FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
ÉL NUNCA LO HARÍA Cuando quisimos darnos cuenta, un perro vagabundo vivía ya entre nosotros en el verano del 94. No sabíamos quién había sido el primero en verlo, ni por dónde había entrado en la urbanización, tal vez por la carretera o desde el bosque (un pinar reseco, realmente) que llega hasta las primeras casas. Estuvo unos días husmeando en silencio por las calles de la urbanización, girando la cabeza hacia atrás con desconfianza. No quería resultar un estorbo. Cuando pasaba un coche, se apartaba y se subía a la acera hasta casi rozarse con las vallas de los jardines. Los niños le seguían con la bici a cierta distancia. Quizás el veterinario que vivía en la urbanización se vio moralmente obligado a dejarle unos desperdicios en la puerta de su jardín, y pronto otros vecinos hicieron lo mismo. No era raro ver huesos de pollo crudo o asado en varios puntos de la misma calle. El domingo hubo una cabeza de cochinillo, pero no debió de sentarle muy bien porque luego apareció un repugnante excremento viscoso. Decían que pasaba las noches en el viejo campo de fútbol abandonado, sobre un cojín de un sofá roñoso que hacía años habían rescatado de la basura unos adolescentes para zanganear. Unos días después, los vecinos que paseaban por la noche en grupos dando vueltas a la urbanización como cobayas en una jaula, pusieron un poco de orden. A la entrada, junto al cartel oxidado que dice “Propiedad privada. Prohibido el paso a toda persona ajena a la urbanización”, cerca del campo de fútbol abandonado (como pasa con muchas urbanizaciones, el campo de fútbol nació ya viejo y abandonado), el perro estaba jugando con los niños a perseguir una pelota. Los grupos de vecinos fueron acercándose haciéndose los remolones al pasar cerca de allí, asombrados ante la paradoja de que el silencio era mayor cuanta más gente había, de manera que terminó formándose una venerable asamblea de hombres sabios bajo una noche estrellada de verano. —No es un perro vagabundo. ¿Veis cómo le ha crecido el pelo en esta zona? Ha tenido collar hasta hace dos días. Le han abandonado. —Parece que tiene los colmillos limados. —Si ha venido desde la carretera, alguna familia que va de veraneo lo ha abandonado aquí como podía haberlo dejado en cualquier otro sitio. —¿Y ahora nos toca a nosotros estar llamando a la perrera? —Tiene los colmillos limados. —Mejor que no termine en la perrera. —No es una raza que se vea mucho por aquí. —No es pura raza, tiene las caderas demasiado caídas. Suelen ser más braquicéfalos. —Los perros de pura raza cogen más enfermedades, eso está comprobado. —Han sido unos madrileños. —Quien quiera darle de comer, que le deje los desperdicios en ese rincón, así tendremos limpias las calles. —Dicen que en Chernobyl ya hay perros que han mutado, por la radiación. —¿No os parece que tiene los colmillos limados? *** Aquello era el viejo campo de fútbol abandonado... Nunca había llegado a tener césped, no era más que un terreno baldío con dos porterías oxidadas y silenciosas como si hubieran sido fabricadas con los restos de barco de arrastre hundido en Gran Sol. A comienzos de septiembre, cuando en los quioscos empezaban las ventas por fascículos de objetos insignificantes que permitían al pequeño burgués sentir todavía algo de melancolía, a veces el viento hacía rodar los matojos secos a través del campo de fútbol de manera que algún matojo seco quedaba enganchado en la única portería que quedaba después de que un chatarrero robara o recuperara la otra. El hijo del veterinario ganó un concurso de fotografía local con esa imagen. Y ni siquiera en primavera brotaba la hierba en el terreno pisoteado. Al fondo del campo estaba la estructura de muelles del sofá con una espuma de color amarillento. A resguardo de los vientos dominantes, el cojín donde dormía el perro resistía a la intemperie desde hacía varios años. Tiempo atrás había dormido allí otro perro que murió. Los niños sabían que este perro también iba a morir. Con su buena intuición para la muerte, los niños sólo necesitaron oír alguna palabra jugosa entre los adultos. Habían pasado por aquí muchos animales errantes desde que la urbanización fue construida en los años setenta. Era mejor no volver a contar lo que le pasó a aquel pobre perro abandonado en la carretera por unos veraneantes, precisamente en un verano de finales de los ochenta, cuando en la televisión se emitía el anuncio de la Fundación Affinity que tenía por eslogan «Él nunca lo haría, no lo abandones» a la vez que aparecía un perro tristón en medio de la carretera. Pero al final lo contaron: torturaron y colgaron al perro de un pino. Mejor no entrar en detalles. Pero al final entraron en detalles: le clavaron palillos en los ojos, le arrancaron la piel de los testículos, le introdujeron un petardo de mecha gorda y le colgaron de un pino. Pero no entremos más en detalles. Buenas noches. En fin. Buenas noches. Nunca se supo quiénes habían sido. No eran de la urbanización, por supuesto. Se cree que fueron algunos de los adolescentes de la ciudad que pasaban en bicicleta camino de los campos de fresa. Había unos campos de fresa más allá de la urbanización. Algunos jóvenes iban a robar fresas de vez en cuando. Parece ser que no tenían miedo de los temporeros rumanos que vivían en las casetas prefabricadas, ni los rumanos miedo de los adolescentes. Comer fresas era un poco de maricas, desde luego, pero no el robarlas. A veces había restos de fresa estampadas en las casas que daban al camino por el que volvían hacia la ciudad. Entre la sangre del hocico, cuando descolgaron al perro, alguien creyó ver restos de semillas de fresa, aunque enterraron rápidamente el cadáver entre los pinos. Dos niñas se quedaron un rato más y representaron una cruz con piedrecitas. Las viejas urbanizaciones apaletadas que tuvieron su momento de gloria con su verbena en verano y sus fiestas del barrio y su bar con paella apelmazada los domingos, las urbanizaciones entre pinares resecos cuyas pistas de tenis siempre fueron viejas y casposas, en las que viven maestros y carteros, mecánicos y ebanistas, y la mitad de los jardines están ya abandonados, han visto pasar por sus calles numerosos animales a lo largo de las décadas, en peregrinación hacia algún otro sitio. Pasó por aquí un toro de lidia que saltó la valla en los encierros y estuvo todo el día perdido en los pinares hasta que los ruidos de las motos de los agentes le trajeron a estas calles; un cachorro de león que se escapó del circo ambulante; un vecino místico que fumaba en el porche a altas horas de la madrugada vio un zorro pasear con toda confianza, otro día vio un ciervo nervioso; aves exóticas que observaban a la gente con insolencia desde lo alto de los árboles, que volaban de árbol a árbol dejando rastros de colores en el cielo propiciando que después los vecinos discutieran un buen rato sobre qué colores tenían exactamente, que picoteaban por capricho algo de fruta de los jardines y ese mismo día levantaban el vuelo sin que nadie hubiera podido apresar ni una sola de ellas en veinticinco años. *** En agosto hubo varios chalés con las persianas bajadas. Algunas familias se fueron a la playa un par de semanas. El veterinario y su familia se quedaban aquí. El veterinario cogía las vacaciones en octubre, cuando ya no había revisiones de mascotas. A finales de agosto, al volver de las vacaciones en la playa, muchos se sorprendieron de que el perro todavía estuviera vivo. Había sobrevivido a las inundaciones. Los que estaban fuera, vieron desde los apartamentos en la playa las imágenes del telediario. Las inundaciones habían dejado en las calles de la ciudad una capa de engrudo y restos de vegetación arrancada por el granizo y luego arrastrada por la corriente de agua helada. Llamaron a los vecinos para preguntar por sus casas. Algunos sótanos se habían inundado, el campo de fútbol, antiguamente un viñedo de terreno bajo, era una piscina de légano. El sofá había flotado a la deriva girando sobre sí mismo como un barco de arrastre en Gran Sol. El hijo del veterinario tomó fotos. Los jardines que tenían frutales y huerto habían perdido casi toda la cosecha. El perro reapareció dos días después. Estaba despeinado como cuando un río se seca y quedan las algas momificadas en el lecho conservando la forma del agua. Por acción del lodo, le había cambiado el color. Tenía el tercer párpado inflamado, como si tuviera todavía algo de arenilla. El veterinario estuvo observando al perro todos los días de agosto cuando volvía del trabajo y no dejaba de darle vueltas a ciertas preocupaciones. No quería alarmar a nadie. Esperó a que le pidieran consejo. Nunca paseaba por la noche, tan sólo podía vérsele cuando tiraba la basura después de la cena. Parecía tener más basura que de costumbre. Tal vez la dividía en bolsas pequeñas para tener una excusa. —¿No es peligroso tenerlo ahí sin vacunar? —Fijaos en lo que ha pasado en Inglaterra con las vacas. —Y con las gallinas. —Puede ser un foco de atracción para las pulgas. —Si tiene la rabia y muerde a alguien, ¿es contagioso? —Mi mujer está embarazada. —Debe tener cuidado con los gatos, no con los perros. —Tiene los colmillos limados. —Los gatos son los que le pueden pegar algo a tu mujer. —Aun así, tampoco me parece bien que haya una mujer embarazada y tengamos un perro pulgoso aquí al lado. —Caga verdoso. Cuando se supo por la televisión que iba a haber un eclipse de luna, algunos buscaron información de astronomía en las enciclopedias. Después, de noche, cuando casi todos los vecinos se alejaron de las farolas hasta un claro en el pinar para ver el eclipse y fanfarronear delante de los demás con cuatro datos sobre Venus, Mercurio y alguna constelación, y luego la luna volvió a reaparecer roja y enorme y se oyeron los aullidos del perro, uno de los expertos en astronomía, respondiendo a la pregunta de un niño sobre por qué aúllan los perros y los lobos a la luna, explicó que es porque se sienten solos y buscan la comunicación con la manada al haber más luz en las noches de luna llena, y que además era posible que presintieran que alguien va a