviamente; parafraseo al pensador británico, discúlpenme. Pero la literatura de José Óscar López, su atrevida literatura con tentacular rango que combina lo más elitista y sibarita con lo más serie B y bolsilibrero, me remite a la noción de modernismo popular con paradigmática insistencia. No sé si el análisis del realismo capitalista de Mark Fisher estaba en los presupuestos de José Óscar López. Los mensajes que intercambiamos casi siempre fueron de felicitación por los libros publicados o sobre la compartida afición por los tebeos de la Patrulla X —que si Claremont, que si Grant Morrison, que si Remender, que si la llegada de Bendis, ay...— y nunca sobre asuntos de fondo teórico, aunque también compartimos alguna lectura filosófica mientras nos dedicábamos a bajar la pila de exámenes de bachillerato sin corregir.
No obstante, no dudo que Vigilia del asesino (2014) está ahí --modernismo popular—, con su demencial protagonista de una alegoría de nuestra época. Y Fragmentos de un tiempo acelerado (2017). En general, su literatura como juego y como abierta guerra de guerrillas contracultural, ajena a los estándares de la literatura burguesa que forma los catálogos de las editoriales más reiteradas, apela a la frecuencia política en que se movía Fisher.
Los libros de José Óscar López me parecen un ejemplo de hauntología, de literatura espectral y revolucionaria, no solo por los temas que aborda, sino porque tienen una capacidad formal basada en la seducción que renuncia a la normalidad y se constituye en la diferencia, tan afín al humor como a la tristeza, a la ciencia ficción como a los tebeos, a la poesía imagism o beat como al pulp más descacharrante. Una diferencia que funciona como posibilidad sincera de hacer frente a ese realismo capitalista que intenta despellejar hasta lo más hondo de nosotros mismos. José Óscar López era un modernista cuya literatura escapa a la sociedad de control. Su literatura aúna referentes de lo producido masivamente y de lo hecho a medida, combinándolos siempre de modo inesperado, haciéndolos ser y no ser al mismo tiempo. En sus textos la cultura popular y la vanguardia se contaminan con reciprocidad. Escribe, como diría Nietzsche, para inventar nuevas posibilidades de vida o para liberar la vida de donde se encuentra aprisionada, que diría Deleuze.
Era un poeta de inventiva inagotable, pero también un narrador de la sospecha, que sabía que el delirio forma parte de la vida y que hay agujeros, islas, animales fabulosos en la peripecia cotidiana que hacen de la experiencia un paisaje siempre por descubrir, un territorio donde el giro de lo imprevisto convive con la normalidad de lo sabido. Así logró dotar a sus textos de una impulsividad radical. Puro devenir. Explosión de posibilidades y tentativas. Textos como la vida. Textos punk o afterpunk. José Óscar López era absolutamente moderno, como nos dijera el oracular Rimbaud. Moderno con Reed Richard y Silver Surfer, con Roland Barthes y Jacques Derrida, moderno y en conflicto con Galactus, el destructor de mundos. Modernista popular al que leer como si se tratara de una filosofía práctica. Porque no se trata solo de hacer chistes —que también los hacía; el sexo como chiste, por ejemplo— ni de postmodernidad vacua, tampoco de celebración nostálgica de las referencias, sino de búsqueda de algo que todavía no ha salido a la luz pero que es consciente del tiempo y de la historia, para establecer el necesario diálogo entre artificiosidad y autenticidad que caracterizara el rastro de carmín que dejaron las vanguardias desde el romanticismo y todos sus epígonos, más o menos formalistas, más o menos existenciales, pero siempre caracterizados por lo imaginativo y dejando un limo que llega hasta nuestras orillas, sea por explosión o por implosión.
Esa búsqueda, ese diálogo, esa imaginación carmesí caracteriza la literatura de José Óscar López. Y lo hace un autor profundamente divertido y extravagante y misterioso y siempre intempestivo: capaz de mirar la cancelación del futuro que promueve nuestra realidad contemporánea y convertir esa mirada en una literatura nada condescendiente, que combate sin hacerlo explícito, que proyecta constantemente la pulsión de un todavía no. Dispositivo de puro modernismo popular. Fantasmagoría. Nuestro Bowie de las letras españolas, recorriendo las estrellas de la Vía Láctea. El Hombre Hormiga dice en un poema: «Imagina una ciudad donde la gente lee poemas / por la mañana, en vez de los periódicos».
Muchos dirán que es un atrevimiento hablar de modernismo popular, diluido ya desde los años ochenta con el impulso exponencial del neoliberalismo, y que apelar a él es más bien apelar a la melancolía de un futuro perdido. Pero, sin apartarnos de Fisher, es, precisamente, en la mera fantasmagoría del futuro perdido donde surge un todavía no que mantiene la esperanza de la exploración. Como partícipes de una expedición espacial hacia los confines de las posibilidades comunes en torno a esas herramientas que nos contienen que son la palabra y la creatividad. Una exploración cultural, artística y literaria que pueda modificar las condiciones de la subjetividad. Condiciones culturales, pero también estructurales y políticas. No soy original, obviamente; parafraseo al pensador británico, discúlpenme. Pero la literatura de José Óscar López, su atrevida literatura con tentacular rango que combina lo más elitista y sibarita con lo más serie B y bolsilibrero, me remite a la noción de modernismo popular con paradigmática insistencia. No sé si el análisis del realismo capitalista de Mark Fisher estaba en los presupuestos de José Óscar López. Los mensajes que intercambiamos casi siempre fueron de felicitación por los libros publicados o sobre la compartida afición por los tebeos de la Patrulla X —que si Claremont, que si Grant Morrison, que si Remender, que si la llegada de Bendis, ay...— y nunca sobre asuntos de fondo teórico, aunque también compartimos alguna lectura filosófica mientras nos dedicábamos a bajar la pila de exámenes de bachillerato sin corregir.
No obstante, no dudo que Vigilia del asesino (2014) está ahí --modernismo popular—, con su demencial protagonista de una alegoría de nuestra época. Y Fragmentos de un tiempo acelerado (2017). En general, su literatura como juego y como abierta guerra de guerrillas contracultural, ajena a los estándares de la literatura burguesa que forma los catálogos de las editoriales más reiteradas, apela a la frecuencia política en que se movía Fisher.
Los libros de José Óscar López me parecen un ejemplo de hauntología, de literatura espectral y revolucionaria, no solo por los temas que aborda, sino porque tienen una capacidad formal basada en la seducción que renuncia a la normalidad y se constituye en la diferencia, tan afín al humor como a la tristeza, a la ciencia ficción como a los tebeos, a la poesía imagism o beat como al pulp más descacharrante. Una diferencia que funciona como posibilidad sincera de hacer frente a ese realismo capitalista que intenta despellejar hasta lo más hondo de nosotros mismos. José Óscar López era un modernista cuya literatura escapa a la sociedad de control. Su literatura aúna referentes de lo producido masivamente y de lo hecho a medida, combinándolos siempre de modo inesperado, haciéndolos ser y no ser al mismo tiempo. En sus textos la cultura popular y la vanguardia se contaminan con reciprocidad. Escribe, como diría Nietzsche, para inventar nuevas posibilidades de vida o para liberar la vida de donde se encuentra aprisionada, que diría Deleuze.
Era un poeta de inventiva inagotable, pero también un narrador de la sospecha, que sabía que el delirio forma parte de la vida y que hay agujeros, islas, animales fabulosos en la peripecia cotidiana que hacen de la experiencia un paisaje siempre por descubrir, un territorio donde el giro de lo imprevisto convive con la normalidad de lo sabido. Así logró dotar a sus textos de una impulsividad radical. Puro devenir. Explosión de posibilidades y tentativas. Textos como la vida. Textos punk o afterpunk. José Óscar López era absolutamente moderno, como nos dijera el oracular Rimbaud. Moderno con Reed Richard y Silver Surfer, con Roland Barthes y Jacques Derrida, moderno y en conflicto con Galactus, el destructor de mundos. Modernista popular al que leer como si se tratara de una filosofía práctica. Porque no se trata solo de hacer chistes —que también los hacía; el sexo como chiste, por ejemplo— ni de postmodernidad vacua, tampoco de celebración nostálgica de las referencias, sino de búsqueda de algo que todavía no ha salido a la luz pero que es consciente del tiempo y de la historia, para establecer el necesario diálogo entre artificiosidad y autenticidad que caracterizara el rastro de carmín que dejaron las vanguardias desde el romanticismo y todos sus epígonos, más o menos formalistas, más o menos existenciales, pero siempre caracterizados por lo imaginativo y dejando un limo que llega hasta nuestras orillas, sea por explosión o por implosión.
Esa búsqueda, ese diálogo, esa imaginación carmesí caracteriza la literatura de José Óscar López. Y lo hace un autor profundamente divertido y extravagante y misterioso y siempre intempestivo: capaz de mirar la cancelación del futuro que promueve nuestra realidad contemporánea y convertir esa mirada en una literatura nada condescendiente, que combate sin hacerlo explícito, que proyecta constantemente la pulsión de un todavía no. Dispositivo de puro modernismo popular. Fantasmagoría. Nuestro Bowie de las letras españolas, recorriendo las estrellas de la Vía Láctea. El Hombre Hormiga dice en un poema: «Imagina una ciudad donde la gente lee poemas / por la mañana, en vez de los periódicos».
EL HOMBRE TURBINA
por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR
He visto archipiélagos siderales e islas.
Arthur Rimbaud
Arthur Rimbaud
Viejos astrónomos de Babilonia, / sacerdotes y sabios matemáticos / egipcios y judíos, amonitas, / caldeos, chinos, griegos y romanos: / seguid mirando el cielo, vigiladlo.
José Óscar López García era el mejor poeta que he conocido, el más genial e imaginativo autor de relatos, creador de mundos. Esto debería terminar aquí. Este artículo, este loquesea, debería empezar y terminar diciendo exclusivamente esto: José Óscar López era el mejor escritor de todos nosotros, y ahí están sus libros a los que ojalá se acerquen millones de lectores y puedan decir algún día estas mismas palabras: qué gigante de la literatura, qué inimitable y único era José Óscar; qué felicidad leerlo, qué fiesta de la inteligencia y la imaginación y la música. Pero, aunque esto no le importe a nadie, para mí era, también, y sobre todo, mi amigo. Mucho más que un amigo, traspasaba esa frontera, se confundía con hermano.
Conocí a José Óscar López en el año 92 o 93, en una feria del libro de ocasión, una especie de Cuesta de Moyano murciana. Yo llevaba un libro de Henry Miller, tal vez Plexus, y él se acercó a mí y empezó a hablar de literatura norteamericana. Lo había leído todo; yo, apenas nada. Teníamos 18 o 19 años. Yo acababa de llegar a Murcia para estudiar Filología Hispánica, igual que él. Fue como una historia de amor. Lo recuerdo como una de esas escenas de comedia romántica y él también la recordaba así y, como un viejo matrimonio cuando es preguntado por cómo empezó todo, ambos la hemos contado así varias veces; por eso creo que tuvo que ser real, a pesar de encajar con demasiada facilidad en el tópico. Fue un amor a primera vista, un reconocernos como hermanos al instante, y todo eso de pasar aquella tarde hablando de libros, de música y de cine diciendo a mí también me pasa, a mí también me gusta, yo también lo odio, ya sabéis. Lo habéis visto. Tal vez lo habéis vivido. Ojalá lo hayáis vivido. Yo doy gracias por haberlo hecho, por haber coincidido con José Óscar aquella tarde, por haber llevado el libro de Henry Miller en la mano, por haber tenido la inmensa fortuna de haber sido amigo, hermano, de José Óscar, durante más de treinta años.
Conocí a José Óscar López en el año 92 o 93, en una feria del libro de ocasión, una especie de Cuesta de Moyano murciana. Yo llevaba un libro de Henry Miller, tal vez Plexus, y él se acercó a mí y empezó a hablar de literatura norteamericana. Lo había leído todo; yo, apenas nada. Teníamos 18 o 19 años. Yo acababa de llegar a Murcia para estudiar Filología Hispánica, igual que él. Fue como una historia de amor. Lo recuerdo como una de esas escenas de comedia romántica y él también la recordaba así y, como un viejo matrimonio cuando es preguntado por cómo empezó todo, ambos la hemos contado así varias veces; por eso creo que tuvo que ser real, a pesar de encajar con demasiada facilidad en el tópico. Fue un amor a primera vista, un reconocernos como hermanos al instante, y todo eso de pasar aquella tarde hablando de libros, de música y de cine diciendo a mí también me pasa, a mí también me gusta, yo también lo odio, ya sabéis. Lo habéis visto. Tal vez lo habéis vivido. Ojalá lo hayáis vivido. Yo doy gracias por haberlo hecho, por haber coincidido con José Óscar aquella tarde, por haber llevado el libro de Henry Miller en la mano, por haber tenido la inmensa fortuna de haber sido amigo, hermano, de José Óscar, durante más de treinta años.
No estoy cantando, ¿no lo ves? / Solo trato de hablar de cómo hacerlo.
Voy a llenar este texto de versos de José Óscar, y también de las citas innumerables de filósofos y poetas con las que salpicaba sus libros. Trato de hablar de cómo hablar de José Óscar cuando apenas han pasado tres meses de su muerte. No estoy cantando. Intento no hacer literatura, no pensar en el estilo, hacer desaparecer ese ego del escritor en el miserable escaparate de su texto. Trato de no cantar, trato de hablar de cómo hablar de José Óscar. Trato de no pensar en la nostalgia, en lo cursi, en la forma en que, cuando pienso en nuestros treinta años de amistad ininterrumpida, algo me empuja a remontarme a aquellos tiempos de la universidad y la postuniversidad, los años de formación, entre los 20 y los 30, entre el 93 y 2003, los años del descubrimiento. Hay una luz que me lleva hacia allá, y percibo mi resistencia, me veo luchando contra la corriente que me lleva hacia ella, porque siempre he despreciado la nostalgia en la literatura, siempre me ha parecido tramposa, engañosa; porque la literatura debe ser verdad, territorio al margen del tópico.
No pedí el laurel sino aleteos, la verdad.
Y, sin embargo, esto no es literatura y, por lo tanto, todo aquello vuelve, y lo hace con esa luz amable y feliz y etimológicamente dolorosa de la nostalgia, y sé que no debería dejarme llevar, pero me digo que no estamos aquí para escribir sino para hablar de José Óscar, que era una turbina, el hombre turbina, que generaba luz a su alrededor, que me iluminaba, que nos iluminaba como una estrella vertiginosa.
Allí, a años luz, arriba, lejos, / muy lejos de cualquier planeta habitado, / a mil kilómetros por hora, un corazón / no es un corazón: / yo fui esa velocidad.
No tengo más remedio que dejarme llevar por la nostalgia porque, desde el 13 de marzo, mi presente es una herida que todavía sangra y no sé hasta cuándo lo hará y se supone que algún día habrá una cicatriz que acariciaré con aceptación y cariño, pero ahora solo hay sangre. Y, si pienso en el futuro, en un futuro en el que debería haber estado siempre José Óscar, lo que hay es pobreza y miseria y algo así como un páramo. Desde ese día, miro el futuro como quien entra terriblemente sobrio en una fiesta en la que todo el mundo está muy borracho y habla demasiado alto. Saber que José Óscar ya no va a estar me ha hecho envejecer treinta años de golpe, me ha convertido en un anciano apático, ensimismado en sus achaques. Tal vez, pienso ahora, mientras escribo esto que no es escribir sino tratar de cómo hacerlo, despreciar la nostalgia sea un privilegio de la juventud. Tal vez ya no gozo de ese privilegio. Tal vez, por eso, José Óscar, en este texto, aunque brilló hasta el último momento, se me aparece con veinte años, con veinticinco años, con treinta años, en la universidad, en La Rata Escarlata, en Ítaca, en todos aquellos bares de la Murcia de los noventa y los dos mil.
Waiting for the gift of sound and vision, cantaba David Bowie
José Óscar era pura literatura, no era posible separar vida de literatura en él, como demostraba ese apéndice de su cuerpo que era su cuaderno. Siempre iba con él, lo sacaba en medio de cualquier reunión, anotaba un verso, hacía un dibujo; era un acto reflejo, un mecanismo somático, una función corporal. Su imaginación era insaciable, una turbina generadora de mundos habitaba en el centro exacto de su cerebro y no cesaba nunca. Música e imagen, sonido y visión, así era José Óscar. Miles de poemas, centenares de relatos, miles de páginas de notas, novelas inéditas, dibujos fantásticos, cómics de ciencia ficción metafísica. Nunca descansaba la turbina, nunca dejaba de acelerar el vértigo. Creaba mundos, uno tras otro, no podía parar, era un dios descontrolado, hiperactivo. Su imaginación era su segundo sistema circulatorio. Respiraba versos, los anotaba en su libreta, intercambiaba oxígeno por imágenes, por dibujos que eran apenas fragmentos de mundos mucho mayores, visionarios personajes de sagas épicas y espaciales que se perdían más allá de las estrellas.
Dorisa Day, vaquera renegada, / desvalijaba bancos para poder amamantar / con sus ubres de cobre y de papel moneda / a sus antiguas reses, su enfebrecida grey.
Yo nunca habría sido escritor de no haber conocido a José Óscar. Para mí, él siempre fue el escritor, mientras que yo era el estudioso. Él era el visionario, el auténtico genio que respiraba literatura, que la encarnaba sin querer, más allá de su voluntad, y yo era el intérprete, el académico, la voz de la razón. Yo nunca quise ser escritor y él nunca pudo ser otra cosa que escritor. Ya cuando lo conocí, cuando apenas tenía veinte años, su cajón rebosaba de inéditos. Recuerdo a la perfección cuando me dio a leer por primera vez uno de ellos. Lo recuerdo con ese exceso de detalles emocionales y ambientales con que se recuerdan los instantes que tu memoria decide archivar en el apartado de “revelaciones” o de “momentos decisivos” con que se arma el relato de la propia biografía. Era un poema poema épico, de cientos de versos, cuyo título era, por supuesto, El hombre turbina. No recuerdo los versos, solo mi emoción al leer aquel poema que mi amigo había sido capaz de escribir. Eso pensaba mientras lo leía, en aquellos folios sin grapar, arrugados: que mi amigo era un genio. Es muy extraño ese momento en que una persona con la que pasas tanto tiempo, a la que ves a todas horas, en todas situaciones, se revela como un genio. Es decir, José Óscar dejó de ser José Óscar para convertirse, para mí, en uno de aquellos nombres que había en las portadas de los libros y a los que tanto admirábamos: Ginsberg, Eliot, Huidobro, Bowie, Leopoldo María Panero, Dylan, Sarrión, Gimferrer. No recuerdo los versos de El hombre turbina pero sí ese instante de revelación, de admiración; ese temblor al darme cuenta de la grandeza literaria de esa persona que tenía a mi lado y cuya grandeza humana siempre fue manifiesta.
Pasión, no compasión, ¿para qué ser cristiano / si se puede ser cristo?
Seguramente no serían tan buenos, aquellos versos. Puede que fueran una imitación juvenil de todos los nombres arriba citados, pero eso carece absolutamente de importancia, porque había en aquel poema una grandeza descomunal. Y esa grandeza, unida a la cercanía de un amigo, fue la que me hizo pensar que, tal vez, si él había sido capaz de hacer algo tan hermoso, yo podría intentar, por qué no, hacer algo que nunca había pensado hacer cuando entré en Filología Hispánica decidido a ser un gran investigador, es decir, escribir yo, también, un poema, algo que se aproximara aunque solo fuera un poco a esas cotas de belleza y emoción que sentí mientras leía los versos de El hombre turbina.
¿Puedes imaginar mi soledad / mientras creaba el mundo?
La penúltima vez que vi a José Óscar, el 20 de enero de 2024, le dije algo parecido a esto. Fue en la presentación de mi novela Los que escuchan, en la librería Futuro Imperfecto de Lorca. Él ejercía de presentador y en algún momento de la charla, yo expliqué al público cuánto admiraba a José Óscar, qué importante había sido para mí su amistad, y cuánto me había influido su literatura. Recuerdo que José Óscar me miró en ese momento con auténtica sorpresa y se apresuró a negarlo todo y a decir que era él quien me admiraba a mí y tal vez el público interpretó todo aquello como la típica cortesía presentador-presentado. Pero hubo un instante de verdad, un terrible instante en el que me pareció que él realmente se había sorprendido por mis palabras, como si fuera la primera vez que las escuchaba, como si no se las hubiera repetido miles de veces, tras cada manuscrito que me daba a leer. El día que murió, empecé a pensar en cuánto me apenaría que él se hubiera marchado sin saber hasta qué punto lo admiraba. Pensé, y pienso ahora, mientras escribo esto, en qué lamentable es esa inercia por la cual la cercanía diaria, la rutina de la amistad y el pudor emocional pueden enturbiar la comunicación de una admiración artística tan pura y radical como la que yo sentía por él.
Él amaba el ruido, lo amaba enfebrecido.
Entre las cosas que le dije, recuerdo que destaqué el papel de guía que supuso para mí, en aquellos años de formación. Porque él lo había leído, lo había visto y lo había escuchado todo. Él fue el primero que me dio a leer a Pynchon, a Bolaño, a Hrabal, a Foster Wallace, a Gombrowicz, a Don DeLillo; él fue quien me pasó los discos de Sonic Youth. Había leído también todos los cómics del mundo, los de Marvel y DC y los independientes. Me contagió para siempre su fascinación por David Lynch, por Deleuze, por Derrida. Por supuesto, de no haber conocido a José Óscar, habría llegado a todos esos artistas por otros medios, otras personas, otros azares. Pero fue él, y su entusiasmo, quien me introdujo en esa vorágine de ruido y belleza. Fue la vertiginosa velocidad del hombre turbina, que giraba con aquel sonido acelerado, exaltado, al que era imposible resistirse, ante el que uno no podía hacer otra cosa que admirar, amar, comprender, intentar estar a la altura, celebrar.
El auditorio del jardín abre sus puertas / y la asamblea de los pájaros / emite su juicio ininterrumpido.
Su turbina de movimiento perpetuo lo llevó a crear, en aquellos años, Casa subterránea, un fanzine literario que fue, sobre todo, una excusa para paliar el tedio de las largas tardes murcianas postuniversitarias. Bajo la asamblea de los pájaros que llenaban los árboles que daban sombra a la terraza de Letras, el bar que había a la espalda de la Facultad de Letras, Antonio Aguilar y yo escuchábamos a José Óscar contarnos cómo sería el primer número de Casa subterránea. Alrededor de la gravedad que generaba la fuerza de su turbina, yo me vi obligado a escribir, a colaborar con aquella publicación que fotocopiábamos y grapábamos nosotros mismos y repartíamos luego por las librerías y bares culturales de Murcia. La nostalgia, otra vez. Pero así brilla aquella Casa subterránea en mi memoria, y no voy a luchar contra ella. Quiero decir, contra la felicidad que llenaba aquellas tardes llenas de quintos de cerveza, de conversaciones infinitas y geniales sobre música, literatura y cine. Y de admiración, otra vez. Cuánto admiraba a esas dos personas, y qué pequeño me veía a su lado, sin complejos (creo que no miento, estoy casi seguro), sin envidias (certeza absoluta). Yo era solo un aprendiz, ni siquiera eso, un diletante, un lector que, para divertirse, para pasar el rato junto a unos amigos, escribía de vez en cuando algún poema, algún relato que luego se imprimía y se fotocopiaba gracias al entusiasmo de José Óscar. Yo escuchaba a Antonio y a José Óscar, admiraba sus poemas, llenos de un talento que me parecía inalcanzable: la clásica madurez y perfección de Antonio, el vertiginoso ruido vanguardista de José Óscar. Dos extremos de la misma cosa: la literatura. Y la amistad, así, sin adjetivos. Cuánto desprecio a la gente que no hace más que criticar la vida literaria; qué pena me dan todas esas personas que, cuando hablan de relaciones entre escritores, solo describen envidias, adulaciones, competiciones, traiciones. Tal vez mi visión esté sesgada, porque yo no era escritor, pero aquellos años de la Casa subterránea fueron la más alta expresión de la amistad, y esta era inseparable de la literatura. Una cosa y otra se confundieron, para siempre, en mi diccionario personal, y así siguen hasta ahora. Tal vez esta fuera la mayor lección humana que me dio José Óscar, que me dio Antonio, al margen de todas las lecciones literarias: la literatura es amistad, la amistad es literatura, celebración, ebriedad, entusiasmo, amor.
Te acompañé a la feria y, sin saberlo, / yo era la atracción.
Alrededor de aquellas reuniones nacieron Los cuadernos portátiles, una efímera microeditorial fundada por Antonio Aguilar y Anabel Franco. Ellos tienen el privilegio de haber sido los primeros editores de José Óscar López, con su plaquette Los nuevos dioses. Acabo de releerla, para escribir este artículo, y sigue pareciéndome una magnífica colección de poemas, en la que ya está todo su universo fantástico y épico, su música contagiosa que te eleva, sus imágenes maravillosas en las que cada verso parece ser un fragmento de un mundo novelesco o cinematográfico que sigue creciendo en tu imaginación, como si esos poemas implantaran una pequeña turbina en el cerebro del lector y allí se quedara girando, irradiando.
La princesa vikinga inventó el mar / para que nos perdiésemos, borrachos / de aventura, y pudiésemos / echarla así de menos.
Tras Los nuevos dioses (2001), publicó el poemario Agujeros (2002) y, ya en 2014, otros dos poemarios inmensos: Llegada a las islas y Vigilia del asesino. Su última obra poética publicada fue Animal fabuloso, en 2018. Como narrador, publicó dos libros de relatos que están entre lo mejor que en este género se puede leer en España: Los monos insomnes (2013) y Fragmentos de un mundo acelerado (2017). No voy a hacer aquí un estudio de su obra. Este monográfico está lleno de ellos. Solo quiero apuntar esa forma magistral en la que José Óscar supo conjugar la imaginación desbordante, el aliento épico, la brillantez surrealista de la imagen, con la reflexión sobre el propio lenguaje. Y, al mismo tiempo, conseguía combinar, todavía no sé cómo lo hacía, un tono salmódico y visionario, con un coloquialismo irónico de quien pasa la tarde sesteando en su sofá y riéndose de sus visiones. La poesía de José Óscar era la mezcla perfecta entre Eliot, Pessoa, Huidobro, Ashbery... Su narrativa era la mayor fiesta de la imaginación que pudieran haber soñado Gómez de la Serna, Kafka, Borges, Ballard, Pynchon o Gombrowicz.
Ni habla plena ni su círculo perfecto. Más y menos, ni más ni menos. Acaso una pregunta completamente diferente. (Jacques Derrida)
Esta cita de Derrida encabeza uno de sus libros, y define perfectamente su literatura, que siempre nos plantea una pregunta diferente, que no sabíamos que teníamos que hacer. Yo fui el primer lector de todos sus manuscritos, y cada vez me maravillaba y me asombraban esos mundos acelerados que era capaz de crear. Siempre envidié (ahora sí, la envidia, la buena, la que es solo admiración) su imaginación, que parecía inagotable, y su capacidad para dotar de música cada verso, para hacer que sonido y sentido se anudaran de una forma entre épica e irónica, coloquial y profética.
La serpiente va desenrollando / su nombre hasta llamarse / serpiente y no moverse más.
Él fue el primer lector de todos mis manuscritos y ahora me parece que tal vez yo solo he escrito siempre para él, para que él leyera mis torpes intentos literarios y les diera su aprobación entusiasta, como solía hacer.
Y la elocuencia de las cosas / se hace interminable, / quiero decir: no se detiene. / Y así vamos a hablar ahora, tú y yo, / en medio de todo aquello que insiste en explicarse.
Nunca se publicó El hombre turbina. Me recuerdo diciéndole, con entusiasmo, con la ingenuidad de los veinte años, que había que publicar esa obra maestra; recuerdo que se reía de mí, decía que no era obra maestra sino ejercicio torpe de aprendiz de poeta; algo así diría, como solía. Había una distancia abismal entre su forma de crear, tan audaz, tan segura y contundente, y la inseguridad que luego mostraba cuando ya no era el creador, sino la persona que quedaba expuesta al juicio crítico. Nunca se publicó El hombre turbina, como tampoco aquella novela de juventud que se titulaba Calor, como no se publicó tampoco el último poemario que me envió titulado Bienvenido al lenguaje, silencio de las cosas. Los títulos que sí fueron editados son, apenas, islas de un archipiélago inmenso que se pierde más allá de cualquier exploración, unas pocas estrellas visibles de una constelación inmensa que no dejaba de expandirse en sus cuadernos, en su imaginación insaciable. Tal vez era inevitable que así fuera, del mismo modo que en cada poema suyo las palabras escritas son también apenas la punta del iceberg de interminables sagas épicas y cósmicas, llenas de amor, de ruido, de verdad y de belleza.
Mira, si te parece, / dejemos que descansen las palabras.
La turbina incesante de José Óscar sigue girando en sus libros, generando mundos en los lectores que se entreguen a ellos. Pero en Murcia, entre todos los que nos acercábamos a él y a su conversación brillante, delirante y divertida, entre todos aquellos que lo queríamos tanto, lo que ha quedado es un agujero negro de silencio que se traga toda la alegría y el entusiasmo que generaba a su alrededor. Te echaremos, siempre de menos, amigo, y te lloraremos, cada vez, en el hormiguero donde viviremos de aquí en adelante.
¿Quién llorará la lágrima / que cava el hormiguero / donde vas a vivir / de aquí en adelante, viejo amigo?
UNA EPIFANÍA EN PLAYA HONDA:
JOSÉ ÓSCAR Y LA G-75
JOSÉ ÓSCAR Y LA G-75
por NATXO VIDAL
Supe de la muerte de José Óscar a los pocos minutos de que ocurriera y lamenté profundamente, lo recuerdo con claridad, hacer las llamadas que hice, para comunicárselo a otras personas.
Presencié, como todos, el nacimiento del incomprensible duelo por su muerte. Y acepté después, como otros tantos, como otras tantas (cómo no hacerlo), participar en este monográfico, una magnífica propuesta de los generosísimos Juan de Dios García y Ángel Manuel Gómez, quienes ofrecieron acogerlo, desde el primer momento y sin reservas, en el privilegiado espacio de El coloquio de los perros. Ojalá que otras iniciativas lo acompañen.
Buceo ahora, antes de empezar (me he comprometido a escribir sobre la Generación del 75), en los enlaces que internet ofrece sobre José Óscar. Y me doy de bruces con la primera parte de la entrevista que Héctor Tarancón le hizo a nuestro amigo en una mesa del Zalacaín, para la revista Magma. Apenas puedo pasar de la primera pregunta. De la primera respuesta, para ser exacto.
—No-comenzar, emplazarse en el no-lugar, perderse: si fueras un superhéroe, ¿cuál serías? ¿Cuáles serían tus superpoderes, tu identidad o la finalidad de estos?
—Me es muy difícil imaginarme como superhéroe, muchas veces ya me cuesta suficiente trabajo sencillamente despertar por las mañanas y hacer lo que tengo que hacer. ¿Un poder? Bueno, por ejemplo la invisibilidad, me gustaría. O volar, claro, volar.
Presencié, como todos, el nacimiento del incomprensible duelo por su muerte. Y acepté después, como otros tantos, como otras tantas (cómo no hacerlo), participar en este monográfico, una magnífica propuesta de los generosísimos Juan de Dios García y Ángel Manuel Gómez, quienes ofrecieron acogerlo, desde el primer momento y sin reservas, en el privilegiado espacio de El coloquio de los perros. Ojalá que otras iniciativas lo acompañen.
Buceo ahora, antes de empezar (me he comprometido a escribir sobre la Generación del 75), en los enlaces que internet ofrece sobre José Óscar. Y me doy de bruces con la primera parte de la entrevista que Héctor Tarancón le hizo a nuestro amigo en una mesa del Zalacaín, para la revista Magma. Apenas puedo pasar de la primera pregunta. De la primera respuesta, para ser exacto.
—No-comenzar, emplazarse en el no-lugar, perderse: si fueras un superhéroe, ¿cuál serías? ¿Cuáles serían tus superpoderes, tu identidad o la finalidad de estos?
—Me es muy difícil imaginarme como superhéroe, muchas veces ya me cuesta suficiente trabajo sencillamente despertar por las mañanas y hacer lo que tengo que hacer. ¿Un poder? Bueno, por ejemplo la invisibilidad, me gustaría. O volar, claro, volar.
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No recuerdo cómo conocí a José Óscar. Ni cuándo ni dónde. Porque esa es la norma, en realidad: más allá de los inolvidables (y solo porque tuvieron lugar en conferencias, recitales, cursos, fiestas, conciertos o cumpleaños, por ejemplo, y podemos establecer con claridad las fechas y los sitios), no es habitual que seamos capaces de recordar, con exactitud, nuestros primeros encuentros con muchos de nuestros amigos. Pero debió de ocurrir en algún rincón de la Murcia nocturna y literaria que, en la segunda década del presente siglo, comencé a transitar. Tal vez en alguna edición del Mursiya. Puede que en el Zalacaín o en La Azotea. No lo sé.
Lo que sí sé es que, a partir de entonces (y desde cierta distancia: no soy filólogo, ni de Murcia, ni me gusta David Bowie), pude disfrutar de su amistad y su camaradería, con esa envidia que, al principio, sentía por todos los escritores y que ahora siento, únicamente, por unos pocos. José Óscar, Joseda, Juande, Cristina, Héctor, Alberto, Vega, los Iletrados, Noelia, Vicente, José, Diego, Antonio, Ángel... Yo qué sé. Seguro que se me olvidan muchos nombres. Yo acababa de empezar a juntar letras y ellos ya estaban allí. Yo venía de un pueblo perdido en mitad de la nada y ellos ya estaban allí. Yo tocaba el trombón y ellos ya estaban allí. De una u otra manera, por unos motivos o por otros, ellos ya eran la poesía.
Luego descubrí que, como pasa casi siempre, no era oro todo lo que relucía. Y poco a poco, una afinidad por aquí, una diferencia por allá, las cosas se fueron aclarando. Algunos se alejaron y se incorporaron otras. Yo mismo, imagino, supuse un fiasco para más de uno. Para más de una. Y en mitad de todo, José Óscar. Justo ahí. Ni cerca ni lejos. Siempre brillante y luminoso. Escribía, hablaba sin parar (de poesía, de libros, de escritores y escritoras cuyos nombres nadie —o al menos yo, de eso estoy seguro— había escuchado antes, de música y de músicos, de cine, de política), dibujaba, bebía, presentaba libros (suyos o de otros), entraba y salía, tomaba apuntes...
Nos acostumbramos a sus extravagancias, a su excesiva originalidad. A todo aquello que José Óscar hacía, casi siempre, «fuera del orden o común modo de obrar», por decirlo con palabras del diccionario. A esa maravilla. Pero no es eso (nada de lo que he escrito hasta ahora) lo que importa. O no solamente. O no sobre todo.
¿Qué es, entonces, lo que importa? ¿O lo que más importa? Pues lo que más importa es que, años después de aquella primera luz, de aquel ensimismamiento casi adolescente y compartido (yo no estaba allí, pero supongo que ellos también lo tuvieron antes, por motivos parecidos a los míos), de aquel primer deslumbramiento, nos hicimos amigos. Anteponiendo, al menos así lo veo yo, las razones humanas a las literarias. Recuerdo, para ilustrar lo que digo, una entrevista a Orson Welles en la que el diálogo es más o menos así:
—¿Contrató usted a amigos suyos para trabajar en sus películas, solo por el hecho de serlo, sin tener en cuenta si eran las personas más capacitadas para el papel?
—Frecuentemente.
—¿Y alguna vez se decepcionó?
—Frecuentemente.
—¿Y volvería a hacerlo?
—Sin dudarlo. El arte solo es un pretexto más para practicar la amistad. Una película (un poema, un libro, este paréntesis es mío) nunca puede estar por delante de eso.
Y fuimos escribiendo aquí y allá, todos. Unas más y otros menos. Y nos fuimos viendo, coincidiendo en según qué sitios. Y nos presentábamos los libros, unos a otros. Y nos comentábamos las publicaciones en Facebook o en Instagram, mientras nos escribíamos por el guasap: mira este o mira aquello. Y así, poco a poco, fuimos construyendo una identidad común. Una voz compartida en la que, a pesar de que cada uno, cada una, decía (dice, quiero decir) una cosa, resonaba (resuena, quiero decir) el mismo eco. Fuimos dando forma, en definitiva, a una Generación.
Sé que suena demasiado pretencioso, dicho así: una Generación. Es cierto. La Generación del 27, la Generación del 50, los Novísimos. Cómo compararnos con ellos. Pero es la verdad. Trazad una línea entre, pongamos por caso, Héctor Castilla o Antonio Aguilar y José Alcaraz o Alberto Caride y lo veréis. Y eso solo si hablamos de poetas. Y únicamente tomando Murcia y Cartagena como escenarios posibles. La larga nómina de firmantes en este monográfico, unidos entre sí por la relación que cada uno, cada una, mantenía con José Óscar (¿qué otra cosa es una Generación?), hace pensar en otra Generación todavía más amplia. Una que va más allá de la poesía.
Pero qué Generación, entonces. Y con qué nombre. Y alrededor de qué evento, de qué lugar. Muchos amigos poetas (puede que José Óscar entre ellos, durante un tiempo no hablaba de otra cosa) me escucharon plantear alguna vez de la posibilidad de agruparnos. De todo lo que podíamos ganar al unirnos a cambio de las pérdidas en lo personal que (suele ser así, pero es lo que hay; es lo que tienen las causas comunes) una iniciativa como esa podía suponer. En los corrillos se escuchaban cosas. Y se especulaba en voz baja sobre los poetas del sudeste. Sobre la poesía levantina o las letras murcianas. Una parte más de ese renacer de la escena regional (yo ya no sé si es verdad o no) de la que se habla (mucho, especialmente, durante los últimos años) desde hace ya bastante tiempo. Así que había que hacer algo. Había que hacerlo. Había que. Había.
Lo que sí sé es que, a partir de entonces (y desde cierta distancia: no soy filólogo, ni de Murcia, ni me gusta David Bowie), pude disfrutar de su amistad y su camaradería, con esa envidia que, al principio, sentía por todos los escritores y que ahora siento, únicamente, por unos pocos. José Óscar, Joseda, Juande, Cristina, Héctor, Alberto, Vega, los Iletrados, Noelia, Vicente, José, Diego, Antonio, Ángel... Yo qué sé. Seguro que se me olvidan muchos nombres. Yo acababa de empezar a juntar letras y ellos ya estaban allí. Yo venía de un pueblo perdido en mitad de la nada y ellos ya estaban allí. Yo tocaba el trombón y ellos ya estaban allí. De una u otra manera, por unos motivos o por otros, ellos ya eran la poesía.
Luego descubrí que, como pasa casi siempre, no era oro todo lo que relucía. Y poco a poco, una afinidad por aquí, una diferencia por allá, las cosas se fueron aclarando. Algunos se alejaron y se incorporaron otras. Yo mismo, imagino, supuse un fiasco para más de uno. Para más de una. Y en mitad de todo, José Óscar. Justo ahí. Ni cerca ni lejos. Siempre brillante y luminoso. Escribía, hablaba sin parar (de poesía, de libros, de escritores y escritoras cuyos nombres nadie —o al menos yo, de eso estoy seguro— había escuchado antes, de música y de músicos, de cine, de política), dibujaba, bebía, presentaba libros (suyos o de otros), entraba y salía, tomaba apuntes...
Nos acostumbramos a sus extravagancias, a su excesiva originalidad. A todo aquello que José Óscar hacía, casi siempre, «fuera del orden o común modo de obrar», por decirlo con palabras del diccionario. A esa maravilla. Pero no es eso (nada de lo que he escrito hasta ahora) lo que importa. O no solamente. O no sobre todo.
¿Qué es, entonces, lo que importa? ¿O lo que más importa? Pues lo que más importa es que, años después de aquella primera luz, de aquel ensimismamiento casi adolescente y compartido (yo no estaba allí, pero supongo que ellos también lo tuvieron antes, por motivos parecidos a los míos), de aquel primer deslumbramiento, nos hicimos amigos. Anteponiendo, al menos así lo veo yo, las razones humanas a las literarias. Recuerdo, para ilustrar lo que digo, una entrevista a Orson Welles en la que el diálogo es más o menos así:
—¿Contrató usted a amigos suyos para trabajar en sus películas, solo por el hecho de serlo, sin tener en cuenta si eran las personas más capacitadas para el papel?
—Frecuentemente.
—¿Y alguna vez se decepcionó?
—Frecuentemente.
—¿Y volvería a hacerlo?
—Sin dudarlo. El arte solo es un pretexto más para practicar la amistad. Una película (un poema, un libro, este paréntesis es mío) nunca puede estar por delante de eso.
Y fuimos escribiendo aquí y allá, todos. Unas más y otros menos. Y nos fuimos viendo, coincidiendo en según qué sitios. Y nos presentábamos los libros, unos a otros. Y nos comentábamos las publicaciones en Facebook o en Instagram, mientras nos escribíamos por el guasap: mira este o mira aquello. Y así, poco a poco, fuimos construyendo una identidad común. Una voz compartida en la que, a pesar de que cada uno, cada una, decía (dice, quiero decir) una cosa, resonaba (resuena, quiero decir) el mismo eco. Fuimos dando forma, en definitiva, a una Generación.
Sé que suena demasiado pretencioso, dicho así: una Generación. Es cierto. La Generación del 27, la Generación del 50, los Novísimos. Cómo compararnos con ellos. Pero es la verdad. Trazad una línea entre, pongamos por caso, Héctor Castilla o Antonio Aguilar y José Alcaraz o Alberto Caride y lo veréis. Y eso solo si hablamos de poetas. Y únicamente tomando Murcia y Cartagena como escenarios posibles. La larga nómina de firmantes en este monográfico, unidos entre sí por la relación que cada uno, cada una, mantenía con José Óscar (¿qué otra cosa es una Generación?), hace pensar en otra Generación todavía más amplia. Una que va más allá de la poesía.
Pero qué Generación, entonces. Y con qué nombre. Y alrededor de qué evento, de qué lugar. Muchos amigos poetas (puede que José Óscar entre ellos, durante un tiempo no hablaba de otra cosa) me escucharon plantear alguna vez de la posibilidad de agruparnos. De todo lo que podíamos ganar al unirnos a cambio de las pérdidas en lo personal que (suele ser así, pero es lo que hay; es lo que tienen las causas comunes) una iniciativa como esa podía suponer. En los corrillos se escuchaban cosas. Y se especulaba en voz baja sobre los poetas del sudeste. Sobre la poesía levantina o las letras murcianas. Una parte más de ese renacer de la escena regional (yo ya no sé si es verdad o no) de la que se habla (mucho, especialmente, durante los últimos años) desde hace ya bastante tiempo. Así que había que hacer algo. Había que hacerlo. Había que. Había.
Pero no lo hicimos. Y seguimos ahí, cada uno a lo nuestro. Hasta que, un día, Alberto Chessa nos invitó, por primera vez, a comer en Playa Honda. En El Zankara, el chiringuito de su amigo Miguel (que ya es el nuestro), a unos poquísimos metros de La Barona, su casa de veraneo (y, en ocasiones, de retiros literarios) en el mar Menor. Y fuimos. Y comenzamos a coquetear con ese asunto de la Generación: que si sí, que si no, que si éramos de edades muy diferentes, que si nuestras propuestas estéticas, que si esta música sí pero aquella no, que cuál iba a ser nuestra postura política (porque todas las Generaciones tienen una postura política), que quién iba a escribir el manifiesto fundacional, que a qué profesor le íbamos a encargar la tesis de nuestro descubrimiento, que a qué periodista cultural podíamos convencer (o incluso sobornar) para que nos presentara ante el mundo.
El caso es que, sin darnos cuenta, dimos con la fórmula. Para explicarla, y resumiendo mucho, conviene hablar de un niño al que llevan al hospital tras haberse hecho una herida en la pierna que necesita, para curarse, de unos cuantos puntos de sutura. Ya en el quirófano, al saber que los médicos se disponen a coser la herida, el niño comienza a retorcerse en la camilla. A gritar, oponiéndose a ser cosido, tal es el miedo que tiene a ser atravesado por las agujas. Entonces, los médicos (que saben más por viejos que por médicos) empiezan a preguntarle al niño, que no ve la herida porque está tumbado en la camilla, mirando al techo, que qué tal en el cole, que si le gusta el fútbol, que de qué equipo es, que cuáles son sus películas favoritas y que tienen que hablar un rato, hasta que la anestesia haga efecto y puedan empezar a coser la herida, que ya le avisarán cuando llegue el momento. Y el niño se tranquiliza y habla: del colegio, del fútbol, de sus amigos, de las películas que le gustan. Hasta que, de pronto, en mitad de la charla, se da cuenta de que los médicos comienzan a retirarse, sacándose los guantes. Ya está, chaval. Todo arreglado. Te has portado como un valiente. Pero si todavía no me habéis cosido. Que sí, campeón. Que mientras hablabas te hemos dado unos cuantos puntos, sin decírtelo. Que te va a quedar una cicatriz muy chula. Que vas a ser la envidia de la clase.
Y así quedamos, cosidos en secreto. Sin saberlo. Bautizados por decenas de botellines de cerveza mientras el mar Menor iba y venía a nuestra espalda, con su rumor de conchas arrastradas. Unidos por un hilo de plata largo y refulgente, brillante solo para quien supiera verlo. La Generación invisible. Ese iba a ser nuestro superpoder, como José Óscar deseaba en la entrevista con Héctor: la invisibilidad. Por fin lo habíamos logrado. Luego alguien dijo que, tal vez, apostar por una Generación invisible no era tan buena idea. Al fin y al cabo, lo que queremos es que nos vean. Algo así dijeron. Algo así dijimos. Ya digo: resumiendo mucho. Y nos encontramos con ese número, 1975, ahí, a mitad de camino entre unos y otros. Además, 1975 contempló la muerte del dictador, y no puede uno hacerle ascos a un acontecimiento como ese.
Y el círculo se cerró. Encontramos el lugar y el evento. Playa Honda y la muerte de Franco. Y pusimos nuestros nombres en una servilleta. Y alzamos las copas, después de muchas otras copas, cuando el sol ya empezaba a esconderse, bastante más allá de Cartagena. Y así fue desde entonces, cada verano: la Generación del 75 reunida en torno de la mesa, junto al mar. Visibles e invisibles al mismo tiempo. Superhéroes sin ningún superpoder, excepto el de la amistad y la disponibilidad infatigable para la francachela.
De todos los que no nos tomamos nunca muy en serio lo de la Generación, que fuimos todos (aunque vive Dios que debimos hacerlo, que todavía debemos), José Óscar fue uno de los que más creyeron en ella. E iba de aquí para allá fantaseando con el manifiesto fundacional. Con los primeros eventos. Con cómo tenían que ser las camisetas (porque una Generación como la nuestra debía tener sus propias camisetas). Y preguntaba siempre, año tras año, nada más llegar, por cómo iban las cosas al respecto.
El caso es que, sin darnos cuenta, dimos con la fórmula. Para explicarla, y resumiendo mucho, conviene hablar de un niño al que llevan al hospital tras haberse hecho una herida en la pierna que necesita, para curarse, de unos cuantos puntos de sutura. Ya en el quirófano, al saber que los médicos se disponen a coser la herida, el niño comienza a retorcerse en la camilla. A gritar, oponiéndose a ser cosido, tal es el miedo que tiene a ser atravesado por las agujas. Entonces, los médicos (que saben más por viejos que por médicos) empiezan a preguntarle al niño, que no ve la herida porque está tumbado en la camilla, mirando al techo, que qué tal en el cole, que si le gusta el fútbol, que de qué equipo es, que cuáles son sus películas favoritas y que tienen que hablar un rato, hasta que la anestesia haga efecto y puedan empezar a coser la herida, que ya le avisarán cuando llegue el momento. Y el niño se tranquiliza y habla: del colegio, del fútbol, de sus amigos, de las películas que le gustan. Hasta que, de pronto, en mitad de la charla, se da cuenta de que los médicos comienzan a retirarse, sacándose los guantes. Ya está, chaval. Todo arreglado. Te has portado como un valiente. Pero si todavía no me habéis cosido. Que sí, campeón. Que mientras hablabas te hemos dado unos cuantos puntos, sin decírtelo. Que te va a quedar una cicatriz muy chula. Que vas a ser la envidia de la clase.
Y así quedamos, cosidos en secreto. Sin saberlo. Bautizados por decenas de botellines de cerveza mientras el mar Menor iba y venía a nuestra espalda, con su rumor de conchas arrastradas. Unidos por un hilo de plata largo y refulgente, brillante solo para quien supiera verlo. La Generación invisible. Ese iba a ser nuestro superpoder, como José Óscar deseaba en la entrevista con Héctor: la invisibilidad. Por fin lo habíamos logrado. Luego alguien dijo que, tal vez, apostar por una Generación invisible no era tan buena idea. Al fin y al cabo, lo que queremos es que nos vean. Algo así dijeron. Algo así dijimos. Ya digo: resumiendo mucho. Y nos encontramos con ese número, 1975, ahí, a mitad de camino entre unos y otros. Además, 1975 contempló la muerte del dictador, y no puede uno hacerle ascos a un acontecimiento como ese.
Y el círculo se cerró. Encontramos el lugar y el evento. Playa Honda y la muerte de Franco. Y pusimos nuestros nombres en una servilleta. Y alzamos las copas, después de muchas otras copas, cuando el sol ya empezaba a esconderse, bastante más allá de Cartagena. Y así fue desde entonces, cada verano: la Generación del 75 reunida en torno de la mesa, junto al mar. Visibles e invisibles al mismo tiempo. Superhéroes sin ningún superpoder, excepto el de la amistad y la disponibilidad infatigable para la francachela.
De todos los que no nos tomamos nunca muy en serio lo de la Generación, que fuimos todos (aunque vive Dios que debimos hacerlo, que todavía debemos), José Óscar fue uno de los que más creyeron en ella. E iba de aquí para allá fantaseando con el manifiesto fundacional. Con los primeros eventos. Con cómo tenían que ser las camisetas (porque una Generación como la nuestra debía tener sus propias camisetas). Y preguntaba siempre, año tras año, nada más llegar, por cómo iban las cosas al respecto.
Caben aquí, ahora, unas cuantas líneas sobre el ambiente que ha presidido siempre esas comidas. Sobre los chistes que contamos, mientras brindamos por esto o por aquello. Sobre las discusiones que hemos mantenido, algunas veces de forma acalorada y otras no (casi siempre a última hora de la tarde, a lomos ya de la espuma de las últimas cervezas). De los abrazos que nos hemos dado cada vez, a la hora de la despedida. Pero tampoco es eso lo que importa.
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La Generación del 75 existe. Está formada por mujeres y hombres que escriben desde unas coordenadas semejantes. Una parte de ella (es completamente absurdo reducirla a eso) se sienta a comer cada verano en Playa Honda, bajo el amparo y la hospitalidad de Alberto Chessa y Victoria Sancho. No me lo invento. Creo que Juan de Dios García ya ha hablado de ella en algún poema. Yo mismo también lo he hecho. Este monográfico, ya lo he dicho antes, es la prueba más evidente de ello. Solo falta que alguien con más tiempo, más espacio y más talento que yo se siente a escribirlo. Estoy seguro de que eso (la unión, todos los nombres agrupados en un solo nombre: ese superpoder) le encantaría a José Óscar. Ese podría ser nuestro mejor regalo.
La última vez que la G-75 se sentó a la mesa, José Óscar llevaba puestas una de esas camisetas en las que cuatro filósofos aparentan ser los miembros de un supergrupo heavy llamado Metafísica, con sus letras en forma de rayo y esas cosas, y una gorra de comandante revolucionario, con su estrella y todo. Fue la última vez que lo vi. Lo recuerdo yéndose, dejando correr el hilo del carrete tras de sí. Ese hilo de plata con el que nos habíamos cosido todos, casi sin darnos cuenta.
La última vez que la G-75 se sentó a la mesa, José Óscar llevaba puestas una de esas camisetas en las que cuatro filósofos aparentan ser los miembros de un supergrupo heavy llamado Metafísica, con sus letras en forma de rayo y esas cosas, y una gorra de comandante revolucionario, con su estrella y todo. Fue la última vez que lo vi. Lo recuerdo yéndose, dejando correr el hilo del carrete tras de sí. Ese hilo de plata con el que nos habíamos cosido todos, casi sin darnos cuenta.
LA POESÍA NO DA PARA VIVIR, SIRVE PARA VIVIR.
APUNTES SOBRE EL DUELO Y EL CONSUELO
APUNTES SOBRE EL DUELO Y EL CONSUELO
por LUCÍA ETXEBARRIA
El pasado 13 de marzo murió en Murcia José Óscar López, escritor, poeta y dibujante. Esta noticia apenas ha tenido repercusión, pese a que se trataba de uno de los mejores poetas de su generación. Yo no le conocí jamás en persona y sin embargo la noticia me impactó mucho. Esto me hace reflexionar sobre cómo y por qué puede dolernos la muerte de alguien que en realidad nunca hemos conocido.
Hace casi 20 años, cuando yo era un escritora famosa y todavía me invitaban a dar charlas por la península y por el extranjero, recalé en Murcia para presentar un libro, y recuerdo que me invitaron a comer a un restaurante maravilloso de cuyo nombre no me acuerdo, en el que probé las mejores verduras a la plancha que he probado en la vida.
Hablando de literatura con mis comensales me atreví a decir que yo leía mucha ciencia ficción, y que uno de mis autores favoritos era y es Philip K. Dick. Escribo que «me atreví a decir» porque entonces estaba muy mal visto decir que te gustaba la ciencia ficción o que te gustaban los tebeos de superhéroes. No se esperaba de un escritor serio que lo dijera. (Ejem, tampoco es que nadie me haya considerado nunca una escritora seria).
Entonces alguien me explicó que había un poeta murciano que tenía una inmensa colección de libros de Philip K. Dick. Tengan en cuenta que entonces no había Amazon y que no era tan fácil comprarse un libro por internet. Los libros de Philip K. Dick no estaban apenas publicados en español y yo los conseguía en mis viajes a Nueva York o a Canadá. En aquel momento sentí por aquel escritor desconocido una afinidad inmediata.
No sé por qué recordé su nombre al llegar a casa, porque no suelo recordar ni caras ni nombres, aunque luego soy capaz de recuperar de la memoria datos absurdos con la precisión de una máquina. Poemas de Góngora que me sé de carrerilla o los números de teléfono de personas a las que hace años que no llamo.
Por curiosidad, tecleé en el buscador de Internet el nombre de aquel autor. Resultó que tenía un blog. Los blogs entonces estaban muy de moda y todo aspirante a escritor tenía que tener uno. Fueron famosísimos entonces los blogs de la Mujer Gorda, el del Ejjcritor, el de La Caminante, el de la Chica con falda roja, el de La Petite Claudine, el de Ceciliedades. He leído que alguien habla de «la década posteada», para referirse a aquel momento previo a Facebook, a Instagram y a Twitter en el que hubo una efervescencia de blogs. La blogosfera, lo llamábamos.
Cuando un blog me gustaba, yo le incorporaba a una alerta que me avisaba de cuando alguien había publicado una nueva entrada. De forma que durante mucho tiempo seguí el blog de José Óscar López. No a diario y no en exclusiva. No a diario porque él no posteaba cada día y tampoco en exclusiva porque, como digo, seguía muchos otros blogs. En particular recuerdo que me obsesioné con el de una mujer que había tenido dos hijos por inseminación in vitro y que contaba un día a día en el que la lectora que era yo casi sospechaba que hubiera preferido no tenerlos, y otro en el que la escritora era alguien que había adoptado a dos hijos. Yo leía muchos blogs más pero normalmente los iba dejando porque al cabo del tiempo me aburrían. El de José Óscar López no me aburrió nunca. Porque el de José Óscar López no era un blog de aspirante a escritor, el suyo era un blog de escritor. Y es que su calidad estaba a años luz de la gran mayoría de bloggers de la época.
José Óscar López era un inmenso escritor, exquisito y metaliterario, y un impresionante poeta. También era dibujante. Pero no voy a mentir y decir que era un gran dibujante, porque no lo era. Era un gran poeta y un gran escritor de microcuentos. Publicó en pequeñas editoriales de minúscula tirada. Yo nunca compré un libro suyo. No porque no quisiera, pues estoy segura que habría comprado un libro suyo si lo hubiera encontrado en una librería. No compré sus libros porque, como he dicho, estaban publicados en minúsculas editoriales de distribución y tiradas también minúsculas. Yo leí sus poemas y sus relatos a través de sus redes.
Pero he de decir que sinceramente considero que los poemas de José Óscar López eran mejores que los de nombres conocidos que han ganado premios Loewe o premios Hiperión. Ya se sabe que en España si quieres aspirar a ser alguien en el mundo de la poesía te tienes que meter en camarillas y, a poder ser, trasladarte a la capital y empezar a hacer relaciones públicas. Y José Óscar López vivía en Murcia y, por las trazas, y por lo que contaba, era alguien muy encerrado en sí mismo. Sí, se deducía de lo que escribía que tenía una novia o una mujer, y se notaba que tenía amigos porque hablaba mucho de ello. Pero también podía yo reconocer a alguien parecido a mí, al que le gustaba más quedarse en casa escribiendo o leyendo que moverse por conventículos literarios.
Hace casi 20 años, cuando yo era un escritora famosa y todavía me invitaban a dar charlas por la península y por el extranjero, recalé en Murcia para presentar un libro, y recuerdo que me invitaron a comer a un restaurante maravilloso de cuyo nombre no me acuerdo, en el que probé las mejores verduras a la plancha que he probado en la vida.
Hablando de literatura con mis comensales me atreví a decir que yo leía mucha ciencia ficción, y que uno de mis autores favoritos era y es Philip K. Dick. Escribo que «me atreví a decir» porque entonces estaba muy mal visto decir que te gustaba la ciencia ficción o que te gustaban los tebeos de superhéroes. No se esperaba de un escritor serio que lo dijera. (Ejem, tampoco es que nadie me haya considerado nunca una escritora seria).
Entonces alguien me explicó que había un poeta murciano que tenía una inmensa colección de libros de Philip K. Dick. Tengan en cuenta que entonces no había Amazon y que no era tan fácil comprarse un libro por internet. Los libros de Philip K. Dick no estaban apenas publicados en español y yo los conseguía en mis viajes a Nueva York o a Canadá. En aquel momento sentí por aquel escritor desconocido una afinidad inmediata.
No sé por qué recordé su nombre al llegar a casa, porque no suelo recordar ni caras ni nombres, aunque luego soy capaz de recuperar de la memoria datos absurdos con la precisión de una máquina. Poemas de Góngora que me sé de carrerilla o los números de teléfono de personas a las que hace años que no llamo.
Por curiosidad, tecleé en el buscador de Internet el nombre de aquel autor. Resultó que tenía un blog. Los blogs entonces estaban muy de moda y todo aspirante a escritor tenía que tener uno. Fueron famosísimos entonces los blogs de la Mujer Gorda, el del Ejjcritor, el de La Caminante, el de la Chica con falda roja, el de La Petite Claudine, el de Ceciliedades. He leído que alguien habla de «la década posteada», para referirse a aquel momento previo a Facebook, a Instagram y a Twitter en el que hubo una efervescencia de blogs. La blogosfera, lo llamábamos.
Cuando un blog me gustaba, yo le incorporaba a una alerta que me avisaba de cuando alguien había publicado una nueva entrada. De forma que durante mucho tiempo seguí el blog de José Óscar López. No a diario y no en exclusiva. No a diario porque él no posteaba cada día y tampoco en exclusiva porque, como digo, seguía muchos otros blogs. En particular recuerdo que me obsesioné con el de una mujer que había tenido dos hijos por inseminación in vitro y que contaba un día a día en el que la lectora que era yo casi sospechaba que hubiera preferido no tenerlos, y otro en el que la escritora era alguien que había adoptado a dos hijos. Yo leía muchos blogs más pero normalmente los iba dejando porque al cabo del tiempo me aburrían. El de José Óscar López no me aburrió nunca. Porque el de José Óscar López no era un blog de aspirante a escritor, el suyo era un blog de escritor. Y es que su calidad estaba a años luz de la gran mayoría de bloggers de la época.
José Óscar López era un inmenso escritor, exquisito y metaliterario, y un impresionante poeta. También era dibujante. Pero no voy a mentir y decir que era un gran dibujante, porque no lo era. Era un gran poeta y un gran escritor de microcuentos. Publicó en pequeñas editoriales de minúscula tirada. Yo nunca compré un libro suyo. No porque no quisiera, pues estoy segura que habría comprado un libro suyo si lo hubiera encontrado en una librería. No compré sus libros porque, como he dicho, estaban publicados en minúsculas editoriales de distribución y tiradas también minúsculas. Yo leí sus poemas y sus relatos a través de sus redes.
Pero he de decir que sinceramente considero que los poemas de José Óscar López eran mejores que los de nombres conocidos que han ganado premios Loewe o premios Hiperión. Ya se sabe que en España si quieres aspirar a ser alguien en el mundo de la poesía te tienes que meter en camarillas y, a poder ser, trasladarte a la capital y empezar a hacer relaciones públicas. Y José Óscar López vivía en Murcia y, por las trazas, y por lo que contaba, era alguien muy encerrado en sí mismo. Sí, se deducía de lo que escribía que tenía una novia o una mujer, y se notaba que tenía amigos porque hablaba mucho de ello. Pero también podía yo reconocer a alguien parecido a mí, al que le gustaba más quedarse en casa escribiendo o leyendo que moverse por conventículos literarios.
Empecé a sentir algo por él, sin conocerle de nada. Me empezó a gustar cada vez más lo que leía. Y no, no estaba enamorada ni nada por el estilo. También he sentido lo mismo cuando he leído a muchos otros escritores a los que nunca he conocido. Flaubert, Alejandra Pizarnik, Cirlot, D’Annunzio, Margaret Atwood... Podría nombrar cientos. Ni les conocí personalmente a los que estaban muertos ni tuve nunca interés especial en conocer a los que estaban vivos. De hecho, cuando vivía en Canadá, se me presentó la ocasión de conocer a Margaret Atwood, que había vivido en Alliston, ciudad en la que también había vivido mi entonces pareja. Sé que hay gente que hubiera removido Roma con Santiago por conocer a una de sus escritoras favoritas, pero yo no quise. Me bastaba con leerla.
Cualquier seguidor de este blog que me lee todos los días quizá me entienda. Cuando vas leyendo día a día a una persona sientes que conoces a esa persona mucho mejor, a través de sus palabras, de lo que conoces a otras que te rodean y con las que interactúas en carne y hueso, y que normalmente no se abren tanto contigo como se abre la persona cuando escribe. Lo digo sin la más mínima ironía: yo sentía que conocía a José Óscar López o a Alejandra Pizarnik mucho mejor de lo que conozco a mis primos, por ejemplo.
No parece haber mucha explicación disponible sobre el proceso de apegarse emocionalmente a alguien que nunca has conocido. El psicólogo Mark D. White habla de personas que comienzan a enamorarse de alguien que nunca han conocido y a quien sólo conocen a través de la comunicación en línea. Él concluye que, si bien los datos cruciales sobre otra persona sólo pueden provenir de un encuentro físico con ella, todavía es posible, e incluso deseable bajo ciertas circunstancias, comenzar el proceso sabiendo sólo lo que se puede obtener a través de chats, mensajes de texto y correos electrónicos; y ese proceso incluye el afecto, incluso los comienzos del amor.
Sin embargo, han existido a lo largo de la historia muchas relaciones puramente epistolares. Laura Riding y Robert Graves se conocieron por carta. Ella había leído los poemas de Robert y le escribió. Luego, ella se presentó en su vida y la cambió de arriba a abajo. Años después ella leería a otro poeta, Schuyler Jackson, y también le escribiría. Mientras Laura aún vivía con Robert, Laura y Schuyler iniciaron una relación por carta, y ella dejó a Robert y se fue a vivir con él a Estados Unidos. Curiosamente yo también estuve años obsesionada con Laura Riding, y también sentía que la conocía. Incluso si no la había visto en la vida. Incluso si ya había muerto antes de que yo tuviera acceso a sus poemas y los leyera.
Ciertamente, la imaginación humana es lo suficientemente poderosa como para sentir afecto por las personas que construimos únicamente a partir de los diversos datos que tenemos en nuestra cabeza. Las novelas, después de todo, se basan en este principio: ¿quién no ha leído un libro con un personaje tan atractivo como para que nos obsesionemos con él y pensemos que es real? Recuerdo cuando leí, siendo prácticamente una niña, a los diecinueve años, Anna Karenina de Tolstói. Yo no sabía que el personaje iba a morir al final de la novela (porque no había visto ninguna película sobre el libro, porque nadie me había contado el argumento, aunque a ojos modernos esto ahora resulta raro, en tiempos de Internet), y cuando Anna se tiró a las vías del tren se me cayó el libro de las manos y me puse a llorar.
Cualquier seguidor de este blog que me lee todos los días quizá me entienda. Cuando vas leyendo día a día a una persona sientes que conoces a esa persona mucho mejor, a través de sus palabras, de lo que conoces a otras que te rodean y con las que interactúas en carne y hueso, y que normalmente no se abren tanto contigo como se abre la persona cuando escribe. Lo digo sin la más mínima ironía: yo sentía que conocía a José Óscar López o a Alejandra Pizarnik mucho mejor de lo que conozco a mis primos, por ejemplo.
No parece haber mucha explicación disponible sobre el proceso de apegarse emocionalmente a alguien que nunca has conocido. El psicólogo Mark D. White habla de personas que comienzan a enamorarse de alguien que nunca han conocido y a quien sólo conocen a través de la comunicación en línea. Él concluye que, si bien los datos cruciales sobre otra persona sólo pueden provenir de un encuentro físico con ella, todavía es posible, e incluso deseable bajo ciertas circunstancias, comenzar el proceso sabiendo sólo lo que se puede obtener a través de chats, mensajes de texto y correos electrónicos; y ese proceso incluye el afecto, incluso los comienzos del amor.
Sin embargo, han existido a lo largo de la historia muchas relaciones puramente epistolares. Laura Riding y Robert Graves se conocieron por carta. Ella había leído los poemas de Robert y le escribió. Luego, ella se presentó en su vida y la cambió de arriba a abajo. Años después ella leería a otro poeta, Schuyler Jackson, y también le escribiría. Mientras Laura aún vivía con Robert, Laura y Schuyler iniciaron una relación por carta, y ella dejó a Robert y se fue a vivir con él a Estados Unidos. Curiosamente yo también estuve años obsesionada con Laura Riding, y también sentía que la conocía. Incluso si no la había visto en la vida. Incluso si ya había muerto antes de que yo tuviera acceso a sus poemas y los leyera.
Ciertamente, la imaginación humana es lo suficientemente poderosa como para sentir afecto por las personas que construimos únicamente a partir de los diversos datos que tenemos en nuestra cabeza. Las novelas, después de todo, se basan en este principio: ¿quién no ha leído un libro con un personaje tan atractivo como para que nos obsesionemos con él y pensemos que es real? Recuerdo cuando leí, siendo prácticamente una niña, a los diecinueve años, Anna Karenina de Tolstói. Yo no sabía que el personaje iba a morir al final de la novela (porque no había visto ninguna película sobre el libro, porque nadie me había contado el argumento, aunque a ojos modernos esto ahora resulta raro, en tiempos de Internet), y cuando Anna se tiró a las vías del tren se me cayó el libro de las manos y me puse a llorar.
El duelo también se basa en este proceso. Parte del impacto del dolor puro radica en nuestra convicción emocional de que la persona que acaba de morir no está muerta en absoluto, sino que sigue viva en nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, en cada hora de nuestra vida diaria. A veces la convicción puede ser tan poderosa que confundimos a un extraño con la persona que se ha ido, o escuchamos su voz en el tono de la conversación de otra persona, o sentimos una certeza absoluta, aunque fugaz, de que la persona muerta está en la habitación de al lado.
La aplastante contradicción entre nuestros sentimientos por alguien a quien racionalmente sabemos que nunca volveremos a ver, y nuestra conciencia perfectamente racional de que la persona que se ha ido físicamente todavía está viva y presente en nuestro cerebro, es algo con lo que una psique equilibrada aprende a vivir con el tiempo. Y aprende finalmente a aceptarlo como uno de los regalos que confieren la vida y la imaginación humana. Yo no sé si el sentimiento de que mi madre sigue conmigo es algo que me he inventado o si realmente existe otra vida, y ella está intentando comunicarse conmigo, pero en cualquier caso agradezco esa emoción.
Creemos que las emociones de un duelo tienden a ser mucho más poderosas cuando conocíamos a la persona íntimamente, en un nivel inmediato y tangible, y tenemos un conjunto casi infinito de recuerdos, muchos de ellos basados en los sentidos, a los que recurrir para recordarlo. Obviamente yo no voy a escuchar de pronto la voz de José Óscar López, que nunca escuché en vida, y sí que a veces escucho la voz de mi madre. Pero el hecho de no haber conocido a un fallecido no implica que no sientas un duelo. No hace falta haber conocido en persona a alguien que ya no está para llorar su muerte. Muchas personas se han sentido destrozadas cuando ha muerto alguien que no ha conocido. Basta con ir al cementerio de Pere Lachaise y ver cuántos chicos y chicas hay llorando cada día frente a la tumba de Jim Morrison.
Pero en todos los casos vivimos con esta realidad: incluso cuando veíamos a la persona a menudo, incluso cuando vivíamos con ella o él, pasábamos al menos tanto tiempo con la construcción que edificamos en nuestra imaginación como con la persona en carne y hueso. Por ejemplo, cuando estás viviendo en pareja con alguien, normalmente pasas un tercio de tu semana durmiendo y otro tercio trabajando fuera de casa, de modo que esa persona que cada noche duerme a tu lado termina siendo, estadísticamente hablando, alguien que imaginas, más que alguien con quien interactúas físicamente. Y esto es aún más cierto en el caso de las personas con las que no vives. En este caso, la parte abrumadoramente mayor de nuestra vida como amigo, como hermano, como miembro de la familia, como compañero de trabajo, consiste en una relación con alguien presente sobre todo en nuestro cerebro más que en nuestra vida real.
Cuando alguien que conocemos ha muerto, ya no podemos actualizar la información en nuestros bancos de memoria imaginativos. Ya no podemos agregar nuevos datos. Pero contamos con una infinidad de datos sensoriales almacenados. Recordamos el tono de su voz, el brillo de su pelo, el tacto de su mano, su olor. Pero cuando muere una persona a la que nunca conocimos en carne y hueso, y a la que simplemente leíamos, las cantidades de información obtenidas de nuestras percepciones sensoriales de una persona determinada faltan y las reemplazan las palabras.
La aplastante contradicción entre nuestros sentimientos por alguien a quien racionalmente sabemos que nunca volveremos a ver, y nuestra conciencia perfectamente racional de que la persona que se ha ido físicamente todavía está viva y presente en nuestro cerebro, es algo con lo que una psique equilibrada aprende a vivir con el tiempo. Y aprende finalmente a aceptarlo como uno de los regalos que confieren la vida y la imaginación humana. Yo no sé si el sentimiento de que mi madre sigue conmigo es algo que me he inventado o si realmente existe otra vida, y ella está intentando comunicarse conmigo, pero en cualquier caso agradezco esa emoción.
Creemos que las emociones de un duelo tienden a ser mucho más poderosas cuando conocíamos a la persona íntimamente, en un nivel inmediato y tangible, y tenemos un conjunto casi infinito de recuerdos, muchos de ellos basados en los sentidos, a los que recurrir para recordarlo. Obviamente yo no voy a escuchar de pronto la voz de José Óscar López, que nunca escuché en vida, y sí que a veces escucho la voz de mi madre. Pero el hecho de no haber conocido a un fallecido no implica que no sientas un duelo. No hace falta haber conocido en persona a alguien que ya no está para llorar su muerte. Muchas personas se han sentido destrozadas cuando ha muerto alguien que no ha conocido. Basta con ir al cementerio de Pere Lachaise y ver cuántos chicos y chicas hay llorando cada día frente a la tumba de Jim Morrison.
Pero en todos los casos vivimos con esta realidad: incluso cuando veíamos a la persona a menudo, incluso cuando vivíamos con ella o él, pasábamos al menos tanto tiempo con la construcción que edificamos en nuestra imaginación como con la persona en carne y hueso. Por ejemplo, cuando estás viviendo en pareja con alguien, normalmente pasas un tercio de tu semana durmiendo y otro tercio trabajando fuera de casa, de modo que esa persona que cada noche duerme a tu lado termina siendo, estadísticamente hablando, alguien que imaginas, más que alguien con quien interactúas físicamente. Y esto es aún más cierto en el caso de las personas con las que no vives. En este caso, la parte abrumadoramente mayor de nuestra vida como amigo, como hermano, como miembro de la familia, como compañero de trabajo, consiste en una relación con alguien presente sobre todo en nuestro cerebro más que en nuestra vida real.
Cuando alguien que conocemos ha muerto, ya no podemos actualizar la información en nuestros bancos de memoria imaginativos. Ya no podemos agregar nuevos datos. Pero contamos con una infinidad de datos sensoriales almacenados. Recordamos el tono de su voz, el brillo de su pelo, el tacto de su mano, su olor. Pero cuando muere una persona a la que nunca conocimos en carne y hueso, y a la que simplemente leíamos, las cantidades de información obtenidas de nuestras percepciones sensoriales de una persona determinada faltan y las reemplazan las palabras.
Yo soy obsesiva, ningún escritor puede sobrevivir si no lo es. José Óscar López no fue el único blog que yo seguía obsesivamente. Pero, obsesión aparte, hay un aspecto curiosamente reconfortante en la constatación de que alguien que se ha ido permanece, en un sentido completamente real, todavía presente, porque esta constatación da una significado nuevo y científicamente convincente a la idea de una vida futura.
José Óscar López, como cualquier otro escritor, no sólo permanecerá en la cabeza y los recuerdos de la gente que le conoció en vida. Su pensamiento, el edificio conceptual que construyó, también seguirá presente en la cabeza de todos los que le leímos, incluso si nunca le conocimos.
Es entonces cuando cobran sentido las palabras de José Óscar López: ¿Para qué sirve la poesía? Sirve para vivir. No da para vivir. Sirve para vivir.
José Óscar López, como cualquier otro escritor, no sólo permanecerá en la cabeza y los recuerdos de la gente que le conoció en vida. Su pensamiento, el edificio conceptual que construyó, también seguirá presente en la cabeza de todos los que le leímos, incluso si nunca le conocimos.
Es entonces cuando cobran sentido las palabras de José Óscar López: ¿Para qué sirve la poesía? Sirve para vivir. No da para vivir. Sirve para vivir.
[Originalmente publicado el 22/03/2024 en el diario The Objective].
EL CUADERNO BLANCO
por MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ
Llevo unos días tratando de encontrar el pequeño cuaderno blanco de páginas ahuesadas. La editorial Balduque confeccionó unos cuantos en 2017 cuando publicó Fragmentos de un mundo acelerado. Recuerdo con claridad el dibujo de la tapa: emulaba la tipografía de la cubierta del libro, pero con los trazos nerviosos característicos del lápiz de José Óscar, inconfundible en su vibración. Busco el cuaderno porque allí preparé la presentación que, poco tiempo después de la salida del libro, llevamos a cabo en el café Zalacaín. La fecha concreta se me escapa y tengo que bucear en el archivo de Facebook para encontrar el evento que compartí en mi muro. Lunes, 19 de junio de 2017. Ahora lo recuerdo: formaba parte de “Los Lunes Literarios”, uno de los últimos organizados en el Zalacaín antes de su cierre. Además del evento, encuentro también varias fotos del día siguiente. En mi muro, en el de la editorial Balduque y en el de Los Lunes Literarios. Me abstengo de entrar al perfil de José Óscar —aún no me siento capaz—, aunque soy consciente de que ahí encontraré más imágenes, más fragmentos de aquel día. De todos modos, para lo que necesito, la fecha es suficiente. Y a pesar de todo, no puedo evitar demorarme en las fotos. Los dos, en torno a la pequeña mesa, con la superficie llena de papeles. En una de ellas, se ve claramente el cuaderno abierto cerca de mí. Me fijo en sus páginas para evitar posar mis ojos en el rostro vivo de José Óscar. Por alguna razón inconsciente, me cuesta trabajo mantener ahí la mirada. Así que observo el cuaderno. Y también examino otras fotos de la presentación donde se distingue al público. Reconozco casi todos los rostros. Miradas atentas, gestos sonrientes. Todos contemplan a José Óscar. Todos disfrutan del momento. Eran los lunes en el Zalacaín; era la presentación del libro de relatos de un gran escritor; era una reunión de amigos en torno en la literatura.
Quería encontrar el cuaderno por varias razones. Por supuesto, para tenerlo conmigo y situarlo en la misma balda en la que conservo todos los libros de José Óscar. También para refrescar mi lectura. Pero sobre todo para usarlo en este texto que tan difícil me está resultando escribir. Había pensado transcribir las reflexiones que esbocé sobre Fragmentos del libro acelerado y, especialmente, las preguntas que esa tarde le formulé a José Óscar. Dejarlas abiertas, resonando al final del texto, como quien lanza una duda al viento con la secreta esperanza de recibir una respuesta.
Lo único que recuerdo ahora es que rellené varias páginas con ideas y comentarios, reacciones a una lectura que he retomado estos días. Al menos, eso. Cuando lo leí por primera vez, me pareció su mejor libro. Y ahora me reafirmo. Están allí todos sus temas, todas sus obsesiones, todas sus historias posibles. Un libro de fragmentos, de destellos, de ficciones y pensamientos luminosos. Siempre lo he creído, pero ese libro me lo confirmó: la gran potencia de la literatura de José Óscar es su habilidad para condensar mundos enteros en apenas unas frases. Y también su generosidad —la misma que siempre mostró en la vida real— para regalar historias al lector. Fragmentos de un mundo acelerado es, como muchos de sus libros, un texto infinito, inagotable. Eso también es un rasgo de sus cuentos: lo inagotable. Uno vuelve una y otra vez a algunos de sus relatos porque esas imágenes condensan un mundo capaz de ser abierto y habitado.
No sé las veces que he vuelto a ‘Pasa un avión’, uno de sus microcuentos —para mí, el mejor de todos—, publicado en Los monos insomnes, otro libro inagotable: «Pasa un avión y deja una estela igual que la de un barco. Comprendes que el mundo está sumergido». Lo leo en bucle, lo fotografío, lo comparto, lo pienso... Veo la imagen en mi mente. Esas dos frases condensan un mundo, un modo de pensar en una sola imagen, un destello que revela la verdadera naturaleza de la realidad. Esa idea —que hay un mundo oculto que necesita ser desvelado— atraviesa gran parte de la obra de José Óscar, que casi podría ser definida como un intento constante de eso que Heidegger llamó “des-ocultamiento”. Una búsqueda de las costuras sueltas en el tejido de la realidad.
Quería encontrar el cuaderno por varias razones. Por supuesto, para tenerlo conmigo y situarlo en la misma balda en la que conservo todos los libros de José Óscar. También para refrescar mi lectura. Pero sobre todo para usarlo en este texto que tan difícil me está resultando escribir. Había pensado transcribir las reflexiones que esbocé sobre Fragmentos del libro acelerado y, especialmente, las preguntas que esa tarde le formulé a José Óscar. Dejarlas abiertas, resonando al final del texto, como quien lanza una duda al viento con la secreta esperanza de recibir una respuesta.
Lo único que recuerdo ahora es que rellené varias páginas con ideas y comentarios, reacciones a una lectura que he retomado estos días. Al menos, eso. Cuando lo leí por primera vez, me pareció su mejor libro. Y ahora me reafirmo. Están allí todos sus temas, todas sus obsesiones, todas sus historias posibles. Un libro de fragmentos, de destellos, de ficciones y pensamientos luminosos. Siempre lo he creído, pero ese libro me lo confirmó: la gran potencia de la literatura de José Óscar es su habilidad para condensar mundos enteros en apenas unas frases. Y también su generosidad —la misma que siempre mostró en la vida real— para regalar historias al lector. Fragmentos de un mundo acelerado es, como muchos de sus libros, un texto infinito, inagotable. Eso también es un rasgo de sus cuentos: lo inagotable. Uno vuelve una y otra vez a algunos de sus relatos porque esas imágenes condensan un mundo capaz de ser abierto y habitado.
No sé las veces que he vuelto a ‘Pasa un avión’, uno de sus microcuentos —para mí, el mejor de todos—, publicado en Los monos insomnes, otro libro inagotable: «Pasa un avión y deja una estela igual que la de un barco. Comprendes que el mundo está sumergido». Lo leo en bucle, lo fotografío, lo comparto, lo pienso... Veo la imagen en mi mente. Esas dos frases condensan un mundo, un modo de pensar en una sola imagen, un destello que revela la verdadera naturaleza de la realidad. Esa idea —que hay un mundo oculto que necesita ser desvelado— atraviesa gran parte de la obra de José Óscar, que casi podría ser definida como un intento constante de eso que Heidegger llamó “des-ocultamiento”. Una búsqueda de las costuras sueltas en el tejido de la realidad.
También las dos novelas inéditas que tuve el privilegio de leer giraban, de un modo u otro, en torno a esta idea. Eso sucedía en Gente rara —o Gente extraña, me falla ahora la memoria—. Nos reunimos precisamente en el Zalacaín para comentar el borrador, encuadernado en gusanillo y ya bastante manoseado, que semanas antes me había dejado en una bolsa de plástico después de un sarao literario. Ahora no recuerdo exactamente lo que le dije, pero sí que conservo la sensación de la lectura. Un personaje investiga y se obsesiona con encontrar “gente rara”, personas extrañas que tienen un don, una tara, una desviación... que, sin embargo, las conecta con algo superior. Algo que está detrás de todo lo que vemos. Como novela no acababa de funcionar del todo, pero como libro de relatos encadenados me gustó muchísimo. Fragmentos de un mundo raro, podría haberlo titulado. De hecho, creo que algunas de esas historias se filtraron en Fragmentos de un mundo acelerado.
