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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

EMILIANO FEKETE

22/6/2025

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GRACIAS

Yo soy el pan de vida; quien se ofrece a mí, no volverá a tener hambre.
JUAN 6:35 Biblia de Lutero, 1933

          El aliento helado se multiplica en la boca de los perros y los hombres. Hay la masa corriendo en el barro, el roce de los harapos, los quejidos del cansancio también, avivados por los ladridos que se imponen al caos. Sobre el edificio de la entrada, el reloj marca las cuatro y diecinueve. Los reflectores queman los restos de nieve a sus pies.
          —Apúrense —grita un guardia en el perímetro.
          La masa se rearma en oleadas: la primera línea; después, la segunda y así, de diez en fondo, componiendo filas de presos que empujan hacia atrás el desorden. Una de las olas echa a un infeliz de cara al barro; los que aún se organizan solo miran hacia adelante. Quiere pararse, patina, cae, lo intenta de nuevo.
          A pocos metros, un guardia lo anima:
          —Arriba, imbécil.
          El perro del guardia corcovea y ladra queriendo atacar al caído; el guardia lo ceba tirando de la correa, hace amagues de soltarlo, lo hace jadear. Hay un silbido largo que viene del este, de uno de los trenes, y otro silbido. Unas manos sujetan al hombre en el suelo y lo arrastran a la fila.
         Quien lo salva le hace un espacio junto a él, a pesar de la queja de los presos que no quieren ceder su lugar, menos a ese infeliz. Alguien a la izquierda murmura, en alemán, saquen al marica, y la voz se ahoga en el ruido de la formación. El caído se limpia la cara con la manga. Al abrir los ojos, ve los lentes redondos de quien lo acaba de asistir reverberando trozos de luz de los reflectores, y también, su insignia: la estrella bicolor de los presos políticos judíos, con una U cosida en el centro. Le da las gracias en húngaro, el idioma de su salvador.
         Después, la formación es el silencio. Una hora y media bajo un cielo como una fosa. Al conteo inicial junto a las barracas le sigue otro en la plaza de revista (un pequeño error en la contabilidad provoca su reinicio perentorio), y los ejercicios para mantenerlos en forma: los bastonazos en la espalda para mejorar la postura, que los jefes de bloque reparten tenazmente, y en la cabeza para quitarse todos, en un solo acto sincronizado, las gorras. Los tiritones imprudentes, las toses de cualquier tipo también tienen su premio. Casi nunca es rancio el olor a esa hora si se está afuera: huele a hielo y a barro y a cordero asado, que jamás les dan para comer. Comienza a nevar en copos pesados y grises.
          A las seis suena el silbato de los guardias y se abre la reja. Las filas de presos de diez en diez se rearman en columnas de a dos que inician la marcha; los hombres cruzan la entrada. Forjado en la puerta de hierro, el lema Jedem das Seine, «A cada uno lo suyo», los despide y los separa: el salvador, a la fábrica de municiones, más allá del crematorio; el caído, a la cantera.
          La segunda vez, se ven en la puerta de una barraca. Todavía no anochece, aunque el cielo está cenizo; tampoco suenan aún los silbatos para encerrarse. Se reconocen y se saludan con un asentimiento. El caído se acerca, mientras el salvador se sacude unas esquirlas de carbón del saco; aún con la luz decreciente, se ve clara la insignia del caído: un triángulo de un rosa gastado, el de los homosexuales, bajo la barra de los reincidentes.
          Intercambian algunas palabras cordiales que rompen la monotonía del alambrado y el cerco eléctrico y las torres de vigilancia, para olvidar que afuera no hay nada, advierte el caído en húngaro. A pesar del extraño comentario, el salvador asiente; luego, sobrevienen los recuerdos someros, por civilidad. El caído le cuenta que era de Leipzig y bibliotecario en su universidad; ambas cosas le son ahora ajenas, como si repitiera la biografía de alguien más.
          Algo más parco en sus modos, el salvador dice de sí mismo que es un sin destino: desde Budapest lo deportaron a Auschwitz y, unos meses después, aquí. Llegó hace días y a nadie dejó atrás. Tenía un puesto de supervisor, inventariando los bienes en el gueto para la Zsidó Tanács, el Consejo Central Judío. Nunca había participado en política; su nombre, igualmente, apareció en una lista. Parias menores, dice el caído en húngaro.