morir, incluso era posible que presintieran su propia muerte. El niño no preguntó cuándo y cómo iba a morir ese perro callejero, puesto que confiaba en el comité de sabios de la urbanización. Y sin embargo, llegó a ser un perro admirado por todos. Como en cualquier urbanización, había aquí un nutrido grupo de gatos caseros gordinflones y aburguesados cuyo único contacto con animales era con los escarabajos que se daban cabezazos contra las farolas y luego caían al suelo patas arriba y los gatos los tocaban con remilgos con la patita y fingían asustarse cuando volvían a zumbar. Cuando apareció un enorme lagarto ocelado surgido de las entrañas de la tierra a través de una enorme grieta misteriosa en el asfalto de la calle, en la hora de más calor de la tarde, ningún gato se atrevió a atacarle más allá de algunos amagos hechos por compromiso, bufando muy alto para que los hombres acudieran en su ayuda. Los vecinos de las casas de los alrededores se levantaron de la siesta medio desnudos y vieron que seis o siete gatos bufaban sin atreverse a atacar rodeando al lagarto, que erguía el cuello azulado sacando pecho y abría las fauces como un cocodrilo y sacaba la lengua como una cobra. No emitía ningún sonido, y tal vez eso acobardaba aún más a los gatos, a los que miraba de uno en uno. Entonces el perro abandonado saltó desde detrás de los gatos con la pelambrera ondulando al aire y cayó en picado sobre el lagarto atenazándole por el lomo, le zarandeó en el aire dando cabezazos y le desgarró la barriga desparramando las tripas hasta los pies de los gatos. El lagarto quedó boca arriba mostrando un color pálido repugnante, el perro olisqueó con asco y se marchó tranquilamente. Los gatos se acercaron a husmear con altivez y se fueron con un gesto de desprecio. De no haber estado sentenciado, la gente habría aplaudido. Parecía un poco feo alabarle la valentía y la agilidad delante de los niños y luego sacrificarle. Podría ser confuso para los niños, así que alguien dijo que el perro había matado una especie de lagarto protegido, que era mejor hacer desaparecer el cadáver cuanto antes porque la multa podía ser de infarto, que un perro bien adiestrado aprende a diferenciar entre amigos y enemigos, y poco a poco esas sabrosas palabras fueron abonando el terreno. El incendio hizo que la sentencia se retrasara algún día más. La gente decía que algún madrileño había tirado una colilla desde un coche. El perro vio el fuego desde el córner del campo de fútbol, cuando se quemaron los pinos. Estuvo observando el ir y venir de los vecinos que llegaban hasta el límite del pinar asustados por si el viento rolaba y el incendio llegaba hasta las casas. Observó el ir y venir del helicóptero con la tolva de agua una y otra vez, las sirenas, el trasiego de los camiones de bomberos, sentado sobre las patas traseras como si estuviera en un cine de verano. Sus antepasados habían convivido con el fuego mucho antes que con los hombres. Cuando no estaba todavía controlado, aburrido de ver a los hombres sufrir por unas cuantas llamaradas rojas, bostezando, se fue a dormir. Había mucho bochorno y costaba mucho concentrarse para pensar, pero al final fueron saliendo las cosas con un poco de orden. —Para que un veterinario, con lo que quieren los veterinarios a los animales, llegue a decir lo que ha dicho, el asunto debe de ser más serio de lo que nos pensábamos. —No podemos dejarle sufrir. —Todos hemos visto matar a perros en los pueblos. —Yo no hablaría de matar, se trata de sacrificar. No es lo mismo. —Era lo más normal del mundo cuando había una camada muy grande. —No podían criarse todos. —Incluso Félix Rodríguez de la Fuente era defensor del control de la población de animales. —En mi pueblo ahogaban a los cachorros. —En el mío se los desnucaba como a un conejo. Así. Zas. —Yo he visto cómo se les retorcía el pescuezo. Así. Crrgg. —Lo que no se hacía en ningún caso era limar los colmillos a un perro. Si un perro era agresivo, se le daba una buena pedrada. El otro día fui a darle un trozo de pan y se tiró a morderme. —Ahora estamos hablando de un perro grande, no de un cachorro. Se necesitará una cuerda. —Los chicos pueden llevárselo al pinar. Ninguno ha cumplido todavía los catorce. Son inimputables. —Si les pillan, los padres pagamos una multa. Pero si nos pillan a nosotros, a lo mejor hasta vamos a la cárcel. —Algunos no tienen hijos, pero el problema es de todos. Hay que acordar que si multan a algún chico lo pagamos entre todos nosotros. —Ahora protegen más a los animales que a las personas. —De boquilla, pero luego mira cómo los tratan en la perrera. Donde mi primo, en Segovia, tuvieron un perro y la protectora tardó un mes en tramitar los papeles. No cabían más perros y sacrificaron uno para poder meter otro. —Y encima es agosto. —Para que le sacrifiquen dentro de un tiempo, para eso le sacrificamos nosotros y le evitamos el dolor. ¿Os acordáis de lo que pasó en Halloween? —¿Merece la pena vivir en una jaula de un metro cuadrado? La noche del sábado era bochornosa. No se movía el viento nada. Ningún trocito de la cama estaba más fresco que el resto. Los chicos no pudieron dormir dando vueltas en la cama. Estaban nerviosos. Había un plan, pero habían hablado de que los perros al fin y al cabo tienen el gen salvaje del lobo que puede hacer que los planes se tengan que modificar. Fueron a primera hora de la mañana sin desayunar. Refrescaba un poco. Tenían intención de ir a contraviento, a sugerencia de uno que llevaba ropa de camuflaje, pero al final se dejaron de tonterías y fueron hacia él con un trozo de pan y una cuerda de la mano. Pero antes de poner un pie en el polvo del campo de fútbol, el perro se olió algo y salió gañendo hacia el pinar tan sigiloso que no pudieron echarle el guante. —¡Rápido, corred! Bosque adentro, al amanecer de los domingos durante todo el verano, en un claro entre los pinos, un grupo de jóvenes con coches tuneados se reunía a apurar las últimas drogas y escuchar música lenta antes de marcharse a casa. Tal vez la pulsación grave y primigenia del subwoofer atrajo al perro como unos tambores indios primigenios, como la pulsación lenta de un corazón enorme. Escondidos tras los pinos, los chicos vieron cómo un asqueroso bakala, descamisado y lleno de tatuajes, se acuclillaba y acariciaba al perro. No volvió a aparecer por la urbanización. Era el final del verano y todos se olvidaron de él. Iban a empezar el primer año de instituto. En octubre, cuando en los quioscos todavía quedan algunas ofertas de venta por fascículos, los días se acortan al atardecer y las grullas emigran hacia el sur, los chicos vieron al perro en la ciudad cuando salían del instituto. Se reconocieron al momento. El perro quiso acercarse a ellos y el dueño le dio más cuerda. Dos de los chicos se acuclillaron y el perro les lamió las manos. Ellos le rascaron las orejas y le hablaron. Lo habían pasado muy bien con él en aquel lejano verano y se alegraron mucho de que aún estuviera vivo. No podían creérselo.
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EL MECÁNICO Me llamo Jon Fresno y soy mecánico de bicis en un equipo ciclista. Por eso voy conduciendo este Volvo de color naranja totalmente cubierto de publicidad. Llevo años viviendo en el País Vasco, en una población cercana a la costa de Vizcaya. La formación para la que trabajo tiene su sede en Bilbao. Es una estructura pequeña, que compite en la segunda división de las ligas de la Unión Ciclista Internacional. El trabajo está bien. Pagan bastante dinero, viajas por todo el mundo y tienes el suficiente tiempo libre para tus cosas. Si pienso en el camino que ha tomado mi vida desde que era adolescente hasta hoy, podría decir que he prosperado. Aunque no sé muy bien qué significa esa palabra. Según el diccionario, es mejorar progresivamente de situación, especialmente en el aspecto económico y social. Quizás debería decir que simplemente me ha ido bien. Esta semana hemos venido a competir a Asturias con el equipo. Todos los años por estas fechas se disputa la carrera de la región. Son los únicos días en los que vuelvo a mi tierra, al lugar en el que nací y en el que me crié. La Vuelta consta de cinco jornadas, atravesando las principales carreteras del principado. Etapas que van del oriente al occidente, pasando por sus principales ciudades: Oviedo, Gijón y Avilés. Las alas son un auténtico paraíso, con sus montes, playas y pequeñas villas. El centro, sin embargo, aglutina uno de los puntos con mayor contaminación de toda Europa, sus autopistas son un caos y el verde deja paso a un frío color grisáceo. Mi familia es originaria de esa zona. Salí de allí gracias a la bicicleta. De adolescente competía en un famoso equipo autonómico. Mi hermano mayor había sido un buen ciclista, incluso llegó a profesional, pero tuvo mala suerte con las lesiones y finalmente reencauzó su vida, convirtiéndose en fisioterapeuta. Yo aspiraba a llegar a donde él no había podido. Correr una gran vuelta, lograr victorias, salir en las revistas. Pero aquello quedó atrás. Los grandes sueños dieron paso a la realidad. Hace años, cuando yo tenía veintitrés, el director deportivo que hoy es mi jefe me ofreció hacer la parte final de la temporada con ellos como mecánico, en las carreras que tenían durante los últimos meses de competición. Habían sufrido una baja de última hora en su staff, y en el transcurso de una cena informal con otras promesas se le ocurrió hacerme esa propuesta. Por aquel entonces yo tenía un gran porvenir, pero ninguna de las ofertas que tenía encima de la mesa acababan de convencerme. Puede que el pequeño shock que había sufrido me influyera para tomar esa decisión. Para sorpresa de todos, incluido aquel tipo, acepté. Así fue como entré en este mundo. Desde entonces he trabajado en lo mismo. Me gusta y se me da bien, y es una buena forma de ganarse la vida. Si me preguntasen sobre el tema, diría que todos tenemos algo por lo que arrepentirnos, algo que no hicimos. Pero yo tomé una decisión y he de vivir con ella. Aparco al lado de los pilares del puente, en el espacio libre que hay entre dos camiones. Está empezando a amanecer y parece que va a ser