Años más tarde, en plena pandemia, leí otro manuscrito: Las ciudades del otro lado, una novela de ciencia ficción en la que unos exploradores tratan de llegar “al otro lado” en la búsqueda de otra ciudad, de otra civilización. De nuevo, aquí, la verdadera realidad se ocultaba. Y eran los sueños de una de las protagonistas los que indicaban el camino a ese lugar. Cuando nos vimos para charlar sobre el libro, le comenté que en realidad tenía allí dos novelas: una novela filosófica sobre el sueño y una novela de aventuras. La primera, le dije, no acababa de estar planteada; y la segunda quedaba algo lastrada por el pensamiento abstracto. «Deberías decidir entre una y otra», creo que le dije. «Tengo que pensarlo», me respondió.
Ahora pienso que, en vez de tantas sugerencias sobre cómo podría mejorar lo que me mostró, lo que tendría que haber hecho es animarlo con fuerzas a publicar esos libros, de la manera que fuese. No eran novelas perfectas, pensaba cuando las leía, pero ¿qué novela lo es? Y sobre todo, ¿para qué necesitamos novelas perfectas? Estaban llenas de destellos, fragmentos brillantes, frases, giros, ideas sobre el mundo. Fogonazos de brillantez, ideas impensadas sobre el mundo condensadas en imágenes. Porque José Óscar era, ante todo, un creador de imágenes. Un narrador y un poeta, pero sobre todo un inventor de imágenes. Imágenes que piensan, como diría Walter Benjamin. Denkbilder. Epifanías. Imágenes inagotables a las que uno acude una y otra vez.
Supongo que sobre muchas de estas cosas conversamos la tarde del 19 de junio de 2017 en el Café Zalacaín, mientras presentábamos en Murcia Fragmentos de un mundo acelerado. Quería haber encontrado el cuaderno blanco que utilicé en aquel evento para ser más preciso y, en el fondo, también para revivir el momento. Pero, después de varios días, he desistido de buscarlo. Probablemente lo extravié durante la última mudanza. Es una pena. Pero tantas cosas se han perdido desde aquel lunes literario... ¿Qué importa un cuaderno?
Abro una vez más el libro y en las primeras páginas me encuentro uno de los relatos que discutimos aquella tarde. Lo sé porque la página está doblada y anotada. Se titula ‘Policiaco’ y su historia está condensada en apenas una frase: «El hombre que inventará el futuro sigue en busca y captura en el pasado».
Vuelvo a mirar las fotos de Facebook y, por un instante, el cuento cobra vida. Intento viajar al pasado y capturar a ese hombre que imaginó José Óscar. Atravesar el tiempo e impedirle que invente el futuro. Este futuro en el que perdemos a quienes más queremos. Este futuro sumergido en el que tanto nos está costando salir a flote.
Años más tarde, en plena pandemia, leí otro manuscrito: Las ciudades del otro lado, una novela de ciencia ficción en la que unos exploradores tratan de llegar “al otro lado” en la búsqueda de otra ciudad, de otra civilización. De nuevo, aquí, la verdadera realidad se ocultaba. Y eran los sueños de una de las protagonistas los que indicaban el camino a ese lugar. Cuando nos vimos para charlar sobre el libro, le comenté que en realidad tenía allí dos novelas: una novela filosófica sobre el sueño y una novela de aventuras. La primera, le dije, no acababa de estar planteada; y la segunda quedaba algo lastrada por el pensamiento abstracto. «Deberías decidir entre una y otra», creo que le dije. «Tengo que pensarlo», me respondió.
Ahora pienso que, en vez de tantas sugerencias sobre cómo podría mejorar lo que me mostró, lo que tendría que haber hecho es animarlo con fuerzas a publicar esos libros, de la manera que fuese. No eran novelas perfectas, pensaba cuando las leía, pero ¿qué novela lo es? Y sobre todo, ¿para qué necesitamos novelas perfectas? Estaban llenas de destellos, fragmentos brillantes, frases, giros, ideas sobre el mundo. Fogonazos de brillantez, ideas impensadas sobre el mundo condensadas en imágenes. Porque José Óscar era, ante todo, un creador de imágenes. Un narrador y un poeta, pero sobre todo un inventor de imágenes. Imágenes que piensan, como diría Walter Benjamin. Denkbilder. Epifanías. Imágenes inagotables a las que uno acude una y otra vez.
Supongo que sobre muchas de estas cosas conversamos la tarde del 19 de junio de 2017 en el Café Zalacaín, mientras presentábamos en Murcia Fragmentos de un mundo acelerado. Quería haber encontrado el cuaderno blanco que utilicé en aquel evento para ser más preciso y, en el fondo, también para revivir el momento. Pero, después de varios días, he desistido de buscarlo. Probablemente lo extravié durante la última mudanza. Es una pena. Pero tantas cosas se han perdido desde aquel lunes literario... ¿Qué importa un cuaderno?
Abro una vez más el libro y en las primeras páginas me encuentro uno de los relatos que discutimos aquella tarde. Lo sé porque la página está doblada y anotada. Se titula ‘Policiaco’ y su historia está condensada en apenas una frase: «El hombre que inventará el futuro sigue en busca y captura en el pasado».
Vuelvo a mirar las fotos de Facebook y, por un instante, el cuento cobra vida. Intento viajar al pasado y capturar a ese hombre que imaginó José Óscar. Atravesar el tiempo e impedirle que invente el futuro. Este futuro en el que perdemos a quienes más queremos. Este futuro sumergido en el que tanto nos está costando salir a flote.
ESTOY CONTIGO EN ROCKLAND o
UN SOLITARIO POR LAS CALLES DE IDAHO
UN SOLITARIO POR LAS CALLES DE IDAHO
por JOAQUÍN BAÑOS
A veces nos fiamos demasiado de una opinión admitida sobre alguien, y cuando conocemos las cosas en directo y nos damos cuenta de que lo que operaba era la inercia de una opinión recibida, resuelves que has tenido ocasiones en las que te faltó decisión ante el espejo de la prudencia. Con José Óscar me pasó eso durante mucho tiempo, nuestros encuentros eran fugaces, a lo largo de los años podían pasar meses sin cruzar nuestros caminos, pero con él había que esperar la oportunidad, era cuestión de sensatez, tacto e ingenio, como decía Gracián. Y fueron muchos los momentos que la fortuna nos brindó desde que un par de generaciones iniciásemos nuestro deambular literario, allá por principios de los noventa. Del II Encuentro de Jóvenes Escritores, organizado por nuestra comunidad autónoma, salimos un buen número de veinteañeros dispuestos a casi todo; algunos más ingenuos, otros con más juicio y los más con buen gusto, pero a los veinte lo que reina es la voluntad, y aquel encuentro fue el germen de la revista/fanzine cultural Thader (1994-1996), donde cada jueves por aquel maravilloso cafetín árabe de la calle Las Mulas fueron pasando —y algunos quedándose— la mayoría de los nombres que hoy alientan nuestra Hochkultur; en aquel reservado pasábamos largas horas de conversación donde todo el mundo era bienvenido —hasta los que se presentaban con impertinencia— pero se quedaban los de deseo más impaciente, y pronto crecía el afecto. Allí teníamos a Ángel Paniagua, que ya era un aventajado y podía presumir de sus publicaciones y lecturas, y el primero que dirigió nuestras intrigas y consejos literarios; allí estuvieron Pedro Alberto Cruz, Elías León Siminiani, Andrés García Cerdán, Antonio Aguilar Rodríguez, Isabelle García Molina —con quien organicé un extenuante y apasionado tercer encuentro de jóvenes escritores—, Pedro Medina, Ginés Emile, Javier Moreno, Ángel Manuel Gómez Espada, David Galindo, Pepa Murcia Cascales, más tarde Diego Sánchez Aguilar, Juan de Dios García, José Daniel Espejo... y José Óscar, y muchos más que lamento no traer con la misma justicia, pero que su ausencia merece igual respeto y aprecio. Y estaba, sobre todo, Cristina Morano, con la que compartí el esfuerzo de sacar adelante aquella publicación única y de participación transversal y descarada. También coincidí con él algún lunes en los pases de la asociación Mestizo en los cines Centrofama, uno de los pocos lugares de aquella Murcia con chaleco en los que salir de la anoxia, como eran la librería Yerba, o el festival Ardentísima de José María Álvarez, maestro y guía de casi todos hasta la frontera, o los ciclos de Francisco Jarauta en Cajamurcia, o La Puerta Falsa en sus mejores momentos... Y años después llegaron las presentaciones en el Museo Ramón Gaya, o en el Zalacaín, las actividades en el espacio cultural La Azotea, o en la Biblioteca Regional de Murcia, o en el café El Sur, y la revista de poesía La Galla Ciencia, y en ese devenir siempre estaba José Óscar, con participaciones que nunca delataban un temperamento impaciente, pero sí constante. Él siempre manejó las mismas obsesiones, esos territorios fronterizos, paisajes más de la América profunda, zonas desérticas, playas vikingas y calles de otro planeta: el mosaico de una vida que no parecía la nuestra pero que poblaba el imaginario casi borgiano de José Óscar, y en esas paradojas y exploraciones andaba siempre.
Lo veía llegar a los sitios solo, rara vez se enredaba en la multitud, más bien se escurría hasta encontrar el refugio útil, ese que te protege de las circunstancias pero observas con destreza; alguien siempre discreto, casi ausente, hasta que te acercabas a él y comenzaba una agradable y jugosa conversación. La fugacidad de nuestros encuentros nunca impidió que el inicio de uno nuevo me dejase una sensación de continuidad, la sutileza de un hilo de Ariadna que nos regresaba a la última vez, pero te catapultaba a ese escenario de nobleza al alcance de muy pocos, donde José Óscar brindaba momentos por encima de la mediocridad. Sólo quiero traer aquí dos de ellos para poder mostrarlo, empezando por el aparentemente más prosaico: todavía en aquellos años de formación universitaria la casualidad hizo que me lo encontrase atendiendo en el mostrador de un Burger King; aquello nos hizo reír a los dos por lo marciano del momento, y un buen rato después pudimos hablar unos minutos. Tiempo después él mismo, que no tenía esa época “profesional” en gran estima, me recordaba que si me hubiese hecho caso y sus poemas hubiesen incorporado un whopper en alguno de sus versos o la insondable semejanza de la mostaza Hellmann’s con los amarillos de Van Gogh o la pintura tradicional japonesa, a Manuel Vilas le habría dado con la ocurrencia en los dientes antes de que este pasara por ser un “renovador” de la poesía española, y nos reíamos sin desprecio ni nostalgia.
Los encuentros con José Óscar eran polillas de tiempo precioso. Una vez, en La Azotea, acudí a uno de sus mercadillos para vender buena parte de mi patrimonio en libros y discos. En un descanso a la puerta del local donde nos congregábamos se me acercó para preguntarme cómo me iba. Visiblemente enfadado, le respondí que acababa de vender mi traducción de Alberto Girri de la Spoon River por cinco euros, no tanto por desatino como por necesidad. Me consoló advirtiendo que tal vez la persona que se lo llevó sabría apreciarlo. Al menos he guardado a tiempo bajo el mostrador la primera publicación en España del Howl de Ginsberg, le dije, ese librito de 1975 tan pop de Star Books que casi se desmembraba. Y en ese momento José Óscar, tras un gesto de entusiasmo, empezó a recitar el Aullido en inglés como un mantra para, acto seguido, salmodiar en español dos minutos de auténtica posesión. Así me complacía y borró el rastro de aquel necio, así era él para mí, alguien cuya verdad, por auténtica, siempre era útil. Luego nos tocó pedirle en un par de ocasiones colaboración para La Galla Ciencia, y siempre lo hizo desde la modestia y el agradecimiento, siempre cercano. Con sus poemas refrescaba el gusto y atraía la atención; en José Óscar, como en los grandes, no importa el tema, lo que importa es el tono. Tal vez su secreto residía en negarse a hacer literatura, en huir de lo literario y sus servidumbres, empezando por la mayor de todas: el estilo. Él lo dinamita y con sus fragmentos construye, muchas veces creo que sin proponérselo, su peculiarísimo estilo, un estilo que es su propia negación. Quizá estuviese escribiendo para otro tiempo que no es el nuestro, por encima de esta literatura de cementerio a la que él envolvía en llamas y sobrevolaba como en un hechizo. Nunca complaciente, sabio para detectar que es peor ocuparse de lo inútil que no hacer nada; siempre acompañado de sus libretas que aparecían en el momento más insospechado y sutil pero atropellado por la fuerza de la suerte; sabio para evitar los enfados y los aprietos, destacándose de forma consciente, porque él sabía que era distinto, y yo añado que era mejor, mejor que la mayoría de todos nosotros, porque él aspiraba a ser un héroe y no únicamente a parecerlo. Por eso y desde aquel día, y cada vez que así lo deseo, vuelve a mis ojos el momento en que José Óscar se eleva sobre el suelo para mí como su Hombre Hormiga para recitarme, mirando al infinito
Los encuentros con José Óscar eran polillas de tiempo precioso. Una vez, en La Azotea, acudí a uno de sus mercadillos para vender buena parte de mi patrimonio en libros y discos. En un descanso a la puerta del local donde nos congregábamos se me acercó para preguntarme cómo me iba. Visiblemente enfadado, le respondí que acababa de vender mi traducción de Alberto Girri de la Spoon River por cinco euros, no tanto por desatino como por necesidad. Me consoló advirtiendo que tal vez la persona que se lo llevó sabría apreciarlo. Al menos he guardado a tiempo bajo el mostrador la primera publicación en España del Howl de Ginsberg, le dije, ese librito de 1975 tan pop de Star Books que casi se desmembraba. Y en ese momento José Óscar, tras un gesto de entusiasmo, empezó a recitar el Aullido en inglés como un mantra para, acto seguido, salmodiar en español dos minutos de auténtica posesión. Así me complacía y borró el rastro de aquel necio, así era él para mí, alguien cuya verdad, por auténtica, siempre era útil. Luego nos tocó pedirle en un par de ocasiones colaboración para La Galla Ciencia, y siempre lo hizo desde la modestia y el agradecimiento, siempre cercano. Con sus poemas refrescaba el gusto y atraía la atención; en José Óscar, como en los grandes, no importa el tema, lo que importa es el tono. Tal vez su secreto residía en negarse a hacer literatura, en huir de lo literario y sus servidumbres, empezando por la mayor de todas: el estilo. Él lo dinamita y con sus fragmentos construye, muchas veces creo que sin proponérselo, su peculiarísimo estilo, un estilo que es su propia negación. Quizá estuviese escribiendo para otro tiempo que no es el nuestro, por encima de esta literatura de cementerio a la que él envolvía en llamas y sobrevolaba como en un hechizo. Nunca complaciente, sabio para detectar que es peor ocuparse de lo inútil que no hacer nada; siempre acompañado de sus libretas que aparecían en el momento más insospechado y sutil pero atropellado por la fuerza de la suerte; sabio para evitar los enfados y los aprietos, destacándose de forma consciente, porque él sabía que era distinto, y yo añado que era mejor, mejor que la mayoría de todos nosotros, porque él aspiraba a ser un héroe y no únicamente a parecerlo. Por eso y desde aquel día, y cada vez que así lo deseo, vuelve a mis ojos el momento en que José Óscar se eleva sobre el suelo para mí como su Hombre Hormiga para recitarme, mirando al infinito
He visto los mejores cerebros de mi generación destruidos por la locura, famélicos, histéricos, desnudos.
Arrastrándose de madrugada por las calles de los negros en busca de un colérico picotazo,
Pasotas de cabeza de ángel consumiéndose por la primigenia conexión celestial con la estrellada dinamo de la maquinaria de la noche,
(.../...)
Arrastrándose de madrugada por las calles de los negros en busca de un colérico picotazo,
Pasotas de cabeza de ángel consumiéndose por la primigenia conexión celestial con la estrellada dinamo de la maquinaria de la noche,
(.../...)
LA PENUMBRA, EL ESPACIO, LA TIERRA
por MIGUEL SERRANO LARRAZ
Apenas conocí a José Óscar López. No creo que la admiración sea una de las formas del conocimiento, aunque no hay duda, por otra parte, de que la lectura es una de las formas de la intimidad. Tampoco creo que se pueda conocer a nadie realmente: todo siempre nos sorprende, incluso nosotros mismos.
José Óscar y yo solo nos vimos dos veces, aunque las dos conversaciones, si es que fueron dos, se han fusionado ya en una sola, irremediable. Estamos muy cerca, tal vez porque es la única manera de conseguir comunicarnos (ninguno de los dos alza la voz, y estamos rodeados de ruido, de pie en un bar, en Murcia). Hablamos de literatura, por supuesto. Me gustaría creer que también hablamos de música, de la vida, pero la conexión, instantánea, no necesita de esos subterfugios. Ya nadie sabe de qué hablamos, de qué hemos hablado, o de qué seguimos hablando, y da lo mismo. Somos esquivos, ligeramente descreídos, me gustaría creer que no mentimos, que no somos cínicos, ninguno de los dos. Yo he leído algunos cuentos de Los monos insomnes y sigo deslumbrado: he percibido en sus textos una afinidad que no puede fingirse ni forzarse. Tengo envidia de su escritura, que me empuja a escribir mejor, a pensar mejor, o al menos de otro modo. Él es tímido y es humilde, y ante todo creo que es consciente de que nos movemos en un terreno resbaladizo, porque la obra es lo de menos, intervienen otros factores. La penumbra, por ejemplo (los dos sabemos, por otra parte, que la obra es lo único que importa). Tal vez nos reconocemos también en esa tristeza que no puede nombrarse. No la tristeza del fracaso, sino la tristeza de la imposibilidad del éxito. Es raro encontrarse, haberse encontrado, porque no queda nada que decir.
Intenté escribir un texto de ficción, a la manera de los de José Óscar, para convocar su figura, o su recuerdo, y rendirle homenaje en este homenaje, en esta recapitulación. En mi cuento (porque era un cuento), el protagonista era un anciano que recibía la visita de tres investigadores del Departamento de Redes Sociales. El anciano, según se descubría poco a poco, era el último superviviente de su círculo de amistades en la Primera Gran Red Social. Dicho de otro modo: en algún momento había tenido cinco mil amigos, cinco mil contactos, y todos ellos habían muerto ya. En algunos casos, las familias habían hecho desaparecer los perfiles, pero la mayoría seguían allí, con sus fotografías, sus fechas de cumpleaños, sus comentarios banales, sus esperanzas. Un eco, un limbo, al alcance de un solo espectador. Los investigadores querían saber por qué el hombre seguía allí, por qué entraba todavía a la red social, y le mostraban en una pantalla gigante (en realidad en la pared de la habitación) los rostros jóvenes todavía de algunas personas que llevaban décadas muertas. El hombre, el anciano, no sabía qué responder. «No es nostalgia», decía. Y después: «Es mi obligación». No reconocía ninguna de aquellas expresiones, de aquellos nombres que se iban desvaneciendo como se desvanecía todo a su alrededor. «Tengo una memoria muy mala, cada vez peor, se justificaba». Hasta que de pronto una imagen lo sobrecogía, pero no era una fotografía, sino un dibujo. Un dibujo fantástico, de un astronauta que flotaba en el espacio. El hombre no recuperaba ningún recuerdo, pero sí las sensaciones, lo que había sido.
El relato, por supuesto, no llegó a ninguna parte. Quería ser un cuento de José Óscar, quería seguir su huella, dialogar con él, pero ya resulta imposible, incluso un poco ridículo.
José Óscar y yo nos escribimos por Facebook unas cuentas veces a lo largo de los años. Las conversaciones siempre fueron breves, porque nos reclamaban otros asuntos y porque siempre íbamos a tener tiempo para escribirnos, para seguir viéndonos. En una ocasión le pedí una pregunta para Enrique Vila Matas, para una mesa redonda, pero después no pude hacerle la pregunta a Enrique Vila Matas y me pareció que seguíamos el destino que nos habíamos marcado, la senda de las posibilidades. Siempre pensé que su novela, aquella novela de la que me habló alguna vez (tal vez fueron varias novelas) iba a significar algo importante para mí, un alivio, un descanso.
Nos enviamos libros. Hablamos alguna vez de las distintas ediciones de los cuentos de Felisberto Hernández. Por algún motivo, la obra de José Óscar se mantiene para mí cerca de la de Felisberto, de la de César Aira, de la de Mario Levrero. En el asombro y la risa, en una especie de maniobra permanente contra la mentira. También me gustaban mucho sus viñetas, su mirada. Nunca supe nada de su vida personal, de su familia, de su trabajo, aunque interrumpimos algunas conversaciones de manera brusca por motivos relacionados con la familia o el trabajo, con la vida personal que quedaba al otro lado, en la intimidad futura.
Leí en alguna parte el epitafio de una bailarina que decía algo así: «Que la tierra te sea tan leve como tú fuiste leve sobre la tierra». Me parece que la frase, de algún modo, se ajusta a mi deseo, a mi recuerdo, a mi relación con José Óscar López.
José Óscar y yo solo nos vimos dos veces, aunque las dos conversaciones, si es que fueron dos, se han fusionado ya en una sola, irremediable. Estamos muy cerca, tal vez porque es la única manera de conseguir comunicarnos (ninguno de los dos alza la voz, y estamos rodeados de ruido, de pie en un bar, en Murcia). Hablamos de literatura, por supuesto. Me gustaría creer que también hablamos de música, de la vida, pero la conexión, instantánea, no necesita de esos subterfugios. Ya nadie sabe de qué hablamos, de qué hemos hablado, o de qué seguimos hablando, y da lo mismo. Somos esquivos, ligeramente descreídos, me gustaría creer que no mentimos, que no somos cínicos, ninguno de los dos. Yo he leído algunos cuentos de Los monos insomnes y sigo deslumbrado: he percibido en sus textos una afinidad que no puede fingirse ni forzarse. Tengo envidia de su escritura, que me empuja a escribir mejor, a pensar mejor, o al menos de otro modo. Él es tímido y es humilde, y ante todo creo que es consciente de que nos movemos en un terreno resbaladizo, porque la obra es lo de menos, intervienen otros factores. La penumbra, por ejemplo (los dos sabemos, por otra parte, que la obra es lo único que importa). Tal vez nos reconocemos también en esa tristeza que no puede nombrarse. No la tristeza del fracaso, sino la tristeza de la imposibilidad del éxito. Es raro encontrarse, haberse encontrado, porque no queda nada que decir.
Intenté escribir un texto de ficción, a la manera de los de José Óscar, para convocar su figura, o su recuerdo, y rendirle homenaje en este homenaje, en esta recapitulación. En mi cuento (porque era un cuento), el protagonista era un anciano que recibía la visita de tres investigadores del Departamento de Redes Sociales. El anciano, según se descubría poco a poco, era el último superviviente de su círculo de amistades en la Primera Gran Red Social. Dicho de otro modo: en algún momento había tenido cinco mil amigos, cinco mil contactos, y todos ellos habían muerto ya. En algunos casos, las familias habían hecho desaparecer los perfiles, pero la mayoría seguían allí, con sus fotografías, sus fechas de cumpleaños, sus comentarios banales, sus esperanzas. Un eco, un limbo, al alcance de un solo espectador. Los investigadores querían saber por qué el hombre seguía allí, por qué entraba todavía a la red social, y le mostraban en una pantalla gigante (en realidad en la pared de la habitación) los rostros jóvenes todavía de algunas personas que llevaban décadas muertas. El hombre, el anciano, no sabía qué responder. «No es nostalgia», decía. Y después: «Es mi obligación». No reconocía ninguna de aquellas expresiones, de aquellos nombres que se iban desvaneciendo como se desvanecía todo a su alrededor. «Tengo una memoria muy mala, cada vez peor, se justificaba». Hasta que de pronto una imagen lo sobrecogía, pero no era una fotografía, sino un dibujo. Un dibujo fantástico, de un astronauta que flotaba en el espacio. El hombre no recuperaba ningún recuerdo, pero sí las sensaciones, lo que había sido.
El relato, por supuesto, no llegó a ninguna parte. Quería ser un cuento de José Óscar, quería seguir su huella, dialogar con él, pero ya resulta imposible, incluso un poco ridículo.
José Óscar y yo nos escribimos por Facebook unas cuentas veces a lo largo de los años. Las conversaciones siempre fueron breves, porque nos reclamaban otros asuntos y porque siempre íbamos a tener tiempo para escribirnos, para seguir viéndonos. En una ocasión le pedí una pregunta para Enrique Vila Matas, para una mesa redonda, pero después no pude hacerle la pregunta a Enrique Vila Matas y me pareció que seguíamos el destino que nos habíamos marcado, la senda de las posibilidades. Siempre pensé que su novela, aquella novela de la que me habló alguna vez (tal vez fueron varias novelas) iba a significar algo importante para mí, un alivio, un descanso.
Nos enviamos libros. Hablamos alguna vez de las distintas ediciones de los cuentos de Felisberto Hernández. Por algún motivo, la obra de José Óscar se mantiene para mí cerca de la de Felisberto, de la de César Aira, de la de Mario Levrero. En el asombro y la risa, en una especie de maniobra permanente contra la mentira. También me gustaban mucho sus viñetas, su mirada. Nunca supe nada de su vida personal, de su familia, de su trabajo, aunque interrumpimos algunas conversaciones de manera brusca por motivos relacionados con la familia o el trabajo, con la vida personal que quedaba al otro lado, en la intimidad futura.
Leí en alguna parte el epitafio de una bailarina que decía algo así: «Que la tierra te sea tan leve como tú fuiste leve sobre la tierra». Me parece que la frase, de algún modo, se ajusta a mi deseo, a mi recuerdo, a mi relación con José Óscar López.
TRES APROXIMACIONES A UN ANIMAL FABULOSO
por ALMUDENA SÁNCHEZ
1. Cuando me preguntan por José Óscar López me pasa lo mismo que cuando me preguntan por un poema: no sé qué decir. Era raro y precioso como un poema, un montículo, una partícula subatómica, un grillo al atardecer. La verdad es que no sé qué hago escribiendo sobre él (si apenas lo conocía, nos bañamos en una piscina y cuando flotaba el agua le susurraba: sí, sí, sí). Porque el agua acaricia la pureza: las rocas, un rayo de sol a deshoras y a José Óscar también y en algún lugar remoto, cósmico intuyo, estará nuestro amigo querido, rodeado de agua como en esa piscina de Cabo de Palos, en la que tres o cuatro personas movíamos los pies a la vez para no hundirnos y nos turnábamos un churro flotante porque nos estábamos haciendo mayores (el cansancio, la aspereza, la frescura desaparecida) pero, sobre todo, porque la de Cabo de Palos es una piscina en la que el tiempo se detiene.
Y recuerdo cómo mis ojos se detuvieron en los de José Óscar. Todo en él era agua ese día. Estaba inundado de verano.
Como en sus relatos. Como en las siestas.
2. Hace algunos meses visité su blog (joseoscarlopez.blogspot.com) y leí con atención su adiós al poeta John Ashbery, que murió en 2017. Quizá sea uno de los escritos más personales de José Óscar, más balsámicos (aunque no sea la palabra exacta, nunca la encontraremos) y me pareció que lo que José Óscar buscaba en sus lectores era hacerles reír, pero no hacerles reír a lo tonto o de forma entretenida o burlesca, sino buscar nuestra sonrisa junto a las palabras inesperadas, a través del pensamiento dislocado.
Que los libros fueran un motivo para tomarnos menos en serio.
Que los libros fueran otra cosa, un submundo paranormal.
Que los libros no fueran exactamente libros, sino modos de sentir primitivos.
En esta entrada en la que José Óscar se despide del poeta americano, cita dos libros suyos que le ayudaron en un momento difícil de su vida y le hicieron reír de forma liberadora: Pirografía y Una ola.
Yo tengo por aquí uno de Ashbery que se titula El alboroto de los pájaros y pienso en ellos dos, estadounidense y murciano, como dos pájaros que vuelan, fantasean, picotean, alborotan el más allá.
No puede ser de otra manera.
3. En el año 2016 un periodista me preguntó si me lo había pasado bien delirando en mi nuevo libro de cuentos y le contesté que «el delirio también duele». Bueno, pues esto me ha llevado, con el tiempo, a pensar en José Óscar, que era un experto delirante (que no es más que un temperamento y una técnica literaria), pero duele, duele muchísimo.
Delirar responde a una sensibilidad. A un estado mental. A una combustión.
José Óscar deliraba, sí, en cualquiera de sus facetas artísticas. Y estoy segura de que se reía y sufría a la vez.
El delirio es la suma de inteligencia mezclada con imaginación. Y José Óscar tenía de las dos y mucha cantidad. Estaba predestinado a inventar y a terminar de dibujar un cómic algún año de estos y a no comprender nunca jamás a los monos insomnes.
Y recuerdo cómo mis ojos se detuvieron en los de José Óscar. Todo en él era agua ese día. Estaba inundado de verano.
Como en sus relatos. Como en las siestas.
2. Hace algunos meses visité su blog (joseoscarlopez.blogspot.com) y leí con atención su adiós al poeta John Ashbery, que murió en 2017. Quizá sea uno de los escritos más personales de José Óscar, más balsámicos (aunque no sea la palabra exacta, nunca la encontraremos) y me pareció que lo que José Óscar buscaba en sus lectores era hacerles reír, pero no hacerles reír a lo tonto o de forma entretenida o burlesca, sino buscar nuestra sonrisa junto a las palabras inesperadas, a través del pensamiento dislocado.
Que los libros fueran un motivo para tomarnos menos en serio.
Que los libros fueran otra cosa, un submundo paranormal.
Que los libros no fueran exactamente libros, sino modos de sentir primitivos.
En esta entrada en la que José Óscar se despide del poeta americano, cita dos libros suyos que le ayudaron en un momento difícil de su vida y le hicieron reír de forma liberadora: Pirografía y Una ola.
Yo tengo por aquí uno de Ashbery que se titula El alboroto de los pájaros y pienso en ellos dos, estadounidense y murciano, como dos pájaros que vuelan, fantasean, picotean, alborotan el más allá.
No puede ser de otra manera.
3. En el año 2016 un periodista me preguntó si me lo había pasado bien delirando en mi nuevo libro de cuentos y le contesté que «el delirio también duele». Bueno, pues esto me ha llevado, con el tiempo, a pensar en José Óscar, que era un experto delirante (que no es más que un temperamento y una técnica literaria), pero duele, duele muchísimo.
Delirar responde a una sensibilidad. A un estado mental. A una combustión.
José Óscar deliraba, sí, en cualquiera de sus facetas artísticas. Y estoy segura de que se reía y sufría a la vez.
El delirio es la suma de inteligencia mezclada con imaginación. Y José Óscar tenía de las dos y mucha cantidad. Estaba predestinado a inventar y a terminar de dibujar un cómic algún año de estos y a no comprender nunca jamás a los monos insomnes.
DECIDIDO A PARAR LA PARÁLISIS (UN HOMENAJE)
por MARCELO CRIMINAL
Hace dos meses que no escribo por aquí, y es una pena porque han pasado muchas cosas, demasiadas igual para alguien perezoso como yo que prefiere contar lo menos posible. Estuve en Barcelona, Granada y Madrid, di mis primeras clases, cumplí años, terminé el Read Dead 2, vi algunas películas y, me temo, falleció mi amigo José Óscar.
No es este el lugar para necrológicas ni pretendo que mi newsletter se convierta en algo lacrimógeno, pero casi un mes después sigue pareciéndome imposible, absurdo, irrespetuoso, atravesar cualquier aspecto de mi vida haciendo como si no hubiese pasado y, aunque el dolor ha ido mitigando, cuesta imaginarse que una personalidad tan inmensa como la suya no acabe encontrando oportunidades para venirme a la memoria el resto de mis días.
José Óscar era el hermano de Álex López, mi amigo y productor, con el que quedo para grabar canciones con una periodicidad alta desde hace más de siete años. A veces él venía, se tomaba unas cervezas, escuchaba las demos y siempre encontraba alguna referencia, algún detalle, con el que emocionarse y con el que disparar una conversación interesante. Si había dos rasgos que sus amigos recordaremos son su generosidad y su entusiasmo, como demuestra aquello tan bonito que escribió José Daniel Espejo en La Verdad de Murcia (14/03/2024). Supongo que sin sus palabras de ánimo, su apoyo, su refuerzo permanente, hubiéramos podido hacer las canciones, pero sin duda habríamos estado más solos, más aburridos, más desanimados. Yo habría leído muchos menos libros y tebeos y habría escuchado muchísimo menos krautrock y el mundo en general se habría perdido algunos cuentos y poemas increíbles como los que incluyen Animal fabuloso o Fragmentos de un mundo acelerado.
No pude evitarlo, busqué una foto en la que saliésemos juntos, una forma de recordarle públicamente en internet, de hacer un homenaje cuando aún estaba cercano en el tiempo. Esa foto, creo, no existe, conozco a sus hijos y su mujer, he estado en su casa y en su coche, leí un borrador de una novela cuyo futuro es ahora quizás inexistente, pero ninguna imagen nos coloca en el mismo sitio y el mismo lugar. Haciendo el ejercicio lúgubre de consultar nuestra conversación de whatsapp encuentro un retrato que me había hecho en uno de sus miles y miles de dibujos, dice que le salió sin querer y al revisarlo se dio cuenta de quién era el modelo inconsciente.
Durante estos días me ha parecido una frivolidad publicar algo aquí que no fuese un homenaje, seguir hablando de mis cosas y mis tonterías. La responsabilidad de despedir a un amigo es, definitivamente, algo paralizante y un sentimiento interesante en tanto que es bastante nuevo, la necesidad de postear para pasar página. Pero si la única imagen que me ata a esta amistad de siete años no es un selfi borrachos sino un dibujo de ciencia ficción hecho a boli negro es que nada es tan solemne o que la solemnidad es diferente a lo que creíamos. Sé que José Óscar lo hubiese pasado fatal leyendo estas cosas y hubiese preferido que escribiese sobre la biografía de Nico o el run de Walter Simonson en El Poderoso Thor, que es lo que estoy leyendo. Yo en cada página me acuerdo de él y me imagino que lo comentamos y él me dice cosas que jamás se me hubiesen ocurrido a mí.
Que ustedes la pasen muy bien, hasta la semana que viene si dios quiere.
No es este el lugar para necrológicas ni pretendo que mi newsletter se convierta en algo lacrimógeno, pero casi un mes después sigue pareciéndome imposible, absurdo, irrespetuoso, atravesar cualquier aspecto de mi vida haciendo como si no hubiese pasado y, aunque el dolor ha ido mitigando, cuesta imaginarse que una personalidad tan inmensa como la suya no acabe encontrando oportunidades para venirme a la memoria el resto de mis días.
José Óscar era el hermano de Álex López, mi amigo y productor, con el que quedo para grabar canciones con una periodicidad alta desde hace más de siete años. A veces él venía, se tomaba unas cervezas, escuchaba las demos y siempre encontraba alguna referencia, algún detalle, con el que emocionarse y con el que disparar una conversación interesante. Si había dos rasgos que sus amigos recordaremos son su generosidad y su entusiasmo, como demuestra aquello tan bonito que escribió José Daniel Espejo en La Verdad de Murcia (14/03/2024). Supongo que sin sus palabras de ánimo, su apoyo, su refuerzo permanente, hubiéramos podido hacer las canciones, pero sin duda habríamos estado más solos, más aburridos, más desanimados. Yo habría leído muchos menos libros y tebeos y habría escuchado muchísimo menos krautrock y el mundo en general se habría perdido algunos cuentos y poemas increíbles como los que incluyen Animal fabuloso o Fragmentos de un mundo acelerado.
No pude evitarlo, busqué una foto en la que saliésemos juntos, una forma de recordarle públicamente en internet, de hacer un homenaje cuando aún estaba cercano en el tiempo. Esa foto, creo, no existe, conozco a sus hijos y su mujer, he estado en su casa y en su coche, leí un borrador de una novela cuyo futuro es ahora quizás inexistente, pero ninguna imagen nos coloca en el mismo sitio y el mismo lugar. Haciendo el ejercicio lúgubre de consultar nuestra conversación de whatsapp encuentro un retrato que me había hecho en uno de sus miles y miles de dibujos, dice que le salió sin querer y al revisarlo se dio cuenta de quién era el modelo inconsciente.
Durante estos días me ha parecido una frivolidad publicar algo aquí que no fuese un homenaje, seguir hablando de mis cosas y mis tonterías. La responsabilidad de despedir a un amigo es, definitivamente, algo paralizante y un sentimiento interesante en tanto que es bastante nuevo, la necesidad de postear para pasar página. Pero si la única imagen que me ata a esta amistad de siete años no es un selfi borrachos sino un dibujo de ciencia ficción hecho a boli negro es que nada es tan solemne o que la solemnidad es diferente a lo que creíamos. Sé que José Óscar lo hubiese pasado fatal leyendo estas cosas y hubiese preferido que escribiese sobre la biografía de Nico o el run de Walter Simonson en El Poderoso Thor, que es lo que estoy leyendo. Yo en cada página me acuerdo de él y me imagino que lo comentamos y él me dice cosas que jamás se me hubiesen ocurrido a mí.
Que ustedes la pasen muy bien, hasta la semana que viene si dios quiere.
[Publicado originalmente en: https://marcelocriminal.substack.com]
ARCHIPIÉLAGO
SPACE INVADERS
|
VIRGINIA AGUILAR BAUTISTA
|
He jugado todo febrero en modo demo
en tu fabulosa máquina arcade
meteorizando los días a capricho:
desintegré fácilmente un sábado,
y un martes y un domingo después.
En este nuevo orden,
ya nada me resulta extraño.
¡Qué belleza! La cota + 0,1 de todo cuanto veo
aparece subrayada y contorneada
por un grueso trazo amarillo.
Se abre un nuevo universo.
en tu fabulosa máquina arcade
meteorizando los días a capricho:
desintegré fácilmente un sábado,
y un martes y un domingo después.
En este nuevo orden,
ya nada me resulta extraño.
¡Qué belleza! La cota + 0,1 de todo cuanto veo
aparece subrayada y contorneada
por un grueso trazo amarillo.
Se abre un nuevo universo.
*Poema inspirado en la tira Culturética Bulímica de José Óscar López publicada en La Opinión de Murcia (12-02-2022).
El último verso está en cursiva porque pertenece al libro Animal fabuloso.
El último verso está en cursiva porque pertenece al libro Animal fabuloso.
DICHOSO MUNDO ACELERADO:
CRÓNICA FICTICIA DE UN VIAJE EN TREN |
ERIC LUNA
|
A aquellos que admiro, y que ya no están, suelo crearles estancias hechas de palabras. Es algo que, por desgracia, ya ha empezado a convertirse en costumbre. Leí en alguna parte que la literatura debería tratar sobre las cosas que nos gustaría salvar del olvido. Yo lo veo como atrapar en ámbar a esas personas, o esos momentos que compartimos.
No te voy a engañar: Contigo lo tengo más difícil. Desde esta distancia me cuesta evocar tu voz. Pero como quiero que seas tú quien hable, he decidido parafrasearte a partir de tus cuentos. Confío en que tu sentido del humor disculpará mis errores.
La memoria es como una voluta de humo. Resulta imposible recrear el pasado con fidelidad porque, mientras lo intentas, éste no deja de moverse, ni de cambiar. Y porque la voluta que tú observas y la que observo yo nunca podrá ser idéntica. Aunque ambos podamos decir que la vimos flotar.
Pese a las presentaciones de libros, los recitales y otras verbenas literarias, donde pasé más tiempo contigo fue en los cercanías de Alhama a Murcia. Tú volvías de tu jornada en el instituto y yo acudía a mi trabajo de media jornada en una biblioteca.
De modo que, aquí te sitúo, en este vagón de paredes amarillentas, que temblequea al iniciar su marcha. Uno no sabe si es el tren el que acelera hacia adelante, o es el resto del mundo el que acelera marcha atrás. Entro al vagón y ya estás ahí. Estás leyendo un libro (la portada está borrosa, no sé qué lees) y a mí me incomoda interrumpir tu lectura, pero levantas la cabeza, como solías hacer, alzando bien la barbilla, y sonríes. Y yo tomo tu sonrisa como un saludo. Espero que concretes una invitación formal a sentarme contigo, pero como no llega, me siento.
—Hola, Joseóscar.
Siempre te llamé así. Por tu nombre completo y de corrido. Ignoro si tus amigos cercanos te llamaban de esta forma, o si te llamaban Jose, o Pepe. Ignoro también si es que no tenías coche. O preferías el tren, porque tu casa quedaba cerca de la estación. Parece que vas a decir algo, así que tomo uno de tus libros y lo abro al azar. Leo que dices:
Dormito en los transportes públicos, camino del trabajo: apenas diez minutos bastan a mi descanso. Tengo la precaución de no hablarlo con nadie, aunque a menudo los demás intentan acercarse a mi secreto.
Me halaga ser cómplice de tu secreto. Las líneas que escribimos son confesiones a posteriori, hechas a amigos que no sabemos que tendremos. Como sea, espero no estar interrumpiendo tampoco tu sueño.
Una adolescente masca chicle a nuestro lado con la boca abierta. Provoca explosiones de globos de color fresa ácida en el interior de su boca. La música que sale de sus cascos huele a Bowie. Es el sueño de ámbar que te estoy escribiendo, así que no puede ser de otra manera: Me agarro a tus lugares comunes.
—¿Qué lees? —pregunto. Ya sabemos de dónde venimos y adónde vamos, así que me ahorro la conversación vacía, pero sí que me interesa saber qué estás leyendo.
Como si no esperaras la pregunta, elevas las cejas y echas un vistazo al libro que tienes entre manos.
Bueno... Puede que a Don Delillo. Puede que a Philip Roth. O puede que a Pynchon. De hecho, puede que los esté leyendo a todos.
No te voy a engañar: Contigo lo tengo más difícil. Desde esta distancia me cuesta evocar tu voz. Pero como quiero que seas tú quien hable, he decidido parafrasearte a partir de tus cuentos. Confío en que tu sentido del humor disculpará mis errores.
La memoria es como una voluta de humo. Resulta imposible recrear el pasado con fidelidad porque, mientras lo intentas, éste no deja de moverse, ni de cambiar. Y porque la voluta que tú observas y la que observo yo nunca podrá ser idéntica. Aunque ambos podamos decir que la vimos flotar.
Pese a las presentaciones de libros, los recitales y otras verbenas literarias, donde pasé más tiempo contigo fue en los cercanías de Alhama a Murcia. Tú volvías de tu jornada en el instituto y yo acudía a mi trabajo de media jornada en una biblioteca.
De modo que, aquí te sitúo, en este vagón de paredes amarillentas, que temblequea al iniciar su marcha. Uno no sabe si es el tren el que acelera hacia adelante, o es el resto del mundo el que acelera marcha atrás. Entro al vagón y ya estás ahí. Estás leyendo un libro (la portada está borrosa, no sé qué lees) y a mí me incomoda interrumpir tu lectura, pero levantas la cabeza, como solías hacer, alzando bien la barbilla, y sonríes. Y yo tomo tu sonrisa como un saludo. Espero que concretes una invitación formal a sentarme contigo, pero como no llega, me siento.
—Hola, Joseóscar.
Siempre te llamé así. Por tu nombre completo y de corrido. Ignoro si tus amigos cercanos te llamaban de esta forma, o si te llamaban Jose, o Pepe. Ignoro también si es que no tenías coche. O preferías el tren, porque tu casa quedaba cerca de la estación. Parece que vas a decir algo, así que tomo uno de tus libros y lo abro al azar. Leo que dices:
Dormito en los transportes públicos, camino del trabajo: apenas diez minutos bastan a mi descanso. Tengo la precaución de no hablarlo con nadie, aunque a menudo los demás intentan acercarse a mi secreto.
Me halaga ser cómplice de tu secreto. Las líneas que escribimos son confesiones a posteriori, hechas a amigos que no sabemos que tendremos. Como sea, espero no estar interrumpiendo tampoco tu sueño.
Una adolescente masca chicle a nuestro lado con la boca abierta. Provoca explosiones de globos de color fresa ácida en el interior de su boca. La música que sale de sus cascos huele a Bowie. Es el sueño de ámbar que te estoy escribiendo, así que no puede ser de otra manera: Me agarro a tus lugares comunes.
—¿Qué lees? —pregunto. Ya sabemos de dónde venimos y adónde vamos, así que me ahorro la conversación vacía, pero sí que me interesa saber qué estás leyendo.
Como si no esperaras la pregunta, elevas las cejas y echas un vistazo al libro que tienes entre manos.
Bueno... Puede que a Don Delillo. Puede que a Philip Roth. O puede que a Pynchon. De hecho, puede que los esté leyendo a todos.
La verdad, cuando tuvimos esta conversación yo aún no había leído a Delillo, ni a Roth, ni a Pynchon. Fui sincero y te lo dije. Me limité a anotar sus nombres en mi libreta, para buscarlos más tarde en la biblioteca, mientras disimulaba la vergüenza que me producía no estar a la altura.
Te leo decir:
Era un lector metódico, de los que ya no quedan...
Y aunque no sé si lo dices en primera o tercera persona, me da por pensar que hablas de ti mismo. Casi como si fueras tú quien se excusara por haber leído demasiado. Seguramente hayas leído también mi lenguaje no verbal y no quieras ponerme en un aprieto. Echas un vistazo por la ventana, al mundo y al pasado que se aleja, y vuelves a abrir el libro de título y autor borrosos. Respeto tu silencio, así que hago lo propio con tu libro de relatos. Lo abro por una página cualquiera y leo que dices:
Nos conocimos como lectores, nos une dicha afición. Creo que él siente el mismo respeto y el mismo cariño que yo siento por él. Y me avergüenza huir así, me cae muy bien, es buen tío, pero también pienso que esta huida y esta soledad entre libros, esta compañía muda y a distancia, es en verdad la esencia de lo que él y yo buscamos en los libros.
Me reconforta saber eso. Saber que no soy el único que se camufla entre las páginas para evitar un posible contacto incómodo o innecesario. ¿Por qué nos puede la vergüenza y luego nos exhibimos así en lo que escribimos? Aún me lo pregunto. Míranos, de hecho, a todos los que te conocimos, en este momento, haciendo arqueología en tus libros. Documentándonos sobre ti. Buscándote. Como si fuésemos detectives a los que han contratado para rastrearte. Repasando tus líneas. Tus dobles sentidos. Dejo un momento en stand by nuestro viaje en tren para levantarme y buscar tu Llegada a las islas en mis estanterías. No te encuentro, maldita sea. Es imposible que lo haya perdido. En cada mudanza, mis libros han viajado siempre juntos. Se lo debí prestar a alguien, pero no recuerdo a quién... Vuelvo a mi asiento.
—Joseóscar...
Parece que te haya despertado de un sueño, pero sólo leías.
¿Sí?
—Me está resultando difícil, como me imaginé, escribir sobre ti.
El rastro a seguir no era fácil, dices, parafraseando otra de tus líneas. El hombre que inventará el futuro sigue en busca y captura en el pasado, concluyes. Y yo no sé qué decir. En cierto modo, tú fuiste ese hombre que inventaba el futuro.
Sobre el rumor a Bowie de los auriculares de la chica, oigo el piar de un pájaro pequeño. Miro por la ventanilla, pero el mundo de afuera sigue corriendo a toda marcha. No puede haber venido de ahí.
—¿Lo has oído? Me ha parecido escuchar a un pájaro.
Asientes con la cabeza y abres las solapas de la cartera que llevas contigo, la que reposa en el asiento de al lado. Introduces la mano con cuidado y lo atrapas. Por la abertura, sin sacarlo del todo, me muestras un pajarillo. Uno de panza blanca y cabeza parda. Abres la boca y puedo leer:
Tengo un gorrión en la cartera. Lo cuido, lo alimento y él jamás se va, aunque siempre dejo la cremallera abierta.
El pájaro mira aquí y allá, sacudiendo su cabecilla en pequeños espasmos. Pía, de nuevo. Y luego, una vez más. Y a mí me da por pensar que ese gorrión es la parte valiosa y vulnerable de ti mismo que siempre llevaste a buen recaudo en el interior de una cartera abierta. La cartera siempre abierta. La cremallera descorrida. Si alguien quería verte, igual sólo había que doblar un poco la solapa, acercarse y mirar.
Son los espasmos del tren los que anuncian que nos acercamos a destino. Sé cómo acaba esto. Porque soy yo el que está modelando el ámbar. Y aún, no sé si por cortesía, o porque me gustaría que vinieses, porque están todos esperándote en la estación, me levanto del asiento y digo:
—Estamos llegando. ¿Vienes?
Veo que sonríes una vez más, con esa sonrisa que usabas como preludio de algo que estabas a punto de decir, o de aquello que decidías callar. Así que abro el libro y busco la frase que sé que viene ahora:
Yo me quedo a vivir un tiempo en el lenguaje.
Te leo decir:
Era un lector metódico, de los que ya no quedan...
Y aunque no sé si lo dices en primera o tercera persona, me da por pensar que hablas de ti mismo. Casi como si fueras tú quien se excusara por haber leído demasiado. Seguramente hayas leído también mi lenguaje no verbal y no quieras ponerme en un aprieto. Echas un vistazo por la ventana, al mundo y al pasado que se aleja, y vuelves a abrir el libro de título y autor borrosos. Respeto tu silencio, así que hago lo propio con tu libro de relatos. Lo abro por una página cualquiera y leo que dices:
Nos conocimos como lectores, nos une dicha afición. Creo que él siente el mismo respeto y el mismo cariño que yo siento por él. Y me avergüenza huir así, me cae muy bien, es buen tío, pero también pienso que esta huida y esta soledad entre libros, esta compañía muda y a distancia, es en verdad la esencia de lo que él y yo buscamos en los libros.
Me reconforta saber eso. Saber que no soy el único que se camufla entre las páginas para evitar un posible contacto incómodo o innecesario. ¿Por qué nos puede la vergüenza y luego nos exhibimos así en lo que escribimos? Aún me lo pregunto. Míranos, de hecho, a todos los que te conocimos, en este momento, haciendo arqueología en tus libros. Documentándonos sobre ti. Buscándote. Como si fuésemos detectives a los que han contratado para rastrearte. Repasando tus líneas. Tus dobles sentidos. Dejo un momento en stand by nuestro viaje en tren para levantarme y buscar tu Llegada a las islas en mis estanterías. No te encuentro, maldita sea. Es imposible que lo haya perdido. En cada mudanza, mis libros han viajado siempre juntos. Se lo debí prestar a alguien, pero no recuerdo a quién... Vuelvo a mi asiento.
—Joseóscar...
Parece que te haya despertado de un sueño, pero sólo leías.
¿Sí?
—Me está resultando difícil, como me imaginé, escribir sobre ti.
El rastro a seguir no era fácil, dices, parafraseando otra de tus líneas. El hombre que inventará el futuro sigue en busca y captura en el pasado, concluyes. Y yo no sé qué decir. En cierto modo, tú fuiste ese hombre que inventaba el futuro.
Sobre el rumor a Bowie de los auriculares de la chica, oigo el piar de un pájaro pequeño. Miro por la ventanilla, pero el mundo de afuera sigue corriendo a toda marcha. No puede haber venido de ahí.
—¿Lo has oído? Me ha parecido escuchar a un pájaro.
Asientes con la cabeza y abres las solapas de la cartera que llevas contigo, la que reposa en el asiento de al lado. Introduces la mano con cuidado y lo atrapas. Por la abertura, sin sacarlo del todo, me muestras un pajarillo. Uno de panza blanca y cabeza parda. Abres la boca y puedo leer:
Tengo un gorrión en la cartera. Lo cuido, lo alimento y él jamás se va, aunque siempre dejo la cremallera abierta.
El pájaro mira aquí y allá, sacudiendo su cabecilla en pequeños espasmos. Pía, de nuevo. Y luego, una vez más. Y a mí me da por pensar que ese gorrión es la parte valiosa y vulnerable de ti mismo que siempre llevaste a buen recaudo en el interior de una cartera abierta. La cartera siempre abierta. La cremallera descorrida. Si alguien quería verte, igual sólo había que doblar un poco la solapa, acercarse y mirar.
Son los espasmos del tren los que anuncian que nos acercamos a destino. Sé cómo acaba esto. Porque soy yo el que está modelando el ámbar. Y aún, no sé si por cortesía, o porque me gustaría que vinieses, porque están todos esperándote en la estación, me levanto del asiento y digo:
—Estamos llegando. ¿Vienes?
Veo que sonríes una vez más, con esa sonrisa que usabas como preludio de algo que estabas a punto de decir, o de aquello que decidías callar. Así que abro el libro y busco la frase que sé que viene ahora:
Yo me quedo a vivir un tiempo en el lenguaje.
EL ANIMAL FABULOSO
|
ALBERTO CARIDE
|
divinidad está partida como un pan,
nosotros somos los trozos. W. H. Auden |
A José Óscar López
|
...La luz que brilla
con el doble de intensidad
dura la mitad de tiempo.
Y tú has brillado con mucha...
(Blade Runner)
con el doble de intensidad
dura la mitad de tiempo.
Y tú has brillado con mucha...
(Blade Runner)
I
Has tratado de hablar con dios en la entropía y has acabado hablando como un dios de ella. El desorden es circundante y orbita como la basura celeste, pero también se enreda entre cada axión y su dentrita. El recuerdo de tus noches luminosas, las del creador infatigable que pierde de repente el equilibrio, nos ayudan a asumir lo sencillo: la luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo. Y tú has brillado con mucha. III
En un mundo acelerado no han sido suficientes los nuevos dioses. El animal fabuloso ha incendiado sus alas más allá de Orión. Los monos insomnes, cegados como tú por Betelgeuse podrán al fin conciliar el sueño. |
II
Te has citado con el creador en un punto alejado de la Vía Láctea entre 915 y 1.359 años luz de la Tierra, bajo esa isla de cielo delirante, bajo la noche sin fondo en la que guarecerse. Como Orión, dejas en tu paso una estela de arena que compite en brillo con el creador. Vas tras la nieve líquida, tras esa chica que ya has buscado y que se llama Resurrección. IV
Recuerdo la última noche que te vi. Ibas del brazo de un poeta como esos novios que se acercan al altar inconscientes y felices. Erais dos lenguas incendiarias y azules, como esas llamas catalíticas y olorosas, constantes en su locura, muy brillantes a distancia. Me gusta imaginar qué versos quemarías en honor del creador antes del alba, los finales que escribiste en secreto para todos sus replicantes. Tu última sonrisa se lleva consigo la letanía insomne de un mundo acelerado, los fragmentos giratorios de lo irreversible y también todos los dioses, sobre todo los nuevos, sobre todo los nuevos. |
UNA SILLA VACÍA
|
LUJO BERNER
|
Ese animal inmenso y luminoso
del que formamos parte.
José Óscar López
del que formamos parte.
José Óscar López
Amanece y estoy solo, es el fin de aquello que recuerdo y el principio del resto de mi vida. La absoluta precipitación del tiempo cayendo en una cascada de hechos que se van imponiendo a mí lo es todo ahora.
Es extraño, pero hay tanta vida de golpe que parece que la muerte lo envuelva todo. Es una competición macabra. A los miles de azules, a los ruidos místicos y visionarios, les rodean los muertos, los fantasmas y el dolor.
Formentera fue un nacimiento. Almería fue una tumba.
En el Progreso se unieron ambas: la viveza de Juan Martínez Lax y la última noche de Jose Óscar López.
Murcia es Berlín, gritaste. Con los ojos brillantes y esa mirada de ganas. Y luego te fuiste. No entiendo nada. Escribiré un poema sobre eso para poder no entenderlo mejor.
¿Es posible perder un amigo que empezaba a serlo?
¿Es posible la nostalgia de esas conversaciones cercenadas antes de que sucedan?
No entiendo nada.
Y la vida lo sabe, por eso antes te manda a la llanura padana, llena de verde y gente pálida de izquierdas.
Los expertos de aquí adoran la poesía. Adoran la estaticidad del presente. En el primer mundo todo el mundo es educado, el transporte público funciona, las calles no huelen y el café nunca lleva leche.
¿Qué opinarías de todo esto?
De los expertos hablando en italiano de sillas vacías. De ver la forma en la que dotar a los jóvenes fotógrafos de Mogadiscio de cámaras, para que a su vez puedan tomar imágenes de sus propias sillas, en su propio paisaje, que ya es en sí una amenaza. De decidir la cronología de otras sillas vacías, al final luego ocupadas, en un paisaje inmaculado que no es el Líbano. Sillas vacías en Polonia, Islandia, Grecia, Beirut, Alcantarilla y Somalia.
La silla vacía es tu renuncia.
También el reconocimiento al final de la voluntad. Ponerte de espaldas a tu paisaje interior. Olvidar tu Mapa.
Pero también es una invitación. Observa la destrucción. Custodia tu huerto o mira directamente el azul que aún centellea pese a todo.
Ven, siéntate.
Es extraño, pero hay tanta vida de golpe que parece que la muerte lo envuelva todo. Es una competición macabra. A los miles de azules, a los ruidos místicos y visionarios, les rodean los muertos, los fantasmas y el dolor.
Formentera fue un nacimiento. Almería fue una tumba.
En el Progreso se unieron ambas: la viveza de Juan Martínez Lax y la última noche de Jose Óscar López.
Murcia es Berlín, gritaste. Con los ojos brillantes y esa mirada de ganas. Y luego te fuiste. No entiendo nada. Escribiré un poema sobre eso para poder no entenderlo mejor.
¿Es posible perder un amigo que empezaba a serlo?
¿Es posible la nostalgia de esas conversaciones cercenadas antes de que sucedan?
No entiendo nada.
Y la vida lo sabe, por eso antes te manda a la llanura padana, llena de verde y gente pálida de izquierdas.
Los expertos de aquí adoran la poesía. Adoran la estaticidad del presente. En el primer mundo todo el mundo es educado, el transporte público funciona, las calles no huelen y el café nunca lleva leche.
¿Qué opinarías de todo esto?
De los expertos hablando en italiano de sillas vacías. De ver la forma en la que dotar a los jóvenes fotógrafos de Mogadiscio de cámaras, para que a su vez puedan tomar imágenes de sus propias sillas, en su propio paisaje, que ya es en sí una amenaza. De decidir la cronología de otras sillas vacías, al final luego ocupadas, en un paisaje inmaculado que no es el Líbano. Sillas vacías en Polonia, Islandia, Grecia, Beirut, Alcantarilla y Somalia.
La silla vacía es tu renuncia.
También el reconocimiento al final de la voluntad. Ponerte de espaldas a tu paisaje interior. Olvidar tu Mapa.
Pero también es una invitación. Observa la destrucción. Custodia tu huerto o mira directamente el azul que aún centellea pese a todo.
Ven, siéntate.
Una silla entre los cerezos. Ven, siéntate. Haz conmigo lo que hace la primavera con los cerezos.
Esta es una nueva primavera. Llena de muerte, pero también de luz. La muerte por desesperación. Pensar que tu casa es Berlín y luego descubrir que el edificio entero está en silencio. Entiendo cada muerte como una deserción de la voluntad física del cuerpo. Un desencadenamiento de la inercia diaria. Empezar otra vida sin densidad. Decir basta y alejarse de esta costa de exigencia, abandonar por fin toda racionalidad y huir hacia las partículas. Ser partícula. Flotar, caer y ser primavera.
Como esta primavera de sillas vacías y que hablan de tu ausencia. Ser polvo. Partícula de luz. Subirse al flujo de los trenes que cruzan la llanura padana, donde aún hay personas que se besan, que intercambian saliva.
Ser saliva. Mezclarte con la saliva del otro, con los fluidos del otro, hasta que surja un líquido nuevo, mezcla de razas, contaminación de lenguas, sudor de esperma, la plasticidad de los cuerpos que se acomodan para transformarse.
Ser humedad rosa, piel rosa, ojos rosa. El ansia brutal del delicado magnetismo de lo ajeno. El terreno misterioso de la babelización del deseo. Las horas que nunca existen convertidas en estancias celestiales. Una cierta violencia que te conecta directamente con la desesperación. Sexo y muerte. Eros y Tánatos. Es siempre mejor desertar arrojándote a otro cuerpo que no al vacío. Que mierda que las Estructuras lo pongan tan difícil. Van tejiendo un himen alrededor del mundo. Sin ventanas a ti. Quieren un archipiélago de desesperación. Islas unipersonales de la tristeza donde no quede ninguna silla.
Esta es mi isla.
Esta es mi silla.
Ven, siéntate.
Tú serás Berlín.
Y yo primavera.
Esta es una nueva primavera. Llena de muerte, pero también de luz. La muerte por desesperación. Pensar que tu casa es Berlín y luego descubrir que el edificio entero está en silencio. Entiendo cada muerte como una deserción de la voluntad física del cuerpo. Un desencadenamiento de la inercia diaria. Empezar otra vida sin densidad. Decir basta y alejarse de esta costa de exigencia, abandonar por fin toda racionalidad y huir hacia las partículas. Ser partícula. Flotar, caer y ser primavera.
Como esta primavera de sillas vacías y que hablan de tu ausencia. Ser polvo. Partícula de luz. Subirse al flujo de los trenes que cruzan la llanura padana, donde aún hay personas que se besan, que intercambian saliva.
Ser saliva. Mezclarte con la saliva del otro, con los fluidos del otro, hasta que surja un líquido nuevo, mezcla de razas, contaminación de lenguas, sudor de esperma, la plasticidad de los cuerpos que se acomodan para transformarse.
Ser humedad rosa, piel rosa, ojos rosa. El ansia brutal del delicado magnetismo de lo ajeno. El terreno misterioso de la babelización del deseo. Las horas que nunca existen convertidas en estancias celestiales. Una cierta violencia que te conecta directamente con la desesperación. Sexo y muerte. Eros y Tánatos. Es siempre mejor desertar arrojándote a otro cuerpo que no al vacío. Que mierda que las Estructuras lo pongan tan difícil. Van tejiendo un himen alrededor del mundo. Sin ventanas a ti. Quieren un archipiélago de desesperación. Islas unipersonales de la tristeza donde no quede ninguna silla.
Esta es mi isla.
Esta es mi silla.
Ven, siéntate.
Tú serás Berlín.
Y yo primavera.
* Esto es un fragmento circunstancial de un texto que se expande desde el verano de 2023, un texto híbrido y sin objeto aparente que capta las pulsiones y los vaivenes de una realidad en plena desescalada. En concreto, este fragmento se filtra desde una exposición sobre el ruido en una galería murciana, donde veo a José Óscar por última vez, y en plenos preparativos para una muestra fotográfica sobre sillas vacías en Reggio Emilia (Italia).
BARCA DE PLATA
|
SAÚL LOZANO BELANDO
|
A José Óscar López
La virgen del Carmen
me ha hecho una barca de plata
y me mira desde la otra orilla
Acá, me tienen entretenido, señora
me tienen entretenido
el tiro a la tórtola
y de la perdiz, la caza.
En noches esas del óxido
cuando la rueca
la rueca
la rueca
la rueca
en noches esas del óxido
que usted no se refleja en metal alguno
y usted no se refleja en parte alguna
y no se refleja, señora,
en las esquinas dolientes de los metales dolientes
que hay en estos lodazales
en los que estamos sus hijos y sus hijas
Todo. Aquí. Está. Llenándose. De. Filos.
Y no se refleja en los retrovisores de los coches de la peña cuando va a levantar los andamios del rey
[de mierda y quienes quieren
aniquilarnos,
en días esos que el sol
se desmorona en pelotas de tenis
y hay lo contrario a un eclipse
un cuadrado blanco
lo plano
una cruz de trankimacines.
Y fumamos cigarrillos
o nos comemos el yogur treinta y un mil quinientos treinta y siete,
los que podemos
Todo. Aquí. Está. Llenándose. De. Filos
Ytenemosmuchomiedo, señora
y usted no se refleja en ellos
porque a veces no da el ángulo en estas toperas y está oscuro
y afuera hay niebla
y se desdibujan las caras de los amigos amigas novias padres madres
y chocamos unos con otros y no vemos nada
los topos que somos de usted sus hijos, señora,
que desde la otra orilla
llora que llora
Todo. Aquí. Está. Llenándose. De. Filos
Ytenemosmuchomiedo
Y usted nos mira
desde el otro lado, señora,
pero no puede hacer nada,
sus ojos no sus manos
atraviesan el papel higiénico.
En noches y días esos
que se funden a latigazos
cuando la rueca
la rueca
la rueca
la rueca
motosierras en el mirto
motosierras en un cuadrado blanco
heridas en el paisaje por las que se cuela la vida de este lado,
lloras, señora, lágrimas de plata
y tus poderes entran en tus lágrimas
y creas, no a tu voluntad,
barcas de plata
que se desprenden de usted
y se cuelan
a través de las rajas,
y alguno de sus hijos la encuentra
y la encauza
entre la bruma
hacia usted,
para dolor suyo y nuestro
a través de las aguas
a través de las aguas
a través de las aguas
me ha hecho una barca de plata
y me mira desde la otra orilla
Acá, me tienen entretenido, señora
me tienen entretenido
el tiro a la tórtola
y de la perdiz, la caza.
En noches esas del óxido
cuando la rueca
la rueca
la rueca
la rueca
en noches esas del óxido
que usted no se refleja en metal alguno
y usted no se refleja en parte alguna
y no se refleja, señora,
en las esquinas dolientes de los metales dolientes
que hay en estos lodazales
en los que estamos sus hijos y sus hijas
Todo. Aquí. Está. Llenándose. De. Filos.
Y no se refleja en los retrovisores de los coches de la peña cuando va a levantar los andamios del rey
[de mierda y quienes quieren
aniquilarnos,
en días esos que el sol
se desmorona en pelotas de tenis
y hay lo contrario a un eclipse
un cuadrado blanco
lo plano
una cruz de trankimacines.
Y fumamos cigarrillos
o nos comemos el yogur treinta y un mil quinientos treinta y siete,
los que podemos
Todo. Aquí. Está. Llenándose. De. Filos
Ytenemosmuchomiedo, señora
y usted no se refleja en ellos
porque a veces no da el ángulo en estas toperas y está oscuro
y afuera hay niebla
y se desdibujan las caras de los amigos amigas novias padres madres
y chocamos unos con otros y no vemos nada
los topos que somos de usted sus hijos, señora,
que desde la otra orilla
llora que llora
Todo. Aquí. Está. Llenándose. De. Filos
Ytenemosmuchomiedo
Y usted nos mira
desde el otro lado, señora,
pero no puede hacer nada,
sus ojos no sus manos
atraviesan el papel higiénico.
En noches y días esos
que se funden a latigazos
cuando la rueca
la rueca
la rueca
la rueca
motosierras en el mirto
motosierras en un cuadrado blanco
heridas en el paisaje por las que se cuela la vida de este lado,
lloras, señora, lágrimas de plata
y tus poderes entran en tus lágrimas
y creas, no a tu voluntad,
barcas de plata
que se desprenden de usted
y se cuelan
a través de las rajas,
y alguno de sus hijos la encuentra
y la encauza
entre la bruma
hacia usted,
para dolor suyo y nuestro
a través de las aguas
a través de las aguas
a través de las aguas
ODISEA ESPACIAL
|
DOMINGO LLOR
|
«Ground Control to Major Tom
Ground Control to Major Tom
Take your protein pills
and put your helmet on.
(Ten) Ground Control (Nine) to Major Tom (Eight)
(Seven, six) Commencing (Five) countdown
Engines on (Four, three, two)
Check ignition (One)
And may God’s love (Blast off) be with you».
Resuena Bowie mientras intento sintonizarte
entre las ondas de frecuencia modulada.
Acaso la muerte, supuesto fin de todo,
intentará abarcar también tu recuerdo
con la sombra de su fundido a negro;
pero tú relumbras desde estas líneas
desde esta nada que te acoge
en virtual abrazo, tan sentido.
Mira este charco colmado de cielo,
míralo.
Es una viñeta celestial rompiendo el asfalto.
Ahora prefiero imaginarte sentado en una lata,
ingrávido en el vacío, muy por encima de la luna.
En aquellos límites del lenguaje
donde el murmullo apenas se propaga.
No hace frío en esta nada.
La nave extraviada,
el planeta azul por la atmósfera de tus ojos.
Amable, imposible,
dibujando tu sonrisa blanca de intrépido cosmonauta.
Un mar de interferencias inunda,
de ruido estático, el eco de esta conexión:
«I’m feeling very still
and I think my spaceship knows which way to go
Tell my wife I love her very much
She knows
Though I’m passed 100,000 miles
I’m feeling very still
and I think my spaceship know what I must do
and I think my life on earth is never through».
Dulce hormiga corriendo por mi garganta,
tu nombre antes de volver a ser pronunciado.
Ground Control to Major Tom
Take your protein pills
and put your helmet on.
(Ten) Ground Control (Nine) to Major Tom (Eight)
(Seven, six) Commencing (Five) countdown
Engines on (Four, three, two)
Check ignition (One)
And may God’s love (Blast off) be with you».
Resuena Bowie mientras intento sintonizarte
entre las ondas de frecuencia modulada.
Acaso la muerte, supuesto fin de todo,
intentará abarcar también tu recuerdo
con la sombra de su fundido a negro;
pero tú relumbras desde estas líneas
desde esta nada que te acoge
en virtual abrazo, tan sentido.
Mira este charco colmado de cielo,
míralo.
Es una viñeta celestial rompiendo el asfalto.
Ahora prefiero imaginarte sentado en una lata,
ingrávido en el vacío, muy por encima de la luna.
En aquellos límites del lenguaje
donde el murmullo apenas se propaga.
No hace frío en esta nada.
La nave extraviada,
el planeta azul por la atmósfera de tus ojos.
Amable, imposible,
dibujando tu sonrisa blanca de intrépido cosmonauta.
Un mar de interferencias inunda,
de ruido estático, el eco de esta conexión:
«I’m feeling very still
and I think my spaceship knows which way to go
Tell my wife I love her very much
She knows
Though I’m passed 100,000 miles
I’m feeling very still
and I think my spaceship know what I must do
and I think my life on earth is never through».
Dulce hormiga corriendo por mi garganta,
tu nombre antes de volver a ser pronunciado.
AGORAFOBIA / TE AMARRAN
|
DIEGO LUIS SANROMÁN
|
El cut-up es una técnica de composición literaria descubierta por Brion Gysin en 1958 y aplicada sistemáticamente por su amigo William S. Burroughs sobre todo en las tres obras que constituyen la llamada Trilogía Nova. La técnica es sencilla: consiste en recortar un texto o varios, propio o de otros, y recombinar de forma aleatoria los fragmentos así obtenidos. Por motivos que el público lector conocerá pronto, este último año ha sido para mí un año singularmente burroughsiano.
Cuando Juan de Dios García me invitó a participar en este homenaje a José Óscar López, lo hizo apelando a la «admiración mutua» que José Óscar y yo nos profesábamos. Soy, sin duda, un rendido admirador de la obra de José Óscar y me consta, porque así me lo hizo saber y no tengo motivos para sospechar de su sinceridad, que a él también le gustaban algunas cosillas de las que yo había escrito. Colaboré con José Óscar en un par de libros de autoría colectiva: Extraño Oeste (Libros del Innombrable, 2015) y 8 x 11 Sueños. Un homenaje a Cirlot (Fantasma, 2023). En ellos nuestros relatos aparecían juntos pero no revueltos entre las tapas de un mismo volumen. En esta ocasión, sin embargo, me he permitido trenzar, utilizando la técnica del cut-up, ‘Agorafobia’, un texto suyo incluido en Fragmentos de un mundo acelerado, uno de mis libros preferidos de José Óscar, y el final de mi cuento ‘Cuffs or Coffins (o te amarran o te matan)’, que forma parte de Extraño Oeste y que José Óscar apreciaba particularmente. Conociendo su generosidad, pienso que se habría prestado de buen grado al experimento y creo que el resultado habría sido de su gusto.
Cuando Juan de Dios García me invitó a participar en este homenaje a José Óscar López, lo hizo apelando a la «admiración mutua» que José Óscar y yo nos profesábamos. Soy, sin duda, un rendido admirador de la obra de José Óscar y me consta, porque así me lo hizo saber y no tengo motivos para sospechar de su sinceridad, que a él también le gustaban algunas cosillas de las que yo había escrito. Colaboré con José Óscar en un par de libros de autoría colectiva: Extraño Oeste (Libros del Innombrable, 2015) y 8 x 11 Sueños. Un homenaje a Cirlot (Fantasma, 2023). En ellos nuestros relatos aparecían juntos pero no revueltos entre las tapas de un mismo volumen. En esta ocasión, sin embargo, me he permitido trenzar, utilizando la técnica del cut-up, ‘Agorafobia’, un texto suyo incluido en Fragmentos de un mundo acelerado, uno de mis libros preferidos de José Óscar, y el final de mi cuento ‘Cuffs or Coffins (o te amarran o te matan)’, que forma parte de Extraño Oeste y que José Óscar apreciaba particularmente. Conociendo su generosidad, pienso que se habría prestado de buen grado al experimento y creo que el resultado habría sido de su gusto.
*
Plazas y jardines sobre los que pesa un cielo real, demasiado real por gigantesco. Millones de explosiones levantan un maremoto de arena que te pasa por encima, con la que concibiera los espacios inevitables. Primero es el conde Drácula rodeado por una bandada de bulliciosos, me recuerda cada día la amenaza constante que supone vivir aquí. ¡Qué intención pícara! Entonces echas a andar, o a correr, o a volar, y surcas los cielos. Energía modesta que me anima. Y caigo al suelo presa de convulsiones y espumarajos. Piel perdiéndose allá a lo lejos, atrás, muy atrás. Y sobrevuelas Taos. Ellos, los que se encierran detrás de la puerta que guarda el miedo. Una vaca arlequín sigue sosteniendo dos revólveres y apuntándote con ellos. Colma con mis latidos y mi aliento mi calor: es un lugar vivo, igual que un cuerpo de mil ochocientos cuarenta y siete. Indios Pueblo y mejicanos aplastados bajo la ira donde el miedo puede volver a adaptarse al tamaño del hombre que lo siente. Tal vez en Carlinville, Illinois. Al final se transforma en John Hart, el actor que puedo imaginar es una vida. Una vida que yo puedo vivir. Vuelas también sobre la sierra de la Sangre de Cristo cuyos picachos ya están cubiertos de ciudades. Y temo desaparecer lejos de casa, desvanecerme en medio de esta tarea. Ojos, porque ese blanco es tan intenso que te quema las pupilas, pero no sirve de nada. Una Tierra dispuesta a digerirme, debatiendo con mis clientes, cerrando mis negocios. Metamorfosis sucesivas que a ti se te antojan sin embargo de lo más normal, e incluso subterráneas. Cubiertos, sí, pero inmensos, tan inmensos como el vientre borracho.
Interpretaba al Llanero Solitario cuando no eras más que un crío, y el Llanero Solitario quisiera ese lugar que entreveo. Pero regreso una y otra vez, tras las visiones, a mi Otro. Atravieso con terror los parajes abiertos que separan mi casa, intenso y más hiriente. Y entonces decides tocar la nieve y te das cuenta de lo acogedora, no muy lejos del corazón, que puede bombear la sangre. Dispara, una dos tres veces, y las tres balas salen hacia ti. Me horrorizan los espacios abiertos. Bueno, no todos. A veces, en la soledad de mi noche neomejicana, descubres que vuestro autobús ahora sí es un verdadero autobús. ¿Por qué los hombres necesitan vivir en esas urbes gigantescas? Si hubo un creador, vengador del hombre blanco... Te das cuenta de que Santa Fe es como sangre. Se ordenan en disciplinadas hileras para no sucumbir en esta incertidumbre. Protegerte de esa luz que te daña los ojos, pero nada, no sirve de nada. Miles, a veces sufro periodos de crisis mientras atravieso plazas abiertas o parkings. Una descomunal cabeza fusiforme que te guiña sus ojazos almendrados con furia y vergüenza. Ese cuerpo vacío de realidad con el que Annie Motherfucker pegó su primer palo en un pequeño drugstore. No, no es eso, porque no hay lugar alguno donde gocemos de náusea. Luego el aire se hace visible y oloroso, se retuerce y se irisa, hecho para el movimiento que necesito, moldeado con mi tranquilidad. Se alza no sobre sus botas de cowboy, sino sobre las pezuñas amputadas y sangrantes. Solo quiero un lugar que posea las dimensiones que yo necesito.
Interpretaba al Llanero Solitario cuando no eras más que un crío, y el Llanero Solitario quisiera ese lugar que entreveo. Pero regreso una y otra vez, tras las visiones, a mi Otro. Atravieso con terror los parajes abiertos que separan mi casa, intenso y más hiriente. Y entonces decides tocar la nieve y te das cuenta de lo acogedora, no muy lejos del corazón, que puede bombear la sangre. Dispara, una dos tres veces, y las tres balas salen hacia ti. Me horrorizan los espacios abiertos. Bueno, no todos. A veces, en la soledad de mi noche neomejicana, descubres que vuestro autobús ahora sí es un verdadero autobús. ¿Por qué los hombres necesitan vivir en esas urbes gigantescas? Si hubo un creador, vengador del hombre blanco... Te das cuenta de que Santa Fe es como sangre. Se ordenan en disciplinadas hileras para no sucumbir en esta incertidumbre. Protegerte de esa luz que te daña los ojos, pero nada, no sirve de nada. Miles, a veces sufro periodos de crisis mientras atravieso plazas abiertas o parkings. Una descomunal cabeza fusiforme que te guiña sus ojazos almendrados con furia y vergüenza. Ese cuerpo vacío de realidad con el que Annie Motherfucker pegó su primer palo en un pequeño drugstore. No, no es eso, porque no hay lugar alguno donde gocemos de náusea. Luego el aire se hace visible y oloroso, se retuerce y se irisa, hecho para el movimiento que necesito, moldeado con mi tranquilidad. Se alza no sobre sus botas de cowboy, sino sobre las pezuñas amputadas y sangrantes. Solo quiero un lugar que posea las dimensiones que yo necesito.
Poblaciones donde las avenidas son siempre muy anchas, abiertas en exceso, como tajos. En White Sands estallan miles, millones de bombas atómicas, escenario inabarcable que se extiende en todas direcciones. Antorcha humana, sientes cómo la gelidez oscura del viento te va resbalando. ¿Qué inabarcable corazón podría calentar con su jugo secreto, lleno de las primeras nieves, que son como delicados penachos de fuego blanco, encerrándome lejos de las llanuras de mi fantasía? La tierra prometida de mis visiones, la yarda de nuestro pequeño jacalito de Canjilón. Puedes ver cómo la silueta de Johnny tiene ya donde extenderse, donde propagarse. Te deslizas como una serpiente a ras de suelo a través de los cardunches, los sahuaros, las llanuras del tamaño de mi cuerpo, poco más. Un espacio que lleno fácilmente y que es un zombi fosforescente, un verde cadáver en putrefacción escoltado por un enjambre, aquí sobre la Tierra. Las chollas, las pitayas destellan en la noche igual que vuestro autobús interestelar. «Llevadme dentro», trato de decir. ¿Dentro de qué, de dónde, adónde quiero ir? ¿Dónde, psicodélico? Una nave interestelar fluorescente flota sobre los montes de Río Arriba. Brazos viviendo, por fin, en libertad. Porque ahí adentro, del otro lado de tus párpados, el blanco es aún más blanco. ¿Qué megalomanía le condujo a habilitar estos vastos páramos?
Un pedazo de cáscara, un fruto milimétrico. Es todo lo que necesitan, las hormigas. Cálida resulta al tacto. Atraviesas bosques, montes, desiertos, por los que te arrastras diminuta, insuficiente, en forma de larvas y escarabajos, de hormigas, lluvia, ocres terrosos y ondulantes, azules y amarillos implacables que huelen a brezo. Arrastran como carga una proporción ínfima de realidad coagulada a la que alguien hubiese sometido a una violenta geometría arquitectónica. Cruzo con mi automóvil, una y otra vez, esos espacios infinitos que median entre la noche americana, apuntándote con un revólver del calibre treinta y ocho. Sospecho que este último encierro al que me condenan será definitivo. Ellos encierran, entrelazando sus trayectorias enloquecidas en un haz de fuego destellante. Diminuta condición de moscas negras y zumbonas. Luego es Jesucristo, blanco y refulgente en la negrura agotadora que supone soportar todo este tiempo ahí expuesto a la nada, a una nada. Aceite de un Pontiac Bonneville del sesenta y uno derramado sobre un charco de agua, vacío, inerte, gélido. Ese cadáver que nos contiene, allí donde debemos regresar, calentado al sol: naranjas podridas. Luego sales y te deslizas sobre las ascuas del cuarto. Aquí en mi casa, al menos, me siento protegido: es un lugar con proporciones.
Yo soy un hombre que atraviesa la pesadilla elefantiásica de dios, esa broma espantosa en la que te encuentras. Johnny Motherfucker empieza a sufrir. Un ligero temblor de mis dedos y párpados anuncia la catástrofe. Un rayo ciega, lo acoges en tu pecho y es como recibir la mordedura de un cardo de plata, inmensa, al vacío. La imposibilidad de respirar tranquilamente todo ese aire. Casitas de ladrillos de barro, pareces escuchar los gritos de los mártires de la matanza, y entonces oyes que te dice: «No debiste hacerlo, Tonto». Pero debo salir. Debo viajar entre ciudades a menudo, a causa de mi trabajo. Un día tras chinacates, cuyos agudos chillidos te perforan el cráneo como agujas de hielo. Después me encierran. En hospitales, en psiquiátricos, durante un tiempo. Me encierran, Motherfucker. Se recorta contra el hueco de la puerta que comunica la casa con el patio abierto en el gran cuerpo moribundo de un animal que no termina nunca de morir. Te cubre hasta que ya no puedes respirar más. Entonces, sin saber cómo, estás de vuelta allí donde ahora vivo, correteo y respiro fuerte, muy fuerte, como un héroe de cómic, tal como Superman o como Johnny Storm. He podido atisbar llanuras que se extienden más allá de este mundo.
Un pedazo de cáscara, un fruto milimétrico. Es todo lo que necesitan, las hormigas. Cálida resulta al tacto. Atraviesas bosques, montes, desiertos, por los que te arrastras diminuta, insuficiente, en forma de larvas y escarabajos, de hormigas, lluvia, ocres terrosos y ondulantes, azules y amarillos implacables que huelen a brezo. Arrastran como carga una proporción ínfima de realidad coagulada a la que alguien hubiese sometido a una violenta geometría arquitectónica. Cruzo con mi automóvil, una y otra vez, esos espacios infinitos que median entre la noche americana, apuntándote con un revólver del calibre treinta y ocho. Sospecho que este último encierro al que me condenan será definitivo. Ellos encierran, entrelazando sus trayectorias enloquecidas en un haz de fuego destellante. Diminuta condición de moscas negras y zumbonas. Luego es Jesucristo, blanco y refulgente en la negrura agotadora que supone soportar todo este tiempo ahí expuesto a la nada, a una nada. Aceite de un Pontiac Bonneville del sesenta y uno derramado sobre un charco de agua, vacío, inerte, gélido. Ese cadáver que nos contiene, allí donde debemos regresar, calentado al sol: naranjas podridas. Luego sales y te deslizas sobre las ascuas del cuarto. Aquí en mi casa, al menos, me siento protegido: es un lugar con proporciones.