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Persecución
           El salvador le pregunta por qué se esmera en hablar un idioma que no es el suyo, aunque lo hable con tanto refinamiento. Al caído le avergüenzan sus compatriotas: solo habla alemán si no queda más remedio. Se disculpa, un poco en broma, por no ser un Übermensch, para mal de su familia. El salvador no entiende a qué se refiere.
         El caído le dice que antes de ser un número era un Oehler, emparentado con Nietzsche, por el lado materno. Quizás estuviera al tanto de las teorías del filósofo. El salvador dice que no; su quehacer en el gueto de Budapest pendulaba entre contabilizar los bienes de otros y estudiar la Torah, y ahora... Pero no termina la frase. El caído le quita importancia: lo más interesante de Nietzsche era su sentido del humor, dice, más cuando se burlaba de los alemanes y sus pretensiones. El salvador solo persigue el movimiento de los labios del caído, el arco de las cejas, tan rubias que son blanquecinas, la tersura de las mejillas, donde la barba no acaba nunca de nacer.
          Y el húngaro, dónde lo aprendió, le pregunta. De un amigo muy querido, dice el caído, en la época de universidad, y no vuelve al tema. Herramientas lingüísticas no le faltan: sabe también un poco de italiano (le sirve con los españoles, eso cree), un francés más bien oxidado, que aprendió en la Realschule, y algo de polaco.
          El humor del caído se cuela en los momentos más crudos de la charla y el salvador responde con su aliento discontinuo, como una risa afónica que no tiene cabida en los labios. El cielo gris se va poniendo negro y empezará a irradiar el fulgor del crematorio. Algunos presos pasan junto a ellos y los miran. El salvador tiende ahora a callar; le cuesta sostener la mirada del otro, se acomoda los lentes. Poco antes de que suenen los silbatos, se despiden. El caído nota en el furtivo apretón de manos la virilidad de su salvador, quizás un poco exagerada.
          Un hombre detiene al salvador cerca del bloque de los soviéticos, en uno de los vértices de la plaza de revista. Es un capo. El salvador lo saluda con frialdad, pero el otro no responde de igual modo: gesticula sin preocuparse por las formalidades y sonríe con picardía, como si supiera un chiste verde que no pudiera evitar contar. Le habla en un pastiche de eslovaco, un húngaro cavernario y algunas palabras sueltas en alemán. Entiendes lo que digo, le pregunta al salvador. El salvador mueve la palma de su mano como un balancín. El capo le dice que lo acompañe; lo toma del brazo como a un anciano y lo hace andar. En el campo hay orden, dice el capo en eslovaco, con tono confidente, cada quien tiene su lugar, entiendes. La última palabra la dice en húngaro, y no es una pregunta, pero le quita severidad con un guiño.
         El paso al que lo lleva el capo tiene la calma de un paseo al atardecer, pero alrededor de la plaza de revista, ante la mirada indiferente de los guardias y los perros. Sabes de qué vivía antes de todo esto, pregunta el capo. El salvador observa la punta de sus zapatos, como si calculara la hondura de su próxima huella para no patinar en la nieve. De apuestas vivía, dice el capo, en Mierová. No creo que conozcas, dice y chasquea la lengua, no va contigo.
            Desde la puerta de una barraca sobrevienen los silbidos burlones de un grupo de presos: diez o doce exsoldados que hablan fuerte en ruso y rematan las frases con carcajadas. El salvador no sabe lo que dicen, pero los entiende. El capo también: les guiña un ojo a los soviéticos y le pasa un brazo por el hombro al salvador, que no hace nada por quitárselo de encima. Los exsoldados silban, se ríen, otra vez.
          Barrio difícil para cobrar apuestas, Mierová, dice el capo volviendo a su relato, pero lo bueno en mi rubro es que no falta quién me tienda una mano. Entiendes, dice en húngaro, sin preguntarlo. El salvador asiente. Y aquí soy capo, dice el hombre, haciendo un gesto que abarca parte del campo, y hago cosas de capo, como mantener el orden, por ejemplo. Y tú, le dice, dándole pequeños golpes en el pecho con la palma de la mano, debes hacer lo que hacen los judíos: respetar a los superiores y servir. Y después, están los maricas, que..., dice y redobla sus muecas de picardía, bueno, no necesito decirte qué hacen o sí.