una mañana fresca pero de cielos despejados. Cruzo la carretera y me acerco hacia el paseo que bordea la iglesia derruida para asomarme a la playa. A pesar de la hora, ya hay un grupo de surfistas en la orilla haciendo su calentamiento, ataviados con los trajes de neopreno. Sigo caminando y me acerco a la curva donde ocurrió el accidente. Todos los años paso por aquí cuando venimos a la carrera. Es el único momento en el que vengo a la región. Este es el lugar donde mis padres tuvieron el accidente. Estoy esperando a que llegue mi hermano para dejar juntos unas flores. Hace tiempo que este es el instante en el que nos vemos, hasta la vuelta a Asturias del año siguiente. Una corriente de aire frío llega del mar, y varias personas cargadas con mochilas pasan por la senda, supongo que hacen el camino de Santiago. Sus ojos están hinchados por el madrugón y avanzan con dificultad, tal vez tienen ampollas en los pies. Saludan al pasar a mi lado y luego siguen hacia el oeste. Entre ellos hablan en algún tipo de lengua extranjera que no entiendo. Cuando acabe aquí tendré que acercarme a Llanes. Limpiar las bicicletas y hacer los últimos reglajes. Comprobar las presiones de las ruedas, ajustar todos los cambios electrónicos y asegurarme de que las baterías estén bien cargadas. El líder del equipo está bien clasificado en la general y ninguna avería debería chafarle el puesto. También tengo que tomar un café con Amanda, la periodista de un diario deportivo de tirada nacional que cubre la prueba. Hace unos meses coincidimos en un evento de nuestro patrocinador, en Bilbao, e hicimos buenas migas. Fuimos a beber unas copas por el centro y acabamos durmiendo juntos en la habitación de su hotel. El BMW negro de Capullo se detiene en el aparcamiento que da a las escaleras de la playa. Capullo es el típico pijo de manual. Lleva una camisa color salmón arremangada hasta el antebrazo. En la muñeca se puede ver una colección de pulseras de cuero. Los pantalones vaqueros, demasiado apretados, dejan sus tobillos al aire. El flequillo da la impresión de estar despeinado de una manera perfecta, pero en realidad le lleva media hora de gomina y secador hasta que se queda como a él le gusta. Lo sé porque es mi hermano. Cierra la puerta del coche y viene caminando con un ramo de flores en la mano. En el asiento del copiloto está mi madre. No se va a bajar, nunca lo hace. Es la forma que tiene de echarme la culpa sin tener que decir nada. Capullo vive fenomenal. Cuando abandonó su carrera de deportista se puso a trabajar de fisioterapeuta en la clínica privada de un amigo. Con los años abrió su propia consulta, y maneja una considerable cantidad de clientes, encantados de pagarle cien euros por sesión para que les ponga sus huesudas manos encima. Se codea con lo más selecto de la ciudad, de hecho se casó con la hija de un importante empresario. Tiene dos hijas insoportables. En un lugar no muy lejos de aquí, vive su amante. Parece tenerlo todo, pero yo sé que no es feliz. Siempre me cayó rematadamente mal, por eso traté todo el tiempo de superarle, y él se reía si no lo conseguía. En vez de un apoyo, fue el primer escollo que debía superar. A pesar de todo, recuerdo el final de la adolescencia como años felices. El ciclismo se me daba bien. El ambiente dentro de los equipos era agradable. Los compañeros eran lo más parecido a unos amigos que podía encontrar. Competir me gustaba y la sensación de la victoria es algo difícil de relatar. Aunque nunca llevé bien las derrotas. Y la mayoría de las veces no ganas, eso es así. Una de las últimas carreras de aquella temporada como sub veintitrés era en Cantabria. Mi padre trabajaba en hostelería, era camarero en la cafetería de un gran hotel. Debido a sus turnos, y a que la mayoría de competiciones eran en fin de semana, nunca podía ir a verme correr. Sin embargo, años antes había trabajado como peón de obra. A pesar de ganar menos dinero, tenía más tiempo libre y siempre que podía iba a ver a Capullo. El salón estaba lleno de sus fotos y trofeos. Yo le echaba en cara a mi padre la diferencia a la hora de tratarnos. Y sabía que eso le dolía. Por eso aquel día querían darme una sorpresa. Pidió a su jefe el fin de semana libre y cogió su flamante Ford sin decirme nada, tras hacer un turno de noche. En este mismo sitio se salieron de la carretera. Llovía. Se acumuló tanta agua que los coches hacían acuaplaning. No fue el último accidente del lugar. —Hace frío. Capullo se pone a mi lado. Posa las flores a la orilla de la carretera y se mete las manos en los bolsillos. Ahora que lo veo a él empiezo a notarlo también y me pongo a tiritar. Este pequeño homenaje que hacemos todos los años a los que murieron en aquel accidente es idea suya. Para mí supone un coñazo y siempre me digo a mí mismo que no voy a volver, pero es el único momento en el que veo a mi familia, y aunque me fastidie reconocerlo, siento que es algo que necesito hacer. Ni Capullo ni yo somos muy de verbalizar lo que sentimos, así que el silencio se hace eterno. Por fin él vuelve a abrir la boca. —Tus sobrinas han preguntado por ti. Quieren que te pases a cenar antes de que acabe la carrera este domingo. —Puede que lo haga. —Espero que sí, sabes que siempre eres bienvenido. Odio las mentiras de Capullo, su necesidad de quedar bien. Durante años he sufrido su condescendencia. Le gusta hacerme sentir como alguien inferior. —Mamá está mejor. Ya sabes que ella no te echa la culpa. Es solo que aún siente un gran dolor. Y tú eres muy hermético. Eso tampoco ayuda mucho. Capullo saca su paquete de caramelos de naranja y se echa un par a la boca, como que no quiere la cosa. Como si lo que me hubiera dicho no tuviera la mayor trascendencia. Me ofrece uno pero no acepto. —Sé que no fue mi culpa. Por eso lo llaman accidente. No hace falta que lo recalques, porque con eso haces que parezca que piensas lo contrario. Siempre tenemos poco que decirnos, y no nos hacen falta muchas frases para llegar al conflicto. Unas veces lo origino yo. Otras veces él se pone a gritar. Hemos elegido no ser una familia, o tal vez lo hicimos hace muchos años, antes de que nada de esto pasase. Parece que sus sesiones de meditación tienen éxito, o tal vez se ha vuelto adicto a los calmantes, porque permanece sereno y no se altera con mis frases. —¿Sigues saliendo con aquella chica que trabajaba de camarera? —No. Lo dejamos. Últimamente estoy viendo a otra persona. Pero aún no sé si es algo serio. Creo que me gusta de verdad, si eso te interesa. —Espero que seas feliz. No la cagues. Aunque no lo creas, nos preocupamos por ti. Se quita las gafas de sol y me mira, con expresión que muestra afecto. Puede que alguien les hablara de mis problemas con la bebida y de esa época que pasé hace unos meses. Tengo un momento de debilidad en el que me sincero. —Últimamente he vuelto a montar en bici. En una de esas de gravel que están tan de moda. Me hace sentir bien. Mejor que cuando competía incluso. Y ya no fumo. Se vuelve a poner las gafas y mira a las flores. —Perdona que me meta en tu vida. No te sientas obligado a contarme esas cosas. —No tiene importancia. Al otro lado de la carretera mi madre permanece sentada en el asiento del copiloto, con la vista clavada en la guantera. Un poco más allá, en la arena de la playa, un enorme tractor de color verde se interna hasta la orilla para recoger ocle. Se supone que hacemos todo esto para mantener vivos en nuestra memoria a aquellos que nos dejaron, para brindarles nuestro homenaje. Pero yo solo logro pensar que ahora hace frío y que la bruma que viene del mar trae ese intenso olor a algas. No puedo superar toda esta historia porque no creo que haya nada que superar, y que los demás se empeñen en que me muestre culpable y dolido no hace sino que me enfade. —Puedes probar a ir al coche y hablar con ella. —Tal vez el año que viene. —Tal vez. Bueno, he de irme. Por cierto, me gusta tu nuevo tatuaje. ¿Qué es? Miro las figuras geométricas que llevo pintadas en el brazo. Decido que prefiero no dar una explicación y zanjar así esta conversación. —Son solo formas sin ningún significado. —Formas sin ningún significado. Supongo que viniendo de ti eso tiene sentido. Nos vemos en doce meses, imagino. Cruza la carretera y se sube al BMW. Veo un camión enorme y un montón de coches que lleva detrás, que lo siguen a velocidad cansina. Una vez el extraño convoy pasa de largo, Capullo se incorpora a la carretera y da la vuelta por donde vino. Yo me doy prisa para regresar a Llanes cuanto antes. Arranco el motor y espero un segundo. En la radio suenan los pitidos que indican la hora en punto. A lo lejos veo el automóvil que se aleja. Tengo la sensación de que tardaré más de lo normal en volver a verlos, de que algo nuevo empieza, aunque no sé qué puede ser. EL APOCALIPSIS DE LOS MUNDOS MARAVILLOSOS El profesor apartó la mirada de la pizarra y la dirigió hacia nosotros para preguntar qué sucedía con la asíntota oblicua si había ya asíntota horizontal. Yo sabía la respuesta. Pasaron unos segundos y nadie decía nada. Dije entonces que no existía porque no tenía pendiente, pero lo dije bajito, casi susurrando, mirando los garabatos que había dibujado sobre mi mesa, sin fingir interés en la respuesta y con la única intención de decirle a los de mi alrededor que ellos no tenían ni idea, que incluso estando distraído con una caricatura del profesor sabía más que ellos. Rubén, que se sentaba justo delante de mí, se giró y me miró como si tuviese la intención de preguntarme algo. Pero no lo hizo. En su lugar, al instante de volver la cabeza al frente, levantó la mano y, sin siquiera esperar a que el profesor le diera el turno para hablar, repitió palabra por palabra lo que yo había dicho apenas cinco segundos antes. El profesor aplaudió el acierto de Rubén y señaló que los demás necesitábamos estudiar más. Quizás, de haberme equivocado en mi respuesta, Rubén también lo hubiese necesitado. Había pocos aciertos menos gratificantes que aquel, quizás solo era comparable a ganar un combate o un partido habiendo apostado en contra de uno mismo previamente. Desde luego, si yo no prestaba atención de por sí, menos atención