Yo soy un hombre que atraviesa la pesadilla elefantiásica de dios, esa broma espantosa en la que te encuentras. Johnny Motherfucker empieza a sufrir. Un ligero temblor de mis dedos y párpados anuncia la catástrofe. Un rayo ciega, lo acoges en tu pecho y es como recibir la mordedura de un cardo de plata, inmensa, al vacío. La imposibilidad de respirar tranquilamente todo ese aire. Casitas de ladrillos de barro, pareces escuchar los gritos de los mártires de la matanza, y entonces oyes que te dice: «No debiste hacerlo, Tonto». Pero debo salir. Debo viajar entre ciudades a menudo, a causa de mi trabajo. Un día tras chinacates, cuyos agudos chillidos te perforan el cráneo como agujas de hielo. Después me encierran. En hospitales, en psiquiátricos, durante un tiempo. Me encierran, Motherfucker. Se recorta contra el hueco de la puerta que comunica la casa con el patio abierto en el gran cuerpo moribundo de un animal que no termina nunca de morir. Te cubre hasta que ya no puedes respirar más. Entonces, sin saber cómo, estás de vuelta allí donde ahora vivo, correteo y respiro fuerte, muy fuerte, como un héroe de cómic, tal como Superman o como Johnny Storm. He podido atisbar llanuras que se extienden más allá de este mundo.
TANKAS A TROPOVSKI
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JOAQUÍN PIQUERAS
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(A José Óscar López, in memoriam)
TANKA UNDERGROUND
cuando anochece en Ciudad Dormitorio no hay luz que arroje respuestas a la vida, solo mudos adioses |
TANKA DEL SUPERHÉROE
en tu guarida rodeado de gatos hallas pre-textos para la lucha, pero no eres nadie sin máscara |
FEEDBACK
(A raíz del recuerdo de una larga y animada conversación con José Óscar sobre la distorsión en la historia del rock) distorsión, ruido, guitar riffs, causa y afecto por la estridencia, acordes acoplados a un mundo acelerado |
TANKA DE TANNHÄUSER
surca el futuro la lengua de los héroes criogenizada, el mundo nunca acaba, la muerte no es el fin |
UN VERANO SIN JÓ
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LEONARDO CANO
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Es rara la mañana en la que no me acuerdo de ti
Algunos veranos los pasábamos en los bancos de Revólver con una pinta en la mano
Tú liando tus cigarros con camisetas anchas
El cartel desleído de prohibido fumar porros
Hablábamos de literatura última de Locas de Hickman de Megg mogg and owl de la música de Marcelo de gente
[demasiado alta
De todo
De este premio del que te hubieras alegrado más que yo no pudimos hablar porque ya el banco estaba vacío
Siempre la sonrisa siempre la ilusión por lo que los demás estaban haciendo publicando consiguiendo
Tus amigos seguro que lo éramos menos de lo que tú lo fuiste
Siempre menos firmes siempre menos sonrientes siempre menos
Cumplir los cuarenta significa levantarse a orinar a medianoche y que te crezca pelo en las orejas me dijiste en ese bar
Y ahora todas las mañanas de mi vida me acuerdo de ti cuando me miro las orejas
Y ahora no sé ni qué contestarte
Tenemos que quedar porque estoy saliendo mucho me dijiste el último día
Esta contestación cuando miro al vacío de los bares del verano te recordará siempre
Algunos veranos los pasábamos en los bancos de Revólver con una pinta en la mano
Tú liando tus cigarros con camisetas anchas
El cartel desleído de prohibido fumar porros
Hablábamos de literatura última de Locas de Hickman de Megg mogg and owl de la música de Marcelo de gente
[demasiado alta
De todo
De este premio del que te hubieras alegrado más que yo no pudimos hablar porque ya el banco estaba vacío
Siempre la sonrisa siempre la ilusión por lo que los demás estaban haciendo publicando consiguiendo
Tus amigos seguro que lo éramos menos de lo que tú lo fuiste
Siempre menos firmes siempre menos sonrientes siempre menos
Cumplir los cuarenta significa levantarse a orinar a medianoche y que te crezca pelo en las orejas me dijiste en ese bar
Y ahora todas las mañanas de mi vida me acuerdo de ti cuando me miro las orejas
Y ahora no sé ni qué contestarte
Tenemos que quedar porque estoy saliendo mucho me dijiste el último día
Esta contestación cuando miro al vacío de los bares del verano te recordará siempre
SOBRE LAS NEGRAS AGUAS DE LA BAHÍA
|
JOSÉ BOCANEGRA
|
A la memoria de José Óscar López
Los dos hombres abrieron unas latas de cerveza y brindaron en silencio. Afuera había decenas de escritores, o tal vez exagero. ¿De qué iba ese rollo del que estaban hablando? Era una de esas historias en la que uno se sube a una pequeña embarcación, mira hacia atrás y se despide de su amigo con un gesto de camaradería.
Regresé a la cocina, de donde nunca debí haber salido. En la nevera nunca faltaba ropa interior, dinero en efectivo y algunas flores.
—¿Aún sigues aquí?
—En la cocina se está bien. Fuera de la cocina se está bien. Me acomodo en cualquier lugar.
—Oye, ¿no perdiste los calzoncillos en Belgrado?
—Agua pasada.
—¿Y no querrías unas bragas para tu dama?
Desde la cocina se divisaba el muelle, iluminado con la tenue luz de una vieja lámpara de latón. Era una de aquellas noches de misteriosa luna llena envuelta en suaves nubes. El motor de la embarcación ronroneaba sobre las negras aguas de la bahía. El hombre se dispuso a hacer los preparativos. Me apoyé en el marco de la puerta y lo observé ensimismado. De vez en cuando juraba entre dientes. Su voz era cálida y rasgada como el susurro de una pequeña hoguera. Sus ojos brillaban.
Los escritores seguían haciendo de las suyas. Una de ellos recitaba un poema a voz en grito. Descorchaban botellas de vino sin cesar.
—¡Eh! ¡Oídme! ¡Dejadlo ya! ¡Parad un minuto, por el amor de Dios!
Daba igual lo que les dijera. No me hacían ni puto caso.
—No te esfuerces —susurró el hombre desde la embarcación—. A ellos no les interesan los árboles: el ciprés, la palmera, el pino... Ya sabes lo que quiero decir.
Con estas enigmáticas palabras, el hombre soltó amarras dispuesto a diluirse en la noche azulada.
—¿Estás seguro de que es buena idea que te vayas ahora?
—¡La princesa vikinga inventó el mar para que nos perdiésemos, borrachos de aventura, y pudiésemos así echarla de menos!
—¡Espera! ¡Toma una cerveza! —. Fue todo lo que atiné a decir.
No sé mucho de árboles, pero el viejo Ron Williams decía que el fresno es noble, acoge todo bajo su sombra, y estoy seguro de que no me equivoco cuando afirmo que aquel hombre tenía la madera de un fresno, o incluso un roble.
Regresé a la cocina, de donde nunca debí haber salido. En la nevera nunca faltaba ropa interior, dinero en efectivo y algunas flores.
—¿Aún sigues aquí?
—En la cocina se está bien. Fuera de la cocina se está bien. Me acomodo en cualquier lugar.
—Oye, ¿no perdiste los calzoncillos en Belgrado?
—Agua pasada.
—¿Y no querrías unas bragas para tu dama?
Desde la cocina se divisaba el muelle, iluminado con la tenue luz de una vieja lámpara de latón. Era una de aquellas noches de misteriosa luna llena envuelta en suaves nubes. El motor de la embarcación ronroneaba sobre las negras aguas de la bahía. El hombre se dispuso a hacer los preparativos. Me apoyé en el marco de la puerta y lo observé ensimismado. De vez en cuando juraba entre dientes. Su voz era cálida y rasgada como el susurro de una pequeña hoguera. Sus ojos brillaban.
Los escritores seguían haciendo de las suyas. Una de ellos recitaba un poema a voz en grito. Descorchaban botellas de vino sin cesar.
—¡Eh! ¡Oídme! ¡Dejadlo ya! ¡Parad un minuto, por el amor de Dios!
Daba igual lo que les dijera. No me hacían ni puto caso.
—No te esfuerces —susurró el hombre desde la embarcación—. A ellos no les interesan los árboles: el ciprés, la palmera, el pino... Ya sabes lo que quiero decir.
Con estas enigmáticas palabras, el hombre soltó amarras dispuesto a diluirse en la noche azulada.
—¿Estás seguro de que es buena idea que te vayas ahora?
—¡La princesa vikinga inventó el mar para que nos perdiésemos, borrachos de aventura, y pudiésemos así echarla de menos!
—¡Espera! ¡Toma una cerveza! —. Fue todo lo que atiné a decir.
No sé mucho de árboles, pero el viejo Ron Williams decía que el fresno es noble, acoge todo bajo su sombra, y estoy seguro de que no me equivoco cuando afirmo que aquel hombre tenía la madera de un fresno, o incluso un roble.
EL COSMOS TIENE UNA EXTRAÑA
FORMA DE BATIR LAS ALAS |
SALVADOR LUIS RAGGIO MIRANDA
|
A José Óscar López
Caminaba descarriado y casi sin fuerzas por la llanura del Mare Nectaris de la superficie lunar cuando de pronto di con una formación de piedra selenítica. A la distancia, los visores solo alcanzaban a mostrarme una suerte de circunferencia de unos 200 metros de diámetro, que aparecía y desaparecía dependiendo del ángulo de observación. Recordé en ese momento que durante mis días de entrenamiento había escuchado en los pasillos de la base y en las fiestas de camaradería en casa de algún coronel historias no difundidas acerca de la misión 11. En tono de broma y también de aprensión, se decía que después del alunizaje y de posar los pies sobre la roca de nuestro satélite, la frecuencia cardiaca de Neil Armstrong se había acelerado hasta alcanzar las 170 pulsaciones por minuto. En aquel entonces, el reporte oficial de la Agencia concluyó que la variación en sus latidos se debía a simples tareas físicas de recolección e investigación en un territorio disímil del terrestre. Se trataba, según el parte médico, de una alteración natural, encadenada a los ritmos del cuerpo de un mamífero nacido en una atmósfera infinitamente más densa.
La teoría conspirativa, sin embargo, hablaba de otras causas y de otros efectos en torno a las pulsaciones de Armstrong, un relato velado por generales y políticos de ambos partidos de gobierno, y más sugestivo aún. Se rumoreaba que algunas personas con acceso a información confidencial habían visitado sótanos y archivos digitales secretos (tal vez en el Campo de Pruebas de Tonopah, tal vez en la base aérea Wright-Patterson), y visto fotografías sin retocar de la primera misión tripulada a la superficie de la Luna. En ellas, de acuerdo con aquellos míticos informantes, se podían observar pirámides oblicuas, esferas flotantes inconcebibles para la fuerza de gravedad y monumentos de una civilización prehistórica perdida en los valles del tiempo remoto. Armstrong, si se quiere, no había llegado a la Luna para divisar el futuro de nuestros expedicionarios, sino para encontrarse con el pasado obscuro y perpetuamente ultramarino del Sistema Solar.
La circunferencia que mis ojos advertían a lo lejos, ya en el año 2097, no podía ser más que la confirmación de que las pulsaciones del astronauta que me precedió a bordo de aquel primitivo módulo lunar se emitieron en el calor del asombro. No digo que Armstrong y Aldrin observaran la misma construcción que yo, después de todo su misión había alunizado en las llanuras del Mare Tranquillitatis, a decenas y decenas de kilómetros de distancia de mi posición geográfica, pero la conjetura era legítima: lo que los tripulantes de la misión 11 callaron bien podría haber sido la presencia de un paraboloide, un octaedro o un monumento similar al que mis visores definían como una elevación atípica en la llanura, perfectamente geométrica, y cuya arquitectura estaba organizada a partir de un cristal transparente. La misión 21, mi misión fracasada por culpa de los trastornos y los delirios de la oficial Kovacek, había hallado tras su desgracia espacial un último sentido exploratorio.
Con las pocas fuerzas que aún me quedaban, me arrié y avancé progresivamente hacia aquella construcción invalidada por la ciencia y la historia que me habían traído a la superficie lunar. Deseaba lograr al menos una gloria anónima, un triunfo que tal vez sería descubierto en misiones posteriores a aquel territorio desértico si la fortuna permitía que otro ser pensante volviese a pisar mis huellas.
En el microreproductor digital de mi escafandra, mientras caminaba con impericia, sonaba al mismo tiempo una vieja canción que elegí como una especie de letanía: There’s a moon in the sky; un tema con el que mi madre humana, cuando era todavía un niño, solía entretenerme mientras viajábamos en auto a los balnearios de Long Beach. A pesar de que era cierto que días atrás Kovacek nos había arruinado a la pobre Brentwood y a mí, la canción de The B-52’s de alguna forma nos reivindicaba; pues tenía claro que uno de nosotros, en este caso el único tripulante que continuaba con vida después de las desgracias que habían frenado la misión, debía insistir como pudiera en la tarea exploratoria del plan original, por lo menos hasta que la falta de oxígeno lo hiciese sucumbir sobre las rocas milenarias de un mar de la Luna.
La teoría conspirativa, sin embargo, hablaba de otras causas y de otros efectos en torno a las pulsaciones de Armstrong, un relato velado por generales y políticos de ambos partidos de gobierno, y más sugestivo aún. Se rumoreaba que algunas personas con acceso a información confidencial habían visitado sótanos y archivos digitales secretos (tal vez en el Campo de Pruebas de Tonopah, tal vez en la base aérea Wright-Patterson), y visto fotografías sin retocar de la primera misión tripulada a la superficie de la Luna. En ellas, de acuerdo con aquellos míticos informantes, se podían observar pirámides oblicuas, esferas flotantes inconcebibles para la fuerza de gravedad y monumentos de una civilización prehistórica perdida en los valles del tiempo remoto. Armstrong, si se quiere, no había llegado a la Luna para divisar el futuro de nuestros expedicionarios, sino para encontrarse con el pasado obscuro y perpetuamente ultramarino del Sistema Solar.
La circunferencia que mis ojos advertían a lo lejos, ya en el año 2097, no podía ser más que la confirmación de que las pulsaciones del astronauta que me precedió a bordo de aquel primitivo módulo lunar se emitieron en el calor del asombro. No digo que Armstrong y Aldrin observaran la misma construcción que yo, después de todo su misión había alunizado en las llanuras del Mare Tranquillitatis, a decenas y decenas de kilómetros de distancia de mi posición geográfica, pero la conjetura era legítima: lo que los tripulantes de la misión 11 callaron bien podría haber sido la presencia de un paraboloide, un octaedro o un monumento similar al que mis visores definían como una elevación atípica en la llanura, perfectamente geométrica, y cuya arquitectura estaba organizada a partir de un cristal transparente. La misión 21, mi misión fracasada por culpa de los trastornos y los delirios de la oficial Kovacek, había hallado tras su desgracia espacial un último sentido exploratorio.
Con las pocas fuerzas que aún me quedaban, me arrié y avancé progresivamente hacia aquella construcción invalidada por la ciencia y la historia que me habían traído a la superficie lunar. Deseaba lograr al menos una gloria anónima, un triunfo que tal vez sería descubierto en misiones posteriores a aquel territorio desértico si la fortuna permitía que otro ser pensante volviese a pisar mis huellas.
En el microreproductor digital de mi escafandra, mientras caminaba con impericia, sonaba al mismo tiempo una vieja canción que elegí como una especie de letanía: There’s a moon in the sky; un tema con el que mi madre humana, cuando era todavía un niño, solía entretenerme mientras viajábamos en auto a los balnearios de Long Beach. A pesar de que era cierto que días atrás Kovacek nos había arruinado a la pobre Brentwood y a mí, la canción de The B-52’s de alguna forma nos reivindicaba; pues tenía claro que uno de nosotros, en este caso el único tripulante que continuaba con vida después de las desgracias que habían frenado la misión, debía insistir como pudiera en la tarea exploratoria del plan original, por lo menos hasta que la falta de oxígeno lo hiciese sucumbir sobre las rocas milenarias de un mar de la Luna.
Tras esquivar un pequeño cráter y convencerme de que faltaba poco para alcanzarla, me vi al fin delante de la preciada circunferencia. De cerca, desde luego, era mucho más ceremoniosa, pero también irremediablemente descomedida y sin duda inadmisible para mi limitado alcance matemático. El ser o los seres que la habían erigido (¿o acaso la circunferencia se había erigido a sí misma?) tenían un conocimiento cosmológico distinto del que empleaban los primates de nuestro mundo. Nada en esa construcción de roca selenítica brillaba como debía brillar ni manifestaba imperfecciones definidas: sus arcos, la transparencia de su masa, sus partes amplias y también las diminutas alcanzaban la dignidad de un método férreo y omnipotente, y me recordaron de súbito la pequeñez de nuestras ambiciones científicas, la discapacidad de nuestros ensueños para conducirnos a un reino efectivamente ulterior.
Ronda Kovacek, la comandante turbada, era para mí el ejemplo más cercano de aquella discapacidad. Había destruido absolutamente todo lo que con tanto ahínco y nervio trajimos gracias a los cohetes que nos propulsaron. ¿Y con qué fin? Simplemente con la intención de clausurar de golpe el sendero de la promesa académica y silenciar los símbolos marítimos de nuestra expedición. Tres días después de un arduo alunizaje, Brentwood yacía envenenada víctima de un alcaloide, mientras que su pelirroja homicida, anclada delante de mí a las afueras de la nave, se quitaba la escafandra con una sonrisa incongruente, indicándome por el intercomunicador psíquico que la Tierra nunca volvería a saber de nosotros, y que la misión 21, al igual que yo, expiraría solitaria, envuelta por el perfume sulfuroso de los cráteres lunares.
En el ocaso de nuestra aventura, Kovacek resultó ser una simple terrorista con un amplio conocimiento en bioquímica y electromecánica, y yo —un lémur poshumano varado y confuso— su copiloto circunstancial y compañía atónita hasta la muerte. Con lo que Kovacek no contó, sin embargo, fue con mi deriva, las setenta y dos horas de oxígeno y movilidad que me permitían el traje reciclador y el gas alimenticio, ni con el hallazgo impresionante de la circunferencia de cristal en la llanura. Al tenerla finalmente delante de mí y analizarla con el lector molecular, me di cuenta de que su composición era cercana a la del lapis specularis, y que era además dueña de una diafanidad que secuestraba y absorbía la vista como nunca antes lo había sentido. Lo cierto es que si la pureza hubiera tenido un estado de la materia, la circunferencia de cristal que se erguía ante mis ojos habría sido sin duda esa constitución. Sabiendo que me quedaba poco tiempo para continuar, y ya casi sin oxígeno circulando por los canales de mi traje, acerqué en seguida una de mis manos y dejé de pronto de encontrarme ahí.
Dentro o fuera, implosionando o explosionando, no lo sé con exactitud, flotaban infinitas irisaciones. Me abrigaban y me hacían levitar. Y sin embargo mi cuerpo ya no era aquello que conocía y que antes solía acariciar seres vivientes y alrededores si así lo elegía mi arrojo. Me veía y me sentía en una nueva condición, muy notoria y a la misma vez intensamente teórica. Quisiera decir que en un mundo ideal aquella energía y yo hubiésemos sido amantes eternos, fusiones eternas y armónicas. Decir que todas las pérdidas que sufrí a lo largo de la vida y las decepciones amorosas que me llevaron a tomar la decisión equivocada de viajar de la Tierra a la Luna se habían desvanecido en el vasto imperio de una formación selenítica indocumentada por mi familia de animales. Y ciertamente eso es lo que deseo contar, lo que deseo expresarle al mundo que conocí mientras persisto en lo que asumo es de alguna forma una prodigalidad indefinible y aterradoramente perfecta, aquí donde el tiempo ya no es el tiempo, donde el territorio ya no es el territorio, donde sencillamente somos uno...
fuimos...
seremos...
Ronda Kovacek, la comandante turbada, era para mí el ejemplo más cercano de aquella discapacidad. Había destruido absolutamente todo lo que con tanto ahínco y nervio trajimos gracias a los cohetes que nos propulsaron. ¿Y con qué fin? Simplemente con la intención de clausurar de golpe el sendero de la promesa académica y silenciar los símbolos marítimos de nuestra expedición. Tres días después de un arduo alunizaje, Brentwood yacía envenenada víctima de un alcaloide, mientras que su pelirroja homicida, anclada delante de mí a las afueras de la nave, se quitaba la escafandra con una sonrisa incongruente, indicándome por el intercomunicador psíquico que la Tierra nunca volvería a saber de nosotros, y que la misión 21, al igual que yo, expiraría solitaria, envuelta por el perfume sulfuroso de los cráteres lunares.
En el ocaso de nuestra aventura, Kovacek resultó ser una simple terrorista con un amplio conocimiento en bioquímica y electromecánica, y yo —un lémur poshumano varado y confuso— su copiloto circunstancial y compañía atónita hasta la muerte. Con lo que Kovacek no contó, sin embargo, fue con mi deriva, las setenta y dos horas de oxígeno y movilidad que me permitían el traje reciclador y el gas alimenticio, ni con el hallazgo impresionante de la circunferencia de cristal en la llanura. Al tenerla finalmente delante de mí y analizarla con el lector molecular, me di cuenta de que su composición era cercana a la del lapis specularis, y que era además dueña de una diafanidad que secuestraba y absorbía la vista como nunca antes lo había sentido. Lo cierto es que si la pureza hubiera tenido un estado de la materia, la circunferencia de cristal que se erguía ante mis ojos habría sido sin duda esa constitución. Sabiendo que me quedaba poco tiempo para continuar, y ya casi sin oxígeno circulando por los canales de mi traje, acerqué en seguida una de mis manos y dejé de pronto de encontrarme ahí.
Dentro o fuera, implosionando o explosionando, no lo sé con exactitud, flotaban infinitas irisaciones. Me abrigaban y me hacían levitar. Y sin embargo mi cuerpo ya no era aquello que conocía y que antes solía acariciar seres vivientes y alrededores si así lo elegía mi arrojo. Me veía y me sentía en una nueva condición, muy notoria y a la misma vez intensamente teórica. Quisiera decir que en un mundo ideal aquella energía y yo hubiésemos sido amantes eternos, fusiones eternas y armónicas. Decir que todas las pérdidas que sufrí a lo largo de la vida y las decepciones amorosas que me llevaron a tomar la decisión equivocada de viajar de la Tierra a la Luna se habían desvanecido en el vasto imperio de una formación selenítica indocumentada por mi familia de animales. Y ciertamente eso es lo que deseo contar, lo que deseo expresarle al mundo que conocí mientras persisto en lo que asumo es de alguna forma una prodigalidad indefinible y aterradoramente perfecta, aquí donde el tiempo ya no es el tiempo, donde el territorio ya no es el territorio, donde sencillamente somos uno...
fuimos...
seremos...
EL RAYO
|
ANI GALVÁN
|
I
Dije
tus ojos cantan
¿Por el color? ¿El destello?
Por la cadencia del rayo
que señala a los transparentes.
II
Tocamos el rayo.
No cayó de ningún cielo.
Existe en nosotros nadie sabe
desde cuándo
y todos parecen advertirlo
verás he percibido últimamente el tiempo como un trasunto
que cuenta mis pasos con precisión de servicio secreto
Estudiamos el rayo.
Nos habla de dos asteroides de edad y procedencia remotas
tan remotas como pudiera ser concebible en la Vía Láctea
en su integridad tan semejantes que en realidad son la misma roca
verás he confesado últimamente una sospecha
en apariencia inconfesable
una sospecha a gritos muda y después marcada como un sello
de indeleble terror en los rostros que amo
Portamos el rayo.
No sabemos explicarlo ni cómo es posible que subsista
en estos cuerpos tan espesos y difíciles de
habitar
pero siempre nos acompaña
verás hay en el alba de cada universo una chispa capaz
de detonar el hálito vitrificado de la muerte
III
Dices
puedo hacer nada y puedo hacerlo todo resulta que el canto
de estos ojos es la flauta y la víbora
qué contestar no he vivido mucho no he vivido casi sólo apreté el puño
un clavel púrpura de lágrimas y colmillos y bailé
qué palabras para el trance centenario de esta fuerza
que purifica y corrompe
qué palabras frente a qué trueno
Dije
tus ojos cantan
¿Por el color? ¿El destello?
Por la cadencia del rayo
que señala a los transparentes.
II
Tocamos el rayo.
No cayó de ningún cielo.
Existe en nosotros nadie sabe
desde cuándo
y todos parecen advertirlo
verás he percibido últimamente el tiempo como un trasunto
que cuenta mis pasos con precisión de servicio secreto
Estudiamos el rayo.
Nos habla de dos asteroides de edad y procedencia remotas
tan remotas como pudiera ser concebible en la Vía Láctea
en su integridad tan semejantes que en realidad son la misma roca
verás he confesado últimamente una sospecha
en apariencia inconfesable
una sospecha a gritos muda y después marcada como un sello
de indeleble terror en los rostros que amo
Portamos el rayo.
No sabemos explicarlo ni cómo es posible que subsista
en estos cuerpos tan espesos y difíciles de
habitar
pero siempre nos acompaña
verás hay en el alba de cada universo una chispa capaz
de detonar el hálito vitrificado de la muerte
III
Dices
puedo hacer nada y puedo hacerlo todo resulta que el canto
de estos ojos es la flauta y la víbora
qué contestar no he vivido mucho no he vivido casi sólo apreté el puño
un clavel púrpura de lágrimas y colmillos y bailé
qué palabras para el trance centenario de esta fuerza
que purifica y corrompe
qué palabras frente a qué trueno
LLEGADA A LAS ISLAS
|
SEBASTIÁN MONDÉJAR
|
19:52
|
ANDRÉS DE LA ORDEN
|
Bajad la cabeza de las lámparas.
El tiempo es un odre de sílabas
hermosas y finales de hormigón, un
hijo de puta
meneando el rabo en ese aparcamiento
donde todo es pregunta y puto
silencio.
Quién nos recordará en veinte primaveras.
Quién pujará por unos libros y unas
fotografías.
Amigos, merezcamos al hombre que amamos.
Muramos con su sonrisa en la boca.
Digamos adiós a Dios sabiendo del salitre.
Nunca sea el dolor el color de los abrojos.
Nosotros, argonautas de su lápiz, callemos
la verdad.
Él erigió este templo.
Lo fue en sólida roca.
El horror no tiene normas.
El horror es el papel en blanco
contra el carboncillo.
El tiempo es un odre de sílabas
hermosas y finales de hormigón, un
hijo de puta
meneando el rabo en ese aparcamiento
donde todo es pregunta y puto
silencio.
Quién nos recordará en veinte primaveras.
Quién pujará por unos libros y unas
fotografías.
Amigos, merezcamos al hombre que amamos.
Muramos con su sonrisa en la boca.
Digamos adiós a Dios sabiendo del salitre.
Nunca sea el dolor el color de los abrojos.
Nosotros, argonautas de su lápiz, callemos
la verdad.
Él erigió este templo.
Lo fue en sólida roca.
El horror no tiene normas.
El horror es el papel en blanco
contra el carboncillo.
RESES DEL PARAÍSO
|
ALFONSO GARCÍA-VILLALBA
|
Sólo cuando un sistema se comporta de manera suficientemente aleatoria puede entrar
en su descripción la diferencia entre pasado y futuro, y por tanto la irreversibilidad.
Ilya Prigogine
en su descripción la diferencia entre pasado y futuro, y por tanto la irreversibilidad.
Ilya Prigogine
No sé por qué pasa y tampoco sé por qué es siempre así, tampoco tú sabes por qué ocurre de tal forma, por qué sucede una y otra vez sin que tú o yo seamos capaces de ejercer algún tipo de orden o control que, a decir verdad, no deseamos para nada, está más que claro que es así, que sentimos de igual modo, y no sabemos por qué pasa, no lo sé, no me preguntes, no te pregunto, no lo haré y no lo hago ni se me ocurrirá hacerlo porque no lo sabes tú tampoco, no sabemos o no queremos, más bien es eso, no deseamos distinguir los motivos para que cada vez que nos vemos suceda siempre igual y nos pongamos a conversar en una pura vorágine de caos verbal mientras, desde el balcón o desde la sala de estar, miramos las palmeras del parque, ya sea de noche o atardeciendo o un poco antes tal vez, y empecemos a hablar y no decidamos intervenir de forma lógica en aquello que sobreviene en lo que decimos o acaso poner algún tipo de orden a ese intercambio casi desconcertante y vertiginoso de palabras y palabras y más palabras que son nuestras charlas, así que no lo hacemos, no queremos, no nos sale y nos dejamos llevar por la inercia o el sonambulismo y todo es pura deriva o lagartija y cada momento es una hermosa amalgama de frases y panoplia de exclamaciones e ideas y temas o nombres o libros o canciones o personas y amigos o amantes que se nos amontonan en la lengua y en la cabeza y que se deshacen y rehacen igual que sucede con las nubes o los fuegos que se apagan y reavivan como por arte de magia, semejante a espejismos que desaparecen y regresan, vuelven, van y vienen con la intensidad, toda la intensidad con que solamente los fantasmas lo hacen, sobre todo en invierno dices tú, invierno, los fantasmas son puro invierno, añades, sí, espejismos que desaparecen y regresan del mismo modo en que brota el espectro de la adicción dentro de un cuerpo o bien se diluye y no sabemos por qué es así, no, no lo sabemos o acaso lo tenemos completamente claro y como lo tenemos completamente claro y nos resulta más que evidente no nos apetece a ninguno de los dos pronunciarlo en voz alta, pronunciarlo, ponerle etiqueta, nubes o fuego, denominación de origen, invierno, lagartija, así es la cosa, porque también puede ser que las cosas no estén tan claras y toda certeza sea un error y si no dudas, lo sabemos bastante bien, si no te cabe una puta duda en el cuerpo, eres absolutamente ridículo y aburrido y eso es atrozmente letal, así que, al hilo de esto, te digo que me he enamorado de una persona que me ha dicho que si no duda le resultaría completamente imposible existir, dudar, dudar, dudar, de modo que en todo momento nos dejamos llevar por esa adicción de hablar sin orden, incluso dudar, fíjate, y pareciera que estuviéramos poseídos o hipnotizados, embrujados, sobre todo tú que coges y empiezas y no paras y me gusta que así sea y, como hoy, hoy una vez más, yo te escucho y te escucho y te escucho y vuelvo a escucharte y miro tus ojos azul océano mientras sonríes y, de repente, sin prestar mucha atención a lo que dices, te cuento que estoy pensando en cuando estuve en el Pacífico, en la costa de Oaxaca, en el año 2003, que estoy pensando en el azul océano de un lugar llamado Huatulco por eso de ver tus ojos de un azul casi transparente e incluso metódico y te digo perdona, colega, amigo, compañero, lagartija que duda, vaya una mierda, vaya un mierda he dicho ahora mismo recordando el puto libro de Ryu Murakami y tú dices, antes de que yo pueda acabar lo que estoy soltando, que Ryu es mejor que Haruki y yo te corto y pienso en voz alta que claro, evidentemente, quién no quiera darse cuenta de esto es profundamente subnormal y tú dices pero es lo que hay, es que es así, que Ryu es como nosotros, que siempre se quedará detrás, que tendrá menos nombre pero que nosotros somos como él, unos putos desgraciados, y ya ves tú a él lo traducen al francés y al alemán y al inglés y al español, al griego, al húngaro, qué sé yo a qué más, no sé si al esperanto, pero al fin y al cabo estará oculto, Ryu, estará oculto bajo la sombra de Haruki y solamente por compartir un puto apellido, Murakami, que significa pueblo de arriba, así que Ryu se cobijará en la matriz de un agujero negro ante el maldito resplandor de Haruki y su buen rollete, sus apariciones en prensa y en la tele y su saber estar en modo zen de supermercado cerca del arroz para microondas, sin duda, y dices que nosotros somos más Ryu y que somos tontos y que lo amaremos más que al otro porque en una de sus novelas utiliza la palabra anémona cuando yo intento añadir que Ryu llega a ser con frecuencia elegantemente paranoico y, por un momento, me dejas decirlo y eso es algo que no pasa siempre aunque luego, siempre lo haces, sorprendentemente siempre lo haces, retomas la conversación o lo que yo te estaba diciendo hace un rato justo y exactamente por donde estaba hablando pero ahora sí, ahora te detienes y sonríes y me escuchas aunque me pides un momento y te preguntas por qué la paranoia y el delirio responden a un orden perfecto cuando en apariencia pueden verse como puro caos y yo no sé si tengo que añadir algo a eso y me dices que siga con lo que te estaba contando y te digo que solamente somos lagartijas o fuego o nubes y que las olas del Pacífico en 2003, al hilo de mis palabras que tienen que ver con tus ojos, parecían querer engullirme y llevarme con ellas y que eso sucedía en una playa del estado de Oaxaca en México un día a mediodía y tú dices y me hablas, lo dices en una sonrisa blanca y plena, supongo que pura, me dices que te gustaría que el puto océano te llevara consigo en una de esas olas y lo dices en broma y citas al puto Manrique y sus putas vidas que son los ríos que van a dar a la puta mar que es el puto morir, océano, y lo dices y tu mirada es de una profunda luminosidad acuática pero al mismo tiempo abisal e insondable que solamente permite pensar en alguna composición de Eliane Radigue o en textos místicos escritos junto al mar o el océano o en una isla donde se hayan realizado ensayos con bombas termonucleares, booooom, ya sea en el Pacífico o el Índico o incluso el Glaciar Antártico y yo siento o pienso o te digo que esa luminosidad acuática es la que solamente puedes ver cuando buceas a más de 12 metros de profundidad y miras hacia arriba por encima de todo ese agua que está entre tu cuerpo y la superficie y consigues ver el modo en que los rayos del sol, boooooom, penetran la superficie del océano que es como la piel de una animal fabuloso y azul que está más allá de lo que cualquiera de nosotros pueda imaginar, es decir, que es un ser vivo porque, como bien dices, nuestra realidad no difiere mucho del océano loco y delirante que salía en la novela Solaris de Stanislaw Lem y que discurre en ese perverso planeta que es absoluta hauntología esquizoide en modo Mark Fisher a tope y donde todo es un perfecto desequilibrio que juega con los fantasmas y lo dices porque los dos coincidimos en la idea de que el caos y el desequilibrio tienen mucho que ver con todo aquello donde se cobijan fantasmas porque los fantasmas son pura forma huidiza y que escapa al control, al maldito control, el control, amigo, el control, y la paranoia y el delirio son iguales y escapan a todo control, a todo superorganismo de alienación, dominación, sadomaso no deseado, a todo sistema de pensamiento, venga, vale, ya, y yo te digo que tú eres puta forma huidiza y que toda puta forma huidiza es divina y radiante y te susurro, de pronto, que en el Pacífico pude contemplar la huida tímida de tiburones ballena que, sin duda, dices tú, son animales profundamente fabulosos e inexplicables y míticos, formas huidizas, formas místicas, y me cuentas, a continuación, que todos seremos fantasmas algún día como algunos de los personajes de Solaris y, riéndote, añades que a veces has utilizado la adaptación cinematográfica de Tarkovski de esa novela de Lem como barbitúrico cuando no puedes dormir, cuando no podías hacerlo, cuando durante el insomnio ya te has cansado de dibujar androides en futuros imposibles y distópicos donde todo se podría parecer a una carta disparatada en la onda de las que le escribía Philip K Dick a Stanislaw y en la que se percibe a la perfección la erosión de la esquizofrenia paranoide en Philip K, en su cuerpo, en el modo de moverse o parpadear o en la forma de fluir sus lágrimas o en el desvarío extático e iluminado de pensar que él mismo está vivo y todos nosotros muertos, todos, como si todas esas cartas estuvieran escritas bajo los efectos de escuchar a Cluster o Roedelius, por ejemplo el disco Wenn der Südwind weht, y luego, vuelves a decirlo, todos seremos fantasmas o que tú estarás vivo y todos nosotros estaremos muertos y a los dos, en ese momento, cuando lo dices, se nos ponen los ojos oceánicos pero en modo lacrimógeno y acuático, líquido, puto Zygmunt Baumann digo, como si nuestros párpados contuvieran lagunas de inmaculada desesperación y yo, no sé por qué, en ese momento, cuando acabo de escucharte decir que tú estarás vivo y todos nosotros estaremos muertos, pienso en tiburones ballena y su morfología bicolor que transita entre el gris y el azulado, tus ojos, pienso en ese vientre gigante y blanco o, a veces, amarillo, y pienso en tiburones ballena y en cualquier otra vida posterior a ésta y que será puro devenir espectral y huidizo, en fuga, y te interrumpo y te digo que no quiero que seas un fantasma y tú, te leo la mente, vuelves a pensar, aunque no lo dices, que un día todos seremos fantasmas, tal vez unos antes que otros y se te queda esa idea en la mirada y flota en el centro de tus pupilas, incluso dentro de una sonrisa que sube de tus labios a los ojos, lo hace en forma de letra S, sinuosa, ondulante, serpenteante, como en zigzag, e imagino que piensas algo así, que todos seremos fantasmas en el futuro de algún otro, en el futuro de cuerpos que llegamos a amar o que dejaron de amarnos o que por un tiempo amamos, dime tú por qué, dime tú por qué me viene a la cabeza esto ahora que me quedo pensando en cosas que podría decirte y que no digo porque siento que no soy nadie para decirte nada a ti, nada a nadie, porque tienes claro que los fantasmas son animales fabulosos que vuelan y se elevan por encima de la cota cero de cualquier lugar o superficie o que se sumergen en las profundidades del océano o que bien desean desmentir, impugnar, maldecir la ley de la gravitación universal, porque yo la maldigo, maldigo la ley de la gravitación universal ¿lo sabes?, maldigo la ley de la gravitación universal como a mí mismo y a Newton, pero entonces, en cambio, no cuento nada de esto y me callo, sello mis labios, retrasado mental, cacaseno, necio, y te digo que antes me he equivocado y que esos tiburones de los que te he hablado no los vi en el Pacífico sino en Honduras, en la isla de Utila, qué despiste, qué calor en esa isla donde te puedes sacar la licencia de buceo bien barata y rápida y buena y bonita, mientras tú sigues diciendo que los fantasmas hacen eso de estar flotando y simulan ser pájaros porque saben y son conscientes de que todo es caos y desequilibrio, al igual que nuestras conversaciones, pero que nunca hay azar en nada ni siquiera en la ley de la gravitación universal o en el vuelo de un pájaro, sigues diciendo, y tus ojos son ese océano azul y burbujeante y siempre es así y eso tampoco tiene nada que ver con el azar porque los dos sabemos que Carl Gustav Jung, esto pareces subrayarlo cuando te pones a hablar de hipotéticas carambolas cósmicas, Carl Gustav, sí, expresa cierto desdén por el concepto de aleatoriedad y que prefiere sugerir, introducir, venderte, seducirte, hipnotizarte o modular una idea como la de la sincronicidad que, con frecuencia, tiene que ver con sentir diferentes personas en diferentes lugares del mismo modo, pensar idéntico, obrar idéntico, y esto puede parecer muy tonto y bobo o muy kumbayá (1), todo eso de sentir del mismo modo o elucubrar, cavilar de igual forma, diferentes personas en diferentes lugares con diferentes cuerpos y diferentes vidas, y descubrir que, a ver si atino, cualquier evento acontece sencillamente porque hay conexiones entre los cuerpos y las cabezas que son sostenidas por esos cuerpos, y de las que no podemos sustraernos, porque somos pura materia sintiente que conecta y desconecta con la realidad, porque somos pura materia sintiente que conecta y desconecta con el universo o el odio, el amor, la devastación, joder, con la forma en que dibujamos el cielo o pensamos en la esfinge o con el modo en que observamos carros de fuego que flotan sobre el desierto o sobre nuestras conciencias, a ver si doy con la palabra, ostia, porque Carl Gustav es el puto amo, siempre la puta palabra, dar con ella, con la palabra, con el puto amo y buscar la palabra, el puto, la palabra, el amo, dar con ella o amarla, el puto, joder, dar con ella, amarla como tú la deseas y amas y que, al mismo tiempo, te evita o te otorga todo don, todo puto don, y, sí, desconectamos de la palabra o nos pegamos a ella porque todo sucede igual de deprisa en cualquier lugar, puto amo, Carl Gustav, y sucede que lo que yo piense o tú mismo puedas pensar o cualquiera piense no tiene ningún valor de singularidad porque ha sido pensado en otro sitio antes, Carl, al mismo tiempo, después, del revés o del derecho, encima, debajo, Gustav, con la boca abierta, con las piernas ídem, con el plexo solar en modo resplandor, en el interior de un agujero negro, durante el equinoccio o el solsticio, y sencillamente ocurre así, sucede así siempre, es así siempre, en todo lugar, en todo momento, siempre, a cada instante, y eso lo demuestra el hecho de que tú y yo, cuando en la vida y ni por asomo habíamos tenido en cuenta en nuestras conversaciones, nunca pero nunca, la Fenomenología de la percepción, nos pongamos a hablar de Merleau-Ponty y su maldita Fenomenología, sus reflexiones en torno a los miembros fantasmas que yo te digo tienen que ver con la melancolía y su anatomía contrahecha, y sí, sencillamente ocurre así del mismo modo en que Baruch Spinoza ha filtrado en nuestra piel y en la de otros muchos, antes de que nos hayamos puesto a leerlo en serio, verdaderamente en serio y no picoteando, y sin que nos hayamos dicho nada el uno al otro al respecto porque Baruch, al igual que Hume y sus reflexiones en torno al hombre como un enlace o colección de múltiples percepciones, es algo que, y ahí está Carl Gustav, está flotando en el ambiente o dentro de nuestras cabezas y en las de muchas personas, en nuestros cuerpos, en la sangre, en la sinapsis neuronal, en el murmullo del viento o en la perseverancia de la yerba al crecer o en una corona de ciprés adornando tu frente, y sucede así sin que apenas hayamos llegado a darnos cuenta, sucede siempre, a cada momento, y no sabemos por qué, no queremos racionalizarlo, no hace falta racionalizarlo, detestamos hacerlo porque racionalizarlo todo es siempre un error, así que Carl Gustav puede que no esté tan mal, dices en medio de una carcajada y se te tropiezan las palabras con la risa, puede que Carl Gustav no sea tan loco pese a que escribiera sobre ovnis a la vez que, tiempo antes, lo hiciera sobre el arquetipo de la sombra que es puro fantasma esencial si lo sampleamos y manipulamos al gusto, pura ceniza, puro futuro muerto como el que acontece cuando la ley de la gravitación universal es inexpugnable e imaginas que ese futuro es un puto fósil de la amistad y del deseo, ostia, y que, pese a tal inconveniencia que tiene que ver con el futuro o con los pájaros que no son más que espectros con alas o lagartijas abotargadas, hay algo que subyace, algo que palpita y hace toc toc toc en tu cabeza, lo sabes, y todo tiene que ver con el puto inconsciente colectivo, qué sintagma tan desalentador, Akasha y toda esa mierda que no cualquiera se toma en serio igual que pasa con los fantasmas o los ovnis sobre los que escribió Carl Gustav en una torre en Küsnacht, cantón de Zúrich, mirando el cielo, pensando en la sombra y en la Madre, perdiendo el tiempo sin perderlo, sin sentir la agonía del tiempo que es una anguila y se escapa, se escapa todo el tiempo, y seguramente hagan bien quienes proceden así, quienes proceden sintiendo y no pensando que toda esa mierda del registro akáshico es una tontada al igual que la teoría de los campos morfogenéticos y la puta madre que parió a Rupert Sheldrake porque vaya idea de misticismo de centro comercial a precio de saldo, en rebajas, en modo zen de Haruki, y, con todo esto, pese a todo esto, a consecuencia de todo esto, tú sigues e incides, por ejemplo, en Ilya Prigogine, nada de Haruki, nada de Ryu, y me hablas de él, de Ilya, y quién cojones es el puto Ilya, quién, quién, quién, y yo abro los ojos como si estuviera tonto o simplemente lo fuera y seguramente lo sea, lo soy, lo seré siempre y estoy convencido de que es y será así ad aeternitatem, y coges y me hablas, ahora, ahora, dale, dale, de las estructuras disipativas de Ilya Prigogine y yo te sigo escuchando y no tengo ni idea de lo que me cuentas y es ya entrada la tarde, cerca del anochecer, cerca del crepúsculo, y es domingo y es diciembre y decimos que, afortunadamente, en diciembre no es posible escuchar chicharras aunque los dos coincidimos en que siempre es oportuno escuchar chicharras y que las chicharras, en realidad, son máquinas deseantes que hacen bucles en el aire o que dibujan con su sonido insistente e hipnótico un arco iris en aire curvo que es pura distorsión de una teoría óptica y sonora que no es más que enajenación o parábola y que, de algún modo, a ambos las chicharras nos recuerdan a Terry Riley y su Rainbow in curved air porque todo dentro de la cabeza cuando estás fatal de lo tuyo es un arco iris en aire curvo esencialmente distorsionado y hecho a base de cuasi eternos rizos sonoros de chicharras que, pese a lo que digan las hormigas de las fábulas, no descansan, pero de lo que no descansan, a decir verdad, es de su hedonismo cantor y maníaco, lo sabes, lo sabes, lo sabes, su hedonismo cantor y maníaco, y lo sabes porque todo lo fatal esconde paradojas y, de pronto, se nos queda colgado el Ilya Prigogine, y sabemos, somos hiperconscientes, por qué nos decimos que esas paradojas hacen de la fatalidad algo luminoso, y eso lo decimos los dos al mismo tiempo como si estuviéramos hechizados y nuestras lenguas exploraran el mismo yacimiento o lodazal semántico, como si nuestras lenguas lo habitaran igual que diminutos pegamoides adictos a la cola Darson, esos pegamoides de cuando éramos pequeños y había personas que tiraban del pegamento para estar menos aquí y más en cualquier otro lugar pero no en éste, en éste no, a veces mejor que no, ¿no? y, de algún modo, sentimos así porque todo siempre es un delirio hasta el final, siempre lo es, y sucede que Ilya Prigogine es útil para nuestras nociones en torno al caos, ahora volvemos, ahora volvemos a la mandanga, a Ilya, a Ilya, dale a Ilya, porque sus estructuras disipativas establecen que existe un equilibrio más allá de la inestabilidad y la enajenación y lo dices sonriendo, dale, dale, dale a Ilya, y yo te digo que el sintagma estructuras disipativas es una combinación de palabras tan singularmente bella que he llegado a comprender el concepto sin tener ni idea de lo que en realidad son esas putas estructuras disipativas y tú dices que eso se debe al puto Carl Gustav, el puto Carl Gustav es dios, el puto Carl Gustav, joder, Carl, que sobrevuela nuestros corazones y nuestros cuerpos como mirlos que llegan al comienzo de la primavera o quizás antes, Gustav, puto Carl, cuando el invierno pone fin al frío para que nos demos cuenta de que siempre hay esperanza, vaya palabra, ¿no? y que la primavera llega sin que lo esperemos ni queramos, maldita primavera, aunque yo te digo que siempre aguardo la llegada de esa estación y que me fijo y estoy atento a los primeros mirlos, a ver si llegan, a ver si están, y siempre lo estoy, atento, mirando por la ventana, pendiente, con el oído bien abierto por si escucho su canto, y te digo que menos mal que es así, que llegan primavera y mirlos, aunque tú afirmas que prefieres el invierno, lo sé desde hace años, y que te gustan bufandas y abrigos y calcetines gruesos, pero que, no obstante, dices, te gustan los saltitos, los saltitos que dan los mirlos cuando hace menos frío y ya no llevas abrigo ni bufanda, tampoco calcetines gruesos, y te fijas en su pico naranja, el pico naranja de los mirlos, y que cuando los ves así y te das cuenta que cantan no piensas en fantasmas ni en estructuras disipativas que nunca están tan lejos del equilibrio como pudiéramos imaginar sino cerca del orden, ese orden que, según Ilya, me dices, surge siempre del caos, lo dices con una sonrisa y admites que no sabes por qué es así, aunque a decir verdad sí que lo sabes, lo sabemos los dos, no sabes por qué dicen que hay orden cuando todo es prisa y confusión, cuando todo es vértigo y desconcierto y cosas que se desvanecen o dejan de estar y repites, lo dices, lo dices pero ya no sé si he sido yo quien lo ha dicho antes o solamente has sido tú, antes, en algún momento, y dices, lo dices escudriñando con la mirada la pared de la sala de estar en la que estamos, lo dices como sin dar mucha importancia a tus palabras, lo dices mientras las palmeras en el parque que vemos desde casa no son más que siluetas oscuras más allá del crepúsculo:
—No sé por qué pasa, no sé por qué siempre es así... pero me da igual.
—No sé por qué pasa, no sé por qué siempre es así... pero me da igual.
(1) Se ha preferido la transcripción de esta palabra utilizando la letra K en vez de la letra C a consecuencia de las sugerencias de un amigo común entre José Óscar y yo que, leyendo el borrador de este texto, consideró que era necesario el uso de la letra K en detrimento de la C.
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DE CAFETERAS Y ROBOTS
EL GRAN HUEVO ESTELAR espera
[Mannfred salmon]
SER DIBUJANTE
[MARTA GÓMEZ DE LA VEGA]
En el amplio cuaderno del cosmos, un astronauta se enfrenta al abismo negro de lo desconocido. Sus ojos, cartógrafos de constelaciones perdidas, revelan el peso de galaxias que nunca ha tocado. El casco es una burbuja de cristal frágil que refleja sus propias dudas. Este explorador se ancla a terreno firme con la gravedad de la inseguridad tirando de su alma inquieta. El universo, con sus estrellas y criaturas intrigantes, es un espejo que le devuelve su propio rostro, marcado por una pregunta que lo atormenta: ¿soy digno de esta misión?
Con este interrogante en la cabeza visualizo a José Óscar en su escritorio, rodeado de cómics, bolígrafos y varios libros desparramados por el tablero. Se dispone a terminar alguno de esos bocetos infinitos, y el eco de su recurrente lamento, no tener tiempo suficiente, retumba en el vacío de la noche.
Era un escritor prolífico, ingenioso, muy valorado por la comunidad literaria y, a pesar de todos los elogios vertidos sobre sus letras, es probable que en muchas ocasiones se sintiera desmerecedor de los mismos. También era dibujante, aunque esta faceta estaba menos explotada públicamente y es probable que se viviera como eterno principiante (lo siento José Óscar, si mi interpretación no es acertada).
Es difícil en esta modernidad en la que vivimos, donde las obligaciones fagocitan las pasiones, compaginar diversos talentos e intereses.
En el vasto lienzo del arte son marginados aquellos que eligen apartarse del canon establecido de productividad y excelencia. Su arte, sencillo en trazo pero profundo en significado, a menudo es despreciado al desafiar lo convencional. Se les rechaza por explorar lo surrealista, lo futurista, por convertir la crítica social en su musa y no en un obstáculo. Son los autodidactas, los que crean desde la periferia, para los que la calidad no está en la perfección (similitud con lo real), sino en la honestidad. Este caminar fuera del canon mayoritario lleva al creador a dudar de su propio valor y de la importancia de su voz en el vasto panorama del arte. Aquí veo yo a José Oscar López, dibujando en la periferia murciana en sus cuadernos, libretas, seguramente incluso en servilletas, atrapando instantes fugaces, dibujando en su mente mientras camina, toma una cerveza, incluso da clases.
Creo que José Óscar López estaría más cómodo definiéndose como lo hacía Saul Steinberg, caricaturista e ilustrador estadounidense de origen rumano: «soy un escritor que dibuja». Sí, ahí lo veo yo. Lo veo, en esencia, como un creador. Esto implica exponer aspectos íntimos del propio ser ante la mirada externa, con tendencia a juzgarlo todo. Para mí, es precisamente en esa vulnerabilidad, donde se encuentra la auténtica potencia del arte, ya sea expresada a través de palabras o imágenes.
También decía: «La gente que ve un dibujo en The New Yorker piensa automáticamente que es chistoso porque es una caricatura. Si lo ve en un museo, piensa que es artístico; y si lo encuentra en una galleta de la suerte, piensa que es una predicción».
Si estuviera hablando con José Óscar le diría:
—Pues eso, tío, al carajo lo que piense la gente, que no tienen ni idea, vamos a hacer una expo con tus dibujos.
Me consta que muchos amigos le animaban a sacar al mundo su arte. Eso que nos hemos perdido.
Con este interrogante en la cabeza visualizo a José Óscar en su escritorio, rodeado de cómics, bolígrafos y varios libros desparramados por el tablero. Se dispone a terminar alguno de esos bocetos infinitos, y el eco de su recurrente lamento, no tener tiempo suficiente, retumba en el vacío de la noche.
Era un escritor prolífico, ingenioso, muy valorado por la comunidad literaria y, a pesar de todos los elogios vertidos sobre sus letras, es probable que en muchas ocasiones se sintiera desmerecedor de los mismos. También era dibujante, aunque esta faceta estaba menos explotada públicamente y es probable que se viviera como eterno principiante (lo siento José Óscar, si mi interpretación no es acertada).
Es difícil en esta modernidad en la que vivimos, donde las obligaciones fagocitan las pasiones, compaginar diversos talentos e intereses.
En el vasto lienzo del arte son marginados aquellos que eligen apartarse del canon establecido de productividad y excelencia. Su arte, sencillo en trazo pero profundo en significado, a menudo es despreciado al desafiar lo convencional. Se les rechaza por explorar lo surrealista, lo futurista, por convertir la crítica social en su musa y no en un obstáculo. Son los autodidactas, los que crean desde la periferia, para los que la calidad no está en la perfección (similitud con lo real), sino en la honestidad. Este caminar fuera del canon mayoritario lleva al creador a dudar de su propio valor y de la importancia de su voz en el vasto panorama del arte. Aquí veo yo a José Oscar López, dibujando en la periferia murciana en sus cuadernos, libretas, seguramente incluso en servilletas, atrapando instantes fugaces, dibujando en su mente mientras camina, toma una cerveza, incluso da clases.
Creo que José Óscar López estaría más cómodo definiéndose como lo hacía Saul Steinberg, caricaturista e ilustrador estadounidense de origen rumano: «soy un escritor que dibuja». Sí, ahí lo veo yo. Lo veo, en esencia, como un creador. Esto implica exponer aspectos íntimos del propio ser ante la mirada externa, con tendencia a juzgarlo todo. Para mí, es precisamente en esa vulnerabilidad, donde se encuentra la auténtica potencia del arte, ya sea expresada a través de palabras o imágenes.
También decía: «La gente que ve un dibujo en The New Yorker piensa automáticamente que es chistoso porque es una caricatura. Si lo ve en un museo, piensa que es artístico; y si lo encuentra en una galleta de la suerte, piensa que es una predicción».
Si estuviera hablando con José Óscar le diría:
—Pues eso, tío, al carajo lo que piense la gente, que no tienen ni idea, vamos a hacer una expo con tus dibujos.
Me consta que muchos amigos le animaban a sacar al mundo su arte. Eso que nos hemos perdido.
«El secreto es entrar en lo que se está mirando en ese momento y, una vez dentro, disponer del mejor modo posible su apariencia. Mejor no quería decir hacerlo más bonito o más armonioso, ni tampoco más típico a fin de que el roble representara a todos los robles. Sencillamente quería decir hacerlo más suyo, de modo que la vaca o la ciudad o el cubo de agua se convirtiera en algo realmente único», decía John Berger. Y José Oscar tenía su estilo único, su mundo particular, genuino, y estaba en el camino del hallazgo. Berger también consideraba que el artista no es un creador, sino más bien un receptor. «La creación no es sino el acto de dar forma a lo que se ha recibido».
También tenía su personalidad. Según el pintor Miguel Gómez Losada, «la personalidad es la suma de las cosas que te gustan, incluso el hilo de los descartes».
También tenía su personalidad. Según el pintor Miguel Gómez Losada, «la personalidad es la suma de las cosas que te gustan, incluso el hilo de los descartes».
Como ejemplo he elegido uno de sus últimos dibujos (quizás el último), un retrato que hizo de su amigo José Daniel Espejo, mientras presentaba en Libros Traperos The Basement Tapes, editado por la editorial Godall, con el autor Jaime Rodríguez Zeta y la editora Isabel Navarro el sábado 10 de febrero de 2024.
Es un retrato sencillo, realizado con bolígrafo sobre papel. Los trazos son finos, precisos, y de un solo tono. El fondo se mantiene en el color del papel, lo que permite que toda la atención se concentre en la figura del hombre. La composición es frontal y simétrica, lo que añade un sentimiento de estabilidad a la imagen. El dibujo, en su conjunto, es minimalista, con un enfoque en la expresión y el carácter del sujeto, más que en los detalles técnicos o realistas. Captura algo más que un rostro: captura un estado de ser. Cada línea es un hilo de pensamientos que se entrelazan para formar la silueta de un hombre, el amigo. Hay una honestidad brutal en la simplicidad de los trazos. No hay sombras que oculten ni colores que distraigan. Solo está la verdad desnuda, manifestada en el grosor de una línea, en la curvatura de una barba apenas esbozada, en la insinuación de un gesto que no necesita más que un trazo para ser entendido. Es como si el bolígrafo, en su aparente rigidez, hubiera encontrado la manera de liberar las emociones más profundas que el hombre intenta contener.
La mirada, enmarcada con esas gafas gruesas, parece distante, pero al mismo tiempo profundamente introspectiva. Este dibujo a bolígrafo, improvisado, aparentemente modesto, es un mapa emocional. No es perfecto, sino auténtico. No trata realmente de capturar la realidad objetiva, sino de transmitir una realidad subjetiva. Aquí el dibujo puede funcionar como la poesía, cada cual la interpreta y es interpelado de una forma particular.
En el último encuentro con José Óscar me dijo una frase que me transmitió muchos vacíos, pero que a su vez llenó muchos huecos: «Admiro a los que, como tú, lo lleváis todo para adelante».
Con estas páginas quiero agradecerle y honrarle, y para ello le ofrezco mi propio arte, resonando con sus dos pasiones; la escritura y el dibujo. Va por ti, compañero.
Es un retrato sencillo, realizado con bolígrafo sobre papel. Los trazos son finos, precisos, y de un solo tono. El fondo se mantiene en el color del papel, lo que permite que toda la atención se concentre en la figura del hombre. La composición es frontal y simétrica, lo que añade un sentimiento de estabilidad a la imagen. El dibujo, en su conjunto, es minimalista, con un enfoque en la expresión y el carácter del sujeto, más que en los detalles técnicos o realistas. Captura algo más que un rostro: captura un estado de ser. Cada línea es un hilo de pensamientos que se entrelazan para formar la silueta de un hombre, el amigo. Hay una honestidad brutal en la simplicidad de los trazos. No hay sombras que oculten ni colores que distraigan. Solo está la verdad desnuda, manifestada en el grosor de una línea, en la curvatura de una barba apenas esbozada, en la insinuación de un gesto que no necesita más que un trazo para ser entendido. Es como si el bolígrafo, en su aparente rigidez, hubiera encontrado la manera de liberar las emociones más profundas que el hombre intenta contener.
La mirada, enmarcada con esas gafas gruesas, parece distante, pero al mismo tiempo profundamente introspectiva. Este dibujo a bolígrafo, improvisado, aparentemente modesto, es un mapa emocional. No es perfecto, sino auténtico. No trata realmente de capturar la realidad objetiva, sino de transmitir una realidad subjetiva. Aquí el dibujo puede funcionar como la poesía, cada cual la interpreta y es interpelado de una forma particular.
En el último encuentro con José Óscar me dijo una frase que me transmitió muchos vacíos, pero que a su vez llenó muchos huecos: «Admiro a los que, como tú, lo lleváis todo para adelante».
Con estas páginas quiero agradecerle y honrarle, y para ello le ofrezco mi propio arte, resonando con sus dos pasiones; la escritura y el dibujo. Va por ti, compañero.
POETA QUE DIBUJA
Estallidos, rayos, fugacidad, estampida.
Ojos volando, captando una idea como el vaquero atrapa con su cincha el cuello del animal salvaje.
Bajan las aves a por su presa, el sustento de los colores que habita el mundo. Todo encaja cuando permites que tu aleteo sea frágil, como esa fragilidad que escondes porque tienes un águila dentro, pero tu vuelo es cansado. Águila astronauta que capitanea a los asteroides colisionando.
Tiras las líneas que se aprietan buscando el surco del riachuelo, encuentran el camino siempre. Vas de pesca, metes los tobillos al agua y lanzas tu caña y la oración al viento, a ver qué llega.
Tú pintas primero con los ojos, captando esa chispa que todo lo prende. Cazas un gesto que se regocija en la tinta que da forma al semblante. Los ojos guían, el corazón tiembla y plasma un carácter. Somos cuerpo pero la tinta no entiende de materia y emerge la bondad de aquello que se esconde en lo profundo. Tus alas son tus manos. Dar para que el otro juzgue es de valiente. Pintar los paisajes interiores, los demonios y los amigos.
Tesoro ancho el que aguardas bajo tus costillas.
Inteligencia mágica, la que cuece el druida a fuego lento dentro de tu cueva.
Caminar lento, tembloroso el tuyo, quizás torpe, pues juzgas criticando tus dones que mueven deseos del tamaño de montañas. Deseo, esa palabra común que algunos desprecian pero que te explota por dentro en forma de movimiento ascendente.
Losa que te quitas de encima mientras exhalas un grito que reverbera en ese universo negro al que miras esas noches que escribes con el flexo alumbrando el silencio. Nunca hay quietud suficiente y los versos se comen la tinta, que caduca en un frío lechoso que nunca ve el final. La exigencia es un fin que llega antes de tiempo.
Estallidos, rayos, fugacidad, estampida.
Ojos volando, captando una idea como el vaquero atrapa con su cincha el cuello del animal salvaje.
Bajan las aves a por su presa, el sustento de los colores que habita el mundo. Todo encaja cuando permites que tu aleteo sea frágil, como esa fragilidad que escondes porque tienes un águila dentro, pero tu vuelo es cansado. Águila astronauta que capitanea a los asteroides colisionando.
Tiras las líneas que se aprietan buscando el surco del riachuelo, encuentran el camino siempre. Vas de pesca, metes los tobillos al agua y lanzas tu caña y la oración al viento, a ver qué llega.
Tú pintas primero con los ojos, captando esa chispa que todo lo prende. Cazas un gesto que se regocija en la tinta que da forma al semblante. Los ojos guían, el corazón tiembla y plasma un carácter. Somos cuerpo pero la tinta no entiende de materia y emerge la bondad de aquello que se esconde en lo profundo. Tus alas son tus manos. Dar para que el otro juzgue es de valiente. Pintar los paisajes interiores, los demonios y los amigos.
Tesoro ancho el que aguardas bajo tus costillas.
Inteligencia mágica, la que cuece el druida a fuego lento dentro de tu cueva.
Caminar lento, tembloroso el tuyo, quizás torpe, pues juzgas criticando tus dones que mueven deseos del tamaño de montañas. Deseo, esa palabra común que algunos desprecian pero que te explota por dentro en forma de movimiento ascendente.
Losa que te quitas de encima mientras exhalas un grito que reverbera en ese universo negro al que miras esas noches que escribes con el flexo alumbrando el silencio. Nunca hay quietud suficiente y los versos se comen la tinta, que caduca en un frío lechoso que nunca ve el final. La exigencia es un fin que llega antes de tiempo.
Murcia, 31 de agosto de 2024.
DE FLANES Y MONTAÑAS
[JUAN ANDRÉS GARCÍA ROMÁN]
Voy a describir con la mirada más analítica de la que soy capaz un dibujo de José Óscar López. Quizá ese empeño saque a la luz un poco de su sensibilidad y un poco de mi sensibilidad, juntas una última vez.
Son dos vertientes, salvajemente empinadas, que se unen en un desfiladero, un desfiladero angosto y surcado por un curso de agua rotundo: no parece borbollar, pero tampoco cesa; no cesa, no parece que cese jamás. En ninguna de las dos vertientes crece vegetación alguna, y no porque sea un dibujo en blanco y negro: el dibujante habría sabido la manera de evocar un verde, pero todo es gris. Las dos vertientes están desnudas, toda su indumentaria es una constante ondulación. Hablando de indumentaria, podría compararse la angostura del desfiladero a la proximidad de dos vestidos suntuosos, negros, dos polisones, dos viudas: charlan, se cuentan, gesticulan, se les escapa algún chisporroteo; sus caras se hablan y, un poco más abajo, sus vestidos se tocan. Una pregunta trascendental es si esos cancanes tienen volantes. Los tienen, las dos “faldas” están recorridas por una carretera, el serpenteo de una ruta humana que, a juzgar por su continuidad, ha tenido que atravesar el río, pasar de un lado al otro. ¿Pero hay un puente? Ése es el problema, que no, no se ve, ni se intuye; la sola idea del puente nos saca un poco de quicio o, mejor dicho, nos aparta de la lógica, un poco terrible, del dibujo. Tampoco hay cielo, por cierto, no hay manera de saber cómo serían las crestas de las dos vertientes que aquí se agolpan y asoman al agua, no hay salida; el dibujante puso el foco en la hondura. Aunque tampoco es dramático, porque la carretera negra, con su mediana discontinua blanca —fideos y fideos— tiene un ritmo burlón, de juguete obsesivo. ¿Qué más queda por decir? Que las dos lomas están constantemente surcadas por estrías y que el agua también lo está, como si el sentimiento general del cuadro fuera una tiritera, una fiebre: aquí, como en buena parte del dibujo de José Óscar, se percibe la huella de Robert Crumb. Sin embargo, José Óscar era bastante menos de este mundo que un Crumb. ¿Hay alguna roca, algún grumo en la tierra? Sí, la hay, y también parece que fueran granitos, espinillas de una piel adolescente. ¿Son del mismo color las dos lomas que se vienen al encuentro? Sí, pero en la parte que ya se hurta a la mirada, donde el desfiladero se aleja fuera del dibujo, la vertiente de la izquierda —¿es la solana?— toma un gris azulado y se oscurece, mientras la umbría sigue clara. ¿Algo más? ¿Cuál es el ángulo o la inclinación de las vertientes? Ya el lector, un lector que ojalá saqué los ojos del escrito para buscar el dibujo original, se habrá hecho una idea: es un ángulo rotundo, escarpado; o sea que nos caemos. La carretera apenas salva la pendiente y, por cierto, no tiene un solo quitamiedos, ni una mínima cortesía para con el ansioso, cuyas pupilas giran en espiral o con ondas concéntricas: psicosis. Una última observación: también la carretera, al ir sajando y escalonando la pendiente natural de las lomas, les ha dado forma de zigurat, aunque eso sí, sin ninguna línea recta, ni una sola; todo es curva y espiral. ¿Fin? ¿Ninguna observación más?
Las vertientes semejan dos flanes, cada uno en su platillo al lado del otro. Y la espiral de todo evoca una piruleta. ¿Pero cómo es que lo lúdico nos sale ahora al paso, con todas las prevenciones posibles, con toda la caída posible? Bueno, estamos delante de un cómic. Pero no es por eso, no es eso; José Óscar tenía, todos lo sabemos, mirada de niño, un brillo muy juguetón en sus ojos, divertido, curioso; parecía que se estaba aguantando la risa por algo: ¿la gravedad con que otros hablaban de literatura o del propio José Óscar? Yo nunca tuve la suerte de presentar un libro suyo; planeamos hasta la extenuación una lectura con José Alcaraz, a tres bandas, pero no estuvo de Dios. El caso es que nunca hablé de su literatura en público, menos mal, porque al final de mi intervención, estoy seguro, él habría estallado en un «¡Anda ya!». Me estoy saliendo, me estoy yendo por el borde, ¿por el borde del centro? Aún no habíamos acabado con el dibujo. Queda una advertencia: por la serpiente de la carretera no transita un solo vehículo, es la propia carretera la que se lanza; se diría que hace días que no pasa nadie por ella, quizás meses, décadas. Quizás hasta se ha acabado el mundo y la carretera se ha quedado, con esa tozudez de los nuevos materiales humanos. También puede ser que esa carretera no sea humana ni esté en el mundo. Esa posibilidad le gustaba al dibujante.
Son dos vertientes, salvajemente empinadas, que se unen en un desfiladero, un desfiladero angosto y surcado por un curso de agua rotundo: no parece borbollar, pero tampoco cesa; no cesa, no parece que cese jamás. En ninguna de las dos vertientes crece vegetación alguna, y no porque sea un dibujo en blanco y negro: el dibujante habría sabido la manera de evocar un verde, pero todo es gris. Las dos vertientes están desnudas, toda su indumentaria es una constante ondulación. Hablando de indumentaria, podría compararse la angostura del desfiladero a la proximidad de dos vestidos suntuosos, negros, dos polisones, dos viudas: charlan, se cuentan, gesticulan, se les escapa algún chisporroteo; sus caras se hablan y, un poco más abajo, sus vestidos se tocan. Una pregunta trascendental es si esos cancanes tienen volantes. Los tienen, las dos “faldas” están recorridas por una carretera, el serpenteo de una ruta humana que, a juzgar por su continuidad, ha tenido que atravesar el río, pasar de un lado al otro. ¿Pero hay un puente? Ése es el problema, que no, no se ve, ni se intuye; la sola idea del puente nos saca un poco de quicio o, mejor dicho, nos aparta de la lógica, un poco terrible, del dibujo. Tampoco hay cielo, por cierto, no hay manera de saber cómo serían las crestas de las dos vertientes que aquí se agolpan y asoman al agua, no hay salida; el dibujante puso el foco en la hondura. Aunque tampoco es dramático, porque la carretera negra, con su mediana discontinua blanca —fideos y fideos— tiene un ritmo burlón, de juguete obsesivo. ¿Qué más queda por decir? Que las dos lomas están constantemente surcadas por estrías y que el agua también lo está, como si el sentimiento general del cuadro fuera una tiritera, una fiebre: aquí, como en buena parte del dibujo de José Óscar, se percibe la huella de Robert Crumb. Sin embargo, José Óscar era bastante menos de este mundo que un Crumb. ¿Hay alguna roca, algún grumo en la tierra? Sí, la hay, y también parece que fueran granitos, espinillas de una piel adolescente. ¿Son del mismo color las dos lomas que se vienen al encuentro? Sí, pero en la parte que ya se hurta a la mirada, donde el desfiladero se aleja fuera del dibujo, la vertiente de la izquierda —¿es la solana?— toma un gris azulado y se oscurece, mientras la umbría sigue clara. ¿Algo más? ¿Cuál es el ángulo o la inclinación de las vertientes? Ya el lector, un lector que ojalá saqué los ojos del escrito para buscar el dibujo original, se habrá hecho una idea: es un ángulo rotundo, escarpado; o sea que nos caemos. La carretera apenas salva la pendiente y, por cierto, no tiene un solo quitamiedos, ni una mínima cortesía para con el ansioso, cuyas pupilas giran en espiral o con ondas concéntricas: psicosis. Una última observación: también la carretera, al ir sajando y escalonando la pendiente natural de las lomas, les ha dado forma de zigurat, aunque eso sí, sin ninguna línea recta, ni una sola; todo es curva y espiral. ¿Fin? ¿Ninguna observación más?
Las vertientes semejan dos flanes, cada uno en su platillo al lado del otro. Y la espiral de todo evoca una piruleta. ¿Pero cómo es que lo lúdico nos sale ahora al paso, con todas las prevenciones posibles, con toda la caída posible? Bueno, estamos delante de un cómic. Pero no es por eso, no es eso; José Óscar tenía, todos lo sabemos, mirada de niño, un brillo muy juguetón en sus ojos, divertido, curioso; parecía que se estaba aguantando la risa por algo: ¿la gravedad con que otros hablaban de literatura o del propio José Óscar? Yo nunca tuve la suerte de presentar un libro suyo; planeamos hasta la extenuación una lectura con José Alcaraz, a tres bandas, pero no estuvo de Dios. El caso es que nunca hablé de su literatura en público, menos mal, porque al final de mi intervención, estoy seguro, él habría estallado en un «¡Anda ya!». Me estoy saliendo, me estoy yendo por el borde, ¿por el borde del centro? Aún no habíamos acabado con el dibujo. Queda una advertencia: por la serpiente de la carretera no transita un solo vehículo, es la propia carretera la que se lanza; se diría que hace días que no pasa nadie por ella, quizás meses, décadas. Quizás hasta se ha acabado el mundo y la carretera se ha quedado, con esa tozudez de los nuevos materiales humanos. También puede ser que esa carretera no sea humana ni esté en el mundo. Esa posibilidad le gustaba al dibujante.
Vale, pero un poco, sólo un poco de espacio para las afueras: ¿a qué pertenece el dibujo? ¿Cuál es su contexto? No lo sé, no he hecho los deberes ni he preguntado a nadie más, y no voy a poner una excusa; es que no quería. Me pasa con muchas obras: prefiero la parentela que generan en mí, me apela eso más que el proyecto objetivo del autor, y este mal viene por bien en el caso de José Óscar, quien, a mi entender, se fiaba poco de sus locuras y deseaba envasarlas en moldes ajenos. El caso es que recibí una suerte de sobre sorpresa con esta viñeta y otras, aparte de un manuscrito, un manuscrito cuya lectura y comentario demoré, porque últimamente —y este últimamente se está haciendo viejo— no consigo ponerme al día con mis mensajes. ¿Algo más? Que me duele muchísimo. ¿Y algo más? Que sí que comenté algunos poemas, pero no se los envié y que el mensaje que quedó por decir fue: «Tu poesía está más allá de tus poemas, para ti los versos son carcasas a las que te amoldas con reticencia, ¡libérate de la reticencia y lanza al aire las carcasas! Lo que a ti te gusta es jugar; no te preocupes por los versos, tus poemas no son como los demás». ¿Pasa algo si echamos de nuevo la vista al poeta, al dibujante? ¿Podemos volver a sus ojos? Su gesto no era de abierta ilusión infantil; tampoco de insatisfacción, sino de satisfacción con algo que le esperaba más lejos. José Óscar estaba y no estaba en el lugar donde concurría, y eso que la parte que concurría lo hacía muy bien; no podía resultar más entrañable. Cuando tuve la oportunidad de comentar algunas poéticas románticas para una antología de los Hölderlin, Brentano, Schlegel, etc. formulé algo de lo que no me arrepiento: la poesía romántica no se encuentra en la materialidad de sus textos, tenemos que adivinarla allí donde se rezaga del infinito. Los mejores poetas románticos no escribieron un solo libro diestro, pero el que proyectaron fue la horma de una obra maravillosa, y no digo maestra, porque lo maestro o es curil o es didáctico, y el poeta demasiado tiene con vivir lo suyo. A José Óscar, romántico o no, le pasaba eso mismo.
¿Hay tiempo de alguna observación más? Me he alejado mucho de la descripción; la close reading se va abriendo más de lo aconsejable. Antes hablé de dos sensibilidades. Una vez tuve un sueño —porque antes yo tenía sueños que no eran sólo pesadillas ni calveros de insomnios—: soñé un desfiladero entre montañas infranqueables que recorrían unos mercaderes; los ojos de los cocheros relampagueaban con las llamas de los candiles, mientras los coches se adelantaban a punto de perder el equilibrio, la mitad de la rueda en el abismo. Al parecer, había mucha prisa en medio de aquella nada, aquella nada tenía prisa. ¿Pero por qué? Pues porque al otro lado de la montaña —su farallón tenía una caries— quedaba una playa en donde los cocheros descargaban la enigmática mercancía y aguardaban a unos navíos mercantes y oscuros. Ese fue mi sueño, ese mi paisaje, hermano del de José Óscar. Por eso me llamó la atención aquel dibujo que me llegó sin previo aviso, sin que jamás me hubiera hablado de él, sin que yo le hubiera hablado de mi sueño. Yo, por cierto, quise escribir ese sueño en un poema y fracasé, como tantas veces.
He aquí, pues, nuestras pesadillas juntas, nuestros déjà vus, cada uno con su desfiladero, como dos flanes en un comedor de la escuela. ¿No somos todos niños? Al fin, dos seres humanos son desfiladeros que no se tocan, que se ríen de sus abismos, siempre separados y un día, de repente, sin la posibilidad de abrazarse y, menos aún, de que uno de ellos conteste el mensaje que debe a su amigo, porque, ¿queda tiempo para una última nota?, José Óscar era mi amigo.
He aquí, pues, nuestras pesadillas juntas, nuestros déjà vus, cada uno con su desfiladero, como dos flanes en un comedor de la escuela. ¿No somos todos niños? Al fin, dos seres humanos son desfiladeros que no se tocan, que se ríen de sus abismos, siempre separados y un día, de repente, sin la posibilidad de abrazarse y, menos aún, de que uno de ellos conteste el mensaje que debe a su amigo, porque, ¿queda tiempo para una última nota?, José Óscar era mi amigo.
CUADRÍCULAS Y VIGILIAS
[JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ]
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FRAGMENTOS ACELERADOS
[SIETE+uno TEXTOS IMPRESCINDIBLES DE JÓL]
Fue en ese momento, cuando conocí a Juliette, cuando la conocí y la perdí simultáneamente, y no con motivo del estallido de la guerra, como quieren mis biógrafos más enconados, cuando mi vida dio un vuelco absoluto. Nada volvería a ser lo mismo. Fue en ese momento, que ahora me viene a la memo por qué, quizás por la proximidad de la muerte, que conoce en mí, esta proximidad, la impotencia unas veces, la rabia otras, pero también y sobre todo la nostalgia de una vida que se me va escapando de entre las manos, una vida que se ha extendido milagrosamente a lo largo de este siglo, sucediendo para qué, este milagro; acaso, siendo generoso hacia ella, para que una minoría de lectores, de desinteresados aficionados a la letra impresa, a las historias, narraciones —también estudiosos; ya van apareciendo; qué extraño, qué broma— frecuenten alguna vez mis libros, visiten y conozcan a esos tristes hijos silenciosos de papel y tinta que he ido dejando detrás de mí a lo largo de estos años, como las migajas de pan en aquel cuento infantil que evidencian un sendero para en teoría guiar a través de la espesura extraña; pero hacia donde, hacia nada, a ningún sitio, esto ya se sabe, no cabe lamentarse a estas alturas, sólo seguir el juego y dar gracias a que sobrevivan tanto el juego como nuestra disposición, ya un poco cansada, es cierto, a seguir jugándolo.
Una vida, en fin, dejo atrás como cualquier otra, ni más ni menos hermosa, ni más ni menos triste. Y dar gracias por ello, inclinarse ante su recuerdo con respeto y también con burla, acaso nos resta algo más, al final, que esta mezcla de respeto y burla. Pero el pasado, mi pasado, permitidme, cuando el futuro se nos va cerrando al paso, a viejos tristes y cansados como yo, sólo nos queda mirar atrás; permitidme que me muestre momentáneamente respetuoso con ese animal traicionero, tramposo, al que llamamos pasado. Esta mañana he bajado a comprar el pan porque mi asistenta tiene el día libre, y cruzando la desolada carretera que lleva hasta el establecimiento me he preguntado por qué diablos he renunciado a este pequeño milagro diario de bajar a por el pan. Tras la barra estaba una chica muy joven, morena, de pelo rizado, recogido sobre la nuca, atendiendo con dificultosa concentración a la gente, poca, que se aglomeraba frente a ella, en el mostrador. Quizás no se haya dado cuenta de la atención, excesiva, que le he prestado, porque el trabajo, a pesar de ser escaso, la sobrepasaba visiblemente.
¿Cuánto hace que no vengo a comprar aquí, justo enfrente de casa? Apenas dos meses, en realidad, pero tiendo a la mixtificación, todo se me agranda inconscientemente y lo convierto en legendario, dramático o el matiz de género que se me ocurra en un momento dado como el más apropiado, gajes del oficio, supongo. Pero el tiempo suficiente, esos dos meses, como para que no conozca a esta nueva empleada, eso seguro. La conversación de los parroquianos me ofrece pistas acerca de ella, le están preguntando por sus resultados en la universidad, estamos en el fin del año escolar, ahora caigo. E imagino que al acabar las clases y los exámenes viene a ayudar a sus padres o a sus tíos al frente del negocio, o simplemente como empleada durante el verano, trabajando para una gente desconocida, amigos de la familia o no, un cartel en la luna del escaparate que ella vio desde su coche, al salir de la gasolinera que hay justo al lado, en el que se ofertaba el puesto. Alguien, una voz salida del pequeño grupo que forma la clientela, delante de mí, pregunta por su madre y ésta sale de la puerta de la trastienda, con su delantal en la mano, y yo sonrío al quedar despejada mi duda anterior.
La chica se disculpa por su falta de experiencia y al darse cuenta que la estoy observando se sonroja ligeramente. Quizás sepa quién soy, hace un par de semanas pusieron en televisión un extenso reportaje sobre mí y además, para qué andarse con rodeos, soy de los escritores más famosos del país, de esos a quienes la gran mayoría jamás han leído ni leerán pero que sus nombres y sus caras, nuestros nombres, nuestras caras, conocen y equiparan junto a unas cuantas decenas más pertenecientes a cantantes, deportistas, políticos, top-models y presentadores, todos agrupados bajo la etiqueta común de gente famosa. Pero el hecho de que me reconozca, creedme, más que vanidad despierta en mí una leve sensación de ridículo, en el momento en que la chica me mira y se sonroja, como si se avergonzara de mí, más que de ella, se me ocurre pensar; de mi vejez, de una larga vida, con momentos de todo tipo, destellos y sombras, que a ella no tienen por qué importarles en absoluto, absorta como debe estar en esa vida que para ella acaba de empezar, para ella unos destellos, también las sombras, inevitables, aún como promesas, pues los que ya le hayan correspondido no son nada comparados con los que todavía deberá afrontar, sortear, en el caso, experimentar y salir después más fuerte; vivir, en suma. Ella aparta su mirada, sonrojada, pero no hacía falta por su parte porque yo también la he desviado, aún más avergonzado que ella, intimidado de repente por su juventud, aquello que yo no volveré a recuperar jamás. Su madre se ha hecho cargo de la clientela, y ella, tras calcular su ausencia en voz alta por una media hora, ha desaparecido por la trastienda.