           El capo detiene la caminata y fuerza al salvador a enfrentarlo; lo mira a los ojos, le quita los lentes. El salvador se mantiene inmutable, aun con la vista achinada y una ligera inclinación para ajustar su equilibrio. Te lo digo porque somos amigos, aclara el capo y echa vaho a los vidrios antes de limpiarlos en su chaleco. Cuídate de los maricas, le dice, no te les acerques: se te puede pegar el olor... El hombre murmura algo en su idioma natal, como si ensayara las palabras antes de repetirlas en su húngaro rústico: y los perros te pueden confundir con un marica. No quieras imaginarte de lo que son capaces. Entonces, le calza los lentes sobre la nariz. De un amigo a otro, dice el capo, ahora en alemán, estás avisado. Lo dice sin perder su sonrisa animada, como una despedida, y se aleja.
          Acostumbrando la vista, el salvador no nota que el capo acaba de dejarlo bajo el reloj de la entrada. Desde la reja de hierro, el grito de un guardia lo despierta:
           —¿Qué haces, judío? —Lo apunta con su ametralladora—. Circula.
        Como si quisiera evitar una bala rasante, el salvador agacha la cabeza y se encamina apurado a su barraca.
            El caído friega los tablones de una letrina, y el salvador lo observa, apoyado en el largo lavatorio. No importa cuánta agua y jabón se use, es el invierno el que hace apenas respirable el aire en el bloque de los baños. El caído le explica que son labores para presos de su condición, también la cantera, pero no es que todo preso de la cantera sea homo, aclara; ahí, hay de cualquier categoría. Limpiar las letrinas sí que es exclusivo, y atender a oficiales y capos deseosos por probar vicios nuevos o darle desagote a los conocidos.
          Una falla en el sistema de montaje de la fábrica ha devuelto al salvador y a otros presos un par de horas antes a las barracas. Le asombró un poco encontrar al caído arrodillado en un charco de espuma turbia. Este le sonrió en el saludo, de un modo que revelaba sincera alegría, como de haberse topado con un viejo amigo. El salvador, con la mirada esquiva tras los lentes, se veía incómodo. El otro le preguntó si era por él. No, claro que no, dijo el salvador antes de meterse en uno de los cubículos. Cuando terminó, se quedó escuchando al caído, que parecía tener siempre algo para contar.
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Hombres homosexuales en un campo de concentración (1938-1941)
         Es habitual que los baños estén vacíos a esa hora, cuando los presos están en faena, dice el caído. A veces, viene algún guardia, o más de uno, para que los satisfaga el preso a quien le toque limpiar. Los afeminados son los que peor la pasan, dice, se ensañan con ellos, terminan muertos a golpes. El salvador le pregunta si le ha pasado algo así. En la cantera, dice el caído, no por sexo, por hablar con presos de otra jerarquía, y son los mismos presos los que castigan el atrevimiento. Se incorpora para lanzar al lavatorio el agua sucia del balde. Junto al salvador, le pregunta por qué sigue ahí, por qué no va a descansar en las barracas. Este responde casi sin pensarlo: por él, por su compañía. El caído sonríe, pero no hace ninguna tentativa. Quedan como detenidos ambos, lado a lado, respirando calladamente para no romper el instante; desde afuera provienen los sonidos rutinarios de la prisión, algún ladrido, el traqueteo de un tren que se aleja. Es el salvador quien rompe la inercia: toma por el mentón al caído y lo besa.
          La madrugada predice un día diáfano de diciembre. Les daría vértigo ver tantas estrellas si pudieran levantar la cabeza, pero miran al frente, a la puerta, y solo los perros y los guardias les devuelven la mirada. Alguien en la cuarta fila o la quinta se queja. Es más bien un gemido apagado, pero el salvador y el caído pueden oírlo. Desde hace más de dos semanas que forman juntos, aunque desde la mañana de ayer no se ven.
          Expuesta a los reflectores, el salvador advierte las heridas en la nariz y los labios del caído, la contractura de la espalda que no deja de doler. Su cuerpo, hambreado y, quizás, con rastros de disentería, luce cetrino. No es eso, sino los ojos los que cargan su suerte: tiene la mirada de los vencidos.
          Sobre la nieve de la plaza resuena quebradizo el paso de las botas y unos cascos: el teniente, montado en su alazán, acecha en abanico la formación. Pocas veces está presente en los conteos, pero su presencia no significa nada en particular. A mitad de camino, se detiene y se yergue sobre los estribos para observar a alguien entre la masa. Su sombra, a contraluz, se expande por sobre los presos y choca, al fondo, con el muro de una barraca. El gemido es un llanto sordo hacia su izquierda, pero no es lo que parece buscar. Se sienta en la montura, apunta con el mentón a los jefes de bloque y pica al caballo con la fusta. Comienza el conteo.