iba a prestar ahora que sentía que había acertado, pero otro había obtenido el reconocimiento que yo merecía. Puede que todo fuese una cuestión de recibir reconocimiento por lo que uno hacía y nada tuviese valor sin el aplauso. De repente, como si el mundo hubiese escuchado mi agonía y estuviese dispuesto a salvarme de ella, tres tigres de bengala entraron por la ventana, haciendo añicos los cristales, como si fuesen cristales, pero ellos tres trenes bala. La atmósfera se tiñó de un pesado color rojo y, posteriormente, esta iluminación fue acompañada por una percusión que empezó a sonar de la nada. El profesor retrocedió, temiendo perder su vida y con ella a la cornuda de su mujer, el beagle de siete años y los hijos que no podía tener. Pero los tigres no lo buscaban a él, los tigres venían a hacerme feliz y se abalanzaron sobre Rubén tras un par de miradas a los demás alumnos, como si buscasen a alguien en concreto. Yo no cabía en mi ilusión, aquel cabrón iba a acabar en las fauces de los tigres junto a los restos del trigo. Entonces, para mi desgracia, Rubén sacó una catana de la cajonera y abrió las tripas de los tigres, como si fuesen tres tigres, pero él un carnicero. De sus tripas salieron cientos de caramelos y chocolatinas, como si aquellos amenazantes tigres que venían a hacerme feliz no fuesen más que tres tristes piñatas. Todos mis compañeros comieron alegres las golosinas, felicitando a Rubén por haberles salvado la vida. ¿Pero salvarles la vida de qué? Yo sabía que aquellos tigres solo iban a por Rubén, que no habrían herido a nadie más. Lamentablemente, la fiesta no acabó ahí. El profesor manifestó sus intenciones de que Rubén terminase el curso con una mención de honor y la directora llamó a las televisiones más importantes del país para que se hiciesen eco de la hazaña. Incluso el señor presidente, apenas dos semanas después, lo condecoró con una medalla «por su extraordinario valor para enfrentarse a tres temibles tigres y salvar las vidas de treinta jóvenes indefensos». Al poco de aquello, Rubén empezó a salir con Paula, una chica de la otra clase que me gustaba desde hace casi dos años. Pero eso no importaba, de todos modos, ella nunca se hubiese fijado en mí. Hicieron una fiesta en el barrio para celebrar los éxitos de Rubén. Por supuesto, no me digné a aparecer por ahí, pues sentí que festejaban la victoria de Rubén sobre mí y sé que, de algún modo, ellos también lo sentían así. La noche de aquella fiesta me quedé en casa pensando en los tigres, en el beagle de mi profesor y en la asíntota horizontal. Acepté entonces que estaba dejando de ser un niño y que mi imaginación no tenía ya la fuerza ni la vitalidad de antes. Sentí cómo aquello que llamaban el niño interior se acurrucaba junto a los tres temerosos tigres y abrazaba un peluche, esperando que su sueño fuese más dulce de lo que lo habían sido las golosinas de las tripas de los tres tristes tigres. EL SUPERMERCADO Cuando era pequeño, mi madre y yo siempre hacíamos la compra los martes. Siempre me llevaba al súper con ella porque aún no era lo bastante mayor como para quedarme en casa solo y tenía miedo de que me cayese o el gato me sacase un ojo mientras ella no estaba. Así que todos los martes en los que yo estaba de vacaciones, a las once de la mañana, cogíamos el coche para ir a un pueblo que está aquí al lado y comprar la comida para el resto de la semana. A mí el supermercado me gustaba, pero no para estar mucho tiempo, siempre era mejor salir de allí pronto, pese a los peces que nadaban en el aire o los pollos sin cabeza que engullían al pollero de solo un bocado para luego salir corriendo. Aquellas escenas eran divertidas, pero me gustaba más estar en casa por alguna razón que todavía, tantos años después, no he conseguido descifrar. Viendo la televisión en el sofá, jugando con mis figuras de Dragon Ball en mi habitación o revolcándome en el césped del jardín, daba igual cómo y cuándo, solo importaba la tranquilidad bañada por el sol que sentía en mi casa. Debía de ser Semana Santa, papá estaba de vacaciones y aquel día decidimos ir los tres a hacer la compra por la tarde. No mentiré, no recuerdo el motivo por el cual papá y mamá decidieron que fuésemos al supermercado por la tarde, tampoco sé si llegué a saberlo en su momento. Dejando de lado el motivo, aún no atardecía en la sierra madrileña cuando emprendimos, del mismo modo que todos los martes en los que no iba a clase, el viaje al supermercado. Aquello no tenía nada de especial, salvo por el hecho de que no era la hora habitual. Entramos a aquel oscuro parking donde siempre sobraban tres cuartos de las plazas y subimos las escaleras hacia el súper. Sucede algo curioso siempre que uno entra a estos establecimientos, pero del mismo modo que desconozco por qué hicimos la compra por la tarde, desconozco qué es lo particular que tienen todos los supermercados como elemento indispensable para su existencia, para que puedan ser considerados supermercados y no colegios, hospitales o prostíbulos. Sospecho, sin embargo, que eso tan singular se halla en esa primera imagen que uno ve al entrar: el ruido de la caja al pasar los productos, las cajeras vestidas como visten a los presos en las películas, el sonido de las bolsas de plástico abriéndose para que el cliente meta en ellas su compra, el olor que creo viene de la sección de frutería, las trampas para osos colocadas para impedir la huida de los ladrones y que casi siempre pisa algún señor mayor... Papá y mamá siempre iban a comprar primero la fruta, después la carne y el pescado, y lo último casi siempre eran los lácteos. Yo podía ayudar más, no quisiera dármelas de responsable y servicial cuando no lo era de pequeño y menos aún ahora. En lugar de ayudar con la compra —que también lo hacía, pero solo yendo a buscar ciertos alimentos que me gustaban, especialmente los yogures y los dulces—, pasaba el tiempo en el súper dando vueltas por los pasillos, perdiendo a mis padres para enorgullecerme después de haberlos encontrado fácilmente y llevando el carro pensando en qué sucedería si un día me quedaba solo en casa. Yo sabía que mi gato nunca me sacaría un ojo porque los suyos eran más bonitos y para nada necesitaba los míos. Aquella compra fue como cualquier otra, pero por la tarde. Pasamos por caja, bajamos al parking y dejé deprisa el carro con los demás, sacando la moneda y metiéndola en el bolsillo, por si mi padre no me la pedía. Llegué corriendo hacia donde estaba el coche y papá extendió la mano pidiéndome la moneda, se la di. Quizás en otro momento me hubiese hecho el loco, le hubiese chocado los cinco y habría fingido no saber nada de ninguna moneda, pero no me apetecía, me daba pereza solo de pensar en toda aquella coreografía. A la vuelta, parecíamos el único coche en la carretera, ya estaba atardeciendo y el cielo era de un color azul grisáceo que se rompía con el intenso naranja de un sol que se escondía cada vez más, dejándose vencer por la noche. De pronto, en aquella carretera desde la que no se podían ver más que árboles, cruzó un ciervo con ojos verdes que parecía correr sin pisar el suelo. El ciervo saltó nuestro coche y desapareció al otro lado entre los árboles. Papá y mamá me preguntaron si lo había visto y regresamos a casa. LA PRIMERA PALABRA Esa mañana aquel sapiens que vagaba por el llano no se preocupó, como las demás, por ir a beber agua del río, ni si este bajaba cargado de provisiones, como de ordinario, no se arrojó sobre el cuerpo de sus congéneres, no bramó desde la oquedad donde pasaba sus noches al sentir su pecho afligido, no arrancó hierbas para engullirlas... El hombre que inventó la primera palabra observó a la mujer, camuflado tras unos arbustos, atisbando su silueta recortada por la luz emergente de la aurora, corrió tras ella entre los afilados cuchillos del sol que despuntaba y en su camino, entre flores de colores inusitados, obnubilado, la contempló, descuidada, barzoneando entre las sombras del amplio semicírculo del mediodía. Unas noches atrás, al amparo de algún sicómoro se le escuchó balbucir un sonido extraño —no un chirrido ni un berrido— una articulación que se afilaba conforme contraía la boca alzando la cabeza hacia las ramas, como queriendo percibir el claro influjo de la luna. Durante algún tiempo, solo se la pronunciaba a sí mismo, receloso de su invención, donde escondido, abría el cofre de su caudal, dando rienda suelta a un silabeo extraño, forzando sus cuerdas vocales, su lengua y sus labios, y como tirando de un invisible torcal, arrancarse de dentro aquel estímulo sonoro, respirando entrecortado, hechizado por su alcance. Dejaron de importarle, entonces, aquellos desvelos de antaño que marcaban el rumbo de sus días como ser la avanzadilla cuando migraban en las épocas secas, golpear más fuerte que los demás, llegar el primero al risco; se le antojaban ahora un estruendo: el aullido de una fiera, el bramido del jefe o el quejido de una liebre recién cazada. Solo vivía para aquella voz que le palpitaba, a la que al principio no prestó atención, pero que volvía pertinaz, absorbente, aleteando sobre su cabeza, como el canto de un pájaro: redondo, perfecto, exacto. La escuchó por primera vez en sueños, de boca de una mujer esquiva, cuando corría tras ella entre brotes de avena loca, descubierta de pieles, voluptuosa, juguetona, velada apenas por las matas de gramíneas, y se la susurró al oído, enredados, en pleno éxtasis de placer. Así despertó del mundo de los sueños, corrido de gozo, enajenado por lo ocurrido, con un mensaje inédito. Atrapado desde entonces por aquellos dos fonemas armoniosos, intentó muchas noches retornar al sueño donde todo empezó, pero fue imposible, ese mundo es caprichoso, por su voluntariedad no pudo volver a ver a la mujer que le transmitió el mensaje ni a tocar sus pechos placenteros, su piel ebúrnea, comprendiendo que su función fue engendrar la palabra de la que era ahora portador, y que acarrea como si de un hijo se tratase, a la que se dedica a todas las horas, posada sobre él, como las moscas, como el viento, como la fina lluvia. En el grupo lo escuchan pronunciar aquella articulación sonora, sin que sepan muy bien a qué se refiere, mientras señala al sol, al arcoíris, a la mujer, al fuego, a las nubes. Él tampoco sabe que pretende solo que esa palabra lo es todo: la teme, lo sobrecoge, le augura un temblor de tierra cuando se le aparece, como el que vio siendo niño y abrirse la tierra en dos y a la gente correr desalentada y fuego en los árboles y animales huyendo y ráfagas de viento y ramas sueltas; sabe que es más fuerte aun que todo aquello, se estremece, se le eriza la piel al barruntarla. Se le aparece en cualquier momento, cuando va de caza con los demás, cuando afila un palo contra un canto, cuando olfatea el olor intenso de la sangre, usurpado por ese sonido que lo llama desde el abismo, que lo paraliza y enloquece. Los otros, asombrados, lo empiezan a otear como a un extraño, ya no lo conocen y se miran entre sí cuando lo observan. Una mañana se acerca a la mujer de la que espera un hijo y se la pronuncia muy despacio arqueando los labios, marcándola bien entre los dientes, dejando salir ese soplo de aire que encierra una vida. Ella se asusta, pues no viene empujado solo por el olfato y el sexo como hasta ahora, y lo aleja de sí, ceñuda, con la cara informe por la avanzada gravidez. La mujer le grita, le entorna los ojos y le frunce los labios, receloso no del hombre, sino de su nuevo artefacto, la palabra, esa perversidad del mundo onírico que desconoce.