Una vida, en fin, dejo atrás como cualquier otra, ni más ni menos hermosa, ni más ni menos triste. Y dar gracias por ello, inclinarse ante su recuerdo con respeto y también con burla, acaso nos resta algo más, al final, que esta mezcla de respeto y burla. Pero el pasado, mi pasado, permitidme, cuando el futuro se nos va cerrando al paso, a viejos tristes y cansados como yo, sólo nos queda mirar atrás; permitidme que me muestre momentáneamente respetuoso con ese animal traicionero, tramposo, al que llamamos pasado. Esta mañana he bajado a comprar el pan porque mi asistenta tiene el día libre, y cruzando la desolada carretera que lleva hasta el establecimiento me he preguntado por qué diablos he renunciado a este pequeño milagro diario de bajar a por el pan. Tras la barra estaba una chica muy joven, morena, de pelo rizado, recogido sobre la nuca, atendiendo con dificultosa concentración a la gente, poca, que se aglomeraba frente a ella, en el mostrador. Quizás no se haya dado cuenta de la atención, excesiva, que le he prestado, porque el trabajo, a pesar de ser escaso, la sobrepasaba visiblemente.
¿Cuánto hace que no vengo a comprar aquí, justo enfrente de casa? Apenas dos meses, en realidad, pero tiendo a la mixtificación, todo se me agranda inconscientemente y lo convierto en legendario, dramático o el matiz de género que se me ocurra en un momento dado como el más apropiado, gajes del oficio, supongo. Pero el tiempo suficiente, esos dos meses, como para que no conozca a esta nueva empleada, eso seguro. La conversación de los parroquianos me ofrece pistas acerca de ella, le están preguntando por sus resultados en la universidad, estamos en el fin del año escolar, ahora caigo. E imagino que al acabar las clases y los exámenes viene a ayudar a sus padres o a sus tíos al frente del negocio, o simplemente como empleada durante el verano, trabajando para una gente desconocida, amigos de la familia o no, un cartel en la luna del escaparate que ella vio desde su coche, al salir de la gasolinera que hay justo al lado, en el que se ofertaba el puesto. Alguien, una voz salida del pequeño grupo que forma la clientela, delante de mí, pregunta por su madre y ésta sale de la puerta de la trastienda, con su delantal en la mano, y yo sonrío al quedar despejada mi duda anterior.
La chica se disculpa por su falta de experiencia y al darse cuenta que la estoy observando se sonroja ligeramente. Quizás sepa quién soy, hace un par de semanas pusieron en televisión un extenso reportaje sobre mí y además, para qué andarse con rodeos, soy de los escritores más famosos del país, de esos a quienes la gran mayoría jamás han leído ni leerán pero que sus nombres y sus caras, nuestros nombres, nuestras caras, conocen y equiparan junto a unas cuantas decenas más pertenecientes a cantantes, deportistas, políticos, top-models y presentadores, todos agrupados bajo la etiqueta común de gente famosa. Pero el hecho de que me reconozca, creedme, más que vanidad despierta en mí una leve sensación de ridículo, en el momento en que la chica me mira y se sonroja, como si se avergonzara de mí, más que de ella, se me ocurre pensar; de mi vejez, de una larga vida, con momentos de todo tipo, destellos y sombras, que a ella no tienen por qué importarles en absoluto, absorta como debe estar en esa vida que para ella acaba de empezar, para ella unos destellos, también las sombras, inevitables, aún como promesas, pues los que ya le hayan correspondido no son nada comparados con los que todavía deberá afrontar, sortear, en el caso, experimentar y salir después más fuerte; vivir, en suma. Ella aparta su mirada, sonrojada, pero no hacía falta por su parte porque yo también la he desviado, aún más avergonzado que ella, intimidado de repente por su juventud, aquello que yo no volveré a recuperar jamás. Su madre se ha hecho cargo de la clientela, y ella, tras calcular su ausencia en voz alta por una media hora, ha desaparecido por la trastienda.
Huye de mí, pensé, de este vampiro viejo y podrido que la ofende sólo con su vejez. Pienso en todo lo que dejé atrás, rememoro aquellos lejanos días en que era joven, como ella. La vejez no es otra cosa que un cúmulo de fantasmas, pertenecientes a entidades anteriormente reales o no, todos se confunden, alojados en tus días sin pedir reserva ni permiso. Tengo una vasta cultura literaria y a veces, tendido en la cama y junto a la ventana abierta, con el ordenador expirando sus últimos zumbidos antes de apagarse hasta el día siguiente, cuando olvido los inconvenientes de la vejez, pienso que haría un pacto de mayor longevidad, de inmortalidad incluso, con el diablo, sólo para poder leer todos los libros del mundo, desde el principio de los tiempos. Pienso en todos los autores que han pretendido dejar expreso algo, con palabras, aun su mera voluntad de medrar en sus pasadas sociedades, y pienso en todos esos personajes que dejaron respirando con mayor o menor fortuna entre sus páginas, y tengo miedo entonces ante esos cientos, miles de rostros de fantasmas que me miran desde su precisa inexistencia, en el caso de los personajes inventados, o desde su existencia brumosa, en el caso de los autores reales.
Últimamente me pasa también con las películas. Qué empeño el nuestro, por poblar con más y más fantasmas nuestro ya de por sí superpoblado mundo. Hoy voy a aportar otro fantasma más a esta galería vastísima, inacabable. Porque llegado a mi edad, tras una vida en exceso solitaria, todos los fantasmas empiezan a confundirse en mi memoria salvo unos pocos privilegiados que conservan sus propios rasgos alejados, delimitados de los del resto. Así hoy el fantasma de Juliette.
Yo siempre fui un muchacho obstinado en mi soledad, en mi silencio, en mí mismo. Muy obstinado. Hoy, de hecho, con 80 años a mis espaldas, sigo igual de obstinado en ello. Así que nada hace pensar que mi carácter a los 22 no fuera igual que cuando muchacho y que el de hoy, ahora mismo, después de tantos años.
Había terminado con éxito mis estudios de ingeniería. Mi padre, 120 kilos de empresario bonachón, castaño, con bigote y anteojos a la última moda afrancesada, no cabía en sí de gozo. Al banquete fueron invitados los más notables personajes de la ciudad. Y las invitaciones, pese a la sobrada notabilidad de sus destinatarios, fueron aceptadas como un verdadero honor. Mi padre era muy rico, muy influyente, una pieza esencial del complejo engranaje social que lideraba el país, aquellos revueltos tiempos. Ser invitado al banquete era una constatación de pertenencia incontestable a la gran sociedad de esa época moderna, gloriosa y rutilante.
Y allí estaba yo, en un ángulo de la mesa, solo y azorado. Los grandes —escuálidos bigotudos— hombres y las grandes —éstas sí grandes en todos los sentidos— señoras desfilaban delante de mí sin desfilar ante mí; porque el tácito minué programado no me era dedicado, desde luego. Manos tendidas a otras manos, en una delicada coreografía de miembros que evidenciaban la torpeza de los míos, arrumbados en un aparte, inmóviles por no llamar a escándalo, la atención hacia ellos; indignos. Luego vinieron los platos, 1° y 2º, los vinos y el pan, y es verdad que alguien me felicitaba de vez en cuando por la exitosa conclusión de mi etapa de aprendizaje, pero pronto el último chisme político o ruindad social perpetrada por alguien anónimo o mejor de bien notoria identidad reclamaba las carcajadas de todos y me depositaba a mí en el punto de partida: solo, frente a mi plato, hundiendo con incomprensible vergüenza el cuchillo en el entrecot.
No llegué a probar el postre. Me alejé a la terraza chasqueando la lengua. No dejaba de pensar en el prostíbulo que a veces, yo y mis compañeros, visitábamos no sólo por la urgencia de algún intercambio sexual mercenario sino también para ahuyentar ese vacío, de procedencia menos concreta y más difusa, que se te adhiere al cuerpo y que al mismo tiempo, paradójicamente, resulta viscoso. Como tener un hambre de vértigo y al tiempo sentirse hartado de algún alimento especialmente aceitoso. Ni que decir que en ese momento tenía esa sensación, a la vez de vacío y viscosa.
Me aposté en un rincón en sombra y solicité al muchacho que más se parecía a un camarero un café. La gente de fuera se arrastraba por el polvo de la calle como oprimida por una oscura premonición. Premonición de guerra, de muerte, después lo supe. Los observaba aburrido, más que abstraído, sentado en el filo de una butaca, con los brazos cruzados apoyados en la balaustrada de la terraza y el mentón apoyado a su vez en los brazos cruzados.
—Se te enfriará el café.
Y allí estaba Juliette, alta y rubia como una navaja untada en margarina, con una sonrisa más de expectación que de otra cosa. Esperaba algo, no sé, unas palabras, claro, supongo, sí, se me enfriará, pero es que no me apetece tomármelo, prefiero en cambio un cigarrillo, mejor, ahora, y si eres tan amable de aceptarme uno puedes ocupar esta butaca de al lado para que nos los fumemos juntos, ¿te apetece?
Todo esto se lo dije sin palabras, sólo mirándola; bueno, quizás tampoco se lo dije con la mirada, porque soy extremadamente tímido, pero sí que le extendí mi pitillera de plata, regalo de fin de carrera de mamá, eso es seguro, es lo bueno que tienen los gestos, frente a los pensamientos: que son indiscutibles, aunque luego podamos dudar a la hora de interpretarlos o revestirlos de intenciones; he ahí algo seguro. Y aún hubo de expresar este gesto mejor mi timidez, no sé en qué detalle o detalles exactos, si en la mano tendida y portadora de la pitillera o en mi mirada que pretendía ser invitadora porque la sonrisa de su rostro decidió hacer suyo más territorio todavía, hasta límites que debieron hacerme alarmarme un poco, llevarme, por qué no, hasta el mismo rubor, no era infrecuente en mí el hecho de ruborizarme ante cualquier situación, mucho menos aparatosa que ésta, y sin embargo recibí el crecimiento de su sonrisa sin alarma ni sospechas; con naturalidad. Encendiendo su cigarrillo, después el mío.
—Te he estado observando ahí dentro. Estabas aburrido.
—Bueno... abstraído.
Reímos.
—Sí, yo también estaba abstraída. De verdad, lo peor de pertenecer a una familia rica, y no ignoro, ni mucho menos, sus ventajas, es asistir a estas ceremonias sociales... Cuánta mierda.
No pude disimular mi turbación.
—¿Te escandaliza mi vocabulario? Oh, perdona, lo olvidaba, tú eres el motivo de esta ceremonia, ¿no? Te vas a casar o algo así...
—Bueno, algo así...
Últimamente me pasa también con las películas. Qué empeño el nuestro, por poblar con más y más fantasmas nuestro ya de por sí superpoblado mundo. Hoy voy a aportar otro fantasma más a esta galería vastísima, inacabable. Porque llegado a mi edad, tras una vida en exceso solitaria, todos los fantasmas empiezan a confundirse en mi memoria salvo unos pocos privilegiados que conservan sus propios rasgos alejados, delimitados de los del resto. Así hoy el fantasma de Juliette.
Yo siempre fui un muchacho obstinado en mi soledad, en mi silencio, en mí mismo. Muy obstinado. Hoy, de hecho, con 80 años a mis espaldas, sigo igual de obstinado en ello. Así que nada hace pensar que mi carácter a los 22 no fuera igual que cuando muchacho y que el de hoy, ahora mismo, después de tantos años.
Había terminado con éxito mis estudios de ingeniería. Mi padre, 120 kilos de empresario bonachón, castaño, con bigote y anteojos a la última moda afrancesada, no cabía en sí de gozo. Al banquete fueron invitados los más notables personajes de la ciudad. Y las invitaciones, pese a la sobrada notabilidad de sus destinatarios, fueron aceptadas como un verdadero honor. Mi padre era muy rico, muy influyente, una pieza esencial del complejo engranaje social que lideraba el país, aquellos revueltos tiempos. Ser invitado al banquete era una constatación de pertenencia incontestable a la gran sociedad de esa época moderna, gloriosa y rutilante.
Y allí estaba yo, en un ángulo de la mesa, solo y azorado. Los grandes —escuálidos bigotudos— hombres y las grandes —éstas sí grandes en todos los sentidos— señoras desfilaban delante de mí sin desfilar ante mí; porque el tácito minué programado no me era dedicado, desde luego. Manos tendidas a otras manos, en una delicada coreografía de miembros que evidenciaban la torpeza de los míos, arrumbados en un aparte, inmóviles por no llamar a escándalo, la atención hacia ellos; indignos. Luego vinieron los platos, 1° y 2º, los vinos y el pan, y es verdad que alguien me felicitaba de vez en cuando por la exitosa conclusión de mi etapa de aprendizaje, pero pronto el último chisme político o ruindad social perpetrada por alguien anónimo o mejor de bien notoria identidad reclamaba las carcajadas de todos y me depositaba a mí en el punto de partida: solo, frente a mi plato, hundiendo con incomprensible vergüenza el cuchillo en el entrecot.
No llegué a probar el postre. Me alejé a la terraza chasqueando la lengua. No dejaba de pensar en el prostíbulo que a veces, yo y mis compañeros, visitábamos no sólo por la urgencia de algún intercambio sexual mercenario sino también para ahuyentar ese vacío, de procedencia menos concreta y más difusa, que se te adhiere al cuerpo y que al mismo tiempo, paradójicamente, resulta viscoso. Como tener un hambre de vértigo y al tiempo sentirse hartado de algún alimento especialmente aceitoso. Ni que decir que en ese momento tenía esa sensación, a la vez de vacío y viscosa.
Me aposté en un rincón en sombra y solicité al muchacho que más se parecía a un camarero un café. La gente de fuera se arrastraba por el polvo de la calle como oprimida por una oscura premonición. Premonición de guerra, de muerte, después lo supe. Los observaba aburrido, más que abstraído, sentado en el filo de una butaca, con los brazos cruzados apoyados en la balaustrada de la terraza y el mentón apoyado a su vez en los brazos cruzados.
—Se te enfriará el café.
Y allí estaba Juliette, alta y rubia como una navaja untada en margarina, con una sonrisa más de expectación que de otra cosa. Esperaba algo, no sé, unas palabras, claro, supongo, sí, se me enfriará, pero es que no me apetece tomármelo, prefiero en cambio un cigarrillo, mejor, ahora, y si eres tan amable de aceptarme uno puedes ocupar esta butaca de al lado para que nos los fumemos juntos, ¿te apetece?
Todo esto se lo dije sin palabras, sólo mirándola; bueno, quizás tampoco se lo dije con la mirada, porque soy extremadamente tímido, pero sí que le extendí mi pitillera de plata, regalo de fin de carrera de mamá, eso es seguro, es lo bueno que tienen los gestos, frente a los pensamientos: que son indiscutibles, aunque luego podamos dudar a la hora de interpretarlos o revestirlos de intenciones; he ahí algo seguro. Y aún hubo de expresar este gesto mejor mi timidez, no sé en qué detalle o detalles exactos, si en la mano tendida y portadora de la pitillera o en mi mirada que pretendía ser invitadora porque la sonrisa de su rostro decidió hacer suyo más territorio todavía, hasta límites que debieron hacerme alarmarme un poco, llevarme, por qué no, hasta el mismo rubor, no era infrecuente en mí el hecho de ruborizarme ante cualquier situación, mucho menos aparatosa que ésta, y sin embargo recibí el crecimiento de su sonrisa sin alarma ni sospechas; con naturalidad. Encendiendo su cigarrillo, después el mío.
—Te he estado observando ahí dentro. Estabas aburrido.
—Bueno... abstraído.
Reímos.
—Sí, yo también estaba abstraída. De verdad, lo peor de pertenecer a una familia rica, y no ignoro, ni mucho menos, sus ventajas, es asistir a estas ceremonias sociales... Cuánta mierda.
No pude disimular mi turbación.
—¿Te escandaliza mi vocabulario? Oh, perdona, lo olvidaba, tú eres el motivo de esta ceremonia, ¿no? Te vas a casar o algo así...
—Bueno, algo así...
Preferí no revelarle la verdad. Porque era una verdad demasiado poco trascendente como para tener que esclarecerla de la confusión. Su risa manó como una fuente cristalina, leve en sus inicios, desbordante enseguida como una pequeña cascada que cortaba el pequeño y monorrítmico tramo recién nacido. Pensé que quizás se había confundido a propósito, y ahora celebraba con humor mi complicidad. Pero no era así. No sé de qué se reía exactamente. Intentaría deducirlo de sus palabras siguientes.
—Pues yo no pienso casarme nunca —volvió a turbarme su atrevimiento, su franqueza—, y la verdad es que lo tengo crudo. Muchos pretendientes asedian mi mano y mi virginal alcoba. De verdad, es horrible. No sé cómo cometes la idiotez de casarte, siendo hombre... Si yo fuera hombre, si tuviera vuestra libertad... Me siento un poco como Penélope, como una estúpida Penélope. ¿Sabes de quién te hablo?
—Sí, claro.
—Y es agotador, de verdad, estar esquivando continuamente a tantos energúmenos, guardándome sin descanso para cuando llegue por fin mi amado Ulises. ¿Sabes cómo se llama Ulises, en mi personal epopeya?
—No.
—Penélope. Se llama Penélope. Cuando vuelve por fin a matar a los pretendientes y a tensar el arco de su hacienda con renovadas energías, Penélope descubre que a quien tanto aguardaba, por quien ha pasado tantos años de agotadora espera, tiene su mismo rostro. Es ella misma. ¿Entiendes lo que quiero decir? Yo ansío la llegada del día en que por fin vuelva a reencontrarme conmigo misma, en una Ítaca que volverá a ser mía por pleno derecho y en la que sólo podrán entrar aquellos que a mí me apetezca... durante el tiempo que sólo yo estime oportuno... ¿Entiendes? No me tomes por una perdida, por una puta... Creo que eres lo suficientemente inteligente, te lo he notado antes, allá dentro, abstraído, y te lo noto ahora, en los ojos, a pesar de tu expresión de cabritillo asustado, lo suficientemente inteligente, digo, como para haber sabido captar la lectura metafórica acertada de todo lo que te acabo de contar. Pero bueno, mira que soy charlatana, te estaré aburriendo con tanta tontería.
Cualquiera se escandalizaría, con todo lo que acababa de decir, y a ella le preocupaba que me estuviera aburriendo... Pero ella debía saber que era el escándalo la reacción más probable en su oyente, la única posible, junto con la que yo había sentido: admiración. Hacia ella y, por extensión, hacia mí mismo. ¿No había sido digno de las confidencias de una mujer tan especial, para la época? Pero también me sentía un paleto, prácticamente, al lado suyo, Estaba fascinado, en fin.
—No, qué va, en absoluto. Me ha sorprendido mucho tu versión de la historia de Penélope y Ulises. Eres una sufragista de ésas, o feministas, creo que las llaman ahora, ¿no?
Me miró cansada, suspirando. La agotaba la idea de tener que darme explicaciones, supongo, así que optó por ahorrárselas.
—Oye, tengo una idea. Ahí dentro no te hacían mucho caso, ¿no?
Me fastidió un poco su observación, por directa, pero no podía dejar de ser franco con ella, después de lo que ella lo había sido conmigo.
—Bueno, es verdad que en principio la fiesta era en mi honor, pero sí, tienes razón. Y gracias a Dios que no me han prestado la más leve atención. Hubiera sido aún más tedioso, estar allí.
—Pues te voy a hacer una proposición genial: fúgate de tu propia fiesta. Que les zurzan. ¿Has probado alguna vez el opio?
—¿Opio? ¿Tienes opio?
No dejaba de sorprenderme, Juliette. Había probado el hachís en las casas de putas, alguna que otra vez solamente, quiero decir. En cuanto al opio, no me sorprendía en sí a pesar de no haberlo probado, en aquella época era muy frecuente su tráfico y consumo, había vuelto a ponerse de moda y las clínicas de desintoxicación iban atestándose de poetas y delincuentes de guante blanco absolutamente enganchados a la tentación oriental; lo que me sorprendía era que me lo ofreciera, que lo nombrara siquiera, con aquella naturalidad, una chica de buena familia como ella.
—Pues yo no pienso casarme nunca —volvió a turbarme su atrevimiento, su franqueza—, y la verdad es que lo tengo crudo. Muchos pretendientes asedian mi mano y mi virginal alcoba. De verdad, es horrible. No sé cómo cometes la idiotez de casarte, siendo hombre... Si yo fuera hombre, si tuviera vuestra libertad... Me siento un poco como Penélope, como una estúpida Penélope. ¿Sabes de quién te hablo?
—Sí, claro.
—Y es agotador, de verdad, estar esquivando continuamente a tantos energúmenos, guardándome sin descanso para cuando llegue por fin mi amado Ulises. ¿Sabes cómo se llama Ulises, en mi personal epopeya?
—No.
—Penélope. Se llama Penélope. Cuando vuelve por fin a matar a los pretendientes y a tensar el arco de su hacienda con renovadas energías, Penélope descubre que a quien tanto aguardaba, por quien ha pasado tantos años de agotadora espera, tiene su mismo rostro. Es ella misma. ¿Entiendes lo que quiero decir? Yo ansío la llegada del día en que por fin vuelva a reencontrarme conmigo misma, en una Ítaca que volverá a ser mía por pleno derecho y en la que sólo podrán entrar aquellos que a mí me apetezca... durante el tiempo que sólo yo estime oportuno... ¿Entiendes? No me tomes por una perdida, por una puta... Creo que eres lo suficientemente inteligente, te lo he notado antes, allá dentro, abstraído, y te lo noto ahora, en los ojos, a pesar de tu expresión de cabritillo asustado, lo suficientemente inteligente, digo, como para haber sabido captar la lectura metafórica acertada de todo lo que te acabo de contar. Pero bueno, mira que soy charlatana, te estaré aburriendo con tanta tontería.
Cualquiera se escandalizaría, con todo lo que acababa de decir, y a ella le preocupaba que me estuviera aburriendo... Pero ella debía saber que era el escándalo la reacción más probable en su oyente, la única posible, junto con la que yo había sentido: admiración. Hacia ella y, por extensión, hacia mí mismo. ¿No había sido digno de las confidencias de una mujer tan especial, para la época? Pero también me sentía un paleto, prácticamente, al lado suyo, Estaba fascinado, en fin.
—No, qué va, en absoluto. Me ha sorprendido mucho tu versión de la historia de Penélope y Ulises. Eres una sufragista de ésas, o feministas, creo que las llaman ahora, ¿no?
Me miró cansada, suspirando. La agotaba la idea de tener que darme explicaciones, supongo, así que optó por ahorrárselas.
—Oye, tengo una idea. Ahí dentro no te hacían mucho caso, ¿no?
Me fastidió un poco su observación, por directa, pero no podía dejar de ser franco con ella, después de lo que ella lo había sido conmigo.
—Bueno, es verdad que en principio la fiesta era en mi honor, pero sí, tienes razón. Y gracias a Dios que no me han prestado la más leve atención. Hubiera sido aún más tedioso, estar allí.
—Pues te voy a hacer una proposición genial: fúgate de tu propia fiesta. Que les zurzan. ¿Has probado alguna vez el opio?
—¿Opio? ¿Tienes opio?
No dejaba de sorprenderme, Juliette. Había probado el hachís en las casas de putas, alguna que otra vez solamente, quiero decir. En cuanto al opio, no me sorprendía en sí a pesar de no haberlo probado, en aquella época era muy frecuente su tráfico y consumo, había vuelto a ponerse de moda y las clínicas de desintoxicación iban atestándose de poetas y delincuentes de guante blanco absolutamente enganchados a la tentación oriental; lo que me sorprendía era que me lo ofreciera, que lo nombrara siquiera, con aquella naturalidad, una chica de buena familia como ella.
—Sí que tengo. Todo el que quiero ―se burló prepotente―. Me lo consigue mi primo, es grumete en un buque mercante holandés y siempre que vuelve de sus viajes lo hace cargado de material. Pero venga, decídete, te he hecho una propuesta.
—Pero nos echarán en falta, si nos vamos -observé, sintiéndome un estúpido infante ante su resuelto encogimiento de hombros.
—Se pueden ir de forma muy elegante y voluntariosa todos al cuerno; cuentan con mi beneplácito.
Ni siquiera entramos a por nuestras chaquetas, a por su chal y su sombrero; delataríamos nuestra escapada. Mientras trotábamos calle abajo, Juliette me revelaba todos los detalles que ella creía oportunos acerca del destino final de nuestro animado paseo, una buhardilla en pleno barrio judío —a la otra vuelta de la esquina— propiedad de su primo, a la que ella recurría siempre que sentía que el hogar familiar se le derrumbaba encima, cosa que por lo visto sucedía bastante más a menudo de lo que a sus padres les gustaría. Recuerdo cómo exhibía las llaves, orgullosa, frente a nosotros. Cogiéndolas con los dedos arqueados en forma de pinzas. Como si fueran un objeto delicado o de valor incalculable, y pudieran estropearse, mancillarse con una vulgar acogida entre una piña desordenada de los dedos.
La escalera era un cúmulo de olores de guisos, desinfectantes y sudores humanos. Yo subía intimidado tras de ella, que afianzaba alternativamente sus delicadas piernas sobre los sucios peldaños con una seguridad que me deslumbraba. Me deslumbraba su seguridad aliada a la belleza de sus movimientos, asida a la baranda, salvando con premura los sucesivos pisos, también la belleza de su melena amarilla, balanceándose como el péndulo de un hipnotizador y estrellándose en cada vaivén contra sus hombros y su nuca de harina. El conjunto de su cuerpo y el péndulo se detuvo de repente, frente a una puerta, persistiendo todavía en darme la espalda. Yo seguía aturdido, por efecto del péndulo, también por la inercia inconsciente en salvar peldaños y rellanos siguiéndola pegado a su espalda. Por poco, pensé horrorizado, no la estrello empujándola contra la puerta.
—Ya hemos llegado.
Encajó la llave en la cerradura y abrió la puerta de un empujón. Me fascinó la irrealidad de aquella buhardilla. Era como las habitaciones en las que mis compañeros y yo terminábamos de pactar el amor mercenario, pero revestido de una atmósfera de ensueño que la ennoblecía por lo poco que se dejaba contaminar de realidad. La luz del sol entraba ya filtrada y cortada en porciones cuadrangulares por una claraboya que dominaba en diagonal toda la habitación; entraba la luz en porciones, a chorros, desbordándose sobre las cosas y forzándolas a revelarse. Juliette cogió mi mano y me guió por entre el desorden.
Predominaban sobre el resto de objetos los cuadros; decenas de cuadros, algunos visiblemente inacabados.
—Mi primo es pintor, como puedes ver. Cubista. Ahora está en China, con el buque mercante, pero en cuanto vuelva nos fugaremos juntos a París. Antes de su marcha lo planeamos todo. Allí conoceremos a los más importantes artistas. Es que todos están allí, ¿sabes? Luego él se quedará con los pintores cubistas y yo me iré a Norteamérica. Estoy estudiando inglés como una loca. Pienso ser periodista y escritora. Viajaré por todo el mundo, me emborracharé en los peores tugurios de América y Asia, escribiré crónicas fabulosas para los periódicos neoyorquinos y ganaré más dinero del que nunca nadie se atrevió a soñar en esta mierda de país. No es mal plan, ¿verdad?
Reímos. Estuve a punto de decirle que yo también quería ser escritor, pero mi menor convicción en este propósito, mi menor seguridad, me hizo ser prudente y no se lo revelé. Me habría sentido ridículo confesándole mis sueños, tan infantiles me parecieron de repente, pretendiendo emitir mi tímido brillo ante una estrella de tan devastador fulgor. Sin dejar de brillar, Juliette describió un abanico con sus dedos que abarcaba las telas apoyadas contra la pared, algunas sobre precarios caballetes salpicados de innumerables costras de pintura reseca.
—¿Te gustan los cuadros? Son de mi primo.
Me desplacé sorteando una cafetera sobre un pequeño hornillo de campaña, en el suelo, y una variada colección de vasos y tazones sucios de restos y colillas. Fui recorriendo las diversas telas con la mirada y los dedos.
—No toques. Quizás haya alguno fresco todavía, aunque no creo. Es que el óleo tarda mucho en secarse, ¿sabes?
Me detuve frente a uno que me llamó especialmente la atención, por su técnica, distinta de la del resto —frente al rudimentario cubismo de los demás, éste era de líneas bastante naíf y colores muy chillones— y también por su tema: una mujer, una especie de diosa, me pareció, precedida por un tiro de gatos que la guiaban a través de un enmarañado entramado de trazos de óleo verde y marrón que parecía representar un bosque.
—Pero nos echarán en falta, si nos vamos -observé, sintiéndome un estúpido infante ante su resuelto encogimiento de hombros.
—Se pueden ir de forma muy elegante y voluntariosa todos al cuerno; cuentan con mi beneplácito.
Ni siquiera entramos a por nuestras chaquetas, a por su chal y su sombrero; delataríamos nuestra escapada. Mientras trotábamos calle abajo, Juliette me revelaba todos los detalles que ella creía oportunos acerca del destino final de nuestro animado paseo, una buhardilla en pleno barrio judío —a la otra vuelta de la esquina— propiedad de su primo, a la que ella recurría siempre que sentía que el hogar familiar se le derrumbaba encima, cosa que por lo visto sucedía bastante más a menudo de lo que a sus padres les gustaría. Recuerdo cómo exhibía las llaves, orgullosa, frente a nosotros. Cogiéndolas con los dedos arqueados en forma de pinzas. Como si fueran un objeto delicado o de valor incalculable, y pudieran estropearse, mancillarse con una vulgar acogida entre una piña desordenada de los dedos.
La escalera era un cúmulo de olores de guisos, desinfectantes y sudores humanos. Yo subía intimidado tras de ella, que afianzaba alternativamente sus delicadas piernas sobre los sucios peldaños con una seguridad que me deslumbraba. Me deslumbraba su seguridad aliada a la belleza de sus movimientos, asida a la baranda, salvando con premura los sucesivos pisos, también la belleza de su melena amarilla, balanceándose como el péndulo de un hipnotizador y estrellándose en cada vaivén contra sus hombros y su nuca de harina. El conjunto de su cuerpo y el péndulo se detuvo de repente, frente a una puerta, persistiendo todavía en darme la espalda. Yo seguía aturdido, por efecto del péndulo, también por la inercia inconsciente en salvar peldaños y rellanos siguiéndola pegado a su espalda. Por poco, pensé horrorizado, no la estrello empujándola contra la puerta.
—Ya hemos llegado.
Encajó la llave en la cerradura y abrió la puerta de un empujón. Me fascinó la irrealidad de aquella buhardilla. Era como las habitaciones en las que mis compañeros y yo terminábamos de pactar el amor mercenario, pero revestido de una atmósfera de ensueño que la ennoblecía por lo poco que se dejaba contaminar de realidad. La luz del sol entraba ya filtrada y cortada en porciones cuadrangulares por una claraboya que dominaba en diagonal toda la habitación; entraba la luz en porciones, a chorros, desbordándose sobre las cosas y forzándolas a revelarse. Juliette cogió mi mano y me guió por entre el desorden.
Predominaban sobre el resto de objetos los cuadros; decenas de cuadros, algunos visiblemente inacabados.
—Mi primo es pintor, como puedes ver. Cubista. Ahora está en China, con el buque mercante, pero en cuanto vuelva nos fugaremos juntos a París. Antes de su marcha lo planeamos todo. Allí conoceremos a los más importantes artistas. Es que todos están allí, ¿sabes? Luego él se quedará con los pintores cubistas y yo me iré a Norteamérica. Estoy estudiando inglés como una loca. Pienso ser periodista y escritora. Viajaré por todo el mundo, me emborracharé en los peores tugurios de América y Asia, escribiré crónicas fabulosas para los periódicos neoyorquinos y ganaré más dinero del que nunca nadie se atrevió a soñar en esta mierda de país. No es mal plan, ¿verdad?
Reímos. Estuve a punto de decirle que yo también quería ser escritor, pero mi menor convicción en este propósito, mi menor seguridad, me hizo ser prudente y no se lo revelé. Me habría sentido ridículo confesándole mis sueños, tan infantiles me parecieron de repente, pretendiendo emitir mi tímido brillo ante una estrella de tan devastador fulgor. Sin dejar de brillar, Juliette describió un abanico con sus dedos que abarcaba las telas apoyadas contra la pared, algunas sobre precarios caballetes salpicados de innumerables costras de pintura reseca.
—¿Te gustan los cuadros? Son de mi primo.
Me desplacé sorteando una cafetera sobre un pequeño hornillo de campaña, en el suelo, y una variada colección de vasos y tazones sucios de restos y colillas. Fui recorriendo las diversas telas con la mirada y los dedos.
—No toques. Quizás haya alguno fresco todavía, aunque no creo. Es que el óleo tarda mucho en secarse, ¿sabes?
Me detuve frente a uno que me llamó especialmente la atención, por su técnica, distinta de la del resto —frente al rudimentario cubismo de los demás, éste era de líneas bastante naíf y colores muy chillones— y también por su tema: una mujer, una especie de diosa, me pareció, precedida por un tiro de gatos que la guiaban a través de un enmarañado entramado de trazos de óleo verde y marrón que parecía representar un bosque.
—Ese sí que está fresco, cuidado con tocarlo. Es mío, ¿te gusta? Mi primo me ha enseñado algunos rudimentos, y estoy intentando aprender a pintar.
—Pues me gusta mucho. ¿Quién es?
—Freyja, una diosa nórdica. Y sus gatos. Guiándola a través de la espesura... —noté sus brazos rodeándome por detrás, inesperados, repentinos; los noté paralizado por la sorpresa, el corazón me dio un vuelco y casi sentía que su actividad cesaba, al igual que mi respiración, he de confesarlo... todo un ataque frontal..., o por la espalda, quiero decir; también sus manos depositándose francas, abiertas, sobre mi pecho; una de ellas fue descendiendo lenta, muy cauta hacia mi vientre.
—Me... me gusta, sí... Me gusta... mucho.
—Mírame, tonto.
Me di la vuelta sin deshacer el nudo de sus brazos, dándome de bruces contra sus ojos semicerrados, su boca semiabierta, su deseo jadeante despertando el mío a velocidad tan de vértigo como silenciosa. Nunca presa alguna se ofreció tan gustosa al abrazo mortal de la hembra depredadora.
—Bésame —susurró, pero yo la tendí directamente sobre el jergón que se extendía a los pies del caballete que sostenía su cuadro. No sé cómo reuní tanto valor. Bueno, sí. No podía ignorar su audacia, espoleando la mía. Tenía que corresponderla.
En cuanto su cuerpo quedó libre de los velos de tela y pudor —el mío— que lo cubrían, ya no cabían más consideraciones que las del deseo.
Los movimientos del amor eran pautados por la penumbra y por los chorros cuadrangulares de luz, alternativamente, sucediéndose al ritmo de nuestros movimientos ambos destellos, el destello en sí y el que consiste precisamente en la ausencia de destello, cien veces más íntimo y socavante. Tenía miedo de no estar a la altura, pero todo transcurrió tan fácil con ella que pronto olvidé mi cuidado.
Juliette encendió un cigarrillo, aún sudorosa por nuestro exitoso forcejeo, recostándose pensativa entre el jergón y la pared. Yo preferí seguir con la espalda afianzada en la mullida tregua de las mantas, sin incorporarme. La miraba desde abajo, la admiraba, magnificada tras el placer, con esa pequeña luz encendiéndose a intervalos entre sus labios, dejando escapar el humo absolutamente hierática, como al hilo de unos pensamientos secretos; quizás soñaba con las futuras aventuras que me había confesado iba a vivir muy pronto por el gran mundo. O quizás simplemente reajustaba sus sueños a las coordenadas actuales. Las de esta pequeña y atestada buhardilla, sin ir más lejos. Entre las telas rancias y el olor a guisos y sudores humanos que se filtraba desde la escalera. Con este joven amante inesperado, que en ese momento no sólo no participaba de los angostos límites impuestos por el presente aquél, sino que, contagiado por su rutilante compañera, soñaba también, desde el colchón en penumbra, con la mirada fija en los puntos de luz, con una vida futura que había de pertenecernos por el derecho que nos otorgaba el ansiarla y soñarla con semejante energía, con semejante inocencia.
Pero ella no podía sospechar de este contagio. Quién era aquel joven amante inesperado, decíamos, aquel vulgar intruso entre sus sábanas provisionales.
—Yo también... —balbuceé por fin, previendo que me odiaría a mí mismo después, si no por no haber estado a su altura en la cama, que lo había estado, sí por no haber reunido el valor suficiente para manifestar, como ella lo había hecho de manera tan natural, en voz alta, el contenido íntimo de mis sueños— Yo también...
—¿Perdona?
No me miraba. No podía. Algo más allá de la ventana, invisible y magnífico, acaparaba toda su atención. Un incendio invisible. El del mundo exterior, que empezaba a arder en honor suyo, homenaje y promesa de su ofrecimiento, una rendición sin condiciones para un futuro que siempre estaba a punto de suceder.
¿Qué fue del opio al que iba a invitarme? Me conformaba por el momento con un cigarrillo. ¿Dónde diablos había puesto mi tabaco?
—Aquí tienes uno de los míos.
Los gritos abajo fueron al unísono, de repente, y parecían igual de irreales que nuestro encuentro ahora, cansados, vencidos tras el placer, envueltos entre los visillos de la penumbra y nuestro humo. Hubo antes alguna voz aislada de alarma, abajo, pero nos pasaron inadvertidos, allá arriba. Ahora todo el mundo gritaba al mismo tiempo, todo el mundo corría a través de la calle, chillando, y algún llanto femenino al margen, hondo, abisal, como de otro mundo, fue, sobre todo, lo que desgarró de un puntazo nuestro ensimismamiento. No de otro mundo, aquel dolor era real. Juliette, desnuda, se incorporó de un salto.
—¿Qué pasa?— pregunté desorientado, y en el tiempo que tardé de formular la pregunta ella ya se había cubierto con un sencillo vestido. Fui a levantarme y ella ya se había precipitado escaleras abajo, deteniéndose unos segundos en el rellano para acabar de ponerse los zapatos. Me quedé solo un instante, allí, desnudo frente a la puerta de la escalera, todavía anonadado por la rapidez con la que las circunstancias de la tarde aún seguían virando. Los gritos abajo iba en aumento, y corrí por fin a por mi ropa.
Se había declarado un incendio en el primer piso del edificio de enfrente. Un incendio real, en un barrio precario y miserable, con familias humildes que la borran huyendo desesperadas, un soldado con un colchón a cuestas al chera y la resaca, visibles por sus efectos en su rostro devastado, se le habían evaporado al instante, tras su brusco despertar, niños llorando a coro y mujeres de brazos fornidos arrastrando enseres y plegarias de espaldas a las furiosas llamas. Lo observaba desde la puerta de nuestro edificio, sin atreverme todavía a acercarme. El dolor de los inquilinos que iban logrando escapar del desastre me resultaba obsceno; la forma en que lo manifestaban, quiero decir. Lágrimas, llantos histéricos, ataques de nervios. Aquella gente sufría de verdad. Una familia al completo emergía en ese momento de entre el humo. La madre tuvo el tiempo justo de ceder a su bebé en otros brazos antes de desplomarse redonda contra el suelo, con la cara roja e hinchada de forma monstruosa por efecto del humo y la tensión y ante la asustada desesperación del resto de su numerosa prole. Un deficiente mental enseñaba sus manos ensangrentadas, paralizado, lloriqueante, a la cadena de hombres que se iba organizando en torno del edificio. Y entonces volví a ver a Juliette, saliendo por una ventana, escapando de las llamas, trayendo de la mano a dos niñas y una mujer. Juliette gritaba, sofocada por el humo, y quiso volver a entrar, pero dos hombres armados con hachas la sujetaron de los hombros y la persuadieron de que no lo hiciera. Quise correr hasta donde estaban, llegar hasta ellos, pero no me atrevía. Estaba horrorizado por lo que sucedía. Y entonces me miró Juliette. No me había buscado, con la mirada, pero en su frenética actividad para ayudar había dado inesperadamente conmigo. Bajo el hollín que le cubría el rostro pude advertir su sonrisa. Me animaba a acercarme con la mano. Ahora se estaba integrando en la cadena de brazos que acarreaban cubos de agua hacia el desastre, y apremiaba con gritos a sus compañeros.
—Pues me gusta mucho. ¿Quién es?
—Freyja, una diosa nórdica. Y sus gatos. Guiándola a través de la espesura... —noté sus brazos rodeándome por detrás, inesperados, repentinos; los noté paralizado por la sorpresa, el corazón me dio un vuelco y casi sentía que su actividad cesaba, al igual que mi respiración, he de confesarlo... todo un ataque frontal..., o por la espalda, quiero decir; también sus manos depositándose francas, abiertas, sobre mi pecho; una de ellas fue descendiendo lenta, muy cauta hacia mi vientre.
—Me... me gusta, sí... Me gusta... mucho.
—Mírame, tonto.
Me di la vuelta sin deshacer el nudo de sus brazos, dándome de bruces contra sus ojos semicerrados, su boca semiabierta, su deseo jadeante despertando el mío a velocidad tan de vértigo como silenciosa. Nunca presa alguna se ofreció tan gustosa al abrazo mortal de la hembra depredadora.
—Bésame —susurró, pero yo la tendí directamente sobre el jergón que se extendía a los pies del caballete que sostenía su cuadro. No sé cómo reuní tanto valor. Bueno, sí. No podía ignorar su audacia, espoleando la mía. Tenía que corresponderla.
En cuanto su cuerpo quedó libre de los velos de tela y pudor —el mío— que lo cubrían, ya no cabían más consideraciones que las del deseo.
Los movimientos del amor eran pautados por la penumbra y por los chorros cuadrangulares de luz, alternativamente, sucediéndose al ritmo de nuestros movimientos ambos destellos, el destello en sí y el que consiste precisamente en la ausencia de destello, cien veces más íntimo y socavante. Tenía miedo de no estar a la altura, pero todo transcurrió tan fácil con ella que pronto olvidé mi cuidado.
Juliette encendió un cigarrillo, aún sudorosa por nuestro exitoso forcejeo, recostándose pensativa entre el jergón y la pared. Yo preferí seguir con la espalda afianzada en la mullida tregua de las mantas, sin incorporarme. La miraba desde abajo, la admiraba, magnificada tras el placer, con esa pequeña luz encendiéndose a intervalos entre sus labios, dejando escapar el humo absolutamente hierática, como al hilo de unos pensamientos secretos; quizás soñaba con las futuras aventuras que me había confesado iba a vivir muy pronto por el gran mundo. O quizás simplemente reajustaba sus sueños a las coordenadas actuales. Las de esta pequeña y atestada buhardilla, sin ir más lejos. Entre las telas rancias y el olor a guisos y sudores humanos que se filtraba desde la escalera. Con este joven amante inesperado, que en ese momento no sólo no participaba de los angostos límites impuestos por el presente aquél, sino que, contagiado por su rutilante compañera, soñaba también, desde el colchón en penumbra, con la mirada fija en los puntos de luz, con una vida futura que había de pertenecernos por el derecho que nos otorgaba el ansiarla y soñarla con semejante energía, con semejante inocencia.
Pero ella no podía sospechar de este contagio. Quién era aquel joven amante inesperado, decíamos, aquel vulgar intruso entre sus sábanas provisionales.
—Yo también... —balbuceé por fin, previendo que me odiaría a mí mismo después, si no por no haber estado a su altura en la cama, que lo había estado, sí por no haber reunido el valor suficiente para manifestar, como ella lo había hecho de manera tan natural, en voz alta, el contenido íntimo de mis sueños— Yo también...
—¿Perdona?
No me miraba. No podía. Algo más allá de la ventana, invisible y magnífico, acaparaba toda su atención. Un incendio invisible. El del mundo exterior, que empezaba a arder en honor suyo, homenaje y promesa de su ofrecimiento, una rendición sin condiciones para un futuro que siempre estaba a punto de suceder.
¿Qué fue del opio al que iba a invitarme? Me conformaba por el momento con un cigarrillo. ¿Dónde diablos había puesto mi tabaco?
—Aquí tienes uno de los míos.
Los gritos abajo fueron al unísono, de repente, y parecían igual de irreales que nuestro encuentro ahora, cansados, vencidos tras el placer, envueltos entre los visillos de la penumbra y nuestro humo. Hubo antes alguna voz aislada de alarma, abajo, pero nos pasaron inadvertidos, allá arriba. Ahora todo el mundo gritaba al mismo tiempo, todo el mundo corría a través de la calle, chillando, y algún llanto femenino al margen, hondo, abisal, como de otro mundo, fue, sobre todo, lo que desgarró de un puntazo nuestro ensimismamiento. No de otro mundo, aquel dolor era real. Juliette, desnuda, se incorporó de un salto.
—¿Qué pasa?— pregunté desorientado, y en el tiempo que tardé de formular la pregunta ella ya se había cubierto con un sencillo vestido. Fui a levantarme y ella ya se había precipitado escaleras abajo, deteniéndose unos segundos en el rellano para acabar de ponerse los zapatos. Me quedé solo un instante, allí, desnudo frente a la puerta de la escalera, todavía anonadado por la rapidez con la que las circunstancias de la tarde aún seguían virando. Los gritos abajo iba en aumento, y corrí por fin a por mi ropa.
Se había declarado un incendio en el primer piso del edificio de enfrente. Un incendio real, en un barrio precario y miserable, con familias humildes que la borran huyendo desesperadas, un soldado con un colchón a cuestas al chera y la resaca, visibles por sus efectos en su rostro devastado, se le habían evaporado al instante, tras su brusco despertar, niños llorando a coro y mujeres de brazos fornidos arrastrando enseres y plegarias de espaldas a las furiosas llamas. Lo observaba desde la puerta de nuestro edificio, sin atreverme todavía a acercarme. El dolor de los inquilinos que iban logrando escapar del desastre me resultaba obsceno; la forma en que lo manifestaban, quiero decir. Lágrimas, llantos histéricos, ataques de nervios. Aquella gente sufría de verdad. Una familia al completo emergía en ese momento de entre el humo. La madre tuvo el tiempo justo de ceder a su bebé en otros brazos antes de desplomarse redonda contra el suelo, con la cara roja e hinchada de forma monstruosa por efecto del humo y la tensión y ante la asustada desesperación del resto de su numerosa prole. Un deficiente mental enseñaba sus manos ensangrentadas, paralizado, lloriqueante, a la cadena de hombres que se iba organizando en torno del edificio. Y entonces volví a ver a Juliette, saliendo por una ventana, escapando de las llamas, trayendo de la mano a dos niñas y una mujer. Juliette gritaba, sofocada por el humo, y quiso volver a entrar, pero dos hombres armados con hachas la sujetaron de los hombros y la persuadieron de que no lo hiciera. Quise correr hasta donde estaban, llegar hasta ellos, pero no me atrevía. Estaba horrorizado por lo que sucedía. Y entonces me miró Juliette. No me había buscado, con la mirada, pero en su frenética actividad para ayudar había dado inesperadamente conmigo. Bajo el hollín que le cubría el rostro pude advertir su sonrisa. Me animaba a acercarme con la mano. Ahora se estaba integrando en la cadena de brazos que acarreaban cubos de agua hacia el desastre, y apremiaba con gritos a sus compañeros.
Así la recuerdo, finalmente. Sonriéndome un instante, antes de sumirse de lleno en la borrachera colectiva contra el desastre. La última estampa que tengo de ella en la memoria. Ayudando en las labores de extinción, venida pletórica y victoriosa al epicentro de la desgracia ajena, como un ángel de furiosa bondad. No volvería a verla jamás.
Qué sería de tus sueños inocentes, Juliette, qué tal te trató después la vida. Qué poco respeto muestra la vida por los sueños inocentes, ahora estoy en disposición, por mi edad, de saberlo.
Antes que la última batalla comience y me vea enfrentado por fin con el último tramo de mi enfermedad y con el comienzo del vasto valle de la muerte, pienso en aquellos días de preguerra, pienso en ti, Juliette, en ti y en mí recostados en aquel colchón de plumas, con nuestros pies sobresalientes apoyados en el parqué, fumando desnudos, después del placer, cansados porque acabábamos de recibir ese despertar sin sueño que es el amor. Como un regalo, como el último regalo que la vida, en una tregua inesperada, ofrece a dos amantes antes de la batalla, antes de la primera batalla que habría de desencadenar una larga sucesión interminable de más batallas y desastres por toda Europa; un regalo que resistirá al tiempo y vuelve ahora a aflojar los lazos que lo protegen para mostrarme su contenido, en este oscuro estudio donde mis papeles y mis libros, sobre todo los firmados por mí mismo, parecen burlarse de este viejo insigne y acabado que escribe afanosamente sobre estos papeles como un gesto inútil más en una larga cadena de gestos inútiles, cuando mis 80 años relativizan el conjunto de una vida que ahora es larga pero pronto habrá sido demasiado breve y sólo algunos elementos cobran importancia real con el desgaste sucesivo que el tiempo ha ido ejerciendo sobre el resto de las cosas.
Juliette, en fin, se vuelve para escudriñar el futuro y descubrir mi presencia desde un pasado cada vez más distante, un mundo sólo suyo, ya en llamas antes de la batalla.
Y así, insisto, con esa imagen final de luminosidad rabiosa, quiero recordarla. Pletórica y victoriosa. Pletórica contra la muerte, contra el tiempo victoriosa.
Qué sería de tus sueños inocentes, Juliette, qué tal te trató después la vida. Qué poco respeto muestra la vida por los sueños inocentes, ahora estoy en disposición, por mi edad, de saberlo.
Antes que la última batalla comience y me vea enfrentado por fin con el último tramo de mi enfermedad y con el comienzo del vasto valle de la muerte, pienso en aquellos días de preguerra, pienso en ti, Juliette, en ti y en mí recostados en aquel colchón de plumas, con nuestros pies sobresalientes apoyados en el parqué, fumando desnudos, después del placer, cansados porque acabábamos de recibir ese despertar sin sueño que es el amor. Como un regalo, como el último regalo que la vida, en una tregua inesperada, ofrece a dos amantes antes de la batalla, antes de la primera batalla que habría de desencadenar una larga sucesión interminable de más batallas y desastres por toda Europa; un regalo que resistirá al tiempo y vuelve ahora a aflojar los lazos que lo protegen para mostrarme su contenido, en este oscuro estudio donde mis papeles y mis libros, sobre todo los firmados por mí mismo, parecen burlarse de este viejo insigne y acabado que escribe afanosamente sobre estos papeles como un gesto inútil más en una larga cadena de gestos inútiles, cuando mis 80 años relativizan el conjunto de una vida que ahora es larga pero pronto habrá sido demasiado breve y sólo algunos elementos cobran importancia real con el desgaste sucesivo que el tiempo ha ido ejerciendo sobre el resto de las cosas.
Juliette, en fin, se vuelve para escudriñar el futuro y descubrir mi presencia desde un pasado cada vez más distante, un mundo sólo suyo, ya en llamas antes de la batalla.
Y así, insisto, con esa imagen final de luminosidad rabiosa, quiero recordarla. Pletórica y victoriosa. Pletórica contra la muerte, contra el tiempo victoriosa.
[Relato que fue accésit del concurso Murcia Joven 1998, publicado originalmente en Literatura. Murcia Joven ‘98 (Comunidad Autónoma de la Región de Murcia. Dirección General de Juventud, 1998)].
A siempre ha querido ser escritor, no recuerda otra motivación en su vida. Ha ido desalojando de su vida cualquier otra querencia u objetivo, cualquier deseo. Creía en el romanticismo de una máquina de escribir o de un ordenador portátil compañero de noches como días y días como noches, objeto al que aporrear y símbolo de una independencia que él siempre creyó le bastaría para sobrellevar la pesada carga de una existencia solitaria. Huérfano, misántropo y lector voraz, el páramo de su vida sólo conoció dos pequeños oasis con la llegada de la juventud y su ingreso en la universidad, cuando se ve rodeado de una pequeña constelación de conocidos y en especial le sobreviene la amistad de dos personas a las que conoce mientras estudia en la biblioteca del campus: B, otra solitaria recalcitrante y de la que se enamoró perdidamente, y C, una suerte de existencialista optimista que también se autointituló durante un tiempo como situacionista especular, y que compartía con él su afición a los libros y a la idea de escribir algún día, como de hecho hizo una vez, publicando el resultado en un blog de la facultad, para explicar no sólo ambas etiquetas mencionadas sino también para teorizar sobre una tercera, aún más (sic) personal: esenciador licuacionista. Con B vivió un breve romance que acabó mal porque B, tras unas cuantas citas con él en las que vieron muchas películas raras que ella llamaba de arte y ensayo —de culto, se podría decir de muchas de ellas, palabra que a A gustaba mucho porque le gustaba pensar que en él basaba su súbito deseo de compañía de ella—, cenas en restaurantes de sabores exóticos y tardes de septiembre compartidas con amigos comunes en una costa cercana, dejó de llamarle con la excusa de unas malas calificaciones en su carrera —estudiaba medicina, una carrera con fama de difícil en la universidad de la ciudad en la que vivían— y la amenaza de un padre adinerado y autoritario que le auguró una vuelta fulminante al hogar para hacerse cargo junto a él de una empresa de exportaciones que ella odiaba. La noche en que sucedió la ruptura salió a beber con C. Éste, en el clímax de la borrachera de ambos y subido a la pasarela de un puente —A no subió porque le hubiera resultado demasiado fácil arrojarse al vacío—, le confesó que a partir de entonces ya no era ni existencialista ni situacionista, ni se consideraba optimista, pero tampoco pesimista, dejando sin comento demás zarandajas propias de una juventud a la que había que dejar atrás, sino que iba a sacar a la luz su mayor ambición reprimida, que era convertirse en un forajido que atracara gasolineras y farmacias. A apenas lo escuchó: seguía pensando en B.
Ella desapareció de su vida el tiempo suficiente para que cuando volvieran a verse con motivo de una reunión de viejos amigos ella se hubiese casado con otro y prácticamente ya fuese otra persona, no la esnob encantadora de boina y bufanda que escuchaba a todos aquellos cantautores y leía sociología francesa sino una profesional adulta, desapasionada y que ni siquiera cultivaba esa única forma posible de sofisticación que les queda a los que han ejercido una juventud errática consistente en hacer ironía de todo empezando por uno mismo para darla por bien entendida. El apoyo de C, la otra persona de la que se puede decir que tuvo una relación cabal en los vacíos años de su juventud y que estaba al tanto de sus sueños de independencia del mundo exterior como escritor tanto como de su amor hacia B fue quizás determinante para que A no cediese a su insobornable cobardía para quitarse de en medio y suicidarse.
C estudiaba con B, sólo que si B quería especializarse en traumatología C ya lo hacía en psiquiatría. Pocos años más tarde, apagados unos últimos ardores contraculturales que lo llevó a Inglaterra para ingresar en un grupo de trabajo que decían experimentar con la antipsiquiatría, volvió a España y tendría una cierta fortuna en su campo, con una consulta en el centro de la ciudad a la que no le faltaba la visita regular de una clientela satisfecha de su guía. A, por el contrario, nunca tuvo suerte con sus novelas, a las que se consagró muy pronto dejando de lado sus estudios de filosofía. Así pasó desde la primera, redactada durante el primer curso y en la que se cuidó de no expresar más que un puro afán de solaz bajo el disfraz de un entretenimiento policíaco y una indisimulable finalidad comercial, pues todo lo que quería para sí era un futuro como escritor de novelas baratas: paper baaack wriiiiiiter, le canturreó su tía Fina, y él no, no es eso, pero tenía sus dudas.
No tuvo suerte tampoco con la segunda, bajo los auspicios de la ciencia ficción, ni tampoco con la tercera, redactada una vez se dejó los estudios y en sus ratos libres como repartidor de publicidad, una humorada que intentó con pretensiones de veras y que C, su único lector, calificó de post-posmoderna. Aquella fue la última vez que vería a su amigo en mucho tiempo, pues a los pocos días se fue a Inglaterra. La quinta, escrita desde el sopor del fracaso, bastante ajena a las demás —practicó en ella una suerte de misticismo experimental, sarcástico y hermético—, y con B ya desvinculada para siempre de su vida —o así juzgaba él para sí con tintes trágicos—, sí logró hallar un hueco en una colección universitaria de rara avis que le dio un cierto prestigio de chiflado y de suicida cobarde entre los cinco o seis lectores que llegaron a comprarla.
En realidad, todo lo que buscó con esa quinta novela, llamada Balmas, lejos del puro afán del arte por el arte —aunque comercial, en sus comienzos— que le había movido hasta entonces, fue matar su deseo hacia B, y no sabría decir si lo consiguió; tampoco se lo preguntó; el hecho de que llegaran una vez, sólo una vez, a hacer el amor en una playa, cerca de la casa de unos amigos, aumentó el agravio de A, porque lo que A consideró entonces como la única noche perfecta de su vida iba a ser el modo en que resumiría el argumento de su próxima novela, una novela total que A decidió le ocuparía lo que le restara de vida. La abandonaría a las dos semanas.
Para subsistir, había entrado a trabajar en un supermercado como cajero, un trabajo más estable que el anterior, y como en todos los sucesos determinantes, el azar intervino de una extraña manera y quiso que uno de sus primeros clientes, que llevaba por toda compra una caja de sobrecitos de infusiones, fuera C.
De todo lo expuesto anteriormente cabe decir también que había pasado una cantidad suficiente de años como para que ambos no se reconocieran el uno al otro apenas, al principio. Cuando lo hacen se da una explosión de júbilo en C mientras A parece más bien alelado.
Quedan una noche y de la conversación que mantienen baste decir que derivamos a unas terapias gestálticas que C promete no cobrarle, y en la que A habla como hipnotizado, como en sueños. Con todo el material reunido en esas entrevistas —informes escritos a ordenador, cintas de video y audio— C se marcha a Cleveland aprovechando unas vacaciones y escribe un libro de autoayuda disfrazado de novela de formación que a A, por supuesto primer destinatario de ese libro, sólo inspira un profundo desprecio por su escaso valor artístico pero que a un agente literario al que C conoció en aquella ciudad estadounidense y al que le mandó la novela cuando la hubo terminado dejó sin aliento, previendo grandes ganancias.
No se equivocó. Siempre basándose en las entrevistas con su viejo amigo, C inicia toda una colección de novelas de autoayuda que hoy son no sólo un clásico de la literatura médica sino también enormes éxitos de ventas que han hecho a C multimillonario.
A cree enloquecer ante esta broma del destino y quema todos sus manuscritos. Deja de acudir a su trabajo como cajero y se convierte en un indigente. Tras meses de búsqueda infructuosa C lo encuentra y le paga un lujoso sanatorio mental en el que, si no se recupera, al menos envejecerá cómodamente y sin carencia alguna.
A quiere salir de allí y los tres primeros días permanece encerrado en una celda de castigo por haber agredido a dos guardias de seguridad, pero al cuarto día sale y come con los demás enfermos y por poco se atraganta con la comida cuando descubre, de nuevo el azar, sentada en un lugar cercano de la enorme mesa, a B.
B le cuenta que leyendo los libros de C descubrió la enormidad del amor que él, A, había sentido hacia ella, y también a tenor de esas lecturas sospechó que por culpa de no haberlo correspondido él iba a estar como loco. Empezó a soñar todas las noches y a sentir que lo amaba, esta de vez de veras y con locura, tanta de hecho que su marido acabó por ingresarla aquí.
También le dijo que tenía una pistola escondida en un lugar secreto para usarla contra ella misma, pero que ya no la iba a necesitar.
Esta noche se han escapado juntos y han robado a mano armada un coche, haciéndolo detenerse en una autovía cercana. Por primera vez, A se siente vivo, fantasea con su nueva condición de forajido, con gasolineras y farmacias desvalijadas, y aunque no sabe cómo acabará esta historia siente que andaba mereciendo este giro favorable del destino.
Ella desapareció de su vida el tiempo suficiente para que cuando volvieran a verse con motivo de una reunión de viejos amigos ella se hubiese casado con otro y prácticamente ya fuese otra persona, no la esnob encantadora de boina y bufanda que escuchaba a todos aquellos cantautores y leía sociología francesa sino una profesional adulta, desapasionada y que ni siquiera cultivaba esa única forma posible de sofisticación que les queda a los que han ejercido una juventud errática consistente en hacer ironía de todo empezando por uno mismo para darla por bien entendida. El apoyo de C, la otra persona de la que se puede decir que tuvo una relación cabal en los vacíos años de su juventud y que estaba al tanto de sus sueños de independencia del mundo exterior como escritor tanto como de su amor hacia B fue quizás determinante para que A no cediese a su insobornable cobardía para quitarse de en medio y suicidarse.
C estudiaba con B, sólo que si B quería especializarse en traumatología C ya lo hacía en psiquiatría. Pocos años más tarde, apagados unos últimos ardores contraculturales que lo llevó a Inglaterra para ingresar en un grupo de trabajo que decían experimentar con la antipsiquiatría, volvió a España y tendría una cierta fortuna en su campo, con una consulta en el centro de la ciudad a la que no le faltaba la visita regular de una clientela satisfecha de su guía. A, por el contrario, nunca tuvo suerte con sus novelas, a las que se consagró muy pronto dejando de lado sus estudios de filosofía. Así pasó desde la primera, redactada durante el primer curso y en la que se cuidó de no expresar más que un puro afán de solaz bajo el disfraz de un entretenimiento policíaco y una indisimulable finalidad comercial, pues todo lo que quería para sí era un futuro como escritor de novelas baratas: paper baaack wriiiiiiter, le canturreó su tía Fina, y él no, no es eso, pero tenía sus dudas.
No tuvo suerte tampoco con la segunda, bajo los auspicios de la ciencia ficción, ni tampoco con la tercera, redactada una vez se dejó los estudios y en sus ratos libres como repartidor de publicidad, una humorada que intentó con pretensiones de veras y que C, su único lector, calificó de post-posmoderna. Aquella fue la última vez que vería a su amigo en mucho tiempo, pues a los pocos días se fue a Inglaterra. La quinta, escrita desde el sopor del fracaso, bastante ajena a las demás —practicó en ella una suerte de misticismo experimental, sarcástico y hermético—, y con B ya desvinculada para siempre de su vida —o así juzgaba él para sí con tintes trágicos—, sí logró hallar un hueco en una colección universitaria de rara avis que le dio un cierto prestigio de chiflado y de suicida cobarde entre los cinco o seis lectores que llegaron a comprarla.
En realidad, todo lo que buscó con esa quinta novela, llamada Balmas, lejos del puro afán del arte por el arte —aunque comercial, en sus comienzos— que le había movido hasta entonces, fue matar su deseo hacia B, y no sabría decir si lo consiguió; tampoco se lo preguntó; el hecho de que llegaran una vez, sólo una vez, a hacer el amor en una playa, cerca de la casa de unos amigos, aumentó el agravio de A, porque lo que A consideró entonces como la única noche perfecta de su vida iba a ser el modo en que resumiría el argumento de su próxima novela, una novela total que A decidió le ocuparía lo que le restara de vida. La abandonaría a las dos semanas.
Para subsistir, había entrado a trabajar en un supermercado como cajero, un trabajo más estable que el anterior, y como en todos los sucesos determinantes, el azar intervino de una extraña manera y quiso que uno de sus primeros clientes, que llevaba por toda compra una caja de sobrecitos de infusiones, fuera C.
De todo lo expuesto anteriormente cabe decir también que había pasado una cantidad suficiente de años como para que ambos no se reconocieran el uno al otro apenas, al principio. Cuando lo hacen se da una explosión de júbilo en C mientras A parece más bien alelado.
Quedan una noche y de la conversación que mantienen baste decir que derivamos a unas terapias gestálticas que C promete no cobrarle, y en la que A habla como hipnotizado, como en sueños. Con todo el material reunido en esas entrevistas —informes escritos a ordenador, cintas de video y audio— C se marcha a Cleveland aprovechando unas vacaciones y escribe un libro de autoayuda disfrazado de novela de formación que a A, por supuesto primer destinatario de ese libro, sólo inspira un profundo desprecio por su escaso valor artístico pero que a un agente literario al que C conoció en aquella ciudad estadounidense y al que le mandó la novela cuando la hubo terminado dejó sin aliento, previendo grandes ganancias.
No se equivocó. Siempre basándose en las entrevistas con su viejo amigo, C inicia toda una colección de novelas de autoayuda que hoy son no sólo un clásico de la literatura médica sino también enormes éxitos de ventas que han hecho a C multimillonario.
A cree enloquecer ante esta broma del destino y quema todos sus manuscritos. Deja de acudir a su trabajo como cajero y se convierte en un indigente. Tras meses de búsqueda infructuosa C lo encuentra y le paga un lujoso sanatorio mental en el que, si no se recupera, al menos envejecerá cómodamente y sin carencia alguna.
A quiere salir de allí y los tres primeros días permanece encerrado en una celda de castigo por haber agredido a dos guardias de seguridad, pero al cuarto día sale y come con los demás enfermos y por poco se atraganta con la comida cuando descubre, de nuevo el azar, sentada en un lugar cercano de la enorme mesa, a B.
B le cuenta que leyendo los libros de C descubrió la enormidad del amor que él, A, había sentido hacia ella, y también a tenor de esas lecturas sospechó que por culpa de no haberlo correspondido él iba a estar como loco. Empezó a soñar todas las noches y a sentir que lo amaba, esta de vez de veras y con locura, tanta de hecho que su marido acabó por ingresarla aquí.
También le dijo que tenía una pistola escondida en un lugar secreto para usarla contra ella misma, pero que ya no la iba a necesitar.
Esta noche se han escapado juntos y han robado a mano armada un coche, haciéndolo detenerse en una autovía cercana. Por primera vez, A se siente vivo, fantasea con su nueva condición de forajido, con gasolineras y farmacias desvalijadas, y aunque no sabe cómo acabará esta historia siente que andaba mereciendo este giro favorable del destino.
[Cuento publicado en el número 17 (Verano, 2007) de El coloquio de los perros].
Cuando era niño hice una encuesta para los boy-scouts, y en uno de los apartados preguntaban por la música que te gustaba. Yo fui escueto y concreto: «Michael Jackson». De entre los que tienen edad suficiente, creo que pocos pueden dejar de recordar el evento que supuso para aquella Nochebuena —¿o fue una Nochevieja?— el videoclip de ‘Thriller’: construido como una pequeña película, con su introducción y su epílogo, con esa duración tan desusada. Y con aquellos zombis y la voz de Vincent Price, que ya podíamos conocer los chicos de entonces gracias a las películas de bajo presupuesto y alto encanto de Roger Corman, que adaptaban relatos de Edgar Allan Poe y se proyectaban los domingos por la tarde.
¿Podíamos conocerla? Miento: aquellas películas las pasaban dobladas.
‘Thriller’: la música era emocionante. El baile era emocionante. La historia era emocionante; chico y chica que se quieren vuelven a casa por la senda oscura. Y a mitad de la mini-película, el chico se transforma en un horrible monstruo. En un muerto viviente.
Poco imaginábamos que la vida de Michael Jackson, poco después, podría haberla contado un Poe redivivo para el nuevo siglo en ciernes. Espera: consumismo y espectáculo, delirio y perversión, la nueva carne y la operación estética perpetua... Edgar Allan Poe ya tiene otro nombre para el siglo XXI y se llama J. G. Ballard. De Ballard a Cronenberg, o un William S. Burroughs que decidiera reescribir, disparatando, el libro de su vida para alcanzar la cúspide de su fama en la era de Reagan y la MTV.
Pero todo eso vino luego. Tratar de asimilar toda esa historia. De momento teníamos sus ritmos saltarines y ese deslizarse por una montaña rusa.
Aquel vídeo era épica bailable. Narración terrorífica. Un ritmo irrefrenable. El espectáculo total.
La leyenda mundial daba comienzo. De zombi a Peter Pan. Acudamos a otro escritor para el inicio de éste, nuestro paseo: Robert Walser; El paseo, p. 11: «Chiquillos y chiquillas corretean al sol libres y sin freno». «Dejémoslos ir tranquilos y sin freno», pensé; «la edad se encargará de asustarlos y frenarlos. Demasiado pronto, por desgracia». El niño que dedicaba un disco a su pequeño ratoncito Ben terminaba escribiendo canciones donde, porque una letra debe acompañar al bajo y a la percusión, decide defenderse de una atribución de paternidad —porque Billie Jean, definitivamente, no era su amante— o, quizás sobreestimando su capacidad de aguante para el futuro, anunciando que va a golpearlo —¿pero el qué?—, a golpearlo: beat it; porque hay fuego en los ojos de los otros, y sus palabras serán bastante claras, años después de que escribiese esta canción: «no quieras ver sangre», canta también en esta canción; «no seas un macho man». Golpéalo, repite una y otra vez el estribillo; con una de las mejores bases de bajo de la historia de la música popular, con permiso del ‘Superstition’ de Stevie Wonder.
Golpéalo.
Y es que lo emocionante acaba deviniendo peligroso. ¿Malo?
En Thriller ya había abandonado el falsete sistemático, y cantaba: «No quiero ser un muchacho, quiero ser un hombre». Y ahí se abría un bucle de vuelta e ida, de ida y vuelta; del que no salió. Y cantaba también, de forma premonitoria: «Ellos te comerán, eres verdura».
No sé si, entonces, era ya vegetariano.
Es curioso que la crítica original que recibió de la revista Rolling Stone, aun siendo positiva, reprochara a Thriller ostentación. Curioso porque sus discos posteriores acentuarían esa ostentación, devenida en un barroco sonoro desubstancializado, de grititos y ruiditos sobre un fondo progresivamente hueco. Quizás lo que él entendió que era esa nueva música emergente, el hip hop.
Reaparece como la cúspide del simulacro cuando nuestra generación aún no sabía pronunciar el nombre de J. G. Ballard: con la tez sorpresivamente blanca y cantando que no importa si eres blanco o negro. «Es un renegado de su propia raza», diría un chico negro que hacía cola para entrar a su concierto. Lo vi en televisión. Empezaba la polémica en torno a la persona Michael Jackson. Y lo peor, por desgracia, aún tenía que venir. Las extravagancias empezaban a ser materia de chistes demasiado dolorosos. Pero aquel chico hacía cola, en su concierto: su música aún importaba, aunque la interpretase el reverso exacto de Al Jolson en The Jazz Singer.
¿Malo? Bueno, dicen que quiso que el videoclip lo interpretase Prince. Como protagonista, no como intérprete.
Y el esquema de Thriller se repite: prólogo, epílogo. Estrellas invitadas. Era la jam perpetua. La jam ficticia: pues sólo figuraban. Allí, como en el sueño de un niño hecho realidad. En una corte egipcia e infantil, poblada por famosos: sus amigos.
Sus amigos famosos. No hay punto medio: o chimpancés, serpientes y demás animales, o astros famosos. Y enormes esculturas de cartón piedra: las de los parques de atracciones. En busca de los huesos de John Merrick, más conocido como el Hombre Elefante. Las personas normales tan solo llegarán en el punto más álgido de la errancia en su vida; para engendrar sus hijos últimos; en forma de mujeres. Y el primero ahora, además, según las últimas noticias.
¿Podíamos conocerla? Miento: aquellas películas las pasaban dobladas.
‘Thriller’: la música era emocionante. El baile era emocionante. La historia era emocionante; chico y chica que se quieren vuelven a casa por la senda oscura. Y a mitad de la mini-película, el chico se transforma en un horrible monstruo. En un muerto viviente.
Poco imaginábamos que la vida de Michael Jackson, poco después, podría haberla contado un Poe redivivo para el nuevo siglo en ciernes. Espera: consumismo y espectáculo, delirio y perversión, la nueva carne y la operación estética perpetua... Edgar Allan Poe ya tiene otro nombre para el siglo XXI y se llama J. G. Ballard. De Ballard a Cronenberg, o un William S. Burroughs que decidiera reescribir, disparatando, el libro de su vida para alcanzar la cúspide de su fama en la era de Reagan y la MTV.
Pero todo eso vino luego. Tratar de asimilar toda esa historia. De momento teníamos sus ritmos saltarines y ese deslizarse por una montaña rusa.
Aquel vídeo era épica bailable. Narración terrorífica. Un ritmo irrefrenable. El espectáculo total.
La leyenda mundial daba comienzo. De zombi a Peter Pan. Acudamos a otro escritor para el inicio de éste, nuestro paseo: Robert Walser; El paseo, p. 11: «Chiquillos y chiquillas corretean al sol libres y sin freno». «Dejémoslos ir tranquilos y sin freno», pensé; «la edad se encargará de asustarlos y frenarlos. Demasiado pronto, por desgracia». El niño que dedicaba un disco a su pequeño ratoncito Ben terminaba escribiendo canciones donde, porque una letra debe acompañar al bajo y a la percusión, decide defenderse de una atribución de paternidad —porque Billie Jean, definitivamente, no era su amante— o, quizás sobreestimando su capacidad de aguante para el futuro, anunciando que va a golpearlo —¿pero el qué?—, a golpearlo: beat it; porque hay fuego en los ojos de los otros, y sus palabras serán bastante claras, años después de que escribiese esta canción: «no quieras ver sangre», canta también en esta canción; «no seas un macho man». Golpéalo, repite una y otra vez el estribillo; con una de las mejores bases de bajo de la historia de la música popular, con permiso del ‘Superstition’ de Stevie Wonder.
Golpéalo.
Y es que lo emocionante acaba deviniendo peligroso. ¿Malo?
En Thriller ya había abandonado el falsete sistemático, y cantaba: «No quiero ser un muchacho, quiero ser un hombre». Y ahí se abría un bucle de vuelta e ida, de ida y vuelta; del que no salió. Y cantaba también, de forma premonitoria: «Ellos te comerán, eres verdura».
No sé si, entonces, era ya vegetariano.
Es curioso que la crítica original que recibió de la revista Rolling Stone, aun siendo positiva, reprochara a Thriller ostentación. Curioso porque sus discos posteriores acentuarían esa ostentación, devenida en un barroco sonoro desubstancializado, de grititos y ruiditos sobre un fondo progresivamente hueco. Quizás lo que él entendió que era esa nueva música emergente, el hip hop.
Reaparece como la cúspide del simulacro cuando nuestra generación aún no sabía pronunciar el nombre de J. G. Ballard: con la tez sorpresivamente blanca y cantando que no importa si eres blanco o negro. «Es un renegado de su propia raza», diría un chico negro que hacía cola para entrar a su concierto. Lo vi en televisión. Empezaba la polémica en torno a la persona Michael Jackson. Y lo peor, por desgracia, aún tenía que venir. Las extravagancias empezaban a ser materia de chistes demasiado dolorosos. Pero aquel chico hacía cola, en su concierto: su música aún importaba, aunque la interpretase el reverso exacto de Al Jolson en The Jazz Singer.
¿Malo? Bueno, dicen que quiso que el videoclip lo interpretase Prince. Como protagonista, no como intérprete.
Y el esquema de Thriller se repite: prólogo, epílogo. Estrellas invitadas. Era la jam perpetua. La jam ficticia: pues sólo figuraban. Allí, como en el sueño de un niño hecho realidad. En una corte egipcia e infantil, poblada por famosos: sus amigos.
Sus amigos famosos. No hay punto medio: o chimpancés, serpientes y demás animales, o astros famosos. Y enormes esculturas de cartón piedra: las de los parques de atracciones. En busca de los huesos de John Merrick, más conocido como el Hombre Elefante. Las personas normales tan solo llegarán en el punto más álgido de la errancia en su vida; para engendrar sus hijos últimos; en forma de mujeres. Y el primero ahora, además, según las últimas noticias.
En cuanto el disco: ¿qué canciones de Bad no fueron singles?
Y su vida devenía aquello que él mismo había anunciado en las imágenes de ‘Leave me alone’: un enorme parque de atracciones. Pablo Muñoz —Alvy Singer en la red—, en su blog (1), daba con la clave tras su muerte: en su blog dedica una entrada al cantante, titulada ‘El artista pop como parque temático’. Es una foto nocturna de la entrada a Neverland. Tan sólo eso. Porque leyéndolo —sólo ese título de su post, que es todo el texto del post— he recordado que una de las canciones que más me han fascinado de Jackson siempre ha sido ‘Leave me alone’.
Por la canción y por el vídeo: un parque de atracciones donde las atracciones son las obsesiones de Jacko. Y Jacko, con su mono, las visita montado en su montaña rusa.
Es un primer intento de tornar en espectáculo lo que ya empezaba a ser juzgado exceso puro y duro. Y él era un niño custodiado noche y día.
¿Y más allá? ¿En esa música espasmódica? Parodia de sí misma. Grititos y ruiditos. Reducción al absurdo de las líneas de bajo con las que sacudió al planeta entero, años atrás, con ‘Billie Jean’ o ‘Beat it’.
Y baladas que sueñan con un mundo mejor. Te amamos, Michael.
Ese mundo mejor empieza en los zoológicos y en los centros comerciales. En los zoológicos donde la muchedumbre que lo persigue enfervorizada pone en riesgo la integridad física de sus hijos; en los centros comerciales donde todo se colapsa con su presencia; los más afortunados fans lo abrazan y lloran, temblando por la emoción: es un mito viviente, puede ser abrazado.
Lugares en los que un niño soñaría para quedarse a vivir.
Martin Bashir, que estuvo entrevistándolo para la televisión durante ocho meses (2), afirma haber conocido en Neverland a un Michael Jackson más equilibrado de lo que esperaba. Pero todo cambia en Berlín, meses más tarde, ante la reacción desaforada de sus fans, que lo siguen día y noche. En el zoológico de dicha ciudad, algunos de sus hijos casi son aplastados por la muchedumbre. Al día siguiente de sacar a su hija por el balcón de un hotel y dejarla suspendida unos instantes en el vacío, declara Jackson al entrevistador que lo ha hecho como muestra de amor hacia sus fans, para mostrarles a su hija; y que las críticas no tienen en cuenta que, si se equivocó, lo había hecho desde la inocencia.
Michael Jackson compra un manga en una tienda de cómics: es instantáneamente fotografiado. Michael Jackson busca antigüedades en Las Vegas: el centro comercial es colapsado por centenares de personas que disparan sus cámaras fotográficas a través de la luna mientras el mito encarga que le lleven a casa media tienda. Cuadros de Apolo bañándose en un río, sillas y mobiliario Luis XIV. El dibujo manga viviente se mueve entre sillones Biedermeyer, casi dando saltos, en frenesí de dibujo animado, como Bambi por el bosque. Se lleva todo el bosque. Sarcófagos egipcios. «Me llevo esto también».
El mito abandona Neverland de puro aburrimiento. Y se instala en hoteles de Las Vegas o Miami: ejemplares no-lugares. Son espacios sin sombra, reflejan y devuelven toda luz. Inmaculados. La desesperación en espacios colmados de juguetes gigantescos: conejos Biedermeyer, coyotes Luis XIV. Seis suites, la planta entera reservada. En un hotel de lujo. Para jugar en un arcade que, a bordo de un skate -board virtual, cruza los barrios bajos (3).
Es lo que queda cuando el espectáculo se cierra: más espectáculo. Un rostro que transmite día y noche. ¿Pero qué hay detrás del rostro? Escribía en Héroes Ray Loriga —cito de memoria—: «Nunca salgo a la calle sin sentirme Jim Morrison, por lo menos». Creo que también hablaba de Marlon Brando o de Bob Dylan, Loriga; pareciera que los nombres es lo de menos, para lo que nos interesa. Es la seguridad que te da ser otro, también ser alguien especial. El que buscó ser siempre Michael Jackson, sobre la pantalla en blanco de Peter Pan, sin madurez: no dirigido, y condenado ya a una forma definitiva, por la madurez; una madurez que es siempre dolor; porque el dolor nos conforma. Como si el dolor que le ocasionaba su padre, en su infancia, le hiciera plantarse para siempre al respecto, desde entonces.
De niño le decían, confiesa Jackson a Bashir, que era un niño de cuarenta y dos años.
La entrevista comienza en los jardines de Neverland. Jackson muestra a Bashir —y se encarama a él: muy alto; y le invita a hacerlo a él, también— el árbol donde sube a componer.
«Soy Peter Pan» le dice muy seguro, más tarde, Michael Jackson al entrevistador.
«Pero tú eres Michael Jackson», replica éste.
«Soy Peter Pan», concluye Jackson, «en mi corazón».
Y su vida devenía aquello que él mismo había anunciado en las imágenes de ‘Leave me alone’: un enorme parque de atracciones. Pablo Muñoz —Alvy Singer en la red—, en su blog (1), daba con la clave tras su muerte: en su blog dedica una entrada al cantante, titulada ‘El artista pop como parque temático’. Es una foto nocturna de la entrada a Neverland. Tan sólo eso. Porque leyéndolo —sólo ese título de su post, que es todo el texto del post— he recordado que una de las canciones que más me han fascinado de Jackson siempre ha sido ‘Leave me alone’.
Por la canción y por el vídeo: un parque de atracciones donde las atracciones son las obsesiones de Jacko. Y Jacko, con su mono, las visita montado en su montaña rusa.
Es un primer intento de tornar en espectáculo lo que ya empezaba a ser juzgado exceso puro y duro. Y él era un niño custodiado noche y día.
¿Y más allá? ¿En esa música espasmódica? Parodia de sí misma. Grititos y ruiditos. Reducción al absurdo de las líneas de bajo con las que sacudió al planeta entero, años atrás, con ‘Billie Jean’ o ‘Beat it’.
Y baladas que sueñan con un mundo mejor. Te amamos, Michael.
Ese mundo mejor empieza en los zoológicos y en los centros comerciales. En los zoológicos donde la muchedumbre que lo persigue enfervorizada pone en riesgo la integridad física de sus hijos; en los centros comerciales donde todo se colapsa con su presencia; los más afortunados fans lo abrazan y lloran, temblando por la emoción: es un mito viviente, puede ser abrazado.
Lugares en los que un niño soñaría para quedarse a vivir.
Martin Bashir, que estuvo entrevistándolo para la televisión durante ocho meses (2), afirma haber conocido en Neverland a un Michael Jackson más equilibrado de lo que esperaba. Pero todo cambia en Berlín, meses más tarde, ante la reacción desaforada de sus fans, que lo siguen día y noche. En el zoológico de dicha ciudad, algunos de sus hijos casi son aplastados por la muchedumbre. Al día siguiente de sacar a su hija por el balcón de un hotel y dejarla suspendida unos instantes en el vacío, declara Jackson al entrevistador que lo ha hecho como muestra de amor hacia sus fans, para mostrarles a su hija; y que las críticas no tienen en cuenta que, si se equivocó, lo había hecho desde la inocencia.