          El salvador mete la mano en el bolsillo de su pantalón y saca un pedazo de pan negro; quiere que el caído lo tome. Este se lo queda viendo en la penumbra sin poder descifrar qué es y, casi al instante, vuelve la atención a los guardias. El llanto es más audible ahora, interrumpido por el ruido entrecortado al sorber. El teniente detiene la cabalgata a la altura de la quinta fila. El caído, sin mirar el pan, lo empuja hacia el salvador; este sacude su mano, insistente. Un perro gruñe en el borde de la fila incitado por un guardia. El caído se apura a cubrir con su mano el pedazo de pan y acaricia los dedos de su salvador. Después, se guarda el pan en su saco. El teniente señala a alguien con la fusta.
          —Fuera de la fila —dice un sargento, pero no espera que se cumpla la orden: se sumerge en la formación y saca a un preso a la rastra.
           El preso cae de rodillas a los pies del caballo. Ya no se reprime: su queja lastimosa se eleva hacia el teniente, se toma la cabeza pidiendo perdón. El teniente inspira hondo, como un dios fatigado de escuchar. El preso tartamudea en polaco y se arrastra para aferrarse a la bota del teniente. Antes de que pueda tocarla, el sargento lo agarra de la solapa y lo tira hacia atrás.
          —¡Ni se te ocurra! —dice y le encaja una trompada en el pómulo.
         El preso trata de incorporarse y recibe una patada en el estómago que lo echa como un escombro. Con la voz agónica del resuello, habla de zapatos, que no puede marchar sin zapatos, dice.
          Donde los trapos viejos no alcanzan a vendar los pies, las quemaduras del hielo se propagan en placas de piel muerta que relucen como mica ante la luz. El teniente observa al preso como a un trámite, gira su alazán y lo pica, alejándose. El sargento le grita algo al preso hecho un ovillo sobre la nieve. Un instante después, llega el estampido de un balazo.
         Mientras se acomodan la ropa, el salvador le pregunta por los moretones en el costado. Los rozó cuando buscaba su pecho, brotada la piel como marcas de un leopardo tras la camisa a medio abrir, y sintió la molestia del caído al tacto. Los trabajos del campo son apenas un eco ahí, en la última letrina del bloque de baños más lejano. El caído no le da gran valor; cucardas del oficio, las llama. Al salvador le molesta su reposado estoicismo, se lo dice acomodándose los lentes con un dedo, no entiende el sentido de ver cada piedra levantada, cada espasmo de hambre, cada patada en las costillas como un instrumento de superación. El caído sonríe, le acaricia la mejilla.
         Un preso abre la puerta del bloque, los ve y no los saluda. Avejentado por la enfermedad o los años, arrastra el viento detrás de él y la luz que merma y los estertores de la disentería; se mete en una de las letrinas. Ambos permanecen en silencio el tiempo que el preso viejo está allí. Con la excusa de acomodarse la ropa, evitan seguirse con la mirada, pero en cuanto el salvador se pone el saco, el caído se acerca a repasarle el doblez del cuello. Fuera ya de la letrina, el preso viejo se detiene a observarlos entre curioso y asqueado, y abre la puerta del bloque como quien huye de una mala función. Algo murmura, pero no lo escuchan.
            El salvador se pone la gorra. No tenemos la esperanza de volver a una familia que no tenemos, dice el caído, cerrándose el chaleco. Nos queda tratar con el miedo, por eso nos buscamos, dice, señalándose y señalándolo. El salvador le responde que no cree que la desesperación tenga que ver con ese espíritu suyo, la del caído. Que el desespero tiene otra cara: se parece a la angustia y a la tristeza, y a la rutina estoica de la marcha en la nieve y las mismas piedras por cargar sin levantar la cabeza ante nadie, pero no su sentido del humor y esa energía inusual de hace un momento. El caído sonríe enternecido. Lo que dices es melancólico y poético, comenta el caído, y un pastoso cliché. Y aunque tenga algo de cierto, no hay espacio para más que capear la soledad un rato. Que se equivoca, le dice el salvador, sin ofenderse, acomodándole también el saco y repasándole las solapas. Aunque sea solo yo el que lo tiene claro, dice el salvador, te equivocas.