EL HOLANDÉS He despreciado a mis padres desde que tengo uso de razón. Los poros abiertos de la piel de mi madre, los anillos ahorcándole los dedos asalchichados y esa voz vulgar y chirriante que me agujerea el tímpano desde la cuna. Por mi padre no puedo decir que tenga sentimientos más elevados. Chorros de testosterona fluyendo, las collejas a destiempo y el afán por provocar temor, como si necesitara un andamio de sumisión apuntalándole para mantenerse en pie. Por mis compañeros de barrio sí siento algo parecido a la camaradería, compasión incluso, pero no cariño. Conocía sus códigos, sabía fingir y amoldarme a sus escupitajos y correrías. Carne de cañón para cantera de narcos, con primera parada en el tabaco y continuación lógica al hachís. Nadie allí se planteaba otra cosa. Con doce años ya te dabas cuenta de que allí nadie madrugaba, de que los padres a veces desaparecían meses o años y de que a las fuerzas de seguridad, polis o verdes, se les recibía al grito de “¡Ratas, fuera!” entre botellazos y pedradas, con un virulencia que les hacía recular sin más incidentes. Nunca fui buen estudiante, pero no se me daba mal. Nos obligaban a leer cosas que no entendíamos, pero poco a poco fui aficionándome a entender que había otros mundos que no estaban hechos de playeras Versace, móviles de última generación o Rolex. No tardé mucho en darme cuenta de que mi padre era el cabecilla de los Castaña: visitas a destiempo, cochazo y la Play Station antes que nadie de mi clase. Y yo, claro, era conocido por todos como Castañita. Tenían mis padres un pequeño comercio que regentaba mi madre: no había que ser un lumbreras para saber que una tienda de botones e hilos no daba para un Audi Q7 y la colección de Louis Vuitton que mi madre exhibía en cuanto tenía oportunidad. La primera vez que lo vi fue en la trastienda de mi madre. No se parecía a nadie que hubiera visto en el Saladillo. Ni tatuajes, ni ceja cortada, ni Gucci a la cintura. Tenía una manera de andar magnética, levantando mucho los talones: parecía que flotara y movía las manos como si dirigiera una orquesta. De vez en cuando se acariciaba la ceja derecha con el índice. Llevaba traje sin corbata y una joya en los puños de la camisa, en lugar de botones, que yo nunca había visto. Hablaba español sin tener que detenerse a buscar las palabras, pero con un deje de fuera. Allí, sentado en un taburete, con las piernas cruzadas como una mujer, me pareció un príncipe que irradiaba indiferencia ante los pequeños anhelos de nosotros, vulgares plebeyos. Pidió un té para beber, que mi madre tuvo que ir a comprar al colmado de la esquina. Allí nadie había bebido nunca té. Sujetaba el vaso con las puntas de los dedos para no quemarse. Mi padre jamás disimuló delante de mí: —Que se vaya enterando —decía. Mi madre: —Vale para estudiar. —Y qué, el dinero no está en los libros— zanjaba él. Su fama le precedía, las iniciales desconfianzas hacia aquel personaje que nadie conocía se desvanecieron cuando presentó sus credenciales: el mayor desembarco de cocaína en Galicia, sin más incidentes que un par de fardos perdidos y el anillo del Ruso en el anular derecho: la carta de presentación que abría todas las puertas. Los chavales del barrio decían que solo 5 personas tenían ese anillo, pero aquel entorno era caldo de cultivo para la rumorología. Me senté detrás del mostrador, pero pude comprender la conversación sin dificultad. Las andanzas de mi padre no me interesaban lo más mínimo pero no quería perder nada de lo que dijera el holandés. —A las ratas te las saco por un máximo de seis horas. —Pronunciaba la erre con mucho cuidado, como esmerándose. —¿Garantizado? —Garantizado. El tiempo suficiente para cargar la gomita al otro lado, cruzar, alijar y llevar a la guardería. O fondear para los buzos. No me encargo del petaqueo ni de los volaores, pero los aguadores, todos míos. —¿Las del otro lado también? —Por supuesto. Tus chicos pueden actuar con absoluta normalidad que no van a ver ni una cucaracha allí ni una cangrejera aquí. —Qué pasa con las gaviotas. —También cosa mía. Cielo despejado durante seis horas. —Cómo se te abona. —Cincuenta por ciento en cripto antes, cincuenta por ciento en efectivo, después. Tienes quince días para organizarlo todo y necesito que me avises con cinco días mínimo de antelación. —¿Ni una rata? —Ni una rata, en cinco a la redonda. Pero necesito ruta y no respondo si se hacen desviaciones. Insisto: garantizo costa despejada en una ruta con una desviación de máximo cinco kilómetros. Se dieron la mano. Estaba acostumbrado a esa jerga que se reinventaba cada pocas semanas. El holandés la manejaba con una soltura inaudita para alguien que no era de allí. Por primera vez detecté que mi padre estaba cohibido, pero lo disimulaba haciendo muecas con la boca, pasándose la lengua por los dientes, en un gesto que él consideraba el colmo de la machirulería y rascándose los testículos. El holandés permanecía impasible y sorbía el té despacio. Nadie sabía y él no lo dijo, donde se alojaría esos quince días. Cuando se fue, inclinó la cabeza para saludarme y me pareció ver un destello de sonrisa que me hizo sentir que un cubito de hielo me recorría la columna vertebral hasta explotar en el cuello. Se fijó en el libro que tenía entre las manos y pude ver que leía el título. Me pareció ver un gesto de aprobación, pero tal vez era mi mente buscando su beneplácito. —Valiente estirado —dijo mi padre cuando se había marchado. Tuve ganas de acuchillarlo. No supe nada del holandés hasta Viernes Santo. En un intento desesperado por huir de tanta mugre y para vencer las náuseas que me provocaba el entorno en el que me había tocado crecer me había hecho costalero de una hermandad del pueblo. No tenía más sentimientos religiosos que el ansia por intentar creer que la vida no podía limitarse a huir de los picoletos, ver porno en pandilla y soñar con que los mayores nos dejaran ser lancheros para vivir la adrenalina de la persecución. La recogida del paso fue a las once y nos fuimos a tomar un vino donde el Landi. Salí a fumar y allí estaba, sentado con las rodillas juntas, el mentón apoyado en su mano derecha. Miraba el móvil y tomaba un vino. No me atreví a saludarlo, pero me aseguré de ponerme bien a tiro para que me viera. No tardó: —Chico, tú eres el hijo del Castaña, ¿verdad? Apenas pude balbucear un sí. Sentí el rubor subir a borbotones, como en latidos. —Siéntate conmigo, que estoy aburrido y no entiendo nada de esta tradición y eso que mi padre era malagueño. Después de un par de vinos pude descargar los hombros agarrotados por el peso del paso. Estuvimos charlando horas: de libros, de países, de películas. Sus ojos azules brillaban y tenía las pestañas largas y onduladas. No era risueño, pero cada vez que una sonrisa asomaba a sus labios parecía que salía el sol. Me sentí avergonzado en mis intentos de provocar esa sonrisa. No mencionó a mi padre ni sus tejemanejes, cosa que me alivió. —¿Te gusta leer? ¿Qué lees? —No mucho, lo que hay en la biblioteca. Libros de aventuras y lo que caiga en mis manos. No hay muchas librerías por aquí. —Existe Amazon. —Pero no se puede pagar en efectivo. Y yo solo manejo cash. —Tengo muchos libros. Te presto, si quieres. —¿Pero los tienes aquí? —Hombre, no todos, claro, pero siempre viajo con algunos de ellos. ¿Quieres verlos? Eran casi las 5:00 am pero en mi casa nadie me había puesto hora de llegada nunca. Alternar espabila, decía siempre mi padre. Sentí como algo se desplegaba en mi tripa, como un pájaro dormido que quisiera revolotear. ¿Qué había de raro? Pues un socio de mi padre, como otros tantos, que quería enseñarme algo. Esta vez libros en vez de relojes o pistolas. Todo bien. Todo bajo control. Todo muy normal. Traté de apaciguarme poniendo una voz grave, de adulto de vuelta de todo: —¿Dónde está tu hotel? ¿O dónde paras? —Te lo enseño, cerca de Bolonia, no tardamos ni una hora. Una sensación vaga de inquietud bailaba en mi estómago. Estaba cansado de cargar el paso y había bebido mucho vino, pero no quise parecer un crío asustadizo. —Vamos en mi coche—. No tenía ni permiso ni edad para conducirlo, pero allí todos llevábamos nuestro coche desde los quince. —Mejor en mi moto, que la necesito mañana. Caminamos en paralelo. La moto estaba aparcada al final de la playa de la Atunara. El peñón se recortaba en el cielo, pero en vez de encontrarlo majestuoso me pareció amenazante. Deseché el mal augurio de inmediato. Me monté como siempre me he montado en una moto con los chicos del barrio: las piernas muy abiertas, la espalda echada para atrás y las manos metidas en los bolsillos traseros del pantalón. El holandés me agarró las rodillas y las juntó a sus piernas. Agarró mis muñecas y puso mis manos alrededor de su