Michael Jackson compra un manga en una tienda de cómics: es instantáneamente fotografiado. Michael Jackson busca antigüedades en Las Vegas: el centro comercial es colapsado por centenares de personas que disparan sus cámaras fotográficas a través de la luna mientras el mito encarga que le lleven a casa media tienda. Cuadros de Apolo bañándose en un río, sillas y mobiliario Luis XIV. El dibujo manga viviente se mueve entre sillones Biedermeyer, casi dando saltos, en frenesí de dibujo animado, como Bambi por el bosque. Se lleva todo el bosque. Sarcófagos egipcios. «Me llevo esto también».
El mito abandona Neverland de puro aburrimiento. Y se instala en hoteles de Las Vegas o Miami: ejemplares no-lugares. Son espacios sin sombra, reflejan y devuelven toda luz. Inmaculados. La desesperación en espacios colmados de juguetes gigantescos: conejos Biedermeyer, coyotes Luis XIV. Seis suites, la planta entera reservada. En un hotel de lujo. Para jugar en un arcade que, a bordo de un skate -board virtual, cruza los barrios bajos (3).
Es lo que queda cuando el espectáculo se cierra: más espectáculo. Un rostro que transmite día y noche. ¿Pero qué hay detrás del rostro? Escribía en Héroes Ray Loriga —cito de memoria—: «Nunca salgo a la calle sin sentirme Jim Morrison, por lo menos». Creo que también hablaba de Marlon Brando o de Bob Dylan, Loriga; pareciera que los nombres es lo de menos, para lo que nos interesa. Es la seguridad que te da ser otro, también ser alguien especial. El que buscó ser siempre Michael Jackson, sobre la pantalla en blanco de Peter Pan, sin madurez: no dirigido, y condenado ya a una forma definitiva, por la madurez; una madurez que es siempre dolor; porque el dolor nos conforma. Como si el dolor que le ocasionaba su padre, en su infancia, le hiciera plantarse para siempre al respecto, desde entonces.
De niño le decían, confiesa Jackson a Bashir, que era un niño de cuarenta y dos años.
La entrevista comienza en los jardines de Neverland. Jackson muestra a Bashir —y se encarama a él: muy alto; y le invita a hacerlo a él, también— el árbol donde sube a componer.
«Soy Peter Pan» le dice muy seguro, más tarde, Michael Jackson al entrevistador.
«Pero tú eres Michael Jackson», replica éste.
«Soy Peter Pan», concluye Jackson, «en mi corazón».
Pero decía Gilles Deleuze que lo importante reside no en la profundidad sobreestimada, sino en la denostada superficie.
Un rostro, sí. Acudamos al Mil mesetas de Gilles Deleuze, al capítulo titulado ‘Año cero-Rostridad’: «Un rostro es algo muy singular: sistema pared blanca-agujero negro. Ancho rostro de mejillas blancas, rostro de tiza perforado por unos ojos como agujero negro. Cabeza de clown, clown blanco, pierrot lunar, ángel de la muerte, santo sudario».
Y continúa: «El rostro no es una envoltura exterior al que habla, piensa o percibe» (4). Pero en Michael Jackson, todo se concentra en ese rostro, más blanco cada vez, más liso y sin aristas, a excepción de una nariz que para desaparecer se hace pico, remate para un rostro animé, que es decir de dibujo animado japonés; así como unos pómulos que marcan su ascesis alimenticia, que es decir su anorexia: lo que antes fue funk ha devenido mística de cámara de oxígeno nocturno.
Como, digamos, la versión superficial y falsamente Disney de El hombre que cayó a la Tierra que interpretó Bowie en la película de Nicholas Roeg en los setenta: de extraterrestre a multimillonario, contemplando perplejo cientos de pantallas de televisor a la vez. Pero en la de Jacko ningún canal retransmite la realidad, para el antiguo extraterrestre: sólo dibujos animados y travellings irreales, con cámara subjetiva, de montañas rusas subiendo y bajando, bajando y subiendo. Una y otra vez.
«Cabeza de clown, clown blanco, pierrot lunar», escribía Deleuze. El rostro de Jacko cada vez más blanco, y libre de agujeros; mientras la sombra y el agujero se extiende al resto de la superficie que no es rostro en Jackson. Sombras y más sombras mientras el rostro de Jackson sonríe perplejo: infantil y divertido, y después perplejo otra vez. Sigamos con Deleuze, en el mismo capítulo y unas líneas más adelante: «Un niño, una mujer, una madre de familia, un hombre, un padre, un jefe, un profesor, un policía, no hablan una lengua en general, hablan una lengua cuyos rasgos significantes se ajustan a los rasgos de rostridad específicos». Jacko eligió lo inespecífico. Habló una lengua general y por ello, progresivamente, más vacía. Y más válida para millones de personas, que es decir de fans. «Los rostros no son en principio individuales, defienden zonas de frecuencia o de probabilidad, delimitan un campo que neutraliza de antemano las expresiones las expresiones y conexiones rebeldes a las significaciones dominantes». Jacko eligió sus propias zonas de frecuencia o probabilidad: unos rasgos de Liz Taylor aquí, unas significaciones de Peter Pan allá: ya nunca más rebelde, crecido para siempre. «De igual modo, la forma de la subjetividad, conciencia o pasión, quedaría absolutamente vacía si los rostros no constituyesen espacios de resonancia que seleccionan lo real mental o percibido, adecuándolo previamente a una realidad dominante. El rostro es redundancia».
«El rostro construye la pared que necesita el significante para rebotar, constituye la pared del significante, el marco o la pantalla. El rostro labra el agujero que necesita la subjetivización para manifestarse; constituye el agujero negro de la subjetividad como conciencia o pasión, la cámara, el tercer ojo» (5).
Comienzan los ochenta, toda la vieja guardia rockera setentera va a alumbrar en estos años sus peores discos. Es el momento de otros artistas. Artistas como Prince o Michael Jackson. Sólo cuando estos comiencen a declinar en su producción discográfica, en los noventa, observaremos una curiosa reacción de compensación en la que esa vieja guardia volverá sacar discos importantes.
Es el momento, para Michael Jackson, de su disco de grandes éxitos. Más megalomanía, en imparable bucle: ¿qué otro artista saca un disco de grandes éxitos al que titula History, Su historia? Y la tercera persona en cursiva se torna mayestática en la estatua de la portada. Caen las estatuas del pasado, las reales. Se erigen las ficticias. He aquí el simulacro.
Con traje militar. De charreteras. Porque es un Jimi Hendrix. Libre de drogas. Ilegales. Gafas de sol de dictador sexagenario. La vieja Prusia revive en este rey. Y Tom y Jerry pueden ser sus generales.
Las gafas no. No en la portada de ese disco. No para el Jacko gigantesco. Solo para las fotos al Jacko diminuto.
También, más tarde, mascarilla.
Es la necesidad del mito que sentimos las personas reales. Pero, ¿qué necesita el mito para seguir siendo real, más allá de una máscara?
En 1992, en plena era Kurt Cobain, un ídolo de los ochenta, Robert Smith, que aún resistía y sacaba con su grupo The Cure el para algunos último buen disco de la banda, Wish, cantaba al final de este: «Por favor, dejad de amarme, / por favor, dejad de amarme, / no soy ninguna de esas cosas».
Antes citábamos a Prince: es un artista con el que se le enfrentó, en ese absurdo juego de enfrentar a músicos entre los que, en muchos casos, hay vínculos de amistad y/o respeto; así Beatles y Rolling. Prince era el rostro adulto para el nuevo funk, la versión sofisticada; y, hasta cierto punto, un individuo más normal. Pero años más tarde, ay, Prince renunciaba a este nombre para adoptar, como tal, un símbolo impronunciable. En él jugaba a fundir los símbolos de hombre y mujer, con esa androginia que caracterizó a muchos artistas de los ochenta, quizás en herencia de David Bowie. Como decía el Evangelio apócrifo de Judás Tomás el Gemelo: «Que la mujer se haga hombre y la mujer hombre». Una androginia y una rareza que Prince mantuvo a unos niveles manejables, y acompañados de un nivel musical altísimo —«los ochenta pertenecen a Prince», sentenció Bowie—.
Pero Prince, sí, acabó tornándose raro también. Pasada la tormenta, su estado de ánimo, como suele suceder en los artistas a ciertos —estratosféricos— niveles, se convierte en noticia tanto o más que su música. De su última actuación en el Festival de Jazz de Montreux, así, en el diario El País se podía leer hace bien poco: «Prince, aparentemente feliz y distendido...» (6). La descripción y valoración del concierto es altamente positiva, y ocupa la mayor parte del artículo; pero el periodista no puede resistirse a anotar, así de escueta y brevemente, sus impresiones sobre su estado de ánimo. Y es que los músicos parecen moverse en una dimensión donde el infierno y el éxtasis, el cielo y la locura, caminan de la mano.
Un rostro, sí. Acudamos al Mil mesetas de Gilles Deleuze, al capítulo titulado ‘Año cero-Rostridad’: «Un rostro es algo muy singular: sistema pared blanca-agujero negro. Ancho rostro de mejillas blancas, rostro de tiza perforado por unos ojos como agujero negro. Cabeza de clown, clown blanco, pierrot lunar, ángel de la muerte, santo sudario».
Y continúa: «El rostro no es una envoltura exterior al que habla, piensa o percibe» (4). Pero en Michael Jackson, todo se concentra en ese rostro, más blanco cada vez, más liso y sin aristas, a excepción de una nariz que para desaparecer se hace pico, remate para un rostro animé, que es decir de dibujo animado japonés; así como unos pómulos que marcan su ascesis alimenticia, que es decir su anorexia: lo que antes fue funk ha devenido mística de cámara de oxígeno nocturno.
Como, digamos, la versión superficial y falsamente Disney de El hombre que cayó a la Tierra que interpretó Bowie en la película de Nicholas Roeg en los setenta: de extraterrestre a multimillonario, contemplando perplejo cientos de pantallas de televisor a la vez. Pero en la de Jacko ningún canal retransmite la realidad, para el antiguo extraterrestre: sólo dibujos animados y travellings irreales, con cámara subjetiva, de montañas rusas subiendo y bajando, bajando y subiendo. Una y otra vez.
«Cabeza de clown, clown blanco, pierrot lunar», escribía Deleuze. El rostro de Jacko cada vez más blanco, y libre de agujeros; mientras la sombra y el agujero se extiende al resto de la superficie que no es rostro en Jackson. Sombras y más sombras mientras el rostro de Jackson sonríe perplejo: infantil y divertido, y después perplejo otra vez. Sigamos con Deleuze, en el mismo capítulo y unas líneas más adelante: «Un niño, una mujer, una madre de familia, un hombre, un padre, un jefe, un profesor, un policía, no hablan una lengua en general, hablan una lengua cuyos rasgos significantes se ajustan a los rasgos de rostridad específicos». Jacko eligió lo inespecífico. Habló una lengua general y por ello, progresivamente, más vacía. Y más válida para millones de personas, que es decir de fans. «Los rostros no son en principio individuales, defienden zonas de frecuencia o de probabilidad, delimitan un campo que neutraliza de antemano las expresiones las expresiones y conexiones rebeldes a las significaciones dominantes». Jacko eligió sus propias zonas de frecuencia o probabilidad: unos rasgos de Liz Taylor aquí, unas significaciones de Peter Pan allá: ya nunca más rebelde, crecido para siempre. «De igual modo, la forma de la subjetividad, conciencia o pasión, quedaría absolutamente vacía si los rostros no constituyesen espacios de resonancia que seleccionan lo real mental o percibido, adecuándolo previamente a una realidad dominante. El rostro es redundancia».
«El rostro construye la pared que necesita el significante para rebotar, constituye la pared del significante, el marco o la pantalla. El rostro labra el agujero que necesita la subjetivización para manifestarse; constituye el agujero negro de la subjetividad como conciencia o pasión, la cámara, el tercer ojo» (5).
Comienzan los ochenta, toda la vieja guardia rockera setentera va a alumbrar en estos años sus peores discos. Es el momento de otros artistas. Artistas como Prince o Michael Jackson. Sólo cuando estos comiencen a declinar en su producción discográfica, en los noventa, observaremos una curiosa reacción de compensación en la que esa vieja guardia volverá sacar discos importantes.
Es el momento, para Michael Jackson, de su disco de grandes éxitos. Más megalomanía, en imparable bucle: ¿qué otro artista saca un disco de grandes éxitos al que titula History, Su historia? Y la tercera persona en cursiva se torna mayestática en la estatua de la portada. Caen las estatuas del pasado, las reales. Se erigen las ficticias. He aquí el simulacro.
Con traje militar. De charreteras. Porque es un Jimi Hendrix. Libre de drogas. Ilegales. Gafas de sol de dictador sexagenario. La vieja Prusia revive en este rey. Y Tom y Jerry pueden ser sus generales.
Las gafas no. No en la portada de ese disco. No para el Jacko gigantesco. Solo para las fotos al Jacko diminuto.
También, más tarde, mascarilla.
Es la necesidad del mito que sentimos las personas reales. Pero, ¿qué necesita el mito para seguir siendo real, más allá de una máscara?
En 1992, en plena era Kurt Cobain, un ídolo de los ochenta, Robert Smith, que aún resistía y sacaba con su grupo The Cure el para algunos último buen disco de la banda, Wish, cantaba al final de este: «Por favor, dejad de amarme, / por favor, dejad de amarme, / no soy ninguna de esas cosas».
Antes citábamos a Prince: es un artista con el que se le enfrentó, en ese absurdo juego de enfrentar a músicos entre los que, en muchos casos, hay vínculos de amistad y/o respeto; así Beatles y Rolling. Prince era el rostro adulto para el nuevo funk, la versión sofisticada; y, hasta cierto punto, un individuo más normal. Pero años más tarde, ay, Prince renunciaba a este nombre para adoptar, como tal, un símbolo impronunciable. En él jugaba a fundir los símbolos de hombre y mujer, con esa androginia que caracterizó a muchos artistas de los ochenta, quizás en herencia de David Bowie. Como decía el Evangelio apócrifo de Judás Tomás el Gemelo: «Que la mujer se haga hombre y la mujer hombre». Una androginia y una rareza que Prince mantuvo a unos niveles manejables, y acompañados de un nivel musical altísimo —«los ochenta pertenecen a Prince», sentenció Bowie—.
Pero Prince, sí, acabó tornándose raro también. Pasada la tormenta, su estado de ánimo, como suele suceder en los artistas a ciertos —estratosféricos— niveles, se convierte en noticia tanto o más que su música. De su última actuación en el Festival de Jazz de Montreux, así, en el diario El País se podía leer hace bien poco: «Prince, aparentemente feliz y distendido...» (6). La descripción y valoración del concierto es altamente positiva, y ocupa la mayor parte del artículo; pero el periodista no puede resistirse a anotar, así de escueta y brevemente, sus impresiones sobre su estado de ánimo. Y es que los músicos parecen moverse en una dimensión donde el infierno y el éxtasis, el cielo y la locura, caminan de la mano.
Citábamos a Prince. Al leer la crítica del disco Thriller que mencionábamos antes, el crítico reprochaba al disco no ser el 1999 —disco de Prince de 1983— de Michael Jackson. Yo sólo reprocharía al crítico de Rolling Stone que afease la contribución de Vincent Price, en forma de recitado, para la canción que da título al disco.
Prince anunciaba el fin del mundo para 1999, y animaba a su chica, en la canción, a salir de fiesta como si fuese la Nochevieja de 1999. Bowie abría su también seminal Ziggy Stardust (1972) cifrando un plazo de cinco años para el final de todo —en todo caso, el de la juventud de su(s) personaje(s)—. The Cure abría su Pornography (1982) y contribuía a darle forma a la depresión de la era afterpunk, repitiendo de forma misteriosa y apocalíptica un estribillo en torno a una era de cien años de oscuridad y sufrimiento. Michael Jackson, frente a ellos, vive en un presente eterno, su infancia eterna, y sus letras, curiosamente, son de las menos delirantes que puedan escucharse, si no aceptamos la ingenuidad naíf como delirio.
Y cuando el delirio, lo que cualquier adulto puede entender como delirio, se hace ingobernable en todo aquello que le rodea —no en las letras, no en las metáforas, sino en la realidad—, él canta:
Estoy cansado de que cuentes
la historia a tu manera
porque provoca confusión,
aunque tú piensas que es perfecto así.
Cambias las reglas una y otra vez
mientras yo trato de seguir jugando;
solo deja de presionarme,
deja de presionarme
porque me vas a hacer gritar.
‘Scream’
‘Leave me alone’, ‘Scream’. Creo que son las dos canciones que más me gustan de él. Curiosamente, son algo similar a caras B. La primera de forma directa, la segunda como corte inédito y añadido a sus grandes éxitos de History. Acaso en esas caras B es donde su cara revela realidad. Metáforas perfectas. El parque de atracciones en ‘Leave me alone’. Y la nave espacial en ‘Scream’: reclusión a dos mil años luz lejos de casa: como en el disco psicodélico de los Rolling Stones, pero con una película animé en puesto del grimorio jaggerianio. Su hermana Janet —¿homenaje/guiño a su pasado familiar y también reconciliación, con condiciones, con él?— queda incluida en la reclusión de ingravidez; ambos juegan a una suerte de paddle saltarín, montaña rusa animé donde ambos se tornan, como en la película proyectada en las paredes de plata o de platino de su nave/cárcel, eternos niños japoneses.
Ahora quiere gritar.
‘Scream’ como epílogo y resumen de la era Dangerous. ‘Leave me alone’ como epílogo y resumen de la era Bad:
Así que déjame solo,
déjame solo
y deja de acosarme y perseguirme.
‘Leave me alone’
Es fácil hacer leña del árbol caído, más si ese árbol es una secuoya; que toca con sus ramas más altas las estrellas, y cuyas raíces hace años no se hunden en la tierra. Un niño acusó de abusos sexuales a Michael Jackson y sería el momento más bajo de la vida del artista. Años más tarde, el niño declara haber mentido inducido por su padre. A los pocos días de morir Jackson, el periodista chileno que trató de hacer fortuna y alcanzar notoriedad escribiendo un libro sobre las primeras declaraciones de ese chico —que no sobre las segundas— tiene una nueva teoría. Y es invitado al programa de televisión Dónde estás corazón. María Patiño se lo come con patatas. A su inmisericorde forma acostumbrada. La periodista podría haber recitado justo después el adagio clásico de Lobezno: «Soy el mejor en lo que hago. Pero lo que hago no es agradable». Por una vez, me alegro de haberme quedado viendo DEC un viernes noche, tras cenar fuera.
Jonathan Jones entrevista al artista Jeff Koons un día, y esa noche se entera de la muerte de Michael Jackson. Al día siguiente pregunta a Koons por él y Koons responde: «Hemos perdido a un gran artista». Leo en la misma entrevista que el crítico Robert Hugues arremetió contra Koons diciendo que éste «se había sugestionado a sí mismo hasta convencerse de que era un Bernini de nuestra época». «Por su gran percepción para las patologías de nuestra época, tal vez sea un moralista en secreto», afirma Jonathan Jones de Jeff Koons, aquel artista cuyas obras más famosas sean acaso sus fotografías y videos pornográficos con su pareja de entonces, (la) Cicciolina. Koons también modeló en escultura a Michael Jackson, nos recuerda el entrevistador, «no como el cantante y bailarín que todos queremos recordar» sino «con su rostro blanco y abrazado a su chimpancé» (7).
Prince anunciaba el fin del mundo para 1999, y animaba a su chica, en la canción, a salir de fiesta como si fuese la Nochevieja de 1999. Bowie abría su también seminal Ziggy Stardust (1972) cifrando un plazo de cinco años para el final de todo —en todo caso, el de la juventud de su(s) personaje(s)—. The Cure abría su Pornography (1982) y contribuía a darle forma a la depresión de la era afterpunk, repitiendo de forma misteriosa y apocalíptica un estribillo en torno a una era de cien años de oscuridad y sufrimiento. Michael Jackson, frente a ellos, vive en un presente eterno, su infancia eterna, y sus letras, curiosamente, son de las menos delirantes que puedan escucharse, si no aceptamos la ingenuidad naíf como delirio.
Y cuando el delirio, lo que cualquier adulto puede entender como delirio, se hace ingobernable en todo aquello que le rodea —no en las letras, no en las metáforas, sino en la realidad—, él canta:
Estoy cansado de que cuentes
la historia a tu manera
porque provoca confusión,
aunque tú piensas que es perfecto así.
Cambias las reglas una y otra vez
mientras yo trato de seguir jugando;
solo deja de presionarme,
deja de presionarme
porque me vas a hacer gritar.
‘Scream’
‘Leave me alone’, ‘Scream’. Creo que son las dos canciones que más me gustan de él. Curiosamente, son algo similar a caras B. La primera de forma directa, la segunda como corte inédito y añadido a sus grandes éxitos de History. Acaso en esas caras B es donde su cara revela realidad. Metáforas perfectas. El parque de atracciones en ‘Leave me alone’. Y la nave espacial en ‘Scream’: reclusión a dos mil años luz lejos de casa: como en el disco psicodélico de los Rolling Stones, pero con una película animé en puesto del grimorio jaggerianio. Su hermana Janet —¿homenaje/guiño a su pasado familiar y también reconciliación, con condiciones, con él?— queda incluida en la reclusión de ingravidez; ambos juegan a una suerte de paddle saltarín, montaña rusa animé donde ambos se tornan, como en la película proyectada en las paredes de plata o de platino de su nave/cárcel, eternos niños japoneses.
Ahora quiere gritar.
‘Scream’ como epílogo y resumen de la era Dangerous. ‘Leave me alone’ como epílogo y resumen de la era Bad:
Así que déjame solo,
déjame solo
y deja de acosarme y perseguirme.
‘Leave me alone’
Es fácil hacer leña del árbol caído, más si ese árbol es una secuoya; que toca con sus ramas más altas las estrellas, y cuyas raíces hace años no se hunden en la tierra. Un niño acusó de abusos sexuales a Michael Jackson y sería el momento más bajo de la vida del artista. Años más tarde, el niño declara haber mentido inducido por su padre. A los pocos días de morir Jackson, el periodista chileno que trató de hacer fortuna y alcanzar notoriedad escribiendo un libro sobre las primeras declaraciones de ese chico —que no sobre las segundas— tiene una nueva teoría. Y es invitado al programa de televisión Dónde estás corazón. María Patiño se lo come con patatas. A su inmisericorde forma acostumbrada. La periodista podría haber recitado justo después el adagio clásico de Lobezno: «Soy el mejor en lo que hago. Pero lo que hago no es agradable». Por una vez, me alegro de haberme quedado viendo DEC un viernes noche, tras cenar fuera.
Jonathan Jones entrevista al artista Jeff Koons un día, y esa noche se entera de la muerte de Michael Jackson. Al día siguiente pregunta a Koons por él y Koons responde: «Hemos perdido a un gran artista». Leo en la misma entrevista que el crítico Robert Hugues arremetió contra Koons diciendo que éste «se había sugestionado a sí mismo hasta convencerse de que era un Bernini de nuestra época». «Por su gran percepción para las patologías de nuestra época, tal vez sea un moralista en secreto», afirma Jonathan Jones de Jeff Koons, aquel artista cuyas obras más famosas sean acaso sus fotografías y videos pornográficos con su pareja de entonces, (la) Cicciolina. Koons también modeló en escultura a Michael Jackson, nos recuerda el entrevistador, «no como el cantante y bailarín que todos queremos recordar» sino «con su rostro blanco y abrazado a su chimpancé» (7).
Roland Barthes, en Mitologías, acude al mito para añadir un tercer vértice a la oposición de significado y significante. Es un tercer vértice que ya está implícito en los otros dos, pues se trata del signo: el signo se descompone en significante y significado; y solo a través del mito, nos dice Barthes, significante y significado vuelven a reunirse para ofrecer un nuevo signo: el viejo, que es nuevo. Emocionante, peligroso y finalmente, en una suerte de síntesis, indestructible.
Es el mito como segunda lengua, continúa Barthes, en la cual se habla todavía de la primera. Pero nosotros, al analizar el mito, ya solo atenderemos a esta segunda lengua, tendremos que «conocer solo el término total o signo global y únicamente en la medida en que este término se preste al mito» (8).
Y mientras los semiólogos se inclinen sobre el mito “Michael Jackson” para descifrarlo como un egiptólogo se inclina sobre los jeroglíficos de catacumbas olvidadas, Michael Jackson bailará ya para siempre en la corte del faraón, con las pirámides de fondo y huyendo de la guardia real.
No vengas a amarme,
no vengas a suplicarme,
pedirme, mendigarme.
Te amo:
no lo quiero
ni lo necesito.
‘Leave me alone’
Es el mito como segunda lengua, continúa Barthes, en la cual se habla todavía de la primera. Pero nosotros, al analizar el mito, ya solo atenderemos a esta segunda lengua, tendremos que «conocer solo el término total o signo global y únicamente en la medida en que este término se preste al mito» (8).
Y mientras los semiólogos se inclinen sobre el mito “Michael Jackson” para descifrarlo como un egiptólogo se inclina sobre los jeroglíficos de catacumbas olvidadas, Michael Jackson bailará ya para siempre en la corte del faraón, con las pirámides de fondo y huyendo de la guardia real.
No vengas a amarme,
no vengas a suplicarme,
pedirme, mendigarme.
Te amo:
no lo quiero
ni lo necesito.
‘Leave me alone’
(1) El rincón de Alvy Singer, http://elrinconalvysinger.blogspot.com/2009/06/el-artista-pop-como-parque-tematico.html
(2) Martin Bashir, Living with Michael Jackson, Granada Television, 2003.
(3) Escenas basadas en las imágenes del documental de Bashir.
(4) Gilles Deleuze, Mil mesetas, Pre-Textos, Valencia, 2004, p. 173.
(5) Op. cit., p. 174.
(6) R. Carrizo Couto, “Prince levanta pasiones en Montreux”, El País, 20-7-09.
(7) Jonathan Jones, “Jeff Koons: del sexo con la Cicciolina a obras infantiles como mensajes a su hijo”, en Ñ. Revista de cultura, trad. de Ofelia Castillo, © Guardian News & Media 2009 y Clarín, http://www.revistaenie.clarin.com/notas/2009/07/14/_-01957634.htm
(8) Roland Barthes, Mitologías, Siglo XXI, Madrid, 2005, p. 206.
(2) Martin Bashir, Living with Michael Jackson, Granada Television, 2003.
(3) Escenas basadas en las imágenes del documental de Bashir.
(4) Gilles Deleuze, Mil mesetas, Pre-Textos, Valencia, 2004, p. 173.
(5) Op. cit., p. 174.
(6) R. Carrizo Couto, “Prince levanta pasiones en Montreux”, El País, 20-7-09.
(7) Jonathan Jones, “Jeff Koons: del sexo con la Cicciolina a obras infantiles como mensajes a su hijo”, en Ñ. Revista de cultura, trad. de Ofelia Castillo, © Guardian News & Media 2009 y Clarín, http://www.revistaenie.clarin.com/notas/2009/07/14/_-01957634.htm
(8) Roland Barthes, Mitologías, Siglo XXI, Madrid, 2005, p. 206.
[Artículo publicado originalmente en el número 24 (2009) de El coloquio de los perros].
A Agustín Martínez, psicopompo espongil o, más pomposa (-mente): espongiforme psicopompo
¿QUIÉN SE HA LLEVADO MI QUESO (Y HA PUESTO ESTA ESPONJA EN SU LUGAR)?
Bob Esponja y Patricio se enfrentan con el muro psíquico de energía. Suenan Flaming Lips, pero quien vuelva a tratar de mezclar a Syd Barrett con Walt Disney se las verá con nosotros.
A nosotros, que nos da igual Umberto Eco y su apología de la narración post-Disney y paramédica —de medio, y no de género: ¿es que no ves el marco, &/%$”?¿!!&!?—, véase su Apocalípticos e integrados a través de su reevaluación de los Peanuts de Charles M. Schulz como lírica —y esto nos encanta— o de Supermán como... Espera: ¿Supermán? ¿SUPERMÁN? Vale, se lo perdonamos, pero no le perdonamos su apocalipticismo con respecto a la desaparición del libro impreso. Porque tus libros, amable lector, duermen su sueño de los justos en tu mesita de noche mientras tú lees esto aquí, en la pantalla-que-colinda-con-el-mundo, y no te has equivocado de lugar: estás donde las cosas están sucediendo. El siglo XXI es el siglo de la imagen, quizás el de una narrativa —por empezar a ceñirnos al tema— de «lo que llama Foucault [...] un lenguaje sin apoyo, es decir, uno que rehúsa en principio, si no de hecho, articularse en una sintaxis de la razón» (1). Claro que este pánico por el fin de la escritura (¡!) y el advenimiento totalitarista (¡!) de la imagen no sólo no es nuevo, sino que antecede en décadas al miedo al e-reader feroz. Mientras tanto, de unos años a esta parte se ha vivido un auge de esa novela gráfica que no deja de ser prácticamente el cómic de siempre, pero que si denominado de esa forma sirve para vender más... de eso, pues bienvenida sea la reformulación. ¿Adónde nos llevará todo esto?, se podría preguntar el nuevo apoca(do)líptico, y nosotros, que nacimos en los sesenta y los setenta, podríamos volver una vez más a los sesenta y los setenta para preguntarnos con Derrida: «¿Y si el Libro no fuese mas que una época, en todos los sentidos de la palabra, del ser (época que toca a su fin, y que dejaría ver el Ser en los resplandores de su agonía o el relajamiento de su estrechez, y que, como una última enfermedad, como la hipermnesia habladora y tenaz de ciertos moribundos, multiplicaría los libros sobre el libro muerto)? ¿Si la forma del libro no tuviese que ser ya el modelo del sentido?» (2).
Porque «el error que comete la mayoría de la gente es prestar atención a las cosas equivocadas», afirma un personaje, precisamente en un tebeo, Asterios Polyp de David Mazzucchelli, que asume y resiste perfectamente la denominación de novela gráfica: tiene aires eisnerianos —digamos un Eisner con acabados The New Yorker—, y Will Eisner fue uno de los probables primeros defensores de tal denominación para su trabajo; novela gráfica donde encontramos enunciada —y dibujada— esa necesidad de unir ambas disciplinas: «Mira», dice Ursula Major a Asterios, el protagonista, en un picnic junto a un cráter gigantesco, «los hombres están tan fuera de contacto con lo que está pasando alrededor de ellos que tienen que inventar palabras». La esotérica Ursula acaba citando, sin saberlo, a Wittgenstein cuando remata: «Sencillamente ignora lo que dicen y fíjate en lo que hacen» (3).
A nosotros, que nos da igual Umberto Eco y su apología de la narración post-Disney y paramédica —de medio, y no de género: ¿es que no ves el marco, &/%$”?¿!!&!?—, véase su Apocalípticos e integrados a través de su reevaluación de los Peanuts de Charles M. Schulz como lírica —y esto nos encanta— o de Supermán como... Espera: ¿Supermán? ¿SUPERMÁN? Vale, se lo perdonamos, pero no le perdonamos su apocalipticismo con respecto a la desaparición del libro impreso. Porque tus libros, amable lector, duermen su sueño de los justos en tu mesita de noche mientras tú lees esto aquí, en la pantalla-que-colinda-con-el-mundo, y no te has equivocado de lugar: estás donde las cosas están sucediendo. El siglo XXI es el siglo de la imagen, quizás el de una narrativa —por empezar a ceñirnos al tema— de «lo que llama Foucault [...] un lenguaje sin apoyo, es decir, uno que rehúsa en principio, si no de hecho, articularse en una sintaxis de la razón» (1). Claro que este pánico por el fin de la escritura (¡!) y el advenimiento totalitarista (¡!) de la imagen no sólo no es nuevo, sino que antecede en décadas al miedo al e-reader feroz. Mientras tanto, de unos años a esta parte se ha vivido un auge de esa novela gráfica que no deja de ser prácticamente el cómic de siempre, pero que si denominado de esa forma sirve para vender más... de eso, pues bienvenida sea la reformulación. ¿Adónde nos llevará todo esto?, se podría preguntar el nuevo apoca(do)líptico, y nosotros, que nacimos en los sesenta y los setenta, podríamos volver una vez más a los sesenta y los setenta para preguntarnos con Derrida: «¿Y si el Libro no fuese mas que una época, en todos los sentidos de la palabra, del ser (época que toca a su fin, y que dejaría ver el Ser en los resplandores de su agonía o el relajamiento de su estrechez, y que, como una última enfermedad, como la hipermnesia habladora y tenaz de ciertos moribundos, multiplicaría los libros sobre el libro muerto)? ¿Si la forma del libro no tuviese que ser ya el modelo del sentido?» (2).
Porque «el error que comete la mayoría de la gente es prestar atención a las cosas equivocadas», afirma un personaje, precisamente en un tebeo, Asterios Polyp de David Mazzucchelli, que asume y resiste perfectamente la denominación de novela gráfica: tiene aires eisnerianos —digamos un Eisner con acabados The New Yorker—, y Will Eisner fue uno de los probables primeros defensores de tal denominación para su trabajo; novela gráfica donde encontramos enunciada —y dibujada— esa necesidad de unir ambas disciplinas: «Mira», dice Ursula Major a Asterios, el protagonista, en un picnic junto a un cráter gigantesco, «los hombres están tan fuera de contacto con lo que está pasando alrededor de ellos que tienen que inventar palabras». La esotérica Ursula acaba citando, sin saberlo, a Wittgenstein cuando remata: «Sencillamente ignora lo que dicen y fíjate en lo que hacen» (3).
TALLER DE ESQUIZOANÁLISIS E HIPERCOMPARACIÓN. HOY: JACQUES DERRIDA
(O “QUÉ VA, QUÉ VA, YO LEO A DERRIDA”)
(O “QUÉ VA, QUÉ VA, YO LEO A DERRIDA”)
Gilles Deleuze y Felix Guattari rompen el círculo vicioso del ser y la náusea existencialista mediante el «puestos a ser, ¿por qué no una pantera rosa?». Foucault dijo que el siglo XXI sería deleuziano, ¿cómo no iba a serlo, si los que lo han visto llegar pasaron su infancia viendo a Bugs Bunny y otros clásicos del cartoon, el cartoon loco? Bob Esponja es la continuación natural de ese género, dentro del medio de la animación, del cartoon loco: el devenir loco continúa. El mundo de Bob Esponja, para empezar, es un mundo bajo el agua donde hay agua. «Como siempre, la disensión es interna. El afuera (es) el adentro» (4). Dentro de un mundo de agua hay otro mundo paralelo, donde puede haber agua o no. «El concepto de locura se corresponde con todo lo que puede situarse bajo el titulo de negatividad» (5). Son mundos simétricos, el que hay bajo el agua y sobre tierra. «Que la oposición de la razón y de su otro sea de simetría» (6). Pensamiento y lenguaje: negatividad, volverse loco para no estar loco (7) y, bajo el mar, abrir el agua de la ducha (8).
«Como se dejaba circular a los locos en la ciudad medieval» (9). Igual que el agitarse de continuo y sin medida de los personajes de Tex Avery: «La revolución contra la razón tiene, pues, siempre la extensión limitada de lo que se llama, precisamente en el lenguaje del ministerio del interior, una agitación» (10). Bugs Bunny y las otras aportaciones de la Warner, privilegiadamente las de Tex Avery, a la animación del siglo XX, son una celebración de la anarquía loca. Los Picapiedra y otros ejemplos de Hannah Barbera se hallan en el otro extremo: el conservadurismo loco o, al menos, el reflejo de esa sociedad conservadora: «¡Vilmaaaaa!», y Vilma acude solícita a atender a su maridito (11) —«Jose Jones [...] tiene amigos como Paco Picopiedra», proclamaban esos locos de The Pixies en el disco Soy tu hombre: porque se trata, no lo duden, amigos, de hacer amigos—, de ahí el plural mayextático [sic] que empleamos en este trabajo: buscamos que (lo) afirmen con nosotros.
Dentro de este «intercambio perpetuo» esta «oscura razón común» (12), Bob Esponja es el justo punto medio. «Parapeto (garde-fou)» (13). «Puestos a ser, ¿por qué no una pantera rosa?», citábamos. Bueno, ahí está el caracol de Bob que, puestos a ser, por qué no un gato: por lo que se ve, es un caracol; pero no por lo que hace: maúlla como un gato, ronronea como un gato, tiene un comedero de gato, salta y juega igual que un gato, se restriega en las piernas de su amo igual que un gato, araña igual que un gato.
Luego, quod erat demonstrandum, el caracol es un gato.
«Como se dejaba circular a los locos en la ciudad medieval» (9). Igual que el agitarse de continuo y sin medida de los personajes de Tex Avery: «La revolución contra la razón tiene, pues, siempre la extensión limitada de lo que se llama, precisamente en el lenguaje del ministerio del interior, una agitación» (10). Bugs Bunny y las otras aportaciones de la Warner, privilegiadamente las de Tex Avery, a la animación del siglo XX, son una celebración de la anarquía loca. Los Picapiedra y otros ejemplos de Hannah Barbera se hallan en el otro extremo: el conservadurismo loco o, al menos, el reflejo de esa sociedad conservadora: «¡Vilmaaaaa!», y Vilma acude solícita a atender a su maridito (11) —«Jose Jones [...] tiene amigos como Paco Picopiedra», proclamaban esos locos de The Pixies en el disco Soy tu hombre: porque se trata, no lo duden, amigos, de hacer amigos—, de ahí el plural mayextático [sic] que empleamos en este trabajo: buscamos que (lo) afirmen con nosotros.
Dentro de este «intercambio perpetuo» esta «oscura razón común» (12), Bob Esponja es el justo punto medio. «Parapeto (garde-fou)» (13). «Puestos a ser, ¿por qué no una pantera rosa?», citábamos. Bueno, ahí está el caracol de Bob que, puestos a ser, por qué no un gato: por lo que se ve, es un caracol; pero no por lo que hace: maúlla como un gato, ronronea como un gato, tiene un comedero de gato, salta y juega igual que un gato, se restriega en las piernas de su amo igual que un gato, araña igual que un gato.
Luego, quod erat demonstrandum, el caracol es un gato.
¡ESTOY LISTO! ¡ESTOY LISTO! ¡ESTOY LISTO!
«¡Estoy listo! ¡Estoy listo! ¡Estoy listo!», exclama Bob Esponja cada mañana al despertar, conjurando de tal forma todo el optimismo que necesita para comenzar su nuevo día. Y se encamina al Cangre Burger, donde le aguarda su bienamada plancha para hacer cangreburgers, su tiránico jefe y su salario diario de un dólar. Se encamina hacia allí con felicidad, porque ama también su trabajo. Y, en un nuevo mantra optimizador del optimismo, recita y repite alegremente: «¡Un día, un dólar! ¡Un día, un dólar! ¡Un día, un dólar!».
Los Simpson inauguran los dibujos para toda la familia, pero descubriendo el filón de los dibujos para adultos, filón en el que ahondan ejemplos posteriores como Padre de familia, que radicalizan los planteamientos postmodernos de intertextualidad ya existentes en Los Simpson --que están, en menor medida y con menor protagonismo, en otras producciones como Vaca y pollo (14)—: entre ambas series, de cualquier forma, podría ser reconstruido un mapa bastante exacto de la cultura popular entre siècle y de este siglo ya entrado, así como buena parte de la high culture que la cultura popular, esponja omnímoda, absorbe y refleja, muchas veces en reflejo de un espejo justamente deformante. Pues estos planteamientos postmodernos también incluyen, claro, la ironía: una ironía salvaje, ofensiva y nihilista en Padre de familia que, aunque con una grosería elevada varios exponenciales sobre la de Los Simpson, no puede hacernos olvidar la salvaje sátira que de nuestros mecanismos sociales ofrecían y siguen ofreciendo Los Simpson, una sátira acaso más funcional por cuanto el producto de Matt Groening juega con unos modos más mayoritariamente asimilables.
Bob Esponja Pantalones Cuadrados juega a esa baza de forma aún más radical, conectando con la raíz del cartoon loco, en principio para niños, pero que nos deja a padres, tíos y demás familia sentados junto a nuestros retoños: pegados y perplejos, fascinados, frente al televisor. Se nos podría afear que añadiésemos una conexión con el adjetivo loco y el término dionisíaco, pero es que Bob vive, y así se nos recuerda desde la primera frase de la canción de cabecera, «en una piña debajo del mar» y recordamos, acto seguido, pero casi como un paréntesis que más bien debería ir en nota a pie de página, así que allí seguimos (15).
No hace mucho se difundía la noticia de que Hugo Chávez condenó a Los Simpson a una franja horaria adulta en Venezuela. La franja en la que, por ejemplo, comenzó a emitirse en España hace casi veinte años. ¿Son un buen ejemplo Los Simpson? «Es un ejemplo a título de muestra, no a título de modelo», dice Derrida, y a la hora de abordar la exclusión de la locura por parte de la razón, tras la Edad Media, el mismo autor habla, a continuación, del «problema de su ejemplaridad. ¿Se trata de un “buen ejemplo”, de un ejemplo revelador privilegiadamente?» (16).
Recordamos que el cómic, como lo será en breve su hermana la animación en las salas cinematográficas, es introducido en los periódicos de forma masiva —en la era en que los magnates William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer se disputaban autores, tanto periodistas como dibujantes, para sus emporios de papel— pensando en dos targets: la infancia y, algo que a veces se olvida, los inmigrantes. Tampoco hay que olvidar el temprano vínculo que ciertos autores de estos tebeos de las primeras décadas del siglo XX mantenían con las vanguardias que despertaban y se desarrollaban en Europa: el ejemplo sobresaliente es George Herriman, cuyo Krazy Kat comienza a publicarse en 1913, y cuenta con un importante precedente de 1906 en Lyonel Feininger, que en su faceta pictórica se acercó a los planteamientos expresionistas y fue también profesor de la Bauhaus; precisamente en un artículo sobre Feininger, y analizando las quejas que hacia los cómics en general formulaban «líderes religiosos, reformadores sociales y educadores», Brian Walker afirma que «los niños amaban los cómics por la misma razón por la que los adultos sofisticados los detestaban: porque los cómics celebraban la anarquía, la rebelión y el triunfo de los desvalidos» (17).
Después podríamos añadir unos apuntes intempestivos para un debate (que no nos importa, a estas alturas) sobre si la animación-tebeo puede ser para adultos o debe quedar restringido para los niños: Yoshihiro Tatsumi fue, en la industria del manga, pionero a la hora de producir obras pensando en el público adulto. Todos los problemas que tuvo para ello los ha narrado en Una vida errante, apuntes autobiográficos en forma, claro, de manga. Sr. Ausente, autor de uno de los blogs más completos sobre, en sus propias palabras, «Subcultura pOp de derribo, a colores y en espectacular formato tohoscope», cita del Libro Blanco sobre la situación del manga, publicado por el Sindicato del Libro de Yamanashi en 1959: «Las páginas en las que el texto ocupe menos de una tercera parte también deberán ser consideradas como lectura perniciosa»; y aclara a continuación que «la cita está sacada del segundo volumen de Una vida errante de Yoshihiro Tatsumi, autobiografía de sus primeros años como autor de cómic e impulsor del gekiga (manga adulto). En el momento en el que el manga se alejaba de la historieta infantil, fue perseguido y criticado; afortunadamente no al mismo nivel que en EEUU. Llama mi atención de la frase destacada que no son sólo las historias que se narran lo que resulta pernicioso, sino el medio en sí, su gramática: a menor apoyo en texto y mayor narrativa gráfica, el cómic resulta una lectura peligrosa. Puede parecer una enajenación, pero leído al revés resulta bello (18).
Bob Esponja devuelve la animación y su hermosa anarquía, su triunfo de los desvalidos, a quienes les pertenecieron siempre por derecho: a los niños y a todos aquellos que no sienten una nostalgia por aquellos delirantes años 60 y 70 y no sienten, por ejemplo, la necesidad de leer a Derrida o la compulsión de enhebrar once citas suyas —¿necesidad de amortizar (¡un día, un dólar!, ¡un día, un dólar!) su libro de Derrida?— con sus once notas bibliográficas correspondientes.
Pero a esos últimos también. Todos, en definitiva, inmigrantes perpetuos en ese país que pertenece a los niños de todo el planeta, y que se llama futuro.
Los Simpson inauguran los dibujos para toda la familia, pero descubriendo el filón de los dibujos para adultos, filón en el que ahondan ejemplos posteriores como Padre de familia, que radicalizan los planteamientos postmodernos de intertextualidad ya existentes en Los Simpson --que están, en menor medida y con menor protagonismo, en otras producciones como Vaca y pollo (14)—: entre ambas series, de cualquier forma, podría ser reconstruido un mapa bastante exacto de la cultura popular entre siècle y de este siglo ya entrado, así como buena parte de la high culture que la cultura popular, esponja omnímoda, absorbe y refleja, muchas veces en reflejo de un espejo justamente deformante. Pues estos planteamientos postmodernos también incluyen, claro, la ironía: una ironía salvaje, ofensiva y nihilista en Padre de familia que, aunque con una grosería elevada varios exponenciales sobre la de Los Simpson, no puede hacernos olvidar la salvaje sátira que de nuestros mecanismos sociales ofrecían y siguen ofreciendo Los Simpson, una sátira acaso más funcional por cuanto el producto de Matt Groening juega con unos modos más mayoritariamente asimilables.
Bob Esponja Pantalones Cuadrados juega a esa baza de forma aún más radical, conectando con la raíz del cartoon loco, en principio para niños, pero que nos deja a padres, tíos y demás familia sentados junto a nuestros retoños: pegados y perplejos, fascinados, frente al televisor. Se nos podría afear que añadiésemos una conexión con el adjetivo loco y el término dionisíaco, pero es que Bob vive, y así se nos recuerda desde la primera frase de la canción de cabecera, «en una piña debajo del mar» y recordamos, acto seguido, pero casi como un paréntesis que más bien debería ir en nota a pie de página, así que allí seguimos (15).
No hace mucho se difundía la noticia de que Hugo Chávez condenó a Los Simpson a una franja horaria adulta en Venezuela. La franja en la que, por ejemplo, comenzó a emitirse en España hace casi veinte años. ¿Son un buen ejemplo Los Simpson? «Es un ejemplo a título de muestra, no a título de modelo», dice Derrida, y a la hora de abordar la exclusión de la locura por parte de la razón, tras la Edad Media, el mismo autor habla, a continuación, del «problema de su ejemplaridad. ¿Se trata de un “buen ejemplo”, de un ejemplo revelador privilegiadamente?» (16).
Recordamos que el cómic, como lo será en breve su hermana la animación en las salas cinematográficas, es introducido en los periódicos de forma masiva —en la era en que los magnates William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer se disputaban autores, tanto periodistas como dibujantes, para sus emporios de papel— pensando en dos targets: la infancia y, algo que a veces se olvida, los inmigrantes. Tampoco hay que olvidar el temprano vínculo que ciertos autores de estos tebeos de las primeras décadas del siglo XX mantenían con las vanguardias que despertaban y se desarrollaban en Europa: el ejemplo sobresaliente es George Herriman, cuyo Krazy Kat comienza a publicarse en 1913, y cuenta con un importante precedente de 1906 en Lyonel Feininger, que en su faceta pictórica se acercó a los planteamientos expresionistas y fue también profesor de la Bauhaus; precisamente en un artículo sobre Feininger, y analizando las quejas que hacia los cómics en general formulaban «líderes religiosos, reformadores sociales y educadores», Brian Walker afirma que «los niños amaban los cómics por la misma razón por la que los adultos sofisticados los detestaban: porque los cómics celebraban la anarquía, la rebelión y el triunfo de los desvalidos» (17).
Después podríamos añadir unos apuntes intempestivos para un debate (que no nos importa, a estas alturas) sobre si la animación-tebeo puede ser para adultos o debe quedar restringido para los niños: Yoshihiro Tatsumi fue, en la industria del manga, pionero a la hora de producir obras pensando en el público adulto. Todos los problemas que tuvo para ello los ha narrado en Una vida errante, apuntes autobiográficos en forma, claro, de manga. Sr. Ausente, autor de uno de los blogs más completos sobre, en sus propias palabras, «Subcultura pOp de derribo, a colores y en espectacular formato tohoscope», cita del Libro Blanco sobre la situación del manga, publicado por el Sindicato del Libro de Yamanashi en 1959: «Las páginas en las que el texto ocupe menos de una tercera parte también deberán ser consideradas como lectura perniciosa»; y aclara a continuación que «la cita está sacada del segundo volumen de Una vida errante de Yoshihiro Tatsumi, autobiografía de sus primeros años como autor de cómic e impulsor del gekiga (manga adulto). En el momento en el que el manga se alejaba de la historieta infantil, fue perseguido y criticado; afortunadamente no al mismo nivel que en EEUU. Llama mi atención de la frase destacada que no son sólo las historias que se narran lo que resulta pernicioso, sino el medio en sí, su gramática: a menor apoyo en texto y mayor narrativa gráfica, el cómic resulta una lectura peligrosa. Puede parecer una enajenación, pero leído al revés resulta bello (18).
Bob Esponja devuelve la animación y su hermosa anarquía, su triunfo de los desvalidos, a quienes les pertenecieron siempre por derecho: a los niños y a todos aquellos que no sienten una nostalgia por aquellos delirantes años 60 y 70 y no sienten, por ejemplo, la necesidad de leer a Derrida o la compulsión de enhebrar once citas suyas —¿necesidad de amortizar (¡un día, un dólar!, ¡un día, un dólar!) su libro de Derrida?— con sus once notas bibliográficas correspondientes.
Pero a esos últimos también. Todos, en definitiva, inmigrantes perpetuos en ese país que pertenece a los niños de todo el planeta, y que se llama futuro.
¡NO PONGAS TUS SUCIAS MANOS SOBRE MI ESTUCHE DE DVD’S DE BOB ESPONJA!
—Otro día, otro céntimo, ¡bwah-ha-ha-ha-ha-ha-ha! Otro día, otro céntimo, ¡bwah-ha-ha-ha-ha-ha!
—Acaba ya, torturador de la risa.
[...]
—Debo intentar dejar de reír para salvar la caja de la risa de la destrucción total.
(De un episodio de Bob Esponja)
—Acaba ya, torturador de la risa.
[...]
—Debo intentar dejar de reír para salvar la caja de la risa de la destrucción total.
(De un episodio de Bob Esponja)
En un artículo publicado en la revista Triunfo en 1980 (‘¡No pongas tus sucias manos sobre Mozart!’, premio César González Ruano al mejor artículo periodístico, después recogido en un libro de título homónimo), Manuel Vicent parodiaba la figura del progresista maduro que soportaba, con un estoicismo progresivamente agrietado, cómo su melenudo hijo se encerraba con sus melenudos amigos en su habitación para fumar porros y escuchar discos de Led Zeppelin a un volumen alto en exceso, a juicio del padre, para esas guitarras y esas voces chillonas.
Pero todo ese estoicismo y sus buenas formas se hacen añicos definitivamente cuando el padre comprueba que el hijo ha salido un instante de la habitación para hacerse con sus discos de Mozart. Ahí termina la paciencia y el buen rollismo del (buen) padre, que por primera vez pone entre paréntesis su bondad y buenas formas para gritar, furibundo, al hijo:
—¡No pongas tus sucias manos sobre Mozart!
Han transcurrido tres décadas desde aquel texto de Vicent. Finalmente, los melenudos porretas han heredado de sus padres los discos de Mozart y, quizás con (menos) suerte, también los libros de Derrida. Arrastrados por la canalla post-estructuralista y sus promesas pan-semióticas, puede que tengan la tentación de analizar los dibujos animados de sus hijos. Y, así, serán esta vez sus (buenos) hijos y no sus (buenos) padres quienes pierdan la paciencia y les griten:
—¡No pongas tus sucias manos sobre mi estuche de dvd’s de Bob Esponja!
A ver qué les dirán a nuestros hijos sus hijos, sus futuros herederos. Esos hijos nuestros, en todo caso, quizá ya no escuchen a Led Zeppelin, quizás sólo a ratos vuelvan, en todo caso, a The Idiot de Iggy Pop: porque su raro sonido —esos raros oficiales de David Bowie y Brian Eno y todos esos raros grupos de krautrock berlineses, por allí cerca, rondando la producción de ese sonido— parece redimir aún —lo raro prestigia, en ocasiones— a ese disco, de cara a la aprobación del (mítico) padre: ¡Fun! We want some, we want some. / All aboard for fun-time.
En un episodio de Bob, ‘Bob go west’, o sea que hace el oeste, y se hace amigo del tonto del pueblo (del oeste). El tonto es Patricio, claro. Y cantan juntos: «Somos amigos idiotaaaas. ¿Qué tenemos tú y yo en común? ¡Que somos idiotaaaas!».
Y más: «¿Quién va a ayudarte a salvar la ciudaaaad? ¡Tu amigo idiotaaaa!».
«Somos aquello que está sucediendo [...] Y atravesamos caminando la ciudad!», cantaba Iggy Pop en ese disco, acompañado por David Bowie, en la canción ‘Nightclubbing’. Pero Patricio y Bob, como los personajes clásicos del cartoon loco, no necesitan esperar a la noche, son rabiosamente diurnos y suceden, por fortuna para todos, para toda la familia, a la luz del día. La risa de Bob es heredera del salvaje optimismo del cartoon clásico y de parte de la contracultura de los 60 y 70 (19); del martillo de Nietzsche (que ausculta y diagnostica cual martillo de médico, según quería de ese martillo Derrida) aporreando las mezquindades de todos los Calamardos del mundo, así como las ansias de privacidad de esos Calamardos: porque, en la hipermodernidad, aquello que sucede y que sucede ahora —y que, chico, no te quepa duda: para bien o para mal, somos tú y todos nosotros— está ahí, a la vista, y no te servirá de nada esconderte en casa, como Calamardo. Si no sales a jugar con nosotros, iremos a buscarte.
Escribe Descartes: «¿Cómo negar que estas manos y este cuerpo sean míos, a no ser quizás que me compare a esos insensatos, cuyo cerebro está tan enturbiado y ofuscado por los negros vapores de la bilis, que afirman de continuo ser reyes, siendo muy pobres, estar vestidos de oro y púrpura, estando en realidad desnudos, o se imaginan que son cántaros o que tienen el cuerpo de vidrio?» (20). Sólo un niño se atreve a alzar el dedo entre la muchedumbre para denunciar en voz alta lo que se esconde bajo el traje nuevo del emperador, esto es, que el rey está desnudo. Bob Esponja es ese flamante y nuevo niño, absurdamente feliz al frente de su cocina en la hamburguesería del Cangre Burger o jugando a naderías con su mejor amigo, la tontita estrella de mar.
No sabemos cuánto se va a prolongar la postmodernidad y su sempiterna ironía, pero si jugamos a invocar a la ironía, para preguntarle, y decimos algo así como: «ironía, dinos cómo sobrevivir a nuestra ironía», quizás ésta nos respondiese:
—Pues viendo Bob Esponja.
Porque queremos entender lo que se nos avecina o porque, sencillamente, aún queda esperanza en un mundo en el que los niños adoran a Bob Esponja.
Pero todo ese estoicismo y sus buenas formas se hacen añicos definitivamente cuando el padre comprueba que el hijo ha salido un instante de la habitación para hacerse con sus discos de Mozart. Ahí termina la paciencia y el buen rollismo del (buen) padre, que por primera vez pone entre paréntesis su bondad y buenas formas para gritar, furibundo, al hijo:
—¡No pongas tus sucias manos sobre Mozart!
Han transcurrido tres décadas desde aquel texto de Vicent. Finalmente, los melenudos porretas han heredado de sus padres los discos de Mozart y, quizás con (menos) suerte, también los libros de Derrida. Arrastrados por la canalla post-estructuralista y sus promesas pan-semióticas, puede que tengan la tentación de analizar los dibujos animados de sus hijos. Y, así, serán esta vez sus (buenos) hijos y no sus (buenos) padres quienes pierdan la paciencia y les griten:
—¡No pongas tus sucias manos sobre mi estuche de dvd’s de Bob Esponja!
A ver qué les dirán a nuestros hijos sus hijos, sus futuros herederos. Esos hijos nuestros, en todo caso, quizá ya no escuchen a Led Zeppelin, quizás sólo a ratos vuelvan, en todo caso, a The Idiot de Iggy Pop: porque su raro sonido —esos raros oficiales de David Bowie y Brian Eno y todos esos raros grupos de krautrock berlineses, por allí cerca, rondando la producción de ese sonido— parece redimir aún —lo raro prestigia, en ocasiones— a ese disco, de cara a la aprobación del (mítico) padre: ¡Fun! We want some, we want some. / All aboard for fun-time.
En un episodio de Bob, ‘Bob go west’, o sea que hace el oeste, y se hace amigo del tonto del pueblo (del oeste). El tonto es Patricio, claro. Y cantan juntos: «Somos amigos idiotaaaas. ¿Qué tenemos tú y yo en común? ¡Que somos idiotaaaas!».
Y más: «¿Quién va a ayudarte a salvar la ciudaaaad? ¡Tu amigo idiotaaaa!».
«Somos aquello que está sucediendo [...] Y atravesamos caminando la ciudad!», cantaba Iggy Pop en ese disco, acompañado por David Bowie, en la canción ‘Nightclubbing’. Pero Patricio y Bob, como los personajes clásicos del cartoon loco, no necesitan esperar a la noche, son rabiosamente diurnos y suceden, por fortuna para todos, para toda la familia, a la luz del día. La risa de Bob es heredera del salvaje optimismo del cartoon clásico y de parte de la contracultura de los 60 y 70 (19); del martillo de Nietzsche (que ausculta y diagnostica cual martillo de médico, según quería de ese martillo Derrida) aporreando las mezquindades de todos los Calamardos del mundo, así como las ansias de privacidad de esos Calamardos: porque, en la hipermodernidad, aquello que sucede y que sucede ahora —y que, chico, no te quepa duda: para bien o para mal, somos tú y todos nosotros— está ahí, a la vista, y no te servirá de nada esconderte en casa, como Calamardo. Si no sales a jugar con nosotros, iremos a buscarte.
Escribe Descartes: «¿Cómo negar que estas manos y este cuerpo sean míos, a no ser quizás que me compare a esos insensatos, cuyo cerebro está tan enturbiado y ofuscado por los negros vapores de la bilis, que afirman de continuo ser reyes, siendo muy pobres, estar vestidos de oro y púrpura, estando en realidad desnudos, o se imaginan que son cántaros o que tienen el cuerpo de vidrio?» (20). Sólo un niño se atreve a alzar el dedo entre la muchedumbre para denunciar en voz alta lo que se esconde bajo el traje nuevo del emperador, esto es, que el rey está desnudo. Bob Esponja es ese flamante y nuevo niño, absurdamente feliz al frente de su cocina en la hamburguesería del Cangre Burger o jugando a naderías con su mejor amigo, la tontita estrella de mar.
No sabemos cuánto se va a prolongar la postmodernidad y su sempiterna ironía, pero si jugamos a invocar a la ironía, para preguntarle, y decimos algo así como: «ironía, dinos cómo sobrevivir a nuestra ironía», quizás ésta nos respondiese:
—Pues viendo Bob Esponja.
Porque queremos entender lo que se nos avecina o porque, sencillamente, aún queda esperanza en un mundo en el que los niños adoran a Bob Esponja.
(1) Jacques Derrida, “Cogito e historia de la locura”, en La escritura y la diferencia, trad. de Patricio Peñalver, Anthropos, Barcelona, 1989, p. 55.
(2) Jacques Derrida, “Edmond Jabès y la cuestión del libro”, en La escritura y la diferencia, op. cit., p. 104. Mas adelante, Derrida vuelve a preguntarse para resumir: “¿No es acaso escribir, una vez más, confundir la ontología y la gramática?” (p. 106).
(3) David Mazuchelli, Asterios Polyp, Pantheon Books, New York, 2009, p. 186.
(4) “Cógito e historia de la locura”, op. cit., p. 57.
(5) Ibid, p. 61,
(6) Ibid, p. 60.
(7) Ibid, pp. 50-51.
(8) Aunque también cabe instalar tu casa en una pecera de aire, si eres una ardilla originaria de Texas llamada Arenita y te mudas al mundo de Bob: saldrás a jugar con él con escafandra.
(9) Ibid., p. 57.
(10) Ibid., p. 54.
(11) Habrá que esperar a los últimos años de Hannah Barbera para encontrar excepciones como Vaca y pollo.
(12) Ibid, p. 63. Que les pregunten a los personajes de Padre de familia, sobre oscuras razones comunes [risas enlatadas].
(13) Ibid., p. 57.
(14) Copio/pego de Wikipedia —entrada correspondiente a “Cow & Chicken”: «En un capítulo, Oveja Negra (primo de Vaca y Pollo) regaña a un chico en la calle por hacer maldades, y el chico pone el pretexto de que es por culpa de Dragon Ball y Caballeros del Zodíaco».
(15) que a Dionisos se le representó muchas veces con una piña coronando su tirso.
(16) “Cógito e historia de la locura”, op. cit, p. 62.
(17) Brian Walker, “Lightning at the Crossroads”, en Masters of American Comics, ed. de John Carlin, Paul Karasik y Brian Walker, Hammer Museum and The Museum of Contemporary Art, Los Angeles, in association with Yale University Press, New Haven and London, 2005, p. 189.
(18) “Lecturas perniciosas”, entrada del 4 de enero de 2010 en El blog ausente. Enlace: http://absencito.blogspot.com/2010/01/lecturas-perniciosas.html
(19) Ambos medios/géneros confluyen a veces: véase, por ejemplo, el trabajo “Se busca: Speedy González. Preferiblemente muerto”, del citado Sr. Ausente. Enlace: http://absencito.blogspot.com/2010/09/se-busca-speedy-gonzalez.html
(20) “Cogito e historia de la locura”, op. cit., p. 66.
(2) Jacques Derrida, “Edmond Jabès y la cuestión del libro”, en La escritura y la diferencia, op. cit., p. 104. Mas adelante, Derrida vuelve a preguntarse para resumir: “¿No es acaso escribir, una vez más, confundir la ontología y la gramática?” (p. 106).
(3) David Mazuchelli, Asterios Polyp, Pantheon Books, New York, 2009, p. 186.
(4) “Cógito e historia de la locura”, op. cit., p. 57.
(5) Ibid, p. 61,
(6) Ibid, p. 60.
(7) Ibid, pp. 50-51.
(8) Aunque también cabe instalar tu casa en una pecera de aire, si eres una ardilla originaria de Texas llamada Arenita y te mudas al mundo de Bob: saldrás a jugar con él con escafandra.
(9) Ibid., p. 57.
(10) Ibid., p. 54.
(11) Habrá que esperar a los últimos años de Hannah Barbera para encontrar excepciones como Vaca y pollo.
(12) Ibid, p. 63. Que les pregunten a los personajes de Padre de familia, sobre oscuras razones comunes [risas enlatadas].
(13) Ibid., p. 57.
(14) Copio/pego de Wikipedia —entrada correspondiente a “Cow & Chicken”: «En un capítulo, Oveja Negra (primo de Vaca y Pollo) regaña a un chico en la calle por hacer maldades, y el chico pone el pretexto de que es por culpa de Dragon Ball y Caballeros del Zodíaco».
(15) que a Dionisos se le representó muchas veces con una piña coronando su tirso.
(16) “Cógito e historia de la locura”, op. cit, p. 62.
(17) Brian Walker, “Lightning at the Crossroads”, en Masters of American Comics, ed. de John Carlin, Paul Karasik y Brian Walker, Hammer Museum and The Museum of Contemporary Art, Los Angeles, in association with Yale University Press, New Haven and London, 2005, p. 189.
(18) “Lecturas perniciosas”, entrada del 4 de enero de 2010 en El blog ausente. Enlace: http://absencito.blogspot.com/2010/01/lecturas-perniciosas.html
(19) Ambos medios/géneros confluyen a veces: véase, por ejemplo, el trabajo “Se busca: Speedy González. Preferiblemente muerto”, del citado Sr. Ausente. Enlace: http://absencito.blogspot.com/2010/09/se-busca-speedy-gonzalez.html
(20) “Cogito e historia de la locura”, op. cit., p. 66.
[Artículo publicado originalmente en el número 27 (2010) de El coloquio de los perros].
1. INTRO. POST-MORTEM CINEMA VS POST-MODERN (M)TV
Ah, la posmodernidad. Contemplamos las imágenes de las películas clásicas y después nos escandalizamos/hastiamos de las vulgares películas de nuestro presente. Godard construye para la televisión francesa una(s) Historia(s) [sic] del cine (1988-1998) donde sólo la referencia articula la historia: el nombre propio, la imagen en su pureza —y en su pura seducción—. Y donde sólo interviene, para tratar de hacer una narración, la poesía en forma de frases, siempre desconcertantes —que así nos avisan de su carácter extrañador, en el sentido schlovskiano, y por lo tanto no explicativo— en carteles invadiendo las imágenes o recitados por el propio Godard, en voz en off sobre las imágenes o apareciendo él mismo mientras fuma su habano y sudando sobre la mesa de montaje: haciendo explícita su intervención, su manipulación. Un montaje caótico, caprichoso, personal, para articular una narración en torno a un puro desfile de referencias a la imagen, mítica siempre. Es una fiesta de la referencia que comienza y se acaba en la referencia, para que la poesía de Godard pueda así actuar libre (de sentido, para muchos) y poderosa (aburrida e insoportable, para muchos más).
Histoire(s) de cinema. Amamos el cine del pasado. Olvidamos, eso sí, los cientos de películas que se produjeron esos días pero que no alcanzaron el rango de clásicas. Con toda justicia (el olvido), habría que añadir. Pienso en Godard, una vez más, porque creo que el cineasta francés articula como nadie el paso del cine que hemos convenido en llamar clásico al cine que hemos convenido en denominar posmoderno (1). Valioso en extremo me resulta, por lo tanto, el documental citado. La forma en que Godard superpone su discurso al desfile de imágenes del cine clásico.
Imágenes en las que no puede dejar de hacer referencia al gran desastre europeo de las guerras mundiales. «Todo travelling es una cuestión de moral», es una cita clásica de Godard, muy repetida, y lo cierto es que todo su cine, desde el principio, se halla imbuido de moral. Godard suele ser citado como cineasta posmoderno y, sin embargo, contra la relativización moral que suele achacársele a la posmodernidad, Godard es un cineasta moral. ¿Cómo escribir poesía después de Auschwitz?, se preguntaba Adorno. Pero no recurriremos a esta frase suya, sino a otra: toda la cultura después de Auschwitz, incluida la crítica a Auschwitz, es basura.
Vamos a analizar en este trabajo una película, Fight Club (David Fincher, 1999), que ha sido acusada, tanto por la crítica de prensa como por la crítica académica, de hacer apología de la violencia y del machismo, incluso de protofascista: así, Imre Szeman y Henry A. Giroux sostienen que, lejos de constituir la crítica a la sociedad de consumo y sus lacras que la película se pretende en su planteamiento o, al menos, lejos de hacerla desde planteamientos propios de una democracia, el argumento conecta de forma peligrosa con las formas de violencia que desembocaron, en Europa, en las guerras mundiales «making a regressive, vicious, and obscene politics seem like the only posible alternative» (2).
Histoire(s) de cinema. Amamos el cine del pasado. Olvidamos, eso sí, los cientos de películas que se produjeron esos días pero que no alcanzaron el rango de clásicas. Con toda justicia (el olvido), habría que añadir. Pienso en Godard, una vez más, porque creo que el cineasta francés articula como nadie el paso del cine que hemos convenido en llamar clásico al cine que hemos convenido en denominar posmoderno (1). Valioso en extremo me resulta, por lo tanto, el documental citado. La forma en que Godard superpone su discurso al desfile de imágenes del cine clásico.
Imágenes en las que no puede dejar de hacer referencia al gran desastre europeo de las guerras mundiales. «Todo travelling es una cuestión de moral», es una cita clásica de Godard, muy repetida, y lo cierto es que todo su cine, desde el principio, se halla imbuido de moral. Godard suele ser citado como cineasta posmoderno y, sin embargo, contra la relativización moral que suele achacársele a la posmodernidad, Godard es un cineasta moral. ¿Cómo escribir poesía después de Auschwitz?, se preguntaba Adorno. Pero no recurriremos a esta frase suya, sino a otra: toda la cultura después de Auschwitz, incluida la crítica a Auschwitz, es basura.
Vamos a analizar en este trabajo una película, Fight Club (David Fincher, 1999), que ha sido acusada, tanto por la crítica de prensa como por la crítica académica, de hacer apología de la violencia y del machismo, incluso de protofascista: así, Imre Szeman y Henry A. Giroux sostienen que, lejos de constituir la crítica a la sociedad de consumo y sus lacras que la película se pretende en su planteamiento o, al menos, lejos de hacerla desde planteamientos propios de una democracia, el argumento conecta de forma peligrosa con las formas de violencia que desembocaron, en Europa, en las guerras mundiales «making a regressive, vicious, and obscene politics seem like the only posible alternative» (2).
2. FIGHT CLUB, HIGH PARTY, PARTY CLUB: A CRITIC(AL) DUB
Fight Club fue la primera novela publicada por Chuck Palahniuk. Antes trató de publicar Monstruos invisibles, pero los editores la juzgaron demasiado perturbadora. En una reacción que subrayamos aquí por lo que vamos a encontrar de epatante en esta novela/película —y que desarrollaremos enseguida—, Palahniuk decide escribir otra aún más perturbadora, «darker and riskier and more offensive. All the things that they didn´t want» (3).
Desde luego, lo turbador y lo violento tiene una larga tradición en la novela norteamericana. Pocos autores, por ejemplo, tan turbadores como William S. Burroughs —que, a mi juicio, resulta catalogable, al igual que Palahniuk, como escritor satírico—; y, en cuanto a la violencia, podemos recordar a los autores de la novela negra o el caso de William Faulkner, paradigmático por magistral tanto en EEUU como fuera de las fronteras de EEUU —en lengua española tenemos, por ejemplo, una de las tradiciones faulknerianas más fecundas con buena parte de la novela hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX—. En ambos polos —de la alta cultura y de la baja cultura, si se quiere, dada la publicación primera de la novela negra clásica en revistas pulp o la vinculación de Burroughs con imaginarios procedentes del pop y de «material de derribo»— tenemos, sin embargo, a novelistas que sí sitúan dicha violencia y sus rasgos más (per)turbadores dentro de un marco que explica dichos rasgos y violencia, con el ánimo de analizarlo. Las intenciones sociales de Chandler, Hammett, etc, son claras, y las distopías de Burroughs satirizan, a través de la paranoia y el delirio, el poder o el control social. Sin embargo, los detractores de Palahniuk pueden encontrar poca oposición a su crítica principal hacia el novelista que nos interesa: sus personajes pretenden rebelarse contra una sociedad de consumo cuyos numerosos defectos, quién lo ignora que los tiene, no logran diagnosticar con solvencia más allá de señalando esos defectos que todos conocíamos.
La violencia en las novelas de William Faulkner, desde el lado de la high culture, son precisamente, de las citadas, las paradójicamente dedicadas a la más baja sociedad rural del sur de Estados Unidos; en el otro extremo del espectro, las novelas negras de Dashiel Hammett, Raymond Chandler o Ross Mc Donald centran sus objetivos en las grandes ciudades en cuyos kioscos y estaciones de servicio dichas novelas son vendidas; de forma acaso más meritoria por cuanto publican sus trabajos en los canales de la baja literatura, la literatura pulp, analizan todos los elementos sociales, económicos, políticos y culturales que alimentan la violencia en el ámbito urbano; muchas veces con la terrible sospecha de pro-comunistas en unos EEUU que estaban disponiéndose a entrar en la ominosa etapa del macartismo, trataban de realizar un diagnóstico que en ningún caso dejaba lugar para la complacencia.
Faulkner disecciona la violencia del sur de Estados Unidos, especialmente en el ámbito rural, no dejando sin tratar cada uno de los (sangrantes) cabos de esta violencia, su cadena genética: sexismo, racismo, conservadurismo, pobreza, ignorancia endémica. Hablando de un espacio que conoce, y del complicado tejido socioeconómico que lo habita y lo acota, proporciona al lector —en una forma artística heredera del simbolismo y de ese peculiar precipitado de simbolismo y vanguardia que en los países de habla sajona fue denominado modernismo— un poderoso mecanismo con el que la novela, como en el siglo XIX, aspira a novelar la sociedad de su tiempo, sin ignorar sus aspectos más sórdidos y, como en el naturalismo decimonónico pero también con la aspiración de Stendhal o Flaubert, proporcionando un diagnóstico exacto tanto de aquello que se ve como de lo que no se ve, en el seno de esa sociedad de un condado que, inspirándose en el pequeño ambiente que él conoció de pequeño, deviene universal.
Autores como Jim Thompson ya se aproximan, a mi juicio, con lo que hace Palahniuk y otros autores posmodernos. El título de la novela The killer inside me ya resulta sintomático; en otra de sus novelas, 1280 souls, ese “tonto del pueblo” que es el sheriff del pueblo narra en primera persona cómo aguanta todas las humillaciones posibles antes de tomarse, con frialdad psicopática, su terrible venganza; incluso la propia autobiografía de Thompson, Now and on Earth, está narrada con el mismo tono hard-boiled de sus novelas: el propio ego —¿del personaje, del autor que ya camina hacia la autoficción?— toma el lugar que antes ocupaban sus personajes. Ya en estos terrenos posmodernos —en los que se mueve Burroughs, por ejemplo, pero es éste un autor de demasiadas peculiaridades— la novela hard-boiled de Jim Thompson, desmesurada y con un pie puesto en el delirio, es reformulada, por ejemplo, por Norman Mailer en Los tipos duros no bailan o, más tarde en el cine, por Quentin Tarantino —como en la novela hiciera más tempranamente, y sigue haciendo, Thomas Pynchon, por ejemplo—: Tarantino samplea films de serie B, tonos y géneros distintos desde su memoria personal en la que toma no pequeña parte su antiguo trabajo en un videoclub: es el autor posmoderno que, antes de autor, es lector —y espectador—, admirador y fan, en suma, antes de que productor —productor que imita y homenajea las producciones que lo han convertido en productor—.
Desde el principio de su carrera --Reservoir dogs o los guiones de True romance y Natural born killers, escritos en su etapa de trabajador en un videoclub y posteriormente dirigidas, respectivamente, por Tony Scott y por Oliver Stone—, pero sobre todo a partir de Pulp fiction, Tarantino articula un discurso (¿crítica?) de la violencia anclado en la misma fuente en la que se nos sirve: la del propio medio cinematográfico. Mise en abyme que no elude la estetización de esa violencia, algo que la hace seductora: ¿crítica?, nos preguntamos. Es difícil decirlo, pero desde luego en Tarantino es importante la ironía, autorreferencial, como decimos, con respecto al propio medio y sus géneros. Mientras que en Fight Club de David Fincher el cinismo sustituye a la ironía. Queda, sí, la estetización. Pero quizás porque Tarantino no pretende explícitamente la ironía, la logra sin caer en el cinismo; a la inversa que en la película de Fincher o la novela de Palahniuk.
La fiesta irónico-referencial y posmoderna continúa hasta hoy mismo. Los ejemplos son innumerables. La referencia es una fiesta, sí. Pero no la prolonguemos, para este trabajo, más allá de lo necesario.
Desde luego, lo turbador y lo violento tiene una larga tradición en la novela norteamericana. Pocos autores, por ejemplo, tan turbadores como William S. Burroughs —que, a mi juicio, resulta catalogable, al igual que Palahniuk, como escritor satírico—; y, en cuanto a la violencia, podemos recordar a los autores de la novela negra o el caso de William Faulkner, paradigmático por magistral tanto en EEUU como fuera de las fronteras de EEUU —en lengua española tenemos, por ejemplo, una de las tradiciones faulknerianas más fecundas con buena parte de la novela hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX—. En ambos polos —de la alta cultura y de la baja cultura, si se quiere, dada la publicación primera de la novela negra clásica en revistas pulp o la vinculación de Burroughs con imaginarios procedentes del pop y de «material de derribo»— tenemos, sin embargo, a novelistas que sí sitúan dicha violencia y sus rasgos más (per)turbadores dentro de un marco que explica dichos rasgos y violencia, con el ánimo de analizarlo. Las intenciones sociales de Chandler, Hammett, etc, son claras, y las distopías de Burroughs satirizan, a través de la paranoia y el delirio, el poder o el control social. Sin embargo, los detractores de Palahniuk pueden encontrar poca oposición a su crítica principal hacia el novelista que nos interesa: sus personajes pretenden rebelarse contra una sociedad de consumo cuyos numerosos defectos, quién lo ignora que los tiene, no logran diagnosticar con solvencia más allá de señalando esos defectos que todos conocíamos.
La violencia en las novelas de William Faulkner, desde el lado de la high culture, son precisamente, de las citadas, las paradójicamente dedicadas a la más baja sociedad rural del sur de Estados Unidos; en el otro extremo del espectro, las novelas negras de Dashiel Hammett, Raymond Chandler o Ross Mc Donald centran sus objetivos en las grandes ciudades en cuyos kioscos y estaciones de servicio dichas novelas son vendidas; de forma acaso más meritoria por cuanto publican sus trabajos en los canales de la baja literatura, la literatura pulp, analizan todos los elementos sociales, económicos, políticos y culturales que alimentan la violencia en el ámbito urbano; muchas veces con la terrible sospecha de pro-comunistas en unos EEUU que estaban disponiéndose a entrar en la ominosa etapa del macartismo, trataban de realizar un diagnóstico que en ningún caso dejaba lugar para la complacencia.
Faulkner disecciona la violencia del sur de Estados Unidos, especialmente en el ámbito rural, no dejando sin tratar cada uno de los (sangrantes) cabos de esta violencia, su cadena genética: sexismo, racismo, conservadurismo, pobreza, ignorancia endémica. Hablando de un espacio que conoce, y del complicado tejido socioeconómico que lo habita y lo acota, proporciona al lector —en una forma artística heredera del simbolismo y de ese peculiar precipitado de simbolismo y vanguardia que en los países de habla sajona fue denominado modernismo— un poderoso mecanismo con el que la novela, como en el siglo XIX, aspira a novelar la sociedad de su tiempo, sin ignorar sus aspectos más sórdidos y, como en el naturalismo decimonónico pero también con la aspiración de Stendhal o Flaubert, proporcionando un diagnóstico exacto tanto de aquello que se ve como de lo que no se ve, en el seno de esa sociedad de un condado que, inspirándose en el pequeño ambiente que él conoció de pequeño, deviene universal.
Autores como Jim Thompson ya se aproximan, a mi juicio, con lo que hace Palahniuk y otros autores posmodernos. El título de la novela The killer inside me ya resulta sintomático; en otra de sus novelas, 1280 souls, ese “tonto del pueblo” que es el sheriff del pueblo narra en primera persona cómo aguanta todas las humillaciones posibles antes de tomarse, con frialdad psicopática, su terrible venganza; incluso la propia autobiografía de Thompson, Now and on Earth, está narrada con el mismo tono hard-boiled de sus novelas: el propio ego —¿del personaje, del autor que ya camina hacia la autoficción?— toma el lugar que antes ocupaban sus personajes. Ya en estos terrenos posmodernos —en los que se mueve Burroughs, por ejemplo, pero es éste un autor de demasiadas peculiaridades— la novela hard-boiled de Jim Thompson, desmesurada y con un pie puesto en el delirio, es reformulada, por ejemplo, por Norman Mailer en Los tipos duros no bailan o, más tarde en el cine, por Quentin Tarantino —como en la novela hiciera más tempranamente, y sigue haciendo, Thomas Pynchon, por ejemplo—: Tarantino samplea films de serie B, tonos y géneros distintos desde su memoria personal en la que toma no pequeña parte su antiguo trabajo en un videoclub: es el autor posmoderno que, antes de autor, es lector —y espectador—, admirador y fan, en suma, antes de que productor —productor que imita y homenajea las producciones que lo han convertido en productor—.
Desde el principio de su carrera --Reservoir dogs o los guiones de True romance y Natural born killers, escritos en su etapa de trabajador en un videoclub y posteriormente dirigidas, respectivamente, por Tony Scott y por Oliver Stone—, pero sobre todo a partir de Pulp fiction, Tarantino articula un discurso (¿crítica?) de la violencia anclado en la misma fuente en la que se nos sirve: la del propio medio cinematográfico. Mise en abyme que no elude la estetización de esa violencia, algo que la hace seductora: ¿crítica?, nos preguntamos. Es difícil decirlo, pero desde luego en Tarantino es importante la ironía, autorreferencial, como decimos, con respecto al propio medio y sus géneros. Mientras que en Fight Club de David Fincher el cinismo sustituye a la ironía. Queda, sí, la estetización. Pero quizás porque Tarantino no pretende explícitamente la ironía, la logra sin caer en el cinismo; a la inversa que en la película de Fincher o la novela de Palahniuk.
La fiesta irónico-referencial y posmoderna continúa hasta hoy mismo. Los ejemplos son innumerables. La referencia es una fiesta, sí. Pero no la prolonguemos, para este trabajo, más allá de lo necesario.
3. AS I LAY DOWN: TODAS LAS FIESTAS (REFERENCIALES) DEL MAÑANA
«Antes mirábamos revistas de pornografía. Hoy miramos revistas de interiorismo», afirma el protagonista de la película de David Fincher en una primera parte de la película que acaso sea lo mejor de la misma, en el momento en que es una exposición de todo aquello de lo que está hastiado el protagonista —protagonista/narrador sin nombre conocido— mediante una de las bazas que, a mi juicio, mejor juega la película: la explicitación visual de aquello con lo que el protagonista elucubra mentalmente. La forma en que entra, por ejemplo y en esta escena citada, dentro de un catálogo de Ikea al tiempo que éste se torna tridimensional, pero acogiendo al paso del personaje la aparición de los muebles y de sus distintas etiquetas en dos dimensiones. O el caso más espectacular, que coincide con una de las obsesiones centrales del protagonista —y que sirve de turning-point en la trama para que entre en la narración su redentor/ doble Tyler Durden—: sus deseos de morir en uno de sus desplazamientos aéreos; es también una muestra del poder económico del cine de Hollywood, capaz a nivel de producción de contar visualmente, para apenas unos segundos, una catástrofe aérea desde el interior del avión.