           Fuera del edificio, dos presos quitan la nieve de la senda de acceso. Ni se retrasan ni se apuran: son precisos en alternar los golpes de pala y en lanzar la carga en las carretillas.
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Sitio de Budapest © Yevgeni Jaldéi
            —Los moros —dice el teniente al otro lado de la ventana. Apunta a los presos con la taza en su mano y se les queda mirando, cautivado por su sincronicidad. Entonces, aclara—: Las figuras mecánicas del reloj de San Marco.
          Desde el pasillo central, a sus espaldas, un rumor de tacos que se alejan y una puerta que se cierra. Ahora, el teniente se esmera en atizar la leña de la salamandra en un rincón y retorna a la cabecera de la mesa.
          —Los moros, los llaman —dice, hojeando los folios de un expediente—. Se supone que son pastores que tocan la campana, pero de cerca son mendigos con piel de cordero. —Y levanta la mirada—: ¿Ha estado en Piazza San Marco?
          El salvador dice que no. Está sentado en la otra punta de la mesa, delante de un plato con una weisswurst y una papa humeante. No deja de observar la comida, que tampoco toca. Y a pesar de los olores invitantes, siente que algo apesta en la habitación, a animal y a óxido. El teniente toma un sorbo de café.
           —Lamento que sea cerdo —dice—. ¿Tiene hambre?
          No hay ruidos en esta parte del campo, más allá de las teclas de una máquina de escribir o alguna frase ampulosa. Tampoco son indeseables las palas que raspan el suelo como pájaros de invierno o, en primavera, los almuerzos de camaradería. Siquiera los disparos, que son apenas un crujir de ramas.
         —Solo para estar seguro —dice el teniente y golpetea con un dedo los papeles sobre la mesa—: si remito esta información a Budapest, ¿encontrarán los bienes que escondió su Judenrat (1)?
          El salvador asiente con lentitud, pero sin duda. El teniente lo mira con los ojos bien abiertos, como si viera a través de él.
        —Esperaba más avidez de su parte, querer tan poco... —dice con aparente decepción, que enseguida diluye en el protocolo—: Bien, sabrá de su pedido cuando haya respuesta de Budapest.
          Ante el plato de comida y el olor del café y el Acqua di Parma que el teniente desprende casi con cada movimiento, el salvador nota que el que apesta es él, solo él. No es tanto la viscosidad de la roña como el cargar, casi literalmente, la guerra en los hombros. Se lo dijo el caído en los baños. En el abrazo furtivo le describió el olor de quien faena las municiones: virutas de latón militar, picor de carbón y azufre. Lo del carbón sí puede confirmarlo el salvador, porque es un tizne en la lengua y los dientes que cruje cuando mastica.
         —Por su ayuda, mantendrá por ahora los privilegios. —El teniente señala la estrella bicolor—. No queremos tener que cambiar ese bonito triángulo rojo por uno rosa, y mandarlo a la cantera.
            Un instante después, se aproxima de nuevo a la ventana; los dos presos palean los últimos restos de nieve del acceso. La seña piadosa de su mano va a la par con su orden:
             —Coma, que se enfría.
          Se reúnen al anochecer, el caído y el salvador, en un callejón entre barracas. Creen estar solos; la mayoría de los presos rehúye el frío o dormita en los catres. Hacia el norte, se extienden cien metros de llano hasta el cerco electrificado y las torres de vigilancia. No saben si los guardias los observan.
            El caído se pega al cuerpo del salvador y le da un beso; entrelaza los brazos en su espalda, por debajo del saco. Le pregunta si quiere ir a los baños para estar más tranquilos. Sin ser brusco, el salvador dice que no y lo aleja de sí. El caído no evita su extrañeza.
          Miran de pronto hacia la esquina de la barraca, de donde surgen unos pasos: un grupo de presos con picos y palas cruza el callejón, a unos quince metros, y se pierde más adelante. Nunca se sabe con las cuadrillas si van o vuelven.
           El salvador retrocede hacia el muro; cree que los descubrieron. Dice que hay ojos por todas partes. El caído hace un gesto que no alcanza a ser sonrisa. Todo el campo es un gran ojo que observa, dice, por si no se dio cuenta, una Historia del ojo, pero escrita por Sacher-Masoch, y ellos son los amantes bajo la fusta.