cintura. —A ver si te me vas a caer, chaval. Sentí que los pies se me abrían como trampillas, como en un concurso de televisión que a mi madre le encantaba donde los concursantes caían al fallar las respuestas. Tardamos menos de cincuenta minutos y llegamos a una explanada escondida tras dos colinas que empezaban a clarear. El olor a hierba y mar me aturdían un poco, pero quise aparentar estar muy sobrio y muy desenvuelto. —Vaya choza. Una camper gigantesca estaba plantada en medio. Tenía una parte abierta con una extensión, y ahí había un par de sillas y una mesa. A unos cuatrocientos metros una caravana más pequeña hizo un par de señales de luz. —No te preocupes, son mis vigilantes. Siempre viajo en mi camper. Me da más libertad y me permite llevar mi moto a todas partes para moverme más fácil. Entramos. Nunca había visto nada así. El espacio era grande y pequeño a la vez y el techo también estaba extendido. Entraba ya algo de claridad por las ventanas. Uno de los lados estaba forrado de libros. —Muchos están en inglés, pero tengo bastantes traducidos al español. Coge lo que quieras. Volví a sentir dolor en el hombro izquierdo y me lo pincé con la mano derecha. —¿Te duele? ¿Pesan mucho las tablas esas que lleváis? Si quieres te doy un masaje —dijo él—. Sentí un temblor en los muslos. —Tranquilo, chaval. Mi madre me enseñó. La mejor fisio de toda Holanda. Me vi descamisado y tumbado boca abajo encima del edredón blanco de la cama. Era tan blanco que tuve miedo de mancharlo solo con el contacto de mi ropa. Lo cierto es que sabía dónde clavar los pulgares en unos puntos gatillo que me despertaban un dolor agudo pero también liberador. Al cabo de unos veinte minutos dijo que le dolía la mano y se levantó. Me tiró la camisa: —Toma, no te quedes frío. Titubeé un poco. No sabía muy bien que se esperaba de mí. Me abroché la camisa despacio, alargando el tiempo. Sentía un remolino por debajo del ombligo que bien podía ser nerviosismo. Pero también podía ser otra cosa. No quise indagar. —Uno de mis acompañantes te llevará a casa. No quería marcharme, pero asentí serio. —Gracias por los libros— murmuré. Al día siguiente amanecí en mi cama, somnoliento y desorientado. Esa desorientación resacosa que a esa edad se pasa con tres cafés. Esta vez la perplejidad decidió no abandonarme en los diez días que no tuve noticias. Diez días de ajetreo doméstico, visitas a deshoras, multitud de llamadas y mensajes al móvil de mi padre. Sabía que se avecinaba el día D porque conocía ese estado de excitación permanente que atrapaba a mi padre cuando se acercaba un golpe grande. Y la discreción no era su punto fuerte. Fui todos los días al bar del Landi, a la playa del Atunero. Nada. Miraba el móvil obsesivamente. Perdí dos kilos y me leí los dos libros que me había prestado, dos veces en bucle. El día D me alejé de mi casa porque la agitación de mi padre había llegado a unos estados insufribles. Por los fragmentos de las conversaciones que había escuchado esos días en principio todo iba según lo planeado. Volví antes de la media noche y enseguida me quedé dormido. Los gritos de júbilo de mi padre y sus compinches me despertaron a las tres de la madrugada. El mayor alijo de hachís en una sola noche. Diez lanchas en paralelo y en menos de 4 horas todo estaba repartido y guardado. —Bueno, pues ya está todo atado. —En fin, falta pagar al holandés. —Habrá que verlo, compare. —Como que habrá que verlo, pisha. Que a las ratas ni la hemos olido. —Sí, pero ya me contarás tú el riesgo que ha corrido él, ese sí que no ha olido la mierda. —Castaña, Castaña... No te la juegues. Que viene de parte del Ruso. —Yo solo digo que ciento cincuenta mil es un poco excesivo para un lila que no se juega nada. Me volví a quedar dormido. Tres horas más tarde me despertó la notificación de un mensaje. Era él. El corazón se me disparó como la bola de un pinball rebotando en todas las direcciones. Un escueto: ¿Te vienes conmigo? Agarré una mochila y metí tres o cuatro cosas. No tenía ni idea del alcance de ese mensaje. ¿A desayunar? ¿A echar el día? ¿De viaje? ¿Para siempre? Salí por la puerta de la cocina y salté la valla del patio trasero. Allí estaba con su moto. Tapaba el sol con su cuerpo, lo que le hacía tener una especie de aura dorada. No le pude ver la cara por el casco. No pregunté nada y me monté. Apreté las rodillas contra su cuerpo y metí las manos en su chaqueta. Llegamos a la camper en veinte minutos. Metió la moto dentro y se sentó en el asiento del conductor. Arrancó. Yo no me atrevía a decir nada pero mi cuerpo entero se estremecía cada vez que me miraba. Condujo durante horas. En Despeñaperros paramos en un bar de carretera y ahí me di cuenta de que el chico que me había llevado el otro día iba escoltándonos detrás. Vi en el móvil cinco mensajes de mi padre. Me dio pereza mirarlos. Él miraba compulsivamente el móvil y los escoltas salían a cada rato a hablar por teléfono. Puse el móvil en silencio. No quería que nada ni nadie rompiera la magia de la burbuja en la que me había instalado. No me atrevía a hablar ni a preguntar, no fuera a estallar. Volvimos a la carretera. En silencio. Era un silencio que más que ausencia de ruido consistía en presencia de la nada. Una nada que no auguraba nada bueno. Le pregunté que a dónde íbamos. —Trata de dormir, chaval. Aún falta. Cuando me desperté, estaba maniobrando para esconder la camper entre unos árboles. No reconocí el lugar. Era sombrío y hacía frío. El aire se sentía diferente, más seco. Salimos de la camper. Me encendí un cigarro y me encogí un poco. Al cabo de unos minutos oí el motor de un coche que enseguida reconocí. Era el Toyota de Hassan, el chico para todo de mi padre. Miré al holandés suplicando una explicación. Me latían las sienes y me fallaban las piernas. Hassan abrió el maletero del coche y sacó una bolsa de deporte: —Ahí lo tienes, en billetes de cincuenta. Cuéntalo. No te muevas. Que el chico se acerque solo. Me miró y apoyó la mano en mi hombro: —Entiéndelo chaval, no tienes ni diecisiete. Se me puede caer el pelo. Me empezó a temblar el labio inferior. No acerté a decir nada de lo que se agolpaba en mi mente. —Tengo tus libros. —Cuando cumplas dieciocho, me buscas y me los devuelves. Al entrar en el coche, mi padre hizo algo que se pareció a un abrazo. —Joder, qué susto, Castañita. ¿Te ha hecho algo?
AUTOBIOGRAFÍA DE ENRIQUE VILA-MATAS Enrique Vila-Matas es y no es un hombre, del mismo modo que es y no es un personaje. O las dos cosas. O ninguna. Antes de conocerlo personalmente, yo ya lo había visto convertirse en humo, en mitad de una fiesta. Aparecer y desaparecer junto a la barra del bar de los hoteles en los que me alojaba, vestido solo con unas bermudas de flores y dándole sorbitos a uno de esos cócteles de pajita y sombrilla, con el borde de la copa cubierto de azúcar de colores. Cuando Luis Antonio de Villena me lo presentó, una noche, después de que ambos (Luis Antonio y yo, quiero decir) sacáramos los pies de la piscina (él algo más que los pies, para ser exactos) en la entrega de un premio literario solo alcancé a decir un sencillo encantado de conocerle. Debí de parecerle aburridísimo. Él, por el contrario, me estrechó la mano fuertemente mientras afirmaba, una y otra vez, ser el último de los escritores españoles vivos de la Funesta Orden de los Seguidores de Apollinaire, la FOSA. De eso hace ya casi diez años. Desde entonces, hemos perfeccionado nuestra amistad (así es como él lo dice) y me he dedicado en cuerpo y alma al estudio de su obra, su vida y su figura. He hablado con él y con Paula, con sus amigos y con sus colegas escritores. Con muchos de sus editores, a lo largo del tiempo. Con cientos de sus lectores, por supuesto. En España y en Francia. En Italia y en Inglaterra. En Estados Unidos. Pero ha sido justo ahora, coincidiendo con un pequeño trabajo de investigación iniciado durante la pandemia, cuando he tenido acceso por primera vez (por motivos que ahora no vienen al caso) al manuscrito de su autobiografía, todavía inédita. Y es para mí una gran alegría, como no puede ser de otra manera, compartir con vosotros su primer capítulo, con el permiso de Enrique. Durante un tiempo creí en Dios. Ese es el inicio memorable de la autobiografía de Enrique Vila-Matas. Hace ya tiempo que nosotros creemos en él. Natxo Vidal Guardiola CAPÍTULO 1: LA ADOLESCENCIA Y DIOS Durante un tiempo creí en Dios. Había leído una frase, probablemente en alguno de los libros que los jesuitas de la familia se iban dejando por mi casa, entre bocado y bocado a la merienda (puede que no fuese en un libro sino en una cuartilla, o en uno de esos boletines religiosos con los que las distintas órdenes se llaman a filas, manteniendo la integridad de la tropa, o, quién sabe, en uno de aquellos almanaques ilustrados que mi madre coleccionaba, repartidos por toda la casa), que decía: confía en Dios como si todo dependiera de él pero trabaja como si todo dependiera de ti. Y la hice mía. Así que yo oraba, confiadamente, como si todo dependiera de Dios. Pero trabajaba duro, como si todo dependiera de mí. Tenía 13 años. Me levantaba siempre puntual, para ir al colegio (luego hablaremos del colegio). Desayunaba sin protestar y me aplicaba a las tareas de la escuela aplicadamente, como el hombre que, apenas sin descanso, aventa el trigo en mitad de la era, separando el grano de la paja. Luego volvía a casa, caminando por las calles de mi barrio, en Barcelona, una ciudad que, al mismo tiempo, es y no es la ciudad que era (algo que también le ocurre a París, aunque un poco menos). Ya entonces, no percibía yo las cosas como los demás. Por ejemplo: mis amigos tenían claro (yo también lo había estudiado en clase) que las raíces de los árboles se hallan bajo tierra. Que son ellas las que impiden que se caigan y que es a través de las mismas como los árboles se alimentan. Todas las cosas, en fin, que cualquier persona sabe de los árboles y de sus raíces. Yo, sin embargo, veía con claridad que los pájaros eran las verdaderas raíces de los árboles. Unas raíces que, al contrario que las otras, hacían que los árboles permanecieran unidos al cielo y no a la tierra. Ya