«Antes mirábamos revistas de pornografía. Hoy miramos revistas de interiorismo», afirma el protagonista/narrador. ¿Estamos ante un canto (de cisne) a la masculinidad perdida, tal y como arguyen aquellos críticos que esgrimen argumentos falocríticos para condenarla, o sencillamente se trata (una vez más, en la larga historia de la narración, tan larga como la historia del ser humano) de un relato de madurez? Un relato de madurez que no omite unos reproches a la sociedad de consumo que, en buena parte, y esto hay que reprochárselo a la película y a la novela, resultan poco operativos, vacíos para la práctica verdaderamente crítica, y definitivamente cínicos: sería el cinismo propio de un post-adolescente en una sociedad post-industrial.
La actitud del protagonista ante la irrupción de Marla Singer, por ejemplo, recuerda al berrinche con que el niño debe acoger, por imposición paterna, a una niña en su juego de niño. «Entonces ella lo estropeó todo», afirma el personaje en voz en off. La mujer ya no es ni siquiera la mujer fatal que, como objeto de deseo, analizara Laura Mulvey en su trabajo clásico ‘Visual pleasure and narrative cinema’ (4): es una sencilla arpía, para el protagonista, y lo es porque comparte la impostura del protagonista: «Marla, la gran turista. Su mentira reflejaba la mía», continúa su voz en off. Prolongación indeseada del narcisismo del protagonista, la suicida que el protagonista podría haber sido —y que aún puede ser— si hubiera arrojado —y si arroja, aún puede hacerlo— una toalla que, al final de la película, jamás va a arrojar. Salvo, claro, en sus adolescentes fantasías nihilistas que culminan con la amenaza final del proyecto Mayhem: hacer volar por los aires el centro de la ciudad; pero nos tememos que, a estas alturas de la película, el espectador ha quedado fuera de esa improbable farsa (5): la narración posmoderna no esconde, en sus costuras puestas a la vista, a un autor, bajo el narrador, y sus visibles intenciones de epatar a un mercado propio de una sociedad del bienestar, dinamitando sus lugares comunes, todas sus comodidades —por ejemplo, el mercado de DVD en el que la película resarció con creces su escaso éxito en su distribución en salas; un mercado en el que comenzó a ser una película de culto para los espectadores que la veían rodeados, por ejemplo, de sus muebles Ikea y sus revistas de interiorismo low price—.
En la cueva de su psique a la que accede concentrándose según las indicaciones del tutor de unas de las terapias a las que, de forma impostada, el protagonista asiste, éste contempla a su animal de poder, que es un pingüino. Y el pingüino le aconseja: «deslízate», antes de hacerlo el mismo animal —de nuevo la explicitación visual, brillante, de cada una de las fantasías del personaje— sobre el hielo. Es lo que ha estado haciendo el personaje toda su vida o, más bien, lo que cree haber estado haciendo; nosotros más bien imaginaríamos que ha luchado por conseguir la vida de la que disfruta: es, propiamente, lo que va a empezar a hacer a partir de ese momento. Deslizarse.
Y deslizarse por el tobogán de un rito de iniciación a la vida madura, aunque él no lo sepa. La segunda vez que se dirija en busca de su animal de poder, se encontrará con Marla: está condenado al amor, al otro, más allá de sus fantasías narcisistas / ese falso otro llamado Tyler Durden; está condenado, en definitiva, a esforzarse para acceder a esa madurez. Una madurez que se ha demorado demasiado: ¿Crisis de la treintena/cuarentena? ¿El eterno retorno del sujeto consumidor, altamente rentable para la sociedad de consumo, por un circuito de madurez/inmadurez que, en todo caso, bien puede ser uno más de los simulacros de dicha sociedad de consumo? Tyler Durden es el adolescente eterno a quien el protagonista, en su crisis de madurez, quisiera encarnar. En su primer encuentro, y a modo de despedida, cuando se levanta de su asiento en el avión, le dice Durden: «Y ahora una cuestión de etiqueta: cuando pase, ¿quieres que te ofrezca el culo o la bragueta?».
Curiosa buddy movie en la que el mejor amigo del protagonista —se nos revelará al final en, acaso, la peor pirueta del argumento— es él mismo: parecería la caricatura de lo que Laura Mulvey apuntara de tal género de las buddy movies citando a Molly Haskell: «the active homosexual eroticism of the central male figures can carry the story without distraction» (6). Curiosa, apuntamos, porque el buddy del protagonista, así como el que hace avanzar la historia sin distracción —un sin distracción que es la peor trampa narrativa de la película— es Durden, es decir, el mismo protagonista: el narcisismo hecho buddy movie, y viceversa, en una peculiar reactualización del mito de Jekyll y Hyde por cuanto, a efectos narrativos, quiere sorprendernos al final con la revelación de ese desdoble.
Antes hablábamos de la autorreferencialidad del cine posmoderno, y en Fight Club hay una escena donde el medio parece que habla de sí mismo, del medio cinematográfico; una autorreferecialidad que aparenta mostrarse de forma directa pero que, realmente, no lo hace. Hablamos de cuando Tyler/el narrador relata(n) cómo el primero sabotea el montaje de films con elementos perturbadores, léase escenas pornográficas o falos —«Tyler is the phallus», afirma Alexandra Juhasz (7). De hecho, la propia película que estamos viendo con Fight Club está salpicada de cortes casi subliminales, pero falsamente subliminales, porque los percibimos. Es como si Tyler hubiera saboteado la propia película que estamos viendo. Pero, en realidad, y de forma narcisista, la imagen que ante todo (falsamente) se sublimina durante menos de un segundo en distintas escenas del film muestran --muestran, liminan, evidencian— al propio Tyler. Tyler, sí, es el falo. Y es el fallo de una trampa en la que, mediante el (torpe) turning point final, descubriremos que es la misma persona que el protagonista. La (falsa) autorreferencialidad del film como film no es, por lo demás, más que otra de sus (cínicas) manipulaciones.
Antes citábamos a William Faulkner y a otros autores que sí profundizan en las raíces de aquellos elementos perturbadores que sus novelas tratan de reflejar de la realidad. Pero también resulta injusto comparar a autores como Pahlaniuk con todos ellos en razón, por ejemplo, de la profundidad, en el momento en que la posmodernidad privilegia las superficies, y trata de desactivar la mala reputación de dichas superficies, en una operación análoga a la que emprende con términos y conceptos como el de la simulación o el simulacro —término, éste último y por otra parte, de largo e interesante ascendente desde Platón—. Deleuze, por ejemplo, vindica las superficies frente al desmesurado prestigio de lo profundo, por cuanto en la superficie todo ocurre a la vista y nada se esconde. Así, escribe Deleuze en Lógica del sentido:
Ahí reside el primer secreto del tartamudo y el zurdo: dejar de hundirse, deslizarse a lo largo, de modo que la antigua profundidad ya no sea nada, reducida al sentido inverso de la superficie. Es a fuerza de deslizarse que se pasará del otro lado, ya que el otro lado no es sino el sentido inverso. Y si no hay nada que ver detrás del telón, es que todo lo visible, o más bien toda la ciencia posible está a lo largo del telón. (8)
Sí es cierto que Faulkner, precisamente, trae a la superficie, mediante el flujo de conciencia y otras técnicas de la novela modernista, lo que estaba enterrado y encerrado en personajes que no cuesta situar en la realidad rural de los años treinta del siglo XX. En Mientras agonizo, y desde la voz de uno de los múltiples narradores/protagonistas, escribe:
Es una tierra dura para el hombre, muy dura. Doce kilómetros del sudor de su cuerpo barridos de la tierra del Señor, donde el Señor le dijo que lo sudara. En ninguna parte de este mundo pecador puede un hombre honrado y trabajador sacar provecho. Lo sacan los que tienen tiendas en las ciudades, sin sudor de ninguna clase, viviendo de los que sudan por ellos.
Pero no el hombre que trabaja duro, el campesino. A veces me pregunto por qué seguimos en ello. Es porque nos aguarda una recompensa allá arriba, donde ellos no pueden llevarse sus autos y demás [...] Pero es una larga espera, al parecer. No está bien que un hombre tenga que ganar la recompensa por sus buenas acciones faltándole el respeto a sí mismo y a sus muertos [...] Yo soy un elegido del Señor, porque Él castiga a los que ama. Pero que me cuelguen si su forma de demostrarlo no es extraña. Pero ahora voy a poder ponerme los dientes. Y va a ser un consuelo. Vaya que sí. (9)
La realidad de Palahniuk, como la nuestra, es otra bien distinta (10). As I lay down: donde la post-adolescencia del personaje de Palahniuk impide traducir el título de Faulkner como suele hacerse en español, «mientras agonizo», sino algo así como: mientras estoy ahí tumbado, en mi jergón de inmadurez, y donde ya ni siquiera puedo decir aquello de «mamá ha muerto hoy», como proclamaba con frialdad Mersault al comienzo de El extranjero. Sino que aquí estoy, tumbado conmigo mismo y con un edipismo occidental que no se atreve a decir su nombre, y repitiendo para mí el título de aquella canción de Nirvana: ‘I hate myself and I wanna die’.
Sólo su doble lo salva de ese ser-para-la-muerte que no es tal —y porque no es tal, y sólo por eso, esa pequeña fantasía jekyllhydeana puede salvarlo—. Salvado por el narcisismo. Laura Mulvey, en el artículo que mencionábamos —‘Visual pleasure and narrative cinema’, publicado originalmente en 1973 y después en 1975 en la legendaria revista Screen--, afirma:
The cinema offers a number of posible pleasures. One is scopophilia. There are circumstances in wich looking itself is a source of pleasure, just as, in the reverse formation, there is a pleasure in being looked at. (11)
Continúa con la manera en que Freud, en Three essays on sexuality (1905), asocia la escopofilia con el tomar a otras personas como objetos, supeditándolas a una mirada curiosa y controladora. Mecanismo narcisista que encuentra su ejemplo arquetípico, para Freud, en las actividades voyeurísticas de los niños, que son una manera de expresar su deseo de mirar y hacer seguro el terreno de lo privado y lo prohibido (12).
En la cinta mexicana Los amores perros de Alejandro González Iñárritu, encontramos a un personaje protagonista que ha sido definido como «añorante de su rol paterno» por el crítico Gustavo García (13). En dicho film, afirma Gustavo García, se practica una estrategia recurrente en la actualidad de un cine mexicano marcado a fuego por esa mirada masculina de la que habla Laura Mulvey: la estrategia de «una forma de inseguridad [comercial] que se disfraza de grito y estallido para confundir al enemigo». No es difícil trasladar esa inseguridad y esa estrategia del disfraz desconcertante tanto para la película Fight Club como para buena parte de las novelas de Chuck Palahniuk. La citada crítica de Gustavo García es reproducida por la profesora Janine Zambrano en su blog Una vista propia con el título ‘Amores perros, pericia visual y astucia narrativa, pero...’ (14), significativo dado el interés de Zambrano por la crítica de género. A mi juicio, poca astucia narrativa encontramos en la película/novela Fight Club: los diálogos del comienzo y las declaraciones de intenciones del protagonista sí demuestran hasta dónde puede llegar la habilidad de Pahlaniuk para el manejo de un lenguaje epatante en el mejor de los sentidos, y vibrante. Poca astucia narrativa, pero mucha pericia visual en su traducción a película: no es difícil recordar Fight Club por todo lo que tiene de despliegue visual; no en vano David Fincher traslada a su cine buena parte del lenguaje del videoclip y la publicidad, un lenguaje que es exactamente el que le corresponde a Fight Club en su —cínica— crítica de la sociedad de consumo.
Desear ser deseada es para Laura Mulvey la única función que la mujer cumple en el cine clásico. Y también sería la premisa que mueve al protagonista de Fight Club. O la del autor de la novela, transparentando sus deseos, como comentábamos —como ha confesado siempre él—, de epatar a toda costa tras el fracaso de su intento de vender su primera novela. Palahniuk se ha mostrado siempre muy consciente de —y muy comunicativo hacia la prensa sobre— su proceso como autor-en relación-al-mercado. En entrevista con Pedro Vallín, por ejemplo, en el periódico La Vanguardia (4 de junio, 2010), promocionando la traducción de su novela Snuff (15), y ante uno de las preguntas menos cicateras del periodista, parece reflexionar de pronto sobre la evolución de su carrera:
—Pedro Vallín: Sus personajes adultos —el actor fracasado, y los dos actores porno en decadencia— son desengañados del sueño americano, y los dos jóvenes —el actor porno amateur y la coordinadora de actores— están buscando ingenuamente hacerse ricos. ¿Se considera un autor fatalista?
—Chuck Palahniuk: [Guarda silencio medio minuto, mirando fijamente a la mesa]... Creo que soy más bien naturalista, porque la mayor parte de nosotros encontramos un sistema para conseguir el éxito, lo que nos propongamos, y una vez que nos va bien repetimos ese modelo de acción una y otra vez hasta el desastre. Así que, de algún modo, todos estamos condenados a tener éxito en primera instancia y a fracasar a largo plazo, de una forma natural. (16)
«Antes mirábamos revistas de pornografía. Hoy miramos revistas de interiorismo», afirma el protagonista/narrador. ¿Estamos ante un canto (de cisne) a la masculinidad perdida, tal y como arguyen aquellos críticos que esgrimen argumentos falocríticos para condenarla, o sencillamente se trata (una vez más, en la larga historia de la narración, tan larga como la historia del ser humano) de un relato de madurez? Un relato de madurez que no omite unos reproches a la sociedad de consumo que, en buena parte, y esto hay que reprochárselo a la película y a la novela, resultan poco operativos, vacíos para la práctica verdaderamente crítica, y definitivamente cínicos: sería el cinismo propio de un post-adolescente en una sociedad post-industrial.
La actitud del protagonista ante la irrupción de Marla Singer, por ejemplo, recuerda al berrinche con que el niño debe acoger, por imposición paterna, a una niña en su juego de niño. «Entonces ella lo estropeó todo», afirma el personaje en voz en off. La mujer ya no es ni siquiera la mujer fatal que, como objeto de deseo, analizara Laura Mulvey en su trabajo clásico ‘Visual pleasure and narrative cinema’ (4): es una sencilla arpía, para el protagonista, y lo es porque comparte la impostura del protagonista: «Marla, la gran turista. Su mentira reflejaba la mía», continúa su voz en off. Prolongación indeseada del narcisismo del protagonista, la suicida que el protagonista podría haber sido —y que aún puede ser— si hubiera arrojado —y si arroja, aún puede hacerlo— una toalla que, al final de la película, jamás va a arrojar. Salvo, claro, en sus adolescentes fantasías nihilistas que culminan con la amenaza final del proyecto Mayhem: hacer volar por los aires el centro de la ciudad; pero nos tememos que, a estas alturas de la película, el espectador ha quedado fuera de esa improbable farsa (5): la narración posmoderna no esconde, en sus costuras puestas a la vista, a un autor, bajo el narrador, y sus visibles intenciones de epatar a un mercado propio de una sociedad del bienestar, dinamitando sus lugares comunes, todas sus comodidades —por ejemplo, el mercado de DVD en el que la película resarció con creces su escaso éxito en su distribución en salas; un mercado en el que comenzó a ser una película de culto para los espectadores que la veían rodeados, por ejemplo, de sus muebles Ikea y sus revistas de interiorismo low price—.
En la cueva de su psique a la que accede concentrándose según las indicaciones del tutor de unas de las terapias a las que, de forma impostada, el protagonista asiste, éste contempla a su animal de poder, que es un pingüino. Y el pingüino le aconseja: «deslízate», antes de hacerlo el mismo animal —de nuevo la explicitación visual, brillante, de cada una de las fantasías del personaje— sobre el hielo. Es lo que ha estado haciendo el personaje toda su vida o, más bien, lo que cree haber estado haciendo; nosotros más bien imaginaríamos que ha luchado por conseguir la vida de la que disfruta: es, propiamente, lo que va a empezar a hacer a partir de ese momento. Deslizarse.
Y deslizarse por el tobogán de un rito de iniciación a la vida madura, aunque él no lo sepa. La segunda vez que se dirija en busca de su animal de poder, se encontrará con Marla: está condenado al amor, al otro, más allá de sus fantasías narcisistas / ese falso otro llamado Tyler Durden; está condenado, en definitiva, a esforzarse para acceder a esa madurez. Una madurez que se ha demorado demasiado: ¿Crisis de la treintena/cuarentena? ¿El eterno retorno del sujeto consumidor, altamente rentable para la sociedad de consumo, por un circuito de madurez/inmadurez que, en todo caso, bien puede ser uno más de los simulacros de dicha sociedad de consumo? Tyler Durden es el adolescente eterno a quien el protagonista, en su crisis de madurez, quisiera encarnar. En su primer encuentro, y a modo de despedida, cuando se levanta de su asiento en el avión, le dice Durden: «Y ahora una cuestión de etiqueta: cuando pase, ¿quieres que te ofrezca el culo o la bragueta?».
Curiosa buddy movie en la que el mejor amigo del protagonista —se nos revelará al final en, acaso, la peor pirueta del argumento— es él mismo: parecería la caricatura de lo que Laura Mulvey apuntara de tal género de las buddy movies citando a Molly Haskell: «the active homosexual eroticism of the central male figures can carry the story without distraction» (6). Curiosa, apuntamos, porque el buddy del protagonista, así como el que hace avanzar la historia sin distracción —un sin distracción que es la peor trampa narrativa de la película— es Durden, es decir, el mismo protagonista: el narcisismo hecho buddy movie, y viceversa, en una peculiar reactualización del mito de Jekyll y Hyde por cuanto, a efectos narrativos, quiere sorprendernos al final con la revelación de ese desdoble.
Antes hablábamos de la autorreferencialidad del cine posmoderno, y en Fight Club hay una escena donde el medio parece que habla de sí mismo, del medio cinematográfico; una autorreferecialidad que aparenta mostrarse de forma directa pero que, realmente, no lo hace. Hablamos de cuando Tyler/el narrador relata(n) cómo el primero sabotea el montaje de films con elementos perturbadores, léase escenas pornográficas o falos —«Tyler is the phallus», afirma Alexandra Juhasz (7). De hecho, la propia película que estamos viendo con Fight Club está salpicada de cortes casi subliminales, pero falsamente subliminales, porque los percibimos. Es como si Tyler hubiera saboteado la propia película que estamos viendo. Pero, en realidad, y de forma narcisista, la imagen que ante todo (falsamente) se sublimina durante menos de un segundo en distintas escenas del film muestran --muestran, liminan, evidencian— al propio Tyler. Tyler, sí, es el falo. Y es el fallo de una trampa en la que, mediante el (torpe) turning point final, descubriremos que es la misma persona que el protagonista. La (falsa) autorreferencialidad del film como film no es, por lo demás, más que otra de sus (cínicas) manipulaciones.
Antes citábamos a William Faulkner y a otros autores que sí profundizan en las raíces de aquellos elementos perturbadores que sus novelas tratan de reflejar de la realidad. Pero también resulta injusto comparar a autores como Pahlaniuk con todos ellos en razón, por ejemplo, de la profundidad, en el momento en que la posmodernidad privilegia las superficies, y trata de desactivar la mala reputación de dichas superficies, en una operación análoga a la que emprende con términos y conceptos como el de la simulación o el simulacro —término, éste último y por otra parte, de largo e interesante ascendente desde Platón—. Deleuze, por ejemplo, vindica las superficies frente al desmesurado prestigio de lo profundo, por cuanto en la superficie todo ocurre a la vista y nada se esconde. Así, escribe Deleuze en Lógica del sentido:
Ahí reside el primer secreto del tartamudo y el zurdo: dejar de hundirse, deslizarse a lo largo, de modo que la antigua profundidad ya no sea nada, reducida al sentido inverso de la superficie. Es a fuerza de deslizarse que se pasará del otro lado, ya que el otro lado no es sino el sentido inverso. Y si no hay nada que ver detrás del telón, es que todo lo visible, o más bien toda la ciencia posible está a lo largo del telón. (8)
Sí es cierto que Faulkner, precisamente, trae a la superficie, mediante el flujo de conciencia y otras técnicas de la novela modernista, lo que estaba enterrado y encerrado en personajes que no cuesta situar en la realidad rural de los años treinta del siglo XX. En Mientras agonizo, y desde la voz de uno de los múltiples narradores/protagonistas, escribe:
Es una tierra dura para el hombre, muy dura. Doce kilómetros del sudor de su cuerpo barridos de la tierra del Señor, donde el Señor le dijo que lo sudara. En ninguna parte de este mundo pecador puede un hombre honrado y trabajador sacar provecho. Lo sacan los que tienen tiendas en las ciudades, sin sudor de ninguna clase, viviendo de los que sudan por ellos.
Pero no el hombre que trabaja duro, el campesino. A veces me pregunto por qué seguimos en ello. Es porque nos aguarda una recompensa allá arriba, donde ellos no pueden llevarse sus autos y demás [...] Pero es una larga espera, al parecer. No está bien que un hombre tenga que ganar la recompensa por sus buenas acciones faltándole el respeto a sí mismo y a sus muertos [...] Yo soy un elegido del Señor, porque Él castiga a los que ama. Pero que me cuelguen si su forma de demostrarlo no es extraña. Pero ahora voy a poder ponerme los dientes. Y va a ser un consuelo. Vaya que sí. (9)
La realidad de Palahniuk, como la nuestra, es otra bien distinta (10). As I lay down: donde la post-adolescencia del personaje de Palahniuk impide traducir el título de Faulkner como suele hacerse en español, «mientras agonizo», sino algo así como: mientras estoy ahí tumbado, en mi jergón de inmadurez, y donde ya ni siquiera puedo decir aquello de «mamá ha muerto hoy», como proclamaba con frialdad Mersault al comienzo de El extranjero. Sino que aquí estoy, tumbado conmigo mismo y con un edipismo occidental que no se atreve a decir su nombre, y repitiendo para mí el título de aquella canción de Nirvana: ‘I hate myself and I wanna die’.
Sólo su doble lo salva de ese ser-para-la-muerte que no es tal —y porque no es tal, y sólo por eso, esa pequeña fantasía jekyllhydeana puede salvarlo—. Salvado por el narcisismo. Laura Mulvey, en el artículo que mencionábamos —‘Visual pleasure and narrative cinema’, publicado originalmente en 1973 y después en 1975 en la legendaria revista Screen--, afirma:
The cinema offers a number of posible pleasures. One is scopophilia. There are circumstances in wich looking itself is a source of pleasure, just as, in the reverse formation, there is a pleasure in being looked at. (11)
Continúa con la manera en que Freud, en Three essays on sexuality (1905), asocia la escopofilia con el tomar a otras personas como objetos, supeditándolas a una mirada curiosa y controladora. Mecanismo narcisista que encuentra su ejemplo arquetípico, para Freud, en las actividades voyeurísticas de los niños, que son una manera de expresar su deseo de mirar y hacer seguro el terreno de lo privado y lo prohibido (12).
En la cinta mexicana Los amores perros de Alejandro González Iñárritu, encontramos a un personaje protagonista que ha sido definido como «añorante de su rol paterno» por el crítico Gustavo García (13). En dicho film, afirma Gustavo García, se practica una estrategia recurrente en la actualidad de un cine mexicano marcado a fuego por esa mirada masculina de la que habla Laura Mulvey: la estrategia de «una forma de inseguridad [comercial] que se disfraza de grito y estallido para confundir al enemigo». No es difícil trasladar esa inseguridad y esa estrategia del disfraz desconcertante tanto para la película Fight Club como para buena parte de las novelas de Chuck Palahniuk. La citada crítica de Gustavo García es reproducida por la profesora Janine Zambrano en su blog Una vista propia con el título ‘Amores perros, pericia visual y astucia narrativa, pero...’ (14), significativo dado el interés de Zambrano por la crítica de género. A mi juicio, poca astucia narrativa encontramos en la película/novela Fight Club: los diálogos del comienzo y las declaraciones de intenciones del protagonista sí demuestran hasta dónde puede llegar la habilidad de Pahlaniuk para el manejo de un lenguaje epatante en el mejor de los sentidos, y vibrante. Poca astucia narrativa, pero mucha pericia visual en su traducción a película: no es difícil recordar Fight Club por todo lo que tiene de despliegue visual; no en vano David Fincher traslada a su cine buena parte del lenguaje del videoclip y la publicidad, un lenguaje que es exactamente el que le corresponde a Fight Club en su —cínica— crítica de la sociedad de consumo.
Desear ser deseada es para Laura Mulvey la única función que la mujer cumple en el cine clásico. Y también sería la premisa que mueve al protagonista de Fight Club. O la del autor de la novela, transparentando sus deseos, como comentábamos —como ha confesado siempre él—, de epatar a toda costa tras el fracaso de su intento de vender su primera novela. Palahniuk se ha mostrado siempre muy consciente de —y muy comunicativo hacia la prensa sobre— su proceso como autor-en relación-al-mercado. En entrevista con Pedro Vallín, por ejemplo, en el periódico La Vanguardia (4 de junio, 2010), promocionando la traducción de su novela Snuff (15), y ante uno de las preguntas menos cicateras del periodista, parece reflexionar de pronto sobre la evolución de su carrera:
—Pedro Vallín: Sus personajes adultos —el actor fracasado, y los dos actores porno en decadencia— son desengañados del sueño americano, y los dos jóvenes —el actor porno amateur y la coordinadora de actores— están buscando ingenuamente hacerse ricos. ¿Se considera un autor fatalista?
—Chuck Palahniuk: [Guarda silencio medio minuto, mirando fijamente a la mesa]... Creo que soy más bien naturalista, porque la mayor parte de nosotros encontramos un sistema para conseguir el éxito, lo que nos propongamos, y una vez que nos va bien repetimos ese modelo de acción una y otra vez hasta el desastre. Así que, de algún modo, todos estamos condenados a tener éxito en primera instancia y a fracasar a largo plazo, de una forma natural. (16)
4. EL FALO DESFETICHIZADO (Y REFETICHIZADO) O DE CÓMO PERDIMOS (Y GANAMOS) ARIZONA
Now nobody was in the cave
Now the narrative was no longer
Modern.
Manliness left
The man and left
The woman
Anna Moschovakis
Now the narrative was no longer
Modern.
Manliness left
The man and left
The woman
Anna Moschovakis
Félix Duque data el fin de la posmodernidad en el 11 de septiembre. Pocos años después, una terrible crisis económica asola el planeta y no sabemos si es el eterno retorno que, de la crisis económica, lleva cifrado en su ADN el capitalismo o es, por el contrario, otra cosa; acaso, la primera crisis descarnada de una descarnada y probable nueva hipermodernidad. Donde el fake se revela y todos nosotros, pero todos —enemigos del capitalismo, enemigos del primer mundo, periféricos y luchadores que perfeccionan su vistoso juego de piernas antes de entrar en la definitiva liza globalizadota— estamos incluidos en el fake mientras el resto (y también nosotros) nos observa(mos).
Frente a la mayoría de críticas a Fight Club, Alexandra Juhasz, sorprendentemente, afirma en ‘The phallus unfestished’ que éste es uno de sus films feministas preferidos de 1999, y para defender su idea comienza este trabajo citando la siguiente escena: «Marla and Tyler are about to rush out of her seedy flophouse, just steps ahead of the police. He’s saved her from suicide. Sort of. He eyes a dildo on her dresser. “Don´t worry, it’s not a threat to you”, she states impassively». Y poco después afirma que «a dildo puts something close to a penis into the hands of anyone who desires one. Masculinity, revealed as an effect of signification, becomes available to all» (17).
Después de desactivar la idea de una masculinidad vinculada al protofascismo, la ironía del dildo de Marla revela una masculinidad mucho menos traumática, que-no-tiene-por-qué destruir-el-mundo.
Una masculinidad al alcance de todos/as.
Frente a la mayoría de críticas a Fight Club, Alexandra Juhasz, sorprendentemente, afirma en ‘The phallus unfestished’ que éste es uno de sus films feministas preferidos de 1999, y para defender su idea comienza este trabajo citando la siguiente escena: «Marla and Tyler are about to rush out of her seedy flophouse, just steps ahead of the police. He’s saved her from suicide. Sort of. He eyes a dildo on her dresser. “Don´t worry, it’s not a threat to you”, she states impassively». Y poco después afirma que «a dildo puts something close to a penis into the hands of anyone who desires one. Masculinity, revealed as an effect of signification, becomes available to all» (17).
Después de desactivar la idea de una masculinidad vinculada al protofascismo, la ironía del dildo de Marla revela una masculinidad mucho menos traumática, que-no-tiene-por-qué destruir-el-mundo.
Una masculinidad al alcance de todos/as.
(1) Ya que voy a usar este término de forma recurrente en este trabajo, trataré de dejarlo inoperativo desde el principio: ¿desde cuándo usamos el término? Sabemos la respuesta, lo que quiero decir es: ¿hasta cuándo vamos a seguir usándolo? David Foster Wallace, quizás el heredero más importante de la clásica novela posmoderna —sección densa: Pynchon, Barth et al.— ya ironizó sobre el tema forjando el término “post-post-modernismo” ni más ni menos que en 1989, en esa deliciosa parodia/homenaje/autobiografía de un autor posmoderno que no quiere ser posmoderno llamada ‘Hacia el oeste, el avance del imperio continúa’ (“relato” de 160 páginas incluido en su libro de relatos Girl With Curious Hair, y cito de su edición española: La niña del pelo raro, trad. de Javier Calvo, Mondadori, Barcelona, 2000, pp. 243-405).
(2) “Ikea Boy Fights Back. Fight Club, Consumerism, and the Political Limits of Nineties Cinema”, en Jon Lewis ed., The End of Cinema as We Know It: American Films in the 1990s, New York University Press, 2001, p. 97.
(3) Sarah Tomlinson, “Is it fistfighting, or just multitasking? Fight Club author Chuck Palahniuk offers advice on what to do when you haven’t got time for the pain”, en Salon, 13 de octubre, 1999.
Vínculo: http://www.salon.com/entertainment/movies/int/1999/10/13/palahniuk/index.html. (Última consulta el 15 de septiembre de 2010).
(4) Recogido en Film and Theory. An Anthology, ed. de Robert Stam y Toby Miller, Blackwell, Cornwall, 2000, pp. 483-494.
(5) Es bien conocido, porque Chuck Palahniuk así lo ha comentado en multitud de ocasiones, que el proyecto Mayhem al que está dedicada la segunda mitad de la novela y del film —a mi juicio la parte más débil, y en la que la brillante exposición inicial queda desvirtuada e inutilizada— está inspirado en un grupúsculo llamado Cacophony Society al que Palahniuk perteneció en su juventud, y con el que aún se reúne para sus actividades/performances: apenas gamberradas, de no demasiado mal gusto —al menos las reveladas por Pahlaniuk— y que tendrían su popularización en el reciente fenómeno de las “quedadas” organizadas por internet, mediante las que se convoca a una masa de gente en espacios públicos para improvisar acciones llamativas, con mensaje crítico o, al menos, cierta reflexión de fondo, pero siempre con un marcado carácter lúdico. La realidad de esta realidad esconde, por tanto, la acepción más amable de la palabra “mayhem”.
(6) Op. cit., p. 488.
(7) “The Phallus UnFetished: The end of maculinity as we know it in late-1990s “feminist” cinema”, recogido en The End of Cinema as We Know It: American Film in the Nineties, op. cit., p. 214.
(8) También en esta obra afirma: «La historia nos enseña que las buenas rutas no tienen fundación, y la geografía que la tierra no es fértil sino en una delgada capa». Se apoya además en Paul Valéry, y lo cita cuando este escribía que lo más profundo es la piel (trad. de Miguel Morey, Paidós, Barcelona, 2005, p. 36).
(9) Trad. de Jesús Zulaika, Anagrama, Barcelona, 2010, p. 104.
(10) Los novelistas que se encarguen, en el futuro, de trabajar en campos menos amables de la realidad, más cercanos a los de Faulkner y sus personajes «blancos que viven como negros» —el último escalafón social del sur de los EEUU—, muy probablemente provendrán de la “periferia” occidental. Importante ha sido, por ejemplo, la nómina de escritores de tal procedencia en segunda generación, en las últimas promociones de narradores británicos desde los años 70-80 del siglo pasado.
(11) “Visual Pleasure and Narrative Cinema”, op. cit., p. 485.
(12) Ibid., p. 485.
(13) En la revista Letras Libres, julio de 2000. Enlace para la versión digital: http://www.letraslibres.com/index.php?art=6417. (Visitado el 15 de septiembre de 2010).
(14) (Visitado el 15 de septiembre de 2010).
(15) Trad. de Javier Calvo, Mondadori, Barcelona, 2010.
(16) http://www.lavanguardia.es/cultura/noticias/20100604/53940267882/palahniuk-mi-literatura-es-naturalista-internet-hollywood-mondadori-madrid-bunuel-europa-feria.html (Visitado el 15 de septiembre de 2010).
(17) “The Phallus Unfetished”, op. cit., pp. 210-211.
(2) “Ikea Boy Fights Back. Fight Club, Consumerism, and the Political Limits of Nineties Cinema”, en Jon Lewis ed., The End of Cinema as We Know It: American Films in the 1990s, New York University Press, 2001, p. 97.
(3) Sarah Tomlinson, “Is it fistfighting, or just multitasking? Fight Club author Chuck Palahniuk offers advice on what to do when you haven’t got time for the pain”, en Salon, 13 de octubre, 1999.
Vínculo: http://www.salon.com/entertainment/movies/int/1999/10/13/palahniuk/index.html. (Última consulta el 15 de septiembre de 2010).
(4) Recogido en Film and Theory. An Anthology, ed. de Robert Stam y Toby Miller, Blackwell, Cornwall, 2000, pp. 483-494.
(5) Es bien conocido, porque Chuck Palahniuk así lo ha comentado en multitud de ocasiones, que el proyecto Mayhem al que está dedicada la segunda mitad de la novela y del film —a mi juicio la parte más débil, y en la que la brillante exposición inicial queda desvirtuada e inutilizada— está inspirado en un grupúsculo llamado Cacophony Society al que Palahniuk perteneció en su juventud, y con el que aún se reúne para sus actividades/performances: apenas gamberradas, de no demasiado mal gusto —al menos las reveladas por Pahlaniuk— y que tendrían su popularización en el reciente fenómeno de las “quedadas” organizadas por internet, mediante las que se convoca a una masa de gente en espacios públicos para improvisar acciones llamativas, con mensaje crítico o, al menos, cierta reflexión de fondo, pero siempre con un marcado carácter lúdico. La realidad de esta realidad esconde, por tanto, la acepción más amable de la palabra “mayhem”.
(6) Op. cit., p. 488.
(7) “The Phallus UnFetished: The end of maculinity as we know it in late-1990s “feminist” cinema”, recogido en The End of Cinema as We Know It: American Film in the Nineties, op. cit., p. 214.
(8) También en esta obra afirma: «La historia nos enseña que las buenas rutas no tienen fundación, y la geografía que la tierra no es fértil sino en una delgada capa». Se apoya además en Paul Valéry, y lo cita cuando este escribía que lo más profundo es la piel (trad. de Miguel Morey, Paidós, Barcelona, 2005, p. 36).
(9) Trad. de Jesús Zulaika, Anagrama, Barcelona, 2010, p. 104.
(10) Los novelistas que se encarguen, en el futuro, de trabajar en campos menos amables de la realidad, más cercanos a los de Faulkner y sus personajes «blancos que viven como negros» —el último escalafón social del sur de los EEUU—, muy probablemente provendrán de la “periferia” occidental. Importante ha sido, por ejemplo, la nómina de escritores de tal procedencia en segunda generación, en las últimas promociones de narradores británicos desde los años 70-80 del siglo pasado.
(11) “Visual Pleasure and Narrative Cinema”, op. cit., p. 485.
(12) Ibid., p. 485.
(13) En la revista Letras Libres, julio de 2000. Enlace para la versión digital: http://www.letraslibres.com/index.php?art=6417. (Visitado el 15 de septiembre de 2010).
(14) (Visitado el 15 de septiembre de 2010).
(15) Trad. de Javier Calvo, Mondadori, Barcelona, 2010.
(16) http://www.lavanguardia.es/cultura/noticias/20100604/53940267882/palahniuk-mi-literatura-es-naturalista-internet-hollywood-mondadori-madrid-bunuel-europa-feria.html (Visitado el 15 de septiembre de 2010).
(17) “The Phallus Unfetished”, op. cit., pp. 210-211.
[Artículo publicado originalmente en el número 29 (2011) de El coloquio de los perros].
1
Sabido es que, en el teatro isabelino, toda la realidad de lo que acontecía en escena, incluidos los lugares de la acción, quedaba pintada por las palabras que los actores recitaban. Una característica como ésta, común a toda obra dramática, es exacerbada por el hecho de que estas representaciones, en los ruidosos escenarios populares del Londres de la época, carecían de decorado —apenas unos arbustos en macetas, para representar un bosque, o unas antorchas portadas por los actores, para indicar que había caído la noche (1)—, y las transiciones ente espacios muy distintos podían sucederse a gran velocidad.
Sabido es también que Shakespeare explotó como nadie el recurso del teatro dentro del teatro, por ejemplo —un ejemplo señero— en una de las escenas claves del argumento en Hamlet, en la que Hamlet representa ante la corte, y mezclado con los comediantes, la verdad criminal de lo acontecido con su tío y con su padre.
Dentro de este campo de medios narrativos como cajas chinas —cajas que contienen otras cajas—, he encontrado en la obra Tragedia española del autor isabelino Thomas Kyd, uno de los dramaturgos más importantes antes de Shakespeare —murió de forma temprana, y coincidieron en el tiempo: Shakespeare era un poco más joven que él—, una conversación que me sorprende no sólo por esa plasticidad espacial tan directa, que dibuja espacios con las palabras, espacios narrativos, sino porque se me antoja una prefiguración de la narración en secuencias dibujadas, y acompañadas con diálogos; aquello que hoy denominamos cómic o historieta:
JERÓNIMO.— ¿Eres pintor? ¿Podrías pintarme una lágrima, o una herida, un gemido o un suspiro? ¿Podrías pintarme un árbol como éste? [...] Mirad, señor, veréis, quisiera que me pintarais en mi galería, con vuestros óleos de color mate, y me retrataseis como Justicia Mayor de España con cinco años menos de los que tengo. ¿Lo entendéis, señor? Dejad pasar esos cinco años, dejadlos marchar. Mi esposa Isabel estaría de pie a mi lado con una mirada expresiva hacia mi hijo Horacio, como si pudiese decir de alguna forma «Dios te bendiga, dulce hijo mío», y mi mano se apoyaría sobre su cabeza. Así, señor, ¿lo veis? ¿Podríais hacerlo?
PINTOR.— Por supuesto, señor.
JERÓNIMO.— Por favor, os lo ruego, atendedme, señor. Después, señor, quisiera que pintaseis este árbol, este mismo árbol. ¿Podríais pintar un grito afligido?
PINTOR.— En apariencia, señor.
JERÓNIMO.— Más aún, debiera oírse, pero ¿ya para qué? Bien, señor, pintadme un joven atravesado repetidamente por espadas de rufianes colgado de este árbol. ¿Sabríais dibujar a un asesino? [...] Poned a prueba vuestro arte y que sus barbas sean del mismísimo color de Judas, y sus cejas prominentes; no lo olvidéis nunca. Después, señor, tras algún ruido violento, me representaréis en camisa, con ropajes bajo el brazo, antorcha en mano y mi espada así alzada, diciendo estas palabras: «¿Qué ruido es éste? ¿Quién llama a Jerónimo?». ¿Podríais hacerlo?
PINTOR.— Claro, señor.
JERÓNIMO .— Bien, señor, después me representaréis recorriendo los senderos del jardín con expresión trastornada y con cabellos sueltos sobresaliendo del gorro de dormir. Las nubes proclamarán su tristeza, se oscurecerá la luna, se pagarán las estrellas, soplarán los vientos, redoblarán las campanas, ululará el búho, croarán los sapos, chirriarán los minutos, y el reloj anunciará la medianoche. Y por último, señor, me veréis contemplando con pavor a un hombre ahorcado, balanceándose de un lado a otro, como sólo el viento puede mover a un hombre, y cortando la soga de inmediato. Al examinarlo con la ayuda de mi antorcha, descubriré que se trata de mi hijo Horacio. Ahí debéis mostrar el delirio. Pintadme como al anciano Príamo de Troya gritando: «¡El palacio está en llamas! ¡Arde el palacio como la antorcha sobre mi cabeza!». Que maldiga, que enloquezca, que grite, volvedme loco, traedme de nuevo a la cordura, que maldiga al infierno e invoque al cielo y, finalmente, dejadme en un trance.
PINTOR.— ¿Y éste sería el final?
JERÓNIMO.— Ay, no que no hay fin a ello; el fin no es sino muerte y locura. Nunca me siento mejor que cuando estoy loco; entonces pienso que soy un valiente, entonces soy capaz de hacer portentos, mas me engaña la razón; he ahí el tormento, he ahí el infierno. Al final, señor, traedme ante uno de los asesinos. Aunque fuese tan fuerte como Héctor, yo lo despedazaría y arrastraría a todas partes. (Llevado por el arrebato, Jerónimo se lía a golpes con el pintor. Salen). (2)
Sabido es también que Shakespeare explotó como nadie el recurso del teatro dentro del teatro, por ejemplo —un ejemplo señero— en una de las escenas claves del argumento en Hamlet, en la que Hamlet representa ante la corte, y mezclado con los comediantes, la verdad criminal de lo acontecido con su tío y con su padre.
Dentro de este campo de medios narrativos como cajas chinas —cajas que contienen otras cajas—, he encontrado en la obra Tragedia española del autor isabelino Thomas Kyd, uno de los dramaturgos más importantes antes de Shakespeare —murió de forma temprana, y coincidieron en el tiempo: Shakespeare era un poco más joven que él—, una conversación que me sorprende no sólo por esa plasticidad espacial tan directa, que dibuja espacios con las palabras, espacios narrativos, sino porque se me antoja una prefiguración de la narración en secuencias dibujadas, y acompañadas con diálogos; aquello que hoy denominamos cómic o historieta:
JERÓNIMO.— ¿Eres pintor? ¿Podrías pintarme una lágrima, o una herida, un gemido o un suspiro? ¿Podrías pintarme un árbol como éste? [...] Mirad, señor, veréis, quisiera que me pintarais en mi galería, con vuestros óleos de color mate, y me retrataseis como Justicia Mayor de España con cinco años menos de los que tengo. ¿Lo entendéis, señor? Dejad pasar esos cinco años, dejadlos marchar. Mi esposa Isabel estaría de pie a mi lado con una mirada expresiva hacia mi hijo Horacio, como si pudiese decir de alguna forma «Dios te bendiga, dulce hijo mío», y mi mano se apoyaría sobre su cabeza. Así, señor, ¿lo veis? ¿Podríais hacerlo?
PINTOR.— Por supuesto, señor.
JERÓNIMO.— Por favor, os lo ruego, atendedme, señor. Después, señor, quisiera que pintaseis este árbol, este mismo árbol. ¿Podríais pintar un grito afligido?
PINTOR.— En apariencia, señor.
JERÓNIMO.— Más aún, debiera oírse, pero ¿ya para qué? Bien, señor, pintadme un joven atravesado repetidamente por espadas de rufianes colgado de este árbol. ¿Sabríais dibujar a un asesino? [...] Poned a prueba vuestro arte y que sus barbas sean del mismísimo color de Judas, y sus cejas prominentes; no lo olvidéis nunca. Después, señor, tras algún ruido violento, me representaréis en camisa, con ropajes bajo el brazo, antorcha en mano y mi espada así alzada, diciendo estas palabras: «¿Qué ruido es éste? ¿Quién llama a Jerónimo?». ¿Podríais hacerlo?
PINTOR.— Claro, señor.
JERÓNIMO .— Bien, señor, después me representaréis recorriendo los senderos del jardín con expresión trastornada y con cabellos sueltos sobresaliendo del gorro de dormir. Las nubes proclamarán su tristeza, se oscurecerá la luna, se pagarán las estrellas, soplarán los vientos, redoblarán las campanas, ululará el búho, croarán los sapos, chirriarán los minutos, y el reloj anunciará la medianoche. Y por último, señor, me veréis contemplando con pavor a un hombre ahorcado, balanceándose de un lado a otro, como sólo el viento puede mover a un hombre, y cortando la soga de inmediato. Al examinarlo con la ayuda de mi antorcha, descubriré que se trata de mi hijo Horacio. Ahí debéis mostrar el delirio. Pintadme como al anciano Príamo de Troya gritando: «¡El palacio está en llamas! ¡Arde el palacio como la antorcha sobre mi cabeza!». Que maldiga, que enloquezca, que grite, volvedme loco, traedme de nuevo a la cordura, que maldiga al infierno e invoque al cielo y, finalmente, dejadme en un trance.
PINTOR.— ¿Y éste sería el final?
JERÓNIMO.— Ay, no que no hay fin a ello; el fin no es sino muerte y locura. Nunca me siento mejor que cuando estoy loco; entonces pienso que soy un valiente, entonces soy capaz de hacer portentos, mas me engaña la razón; he ahí el tormento, he ahí el infierno. Al final, señor, traedme ante uno de los asesinos. Aunque fuese tan fuerte como Héctor, yo lo despedazaría y arrastraría a todas partes. (Llevado por el arrebato, Jerónimo se lía a golpes con el pintor. Salen). (2)
2
Copio ahora un fragmento encontrado en Biographia Literaria de Samuel T. Coleridge, concretamente en una recensión que Coleridge hace de la poesía de su amigo William Wordsworth, dentro, a su vez, de la parte de esta obra —extensa y extraordinariamente heterogénea, por lo demás— en que el poeta romántico inglés, en 1815, desmenuza las distintas propiedades, características y posibilidades de la narración y la descripción dentro de la lírica: Debe haber un motivo muy poderoso —como, por ejemplo, que la descripción sea necesaria para entender la historia— que me induzca a describir en una serie de versos lo que un dibujante me podría proporcionar con una satisfacción incomparablemente superior mediante media docena de trazos, o un pintor con otras tantas pinceladas.
Describir, ¿es des-escribir? Es exactamente lo que pide al pintor el personaje de la tragedia de Kyd: curioso ese escribir como desescribir, para invocar un describir mejor y más fehaciente delegando en otra arte.
Justamente sobre la “lectura” de esas imágenes, añade Coleridge: Con demasiada frecuencia esas descripciones causan en la mente del lector que está decidido a entender a su autor una sensación de esfuerzo no muy distinto del que exige construir un diagrama para una tesis de geometría, línea por línea. Es como tomar las piezas de un mapa diseccionado de su estuche. Primero miramos una parte, luego otra, después una tercera, y por fin las reunimos en una gavilla, y cuando se han completado los sucesivos actos de atención hay en la mente un esfuerzo de retrospección para contemplarlo todo como un conjunto. (3)
El cómic plantea la narración mediante secuencias sucesivas: mapa de un tiempo espaciado y dividido, secuenciado en suma, y que el lector debe reconstruir en su lectura como el ojo, inadvertida y mágicamente, reconstruye el movimiento de las imágenes secuenciadas y estáticas en secreto del cine —si la fotografía es la verdad, el cine es la verdad veinticuatro veces por segundo, afirmaba Jean-Luc Godard—.
Por otra parte, en el juicio que Coleridge hace a continuación residiría el principal argumento que los denostadores del cómic o historieta podrían sostener para proclamar la supuesta inferioridad de este medio con respecto a la narración hecha solo de palabras, el —incomprensible— demérito de su propósito de narrar con imágenes: El poeta debe pintar para la imaginación, no para la fantasía, y no conozco mejor distinción entre estas dos facultades. (4)
Para entender correctamente esta aseveración de Coleridge, debemos recordar ahora uno de los conceptos más divulgados de su faceta teórica, expuesta en esta Biographia Literaria: la distinción entre fantasía (Fancy) e imaginación (Imagination): la primera inventa sobre algo ya dado, y de alguna forma mimetiza; la segunda, para Coleridge, nos llevaría a lo genuinamente creativo, dando forma a seres vivientes. Por lo que la Imagination se impondría sobre la Fancy como verdadero teatro mental para el poeta o creador de genio, inspirado, frente al poeta o creador que se limita a jugar sobre lo ya existente, imitando, sin aportar una verdadera creación nueva, una creación de verdad.
Es su particular concepción del idealismo alemán, de cuya asimilación nos ofrece su precipitado en las páginas de su Biographia Literaria. Y es la diferencia entre la creación artística entendida como totalidad orgánica, que de alguna forma vive, de las febles producciones creativas sostenidas en fragmentos que no podrán dar constancia nunca de la totalidad a la que pertenecen, porque son mera imitación, e imitación inane, vacía, muerta.
Quizás aquí resida la raíz del demérito que algunos todavía le adjudican al joven —apenas poco más de un siglo— medio de la historieta, tebeo o cómic, como si se tratara de una suerte de hermano menor de la literatura, el cine o la ilustración —aún peor: de la literatura infantil o juvenil, de la animación y la ilustración para niños— que imitase a unos y a otros sin aportar novedad alguna, ninguna creación viva. Pero es un demérito, en todo caso, que decrece para muchas de estas voces críticas conforme el joven medio va ofreciendo obras incontestables —y aunque en sus primeras décadas ya dio sobradas muestras del alcance de su poder expresivo, así como un buen puñado de obras maestras.
Un medio joven, decimos; tanto, por ejemplo como el cine. El lector infantil y juvenil no era un target que contemplase de forma prioritaria la importante industria del cómic que se generó en Estados Unidos en torno a la prensa diaria, con magnates como el conocido William Rundolph Hearst apoyándolo de forma decidida, en la conocida como “Edad Dorada” del medio. El inmigrante, por ejemplo, piedra angular del crecimiento y desarrollo de la nación y sin embargo lector deficitario del resto del tabloide, necesitado de un medio de acceso progresivo a la escritura sin apoyo de imágenes, sí ocupaba más propiamente este lugar como objetivo. Pero la posterior vinculación del medio con ese otro tipo de lector infantil o juvenil —reforzada, en su caso, por la aparición del formato del comic-book—, ha supuesto un lastre para su consideración, de la misma forma que sucedió con el cine de animación.
No es el propósito de este breve texto reivindicar dicha consideración, que se da, como decimos, de forma creciente o que se va dando, de forma sucesiva y hace tiempo, en oleadas cada vez más firmes. No es su propósito porque el medio ya lo hace por su cuenta, mediante obras que hablan por sí mismas y acotando firmemente un terreno que, en todo caso, conecta desde el futuro con ese glorioso pasado de las primeras décadas del siglo pasado —en esta conexión resulta paradigmático el caso de Chris Ware, a través de obras como Jimmy Corrigan, el chico más listo del mundo o Acme Novalty Library—. Pero sí seguiremos cortando y pegando citas y fragmentos de textos que, reflexionando sobre la práctica de la descripción y de la narración, nos puedan llevar a considerar algunos aspectos de esa narrativa secuenciada y dibujada que constituye el medio de la historieta o cómic.
De la misma forma que Ware y su vanguardia acude a las primeras obras maestras del medio, sus obras fundacionales u originarias, nada mejor para rastrear la relación entre la poesía y la imagen, así como la originalidad de uno y otro arte, que acudir al periodo romántico, cuando dicho concepto de originalidad nace tal y como hoy lo entendemos. Regresemos a la temprana Biographia Literaria, considerada como una de las obras fundacionales de la moderna crítica literaria, donde escribe Coleridge: Ese estado de asociación que nos lleva a situar el máximo valor en aquellas cosas por las que un hombre se distingue de otro y a olvidar o soslayar la dignidad que corresponde a la naturaleza humana, el juicio y el sentimiento que puede y debe encontrarse en todas las clases sociales. (5)
Estas palabras fueron escritas por el poeta británico en 1817: la revolución francesa aún estaba muy cerca. La distinción entre la alta y la baja cultura, dinamitada o, al menos, cuestionada en la posmodernidad —distancia hecha dialéctica, dialéctica productora de arte y literatura— toma un sentido tan inaugural como trágico, en estas fechas, de la misma forma que lo hacía la, digamos, dialéctica de fusión ente la tragedia y la comedia que ya comenzó a darse siglos antes, en la era moderna desde, al menos, La Celestina de Fernando de Rojas.
Hoy, el cómic elige tanto argumentos altos como bajos, o los mezcla: no se arredra con los altos, y además mezcla los altos con los bajos. Curioso que una novelista contemporánea española afín a las formas tradicionales de la novela, esto es decimonónicas, como Almudena Grandes, recurra al cómic como defensa de estas mismas formas decimonónicas para comentar recientemente, en su columna de prensa diaria, la popularidad icónica que el movimiento Anonymous ha proporcionado a la imagen del protagonista —es decir, a su máscara— de V de Vendetta, de Alan Moore y David Lloyd. Dado que Alan Moore, afirma la novelista, ha revitalizado en este cómic ya no estas formas decimonónicas, sino el puro el folletín novelístico.
Vayámonos al antifolletín. En el prólogo a su versión del Ulises de James Joyce escribe José María Valverde que «la gran toma de conciencia de nuestro siglo, en cuanto a la mente misma», ha sido la de que «el hombre es, para empezar y siempre, el ser que habla, y que su mundo, su vida y su pensamiento solo alcanzan realidad y sentido humano en cuanto que encuentran cuerpo de palabra» (6). Si el dibujo queda situado en un estadio previo a la palabra, como cuerpo que imita al cuerpo antes de que aparezca el cuerpo de la palabra, garabato que el niño improvisa en el margen de sus libros de textos durante las aburridas clases, sería a su vez el primer balbuceo de la representación mental, un paso previo al símbolo: imitación primera —o segunda, si consideramos lo gestual y pre-teatral— de lo que puede verse, muesca en la pared de la cueva platónica y que representa muy bien, en un primer momento pero también quizás en un último momento —¿hay, por ejemplo, algún episodio bíblico más plástico que el Apocalipsis?—, al hombre como animal que representa.
Los dibujitos estarían, según nuestro fiscal imaginario, muy por debajo de la potencialidad del pensamiento. Pero es que también la palabra quedaba muy por debajo del pensamiento, antes del siglo XX y de su viraje hacia la concepción fenomenológica del pensamiento como palabra —es decir que no podrá haber pensamiento, en adelante, donde no hay palabra—. ¿Por qué no iban a ser considerados infantiles y poco serios los comics, acaso con anterioridad no ha pesado sobre la literatura idéntica acusación? Sigue explicando José María Valverde: Desde que existe reflexión abstracta sobre el mundo, el desarrollo intelectual de la humanidad se ha basado en el supuesto implícito de que el pensamiento estaría por encima y aparte de la palabra —de ahí el carácter incorregiblemente “infantil” y “primitivo” atribuido a la literatura—. (7)
¿No es la historieta, finalmente, pura y dura literatura? Por un quítame allá esos significantes, ¿no apreciaremos la subversión que suponen esos garabatos en los cuadernos del escritor penetrando en la historia que el escritor aboceta junto a los dibujos, en sus cuadernos?
Describir, ¿es des-escribir? Es exactamente lo que pide al pintor el personaje de la tragedia de Kyd: curioso ese escribir como desescribir, para invocar un describir mejor y más fehaciente delegando en otra arte.
Justamente sobre la “lectura” de esas imágenes, añade Coleridge: Con demasiada frecuencia esas descripciones causan en la mente del lector que está decidido a entender a su autor una sensación de esfuerzo no muy distinto del que exige construir un diagrama para una tesis de geometría, línea por línea. Es como tomar las piezas de un mapa diseccionado de su estuche. Primero miramos una parte, luego otra, después una tercera, y por fin las reunimos en una gavilla, y cuando se han completado los sucesivos actos de atención hay en la mente un esfuerzo de retrospección para contemplarlo todo como un conjunto. (3)
El cómic plantea la narración mediante secuencias sucesivas: mapa de un tiempo espaciado y dividido, secuenciado en suma, y que el lector debe reconstruir en su lectura como el ojo, inadvertida y mágicamente, reconstruye el movimiento de las imágenes secuenciadas y estáticas en secreto del cine —si la fotografía es la verdad, el cine es la verdad veinticuatro veces por segundo, afirmaba Jean-Luc Godard—.
Por otra parte, en el juicio que Coleridge hace a continuación residiría el principal argumento que los denostadores del cómic o historieta podrían sostener para proclamar la supuesta inferioridad de este medio con respecto a la narración hecha solo de palabras, el —incomprensible— demérito de su propósito de narrar con imágenes: El poeta debe pintar para la imaginación, no para la fantasía, y no conozco mejor distinción entre estas dos facultades. (4)
Para entender correctamente esta aseveración de Coleridge, debemos recordar ahora uno de los conceptos más divulgados de su faceta teórica, expuesta en esta Biographia Literaria: la distinción entre fantasía (Fancy) e imaginación (Imagination): la primera inventa sobre algo ya dado, y de alguna forma mimetiza; la segunda, para Coleridge, nos llevaría a lo genuinamente creativo, dando forma a seres vivientes. Por lo que la Imagination se impondría sobre la Fancy como verdadero teatro mental para el poeta o creador de genio, inspirado, frente al poeta o creador que se limita a jugar sobre lo ya existente, imitando, sin aportar una verdadera creación nueva, una creación de verdad.
Es su particular concepción del idealismo alemán, de cuya asimilación nos ofrece su precipitado en las páginas de su Biographia Literaria. Y es la diferencia entre la creación artística entendida como totalidad orgánica, que de alguna forma vive, de las febles producciones creativas sostenidas en fragmentos que no podrán dar constancia nunca de la totalidad a la que pertenecen, porque son mera imitación, e imitación inane, vacía, muerta.
Quizás aquí resida la raíz del demérito que algunos todavía le adjudican al joven —apenas poco más de un siglo— medio de la historieta, tebeo o cómic, como si se tratara de una suerte de hermano menor de la literatura, el cine o la ilustración —aún peor: de la literatura infantil o juvenil, de la animación y la ilustración para niños— que imitase a unos y a otros sin aportar novedad alguna, ninguna creación viva. Pero es un demérito, en todo caso, que decrece para muchas de estas voces críticas conforme el joven medio va ofreciendo obras incontestables —y aunque en sus primeras décadas ya dio sobradas muestras del alcance de su poder expresivo, así como un buen puñado de obras maestras.
Un medio joven, decimos; tanto, por ejemplo como el cine. El lector infantil y juvenil no era un target que contemplase de forma prioritaria la importante industria del cómic que se generó en Estados Unidos en torno a la prensa diaria, con magnates como el conocido William Rundolph Hearst apoyándolo de forma decidida, en la conocida como “Edad Dorada” del medio. El inmigrante, por ejemplo, piedra angular del crecimiento y desarrollo de la nación y sin embargo lector deficitario del resto del tabloide, necesitado de un medio de acceso progresivo a la escritura sin apoyo de imágenes, sí ocupaba más propiamente este lugar como objetivo. Pero la posterior vinculación del medio con ese otro tipo de lector infantil o juvenil —reforzada, en su caso, por la aparición del formato del comic-book—, ha supuesto un lastre para su consideración, de la misma forma que sucedió con el cine de animación.
No es el propósito de este breve texto reivindicar dicha consideración, que se da, como decimos, de forma creciente o que se va dando, de forma sucesiva y hace tiempo, en oleadas cada vez más firmes. No es su propósito porque el medio ya lo hace por su cuenta, mediante obras que hablan por sí mismas y acotando firmemente un terreno que, en todo caso, conecta desde el futuro con ese glorioso pasado de las primeras décadas del siglo pasado —en esta conexión resulta paradigmático el caso de Chris Ware, a través de obras como Jimmy Corrigan, el chico más listo del mundo o Acme Novalty Library—. Pero sí seguiremos cortando y pegando citas y fragmentos de textos que, reflexionando sobre la práctica de la descripción y de la narración, nos puedan llevar a considerar algunos aspectos de esa narrativa secuenciada y dibujada que constituye el medio de la historieta o cómic.
De la misma forma que Ware y su vanguardia acude a las primeras obras maestras del medio, sus obras fundacionales u originarias, nada mejor para rastrear la relación entre la poesía y la imagen, así como la originalidad de uno y otro arte, que acudir al periodo romántico, cuando dicho concepto de originalidad nace tal y como hoy lo entendemos. Regresemos a la temprana Biographia Literaria, considerada como una de las obras fundacionales de la moderna crítica literaria, donde escribe Coleridge: Ese estado de asociación que nos lleva a situar el máximo valor en aquellas cosas por las que un hombre se distingue de otro y a olvidar o soslayar la dignidad que corresponde a la naturaleza humana, el juicio y el sentimiento que puede y debe encontrarse en todas las clases sociales. (5)
Estas palabras fueron escritas por el poeta británico en 1817: la revolución francesa aún estaba muy cerca. La distinción entre la alta y la baja cultura, dinamitada o, al menos, cuestionada en la posmodernidad —distancia hecha dialéctica, dialéctica productora de arte y literatura— toma un sentido tan inaugural como trágico, en estas fechas, de la misma forma que lo hacía la, digamos, dialéctica de fusión ente la tragedia y la comedia que ya comenzó a darse siglos antes, en la era moderna desde, al menos, La Celestina de Fernando de Rojas.
Hoy, el cómic elige tanto argumentos altos como bajos, o los mezcla: no se arredra con los altos, y además mezcla los altos con los bajos. Curioso que una novelista contemporánea española afín a las formas tradicionales de la novela, esto es decimonónicas, como Almudena Grandes, recurra al cómic como defensa de estas mismas formas decimonónicas para comentar recientemente, en su columna de prensa diaria, la popularidad icónica que el movimiento Anonymous ha proporcionado a la imagen del protagonista —es decir, a su máscara— de V de Vendetta, de Alan Moore y David Lloyd. Dado que Alan Moore, afirma la novelista, ha revitalizado en este cómic ya no estas formas decimonónicas, sino el puro el folletín novelístico.
Vayámonos al antifolletín. En el prólogo a su versión del Ulises de James Joyce escribe José María Valverde que «la gran toma de conciencia de nuestro siglo, en cuanto a la mente misma», ha sido la de que «el hombre es, para empezar y siempre, el ser que habla, y que su mundo, su vida y su pensamiento solo alcanzan realidad y sentido humano en cuanto que encuentran cuerpo de palabra» (6). Si el dibujo queda situado en un estadio previo a la palabra, como cuerpo que imita al cuerpo antes de que aparezca el cuerpo de la palabra, garabato que el niño improvisa en el margen de sus libros de textos durante las aburridas clases, sería a su vez el primer balbuceo de la representación mental, un paso previo al símbolo: imitación primera —o segunda, si consideramos lo gestual y pre-teatral— de lo que puede verse, muesca en la pared de la cueva platónica y que representa muy bien, en un primer momento pero también quizás en un último momento —¿hay, por ejemplo, algún episodio bíblico más plástico que el Apocalipsis?—, al hombre como animal que representa.
Los dibujitos estarían, según nuestro fiscal imaginario, muy por debajo de la potencialidad del pensamiento. Pero es que también la palabra quedaba muy por debajo del pensamiento, antes del siglo XX y de su viraje hacia la concepción fenomenológica del pensamiento como palabra —es decir que no podrá haber pensamiento, en adelante, donde no hay palabra—. ¿Por qué no iban a ser considerados infantiles y poco serios los comics, acaso con anterioridad no ha pesado sobre la literatura idéntica acusación? Sigue explicando José María Valverde: Desde que existe reflexión abstracta sobre el mundo, el desarrollo intelectual de la humanidad se ha basado en el supuesto implícito de que el pensamiento estaría por encima y aparte de la palabra —de ahí el carácter incorregiblemente “infantil” y “primitivo” atribuido a la literatura—. (7)
¿No es la historieta, finalmente, pura y dura literatura? Por un quítame allá esos significantes, ¿no apreciaremos la subversión que suponen esos garabatos en los cuadernos del escritor penetrando en la historia que el escritor aboceta junto a los dibujos, en sus cuadernos?
3
Un dibujo es igual que un poema, como un árbol es semejante a un pájaro
Juan Carlos Mestre (8)
Juan Carlos Mestre (8)
El trazo como tropo. Movimiento del ojo y del significado. Deleuze y Guattari oponen a una lingüística del significante —que ellos califican de “despótico”— una lingüística de flujos esquizoide, liberadora del deseo y del placer, revolucionaria en suma. Ambos autores se apoyan en Lyotard para afirmar que: el significante se halla superado tanto, hacia el exterior, por las imágenes figurativas, como hacia el interior, por las figuras que las componen, o mejor, por “lo figural”, que viene a desquiciar las separaciones codificadas del significante, a introducirse entre ellas, a trabajar bajo las condiciones de identidad de sus elementos. (9)
Tropo de las identidades, multiplicación del significante en su movimiento perpetuo a través de sí mismo. Ambos autores siguen analizando las forma en que la letra y la palabra, la escritura impresa o manual, franquean el muro del significante «para hacer correr flujos, instaurar cortes que desbordan o rompen las condiciones de identidad del signo, que hacen correr y estallar otros tantos libros en “el libro”» (10).
Y añaden: Del mismo modo, en las artes plásticas, lo figural puro formado por la línea activa y el punto multidimensional y, por el otro lado, las configuraciones múltiples formadas por la línea pasiva y la superficie que engendra, de manera que se abran, como en Paul Klee, esos “entremundos que tal vez son visibles para los niños, los locos, los primitivos”. (11)
Estas últimas palabras las citan de Lyotard, a quien siguen comentando cuando explican: Lyotard muestra en páginas muy bellas que lo que trabaja no es el significante, sino un figural por debajo, que hace surgir configuraciones de imágenes que se sirven de las palabras, las hacen correr y las cortan según flujos y puntos que no son lingüísticos y no dependen del significante ni de sus elementos regulados [...] Las figuras no dependen del significante y de sus efectos: es la cadena significante la que depende de los efectos figurales, formada ella misma por signos asignificantes, aplastando a los significantes tanto como a los significados, tratando a las palabras como cosas, fabricando nuevas unidades, haciendo con figuras no figurativas configuraciones de imágenes que se hacen y se deshacen. (12)
Donde la joven, si no infante narración visual, como buena parte de la narración escrita durante la renovación de su ancien régime decimonónico en el siglo XX, abraza el flujo-esquizo o corte-flujo, tras Hjemslev y su destrucción del sistema estructural del significante y el lenguaje tal y como, poco antes, lo había fijado Saussurre. Abrazo que caracteriza, según Deleuze, la expresión durante el capitalismo: producción de la expresión, si no pura producción. La joven, si no infante, historia de la historieta ilustra, por ejemplo, cómo la industria hace nacer la historieta, y la sostiene cuando esta se da o sigue dándose.
Producción pura, flujos o fluencias que continúan, en el cómic, eso que ya empezó la literatura de cordel en los inicios de la revolución industrial: las series abiertas, inacabables, en las tiras de prensa norteamericanas; los álbumes europeos como series abiertas y cohesionadas por la presencia de un protagonista y unos personajes que nunca envejecen —ni cambian, ya puestos, de ropa—; los comic-books, cuya numeración tiende al infinito, con la reformulación insistente del héroe y sus circunstancias, adaptándolos a las distintas décadas por las que extienden su fluencia; o los manga japoneses, que pueden dedicar decenas y decenas de páginas a hechos que la narrativa dibujada occidental resume en pocas viñetas, aunque este caso se problematiza cuando comprobamos que en China, cuyo papel en el Lejano Oriente con respecto a sus países vecinos ha sido comparado culturalmente al de Grecia en Occidente, pudo haberse dado el capitalismo en el siglo XII —así lo afirman, por ejemplo, Guattari y Deleuze— y determina para algunas de sus obras literarias clásicas una extensión insospechada para las obras literarias occidentales, siquiera en el siglo XIX o en cualquier otro.
¿No denostará el futuro toda edición de Charles Dickens que expurgue sus novelas, originariamente por entregas, de sus ilustraciones originales? ¿Alguien es capaz de deslindar las Alicias de Lewis Carroll de las ilustraciones que para sus primeras ediciones dibujara John Tenniel?
«La excitación de la visión por el sonido y los exponentes del sonido [...] Las “palabras creativas” en el mundo de la imaginación» (13) escribía Coleridge desde su, valga el oxímoron, “clasicismo romántico”; resumiendo el placer que hallamos, en todo caso, para nuestro teatro mental. ¿Y no es la clasicidad, al fin y al cabo, aquello que debemos conquistar una y otra vez, recordar incesantemente, desde nuestra eterna Edad Media?
Roland Barthes, en Lo obvio y lo obtuso, apunta: Muy al contrario de lo que pasa en Oriente, la pintura y la escritura no tienen en Occidente demasiadas relaciones; letra e imagen solo se comunicaron entre sí en los márgenes algo enloquecidos de la creación, lejos del clasicismo. (14)
Como en Oriente, la palabra y la cosa vuelven a acercarse a partir de la representación pictográfica, en nuestros kioscos de hoy: los del siglo XIX, locus solus, y los del siglo XXI, locus conectado. Y, si incluimos como bagatelas a los tebeos, podremos afirmar junto a Coleridge que: Lo que buscamos entonces en la tragedia, que alguno sabios de la Antigüedad tuvieron por el máximo esfuerzo del genio humano, el mismo placer, lo recibimos de una novela recién publicada y otras bagatelas de hoy en día. (15)
Regresamos a casa con nuestra provisión de narraciones impresas. Si recurrimos a una edición digital, nuestro kiosco virtual y en red, ni siquiera salimos ya de casa. Y al fin, mediante una retrospección que es también introspección, lectura silenciosa, da comienzo la gloria del lector. Como afirmara en verso William Wordsworth: Brillan ante el ojo interior / que es la gloria de la soledad. (16)
Es normal que se recele del cómic, porque todo lo que tiene que ver con la imagen es sospechoso. Lacan lo sabía muy bien: donde no interviene la palabra, no se fragua todavía lo simbólico; solo tenemos el plano inferior de lo imaginario (¿Imagination, Fancy?). Es cierto que en los tebeos hay palabras, pero su presencia sigue siendo, contra lo que ocurre en el cine, demasiado plástica, demasiado dibujada: demasiados ¡BANG!, ¡BOOM!, ¡CRASH!, ¡PLAF!, y todo eso.
Claro que el cine empezó siendo mudo. Pero su industria consiguió muy pronto un público total. No el cómic, que salvo en su edad dorada en prensa, o a pesar de ella, vio restringido pronto su target a niños e inmigrantes. La misma Dolores Haze, en la novela Lolita, es caracterizada por Vladimir Nabokov como niña, como niña frívola y perversa, en contraposición al inmigrante europeo Humbert Humbert, inocente inmigrante, perverso europeo, cultureta del viejo mundo que lee poesía culta, largos hexámetros, decadente Romanticismo clásico, en flagrante oxímoron opuesto al Romanticismo de verdad.
Regresar al Romanticismo, a la infancia del sentimiento y de la sensación, al Oriente del pensamiento. Al pictograma y el garabato, a aquello que queremos decir cuando no acabamos de decirlo. A los intentos de representar la cosa, cuando las cosas todavía no quedan trascendidas en ideas más allá de las formas con que tratamos de representarlas; símbolo balbuceado, cuando aún es más cosa que símbolo. Allí donde comienza el balbuceo, comienza la poesía y la fabulación.
Decíamos que Lolita, frente a Humbert Humbert, queda caracterizada como lectora de las tiras de prensa o daily-strips, esto es, como deficiente lectora, además de vulgar y pre-vacaburra. Mientras el viejo pedante Humbert Humbert, pedante y pre-pedófilo, estudia sus cultos volúmenes de antigua poesía inglesa.
Sirva este trabajo-collage como venganza contra ambos.
Tropo de las identidades, multiplicación del significante en su movimiento perpetuo a través de sí mismo. Ambos autores siguen analizando las forma en que la letra y la palabra, la escritura impresa o manual, franquean el muro del significante «para hacer correr flujos, instaurar cortes que desbordan o rompen las condiciones de identidad del signo, que hacen correr y estallar otros tantos libros en “el libro”» (10).
Y añaden: Del mismo modo, en las artes plásticas, lo figural puro formado por la línea activa y el punto multidimensional y, por el otro lado, las configuraciones múltiples formadas por la línea pasiva y la superficie que engendra, de manera que se abran, como en Paul Klee, esos “entremundos que tal vez son visibles para los niños, los locos, los primitivos”. (11)
Estas últimas palabras las citan de Lyotard, a quien siguen comentando cuando explican: Lyotard muestra en páginas muy bellas que lo que trabaja no es el significante, sino un figural por debajo, que hace surgir configuraciones de imágenes que se sirven de las palabras, las hacen correr y las cortan según flujos y puntos que no son lingüísticos y no dependen del significante ni de sus elementos regulados [...] Las figuras no dependen del significante y de sus efectos: es la cadena significante la que depende de los efectos figurales, formada ella misma por signos asignificantes, aplastando a los significantes tanto como a los significados, tratando a las palabras como cosas, fabricando nuevas unidades, haciendo con figuras no figurativas configuraciones de imágenes que se hacen y se deshacen. (12)
Donde la joven, si no infante narración visual, como buena parte de la narración escrita durante la renovación de su ancien régime decimonónico en el siglo XX, abraza el flujo-esquizo o corte-flujo, tras Hjemslev y su destrucción del sistema estructural del significante y el lenguaje tal y como, poco antes, lo había fijado Saussurre. Abrazo que caracteriza, según Deleuze, la expresión durante el capitalismo: producción de la expresión, si no pura producción. La joven, si no infante, historia de la historieta ilustra, por ejemplo, cómo la industria hace nacer la historieta, y la sostiene cuando esta se da o sigue dándose.
Producción pura, flujos o fluencias que continúan, en el cómic, eso que ya empezó la literatura de cordel en los inicios de la revolución industrial: las series abiertas, inacabables, en las tiras de prensa norteamericanas; los álbumes europeos como series abiertas y cohesionadas por la presencia de un protagonista y unos personajes que nunca envejecen —ni cambian, ya puestos, de ropa—; los comic-books, cuya numeración tiende al infinito, con la reformulación insistente del héroe y sus circunstancias, adaptándolos a las distintas décadas por las que extienden su fluencia; o los manga japoneses, que pueden dedicar decenas y decenas de páginas a hechos que la narrativa dibujada occidental resume en pocas viñetas, aunque este caso se problematiza cuando comprobamos que en China, cuyo papel en el Lejano Oriente con respecto a sus países vecinos ha sido comparado culturalmente al de Grecia en Occidente, pudo haberse dado el capitalismo en el siglo XII —así lo afirman, por ejemplo, Guattari y Deleuze— y determina para algunas de sus obras literarias clásicas una extensión insospechada para las obras literarias occidentales, siquiera en el siglo XIX o en cualquier otro.
¿No denostará el futuro toda edición de Charles Dickens que expurgue sus novelas, originariamente por entregas, de sus ilustraciones originales? ¿Alguien es capaz de deslindar las Alicias de Lewis Carroll de las ilustraciones que para sus primeras ediciones dibujara John Tenniel?
«La excitación de la visión por el sonido y los exponentes del sonido [...] Las “palabras creativas” en el mundo de la imaginación» (13) escribía Coleridge desde su, valga el oxímoron, “clasicismo romántico”; resumiendo el placer que hallamos, en todo caso, para nuestro teatro mental. ¿Y no es la clasicidad, al fin y al cabo, aquello que debemos conquistar una y otra vez, recordar incesantemente, desde nuestra eterna Edad Media?
Roland Barthes, en Lo obvio y lo obtuso, apunta: Muy al contrario de lo que pasa en Oriente, la pintura y la escritura no tienen en Occidente demasiadas relaciones; letra e imagen solo se comunicaron entre sí en los márgenes algo enloquecidos de la creación, lejos del clasicismo. (14)
Como en Oriente, la palabra y la cosa vuelven a acercarse a partir de la representación pictográfica, en nuestros kioscos de hoy: los del siglo XIX, locus solus, y los del siglo XXI, locus conectado. Y, si incluimos como bagatelas a los tebeos, podremos afirmar junto a Coleridge que: Lo que buscamos entonces en la tragedia, que alguno sabios de la Antigüedad tuvieron por el máximo esfuerzo del genio humano, el mismo placer, lo recibimos de una novela recién publicada y otras bagatelas de hoy en día. (15)
Regresamos a casa con nuestra provisión de narraciones impresas. Si recurrimos a una edición digital, nuestro kiosco virtual y en red, ni siquiera salimos ya de casa. Y al fin, mediante una retrospección que es también introspección, lectura silenciosa, da comienzo la gloria del lector. Como afirmara en verso William Wordsworth: Brillan ante el ojo interior / que es la gloria de la soledad. (16)
Es normal que se recele del cómic, porque todo lo que tiene que ver con la imagen es sospechoso. Lacan lo sabía muy bien: donde no interviene la palabra, no se fragua todavía lo simbólico; solo tenemos el plano inferior de lo imaginario (¿Imagination, Fancy?). Es cierto que en los tebeos hay palabras, pero su presencia sigue siendo, contra lo que ocurre en el cine, demasiado plástica, demasiado dibujada: demasiados ¡BANG!, ¡BOOM!, ¡CRASH!, ¡PLAF!, y todo eso.
Claro que el cine empezó siendo mudo. Pero su industria consiguió muy pronto un público total. No el cómic, que salvo en su edad dorada en prensa, o a pesar de ella, vio restringido pronto su target a niños e inmigrantes. La misma Dolores Haze, en la novela Lolita, es caracterizada por Vladimir Nabokov como niña, como niña frívola y perversa, en contraposición al inmigrante europeo Humbert Humbert, inocente inmigrante, perverso europeo, cultureta del viejo mundo que lee poesía culta, largos hexámetros, decadente Romanticismo clásico, en flagrante oxímoron opuesto al Romanticismo de verdad.
Regresar al Romanticismo, a la infancia del sentimiento y de la sensación, al Oriente del pensamiento. Al pictograma y el garabato, a aquello que queremos decir cuando no acabamos de decirlo. A los intentos de representar la cosa, cuando las cosas todavía no quedan trascendidas en ideas más allá de las formas con que tratamos de representarlas; símbolo balbuceado, cuando aún es más cosa que símbolo. Allí donde comienza el balbuceo, comienza la poesía y la fabulación.
Decíamos que Lolita, frente a Humbert Humbert, queda caracterizada como lectora de las tiras de prensa o daily-strips, esto es, como deficiente lectora, además de vulgar y pre-vacaburra. Mientras el viejo pedante Humbert Humbert, pedante y pre-pedófilo, estudia sus cultos volúmenes de antigua poesía inglesa.
Sirva este trabajo-collage como venganza contra ambos.
(1) César Oliva y Francisco Torres Monreal, Historia básica del arte escénico, Cátedra, Madrid, 1990, p. 150.
(2) Tres tragedias de venganza: Teatro renacentista inglés, edición y traducción de José Ramón Díaz Fernández, Gredos, Madrid, 2006, pp. 136-139.
(3) Samuel Taylor Coleridge, Biographia Literaria, ed. y trad. de Gabriel Insausti, Pre-Textos, Valencia, 2010, pp. 545-546.
(4) Ibid., p. 546.
(5) Ibid., p. 548.
(6) José María Valverde, prólogo a James Joyce, Ulises, trad. de José María Valverde, Debols!llo, Barcelona, 2011, p. 42.
(7) Ibid., p. 42.
(8) Entrevistado por Mario Pera, en la revista-blog La convención. Poesía, Literatura y otras artes, http://la-convencion.blogspot.com.es/2012/03/entrevista-al-poeta-juan-carlos-mestre.html, 26 de marzo de 2012.
(9) Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Anti Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, trad. de Francisco Monge, Paidós, Barcelona, 1998, p. 251.
(10) Ibid., p. 251.
(11) Ibid., p. 251.
(12) Ibid., p. 251.
(13) Op. cit., Ibid., p. 547.
(14) Roland Barthes, Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, trad. de C. Fernández Medrano, Paidós, Barcelona, 2009, p. 159.
(15) Op. cit., p. 637.
(16) Citado por su amigo Coleridge, ibid., p. 558.
(2) Tres tragedias de venganza: Teatro renacentista inglés, edición y traducción de José Ramón Díaz Fernández, Gredos, Madrid, 2006, pp. 136-139.
(3) Samuel Taylor Coleridge, Biographia Literaria, ed. y trad. de Gabriel Insausti, Pre-Textos, Valencia, 2010, pp. 545-546.
(4) Ibid., p. 546.
(5) Ibid., p. 548.
(6) José María Valverde, prólogo a James Joyce, Ulises, trad. de José María Valverde, Debols!llo, Barcelona, 2011, p. 42.
(7) Ibid., p. 42.
(8) Entrevistado por Mario Pera, en la revista-blog La convención. Poesía, Literatura y otras artes, http://la-convencion.blogspot.com.es/2012/03/entrevista-al-poeta-juan-carlos-mestre.html, 26 de marzo de 2012.
(9) Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Anti Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, trad. de Francisco Monge, Paidós, Barcelona, 1998, p. 251.
(10) Ibid., p. 251.
(11) Ibid., p. 251.
(12) Ibid., p. 251.
(13) Op. cit., Ibid., p. 547.
(14) Roland Barthes, Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, trad. de C. Fernández Medrano, Paidós, Barcelona, 2009, p. 159.
(15) Op. cit., p. 637.
(16) Citado por su amigo Coleridge, ibid., p. 558.
[Artículo publicado originalmente en el número 30 (2012) de El coloquio de los perros].
1.
Time present and time past are both perhaps present in time future.
T. S. Eliot
T. S. Eliot
De la misma manera que hoy muchos miran con nostalgia hacia un pasado que nunca sucedió, otros lo hacemos, mirar con nostalgia, a un futuro que acaso nunca llegue. ¿Debiéramos mirar al futuro con ira, y no con nostalgia?
Pero la distopía no admite rebeliones ni ira, y hoy solo podemos imaginar el futuro como una distopía. Ese futuro que es ahora, que ya está sucediendo. Un futuro que ya no será futuro nunca más. ¿Se nos ha terminado definitivamente el futuro?
Pero la distopía no admite rebeliones ni ira, y hoy solo podemos imaginar el futuro como una distopía. Ese futuro que es ahora, que ya está sucediendo. Un futuro que ya no será futuro nunca más. ¿Se nos ha terminado definitivamente el futuro?
2.
You hide behind a borrowed chase for the sake of future days.