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Triángulo rosa
          Un disparo suena al noroeste, hacia el bloque de los niños. La misma dirección que tomó la cuadrilla. Alguien juega con la suerte, dice el caído, mirando al salvador. Un guardia y su perro patrullan la línea del alambrado en sentido contrario; ninguno se gira para ver la causa del disparo.
           El caído le pregunta si tiene vergüenza de lo que hacen. No sería la primera vez en toparse con un arrepentido. El salvador solo mira a un lado y otro. Si tiene miedo de los guardias, dice el caído, olvídate: para ellos, somos todos iguales. El salvador dice que no son ellos. Entonces, es por los tuyos tu miedo, confirma el caído, y le pregunta, tocándose su propio triángulo rosa, si sabe que eso de las insignias es para dividirlos. El salvador sigue en silencio. Decías que me equivocaba, que no era desesperación; parecía no importarte que se supiera, y ahora..., dice el caído, desconcertado, acercándose a él.
         —Sepárense —decreta el guardia que patrulla el cerco. Está detenido junto al perro al borde del llano, a unos treinta metros, la ametralladora colgando del hombro.
         En cuanto cumplen la orden, el guardia se aleja, pero tarda en desaparecer del rango de visión. El salvador aprovecha para hacer distancia entre ambos. Y vas a desperdiciar esto, pregunta el caído. Quién sabe cuánto estaremos. Dios da, Dios quita, dice el salvador, que aún ve en la cara del caído las huellas de la golpiza que le dieron unos presos en la cantera. El caído le dice que no sea estúpido, que recitar a Job no lo va a salvar del desprecio de los suyos ni de lo que le toque mañana. El salvador le da la espalda y enfila hacia su barraca. Gracias por el pan, le dice el caído, destemplada la voz, aguda casi, como el chasquido de un látigo.
          El resultado de la confiscación en Budapest llega a manos del teniente en la forma de un telegrama: poco más de un renglón, incluida la firma de la comandancia. De inmediato, cursa la orden a su asistente para registrar los cambios en la lista de trabajadores, con carácter efectivo desde el próximo conteo matutino, e informar de los detalles al jefe de bloque.
          La mañana del cambio, el conteo es de rutina. A las seis en punto suenan los tres silbatos y las filas de presos se rearman en las columnas que cruzarán la puerta. El jefe de bloque mira su lista.
          —Prisionero 92634, preséntese —dice.
          El caído levanta la mano y sale de una de las columnas para formarse delante del jefe. Este lo mira y da visto bueno en la lista.
          —A fábrica de municiones —dice.
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Marcha de la muerte © Yad Vashem
          El caído responde un sí, jefe, y vuelve corriendo a la columna. Cuatro puestos más atrás, el salvador respira satisfecho. Suenan los silbatos y la columna inicia la marcha. La puerta de hierro que los separaba ahora los une.
          De la entrada parte el camino hacia la estación de trenes y un vértice de la fábrica de municiones. Más adelante se desvía hacia la derecha y sigue paralelo los muros de la fábrica hacia Weimar. Justo en el desvío, una cuadrilla ha cavado una zanja nueva.
         Al acercase, el sargento hace sonar su silbato y detiene la columna. A pesar de la nieve, huele a podrido.
          Dos soldados sacan de la fila al salvador y al caído y los empujan hacia el borde de la zanja. Entre los cadáveres en pila y una primera capa de nieve, un chico los mira desde el vacío, asoma su lengua negra como una burla. Los alinean lado a lado. El espanto en los ojos del salvador encuentra su reflejo en la resignación del caído. Podrían extender las manos y tocarse, pero el sargento ya está detrás del primero.
          —El teniente agradece sus servicios —dice y dispara.

(1) En alemán, «Consejo Judío».

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Emiliano Fekete © Marcela Echegoyen
EMILIANO FEKETE (Buenos Aires, Argentina, 1974). Fue finalista del   Concurso   de   Cuentos   Paula (2010) y obtuvo una mención honorífica en el Premio Platero del Club del Libro en Español de las Naciones Unidas (2011). Es autor de Pigmalión a solas (2014), una antología de relatos ambientados en Argentina y Haití. Ha trabajado como editor y corrector de estilo en diversos   proyectos literarios y académicos entre Argentina y Chile, y ha colaborado   con   editoriales   como Fondo de Cultura Económica, Zig-Zag, Catalonia y Uqbar.
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