casi no me acordaba, pero hace poco leí ese verso en un poema, sesenta años después: los pájaros son las raíces de los árboles. Así que no andaba yo tan desencaminado, entonces. Además, tenía un tío que se comía los saltamontes, durante las cenas de verano. Recuerdo perfectamente ir a buscarlos, de noche, cerca de las farolas. Cogerlos y volver corriendo a la mesa, bajo el porche, para dárselos y ver cómo se los comía. Creía en Dios, he dicho. Confiaba en él. Así que escribí una novela, para que lo supiera. La titulé La llamada de Dios, porque por entonces (lo he dicho en algún documental, en algunos papeles) estaba yo influenciado por José María Gironella y sus cipreses creyentes. En cualquier caso, La llamada de Dios no fue mi primera novela. Un poco antes, a los doces años, había escrito Sus dos tíos, una novela policíaca al estilo de El halcón maltés, con buenos y malos, guapas y feos, viajes y misterios. Los jesuitas de la familia, a los que ya he nombrado (los recuerdo, en efecto, llenando la casa de mollas, entre bocado y bocado a la merienda, mojando los bollos en café con leche), hicieron llegar el manuscrito de La llamada de Dios a otro jesuita, profesor de literatura en el colegio de la orden de la calle Caspe. Aquel jesuita, al que llamaremos J. de N., militante del realismo (cosa rara para un señor que debía de creer en la resurrección, la existencia del cielo y del infierno y la transmutación del vino y el pan en la sangre y el cuerpo de Jesucristo nuestro Señor), condenó la novela por ser, a su parecer, poco realista. Lo escribió todo en una crítica que todavía conservo y que comienza así: La llamada de Dios es una obra de un adolescente de 13 años. No puede perderse de vista. Esto, además, es el punto de mira necesario para formular un juicio sobre ella. Contemplándole, pues, desde los trece años de Enrique Vila Matas, “La llamada de Dios” es un esbozo de novela que supera las cualidades medias de un muchacho de su edad. No hay que pensar tampoco en genialidades. Pienso, más bien, que se debe a un adelanto de mentalidad y vivencia, unido a claridad de inteligencia, talento asimilador y un afán literario notable. Se sale, por tanto, de lo ordinario sin que por eso se perciba en ella ningún rasgo del tipo que ha dado en llamarse niño prodigio. Y luego sigue. Imaginaos el efecto de esta crítica en mí. No entendí nada. Más allá del uso de las comas, que ya por entonces me parecía inadecuado (y solo tenía yo trece años y ninguna carrera, a diferencia de aquel jesuita), y de alguna que otra expresión extrañamente formulada: “punto de mira”, “adelanto de mentalidad y vivencia”, “talento asimilador” o “ningún rasgo del tipo que ha dado en llamarse niño prodigio”, había una secuencia de palabras que me volvía loco. «La llamada de Dios es un esbozo de novela que supera las cualidades medias de un muchacho de su edad. [Pero] No hay que pensar tampoco en genialidades». Sí pero no. Mal pero bien. Todo tan propio de un cura. Más adelante, poseído totalmente por su tesis realista, ahora justificada, además, por impulso transformador, el jesuita decía: «Dado que el chico tiene ya capacidad, debería ser iniciado en la realidad social de nuestro mundo, realidad que desconoce...». Fue justo entonces, en ese momento, a los trece años y al llegar a ese párrafo cuando decidí (lo recuerdo perfectamente) que nunca sería un escritor realista. Los jesuitas de Caspe, situados entre Pau Claris i la calle del Bruc, muy cerca de la Plaza de Urquinaona y del Passeig de Gràcia, disponen de un edificio magnífico, levantado mucho antes de que yo naciera. Su historia es abrumadora y turbia (como casi todas las historias de Barcelona). Ha sido y ha dejado de ser, obedeciendo a los vaivenes del tiempo y de la historia, propiedad municipal o de la Compañía de Jesús. Y, aunque entre sus estudiantes puedan encontrarse elementos como Iñaki Urdangarín o Javier de la Rosa, en los jesuitas de Caspe estudiaron también, por ejemplo, Francesc Vendrell o Josep Maria de Segarra. En su capilla se encuentra el que probablemente sea el órgano romántico más antiguo de toda Cataluña y, sobre todo, la espada de San Ignacio de Loyola, aquel muchacho guipuzcoano que conoció a Dios mientras se recuperaba de una herida de guerra, a la que había ido con la intención de matar soldados enemigos. Como curiosidad, vale la pena decir que la junta que se constituyó para decidir el formato de la urna en la que habría de depositarse la espada (lleva ahí desde 1907) estuvo presidida por Antonio Gaudí. De modo que podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que, al menos, menos dejó una cosa terminada. Igualmente, los valores con los que los jesuitas de Caspe encaran su tarea educadora fueron y continúan siendo muy elevados. Al entrar en su página web, hoy en día, podemos leer: «El objetivo de la educación jesuita es formar personas integrales para una sociedad diferente» (afirmación que no se llega a entender del todo) o «La red de escuelas de Jesuitas Educación tenemos el compromiso de una profunda transformación de la educación» (frase a la que, sin duda, le faltan algunas preposiciones) o «Juntos trabajamos para formar personas integrales preparadas para una sociedad cambiante» (enunciado formulado con un estilo todavía más críptico). Parece que, definitivamente, han sido ellos los que se han acabado distanciando de la realidad de nuestro lenguaje y, por tanto, del espíritu realista del padre J. de N., crítico feroz de mi desapego de la realidad de este mundo. A pesar de toda esa elevación ideológica, de la espada de San Ignacio de Loyola, conservada en su iglesia, dentro de una urna diseñada por una comisión presidida por Antonio Guadí, de su larga lista de exalumnos ilustres, de su órgano romántico, de su historia de siglos (los jesuitas de Caspe son herederos, más allá de su actividad actual, de una aventura educativa iniciada en el siglo dieciséis), su himno es increíblemente pueril y ñoño. Parece escrito (puede que lo esté, no lo sé) por un niño de diez años, todavía conmocionado por la victoria de su equipo de fútbol (muy probablemente el Barcelona FC), por su primer beso o por la recientísima visita de los reyes magos. Dice así: Al bell mig de Barcelona hi ha una escola que és molt gran, una escola coneguda on molt bé t´hi trobaràs. Situada a l’eixample 25 del carrer Casp, 25 del carrer Casp. Col•legi Casp, quin goig que fas!! Col•legi Casp, una escola de veritat!! Col•legi Casp, sempre edavant!! Col•legi Casp, gran camí que t’ha fet gran!! Durante un tiempo creí en Dios. En su capacidad de obrar milagros, de transformar la realidad. En la posibilidad de sentirnos llamados a buscar y encontrar un mundo nuevo y diferente y mejor, a pesar de las palabras de J. de N., aquel jesuita fanático de lo real. Leí una frase en un libro, o en una cuartilla, o en algún almanaque: «Confía en Dios como si todo dependiera de él, pero trabaja como si todo dependiera de ti». Ahora tengo más de setenta años. Mi fe, como todo en la vida (igual que los jesuitas de Caspe, en los que yo también estudié, sometidos a los vaivenes del tiempo y de la historia), ha ido cambiando. Sin embargo, hace poco, paseando por Barcelona, leí una frase parecida a aquella, pero formulada en un tono definitivamente diferente, puede que más moderno. En Baldomer Girona, una calle perdida del extrarradio barcelonés, una calle a la que ni sé cómo fui capaz de llegar, tras una cuesta empinadísima, más allá de la Ronda de Dalt y del Hospital Universitario Vall d’Hebron, desde la que puede verse, tras los árboles y a lo lejos, el Tibidabo, encontré una frase escrita en la pared. Con una caligrafía indudablemente de mujer y en color rojo, estaba escrito “Dios te quiere, pero no te flipes”. Y sentí que se cerraba un círculo.
RETORNAR El mando del televisor se desliza entre los dedos de mis manos que sin control juguetean con él, pasando de un canal a otro, sin más objetivo que el de la propia supervivencia. Mantengo la mirada fija en la pantalla, contemplo imágenes que, vacías de contenido, se suceden en serie ante mis ojos enrojecidos por el cansancio. Mientras, en mi cerebro, desenhebrado, retumban como un eco machacón las noticias sobre el covid. El bicho, así llamado por buena parte de ciudadanos, nos tiene confinados, enclaustrados en casa, sin otra expectativa que la de dejar pasar las horas ante la caja mecánica, al tiempo que algunos, como yo, vemos acaecer con amargura la lenta extinción de nuestros negocios, de nuestro pan de cada día. —No te duermas —me amonesta María, levantando la voz llena de júbilo—. Escucha lo que acaban de anunciar en Antena 3. A partir de pasado mañana, podremos abrir de nuevo el bar. ¡Llamaré a los muchachos para que se preparen! —¡No seas inocente, cariño! ¡El bar de mi amigo Juan dio en quiebra durante la última oleada! ¿Por qué habría de irnos mejor a nosotros? Desempolvaremos la llave, la giraremos y esperaremos a que el local se llene. ¿Eso es lo que esperas? —respondo en tono irónico y con cierta brusquedad. Ya no albergo esperanza alguna de recuperar nuestra fuente de ingresos, por ello me exaspera esa eterna candidez con la que mi esposa se aferra a un futuro incierto, en cuya negrura naufragan mis pensamientos. Son casi setenta años los que cargo en la mochila. ¿Quién habría de interesarse por un hombre que, de no lograrse la revivificación de aquello que le proporciona el sustento, de aquello que lo eleva y dignifica en su condición humana, sucumbe inexorablemente ante una vejez desvalida? Me acomodo de nuevo en el sillón, mientras la silueta de María se diluye entre los párpados perezosos de mis ojos que vuelven a caer lentamente. Al menos, todavía cuento con un día, veinticuatro largas horas y sus correspondientes minutos. Debo prepararme para arrostrar la catástrofe, escapar de casa, huir de la monotonía del zapeo televisivo que como un cepo vil aprisiona con sus puntas de hierro la base de mi cerebro, aniquilando toda pobre idea que pudiera surgir de él. A día de hoy se ha levantado el confinamiento. Con emoción, casi con lágrimas en los ojos, traspaso el umbral de la puerta que da acceso a