Can, ‘Future days’
Can, ‘Future days’
Desde el Romanticismo, ha ido fraguándose para el arte una suerte de papel sustitutivo de la religión. En realidad, muchos pensadores han ido sospechando tal papel para otras disciplinas de nuestra vida social, a lo largo de la modernidad y la postmodernidad. John Gray, por ejemplo, lo ha analizado en el terreno de la política —el marxismo, el capitalismo, la democracia como nuevos mesianismos; cristianismos reloaded, actualizados—, en su libro Misa negra. La religión apocalíptica y la muerte de la utopía.
Y es que ya lo decían Lacan o Freud: todo lo obliterado, lo reprimido vuelve, a veces de manera secreta, oculta, con mucha más fuerza que antes. ¿Debiéramos des-reprimir, des-obliterar el sentimiento religioso con respecto a nuestra fe en el futuro? ¿Debiéramos fundar una especie de religión en torno a nuestra fe en el futuro?
Quiero decir, para recuperar alguna clase de fe en el futuro.
Alguna clase de fe en alguna clase de futuro.
Y es que ya lo decían Lacan o Freud: todo lo obliterado, lo reprimido vuelve, a veces de manera secreta, oculta, con mucha más fuerza que antes. ¿Debiéramos des-reprimir, des-obliterar el sentimiento religioso con respecto a nuestra fe en el futuro? ¿Debiéramos fundar una especie de religión en torno a nuestra fe en el futuro?
Quiero decir, para recuperar alguna clase de fe en el futuro.
Alguna clase de fe en alguna clase de futuro.
3.
Somos mucho más hábiles para fabricar distopías que para buscar utopías.
Porque somos más hábiles para crear el infierno que para inventar el cielo.
Margaret Atwood
Porque somos más hábiles para crear el infierno que para inventar el cielo.
Margaret Atwood
Como digo, hoy solo podemos imaginar el futuro como una distopía. Pero no siempre fue así. Hace medio siglo, la escuela de Frankfurt reservaba para el arte lo que ellos llamaron utopía. ¿Tenemos tiempo ahora de elaborar una historia de la utopía? ¿Serviría de algo? ¿Serviría, por ejemplo, para entender cómo se ha urdido este futuro sin futuro, este bucle de presente perpetuo en que vivimos hoy atrapados?
En realidad, toda la historia del ser humano no es más que una larga y secreta historia de ciencia-ficción. El ser humano no es más que la ciencia-ficción con la que unos antiguos monos se soñaron a sí mismos.
Dios es un ser secreto de ciencia-ficción, que se hace realidad en nosotros, que va construyendo su lenta posibilidad de existencia en nosotros. Porque, como afirma el filósofo Quentin Meillasoux desde una tesis doctoral futura que no ha publicado todavía —es decir, que ella también se constituye en un futuro que aún no ha llegado, no ha nacido todavía—, Dios no es una realidad pasada y muerta, como afirmaba Nietzsche, sino una realidad futura, no nacida todavía.
Todo, todo nos viene del futuro. Todo nos será dado, entonces. Todo, desde allí, se nos sigue otorgando todavía. Desde el futuro.
Como se nos fue dado siempre. Como, por ejemplo, nos fue dado el lenguaje.
El lenguaje o la música.
El sonido y la imagen.
Todos ellos grandes formas, formas definitivas —y regalos, dones— de la ciencia-ficción.
Waiting for the gift of sound and vision, cantaba David Bowie. Amo con frenesí las cosas en que se une el sonido a la luz, escribía más de cien años antes Charles Baudelaire. Alegrando la vista y el oído, escribirá de nuevo, alguna vez, en un futuro y rutilante siglo XVI, Garcilaso de la Vega.
Desde el futuro de la especie.
El mañana del mono.
En realidad, toda la historia del ser humano no es más que una larga y secreta historia de ciencia-ficción. El ser humano no es más que la ciencia-ficción con la que unos antiguos monos se soñaron a sí mismos.
Dios es un ser secreto de ciencia-ficción, que se hace realidad en nosotros, que va construyendo su lenta posibilidad de existencia en nosotros. Porque, como afirma el filósofo Quentin Meillasoux desde una tesis doctoral futura que no ha publicado todavía —es decir, que ella también se constituye en un futuro que aún no ha llegado, no ha nacido todavía—, Dios no es una realidad pasada y muerta, como afirmaba Nietzsche, sino una realidad futura, no nacida todavía.
Todo, todo nos viene del futuro. Todo nos será dado, entonces. Todo, desde allí, se nos sigue otorgando todavía. Desde el futuro.
Como se nos fue dado siempre. Como, por ejemplo, nos fue dado el lenguaje.
El lenguaje o la música.
El sonido y la imagen.
Todos ellos grandes formas, formas definitivas —y regalos, dones— de la ciencia-ficción.
Waiting for the gift of sound and vision, cantaba David Bowie. Amo con frenesí las cosas en que se une el sonido a la luz, escribía más de cien años antes Charles Baudelaire. Alegrando la vista y el oído, escribirá de nuevo, alguna vez, en un futuro y rutilante siglo XVI, Garcilaso de la Vega.
Desde el futuro de la especie.
El mañana del mono.
4.
—¿Qué vamos a ver?—No lo sé, algo de luz y de sonido.
Alphaville, Jean-Luc Godard
Alphaville, Jean-Luc Godard
La historia de la pintura no es más que una larga y secreta historia de ciencia-ficción.
También la arquitectura, porque idea naves espaciales —literalmente espaciales— para nuestros largos, extraordinariamente largos, intergalácticos viajes por los abismos de nuestra cotidianeidad diminuta y, por tanto, cuántica, cósmica, universal —multiversal, si consideramos su multitud de habitaciones.
¿Desde dónde vivimos nuestra única y milagrosa vida?
Regresemos a la pintura. Velázquez hizo ciencia-ficción desde el momento en que situó al espectador futuro de sus cuadros, tal y como analizara Foucault, en el lugar del rey de España, el hombre más poderoso del universo humano de su tiempo. Claro que hizo también ciencia-ficción, con respecto a los códigos representativos de su tiempo, en cada uno de sus retratos: desde el papa Inocencio X o el conde Duque de Olivares hasta su freidora de huevos o sus mendigos.
Los pintores, sí, inventaban el mundo.
Un mundo inagotable de futura ciencia-ficción.
El pulp de principios de siglo XX —esa ciencia-ficción barata y para todos, esa vanguardia de kiosco— determinó la cultura popular y una iconicidad que, desde entonces, visitan —en la que vibran, en que devienen— muchos pintores con su obra. El regreso a la figuración fue un acto de pura ciencia-ficción, dado que nunca dejó de tener lugar. La gravedad de la estrella Duchamp —¿agujero negro Duchamp?— sigue siendo altamente fascinante, o sea irresistible; pero hasta Damien Hirst renuncia hoy al campo conceptual sin pintura, para volver a la pintura.
¿Qué pintan los pintores cuando la ciencia-ficción se ha hecho presente, uno perpetuo, inasible como el futuro que todo lo invade y todo lo permea y penetra para huir de nosotros y no llegar jamás?
Future delayed.
Ya Cervantes y Velázquez --pictura et poiesis— revelaron al mundo de su tiempo que se había quedado sin pasado. Lo malo es que tampoco tenía ya futuro.
Pienso en Cervantes o en Velázquez y me doy cuenta de que, en realidad, España ya sabía, cuatro siglos atrás, lo que era ser un mundo sin futuro.
Acaso fue por ello que Cervantes o Velázquez pudieron desarrollar obras con tanto, tanto futuro. Obras que, de hecho, fundarían a nivel planetario todo nuestro futuro.
Nuestro futuro que ya se va quedando, a nivel planetario, sin futuro.
También la arquitectura, porque idea naves espaciales —literalmente espaciales— para nuestros largos, extraordinariamente largos, intergalácticos viajes por los abismos de nuestra cotidianeidad diminuta y, por tanto, cuántica, cósmica, universal —multiversal, si consideramos su multitud de habitaciones.
¿Desde dónde vivimos nuestra única y milagrosa vida?
Regresemos a la pintura. Velázquez hizo ciencia-ficción desde el momento en que situó al espectador futuro de sus cuadros, tal y como analizara Foucault, en el lugar del rey de España, el hombre más poderoso del universo humano de su tiempo. Claro que hizo también ciencia-ficción, con respecto a los códigos representativos de su tiempo, en cada uno de sus retratos: desde el papa Inocencio X o el conde Duque de Olivares hasta su freidora de huevos o sus mendigos.
Los pintores, sí, inventaban el mundo.
Un mundo inagotable de futura ciencia-ficción.
El pulp de principios de siglo XX —esa ciencia-ficción barata y para todos, esa vanguardia de kiosco— determinó la cultura popular y una iconicidad que, desde entonces, visitan —en la que vibran, en que devienen— muchos pintores con su obra. El regreso a la figuración fue un acto de pura ciencia-ficción, dado que nunca dejó de tener lugar. La gravedad de la estrella Duchamp —¿agujero negro Duchamp?— sigue siendo altamente fascinante, o sea irresistible; pero hasta Damien Hirst renuncia hoy al campo conceptual sin pintura, para volver a la pintura.
¿Qué pintan los pintores cuando la ciencia-ficción se ha hecho presente, uno perpetuo, inasible como el futuro que todo lo invade y todo lo permea y penetra para huir de nosotros y no llegar jamás?
Future delayed.
Ya Cervantes y Velázquez --pictura et poiesis— revelaron al mundo de su tiempo que se había quedado sin pasado. Lo malo es que tampoco tenía ya futuro.
Pienso en Cervantes o en Velázquez y me doy cuenta de que, en realidad, España ya sabía, cuatro siglos atrás, lo que era ser un mundo sin futuro.
Acaso fue por ello que Cervantes o Velázquez pudieron desarrollar obras con tanto, tanto futuro. Obras que, de hecho, fundarían a nivel planetario todo nuestro futuro.
Nuestro futuro que ya se va quedando, a nivel planetario, sin futuro.
5.
Ser a mesma coisa de todos os modos possíveis ao mesmo tempo.
Álvaro de Campos / Fernando Pessoa
Álvaro de Campos / Fernando Pessoa
Hace tiempo que existe una suerte de algoritmo Charris, pero solo porque todo autor, todo creador genera un algoritmo; aquello que antes se llamaba una poética en un poeta, un estilo en un artista.
Y hoy todo deviene algoritmo, al menos de momento. Mientras todavía esperamos que la ciencia-ficción nos salve, es decir mientras aún no hemos sido efectivamente salvados; mientras aún no sabemos que acaso no sea la ciencia-ficción lo que puede salvarnos, porque acaso la ciencia-ficción no pueda ya salvarnos.
Charris tiene algo de maquínico en el momento en que Charris, como todo gran autor, se inscribe en un tiempo concreto y nos habla de él, de él y desde él. El arte generado por Charris, el arte al que llamamos Charris, observa el mundo mientras se inscribe en él; observa el mundo mientras él también, como todos nosotros, lo construye. Y el arte Charris lo hace, lo construye, desde lo que es propio del arte y la creación: desde la sensibilidad inteligente y, muy importante, desde el humor; el humor que permite la distancia desde/en el mismo interior de los sistemas, tal y como preconizase, en los albores de la modernidad, el algoritmo Cervantes, el algoritmo Don Quijote.
Ironía e inteligencia. Humanidad para contemplar la deshumanización —como llamase Ortega y Gasset al procedimiento de las vanguardias históricas— y lo que hoy llamamos posthumanidad. Automatismos de la tecnología, de los sistemas, frente a la humanidad de Don Quijote. La red que la tecnología nos brinda con el internet ha devenido enjambre, nos avisa el filósofo Franco “Bifo” Berardi, y Charris construye su propio enjambre paródico, inagotable, con sus continuos saltos temáticos, su fantasía inteligente, su ironía e inventiva, devolviendo a la pintura figurativa la inagotable narrativa de la que esta siempre gozó, durante la modernidad. Hace tiempo que la modernidad fue destruida, saltó en miles de pedazos; y Charris, con una hiperreferencialidad pareja a la del Quijote de Cervantes, rescata lo mejor de ella apostillando, anotando cada uno de esos miles de pedazos y conectándolos con los miles de fragmentos con los que hoy, en nuestro mundo de hiperimágenes, desde todos los flancos imaginables, somos bombardeados.
La ironía se salta los códigos. Así lo hicieron Cervantes y Velázquez, con respecto a los muy fuertes códigos preestablecidos de su tiempo, y así lo hace la obra de Charris, tan fuertemente narrativa, tan vinculada a la literatura, y a la vez tan irreductiblemente pictórica.
La obra de Charris ilustra como pocas la conjuntividad enfrentada a la conectividad de la que habla “Bifo” Berardi en su obra Fenomenología del fin: la fantasía y la libertad de conocimiento frente los signos predeterminados, programados. El verdadero arte siempre ha expresado lo no-dicho, y hoy más que nunca lo no-dicho se nos escapa, pues el diabólico sistema-enjambre que hemos construido así lo determina, «desentrenándonos», como dice “Bifo” Berardi, en la sensibilidad. De esta forma, la verdadera máquina humana que debiera salvar nuestro futuro, frente a la máquina preestablecida, desde lo peor de nuestro pasado, condena nuestro futuro.
Y hoy todo deviene algoritmo, al menos de momento. Mientras todavía esperamos que la ciencia-ficción nos salve, es decir mientras aún no hemos sido efectivamente salvados; mientras aún no sabemos que acaso no sea la ciencia-ficción lo que puede salvarnos, porque acaso la ciencia-ficción no pueda ya salvarnos.
Charris tiene algo de maquínico en el momento en que Charris, como todo gran autor, se inscribe en un tiempo concreto y nos habla de él, de él y desde él. El arte generado por Charris, el arte al que llamamos Charris, observa el mundo mientras se inscribe en él; observa el mundo mientras él también, como todos nosotros, lo construye. Y el arte Charris lo hace, lo construye, desde lo que es propio del arte y la creación: desde la sensibilidad inteligente y, muy importante, desde el humor; el humor que permite la distancia desde/en el mismo interior de los sistemas, tal y como preconizase, en los albores de la modernidad, el algoritmo Cervantes, el algoritmo Don Quijote.
Ironía e inteligencia. Humanidad para contemplar la deshumanización —como llamase Ortega y Gasset al procedimiento de las vanguardias históricas— y lo que hoy llamamos posthumanidad. Automatismos de la tecnología, de los sistemas, frente a la humanidad de Don Quijote. La red que la tecnología nos brinda con el internet ha devenido enjambre, nos avisa el filósofo Franco “Bifo” Berardi, y Charris construye su propio enjambre paródico, inagotable, con sus continuos saltos temáticos, su fantasía inteligente, su ironía e inventiva, devolviendo a la pintura figurativa la inagotable narrativa de la que esta siempre gozó, durante la modernidad. Hace tiempo que la modernidad fue destruida, saltó en miles de pedazos; y Charris, con una hiperreferencialidad pareja a la del Quijote de Cervantes, rescata lo mejor de ella apostillando, anotando cada uno de esos miles de pedazos y conectándolos con los miles de fragmentos con los que hoy, en nuestro mundo de hiperimágenes, desde todos los flancos imaginables, somos bombardeados.
La ironía se salta los códigos. Así lo hicieron Cervantes y Velázquez, con respecto a los muy fuertes códigos preestablecidos de su tiempo, y así lo hace la obra de Charris, tan fuertemente narrativa, tan vinculada a la literatura, y a la vez tan irreductiblemente pictórica.
La obra de Charris ilustra como pocas la conjuntividad enfrentada a la conectividad de la que habla “Bifo” Berardi en su obra Fenomenología del fin: la fantasía y la libertad de conocimiento frente los signos predeterminados, programados. El verdadero arte siempre ha expresado lo no-dicho, y hoy más que nunca lo no-dicho se nos escapa, pues el diabólico sistema-enjambre que hemos construido así lo determina, «desentrenándonos», como dice “Bifo” Berardi, en la sensibilidad. De esta forma, la verdadera máquina humana que debiera salvar nuestro futuro, frente a la máquina preestablecida, desde lo peor de nuestro pasado, condena nuestro futuro.
6.
If all time is eternally present all time is unredeemable.
T. S. Eliot
T. S. Eliot
Historia de una historia de (la) ciencia-ficción. Si la historia nos explica lo que sucedió, decía Aristóteles, la poesía, la creación --poiesis— nos muestra lo que pudo suceder.
¿Existe una poesía del futuro?
El espíritu de la ciencia-ficción del que hablaba Roberto Bolaño.
Una historia de la creación futura --pictura et poiesis futuras—, ¿no debiera comenzar por el futuro en vez de por el pasado, como comienzan todas las cronologías?
Estamos tan ansiosos de futuro que hemos llegado a inventar una forma nostálgica de futurismo: el retrofuturismo.
El cyberpunk, sobre todo, ha tenido especial fortuna en los últimos cuarenta años. Acaso porque ha sido el movimiento de ciencia-ficción que mejor ha descrito nuestro mundo actual. Acaso porque ha terminado por ser la ciencia-ficción menos ficción de todas.
Cyberpunk, steampunk, biopunk. No es extraño que las últimas corrientes más importantes de la ciencia-ficción contemporánea exhiban en sus denominaciones, como remate, el componente léxico “punk”. De todos es conocido el lema punk por antonomasia: «No future».
¿Qué mejor lema que el de «No hay futuro», para una literatura futurista que ya no cree en el futuro?
Que cree, en todo caso, en un futuro clausurado.
Porque no puede haber futuro en una línea temporal donde un presente hipertrofiado lo ocupa todo, lo invade todo. Un presente igual que unas arenas movedizas de las que no parece que podamos ya escapar.
Es curioso, por cierto, que el siglo XX comenzase con la euforia del futurismo y terminara con la rabia y la depresión del «no future» de los punks.
¿Existe una poesía del futuro?
El espíritu de la ciencia-ficción del que hablaba Roberto Bolaño.
Una historia de la creación futura --pictura et poiesis futuras—, ¿no debiera comenzar por el futuro en vez de por el pasado, como comienzan todas las cronologías?
Estamos tan ansiosos de futuro que hemos llegado a inventar una forma nostálgica de futurismo: el retrofuturismo.
El cyberpunk, sobre todo, ha tenido especial fortuna en los últimos cuarenta años. Acaso porque ha sido el movimiento de ciencia-ficción que mejor ha descrito nuestro mundo actual. Acaso porque ha terminado por ser la ciencia-ficción menos ficción de todas.
Cyberpunk, steampunk, biopunk. No es extraño que las últimas corrientes más importantes de la ciencia-ficción contemporánea exhiban en sus denominaciones, como remate, el componente léxico “punk”. De todos es conocido el lema punk por antonomasia: «No future».
¿Qué mejor lema que el de «No hay futuro», para una literatura futurista que ya no cree en el futuro?
Que cree, en todo caso, en un futuro clausurado.
Porque no puede haber futuro en una línea temporal donde un presente hipertrofiado lo ocupa todo, lo invade todo. Un presente igual que unas arenas movedizas de las que no parece que podamos ya escapar.
Es curioso, por cierto, que el siglo XX comenzase con la euforia del futurismo y terminara con la rabia y la depresión del «no future» de los punks.
7.
La búsqueda de la forma sería solo la búsqueda técnica del tiempo.
Paul Virilio
Paul Virilio
Historia de una historia de (la) ciencia-ficción: space opera, hard science-fiction, retrofuturismo, cyberpunk, steampunk, biopunk. Hemos llegado a construir toda una enciclopedia de futuros y ya se sabe que, cuando comenzamos a elaborar enciclopedias, es porque aquello que recogemos en ellas hace tiempo que está muerto.
La última etapa de la Antigua Grecia, por ejemplo, la era en la que todo el esplendor helénico comenzó a declinar y entrar en decadencia. La era de las recopilaciones y las imitaciones. La era de las clasificaciones y de las descreencias. Fue en esta era, precisamente, en la que vivió y escribió Luciano de Samósata.
El rastro del origen de la ciencia-ficción nos lleva hasta él —siglo II después de Cristo—, aunque el interés de su escritura se hallaba más en la sátira y el humor que en lo que, propiamente, hoy llamamos ciencia-ficción. Pero es un interés, en fin, muy contemporáneo. Así, en su relato ‘Viaje a la luna’, y parodiando a los escritores de viajes y sus excesos de invención, que en su época llegaban a caer en lo inverosímil y lo ridículo, el narrador describe la vida diaria de los supuestos habitantes de la Luna aunando lo fantástico con lo estrafalario, para a continuación añadir: «Y quien no se lo crea, no tiene más que ir allí y verlo».
La última etapa de la Antigua Grecia, por ejemplo, la era en la que todo el esplendor helénico comenzó a declinar y entrar en decadencia. La era de las recopilaciones y las imitaciones. La era de las clasificaciones y de las descreencias. Fue en esta era, precisamente, en la que vivió y escribió Luciano de Samósata.
El rastro del origen de la ciencia-ficción nos lleva hasta él —siglo II después de Cristo—, aunque el interés de su escritura se hallaba más en la sátira y el humor que en lo que, propiamente, hoy llamamos ciencia-ficción. Pero es un interés, en fin, muy contemporáneo. Así, en su relato ‘Viaje a la luna’, y parodiando a los escritores de viajes y sus excesos de invención, que en su época llegaban a caer en lo inverosímil y lo ridículo, el narrador describe la vida diaria de los supuestos habitantes de la Luna aunando lo fantástico con lo estrafalario, para a continuación añadir: «Y quien no se lo crea, no tiene más que ir allí y verlo».
8.
Escribo para mirar lo que no veo.
Luis Rodríguez
Luis Rodríguez
En realidad, es sabido que fue con Homero que todo comenzó. Un Homero que probablemente nunca existió como tal, sino que más bien se trató de un colectivo de poetas; puede que Homero constituyera, en fin, una identidad colectiva de poetas o, como diríamos hoy pensando en la ciencia-ficción —una ciencia-ficción que ya no es ciencia-ficción—, una identidad-enjambre.
Si digo que fue con Homero, en el siglo VIII antes de Cristo, que todo comenzó, no lo hago recordando aquel famoso pasaje de la Ilíada con la descripción del escudo de Aquiles, ejemplo fundador y clásico de la pictura et poiesis que podría sernos ahora de interés.
Quiero decir que todo comenzó con su Odisea. No solo porque Ulises debe reconquistar su identidad como Ulises —otro tema muy de ciencia-ficción contemporánea, es decir (otra vez), una ciencia-ficción que ya no es ciencia-ficción—: Ulises regresa de la guerra de Troya, pero deberá enfrentarse a múltiples adversidades antes de reconquistar su pasado —y por tanto su futuro— como padre de Telémaco, como marido de Penélope y como rey de la isla de Ítaca, de la que había estado ausente veinte años.
Sostener su arco, conseguir dispararlo y reconquistar así su identidad.
Pero todo esto ahora no es lo esencial. Lo esencial ahora con respecto a la Odisea, creo, es la carrera espacial del ser humano que no ha hecho más que empezar, desde hace unas muy pocas décadas —espoleadas por las guerras frías de Troya de la actualidad—. Es en este sentido que creo que una historia como la de Ulises tiene mucho futuro. Si es que se cumple esa posibilidad de futuro en la que la especie humana saltará de planeta en planeta y de estrella en estrella.
Lo soñaron Isaac Asimov y tantos otros autores del pasado. Lo soñaron Carl Sagan o Stephen Hawking. También Elon Musk o la India. China y el resto del planeta. Hace ya tiempo que el futuro es una marca registrada.
En realidad, la Odisea es la abuela de todas las novelas e historias de aventuras. Y alguna vez, ya lejos de los tiempos propensos a la distopía, la tensión social o la enfermedad mental, el futuro será plenamente restaurado. El futuro será de nuevo una gran aventura. Otra Odisea.
La viviremos a bordo de nuestras naves espaciales.
Y lo será, una aventura, una odisea, siquiera en forma de aventura leída por los futuros aedos de nuestras naves espaciales, es decir, por las inteligencias artificiales que van a acompañarnos allá donde vayamos. ¿Y qué mejor lectura podrían hacernos, que una Odisea de Homero eternamente actualizada? Para que en los largos, extraordinariamente largos trayectos espaciales a los que deberemos someternos no nos aburramos demasiado; para que nuestro aburrimiento inevitable no se transforme en accesos psicóticos o esquizofrénicos.
Aunque esa transformación también resulta inevitable. Y no tendremos más remedio que sortear una vez y otra vez las Escilas psicóticas y las Caribdis esquizofrénicas en que nosotros mismos nos habremos convertido.
Y llegaremos a lejanas cortes alienígenas. Y con gran hospitalidad, después de que seamos lavados, perfumados y vestidos, nos sentarán a sus alienígenas mesas. Y aedos alienígenas o IIAA alienígenas nos harán sollozar de emoción cuando oigamos de sus bocas y de sus versos musicales, en su música extraterrestre y fascinante, nuestra historia propia, nuestra propia Odisea con nuestros propios nombres, nuestros nombres propios.
¿Sucederá o no sucederá, ese contacto con civilizaciones alienígenas? De momento solo sabemos que vamos a seguir en contacto con nuestra propia civilización. De momento, solo sabemos que vamos a seguir sorteando nuestras propias Escilas —psicóticas—, nuestras propias Caribdis —esquizofrénicas—; aquellas que acompañarán a nuestra especie allá donde vayamos de forma inevitable; porque son/somos nosotros.
De momento, de ese viaje espacial, si no interestelar, solo sabemos que será una extensa, muy extensa novela de terror.
Si digo que fue con Homero, en el siglo VIII antes de Cristo, que todo comenzó, no lo hago recordando aquel famoso pasaje de la Ilíada con la descripción del escudo de Aquiles, ejemplo fundador y clásico de la pictura et poiesis que podría sernos ahora de interés.
Quiero decir que todo comenzó con su Odisea. No solo porque Ulises debe reconquistar su identidad como Ulises —otro tema muy de ciencia-ficción contemporánea, es decir (otra vez), una ciencia-ficción que ya no es ciencia-ficción—: Ulises regresa de la guerra de Troya, pero deberá enfrentarse a múltiples adversidades antes de reconquistar su pasado —y por tanto su futuro— como padre de Telémaco, como marido de Penélope y como rey de la isla de Ítaca, de la que había estado ausente veinte años.
Sostener su arco, conseguir dispararlo y reconquistar así su identidad.
Pero todo esto ahora no es lo esencial. Lo esencial ahora con respecto a la Odisea, creo, es la carrera espacial del ser humano que no ha hecho más que empezar, desde hace unas muy pocas décadas —espoleadas por las guerras frías de Troya de la actualidad—. Es en este sentido que creo que una historia como la de Ulises tiene mucho futuro. Si es que se cumple esa posibilidad de futuro en la que la especie humana saltará de planeta en planeta y de estrella en estrella.
Lo soñaron Isaac Asimov y tantos otros autores del pasado. Lo soñaron Carl Sagan o Stephen Hawking. También Elon Musk o la India. China y el resto del planeta. Hace ya tiempo que el futuro es una marca registrada.
En realidad, la Odisea es la abuela de todas las novelas e historias de aventuras. Y alguna vez, ya lejos de los tiempos propensos a la distopía, la tensión social o la enfermedad mental, el futuro será plenamente restaurado. El futuro será de nuevo una gran aventura. Otra Odisea.
La viviremos a bordo de nuestras naves espaciales.
Y lo será, una aventura, una odisea, siquiera en forma de aventura leída por los futuros aedos de nuestras naves espaciales, es decir, por las inteligencias artificiales que van a acompañarnos allá donde vayamos. ¿Y qué mejor lectura podrían hacernos, que una Odisea de Homero eternamente actualizada? Para que en los largos, extraordinariamente largos trayectos espaciales a los que deberemos someternos no nos aburramos demasiado; para que nuestro aburrimiento inevitable no se transforme en accesos psicóticos o esquizofrénicos.
Aunque esa transformación también resulta inevitable. Y no tendremos más remedio que sortear una vez y otra vez las Escilas psicóticas y las Caribdis esquizofrénicas en que nosotros mismos nos habremos convertido.
Y llegaremos a lejanas cortes alienígenas. Y con gran hospitalidad, después de que seamos lavados, perfumados y vestidos, nos sentarán a sus alienígenas mesas. Y aedos alienígenas o IIAA alienígenas nos harán sollozar de emoción cuando oigamos de sus bocas y de sus versos musicales, en su música extraterrestre y fascinante, nuestra historia propia, nuestra propia Odisea con nuestros propios nombres, nuestros nombres propios.
¿Sucederá o no sucederá, ese contacto con civilizaciones alienígenas? De momento solo sabemos que vamos a seguir en contacto con nuestra propia civilización. De momento, solo sabemos que vamos a seguir sorteando nuestras propias Escilas —psicóticas—, nuestras propias Caribdis —esquizofrénicas—; aquellas que acompañarán a nuestra especie allá donde vayamos de forma inevitable; porque son/somos nosotros.
De momento, de ese viaje espacial, si no interestelar, solo sabemos que será una extensa, muy extensa novela de terror.
9.
Adoro los países que nunca vimos porque nos obligaron a inventarlos.
Henrik Norbrandt
Henrik Norbrandt
La primera novela de ciencia-ficción acreditada como tal es también una novela de terror. Frankenstein o el moderno Prometeo. No en vano su autora, Mary Shelley, era hija de una de las pioneras del feminismo anglosajón. Y es que la actual lectura feminista sitúa el corazón de la novela en el poder de dar la vida. Es un hombre, Victor, quien crea al monstruo, otro hombre. Y si a continuación Victor crea a una mujer es porque Victor, emulador de Dios, quiere darle una Eva a su Adán. Prometeo, Jehová: códigos masculinos de relato.
Pero, más allá de esta falla sísmica de género, fuera de este birlibirloque que el feminismo satiriza con justicia, el hombre y la mujer ya estuvieron siempre igualados como seres de ciencia-ficción. Desde que la vida es vida, toda reproducción y todo poder de dar vida fue ya ciencia-ficción.
Después de Frankenstein llegarán el positivismo y Edgar Allan Poe, la física cuántica y Howard P. Lovecraft: incluso la literatura pulp y sus aún más baratos y populares hijastros, los comic-books. Mientras, al otro lado del océano, el mundo civilizado se derrumba y Franz Kafka, distopía anterior a toda distopía, empezará a ejercer una muy sui generis y avant la lettre autoficción. Una suerte de autociencia-ficción.
Lo vieron tanto Franz Kafka, en la primera mitad del siglo XX, como Philip K. Dick en la segunda: la ciencia-ficción más poderosa comienza y termina en uno mismo. Y es que ambos mezclaban la ciencia-ficción con lo que hoy llamamos autoficción.
Es la autociencia-ficción. Aquella que hoy, todos los días, hacemos realidad cada uno de nosotros vertiéndonos en nuestros móviles y nuestros ordenadores, en una pantalla continua, inacabable; la de la gran cadena de montaje taylorista-fordista de las redes sociales; la del trabajo desterritorializado y reterritorializado en el teletrabajo con el que nuestra autoexplotación se perpetúa allá hacia donde vamos.
Una perpetua conexión, un presente perpetuo igual que una condena a cadena perpetua.
Un presente extendido a todos los futuros que una vez fueron posibles y que hoy se nos cierran justo delante de nosotros en su esfericidad perfecta, inaccesible.
Creemos tomar parte activa en la construcción de la realidad, cuando solo formamos parte pasiva de esa construcción.
Todos, hoy, somos parte del enjambre.
Ya solo nosotros mismos podremos salvarnos de nosotros mismos, alguna vez.
Alguna vez, en el futuro.
Pero, más allá de esta falla sísmica de género, fuera de este birlibirloque que el feminismo satiriza con justicia, el hombre y la mujer ya estuvieron siempre igualados como seres de ciencia-ficción. Desde que la vida es vida, toda reproducción y todo poder de dar vida fue ya ciencia-ficción.
Después de Frankenstein llegarán el positivismo y Edgar Allan Poe, la física cuántica y Howard P. Lovecraft: incluso la literatura pulp y sus aún más baratos y populares hijastros, los comic-books. Mientras, al otro lado del océano, el mundo civilizado se derrumba y Franz Kafka, distopía anterior a toda distopía, empezará a ejercer una muy sui generis y avant la lettre autoficción. Una suerte de autociencia-ficción.
Lo vieron tanto Franz Kafka, en la primera mitad del siglo XX, como Philip K. Dick en la segunda: la ciencia-ficción más poderosa comienza y termina en uno mismo. Y es que ambos mezclaban la ciencia-ficción con lo que hoy llamamos autoficción.
Es la autociencia-ficción. Aquella que hoy, todos los días, hacemos realidad cada uno de nosotros vertiéndonos en nuestros móviles y nuestros ordenadores, en una pantalla continua, inacabable; la de la gran cadena de montaje taylorista-fordista de las redes sociales; la del trabajo desterritorializado y reterritorializado en el teletrabajo con el que nuestra autoexplotación se perpetúa allá hacia donde vamos.
Una perpetua conexión, un presente perpetuo igual que una condena a cadena perpetua.
Un presente extendido a todos los futuros que una vez fueron posibles y que hoy se nos cierran justo delante de nosotros en su esfericidad perfecta, inaccesible.
Creemos tomar parte activa en la construcción de la realidad, cuando solo formamos parte pasiva de esa construcción.
Todos, hoy, somos parte del enjambre.
Ya solo nosotros mismos podremos salvarnos de nosotros mismos, alguna vez.
Alguna vez, en el futuro.
[Publicado originalmente en el catálogo de Futurama de Ángel Mateo Charris, expuesta en la Sala Verónicas (Murcia) del 6 de octubre de 2023 al 7 de enero de 2024].
Poeta, narrador y artista gráfico, José Óscar López desplegó múltiples facetas de una dimensión creativa que fue profunda, singular y plena. Menos conocido en cambio, aunque no por ello menos digno de admiración, es su registro académico. Su paso por las aulas de la Facultad de Letras, donde tuve el placer de conocerlo, culminó, tras su licenciatura como filólogo hispánico, en la realización del máster de Literatura Comparada Europea, en el bienio 2009-2011. Dicho máster, que llevaba apenas un par de años de recorrido después de su inauguración, estaba hecho a su medida: a la de una mente forjada en la amplitud de miras y la conjunción de perspectivas. Cuando descubrí su nombre en la lista de estudiantes de la asignatura “Dominios y expresiones del humanismo hispanoamericano”, que implementé en el programa de estudios, intuí que encontraría en José Óscar un alumno excepcional e incluso algo mejor: un fabuloso interlocutor. Y así fue. No sólo destacó por su presencia durante las sesiones docentes del curso sino que tuvo a bien escoger una de mis líneas de investigación para realizar su trabajo Fin de Máster: Poesía y Filosofía. Era, sin duda, un regalo importante en mi vida académica.
La decisión del tema de su trabajo me pareció muy sugerente y, al mismo tiempo, arriesgada: se trataba de abordar la dimensión romántica de Jorge Luis Borges desde una comparativa con la tradición poética inglesa de los fundadores del movimiento y, más concretamente, con uno de los nombres más conspicuos del mismo: Samuel Taylor Coleridge, el autor de textos canónicos como The Rhyme of the Anciant Mariner, los fragmentos del Kubla Khan o su magnífica Biographia literaria. Borges, en efecto, había dedicado magníficos ensayos en su colección de madurez, Otras inquisiciones, al genio del romanticismo anglosajón: ‘La flor de Coleridge’ y ‘El sueño de Coleridge’, ejemplos evidentes de su poética sabiduría, por lo que la temática auguraba frutos sabrosos. Y así, los meses de redacción del trabajo fueron muy reveladores de la personalidad de José Óscar López, que fue convirtiéndose paulatinamente para mí en Tropovski, pues tal era el nombre escogido para su correo electrónico, desde el cual fui recibiendo la información oportuna sobre el proceso de escritura. Tuve la oportunidad de conocer con claridad algunos dones y cualidades de José Óscar que se añadían a su peculiar perfil de escritor y dibujante: el amor por la investigación, la capacidad crítica, la erudición, el amplio caudal argumentativo y la coherencia en la exposición de las ideas y los comentarios, su asombrosa intuición que ahormaban al fin un estilo rico, fresco, cristalino y, al mismo tiempo, maduro y compacto. Fue una temporada hermosa de convivencia poética e intelectual, en la que compartimos nuestro amor por Borges y nuestra vocación por la veta más mistérica, sagrada y, ¿por qué no?, atemporal del romanticismo: su entraña filosófica y universal.
El resultado fue el esperado: obtuvo un clamoroso y rotundo 10 en la exposición oral del trabajo que rimó —como en los versos de Coleridge— con la máxima valoración de su escritura que expresé en mi informe académico. Tropovski se convertía, así, en un distinguido investigador en el ámbito de la literatura comparada y ello nos inspiró la posibilidad de continuar por ese camino con un proyecto de tesis doctoral que, finalmente, no llegó a materializarse. Fueron bastantes las ocasiones en que comentamos esta opción a la que yo le animé y en la que él también parecía sentirse cómodo. Sin embargo, su trayectoria literaria, más las obligaciones laborales y la vida familiar con sus múltiples solicitudes cotidianas, condicionaron la decisión última que respeté profundamente aunque también lamentase, intuyendo cuán luminosa e inspirada hubiese sido una tesis doctoral sobre Borges y Coleridge de su autoría: un Sobresaliente cum laude “en potencia” el que ostentara Tropovski, el artista en la academia.
Las páginas que los discretos lectores tienen hoy la oportunidad de disfrutar forman parte de aquel trabajo. Se trata de la Introducción y los primeros epígrafes de su investigación, botón de muestra suficiente para valorar el conjunto y asentir a las virtudes de su elaboración y sus resultados. No puedo pensar que a José Óscar, perfeccionista en la mejor acepción del término, le hubiese molestado que estas páginas se hiciesen públicas. Todo lo contrario. Así lo siento. Mi decisión queda confirmada por una escena vivida con él durante la fiesta que siguió a la gala de los Premios Alfonso X de la Cultura de la Región de Murcia, donde oportunamente coincidimos. Con un entusiasmo que se reflejaba en todo su ser, pero especialmente en el brillo de su mirada, nos saludamos en la puerta del Auditorio Víctor Villegas, embargados ambos por la ebriedad del momento y la satisfacción de aplaudir a tantos queridos amigos comunes galardonados.
Fue sin duda un instante mágico, epifánico: el más memorable de la noche y, a la larga, el más rememorado. Tuve la ocasión de expresarle lo mucho que valoraba su obra poética y gráfica y cómo había gozado con su obra narrativa y ensayística. Los ojos celestes de José Óscar fulguraron entonces y nos dimos un abrazo de sincera amistad. Fue nuestra despedida. Lo comprendí un mes más tarde, cuando recibí la oscura noticia. La luz que despedía Tropovski aquella noche no se puede eclipsar. No hay lugar para esa sombra y la llevaré siempre conmigo, en ese abrazo, en su sincera sonrisa vigorosa y en las palabras que pudimos compartir la noche de los premios con el corazón de Alfonso X, rojo y palpitante. Ahora lo comprendo, sí. El premio era ese encuentro: ahí estaba el corazón. Como lo está en este bello fragmento de su trabajo.
Disfrutadlo, amigos y amigas de Tropovski: disfrutad de este “sueño” que tengo el honor de presentaros. Gracias por todo y también por esto, José Óscar. Gracias por tu amistad y por tu genio. Somos afortunados de haberte conocido. Participamos en la forja una leyenda. Y la leyenda continúa...
La decisión del tema de su trabajo me pareció muy sugerente y, al mismo tiempo, arriesgada: se trataba de abordar la dimensión romántica de Jorge Luis Borges desde una comparativa con la tradición poética inglesa de los fundadores del movimiento y, más concretamente, con uno de los nombres más conspicuos del mismo: Samuel Taylor Coleridge, el autor de textos canónicos como The Rhyme of the Anciant Mariner, los fragmentos del Kubla Khan o su magnífica Biographia literaria. Borges, en efecto, había dedicado magníficos ensayos en su colección de madurez, Otras inquisiciones, al genio del romanticismo anglosajón: ‘La flor de Coleridge’ y ‘El sueño de Coleridge’, ejemplos evidentes de su poética sabiduría, por lo que la temática auguraba frutos sabrosos. Y así, los meses de redacción del trabajo fueron muy reveladores de la personalidad de José Óscar López, que fue convirtiéndose paulatinamente para mí en Tropovski, pues tal era el nombre escogido para su correo electrónico, desde el cual fui recibiendo la información oportuna sobre el proceso de escritura. Tuve la oportunidad de conocer con claridad algunos dones y cualidades de José Óscar que se añadían a su peculiar perfil de escritor y dibujante: el amor por la investigación, la capacidad crítica, la erudición, el amplio caudal argumentativo y la coherencia en la exposición de las ideas y los comentarios, su asombrosa intuición que ahormaban al fin un estilo rico, fresco, cristalino y, al mismo tiempo, maduro y compacto. Fue una temporada hermosa de convivencia poética e intelectual, en la que compartimos nuestro amor por Borges y nuestra vocación por la veta más mistérica, sagrada y, ¿por qué no?, atemporal del romanticismo: su entraña filosófica y universal.
El resultado fue el esperado: obtuvo un clamoroso y rotundo 10 en la exposición oral del trabajo que rimó —como en los versos de Coleridge— con la máxima valoración de su escritura que expresé en mi informe académico. Tropovski se convertía, así, en un distinguido investigador en el ámbito de la literatura comparada y ello nos inspiró la posibilidad de continuar por ese camino con un proyecto de tesis doctoral que, finalmente, no llegó a materializarse. Fueron bastantes las ocasiones en que comentamos esta opción a la que yo le animé y en la que él también parecía sentirse cómodo. Sin embargo, su trayectoria literaria, más las obligaciones laborales y la vida familiar con sus múltiples solicitudes cotidianas, condicionaron la decisión última que respeté profundamente aunque también lamentase, intuyendo cuán luminosa e inspirada hubiese sido una tesis doctoral sobre Borges y Coleridge de su autoría: un Sobresaliente cum laude “en potencia” el que ostentara Tropovski, el artista en la academia.
Las páginas que los discretos lectores tienen hoy la oportunidad de disfrutar forman parte de aquel trabajo. Se trata de la Introducción y los primeros epígrafes de su investigación, botón de muestra suficiente para valorar el conjunto y asentir a las virtudes de su elaboración y sus resultados. No puedo pensar que a José Óscar, perfeccionista en la mejor acepción del término, le hubiese molestado que estas páginas se hiciesen públicas. Todo lo contrario. Así lo siento. Mi decisión queda confirmada por una escena vivida con él durante la fiesta que siguió a la gala de los Premios Alfonso X de la Cultura de la Región de Murcia, donde oportunamente coincidimos. Con un entusiasmo que se reflejaba en todo su ser, pero especialmente en el brillo de su mirada, nos saludamos en la puerta del Auditorio Víctor Villegas, embargados ambos por la ebriedad del momento y la satisfacción de aplaudir a tantos queridos amigos comunes galardonados.
Fue sin duda un instante mágico, epifánico: el más memorable de la noche y, a la larga, el más rememorado. Tuve la ocasión de expresarle lo mucho que valoraba su obra poética y gráfica y cómo había gozado con su obra narrativa y ensayística. Los ojos celestes de José Óscar fulguraron entonces y nos dimos un abrazo de sincera amistad. Fue nuestra despedida. Lo comprendí un mes más tarde, cuando recibí la oscura noticia. La luz que despedía Tropovski aquella noche no se puede eclipsar. No hay lugar para esa sombra y la llevaré siempre conmigo, en ese abrazo, en su sincera sonrisa vigorosa y en las palabras que pudimos compartir la noche de los premios con el corazón de Alfonso X, rojo y palpitante. Ahora lo comprendo, sí. El premio era ese encuentro: ahí estaba el corazón. Como lo está en este bello fragmento de su trabajo.
Disfrutadlo, amigos y amigas de Tropovski: disfrutad de este “sueño” que tengo el honor de presentaros. Gracias por todo y también por esto, José Óscar. Gracias por tu amistad y por tu genio. Somos afortunados de haberte conocido. Participamos en la forja una leyenda. Y la leyenda continúa...
INTRODUCCIÓN
Borges comienza a ser el Borges que leemos y admiramos cuando rompe con la vanguardia —esa forma peculiar que adquiere el romanticismo en el siglo XX— para abrazar el clasicismo. Quizás está por escribirse cuánto de ese imaginario vanguardista, y esa imaginación romántica, pervive en el Borges racional de aliento clásico. Quizás aún podemos restituir al Borges irracional y romántico, temporal y caduco, que el Borges racional y clásico supo verter en la atemporalidad, esa eternidad reconciliada con la ruina, individualidad y totalidad resueltas al fin, con la que soñaron los románticos.
Albert Béguin escribía sobre las vanguardias del siglo XX, en su monografía sobre el romanticismo: «Surgía de nuevo una generación para la cual el acto poético, los estados de inconsciencia, de éxtasis natural o provocado, y los singulares discursos dictados por el ser secreto se convertían en revelaciones sobre la realidad y en fragmentos del único conocimiento auténtico. De nuevo el hombre quería aceptar los productos de su imaginación como expresiones válidas de sí mismo. De nuevo las fronteras entre el yo y el no-yo se trastornaban o se borraban; se invocaban como criterios testimonios que no eran los de la sola razón; y esa desesperación, esa nostalgia de lo irracional orientaban a los espíritus en su búsqueda de nuevas razones para vivir» (1).
Esta irracionalidad romántica es insertada por Borges en los vasos de la clasicidad: asimilando el romanticismo a las raíces clásicas, haciendo racional lo irracional. Así sus grandes figuraciones ficcionales: la Biblioteca de Babel, el Aleph, el Quijote de Pierre Menard...: sueños (y pesadillas) que pudo alumbrar un autor romántico, pero sin la fuerza expresiva con la que Borges las dota al proporcionarles unas formas de rotundidad clásica, y un alcance universal. La manera en que Borges vincula todas estas figuraciones a su propia persona —personaje recurrente de sus propias ficciones—, a su memoria y a su infancia, y la recurrencia sistemática —de hecho, el principal y peculiar sistema del pensamiento borgiano— con la que acude a la tradición y al hecho de que un hombre es todos los hombres...; todo ello puede venirnos a la mente cuando leemos en Béguin: «La obra de arte y de pensamiento interesa a esa parte más secreta de nosotros mismos en que, desprendidos de nuestra individualidad aparente, pero vueltos hacia nuestra personalidad real, sólo tenemos una preocupación, la de abrirnos a las advertencias y los signos y conocer por ellos el estupor que inspira la condición humana contemplada un instante en toda su extrañeza, con sus riesgos, su angustia total, su belleza y sus falaces límites. Y si, entonces, consagrada así a lo esencial y encontrando una actividad espiritual por fin justificable, la humanidad vuelve a su pasado y trata de hacerlo revivir, no lo hace sólo por simple curiosidad o por necesidad de un saber más vasto, sino que vuelve a él como se vuelve a una fuente o como se persigue en el recuerdo una melodía de la infancia» (2).
Porque, finalmente, en Borges, como en la obra de cualquier escritor clásico o romántico, equilibrado o transgresor, apolíneo o dionisíaco, se trata de un ser ahí-en la escritura, labor que se justifica sólo en resultas de una obra, exprese ésta o no una desconfianza hacia la propia obra, hacia su posibilidad: porque se da la obra, es la obra finalmente posible —y continuamos citando a Beguin—: «No se ve en ello sólo el testimonio de un primer balbuceo anunciador de las virtudes del adulto, sino, por el contrario, el irreemplazable vestigio de una edad de oro [...] Esta búsqueda de los instantes olvidados, de los diversos rostros que hemos tenido, no se realiza en vista de alguna lección que pudiéramos sacar para momentos semejantes, ni en vista de algún rostro más maduro, más despojado de toda supervivencia pueril que quisiéramos componernos. Ese deseo de inclinarnos sobre nuestro pasado, que nada tiene que ver con la complacencia del yo, obedece a una exigencia más imperiosa del ser [...] —ese ritmo que nos es peculiar y que nos constituye—» (4).
Albert Béguin escribía sobre las vanguardias del siglo XX, en su monografía sobre el romanticismo: «Surgía de nuevo una generación para la cual el acto poético, los estados de inconsciencia, de éxtasis natural o provocado, y los singulares discursos dictados por el ser secreto se convertían en revelaciones sobre la realidad y en fragmentos del único conocimiento auténtico. De nuevo el hombre quería aceptar los productos de su imaginación como expresiones válidas de sí mismo. De nuevo las fronteras entre el yo y el no-yo se trastornaban o se borraban; se invocaban como criterios testimonios que no eran los de la sola razón; y esa desesperación, esa nostalgia de lo irracional orientaban a los espíritus en su búsqueda de nuevas razones para vivir» (1).
Esta irracionalidad romántica es insertada por Borges en los vasos de la clasicidad: asimilando el romanticismo a las raíces clásicas, haciendo racional lo irracional. Así sus grandes figuraciones ficcionales: la Biblioteca de Babel, el Aleph, el Quijote de Pierre Menard...: sueños (y pesadillas) que pudo alumbrar un autor romántico, pero sin la fuerza expresiva con la que Borges las dota al proporcionarles unas formas de rotundidad clásica, y un alcance universal. La manera en que Borges vincula todas estas figuraciones a su propia persona —personaje recurrente de sus propias ficciones—, a su memoria y a su infancia, y la recurrencia sistemática —de hecho, el principal y peculiar sistema del pensamiento borgiano— con la que acude a la tradición y al hecho de que un hombre es todos los hombres...; todo ello puede venirnos a la mente cuando leemos en Béguin: «La obra de arte y de pensamiento interesa a esa parte más secreta de nosotros mismos en que, desprendidos de nuestra individualidad aparente, pero vueltos hacia nuestra personalidad real, sólo tenemos una preocupación, la de abrirnos a las advertencias y los signos y conocer por ellos el estupor que inspira la condición humana contemplada un instante en toda su extrañeza, con sus riesgos, su angustia total, su belleza y sus falaces límites. Y si, entonces, consagrada así a lo esencial y encontrando una actividad espiritual por fin justificable, la humanidad vuelve a su pasado y trata de hacerlo revivir, no lo hace sólo por simple curiosidad o por necesidad de un saber más vasto, sino que vuelve a él como se vuelve a una fuente o como se persigue en el recuerdo una melodía de la infancia» (2).
Porque, finalmente, en Borges, como en la obra de cualquier escritor clásico o romántico, equilibrado o transgresor, apolíneo o dionisíaco, se trata de un ser ahí-en la escritura, labor que se justifica sólo en resultas de una obra, exprese ésta o no una desconfianza hacia la propia obra, hacia su posibilidad: porque se da la obra, es la obra finalmente posible —y continuamos citando a Beguin—: «No se ve en ello sólo el testimonio de un primer balbuceo anunciador de las virtudes del adulto, sino, por el contrario, el irreemplazable vestigio de una edad de oro [...] Esta búsqueda de los instantes olvidados, de los diversos rostros que hemos tenido, no se realiza en vista de alguna lección que pudiéramos sacar para momentos semejantes, ni en vista de algún rostro más maduro, más despojado de toda supervivencia pueril que quisiéramos componernos. Ese deseo de inclinarnos sobre nuestro pasado, que nada tiene que ver con la complacencia del yo, obedece a una exigencia más imperiosa del ser [...] —ese ritmo que nos es peculiar y que nos constituye—» (4).
1. EL SUEÑO INGLÉS ROMÁNTICO DE SAMUEL TAYLOR COLERIDGE: PRIMERA APROXIMACIÓN
¿Qué une a Borges y a Coleridge? Este último, enajenado en su narcótico romanticismo; el primero, clásico y sobrio. «I am, and ever have been, a great reader, and have read almost everything — a library cormorant [cormorán o cuervo marino]», escribía Coleridge en carta al escritor y político Thellwall; y son palabras que podría suscribir Borges, epítome del escritor-lector que se enorgullecía, en memorable afirmación, más de las páginas que había leído que de las que hubo escrito. Y aunque, en una terrible paradoja, el mismo poeta que abandonara la poesía afirmase que la esencia auténtica del sujeto reside en la actividad (5), sí se convirtió después en el primer autor literario, en el primer creador que alumbraba una obra importante de reflexión en torno a la creación, de fuerte impronta filosófica: Biographia Literaria. Fue, por ejemplo, quien marcó una reevaluación de Shakespeare que alcanza hasta hoy, cuando Harold Bloom sitúa al dramaturgo isabelino en el centro del canon literario occidental. Pero el hombre que olvidó el poema que soñó, Kubla Khan, también volvió al balbuceo y al fracaso final en su proyecto, desmedido, de aunar filosofía y religión; quizás porque para tal proyecto no era viable en ese siglo el fragmento como vehículo textual, algo que sí sucede tras Nietzsche, por ejemplo, y con autores del siglo XX como Walter Benjamín, Simone Weil o María Zambrano.
Borges, el fragmento como cuento, la exposición de una idea como cuento, el ensayo como cuento, la transmutación de la filosofía y de la religión, de todo lo humano en definitiva, en literatura.
La realidad interrumpe a Coleridge su sueño lírico y borra para siempre la arquitectura perseguida. El principal reproche que se le hace a Borges es haber desatendido la realidad, sumido en la arquitectura soñada de su monstruosa Biblioteca de Babel. Este reproche particular hacia la figura del escritor argentino nos puede llevar de nuevo a Coleridge, cuando el poeta inglés, haciendo un reproche universal, escribe: «La poesía estimula en nosotros sentimientos artificiales; nos hace insensibles a los verdaderos» (6). Hay un poema apócrifo de Borges que pasó por verdadero mucho tiempo y que, incluso, a un nivel digamos popular, fue muy conocido: el llamado ‘Instantes’. Era un horrible apócrifo que desarrollaba una idea que sí está en otro poema de Borges, uno verdadero, a años luz en calidad literaria, claro está, ‘El remordimiento’, que comienza: «He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer. No he sido / feliz» (7). Borges formula aquí una idea de un polemista italiano al que fue bastante devoto, Giovanni Papini: polemista en el sentido en el que fue, por ejemplo, un ateo notorio y, después, dio un viraje hacia un gran interés teológico. Autor complejo, por lo tanto, como el mismo Borges, que llegó a escribir que no importaba si no se compartían sus opiniones de un momento, porque él mismo podía convertirse en el peor enemigo de esas opiniones.
La patria de Borges, Argentina, atraviesa por desgracia un devenir complejo y oscuro a lo largo del siglo XX —pocos países, por desgracia, no lo hacen en tal infausto siglo—. Robert Walter, una de las principales influencias de Kafka y que, como Kafka, habita con perplejidad en el epicentro de uno de los episodios más terribles de la historia occidental —Centroeuropa— escribe en su Vida de poeta sobre un personaje que es obrero: «Su secreto era su permanente estado de gozo. Su sensibilidad era para él fuente y manantial de una extraña, enigmática dicha de vivir. / En cuanto a sus ideas sociopolíticas, era demasiado solitario para tener algo parecido. Tampoco lo necesitaba. Más que en política, prefería pensar en su padre y en su madre, en la naturaleza, en las cosas vivas y entrañables. Puede afirmarse que era un romántico» (8).
Si, como dice Harold Bloom, cada escritor inventa a sus propios precursores, Borges hace de la literatura occidental su naturaleza, una entidad viva compuesta por los escritores que ama y relee, y que no dejan de ser para él esas «cosas vivas y entrañables», su padre y su madre literarios, además de ese padre y esa madre biográficos, reales, que aparecen una y otra vez en sus textos. No es raro que, en la figura del Inmortal, construya una hermosa metáfora en la que la literatura, la misma lengua, quede representada de forma alegórica en su personaje inmortal.
Pareciera que Borges se hunde en la corriente plural de sus autores predilectos, aquellos que son ya sus pares, en una suerte de budismo literario que tendría su origen común, por ejemplo, y en un ejemplo que hace que nuestro autor abra el arco hacia las literaturas no occidentales, en la antigua literatura hindú; Herman Hesse, por ejemplo, escribe en la parte del “Tractat” de su El lobo estepario: «la Antigüedad [...], partiendo siempre del cuerpo visible, inventó muy propiamente la ficción del yo, de la persona. En los poemas de la vieja India este concepto es totalmente desconocido; los héroes de las epopeyas indias no son personas, sino nudos de personas, series de encarnaciones» (9). Borges recurre a otro enamorado de la India y del budismo, aquel filósofo que fue su predilecto, Schopenhauer, y desarrolla una idea semejante al escribir: «Schopenhauer reinterpreta la epistemología kantiana, haciendo del fenómeno mera ilusión, tras la que se oculta la voluntad infinita y ciega, la fuerza, tendencia o impulso universal, que se objetiva, mediante el espacio y el tiempo, en una pluralidad de cosas, que no son otra cosa que la representación fenoménica, es decir, pura apariencia, de esa tendencia o voluntad universal; el ser humano es la individualización consciente de esa fuerza ciega; la voluntad humana es deseo siempre insatisfecho; por esto debe liberarse a través de la disolución del yo individual en la voluntad universal que promueven el arte, y la moral. Esto último es de clara inspiración budista».
Borges, el fragmento como cuento, la exposición de una idea como cuento, el ensayo como cuento, la transmutación de la filosofía y de la religión, de todo lo humano en definitiva, en literatura.
La realidad interrumpe a Coleridge su sueño lírico y borra para siempre la arquitectura perseguida. El principal reproche que se le hace a Borges es haber desatendido la realidad, sumido en la arquitectura soñada de su monstruosa Biblioteca de Babel. Este reproche particular hacia la figura del escritor argentino nos puede llevar de nuevo a Coleridge, cuando el poeta inglés, haciendo un reproche universal, escribe: «La poesía estimula en nosotros sentimientos artificiales; nos hace insensibles a los verdaderos» (6). Hay un poema apócrifo de Borges que pasó por verdadero mucho tiempo y que, incluso, a un nivel digamos popular, fue muy conocido: el llamado ‘Instantes’. Era un horrible apócrifo que desarrollaba una idea que sí está en otro poema de Borges, uno verdadero, a años luz en calidad literaria, claro está, ‘El remordimiento’, que comienza: «He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer. No he sido / feliz» (7). Borges formula aquí una idea de un polemista italiano al que fue bastante devoto, Giovanni Papini: polemista en el sentido en el que fue, por ejemplo, un ateo notorio y, después, dio un viraje hacia un gran interés teológico. Autor complejo, por lo tanto, como el mismo Borges, que llegó a escribir que no importaba si no se compartían sus opiniones de un momento, porque él mismo podía convertirse en el peor enemigo de esas opiniones.
La patria de Borges, Argentina, atraviesa por desgracia un devenir complejo y oscuro a lo largo del siglo XX —pocos países, por desgracia, no lo hacen en tal infausto siglo—. Robert Walter, una de las principales influencias de Kafka y que, como Kafka, habita con perplejidad en el epicentro de uno de los episodios más terribles de la historia occidental —Centroeuropa— escribe en su Vida de poeta sobre un personaje que es obrero: «Su secreto era su permanente estado de gozo. Su sensibilidad era para él fuente y manantial de una extraña, enigmática dicha de vivir. / En cuanto a sus ideas sociopolíticas, era demasiado solitario para tener algo parecido. Tampoco lo necesitaba. Más que en política, prefería pensar en su padre y en su madre, en la naturaleza, en las cosas vivas y entrañables. Puede afirmarse que era un romántico» (8).
Si, como dice Harold Bloom, cada escritor inventa a sus propios precursores, Borges hace de la literatura occidental su naturaleza, una entidad viva compuesta por los escritores que ama y relee, y que no dejan de ser para él esas «cosas vivas y entrañables», su padre y su madre literarios, además de ese padre y esa madre biográficos, reales, que aparecen una y otra vez en sus textos. No es raro que, en la figura del Inmortal, construya una hermosa metáfora en la que la literatura, la misma lengua, quede representada de forma alegórica en su personaje inmortal.
Pareciera que Borges se hunde en la corriente plural de sus autores predilectos, aquellos que son ya sus pares, en una suerte de budismo literario que tendría su origen común, por ejemplo, y en un ejemplo que hace que nuestro autor abra el arco hacia las literaturas no occidentales, en la antigua literatura hindú; Herman Hesse, por ejemplo, escribe en la parte del “Tractat” de su El lobo estepario: «la Antigüedad [...], partiendo siempre del cuerpo visible, inventó muy propiamente la ficción del yo, de la persona. En los poemas de la vieja India este concepto es totalmente desconocido; los héroes de las epopeyas indias no son personas, sino nudos de personas, series de encarnaciones» (9). Borges recurre a otro enamorado de la India y del budismo, aquel filósofo que fue su predilecto, Schopenhauer, y desarrolla una idea semejante al escribir: «Schopenhauer reinterpreta la epistemología kantiana, haciendo del fenómeno mera ilusión, tras la que se oculta la voluntad infinita y ciega, la fuerza, tendencia o impulso universal, que se objetiva, mediante el espacio y el tiempo, en una pluralidad de cosas, que no son otra cosa que la representación fenoménica, es decir, pura apariencia, de esa tendencia o voluntad universal; el ser humano es la individualización consciente de esa fuerza ciega; la voluntad humana es deseo siempre insatisfecho; por esto debe liberarse a través de la disolución del yo individual en la voluntad universal que promueven el arte, y la moral. Esto último es de clara inspiración budista».
2. EL SUEÑO COMO IMAGINARIO COLECTIVO
Levi-Strauss, en su crítica a Jung, afirma que en el inconsciente colectivo no residen contenidos, sino formas; o lo que es lo mismo: símbolos. Roland Barthes lo sintetiza — grosso modo, como él mismo advierte — de la siguiente forma: significantes y no significados (10).
Coleridge, arpa eólica que aguarda, taña los sueños, es el sujeto que espera que sea el objeto el que exprese sus sentimientos, pero fracasa y se sumerge en su Logosophia: será otro fracaso, pero a medio camino de uno y otro fracaso fundará para la lengua inglesa la reflexión teórica en torno a la estética literaria.
Borges es un sujeto no romántico que no busca aislarse en su autoconocimiento —de hecho Borges es, para sí mismo, siempre “el otro”—, sino revelarse, desvelarse en el conocimiento de los demás, privilegiadamente a través de los escritores, en los espejos de los libros que ama y, en definitiva, en el espejo de la literatura porque su conocimiento siempre busca el carácter literario, un revelarse/construirse a través del libro. Borges accede al significante del imaginario colectivo para dotarlo de significado con su literatura, que a su vez queda conformada con la literatura de los otros. Así continúa y perpetúa la cadena de hombres que son todos el mismo hombre, como lo fue, repitió Borges una y otra vez, Shakespeare de forma paradigmática —escritor hacia el que el romanticismo volcó todo su interés a partir de los estudios teóricos que le consagrase Coleridge—.
Según Paul de Man, Coleridge destaca, en su concepción de la imaginación orgánica, la preponderancia del símbolo sobre la alegoría; en el mundo del símbolo, la vida y la forma son idénticas: «así como es la vida, así es la forma». Es la dialéctica entre el sujeto y el objeto, una relación íntima mente-naturaleza. «Leer significados en los paisajes. Unidad que abarca mente y objeto», y también «Una vida única dentro y fuera de nosotros». Las analogías asociativas se transforman en el romanticismo en una analogía vital. Abrams va mas allá en su interpretación de la imaginación romántica al afirmar que, en ella, la analogía desaparece y que, en Coleridge, es sustituida por un monismo «genuino y eficaz» en el que «la naturaleza se hace pensamiento y el pensamiento, naturaleza».
Coleridge iría más allá, pues, depositando la prioridad del pensamiento en el propio objeto, más que en el sujeto —que se limita a reproducir lo que es el objeto—.
Escribe Paul de Man: «En tanto que el símbolo postula la posibilidad de una identidad o de una identificación, la alegoría postula primariamente una distancia en relación con su propio origen» (11). Es, acaso, la distancia que determina el fracaso de Coleridge a la hora de escribir su Kubla Khan.
Para la posmodernidad, la distancia es una forma de relación más fructífera que la identidad (así Paul de Man). Podríamos hacer una analogía entre la instrumentalidad técnica y cognitiva de la distancia en el posmodernismo y diferencia en el romanticismo. Pero en esta distancia y en esta diferencia siempre hay un bucle de infinitud insalvable. ¿Qué viene después de la posmodernidad?, se pregunta Odo Maquard, y el mismo responde: la modernidad.
Para los románticos, según Walter Benjamin, el pensamiento reflexivo adquiere una especial significación sistemática merced a su inaccesibilidad: premisas que llevan a otras premisas, y es así la reflexión una línea sin fin tanto en su camino hacia la causa como en su camino hacia el efecto. Borges, donde la reflexión, como el resto de las cosas, habita en el/los libro/s, forja así una imagen del universo en forma de biblioteca more geometrico e inacabable, la Biblioteca de Babel, que sería el resultado final, a escala macro-espacial, de esa cadena autoproductiva micro-espacial —permítaseme la analogía extraída de la física y sus ramales macro y microcósmica, con distancia insalvable incluida— que analizara Borges en su ensayo ‘Las Kenningar’ (12).
Hölderlin se vuelve loco, pero acaso quienes pintaron en la pared de su torre (13) que el poeta «no estaba loco» no anduvieron errados del todo en el momento en que Hölderlin fue siempre, en todo caso, lenguaje. Coleridge trata de sistematizar esa teoría estética que inaugura para la literatura en inglés, pero será un sistema instalado en la autorreflexividad infinita romántica donde, simultáneamente, por ser el objeto quien por primera vez siente y expresa su consciencia, el sistema o el deseo de sistema también colinda con la locura; de ahí, podemos elucubrar, acaso su giro hacia la religiosidad cristiana, desde su paganismo esteticista: porque podemos suponer que este giro representa un retroceso frente al articartesianismo romántico, podemos recordar también ese «cierto estilo indirecto libre» con respecto a Descartes a que se refería Derrida, y que el propio Derrida calificaba como ventriloquía: «es sólo Dios quien garantiza mis representaciones y mis determinaciones cognitivas, es decir, mi discurso contra la locura» (14).
Coleridge renunció a la literatura o, al menos, a la creación, a la poesía. Hölderlin no, pero sí sucumbió a la locura. Borges halló una tercera vía o síntesis. A través de Descartes, Derrida —¿o es Descartes a través de Derrida?— afirma: «todo filósofo, todo sujeto hablante que tenga que evocar la locura en el interior del pensamiento sólo puede hacerlo en la dimensión de la posibilidad y en el lenguaje de la ficción o en la ficción del lenguaje» (15).
Sobre el sueño de Coleridge y la falibilidad de los sentidos, de lo corporal, de lo objetual en Descartes, que los románticos quieren refutar, Derrida explica que en Descartes «la hipótesis del sueño es la radicalización o, si se prefiere, la exageración hiperbólica de la hipótesis de que los sentidos podrían engañarme a veces» (16). Como contraposición, cita a Foucalt: «Descartes no evita el peligro de la locura del mismo modo que elude la eventualidad del sueño o del error» (17).
Coleridge, arpa eólica que aguarda, taña los sueños, es el sujeto que espera que sea el objeto el que exprese sus sentimientos, pero fracasa y se sumerge en su Logosophia: será otro fracaso, pero a medio camino de uno y otro fracaso fundará para la lengua inglesa la reflexión teórica en torno a la estética literaria.
Borges es un sujeto no romántico que no busca aislarse en su autoconocimiento —de hecho Borges es, para sí mismo, siempre “el otro”—, sino revelarse, desvelarse en el conocimiento de los demás, privilegiadamente a través de los escritores, en los espejos de los libros que ama y, en definitiva, en el espejo de la literatura porque su conocimiento siempre busca el carácter literario, un revelarse/construirse a través del libro. Borges accede al significante del imaginario colectivo para dotarlo de significado con su literatura, que a su vez queda conformada con la literatura de los otros. Así continúa y perpetúa la cadena de hombres que son todos el mismo hombre, como lo fue, repitió Borges una y otra vez, Shakespeare de forma paradigmática —escritor hacia el que el romanticismo volcó todo su interés a partir de los estudios teóricos que le consagrase Coleridge—.
Según Paul de Man, Coleridge destaca, en su concepción de la imaginación orgánica, la preponderancia del símbolo sobre la alegoría; en el mundo del símbolo, la vida y la forma son idénticas: «así como es la vida, así es la forma». Es la dialéctica entre el sujeto y el objeto, una relación íntima mente-naturaleza. «Leer significados en los paisajes. Unidad que abarca mente y objeto», y también «Una vida única dentro y fuera de nosotros». Las analogías asociativas se transforman en el romanticismo en una analogía vital. Abrams va mas allá en su interpretación de la imaginación romántica al afirmar que, en ella, la analogía desaparece y que, en Coleridge, es sustituida por un monismo «genuino y eficaz» en el que «la naturaleza se hace pensamiento y el pensamiento, naturaleza».
Coleridge iría más allá, pues, depositando la prioridad del pensamiento en el propio objeto, más que en el sujeto —que se limita a reproducir lo que es el objeto—.
Escribe Paul de Man: «En tanto que el símbolo postula la posibilidad de una identidad o de una identificación, la alegoría postula primariamente una distancia en relación con su propio origen» (11). Es, acaso, la distancia que determina el fracaso de Coleridge a la hora de escribir su Kubla Khan.
Para la posmodernidad, la distancia es una forma de relación más fructífera que la identidad (así Paul de Man). Podríamos hacer una analogía entre la instrumentalidad técnica y cognitiva de la distancia en el posmodernismo y diferencia en el romanticismo. Pero en esta distancia y en esta diferencia siempre hay un bucle de infinitud insalvable. ¿Qué viene después de la posmodernidad?, se pregunta Odo Maquard, y el mismo responde: la modernidad.
Para los románticos, según Walter Benjamin, el pensamiento reflexivo adquiere una especial significación sistemática merced a su inaccesibilidad: premisas que llevan a otras premisas, y es así la reflexión una línea sin fin tanto en su camino hacia la causa como en su camino hacia el efecto. Borges, donde la reflexión, como el resto de las cosas, habita en el/los libro/s, forja así una imagen del universo en forma de biblioteca more geometrico e inacabable, la Biblioteca de Babel, que sería el resultado final, a escala macro-espacial, de esa cadena autoproductiva micro-espacial —permítaseme la analogía extraída de la física y sus ramales macro y microcósmica, con distancia insalvable incluida— que analizara Borges en su ensayo ‘Las Kenningar’ (12).
Hölderlin se vuelve loco, pero acaso quienes pintaron en la pared de su torre (13) que el poeta «no estaba loco» no anduvieron errados del todo en el momento en que Hölderlin fue siempre, en todo caso, lenguaje. Coleridge trata de sistematizar esa teoría estética que inaugura para la literatura en inglés, pero será un sistema instalado en la autorreflexividad infinita romántica donde, simultáneamente, por ser el objeto quien por primera vez siente y expresa su consciencia, el sistema o el deseo de sistema también colinda con la locura; de ahí, podemos elucubrar, acaso su giro hacia la religiosidad cristiana, desde su paganismo esteticista: porque podemos suponer que este giro representa un retroceso frente al articartesianismo romántico, podemos recordar también ese «cierto estilo indirecto libre» con respecto a Descartes a que se refería Derrida, y que el propio Derrida calificaba como ventriloquía: «es sólo Dios quien garantiza mis representaciones y mis determinaciones cognitivas, es decir, mi discurso contra la locura» (14).
Coleridge renunció a la literatura o, al menos, a la creación, a la poesía. Hölderlin no, pero sí sucumbió a la locura. Borges halló una tercera vía o síntesis. A través de Descartes, Derrida —¿o es Descartes a través de Derrida?— afirma: «todo filósofo, todo sujeto hablante que tenga que evocar la locura en el interior del pensamiento sólo puede hacerlo en la dimensión de la posibilidad y en el lenguaje de la ficción o en la ficción del lenguaje» (15).
Sobre el sueño de Coleridge y la falibilidad de los sentidos, de lo corporal, de lo objetual en Descartes, que los románticos quieren refutar, Derrida explica que en Descartes «la hipótesis del sueño es la radicalización o, si se prefiere, la exageración hiperbólica de la hipótesis de que los sentidos podrían engañarme a veces» (16). Como contraposición, cita a Foucalt: «Descartes no evita el peligro de la locura del mismo modo que elude la eventualidad del sueño o del error» (17).
3. PLURALIDAD Y UNICIDAD: UN SISTEMA QUE NO ES TAL O LA VOZ DEL FRAGMENTO
En su temprano ensayo ‘La postulación de la realidad’, Borges afirma que mientras el escritor romántico expresa, sirviéndose para ello del exceso, el escritor de hábito clásico «más bien» rehúye lo expresivo (18); este último, dice Borges, «no desconfía del lenguaje, cree en la suficiente virtud de cada uno de sus signos», y más adelante define otras de las «marcas del clasicismo: la creencia de que una vez fraguada una imagen, ésta constituye un bien público». Y sintetiza esa dicotomía de la siguiente forma: mientras que «la realidad que los escritores clásicos proponen es cuestión de confianza [...] la que procuran agotar los románticos es de carácter impositivo más bien: su método continuo es el énfasis, la mentira parcial». Podríamos rastrear aquí, en este texto temprano (1931), una raíz del fracaso —asombroso, eso sí— de Coleridge en la redacción de su Kubla Khan, narrado por Borges en ‘El sueño de Coleridge’, pero también de la idea de la larga cadena de escritores que, siendo uno, son todos a la vez, y que expresa en ‘La flor de Coleridge’. Estos dos últimos cuentos se recogen en Otras inquisiciones (1952), y en el último afirma Borges: «Durante muchos años, yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre» (19). Y efectivamente, si volvemos a ‘La postulación de la realidad’, Borges escribe: «Para el concepto clásico, la pluralidad de los hombres y de los tiempos es accesoria, la literatura es siempre una sola» (20).
Por ello, Borges construye con la historia real del sueño de Coleridge un relato asombroso: es una historia de factura clásica, donde el personaje romántico, creyendo que va a llevar a cabo un proyecto personal y fantástico —escribir un poema que previamente ha soñado palabra por palabra, verso a verso— morirá sin saber el vínculo que su sueño tuvo muchos siglos atrás con la forma en que el propio Kubla Khan histórico determinó construir el palacio que protagonizase siglos después el sueño de Coleridge: soñándolo primero.
Podemos «suspender nuestra incredulidad» y pensar que así fue en el caso del sueño de Kubla Khan: de cualquier forma, Borges ha logrado el final sorprendente y maravilloso para un sueño de perfecta hechura clásica, con ese twist final que caracteriza al género desde su nacimiento desde el s. XIX y, privilegiadamente, a través de Edgar Allan Poe. Pero lo que el éxito (clásico) de Borges no esconde es el fracaso (romántico) de Coleridge: no un fracaso como «mentira parcial» en el momento en que el fragmento que Coleridge sí puede recordar y, por tanto, hacer llegar hasta nosotros, es uno de los ejemplos más hermosos de la poesía inglesa; pero sí un fracaso como totalidad de una hipérbole, y un énfasis —en el poder del sueño—; en ese palacio «personal», desmesurado y de contrastes «sublimes», que se erige así en símbolo del proyecto romántico, como lo es del proyecto clásico «la flor de Coleridge».
El símbolo se erigirá en piedra angular en el arte y la filosofía posterior, desde el simbolismo artístico y literario de finales del XIX a corrientes de pensamiento como el metaforismo radical; autores como S. K. Langer hablan del simbolismo como «la nueva clave» de la filosofía. Es un nivel de abstracción que, como se sabe, devendrá en el significante desligado de significado del siglo XX, anunciado por poetas simbolistas como Stéphane Mallarmé; y un nivel de abstracción que sólo se alcanza con ese regreso, en el romanticismo, a la concreción de la imagen poética. En palabras de Paul de Man: «This evolution in poetic terminology [...] corresponds to a profound change in the texture of poetic diction. The change often takes the form of a return to a greater concreteness, a proliferation of natural objects that restores to the language the material substantiality» (21).
El abandono de Coleridge de la poesía, o más bien su fracaso reiterado a la hora de dar forma a sus fragmentos líricos —el comienzo de esa imposibilidad lo estamos tratando de cifrar, a lo largo de este trabajo y de una forma significativa, como símbolo, en su Kubla Khan— acaso tenga que ver con esa materialidad, problemática para Coleridge. La separación que ya para siempre establece Winckelmann entre naturaleza y arte dará al romanticismo su interlocutor privilegiado, el romantic chasm (22), pero en la separación que Kant había operado entre ciencia, estética y moral Coleridge, en su papel de precursor como poeta y como teórico, naufraga.
George Santayana, filósofo de ecos borgianos (23), acaso represente el buen puerto de ese proyecto de unir religión y filosofía, en el que Coleridge fracasó; y acaso porque Santayana sí supo asumir esa materialidad, precisa e irónicamente a través de la potencialidad en la que él cifraba la materia: es en esta potencialidad —en ese «ámbito de la tensión», que decía Santayana— en la que Coleridge halla su fracaso. Santayana lo resuelve dando a su pensamiento una «sistematicidad quebrada» (24), una asunción del fragmento y de sus propios límites que Coleridge, en pleno vórtice romántico, no podía ejercer.
Finalmente, Coleridge no puede renunciar a la metafísica: es una metafísica aislada del resto de su pensamiento y de su creación estética, a la que se llega no por el valor de ella misma (25), sino por el valor de otra cosa a la que está asociada: ¿un parapeto? (26) De alguna forma, este viraje hace pensar en la culpa que, a juicio de Hegewicz (27), vence en la Rima del Anciano Marinero.
Por el contrario, en el materialismo de Santayana, el espíritu y el mundo ideal no sólo tienen cabida, sino que constituyen esencias: es una óntica rectora, en el momento en que ordenan y articulan el mundo material. La sustancia, para Santayana, posee, entre otras características, las de poseer un espacio, ser un lugar: Hume formula la imaginación como un lugar, y para Borges este espacio está dentro y afuera, porque la ficción en sí es una sustancia y lo comprende todo. Además, esa sustancia toma formas en que se dan sentimientos, imágenes, pensamientos, y en fases que les da una continuidad, la de una red simbólica; resulta, además, relativa a un observador. En Borges todo ello se dinamiza en una puesta en abismo, donde el observador se incluye en lo observado (28): como Edmond Jabès, para Borges el mundo está en el libro, más que el libro en el mundo. Y el libro que habla del mundo termina hablando, interminablemente, del mismo libro.
Por ello, Borges construye con la historia real del sueño de Coleridge un relato asombroso: es una historia de factura clásica, donde el personaje romántico, creyendo que va a llevar a cabo un proyecto personal y fantástico —escribir un poema que previamente ha soñado palabra por palabra, verso a verso— morirá sin saber el vínculo que su sueño tuvo muchos siglos atrás con la forma en que el propio Kubla Khan histórico determinó construir el palacio que protagonizase siglos después el sueño de Coleridge: soñándolo primero.
Podemos «suspender nuestra incredulidad» y pensar que así fue en el caso del sueño de Kubla Khan: de cualquier forma, Borges ha logrado el final sorprendente y maravilloso para un sueño de perfecta hechura clásica, con ese twist final que caracteriza al género desde su nacimiento desde el s. XIX y, privilegiadamente, a través de Edgar Allan Poe. Pero lo que el éxito (clásico) de Borges no esconde es el fracaso (romántico) de Coleridge: no un fracaso como «mentira parcial» en el momento en que el fragmento que Coleridge sí puede recordar y, por tanto, hacer llegar hasta nosotros, es uno de los ejemplos más hermosos de la poesía inglesa; pero sí un fracaso como totalidad de una hipérbole, y un énfasis —en el poder del sueño—; en ese palacio «personal», desmesurado y de contrastes «sublimes», que se erige así en símbolo del proyecto romántico, como lo es del proyecto clásico «la flor de Coleridge».
El símbolo se erigirá en piedra angular en el arte y la filosofía posterior, desde el simbolismo artístico y literario de finales del XIX a corrientes de pensamiento como el metaforismo radical; autores como S. K. Langer hablan del simbolismo como «la nueva clave» de la filosofía. Es un nivel de abstracción que, como se sabe, devendrá en el significante desligado de significado del siglo XX, anunciado por poetas simbolistas como Stéphane Mallarmé; y un nivel de abstracción que sólo se alcanza con ese regreso, en el romanticismo, a la concreción de la imagen poética. En palabras de Paul de Man: «This evolution in poetic terminology [...] corresponds to a profound change in the texture of poetic diction. The change often takes the form of a return to a greater concreteness, a proliferation of natural objects that restores to the language the material substantiality» (21).
El abandono de Coleridge de la poesía, o más bien su fracaso reiterado a la hora de dar forma a sus fragmentos líricos —el comienzo de esa imposibilidad lo estamos tratando de cifrar, a lo largo de este trabajo y de una forma significativa, como símbolo, en su Kubla Khan— acaso tenga que ver con esa materialidad, problemática para Coleridge. La separación que ya para siempre establece Winckelmann entre naturaleza y arte dará al romanticismo su interlocutor privilegiado, el romantic chasm (22), pero en la separación que Kant había operado entre ciencia, estética y moral Coleridge, en su papel de precursor como poeta y como teórico, naufraga.
George Santayana, filósofo de ecos borgianos (23), acaso represente el buen puerto de ese proyecto de unir religión y filosofía, en el que Coleridge fracasó; y acaso porque Santayana sí supo asumir esa materialidad, precisa e irónicamente a través de la potencialidad en la que él cifraba la materia: es en esta potencialidad —en ese «ámbito de la tensión», que decía Santayana— en la que Coleridge halla su fracaso. Santayana lo resuelve dando a su pensamiento una «sistematicidad quebrada» (24), una asunción del fragmento y de sus propios límites que Coleridge, en pleno vórtice romántico, no podía ejercer.
Finalmente, Coleridge no puede renunciar a la metafísica: es una metafísica aislada del resto de su pensamiento y de su creación estética, a la que se llega no por el valor de ella misma (25), sino por el valor de otra cosa a la que está asociada: ¿un parapeto? (26) De alguna forma, este viraje hace pensar en la culpa que, a juicio de Hegewicz (27), vence en la Rima del Anciano Marinero.
Por el contrario, en el materialismo de Santayana, el espíritu y el mundo ideal no sólo tienen cabida, sino que constituyen esencias: es una óntica rectora, en el momento en que ordenan y articulan el mundo material. La sustancia, para Santayana, posee, entre otras características, las de poseer un espacio, ser un lugar: Hume formula la imaginación como un lugar, y para Borges este espacio está dentro y afuera, porque la ficción en sí es una sustancia y lo comprende todo. Además, esa sustancia toma formas en que se dan sentimientos, imágenes, pensamientos, y en fases que les da una continuidad, la de una red simbólica; resulta, además, relativa a un observador. En Borges todo ello se dinamiza en una puesta en abismo, donde el observador se incluye en lo observado (28): como Edmond Jabès, para Borges el mundo está en el libro, más que el libro en el mundo. Y el libro que habla del mundo termina hablando, interminablemente, del mismo libro.
4. POÉTICA DEL LIBRO: FRAGMENTOS DE UNA CADENA
Para Edmond Jabès, afirma Derrida, el libro no está en el mundo sino el mundo en el libro. Harold Bloom construye toda una poética en torno a la influencia, y convierte el miedo a ésta, a la influencia, en un temor a la belleza (29). Borges no teme a la influencia y la asume, porque sabe que la historia de la literatura es la historia de unas pocas metáforas: él mismo crea una alegoría total de esta historia de la literatura, de esta cadena de autores —e influencias— en ‘El inmortal’. Y al no temer a la influencia en la poesía, revela la belleza en ambas: cadena de autores que desemboca, finalmente, en ese libro que es alegría del mundo. Y asume, como Santayana, que ahí está toda la belleza del mundo: «Beauty exists for the same reason that the object wich is beautiful exists, or the world in wich that object lies, or we that look upon both. It is an experience: there is nothing more to say about it» (30).
Antes citábamos los textos literarios de la India antigua, ligados, como todos los textos antiguos con pocas excepciones, a la religión. Las primeras manifestaciones escritas sobre huesos en China, por ejemplo, estaban ligadas al mundo mistérico en cuanto tenían la utilidad de adivinar el futuro. La historia de la literatura mundial acaso sea la historia de una progresiva secularización del mundo —valga el pleonasmo— y la fragmentación, que no la desaparición, de lo sagrado. Cándido Pérez Gallego habla de la literatura como «construcción de un subconsciente nuevo» (31).
Para Borges, la religión es una rama de la literatura fantástica. Santayana cita la opinión de sus padres en torno a la religión, que si bien la practicaban —eran católicos— la consideraban «a work of imagination». Para el filósofo, todos los sistemas —fuesen religiosos, filosóficos, incluso artísticos como el pictórico— podían «used and, up to a certain point, trusted as symbols. [...] Philosophies and religions [...] express destiny in moral dimensions, in obviously mythical and poetical images [...] Religions are the great fairy-tales of the conscience» (32).
La teoría poética de Coleridge produjo una de las ideas centrales de la estética romántica: la imaginación poética como elemento mediador entre las diversas culturas modernas. Es un melting-pot que Borges consuma de forma total, en el momento en que, en su «táctica retórica», se acrisolan todas las culturas mundiales.
Antes citábamos los textos literarios de la India antigua, ligados, como todos los textos antiguos con pocas excepciones, a la religión. Las primeras manifestaciones escritas sobre huesos en China, por ejemplo, estaban ligadas al mundo mistérico en cuanto tenían la utilidad de adivinar el futuro. La historia de la literatura mundial acaso sea la historia de una progresiva secularización del mundo —valga el pleonasmo— y la fragmentación, que no la desaparición, de lo sagrado. Cándido Pérez Gallego habla de la literatura como «construcción de un subconsciente nuevo» (31).
Para Borges, la religión es una rama de la literatura fantástica. Santayana cita la opinión de sus padres en torno a la religión, que si bien la practicaban —eran católicos— la consideraban «a work of imagination». Para el filósofo, todos los sistemas —fuesen religiosos, filosóficos, incluso artísticos como el pictórico— podían «used and, up to a certain point, trusted as symbols. [...] Philosophies and religions [...] express destiny in moral dimensions, in obviously mythical and poetical images [...] Religions are the great fairy-tales of the conscience» (32).
La teoría poética de Coleridge produjo una de las ideas centrales de la estética romántica: la imaginación poética como elemento mediador entre las diversas culturas modernas. Es un melting-pot que Borges consuma de forma total, en el momento en que, en su «táctica retórica», se acrisolan todas las culturas mundiales.
(1) Albert Béguin, El alma romántica y el sueño, trad. de Mario Monteforte Toledo revisada por Antonio y Margit Alatorre, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1993, p. 14.
(2) Íbid, p. 15.
(3) Esta expresión de Béguin nos puede hacer recodar unos versos de W. B. Yeats que Borges citara: «I’m looking for the face I had / before the world was made».
(4) Íbid, p. 15.
(5) José María Artola Barrenechea, Racionalidad e idealidad, San Esteban, Salamanca, 1998, p. 317.
(6) Citado en George Steiner, Presencias reales. ¿Hay algo en lo que decimos?, trad, de Juan Gabriel López-Guix, Destino, Barcelona, 2007, p. 165.
(7) En La moneda de hierro (1976), Jorge Luis Borges, Obras completas IV, Círculo de Lectores, Barcelona, 1993, p. 37.
(8) Robert Walser, Vida de poeta, trad. de Juan José del Solar, Siruela, Madrid, 2010, p. 122.
(9) Herman Hesse, El lobo estepario, trad. de Manuel Manzanares, Alianza, Madrid, 2009, p. 70.
(10) Roland Barthes, La aventura semiológica, trad. de Ramón Alcalde, Paidós, Barcelona, 2009, p. 40.
(11) Paul de Man, La retórica de la temporalidad, 1969, citado en James C. McKusick, Symbol, en Lucy Newlyn ed., The Cambridge Companion to Coleridge, Cambridge University Press, 2002, p. 227.
(12) En Historia de la eternidad (1936), incluido en Obras completas I, Círculo de Lectores, Barcelona, 1992, pp. 401-415.
(13) La torre de Hölderlin: otro espacio patrón o significante, que ordena o articula el imaginario colectivo: arquitectura romántica cargada de significado.
(14) Jacques Derrida, La escritura y la diferencia, trad. de Patricio Peñalver, Anthropos, Barcelona, 1989, p. 82.
(15) Ibid, p. 77.
(16) Ibid, p. 69.
(17) Ibid. p. 67.
(18) Jorge Luis Borges, Discusión, en Obras completas I, Círculo de Lectores, Barcelona, 1992, pp. 245-249.
(19) Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones, en Obras completas II, Círculo de Lectores, Barcelona, 1992, p. 235.
(20) Op. cit., p. 247.
(21) Paul de Man, The Rhetoric of Romanticism, Columbia University Press, New York, 1984, pp. 1-2.
(22) En expresión del propio Coleridge, en Kubla Khan: «But oh! That deep romantic chasm [...]» (verso 12).
(23) Santayana, además, practicó a lo largo de su obra una síntesis entre la cultura latina y la cultura anglosajona que Borges también representa a la perfección, si bien en el caso de Borges el arco cultural se amplía para incorporar, en un segundo plano con respecto a los dos vectores culturales citados, el resto de las manifestaciones culturales o librescas del planeta.
(24) Término de Paul Ricoeur (‘Autocomprensión e historia’, en Calvo y Ávila ed., Paul Ricoeur: los caminos de la interpretación, Anthropos, Barcelona, 1991, p. 28) aplicado a Santayana en José Beltrán Llavador, Celebrar el mundo: introducción al pensar nómada de George Santayana, Departament de Filologia Anglesa i Alemanya, Universitat de Valencia, 2002, p. 11.
(25) «Una mente libre no mide el valor de algo por el valor de otra cosa; ella misma, es, al menos, tan plástica como la naturaleza y no tiene nada que temer de las revoluciones» (George Santayana, Soliloquies in England and later Soliloquies, citado en Ignacio Izuzquiza, ‘George Santayana o la ironía de la materia’, Anthropos, Barcelona, 1989, p. 112.
(26) O Garde-fou, como dice Derrida: «se trata, dentro de este logos del libre-cambio, de acceder al origen del proteccionismo de una razón que persiste en resguardarse y en constituir para ella unos parapetos, constituirse ella misma en parapeto (garde-fou)» (Ibid, p. 57). En el caso de Coleridge se trataría, a mi juicio, de un parapeto doble: por una parte, el de la razón que Derrida menciona, y que en Coleridge estaría representado por su búsqueda de una sistematicidad de su pensamiento teórico; y por otra parte, el de la religiosidad tradicional, aquello que trató de conciliar con la filosofía en esa sistematicidad mencionada, su proyectada Logosophia.
(27) E. Hegewicz, ‘Presentación’, en Samuel Taylor Coleridge, Biographia Literaria, Labor, Barcelona, 1975, p. IV.
(28) Santayana lo expresó de la siguiente manera: «But we, —the minds that ask all questions and judge of the validity of all answers, —we are not ourselves independent of this world in wich we live», en George Santayana, The Sense of Beauty: Being the Outlines of Aesthetic Theory, Kessinger Publishing, LaVergne, 2010, p. 268.
(29) Cándido Pérez Gallego, ‘Harold Bloom: un superhombre de la crítica norteamericana’, p. 1, en REDEN. Revista española de estudios norteamericanos, nº 10, Instituto Universitario de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá de Henares, 1995.
(30) Santayana, op. cit., p. 268.
(31) Íbid, p. 10.
(32) George Santayana, A General Confesion, citado en José Beltrán Llavador, op. cit., p. 33.
(2) Íbid, p. 15.
(3) Esta expresión de Béguin nos puede hacer recodar unos versos de W. B. Yeats que Borges citara: «I’m looking for the face I had / before the world was made».
(4) Íbid, p. 15.
(5) José María Artola Barrenechea, Racionalidad e idealidad, San Esteban, Salamanca, 1998, p. 317.
(6) Citado en George Steiner, Presencias reales. ¿Hay algo en lo que decimos?, trad, de Juan Gabriel López-Guix, Destino, Barcelona, 2007, p. 165.
(7) En La moneda de hierro (1976), Jorge Luis Borges, Obras completas IV, Círculo de Lectores, Barcelona, 1993, p. 37.
(8) Robert Walser, Vida de poeta, trad. de Juan José del Solar, Siruela, Madrid, 2010, p. 122.
(9) Herman Hesse, El lobo estepario, trad. de Manuel Manzanares, Alianza, Madrid, 2009, p. 70.
(10) Roland Barthes, La aventura semiológica, trad. de Ramón Alcalde, Paidós, Barcelona, 2009, p. 40.
(11) Paul de Man, La retórica de la temporalidad, 1969, citado en James C. McKusick, Symbol, en Lucy Newlyn ed., The Cambridge Companion to Coleridge, Cambridge University Press, 2002, p. 227.
(12) En Historia de la eternidad (1936), incluido en Obras completas I, Círculo de Lectores, Barcelona, 1992, pp. 401-415.
(13) La torre de Hölderlin: otro espacio patrón o significante, que ordena o articula el imaginario colectivo: arquitectura romántica cargada de significado.
(14) Jacques Derrida, La escritura y la diferencia, trad. de Patricio Peñalver, Anthropos, Barcelona, 1989, p. 82.
(15) Ibid, p. 77.
(16) Ibid, p. 69.
(17) Ibid. p. 67.
(18) Jorge Luis Borges, Discusión, en Obras completas I, Círculo de Lectores, Barcelona, 1992, pp. 245-249.
(19) Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones, en Obras completas II, Círculo de Lectores, Barcelona, 1992, p. 235.
(20) Op. cit., p. 247.
(21) Paul de Man, The Rhetoric of Romanticism, Columbia University Press, New York, 1984, pp. 1-2.
(22) En expresión del propio Coleridge, en Kubla Khan: «But oh! That deep romantic chasm [...]» (verso 12).
(23) Santayana, además, practicó a lo largo de su obra una síntesis entre la cultura latina y la cultura anglosajona que Borges también representa a la perfección, si bien en el caso de Borges el arco cultural se amplía para incorporar, en un segundo plano con respecto a los dos vectores culturales citados, el resto de las manifestaciones culturales o librescas del planeta.
(24) Término de Paul Ricoeur (‘Autocomprensión e historia’, en Calvo y Ávila ed., Paul Ricoeur: los caminos de la interpretación, Anthropos, Barcelona, 1991, p. 28) aplicado a Santayana en José Beltrán Llavador, Celebrar el mundo: introducción al pensar nómada de George Santayana, Departament de Filologia Anglesa i Alemanya, Universitat de Valencia, 2002, p. 11.
(25) «Una mente libre no mide el valor de algo por el valor de otra cosa; ella misma, es, al menos, tan plástica como la naturaleza y no tiene nada que temer de las revoluciones» (George Santayana, Soliloquies in England and later Soliloquies, citado en Ignacio Izuzquiza, ‘George Santayana o la ironía de la materia’, Anthropos, Barcelona, 1989, p. 112.
(26) O Garde-fou, como dice Derrida: «se trata, dentro de este logos del libre-cambio, de acceder al origen del proteccionismo de una razón que persiste en resguardarse y en constituir para ella unos parapetos, constituirse ella misma en parapeto (garde-fou)» (Ibid, p. 57). En el caso de Coleridge se trataría, a mi juicio, de un parapeto doble: por una parte, el de la razón que Derrida menciona, y que en Coleridge estaría representado por su búsqueda de una sistematicidad de su pensamiento teórico; y por otra parte, el de la religiosidad tradicional, aquello que trató de conciliar con la filosofía en esa sistematicidad mencionada, su proyectada Logosophia.
(27) E. Hegewicz, ‘Presentación’, en Samuel Taylor Coleridge, Biographia Literaria, Labor, Barcelona, 1975, p. IV.
(28) Santayana lo expresó de la siguiente manera: «But we, —the minds that ask all questions and judge of the validity of all answers, —we are not ourselves independent of this world in wich we live», en George Santayana, The Sense of Beauty: Being the Outlines of Aesthetic Theory, Kessinger Publishing, LaVergne, 2010, p. 268.
(29) Cándido Pérez Gallego, ‘Harold Bloom: un superhombre de la crítica norteamericana’, p. 1, en REDEN. Revista española de estudios norteamericanos, nº 10, Instituto Universitario de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá de Henares, 1995.
(30) Santayana, op. cit., p. 268.
(31) Íbid, p. 10.
(32) George Santayana, A General Confesion, citado en José Beltrán Llavador, op. cit., p. 33.
LOVING THE ALIEN:
UNIVERSOS SONOROS DE JÓL
por JOSÉ MANUEL JIMÉNEZ
‘Loving the Alien’ es una canción de Bowie, su artista favorito y el más alienígena de los músicos, así como JÓL era/es el más alien de nuestros amigos escritores. Por su fascinación por el espacio exterior, la sci-fi, los roboticos... ‘Loving the Alien’ representa un sentimiento muy suyo y, al tiempo, nuestro cariño hacia él.
Estás a punto de ingresar en un espejo sonoro de reflejo infinito. 10.000 horas de música. 416,666667 lunas de travesía interestelar. JÓL en estado puro. Inabarcable. Glorioso. Expansivo. Estela continua.
Estás a punto de ingresar en un espejo sonoro de reflejo infinito. 10.000 horas de música. 416,666667 lunas de travesía interestelar. JÓL en estado puro. Inabarcable. Glorioso. Expansivo. Estela continua.
1ª) ‘Poemas’ by Enana Roja por Álex López y José Óscar López
https://enana-roja.bandcamp.com/album/poemas
2ª) Jóscar por Marcelo Criminal, Álex López y Juana Díaz
https://open.spotify.com/playlist/5EtZDI3CmgeL7TB4ygtbHt?si=HrrQ7jZyTDacjft2HD3CMg&pi=e-mD_KCfg2RqWM&nd=1&dlsi=fc3a4204c07d4f99
3ª) José Óscar en Redes por José Manuel Jiménez
https://open.spotify.com/playlist/51x0TYe5EK0vcVcgo8yBMr?si=eGH0ZRQbSUmIZJ6V6XXCEw&pi=e-fP6L3FnbSjyF&nd=1&dlsi=ceffd709c7c14c0b
4ª) Experimentos Sonoros Teopovski por Homoconejo
https://open.spotify.com/playlist/4MPWFXKN7s1iGevYGtaNd5?si=tFyugUhyT7uhKUQCeq9b6w&pi=e-gXDz_vamRMql&nd=1&dlsi=4e49dbc8e31841c5
5ª) JÓL en WhatsApp por José Manuel Jiménez
https://open.spotify.com/playlist/6nVrpWczsykduqf9PAU1HD?si=wEntyavpTVOZutf0HAltww&pi=e-NL9lF5FOR8yC&nd=1&dlsi=3ac1ccf63d754451
https://enana-roja.bandcamp.com/album/poemas
2ª) Jóscar por Marcelo Criminal, Álex López y Juana Díaz
https://open.spotify.com/playlist/5EtZDI3CmgeL7TB4ygtbHt?si=HrrQ7jZyTDacjft2HD3CMg&pi=e-mD_KCfg2RqWM&nd=1&dlsi=fc3a4204c07d4f99
3ª) José Óscar en Redes por José Manuel Jiménez
https://open.spotify.com/playlist/51x0TYe5EK0vcVcgo8yBMr?si=eGH0ZRQbSUmIZJ6V6XXCEw&pi=e-fP6L3FnbSjyF&nd=1&dlsi=ceffd709c7c14c0b
4ª) Experimentos Sonoros Teopovski por Homoconejo
https://open.spotify.com/playlist/4MPWFXKN7s1iGevYGtaNd5?si=tFyugUhyT7uhKUQCeq9b6w&pi=e-gXDz_vamRMql&nd=1&dlsi=4e49dbc8e31841c5
5ª) JÓL en WhatsApp por José Manuel Jiménez
https://open.spotify.com/playlist/6nVrpWczsykduqf9PAU1HD?si=wEntyavpTVOZutf0HAltww&pi=e-NL9lF5FOR8yC&nd=1&dlsi=3ac1ccf63d754451
De la 6ª a la 60ª son listas de José Óscar López en Spotify:
6ª) #7
https://open.spotify.com/playlist/6p2sewrGaAc5Wzae0cttU4
7ª) And so its begins... 2024
https://open.spotify.com/playlist/3kqrpduqN9mOfTt7NrB6aX
8ª) Peter Gabriellest
https://open.spotify.com/playlist/3PD9Vr2O7O1mlUO7aVME8Y
9ª) Deutsche Elektronische Kammermusik
https://open.spotify.com/playlist/1BXOZ1nEhBoxqCHU2vI5YR
10ª) Otoñovera 234_
https://open.spotify.com/playlist/4TtQQVs5ltI5dF2tamoncR
11ª) Christine
https://open.spotify.com/playlist/1GukQbuW54otGITQfEvpjq
12ª) Treasure
https://open.spotify.com/playlist/05Ccetv0CL3UfmBK0YkYKN
13ª) Words I First saw
https://open.spotify.com/playlist/7irmBIt9sH27rdcIdWh0u8
14ª) Complicated
https://open.spotify.com/playlist/0nZW2IPlcVDgbbjk3chAVD
15ª) Novela
https://open.spotify.com/playlist/3ozyEMVf2EdUFdWc3oLWUp
16ª) La, La, La, He, He, Hee
https://open.spotify.com/playlist/7raGZxbGXBshUbze5ZCDpv
17ª) Hit in your soul
https://open.spotify.com/playlist/0fqJfyiJe4S194CVPiC1Ea
18ª) Schicksalslied, Op. 54 - Johannes Brahms
https://open.spotify.com/playlist/3zqgbJbmfM73bufGRs0Jj7
19ª) Just Like Honey
https://open.spotify.com/playlist/6v80E63bWKkiVmVn79od0c
20ª) Nana Del Caballo Grande
https://open.spotify.com/playlist/4XmzkHCSkwh2447fsMjfFl
21ª) Let’s Dance (1983-2016) - David Bowie
https://open.spotify.com/playlist/7Hp69aIwL2pA9zFpAXzXop
22ª) Lou y sus cosas
https://open.spotify.com/playlist/7gjAnhrlJgqU6o9eCh0KP8
23ª) Guess I’m Falling In Love
https://open.spotify.com/playlist/5fATCW3C0mnzYpQv0ucqWz
24ª) This Is America - Childish Gambino
https://open.spotify.com/playlist/5gtYSIIs9GKaTONr8BHzPT
25ª) Disco19
https://open.spotify.com/playlist/1FnmYCfBlKMCjIrEXtBjLV
26ª)Radio Clásica
https://open.spotify.com/playlist/1HwAgWKCDMW63aW688Bje4
27ª) Ragga
https://open.spotify.com/playlist/1rYAT0KjOcqgqieTwsZ8Es
28ª) Bum 4
https://open.spotify.com/playlist/0yAaNf1ELZDGjnDUfJeTRe
29ª) Popopop
https://open.spotify.com/playlist/5x9DYWzXvY1uBrwUauFhTT
30ª) Garaje
https://open.spotify.com/playlist/11pUAJLaodIbwccUdOZR83
6ª) #7
https://open.spotify.com/playlist/6p2sewrGaAc5Wzae0cttU4
7ª) And so its begins... 2024
https://open.spotify.com/playlist/3kqrpduqN9mOfTt7NrB6aX
8ª) Peter Gabriellest
https://open.spotify.com/playlist/3PD9Vr2O7O1mlUO7aVME8Y
9ª) Deutsche Elektronische Kammermusik
https://open.spotify.com/playlist/1BXOZ1nEhBoxqCHU2vI5YR
10ª) Otoñovera 234_
https://open.spotify.com/playlist/4TtQQVs5ltI5dF2tamoncR
11ª) Christine
https://open.spotify.com/playlist/1GukQbuW54otGITQfEvpjq
12ª) Treasure
https://open.spotify.com/playlist/05Ccetv0CL3UfmBK0YkYKN
13ª) Words I First saw
https://open.spotify.com/playlist/7irmBIt9sH27rdcIdWh0u8
14ª) Complicated
https://open.spotify.com/playlist/0nZW2IPlcVDgbbjk3chAVD
15ª) Novela
https://open.spotify.com/playlist/3ozyEMVf2EdUFdWc3oLWUp
16ª) La, La, La, He, He, Hee
https://open.spotify.com/playlist/7raGZxbGXBshUbze5ZCDpv
17ª) Hit in your soul
https://open.spotify.com/playlist/0fqJfyiJe4S194CVPiC1Ea
18ª) Schicksalslied, Op. 54 - Johannes Brahms
https://open.spotify.com/playlist/3zqgbJbmfM73bufGRs0Jj7
19ª) Just Like Honey
https://open.spotify.com/playlist/6v80E63bWKkiVmVn79od0c
20ª) Nana Del Caballo Grande
https://open.spotify.com/playlist/4XmzkHCSkwh2447fsMjfFl
21ª) Let’s Dance (1983-2016) - David Bowie
https://open.spotify.com/playlist/7Hp69aIwL2pA9zFpAXzXop
22ª) Lou y sus cosas
https://open.spotify.com/playlist/7gjAnhrlJgqU6o9eCh0KP8
23ª) Guess I’m Falling In Love
https://open.spotify.com/playlist/5fATCW3C0mnzYpQv0ucqWz
24ª) This Is America - Childish Gambino
https://open.spotify.com/playlist/5gtYSIIs9GKaTONr8BHzPT
25ª) Disco19
https://open.spotify.com/playlist/1FnmYCfBlKMCjIrEXtBjLV
26ª)Radio Clásica
https://open.spotify.com/playlist/1HwAgWKCDMW63aW688Bje4
27ª) Ragga
https://open.spotify.com/playlist/1rYAT0KjOcqgqieTwsZ8Es
28ª) Bum 4
https://open.spotify.com/playlist/0yAaNf1ELZDGjnDUfJeTRe
29ª) Popopop
https://open.spotify.com/playlist/5x9DYWzXvY1uBrwUauFhTT
30ª) Garaje
https://open.spotify.com/playlist/11pUAJLaodIbwccUdOZR83
31ª) Psicoverano
https://open.spotify.com/playlist/4ilv44zvghBxfaB2ISQuxq
32ª) Dead Editors - Massive Attack
https://open.spotify.com/playlist/1puyGMBTGemysG8wRJmZFK
33ª) Black Science
https://open.spotify.com/playlist/4i8LFOS3PopH71myX9qMoe
34ª) Enjoy your night
https://open.spotify.com/playlist/04dEAruXNBqAkArI1kpmmo
35ª) Blacksteel & Friends
https://open.spotify.com/playlist/5Sa6JZASdqmxNzoJjF4ajs
36ª) Drama
https://open.spotify.com/playlist/0dD85qNnoxo3lh1jKwLYN3
37ª) Pitchfork Feb
https://open.spotify.com/playlist/2iUKY84Cv4HDAJsSnoXatI
38ª) Sabadisco
https://open.spotify.com/playlist/2zQj27zlg1vrDNehcRRPTk
39ª) Soul para Marzo
https://open.spotify.com/playlist/6k5rq11bKMV571nfOz3BfT
40ª) It’s Too Cold Tonight - Tiny Moving Parts
https://open.spotify.com/playlist/5cNNnklgaQVPEgm7sO3Pki
41ª) FEBreal
https://open.spotify.com/playlist/5FtczP4lXO6TBysJpqUfZ7
42ª) La gravedad de enero
https://open.spotify.com/playlist/2rj7qHVktiXAvlZ0SgioRm
43ª) RDL 2017
https://open.spotify.com/playlist/0S0P7dg9TVi81whlHrYSJT
44ª) Murcia Nos Pertenece - Marcelo Criminal
https://open.spotify.com/playlist/75BJOC1wxObdbUUYVZjcDA
45ª) La conquista del espacio
https://open.spotify.com/playlist/1SoKC5lW1tGLleynR80SP2
46ª) Cubist Café
https://open.spotify.com/playlist/6jvpzBMODCcWQB3yRcHg0u
47ª) Oktoberfest
https://open.spotify.com/playlist/5sunpIqLf6jTmT2foxfoG4
48ª) Bum Bum Bum
https://open.spotify.com/playlist/4Ny7iEWgiykgezlZWVbQn5
49ª) Agosto 2017, cara A
https://open.spotify.com/playlist/0D2Pm36529WvRNOAX7qel7
50ª) Agosto 2017, cara B
https://open.spotify.com/playlist/27371u1DpiAOEJu7NjLE31
51ª) _RR_
https://open.spotify.com/playlist/5t1tOGde7OUS9ERhk3tC68
52ª) Verano indio
https://open.spotify.com/playlist/3DrB2nHRGlIDIZJYwvwPJA
53ª) In dub pro reo
https://open.spotify.com/playlist/4SMuQfFx48QJxo2BAqXi2I
54ª) B-Side Bowie
https://open.spotify.com/playlist/1EXOWx52NclyhWFCUZgcCq
55ª) Favoritos
https://open.spotify.com/playlist/7BXNgtx1TgowD9amz15jdJ
56ª) Iggy, Iggy
https://open.spotify.com/playlist/4nYBsV7tniFTB3DmPFAFDP
57ª) Watusi Zombie
https://open.spotify.com/playlist/6bYMD6SxzE0sbnKxtkgxRd
58ª) Ahorra quento en espeñoul
https://open.spotify.com/playlist/0K9Q3inYE9XECnbJ6c0Ov7
59ª) El futuo. Una ópera futura
https://open.spotify.com/playlist/6AfHnymbPo54yE8MTVWqcH
60ª) Die robotten
https://open.spotify.com/playlist/44ZTfrLJW0T35Lq9tdVpuL
https://open.spotify.com/playlist/4ilv44zvghBxfaB2ISQuxq
32ª) Dead Editors - Massive Attack
https://open.spotify.com/playlist/1puyGMBTGemysG8wRJmZFK
33ª) Black Science
https://open.spotify.com/playlist/4i8LFOS3PopH71myX9qMoe
34ª) Enjoy your night
https://open.spotify.com/playlist/04dEAruXNBqAkArI1kpmmo
35ª) Blacksteel & Friends
https://open.spotify.com/playlist/5Sa6JZASdqmxNzoJjF4ajs
36ª) Drama
https://open.spotify.com/playlist/0dD85qNnoxo3lh1jKwLYN3
37ª) Pitchfork Feb
https://open.spotify.com/playlist/2iUKY84Cv4HDAJsSnoXatI
38ª) Sabadisco
https://open.spotify.com/playlist/2zQj27zlg1vrDNehcRRPTk
39ª) Soul para Marzo
https://open.spotify.com/playlist/6k5rq11bKMV571nfOz3BfT
40ª) It’s Too Cold Tonight - Tiny Moving Parts
https://open.spotify.com/playlist/5cNNnklgaQVPEgm7sO3Pki
41ª) FEBreal
https://open.spotify.com/playlist/5FtczP4lXO6TBysJpqUfZ7
42ª) La gravedad de enero
https://open.spotify.com/playlist/2rj7qHVktiXAvlZ0SgioRm
43ª) RDL 2017
https://open.spotify.com/playlist/0S0P7dg9TVi81whlHrYSJT
44ª) Murcia Nos Pertenece - Marcelo Criminal
https://open.spotify.com/playlist/75BJOC1wxObdbUUYVZjcDA
45ª) La conquista del espacio
https://open.spotify.com/playlist/1SoKC5lW1tGLleynR80SP2
46ª) Cubist Café
https://open.spotify.com/playlist/6jvpzBMODCcWQB3yRcHg0u
47ª) Oktoberfest
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48ª) Bum Bum Bum
https://open.spotify.com/playlist/4Ny7iEWgiykgezlZWVbQn5
49ª) Agosto 2017, cara A
https://open.spotify.com/playlist/0D2Pm36529WvRNOAX7qel7
50ª) Agosto 2017, cara B
https://open.spotify.com/playlist/27371u1DpiAOEJu7NjLE31
51ª) _RR_
https://open.spotify.com/playlist/5t1tOGde7OUS9ERhk3tC68
52ª) Verano indio
https://open.spotify.com/playlist/3DrB2nHRGlIDIZJYwvwPJA
53ª) In dub pro reo
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54ª) B-Side Bowie
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55ª) Favoritos
https://open.spotify.com/playlist/7BXNgtx1TgowD9amz15jdJ
56ª) Iggy, Iggy
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57ª) Watusi Zombie
https://open.spotify.com/playlist/6bYMD6SxzE0sbnKxtkgxRd
58ª) Ahorra quento en espeñoul
https://open.spotify.com/playlist/0K9Q3inYE9XECnbJ6c0Ov7
59ª) El futuo. Una ópera futura
https://open.spotify.com/playlist/6AfHnymbPo54yE8MTVWqcH
60ª) Die robotten
https://open.spotify.com/playlist/44ZTfrLJW0T35Lq9tdVpuL
JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ (1973-2024)
LIBRO DE CONDOLENCIAS
Él mismo se definió en tantas biografías como tuvo que escribir para las editoriales que le publicaron sus maravillosos libros: «José Óscar López es filólogo y profesor, y toda su vida soñó con ser dibujante de tebeos. Mientras calcula que alcanzará tal sueño dentro de un par de décadas, entretiene la espera escribiendo poemarios y libros de relatos». Pero quizás la mejor es la nota que Héctor Tarancón Royo le recogió en la revista Magma: «Estuvo aquí, se aferró a la vida todo lo que pudo, sufrió instantes demoledores, apuntaló cuando hizo falta y se recompuso. Tuvo paciencia, mucha. Dibujó sin parar seres del futuro y escribió, claro, escribió sin parar porque era lo que mejor se le daba. Cuando la civilización estalló y el Mal ganó otra vez una partida ya demasiado predecible, permaneció. Permaneció en el corazón de sus lectores, que es, quizá, la mayor aspiración de un autor».
Guitarrazos, guitarrazos. El escritor José Óscar López García falleció anoche (13 de marzo) a las 19:30 h en su domicilio de Murcia. Deja esposa y dos niños. La Luna iniciaba su tránsito en paralelo sobre Urano y los telépatas auguraban problemas. La gente del futuro lo esperaba, lo está ya acogiendo en sus brazos. No tenemos que temer nada, pues él ya lo ha dibujado todo, temido todo, arreglado y roto todo para que nosotras lo encontremos intacto al llegar, pulido, brillante. Cosmonauta y alien, qué habrá diseñado para nosotres allá arriba. Una fiesta de guitarras eléctricas, un tebeo a todo color. «Quiero fosforecer», escribió en La Opinión. Hablad bien fuerte, hablad bien claro y que no se os entienda nunca. José Óscar López García vino a mi casa para aprender a usar el Photoshop y ayudarme con mi economía. Gracias a él leí a Horacio Quiroga y con eso ya está todo dicho. Cristina Morano [Originalmente publicado en el diario La Opinión de Murcia el 14/3/2024] Qué mala, mala noticia. Hablamos mucho menos de lo que me hubiera gustado, pero se te echará en falta, José Óscar López. Un abrazo a su familia y allegados.
Pablo Mazo Agüero [14/3/2024] |
Sólo lo he leído, aunque puede que hayamos coincidido, pero siento que se os murió un gran amigo y a mí un estupendo escritor. Estoy con vuestro dolor.
Marisa López Soria
[14/3/2024] Planet earth is blue and there’s nothing I can do. Hasta siempre, mi queridísimo amigo José Óscar López Stardust, animal tan fabuloso.
José Manuel Jiménez [14/3/2024] Me hubiera encantado hacer una exposición de José Óscar López. Te vamos a echar de menos.
Eva Cagigal [14/3/2024] Se ha ido José Óscar López, un hombre bueno. Ahora el mundo me parece más triste, más feo, más injusto.
Domingo Llor [14/3/2024] Qué buen escritor y qué persona tan adorable. Qué pena.
Migue Ángel Zapata [14/3/2024] Se ha ido José Óscar López. Un palo para los que lo leíamos y para los que lo amaban.
Raúl Quinto [14/3/2024] Me entero por aquí de que ha muerto José Óscar López. Se nos queda una cerveza pendiente. Ya son demasiadas cervezas con demasiada gente. Que la tierra te sea leve, amigo.
Eduardo Boix [14/3/2024] El bueno de José Óscar López compartió con nosotros la belleza de su relato ‘Bajo el océano canicular’ en la revista Cósmica calavera, en septiembre pasado. Descansa en paz, telépata querido. Te recordaré mucho.
Salvador Luis Raggio [14/3/2024] |
Solamente los actos tienen un sentido / y yo te amé con todo lo que tuve» (Llegada a las islas) podría ser el encabezamiento de esta pieza. Pega que una pieza así arranque con un verso del escritor del que vas a hablar. José Óscar López y yo somos amigos desde hace décadas, desde finales de los 90. Empezamos a escribir y a publicar fanzines más o menos al mismo tiempo. Y compartimos infinitas referencias culturales. Sin embargo, si hay un escritor contemporáneo genéticamente alérgico a las tipologías textuales, y no digamos ya a cualquier cosa que huela un poco a etiqueta generacional, ese es Jose. Casi puedo oírlo reírse (esa risa vikinga, irresistible, capaz de arramblar con —casi— todo, que tenía Jose) mientras me mira, por detrás y por encima del hombro, picar estas líneas sobre él.
También supongo que se espera de mí que hable de su obra, pero para hacerlo tengo que acordarme (y a continuación desacordarme) de todo lo que nos hemos reído, Jose y yo, de esa palabra, que escribíamos Hobra, como Cortázar. Quién quiere alimentar una hobra bien gorda, con sus libros, cuando puedes hacer como Jose y trazar con ellos un camino. Desde la plaquette Los nuevos dioses hasta —ay— Animal fabuloso. Un camino contradictorio, a trompicones, con continuas curvas y rotondas inesperadas o a través de desiertos u océanos o tal vez por el aire, por ese mundo flotante. Una trayectoria que más que llevarte a ninguna parte te aleja todo el rato, te saca de las rigideces y las ramplonerías del lenguaje de las provincias, una maquinaria descacharrante que se desmonta a sí misma para seguir avanzando e incluye ventanas y puertas a los lugares más insospechados, como el castillo ambulante de Miyazaki. Pero que al mismo tiempo te espera, se queda contigo y desde el paisaje más cósmico barra psicodélico te coge de la mano y te dice madre mía la vida, compañero, qué cosa más loca y más hermosa, neng. «El delirio está unido a la vida, y si la literatura no habla de la vida, no sirve para nada», decía él.
Ahora que estoy llorando al teclado con Jose riéndose de mí por detrás (pero riéndose con cariño, claro, riéndose como diciendo ay señor, menudo dramas está hecho, mi colega), ahora que he aceptado un encargo del periódico que me paga y debería estar hablando de los libros y las colaboraciones de José Óscar López, de su exquisita, riquísima, delicada y fascinante literatura, me pongo a flojear. Yo que he abierto un “Documento1” y lo he encabezado con un par de versos de Jose y me he propuesto aprovechar esta comanda para invitar al público a acercarse a tanta maravilla. Yo que he jugado con la idea de quejarme públicamente de unas instituciones culturales demasiado rancias, paletas e ignorantes como para haber puesto el trabajo de Jose en el lugar que se merece. Ahora no me apetece hacer nada de eso. Nada de eso.
Yo lo que quiero es verlo aparecer en Libros Traperos, tarde como de costumbre, para la presentación del libro de nuestro colega David Galindo, que es mañana, sábado, a la hora del aperitivo. E irnos de cañas. Y luego de tardeo. Y reírnos a carcajadas de hasta la última chorrada que haya puesto en redes esta semana alguno de los escritores que amábamos odiar. Y todo eso con cariño, claro. Con un hacha de carnicero pero con un kilo de amor. Y quiero que Eva, mi pareja, vuelva a ponerse pesada para convencerlo de montar una expo con sus preciosas ilustraciones (¿pero quién iba a ir a ver mis dibujicos?). Hostias, quiero ver esa expo. Y quiero verlo recoger un premio gordo y ponerse nervioso con el micrófono y tartamudear delante del consejero barra concejal. Y quiero verlo en Un país para leerlo y en la portada de Quimera y Ruta 66. Pero sobre todo quiero volver a verlo llevando a los pequeños Pablo y Alicia al cole de al lado de mi casa y pensar qué suerte tienen estos críos, crecer con alguien como Jose. Qué suerte, niños. Qué suerte, amigos. Qué suerte, querido lector.
José Daniel Espejo
[Originalmente publicado en el diario
La Verdad de Murcia el 14/3/2024]
También supongo que se espera de mí que hable de su obra, pero para hacerlo tengo que acordarme (y a continuación desacordarme) de todo lo que nos hemos reído, Jose y yo, de esa palabra, que escribíamos Hobra, como Cortázar. Quién quiere alimentar una hobra bien gorda, con sus libros, cuando puedes hacer como Jose y trazar con ellos un camino. Desde la plaquette Los nuevos dioses hasta —ay— Animal fabuloso. Un camino contradictorio, a trompicones, con continuas curvas y rotondas inesperadas o a través de desiertos u océanos o tal vez por el aire, por ese mundo flotante. Una trayectoria que más que llevarte a ninguna parte te aleja todo el rato, te saca de las rigideces y las ramplonerías del lenguaje de las provincias, una maquinaria descacharrante que se desmonta a sí misma para seguir avanzando e incluye ventanas y puertas a los lugares más insospechados, como el castillo ambulante de Miyazaki. Pero que al mismo tiempo te espera, se queda contigo y desde el paisaje más cósmico barra psicodélico te coge de la mano y te dice madre mía la vida, compañero, qué cosa más loca y más hermosa, neng. «El delirio está unido a la vida, y si la literatura no habla de la vida, no sirve para nada», decía él.
Ahora que estoy llorando al teclado con Jose riéndose de mí por detrás (pero riéndose con cariño, claro, riéndose como diciendo ay señor, menudo dramas está hecho, mi colega), ahora que he aceptado un encargo del periódico que me paga y debería estar hablando de los libros y las colaboraciones de José Óscar López, de su exquisita, riquísima, delicada y fascinante literatura, me pongo a flojear. Yo que he abierto un “Documento1” y lo he encabezado con un par de versos de Jose y me he propuesto aprovechar esta comanda para invitar al público a acercarse a tanta maravilla. Yo que he jugado con la idea de quejarme públicamente de unas instituciones culturales demasiado rancias, paletas e ignorantes como para haber puesto el trabajo de Jose en el lugar que se merece. Ahora no me apetece hacer nada de eso. Nada de eso.
Yo lo que quiero es verlo aparecer en Libros Traperos, tarde como de costumbre, para la presentación del libro de nuestro colega David Galindo, que es mañana, sábado, a la hora del aperitivo. E irnos de cañas. Y luego de tardeo. Y reírnos a carcajadas de hasta la última chorrada que haya puesto en redes esta semana alguno de los escritores que amábamos odiar. Y todo eso con cariño, claro. Con un hacha de carnicero pero con un kilo de amor. Y quiero que Eva, mi pareja, vuelva a ponerse pesada para convencerlo de montar una expo con sus preciosas ilustraciones (¿pero quién iba a ir a ver mis dibujicos?). Hostias, quiero ver esa expo. Y quiero verlo recoger un premio gordo y ponerse nervioso con el micrófono y tartamudear delante del consejero barra concejal. Y quiero verlo en Un país para leerlo y en la portada de Quimera y Ruta 66. Pero sobre todo quiero volver a verlo llevando a los pequeños Pablo y Alicia al cole de al lado de mi casa y pensar qué suerte tienen estos críos, crecer con alguien como Jose. Qué suerte, niños. Qué suerte, amigos. Qué suerte, querido lector.
José Daniel Espejo
[Originalmente publicado en el diario
La Verdad de Murcia el 14/3/2024]
Como un guantazo en la cara me entero de la muerte del escritor y dibujante José Óscar López. Sin conocernos, hace justo diez años me llegó su primer libro y le dediqué un minúsculo comentario en una revista de Barcelona. Nunca llegamos a vernos en persona y nos quedó pendiente una presentación juntos en Murcia, pero siempre me demostró ser un hombre amable, atento y agradecido. Una persona buena de verdad, de las que no abundan en este oficio. Le echaré de menos.
Sergi Bellver [14/3/2024] |
Por una publicación de X me acabo de enterar del, para mí, totalmente inesperado fallecimiento de José Óscar López, un magnífico escritor, un colega con el que, a pesar de no conocernos personalmente y de no cruzar más de tres o cuatro corteses interacciones al año, sin duda alguna sintonizaba. Descanse en paz.
Raúl Ariza [14/3/2024] |
Hace un instante he sabido de la partida del poeta y profesor José Óscar López. En fin. Que la vida y la muerte caminan juntas lo sabemos. Pero cuesta hacerse a la idea.
Que su espíritu vuele libre y su recuerdo permanezca en los que le aman. Charo Guarino [14/3/2024] |
Gran persona. Buenos recuerdos de él al haber coincidido en el siglo pasado trabajando.
Persona inquieta, diferente y extraordinariamente inteligente. Muchas risas a su lado, mucha tristeza por su partida. DEP. Miguel Ángel Giménez [14/3/2024] |
José Óscar López y yo fuimos compañeros de instituto. No éramos íntimos, pero teníamos una buena relación. Él era un tipo brillante, culto, inquieto, ácido. Esta tarde he recordado el rap que le dedicó, bajo el pseudónimo de Doctor Manhattan, a nuestro profesor de Filosofía: «Carrillo, Carrillo, déjate de lógicas y come membrillo». También he evocado aquella tarde que quedamos en mi casa junto a su inseparable Segura y varios compañeros más para ver una peli de terror en VHS. El terror, junto con el fantástico y la ciencia ficción (y los cómics, donde me daba muchas vueltas) eran nuestros temas recurrentes. Como a tanta gente del instituto, le perdí la pista durante mucho tiempo, hasta que una década después nos encontramos en el Burger King que había en frente de Las Atalayas. Yo iba con mi hermano y mi querido Pepe López-Soler y hablamos largo y tendido sobre literatura, cine y la vida en general. En el local lucían orgullosos un recorte de prensa donde se hablaba del escritor y dibujante que trabajaba en una hamburguesería. Pasó el tiempo y no volví a coincidir con él, pero le seguía en redes y seguía pareciéndome el mismo tipo genial e inquieto. Me quedo con las ganas de un nuevo y seguro que interesante reencuentro. Un fuerte abrazo a los suyos.
Daniel Martínez Fajardo [14/3/2024] |
José Óscar, no nos conocimos, pero eras una alegría siempre. DEP.
Alberto Masa [14/3/2024] Triste noticia la de hoy, aún en shock. José Óscar López, excepcional persona, de gran carisma y sentido del humor. Nunca olvidaré cuando trabajábamos juntos, hace ya más de 20 años, repartiendo pizzas en esas Vespino rojas. Cómo nos esperaba cuando salíamos con repartos para fumarnos todos juntos esos cigarrillos de liar que siempre llevaba encima. «¿Cuántos sois?», nos preguntaba, para que, cuando llegásemos, tuviera el cigarrillo listo para cada uno de nosotros. Después perdimos el contacto, pero siempre sabía de él por sus logros y hazañas.
DEP, amigo mío, nunca te olvidaremos. Mi más sentido pésame para toda la familia. Alfonso López Rubio [14/3/2024] |
La primera vez que visité Murcia era el año 1999. Al año siguiente empezaba el futuro, esa distopía que tanto le gustaba a José Óscar en sus dibujos; ese primer día, esa primera noche, me acogió en su casa, aunque éramos dos desconocidos con algunos amigos en común, y pasamos las horas de vigilia leyendo su primer proyecto de novela, Calor, de la que jamás pude olvidar su primera frase. Desde entonces han estado sus poemas, sus relatos, sus dibujos... Y él. En la foto, comenzábamos la noche fabulosa (como tu animal) del 29 de septiembre del 23. Has sido conmigo generosidad siempre. Sit tibi terra levis, compañero.
José Manuel Gallardo [14/3/2024] |
Durante unos años fuimos compañeros de trabajo. Qué recuerdos esas charlas de cómic y cine de los que éramos tan fanáticos a la hora del cigarrito en la puerta del instituto.
Después, cada uno se fue a un centro distinto, pero de vez en cuando tenía ese mensaje suyo: «¿Vamos a Historietas y nos tomamos una caña?». Quedó pendiente la última visita. Como también quedó pendiente su inacabable novela El hipnotista, de la cual tuve el honor de leer un borrador. Se me hace imposible creer que ya no te veré desde mi ventana, a lo lejos, fumándote un pitillo en tu balcón las noches de verano. Un abrazo allá donde estés. Espero que estés haciendo dibujitos con tu héroe Jack Kirby. DEP José Óscar. José A. Balor [14/3/2024] |
Aparte de lo excepcional que fue como escritor, dueño de un estilo tan propio, tanto en su literatura como en su faceta de dibujante, José Óscar también era una persona excepcional. Hablar con él te nutría. Recuerdo que hace años, cuando yo vivía en Alhama, coincidimos muchas veces en el cercanías, cuando él volvía de trabajar y yo iba. Cruzaba los dedos para encontrármelo porque esa media hora era un gustazo.
Eric Luna [14/3/2024] Cómo siento la muerte del escritor y dibujante murciano José Óscar López. Era una persona con ángel. Te llevamos en el recuerdo. Mucho ánimo para su familia y amigos. DEP.
Elisa Reche [14/3/2024] El escritor y dibujante murciano José Óscar López soñaba con ser dibujante de tebeos. Y nos ha dejado a dos días de celebrar el Día del cómic. Pero si una persona vive mientras se le recuerda, José Óscar vive en la BRMU.
Biblioteca Regional de Murcia [15/3/2024] Te amo, José Óscar, te amo.
Javier López [15/3/2024] Los relatos de Los monos insomnes son extraordinarios, pero la prosa es una de las mejores que he leído en mucho tiempo. Tiene algo, una mirada lateral, un ritmo, unos recovecos enigmáticos, una forma de evitar las tentaciones, que me recuerda a Felisberto Hernández, a César Aira o incluso a Clarice Lispector. Debería estar en todas las antologías que se hagan.
Conocí a José Óscar López hace casi exactamente diez años. Sin él el mundo es peor. Miguel Serrano Larraz [15/3/2024] |
Rescato, de una especie de diario íntimo que escribí entre abril de 2021 y mayo de 2022, estas primeras impresiones que tuve de José Óscar López cuando lo conocí, en torno a los encuentros literarios de Libros Traperos:
José Óscar tiene una gracia como de santo callejero. Con José Óscar me gusta hablar de música, de poesía, de la gente, del pasado, de lo que sea. Es lo contrario de un escéptico, sin ser ingenuo; lo contrario de un librepensador de los de ahora, pero siendo más libre y mejor pensador que cualquiera de ellos. No hay calificativos para explicar su manera de ser. Si tuviera veinte años, diríamos de él que es un chico sensible; pero el lenguaje se queda aquí interrumpido, porque pasados los cuarenta nadie conserva ese aliento en el corazón. Como mucho, se tienen soplos cardiacos y algún infarto, pero no ese aliento en el corazón. Fan de Bowie, lector de Ramón Gómez de la Serna; ¿qué más le puedo pedir a un compañero de mesa? José Óscar, poeta e ilustrador, con la rotundidad de su frente y su barba agreste y bien dibujada, tiene algo de retrato vivo del siglo XV, flamenco o florentino, y unos ojos tan claros, tan translúcidamente azules, que a veces parece que en lugar de mirarme a mí, cuando me habla, esté mirando hacia adentro. Me pregunto qué será lo que vea José Óscar con esos ojos de un azul tan alto. Supongo que verá la necesidad de (parafraseo unos versos suyos) romperse a sí mismo y dejar que aflore lenta de entre sus pedazos la verdad siempre ajena, innumerable.
José Óscar viene siempre con camisetas negras, recalcitrantemente rockeras, como el adolescente bueno del grupo, y le sale un alma generosa de parroquiano locuaz cuando habla de la obra de los demás, porque de la suya, modesto y elegante como es, sólo cuenta evasivas vaguedades. José Óscar me comentó una vez, en un lapsus, que su mujer tiene 26 años, porque 26 años tenía cuando la conoció. Quiere esto decir que José Óscar vive en un presente poético, y es por eso que tan pronto parece un chico despreocupado y musical que viene del instituto, como se le anubla el rostro con una nube de fatiga adulta y se pide la caña con excusas anticipadas de despedida, me tomo una y me voy, que entre el trabajo y la agenda literaria apenas paso tiempo con la familia. Una vez se trajo a su hijo, un niño guapo y formal que enseguida se fue a jugar a los columpios y las cosas del parque.
Posteriormente, han sido unas cuantas —que ahora me parecen pocas, poquísimas— las ocasiones en las que he seguido disfrutando de su conversación ágil, joven, entusiasta y modesta. Un lujo. ¡Hasta lo tuve en mi casa una vez!
Desearía haber intimado más con él, pero, con su permiso, lo llamaré amigo y lo llevaré conmigo.
Rubén Bleda
[15/3/2024]
José Óscar tiene una gracia como de santo callejero. Con José Óscar me gusta hablar de música, de poesía, de la gente, del pasado, de lo que sea. Es lo contrario de un escéptico, sin ser ingenuo; lo contrario de un librepensador de los de ahora, pero siendo más libre y mejor pensador que cualquiera de ellos. No hay calificativos para explicar su manera de ser. Si tuviera veinte años, diríamos de él que es un chico sensible; pero el lenguaje se queda aquí interrumpido, porque pasados los cuarenta nadie conserva ese aliento en el corazón. Como mucho, se tienen soplos cardiacos y algún infarto, pero no ese aliento en el corazón. Fan de Bowie, lector de Ramón Gómez de la Serna; ¿qué más le puedo pedir a un compañero de mesa? José Óscar, poeta e ilustrador, con la rotundidad de su frente y su barba agreste y bien dibujada, tiene algo de retrato vivo del siglo XV, flamenco o florentino, y unos ojos tan claros, tan translúcidamente azules, que a veces parece que en lugar de mirarme a mí, cuando me habla, esté mirando hacia adentro. Me pregunto qué será lo que vea José Óscar con esos ojos de un azul tan alto. Supongo que verá la necesidad de (parafraseo unos versos suyos) romperse a sí mismo y dejar que aflore lenta de entre sus pedazos la verdad siempre ajena, innumerable.
José Óscar viene siempre con camisetas negras, recalcitrantemente rockeras, como el adolescente bueno del grupo, y le sale un alma generosa de parroquiano locuaz cuando habla de la obra de los demás, porque de la suya, modesto y elegante como es, sólo cuenta evasivas vaguedades. José Óscar me comentó una vez, en un lapsus, que su mujer tiene 26 años, porque 26 años tenía cuando la conoció. Quiere esto decir que José Óscar vive en un presente poético, y es por eso que tan pronto parece un chico despreocupado y musical que viene del instituto, como se le anubla el rostro con una nube de fatiga adulta y se pide la caña con excusas anticipadas de despedida, me tomo una y me voy, que entre el trabajo y la agenda literaria apenas paso tiempo con la familia. Una vez se trajo a su hijo, un niño guapo y formal que enseguida se fue a jugar a los columpios y las cosas del parque.
Posteriormente, han sido unas cuantas —que ahora me parecen pocas, poquísimas— las ocasiones en las que he seguido disfrutando de su conversación ágil, joven, entusiasta y modesta. Un lujo. ¡Hasta lo tuve en mi casa una vez!
Desearía haber intimado más con él, pero, con su permiso, lo llamaré amigo y lo llevaré conmigo.
Rubén Bleda
[15/3/2024]
Conocí a José Óscar López hace ya muchos años trabajando en el instituto. Desde entonces, no he perdido la pista de una persona interesante, inquieta, culta y brillante. DEP, compañero.
José Tomás Ríos [15/3/2024] |
José Óscar López es uno de los autores de 8 x 11 Sueños. Un homenaje a Cirlot, nuestro segundo número de la colección Literatura incendiaria.
Con todo nuestro pesar compartimos transmitimos nuestras condolencias y un fuerte abrazo a familiares y amigos, en especial a los compañeros de esta publicación, a la que ahora le falta un pedazo. Ediciones Fantasma [15/3/2024] |
Hasta siempre, compañero y amigo José Óscar López.
Todo lo bello y lo bueno que se pueda decir de ti lo han dicho ya muchos en tus redes y en los diarios. Yo me quedo con uno de tus magníficos dibujos. Y con los buenos momentos, siempre. Mannfred Salmon [15/3/2024] Compañero de máster, hace muchos años, y de profesión. En su momento tuve unas charlas fantásticas con él. Una persona inteligente, buena y genuina. Y muy creativa.
Lo lamento muchísimo y de corazón. Virginia Echevarría [15/3/2024] |
Hace muy poco que en la galería y la cocina de Alfonso, en mitad de una conversación sin parar, te dije que esos versos habían resonado en mi cabeza todos estos años. Que tu Vigilia del asesino me inspiró mucho para años después escribir Caída. No fue del Cid ni de nadie más de quien cogí la idea de escribir un poemario que fuese un solo poema. De ti cogí la idea, y pude decírtelo. Pero ojalá te hubiese dicho que también recordaba mucho una vez, que hace años, íbamos caminando unos cuantos después de alguna presentación y yo iba separado de los grupos de conversación y tú, también separado de las conversaciones, te uniste a mí en el paso y estuvimos un rato andando en silencio, compartiendo la timidez, hasta que nos pusimos a hablar un poco torpes, pero queríamos. Me sentí muy unido a ti en ese momento en el que compartimos timidez y torpeza. Y desde entonces ya no solo te admiré, te sentí un espíritu amigo, una persona-hogar, como varios de vosotros a los que me he referido siempre como “mis amigos escritores mayores”. Algo como cuando vas a primero de primaria y te acogen en su pandilla los de primero de la ESO. Como una versión en juntaletras murcianos de los skinhead de This is England con el chavalín raro. Y estaré eternamente agradecido a ti y a todos por ello. Es la primera vez que pierdo un amigo, pero ojalá que esto no sea una pérdida. Que sí que exista lo de fundirse con la galaxia más allá del tiempo y las ondas de nuestras voces diciendo disparates vuelvan a encontrarse una y otra vez, como unos coches de choque cósmicos. Lo más chulo de eso es que en algún momento estaremos todos, todos los amigos y amigas, y también la voz de Iggy Pop en un coche de choque rojo, y la de Panero en uno lila, partiéndonos el culo, diciendo no sé qué y no sé cuántas. Sé que tú también crees en este tipo de cosas. Hasta siempre, José Óscar. Te quiere: Saúl.
Saúl Lozano Belando
[15/3/2024]
Saúl Lozano Belando
[15/3/2024]
Yo querría, aunque sea por aquí, enviarles un abrazo inmenso a Esther y a la familia de José Óscar López y a todos sus amigos, que son también los míos. Mucho hemos compartido desde los días gloriosos de la Facultad de Letras y Thader hasta hoy. Como última imagen, juntos en bañador en una piscina de Cabo de Palos, hablando de cine ruso, de comida gourmet, de David Bowie, de sus dibujicos. Con todo ese azul y esa felicidad me quedo. Y con sus libros, todos, que fueron siempre una ventana inteligentísima abierta al secreto. Hay cosas que nadie nos va a quitar nunca. Un abrazo, hermano.
Andrés García Cerdán [16/3/2024] |
Entro en el perfil de José Óscar López por ver si salgo del shock que me produjo anoche saber de su partida y ¡zas!, me doy de bruces con sus palabras para Vero, su prima, la del El Rincón de Vero, con quien compartí la lucha por mantenernos a flote hace algunos años.
También me entero tarde, tampoco podía haber hecho nada. ¡Qué dos personas! ¡No hay derecho! Pero ahora sí puedo hacer algo, alegrarme de que nuestras vidas se cruzaran, alegrarme por haber compartido con ellos barra y caña. Y no olvidar nunca lo bonitos que fueron, lo vivido con ellos y lo que me contagiaron. Adiós, Vero. Adiós, José Oscar. María Sánchez [16/3/2024] |
No hay palabras para esta semana que se nos ha ido contigo. El 13 de marzo, con tu inesperada partida, se llevó las palabras posibles. Las cambió por un silencio de niebla triste, muy triste. Y yo no sé qué hago aquí escribiendo esto. Sólo sé que, tras ese quedarse de piedra ante lo terrible de la noticia (el amigo Ángel Paniagua sería el doloroso mensajero), me dio por pensar oscuro (entre la lumbalgia y el vértigo de la vida) en trenes de lejanías, tan desvencijados ya. De pronto me acordé de cuando, hace algunos años, coincidíamos en la estación de Atocha ―«¡hombre, qué casualidad!»― de vuelta a casa (tú a Murcia, yo a Cartagena), cosa que sucedería más de una vez.
Por el respeto que tu obra merece, rememoro ahora el rumor de tu prosa/poesía, tu estatura de escritor que es un decir de verdad, la lucidez de tus libros. Me puse a buscarlos, para releerte, alguno me falta. Pero quien falta, sin remedio, eres tú. Y eso es lo que importa. Siempre importa lo que no tiene arreglo.
No hay palabras. No. Aquí sólo hay tristeza de Talgo en vía muerta. Memoria y nostalgia de viajes acaso felices. Una desolada tristeza de hierro y óxido. Un masticar de pájaros y nubes al paso volador de los ingrávidos metales de la oscuridad. Es lo que pienso mientras dispongo estas líneas para el aire de Los monos insomnes dándome cuenta de lo rotundo de tu aserto: «El universo es un jardín a nuestro paso».
Toda la amargura del mundo en mí al leer, lo que el pasado 6 de febrero, tan joven todavía, dejaste escrito en tu muro: «Nos hacemos viejos / como los Rolling Stones».
Seguiremos recordándote en tu Animal fabuloso, en tu Llegada a las islas y ante la Vigilia del asesino que viene a ser el tiempo. Descansa en paz, amigo, lejos ya de este mundo acelerado.
Antonio Marín Albalate
[16/3/2024]
Por el respeto que tu obra merece, rememoro ahora el rumor de tu prosa/poesía, tu estatura de escritor que es un decir de verdad, la lucidez de tus libros. Me puse a buscarlos, para releerte, alguno me falta. Pero quien falta, sin remedio, eres tú. Y eso es lo que importa. Siempre importa lo que no tiene arreglo.
No hay palabras. No. Aquí sólo hay tristeza de Talgo en vía muerta. Memoria y nostalgia de viajes acaso felices. Una desolada tristeza de hierro y óxido. Un masticar de pájaros y nubes al paso volador de los ingrávidos metales de la oscuridad. Es lo que pienso mientras dispongo estas líneas para el aire de Los monos insomnes dándome cuenta de lo rotundo de tu aserto: «El universo es un jardín a nuestro paso».
Toda la amargura del mundo en mí al leer, lo que el pasado 6 de febrero, tan joven todavía, dejaste escrito en tu muro: «Nos hacemos viejos / como los Rolling Stones».
Seguiremos recordándote en tu Animal fabuloso, en tu Llegada a las islas y ante la Vigilia del asesino que viene a ser el tiempo. Descansa en paz, amigo, lejos ya de este mundo acelerado.
Antonio Marín Albalate
[16/3/2024]
Releer a José Óscar López, encontrarte con el poema ‘Hotel Vía Láctea’ de Animal fabuloso (Chamán, 2018) y no poder seguir.
Paco Paños García [16/3/2024] Releyendo tus Fragmentos de un mundo acelerado he recordado que me dedicaste un microrrelato, José Óscar. Nos reencontraremos en el Big Crunch.
Manuel Moyano [16/3/2024] Estamos malditos. Mi Joaquín, mi Vero y mi José. PUTA VIDA. Volad alto, pero no muy lejos; dadnos fuerzas para soportar tanto dolor. Amo a mi familia.
Franco Miscellaneous [17/3/2024] Me cago en mi puta vida. Cómo te quiero, cómo te voy a echar de menos, siento no haberte dicho más te quiero, brother. Te quiero, hermano. Joder, menudo vacío nos has dejado. El jodido José Óscar López, mi hermano mayor, joder. El Jose, el Jose, el Jose...
¡Ay! Sigue siendo increíble todo esto. Un mal sueño, un muy mal sueño, ¿verdad? Dime que vienes a por tus tebeicos y a tomar algo, venga, tío, joder... Rubén López [17/3/2024] |
Me acuerdo de José Óscar cuando trabajaba en el Burguer King. Lo había conocido en la facultad. Durante años hablábamos cuando nos encontrábamos de forma fugaz por las calles de Murcia. Al principio de su carrera, me lo encontré y me contestó que había recibido una carta de rechazo de una editorial, y se lo había tomado de una forma muy positiva. Teníamos nuestras diferencias, pero no por eso dejé de apreciarlo. Hoy es un día de esos jodidos en que recibes una mala noticia. Hasta la vista, José Óscar. Un abrazo donde quieras que estés.
Vicente Cuenca [16/3/2024] El 21 de octubre de 2017 invité al escritor y dibujante José Óscar López al Aula de Cultura de Solidarios para el desarrollo en el centro penitenciario Murcia II. Presentó su libro Fragmentos de un mundo acelerado (Balduque, 2017) y compartió anécdotas, asombros y alguna revelación.
Tras su muerte esta semana, vuelvo a sus libros, y recuerdo con emoción aquella mañana que compartimos con el equipo de voluntarios y las personas internas. Ya es eterna, como su escritura. Él mismo la comentó: «Fue una experiencia muy emocionante, la verdad, comprobar ese interés tan grande hacia la literatura dentro de un centro penitenciario, esa curiosidad por los resortes y funcionamiento de la escritura. Percibí, sobre todo, cómo todos los que intervenían con sus preguntas y sus opiniones concebían lo literario, la escritura, indisolublemente asociados a la vida. Y eso un escritor lo entiende muy bien». Ángeles Carnacea [16/3/2024] La vida es una asesina en serie, siempre en vigilia, al acecho, para arrebatarnos aquello que más amamos. Nos aboca al silencio, al monólogo interior, nos despoja de nuestros más preciados compañeros de viaje, deja conversaciones a medias, y nos cubre de soledad, tristeza y dolor, demasiado dolor. La vida mata, decía Josele Santiago. Y no podemos hacer nada para evitarlo. Nos queda el recuerdo, dicen; pero no es suficiente. Ni la viola de Cale junto a las guitarras de Williamson o Asheton podrían apenas cubrir un poco el vacío que nos deja tu partida, man.
Ya hace una semana. La vida sigue, y el dolor también. Descansa en paz, querido José Óscar. Joaquín Piqueras [20/3/2024] Te he leído tarde, José Óscar López, o quizás no. Leyendo Fragmentos de un mundo acelerado te he conocido, tal vez más que en persona. Ahora que no estás, para mí es cuando estás, aunque me hubiera gustado mucho conocerte. La vida es esa paradoja que tú tan bien relatas. Gracias por eso, por haberte quedado en el lenguaje y en tus dibujos para siempre. In memoriam.
Zaida Sánchez Terrer [30/3/2024] La teoría me la sé: debería pensar en el privilegio que ha supuesto que José Óscar López haya sido mi amigo durante más de treinta años. Me obligo a recordarme la inmensa suerte que tuve al cruzarme en su camino cuando teníamos diecinueve años para ya no volver a separarnos. La teoría es sencilla: agradecer todos los momentos que hemos pasado juntos, todos los recuerdos, toda su alegría y su entusiasmo y su talento. Pero ahora mismo solo puedo pensar en el agujero inmenso que se ha abierto en mi vida, y en la de su familia y amigos. La ola de cariño que ha habido estos días por aquí demuestra cuán querido era José Óscar por tantísima gente, y cuánto se admiraba su literatura. Pero yo todavía no estoy en el estado adecuado para compartir sus poemas, sus fotografías, sus recuerdos. Así que voy a descansar una temporada de este mundo virtual. Nos vemos a la vuelta.
Diego Sánchez Aguilar [18/3/2024] |
ESTE LIBRO PERMANECERÁ ABIERTO COMO LIBRO DE VISITAS DEL HOTEL VÍA LÁCTEA
BIBLIOGRAFÍA
LIBROS
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--Agujeros (Tres Fronteras, Murcia, 2002).
--Los monos insomnes (Chiado, Madrid, 2013).
--Vigilia del asesino (Celesta, Madrid, 2014).
--Llegada a las islas (Baile del Sol, Tenerife, 2015).
—Fragmentos de un mundo acelerado (Balduque, Cartagena, 2017).
--Animal fabuloso (Chamán, Albacete, 2018).
--Los monos insomnes (Chiado, Madrid, 2013).
--Vigilia del asesino (Celesta, Madrid, 2014).
--Llegada a las islas (Baile del Sol, Tenerife, 2015).
—Fragmentos de un mundo acelerado (Balduque, Cartagena, 2017).
--Animal fabuloso (Chamán, Albacete, 2018).
PLAQUETTES
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—Los nuevos dioses (Finalista del premio Voces del Chamamé, Asturias, 2001; Los cuadernos portátiles, Murcia, 2001).
--Animal fabuloso de veintisiete letras (Mursiya Poética/Colectivo Iletrados, Murcia, 2012).
--Nosotros, los telépatas (Suburbano, Miami, 2013). [Digital]
--Lectura de poemas (La Esfera, Alcobendas, 2016).
--Animal fabuloso de veintisiete letras (Mursiya Poética/Colectivo Iletrados, Murcia, 2012).
--Nosotros, los telépatas (Suburbano, Miami, 2013). [Digital]
--Lectura de poemas (La Esfera, Alcobendas, 2016).
PUBLICACIONES EN LIBROS COLECTIVOS, ANTOLOGÍAS, CATÁLOGOS...
—‘Antes de la batalla’, relato accésit incluido en Literatura. Murcia Joven ‘98 (Comunidad Autónoma de la Región de Murcia. Dirección General de Juventud, 1998).
—‘Para engañar a la muerte’, relato incluido en El corazón delator. Otra antología de narradores murcianos (Nausícaä, Murcia, 2000). —‘Intrusos’, ‘Regreso del verano’ y ‘El tiempo de la amistad’, poemas incluidos en II Antología Poética: Aula de Poesía, 1998-2000 (Universidad de Murcia, 2000). —En colaboración con Cristina Morano, texto para el catálogo Carne de Marina Núñez (Consejería de Cultura de la Región de Murcia, 2001, pp. 17 y 49). —‘Al sur del cielo’, relato accésit incluido en Murcia Joven 03 Narrativa (Comunidad Autónoma de la Región de Murcia. Dirección General de Juventud, 2003). —‘La cita’, relato incluido en Semana de pruebas (Lagartos, El Ejido, 2009). —‘Encuentros con entidades. Mis experiencias con los superhéroes’, ensayo incluido en Los Supremos. Superhéroes y cómics en el relato hispánico contemporáneo (El Cuervo, Bolivia, 2013). —‘Lábiles días’, ‘Estoy tratando de explicarlo’, ‘De aquí hasta el final’ y ‘Nana del niño que inventa su nana’, poemas incluidos en I Antología: Ciclo Desdoblando: Curso 2012-2013 (Universidad de Murcia, 2014). —‘Discurso de la indiferencia de las bestias’, poema incluido en Animales entre animales (Raspabook, Murcia, 2014). —‘Armas de fuego místico’, novela breve incluida en Extraño Oeste (Libros del Innombrable, Zaragoza, 2015). —‘Estación Termini’, ‘Pamemas y Platón’ y ‘La princesa vikinga’, poemas incluidos en Del mar a la estepa (Chamán, Albacete, 2016). —‘Del Popeye de Segar al de Altman’, ensayo incluido en Tebeosfera (ACyT, Sevilla, 2016). —‘Vigilia del asesino’ [fragmento], ‘Las ventanas siguen a media altura’, ‘Elogio del pincel’ y ‘Las nadadoras’, poemas incluidos en Composición de lugar. Antología de poetas murcianos contemporáneos (La Fea Burguesía, Murcia, 2016). —‘11 sueños’, textos incluidos en 8 x 11 sueños. Un homenaje a Cirlot (Fantasma, Málaga, 2023). —‘Sólo la ciencia ficción puede salvarnos’, ensayo para el catálogo Futurama de Ángel Mateo Charris (ICA, Murcia, 2023). |
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COLABORACIONES EN PERIÓDICOS,
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BLOG
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--El fin de las siestas. [Anteriormente llamado El fin de las fiestas y Un mundo flotante]: https://joseoscarlopez.blogspot.com
obra gráfica
--No hay domingos en el infierno. Monográfico 1 (Ediciones Lunáticas, Granada, 1995). Dibujo: José Luis Munuera. Guión: Óscar Tropowski.
—Portada del fanzine Cuaderno de Bitácora (Nº 9, Octubre, 1995, Murcia).
—Dibujos decorativos de la librería Action Cómics (Murcia, 2014) y su página web: [www.libreriaactioncomics.com].
—Portada y dibujos interiores del sencillo ‘Mal de tontos’ (2016) de El Nuevo Acelerador.
—Portada del sencillo ‘Canción de aniversario’ (2017) de El Nuevo Acelerador.
—Ilustraciones del libro No volverás a hablar nuestra lengua de Cristina Morano (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2019).
—Portada del sencillo ‘Canciones de amor para bots’ (2019) de Enana Roja.
--El Tío Saín. Número especial solidario (Gotas de Luz, 2020).
—Portada del sencillo ‘Canciones del confinamiento’ (2020) de Enana Roja.
--Culturética Bulímica. En el diario La Opinión de Murcia (2021-2022).
—Portada del fanzine Cuaderno de Bitácora (Nº 9, Octubre, 1995, Murcia).
—Dibujos decorativos de la librería Action Cómics (Murcia, 2014) y su página web: [www.libreriaactioncomics.com].
—Portada y dibujos interiores del sencillo ‘Mal de tontos’ (2016) de El Nuevo Acelerador.
—Portada del sencillo ‘Canción de aniversario’ (2017) de El Nuevo Acelerador.
—Ilustraciones del libro No volverás a hablar nuestra lengua de Cristina Morano (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2019).
—Portada del sencillo ‘Canciones de amor para bots’ (2019) de Enana Roja.
--El Tío Saín. Número especial solidario (Gotas de Luz, 2020).
—Portada del sencillo ‘Canciones del confinamiento’ (2020) de Enana Roja.
--Culturética Bulímica. En el diario La Opinión de Murcia (2021-2022).
after extra time
Entrevista en la revista Magma (2015), realizada por Héctor Tarancón Royo:
1ª Parte: http://www.revistamagma.es/jose-oscar-lopez/
2ª parte: http://www.revistamagma.es/jose-oscar-lopez-parte-ii/
1ª Parte: http://www.revistamagma.es/jose-oscar-lopez/
2ª parte: http://www.revistamagma.es/jose-oscar-lopez-parte-ii/
<<Es seductor pensar en toda la vida que debe de esconderse en los millones de millones de estrellas que hay ahí fuera>>
jól [eNTREVISTA EN LA VERDAD, 01/07/2017]
DESPEDIDA
por ÁNGEL MANUEL GÓMEZ ESPADA
JJÓL con Ángel Manuel Gómez Espada © Esperanza Lamet Cañavate
He escrito muchas despedidas en mis años recorridos. Algunas nunca llegaron a ser pronunciadas, se quedaron en un lugar inconcreto, en un sotobosque imaginario donde pienso que se quedan las palabras irrecuperables. Donde supe que habían ido a parar todas las que, durante años, dejé de decirles a mis abuelos cada vez que me despedía de ellos y bajaba las escaleras escupiéndome mi cobardía. Donde supe que había ido a parar todo lo que sólo acerté a decirle con la mirada a mi padre horas antes de mi boda, mientras me hacía por última vez el nudo de la corbata. Imagen que recordé varios meses después, mientras franqueábamos aquel camino infinito Badajoz-Murcia y ya no había nada que decirse. Imagen que me recordó que tendría que enseñarme a hacer el nudo de la corbata con tutoriales de Youtube®, y esa sería su última enseñanza.
Las despedidas son ignotas, jeroglíficas, laberínticas y, sobre todo, ineficaces. Inmarcesibles en el tiempo. Complejas la mayoría. Con aliento ferruginoso para mí. En la mayoría de las que escribo siempre hay el ladrido de un vecino cánido ralentizándome. También una canción. (Esta vez, y contigo, de Chucho, como será ya siempre). De ellas, ya dije algo similar en otro lugar, he aprendido cosas pintorescas. Que se organizan timbas de póquer en los contenedores de basura de cualquier ciudad, y por eso pesan tanto a partir de medianoche. Que la soledad es la mejor aliada del porvenir. Que, como los cánidos, subimos a las azoteas a defecar ante la Luna. Que portamos un Licenciado Vidriera cada vez más opaco como DNI. Que puedes llamar a las tantas a los de Glovo® para que te traigan tabaco y alcohol por el simple disfrute de saber a qué sabe lo de explotar a un tercero. Que la palabra ya no es milagro, más bien una criptomoneda con la que los sicarios del prime-time pagan sus mudanzas. Que a los y las que publicitan sus caderas por Onlyfans® se les llama creadores de contenido. Que, en contra de lo que toda una generación ha creído, Matrix ® no estaba evolucionando y daba igual qué pastilla eligiera Neo. Que en algunas geometrías suburbanas la música es un casus belli y sirve como excusa para lanzar piedras contra las fuerzas del orden y así salir de una monotonía otoñal. Que el mundo que vemos en directo y el mundo que nos ofrecen en directo nunca es el mismo.
Pero, sobre todo, he aprendido que las despedidas no han de hacerse bajo los efectos de la anestesia y que cargar con ellas cuesta demasiado, tanto como las maletas que adornan la escena y que representan siempre símbolos de alguna pérdida. Porque nunca sabes si le estás dando el último adiós a alguien amado, nunca sabes si no has dicho demasiadas pocas cosas. Nunca sabes una mierda. Y solo te queda aprender de ello, de esa mierda.
Las despedidas son ignotas, jeroglíficas, laberínticas y, sobre todo, ineficaces. Inmarcesibles en el tiempo. Complejas la mayoría. Con aliento ferruginoso para mí. En la mayoría de las que escribo siempre hay el ladrido de un vecino cánido ralentizándome. También una canción. (Esta vez, y contigo, de Chucho, como será ya siempre). De ellas, ya dije algo similar en otro lugar, he aprendido cosas pintorescas. Que se organizan timbas de póquer en los contenedores de basura de cualquier ciudad, y por eso pesan tanto a partir de medianoche. Que la soledad es la mejor aliada del porvenir. Que, como los cánidos, subimos a las azoteas a defecar ante la Luna. Que portamos un Licenciado Vidriera cada vez más opaco como DNI. Que puedes llamar a las tantas a los de Glovo® para que te traigan tabaco y alcohol por el simple disfrute de saber a qué sabe lo de explotar a un tercero. Que la palabra ya no es milagro, más bien una criptomoneda con la que los sicarios del prime-time pagan sus mudanzas. Que a los y las que publicitan sus caderas por Onlyfans® se les llama creadores de contenido. Que, en contra de lo que toda una generación ha creído, Matrix ® no estaba evolucionando y daba igual qué pastilla eligiera Neo. Que en algunas geometrías suburbanas la música es un casus belli y sirve como excusa para lanzar piedras contra las fuerzas del orden y así salir de una monotonía otoñal. Que el mundo que vemos en directo y el mundo que nos ofrecen en directo nunca es el mismo.
Pero, sobre todo, he aprendido que las despedidas no han de hacerse bajo los efectos de la anestesia y que cargar con ellas cuesta demasiado, tanto como las maletas que adornan la escena y que representan siempre símbolos de alguna pérdida. Porque nunca sabes si le estás dando el último adiós a alguien amado, nunca sabes si no has dicho demasiadas pocas cosas. Nunca sabes una mierda. Y solo te queda aprender de ello, de esa mierda.
Y así, nos encontramos en el momento en el que escuché por tercera vez consecutiva el audio que me había enviado Juande demasiado temprano, aquella mañana que llegaba bastante apurado al instituto, para entender lo que me estaba contando de ti, y sentí las mismas perturbaciones atmosféricas que dicen los historiadores que hubo el año del asesinato de Julio César, y fue estrepitosamente doloroso darme cuenta de que también estábamos en marzo.
Y sentí que ahora, para despedirme de ti, tendría que viajar a la región de Epiro, a los pies del monte Tomaro, donde los oráculos, escuchando el silbido de las hojas de una encina o el arrullo de las palomas entre su follaje, me dirían cómo encontrarte; y me propondrían, quién sabe, también fundir quillas de bronce con las naves enemigas para erigirte cuatro columnas en algún Capitolio, como dicen que se hizo tras la batalla de Accio.
Pues, desde que aquel mensaje fue completamente descodificado en mi cabeza y tuve que sentarme para no caer de bruces, he intentado despedirme de mil maneras de tu sonrisa, la más pura y sincera que he conocido hasta ahora. Y a lo máximo que he llegado ha sido a quedarme como la púdica Andrómeda frente a Perseo, cuando este la encontró maniatada entre los campos cefeos.
Y sentí que ahora, para despedirme de ti, tendría que viajar a la región de Epiro, a los pies del monte Tomaro, donde los oráculos, escuchando el silbido de las hojas de una encina o el arrullo de las palomas entre su follaje, me dirían cómo encontrarte; y me propondrían, quién sabe, también fundir quillas de bronce con las naves enemigas para erigirte cuatro columnas en algún Capitolio, como dicen que se hizo tras la batalla de Accio.
Pues, desde que aquel mensaje fue completamente descodificado en mi cabeza y tuve que sentarme para no caer de bruces, he intentado despedirme de mil maneras de tu sonrisa, la más pura y sincera que he conocido hasta ahora. Y a lo máximo que he llegado ha sido a quedarme como la púdica Andrómeda frente a Perseo, cuando este la encontró maniatada entre los campos cefeos.
JÓL y Ángel Gómez Espada en casa de Mª Luisa Castellón (Cabo de Palos, 1999) © Mª Luisa Castellón
BIENVENIDO AL IMPERIO DE LA REPETICIÓN
[UN PÓDCAST EN TORNO A JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ]
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17ª entrega de LA NUEVA SUBJETIVIDAD.
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En esta ocasión todos los textos presentes en el programa han sido extraídos de la obra del escritor José Óscar López. Fragmentos de libros como Animal fabuloso, Los monos insomnes, Vigilia del asesino, Llegada a las islas o Fragmentos de un mundo acelerado están presentes a lo largo de la grabación: a veces son textos completos y en otras ocasiones estos han sido manipulados, sampleados y/o alterados con el fin de crear una experiencia sonora y verbal que se haga eco de las preocupaciones estéticas de José Óscar, si bien traspuestas a un ámbito diferente como el del pódcast.
Esta tarea de reutilización de la producción literaria de José Óscar López procura ser lo más fiel a su literatura y ha sido llevada a cabo con profundo amor, respeto y admiración.
LA NUEVA SUBJETIVIDAD espera que todos quienes os acerquéis a esta edición del pódcast disfrutéis de este homenaje al autor de los textos que aquí se entretejen con fragmentos de música que resultaban profundamente cercanos a José Oscar.
Este programa ha sido realizado con la colaboración de una serie de personas (seres que quieren a José Óscar López) que fueron quienes seleccionaron los textos que aparecen a lo largo del pódcast. Estas personas son Antonio Aguilar Rodríguez, Juan de Dios García, Diego Sánchez Aguilar, Cristina Morano, Sebastián Mondéjar, Paco Paños, Javier Moreno, Rubén Bleda y José Manuel Jiménez. Sin ellos la edición decimoséptima de LA NUEVA SUBJETIVIDAD habría sido otra cosa. GRACIAS.
¡BIENVENIDOS AL IMPERIO DE LA REPETICIÓN!
Esta tarea de reutilización de la producción literaria de José Óscar López procura ser lo más fiel a su literatura y ha sido llevada a cabo con profundo amor, respeto y admiración.
LA NUEVA SUBJETIVIDAD espera que todos quienes os acerquéis a esta edición del pódcast disfrutéis de este homenaje al autor de los textos que aquí se entretejen con fragmentos de música que resultaban profundamente cercanos a José Oscar.
Este programa ha sido realizado con la colaboración de una serie de personas (seres que quieren a José Óscar López) que fueron quienes seleccionaron los textos que aparecen a lo largo del pódcast. Estas personas son Antonio Aguilar Rodríguez, Juan de Dios García, Diego Sánchez Aguilar, Cristina Morano, Sebastián Mondéjar, Paco Paños, Javier Moreno, Rubén Bleda y José Manuel Jiménez. Sin ellos la edición decimoséptima de LA NUEVA SUBJETIVIDAD habría sido otra cosa. GRACIAS.
¡BIENVENIDOS AL IMPERIO DE LA REPETICIÓN!
II Con-clave de voz: Poesía combativa, en Murcia, Asociación cultural La Azotea. 16 de octubre de 2012
BRMU. Obras In-completas
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Ficciopatas. Episodio 38, dedicado a JÓL
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Ciclo Mursiya Poético, organizado por Colectivo Iletrados. La Azotea (Murcia) 9/03/12