nuestra casa. Una maravillosa sensación de libertad invade hasta el rincón más escondido de mi alma. Ahora, de nuevo me es lícito hinchar los pulmones con aire puro sin que en el intento estallen, a no ser de alegría; ahora, una vez más, las palmas de mis manos se extienden sensuales para acomodarse al vacío que ocupan los gases del aire y acariciarlos. Por fin, doy el paso, me ajusto la mascarilla y me pierdo en esa libertad que añoraba desde solo Dios sabe cuánto. Las viejas calles de este pueblo mío, mudas testigos de un pasado rico y floreciente, me invitan con el silencio impertérrito de sus gargantas de piedra a seguirlas, a descubrir quizás en el lecho duro de su vientre respuestas que calmasen mi sed, que restituyesen el rumbo a una vida que muere en la monotonía y en el desaliento. Piso con vehemencia, una vehemencia cercana a ese fervor que el enamorado siente cuando solapadamente roza la mano de la amada, el firme de unas callejas que en otro tiempo fueron escenario de mis juegos infantiles, de mis pequeños deslices amorosos, cuando la oscuridad me servía de cómplice, y me dejo arrastrar por la voz profunda de su llamada. He llegado a la plaza del Mercat. Antes de continuar hasta les Arcadetes de Alboi quiero admirar una vez más desde el Bellveret, allí donde la subida al Castell comienza a empinarse, la silueta de Xàtiva, los tejados multiformes de sus casas, los palacetes, las iglesias de esta ciudad que fue romana, pero también musulmana y cristiana; respirar aquí, en lo alto, ese perfume tan propio suyo, a pebrella y a romero, a salvia y a tomillo, volver a sentir de nuevo esas pequeñas cosas que no hace tanto me parecían insignificantes, en las que casi no había reparado, simplemente porque formaban parte de la asiduidad del día a día, y me había acostumbrado a su presencia. La plaza del Mercat está hoy, ya de buena mañana, abarrotada de vecinos que no de otra forma que yo han salido de sus jaulas, esculpidas en oro o en latón, ¿a quién importa de qué sean? Los empuja el deseo de ver el cielo azul, el ansia por descubrir tras esas mascarillas frías e impersonales la estima de los amigos, de los otros moradores del pueblo que una vez más acuden a ese lugar querido y frecuentado por todos. Me detengo unos instantes al pie de la vereda que conduce al mirador para contemplar el escarpe de su ascenso, «demasiado empinado para un hombre que casi traspasa la barrera de los setenta», pero hoy no me siento viejo, y mis pies caminan resueltos y soportan el peso que se les ha encomendado como carga ligera y liviana. Instintivamente, vuelvo la mirada hacia atrás. Todavía parece resonar en mis oídos la voz chillona de mi tía Ambrosia llamándome a la cordura, cuando en la efervescencia de mi adolescencia salvaje subía esas mismas cuestas con la bicicleta cargada a las espaldas. Sin aliento me seguía la pobre hasta que la redondez de su cuerpo la vencía. Jadeante se paraba en seco y levantaba el brazo amenazante mientras yo, jubiloso, me alejaba de su vista. ¡Lo que son las contrariedades de la vida! ¡Si la tía Ambrosia levantara la cabeza! ¡Si pudiese apreciar la calva circunscrita por bucles canos y grises que me adorna la testa! ¡Si pudiese ver que ahora soy yo quien renquea, que soy yo ese a quien una araña sin sentimientos le ha tejido una tela de surcos profundos en la piel del rostro! Pero no es momento de detenerse en reflexiones amargas, que la barca de Caronte todavía no ha echado amarras en mi orilla. Mi pie izquierdo ya ha alcanzado el firme de la explanada, a corta distancia lo sigue el derecho. Alzo la barbilla al cielo mientras entorno los ojos e inhalo aire, aire hasta reventar. ¡Me había faltado tanto! Un momento de felicidad sublime que nadie, pero sí algo, un algo que me recome las entrañas, que me devuelve a esa incertidumbre cruel que no me abandona, es capaz de ensombrecer. Y de nuevo mi alma queda presa en la cárcel de la desesperanza y del desaliento. El sollozo de un muchacho, sentado junto al monumento dedicado a la pelota valenciana, atrae mi atención. Con las palmas de las manos esconde sus ojos enrojecidos por amargas lágrimas que le recorren el rostro hasta humedecer la parte superior de una camisola vieja y blanca, salpicada con sucios manchurrones, que medio le sobresale por encima de cortos vaqueros, dejando entrever sus rodillas ensangrentadas. Me acerco a él con tiento. ¡No quiero asustarlo! ¡Parece tan perdido! —¿Qué te ocurre, muchacho? ¿Te has caído al subir? Llevo una botella de agua. Te lavaré la rodilla para que no se infecte. ¡Verás como enseguida te sientes mejor! —No necesito su ayuda, señor. Y... Si se me infecta, pues mejor para mí. —Pero, ¿qué dices? Mira que no te entiendo. Un joven de tu edad que prefiere enfermar, y que no se deja ayudar. ¡No me irás a decir que eres un gallina, que por un poquito de sangre se te cae el mundo encima! —Ni mucho menos, señor. Créame, solo soy un pobre diablo, tal y como me llama mi madre, al que los chicos de mi edad detestan. Sí, me la tienen jurada. En la escuela, nadie quiere tenerme en sus equipos de trabajo, paso los recreos solo, apartado en una esquina. Hay días en los que, dando vueltas por el recinto del patio, me acerco a alguno de los corrillos que se forman para hablar con ellos. Al ver que todos se dispersan como si hubiera llegado la peste, entonces me percato de mi fracaso. No hay día que no llegue a casa con un arañazo. ¿Cómo piensa que me he hecho estas heridas en las rodillas? Usted lo ha dicho: me he caído, pero le aseguro que ha sido con ayuda. Zacarías, el grandullón de la clase, me ha esperado con su grupo a la salida y me han puesto la zancadilla. Yo he salido huyendo y me he refugiado aquí, como hago siempre cuando suceden estas cosas. Detengo la mirada en sus ensortijados cabellos oscuros, en sus grandes ojos castaños que ahora parecen implorar auxilio, y me recuerdo a mí a los catorce años. En mi escuela también había un “Zacarías” que intimaba a los menos fornidos como yo; al que nunca podía plantarle cara porque me faltaba descaro y labia para responder. Él y sus colegas de turno también se las buscaban para tomarme el pelo cuando podían. Hasta que conocí a Enriqueta. Se instaló en el pueblo con sus padres a finales de curso. No tenía amigos, así que no había nada que perder: me armé de valor y me acerqué a ella. Al poco, éramos inseparables en el patio. Y lo que más regocijaba mi ego era sentir esa envidia escondida en nuestro “Zacarías”. Porque, aunque Enriqueta no era especialmente guapa, era extremadamente resuelta y tenía respuesta para todo. ¡El pobre muchacho sonrojaba cuando ella le hablaba, incluso cuando ridiculizaba sus alardes de fortachón! Al año siguiente los padres de Enriqueta volvieron a mudarse, pero yo estaba curado: ¡ya no había “Zacarías” que me acoquinase! Mi relación con la clase había mejorado. Entonces comprendí la esencia de las relaciones humanas, la grandeza de contar con una amiga, el significado de confiar en uno mismo. De nuevo, fijo la mirada en el muchacho y me siento junto a él, dándole una cariñosa palmadita en la espalda. —¿Sabes, chico? Soy dueño de un barecito pequeño en la calle Farjas. Si te parece, te invito a que vengas a visitarnos. ¡Cuando a ti te vaya bien! A veces se juntan allí los hijos del camarero, que serán poco más o menos de tu edad. Nos alegrará mucho verte. Yo también tuve mis problemillas en la adolescencia, y te aseguro que todo pasa. ¡Anímate, te espero! Casi no puedo creer las palabras que yo mismo acabo de pronunciar. Por un momento, he dejado de sumergirme en lo que considero mi propia tragedia personal, he abandonado ese sentimiento de autocompasión que como un garrote vil amenaza mi existencia para socorrer al joven. Sin que sus labios hagan una sola mueca para responder a mi propuesta, se levanta y se despide, desapareciendo cuesta abajo. Le sigo con la mirada hasta que sin motivo aparente su imagen se desvanece. Me froto los ojos, «¿acaso estoy soñando? ¡Imposible, el muchacho era de carne y hueso, incluso lo he tocado...! ¡Lo he palpado con las manos!». Meditabundo, continúo el rumbo hacia les Arcadetes de Alboi. Soy persona que ama el sentido común, que odia cuando las cosas se salen de traste, y ahora parezco estar delirando. Pero, es que, además, en el jovencito había visto reflejada la historia y contratiempos de mi juventud. Tenía la impresión de que había mantenido una conversación con el mismísimo espíritu de mi adolescencia. Era como si hubiese confrontado de nuevo aquellas contrariedades, que entonces semejaban montañas insalvables, con la ayuda de la sabiduría de los años y de la experiencia. «En esta vida siempre hay soluciones para todo. Seguro que el muchacho también encontrará su camino» silabean mis labios finalmente mientras dejo atrás el pueblo y me dirijo hacia el canal del Bellus donde se emplaza el acueducto medieval. Siempre me ha cautivado pasear por sus alrededores, evocar su fastuoso pasado, experimentar como el aroma de su entorno embriaga mi olfato hasta tomar asiento en los pulmones. No diré que ese interés mío por la historia sea actual. Recuerdo que en el instituto se me daba bien la materia, y, si no hubiera sido por lo que fue, hubiera acabado estudiando la carrera. Pero, en fin, las cosas son como son, y no es momento ahora de lamentaciones, precisamente ahora que otras preocupaciones minan una capacidad de resistencia en mí que ya casi se disipa sin remedio. De repente, el vocerío procedente de una arboleda a pocos pasos de donde me encuentro hace que levante la vista. Un hombre joven, de unos treinta años, achanta verbalmente a otro que lo supera en edad. Tan acaloradamente lo increpa que no ha advertido mi presencia. —Vamos, enderézate, no te dejes apabullar por ese malnacido que te echó del trabajo. Desde que ocurrió hace dos meses, no has levantado cabeza. Te has ido hundiendo en un agujero negro del que no logras salir. ¡Mírate! Pareces un mendigo borracho. Tú, mi padre, que cuando era niño velaba mis deberes del colegio, que cuando estuve a punto de abandonar los estudios no medía el tiempo que pasaba junto a mí, y yo era consciente de tu cansancio, de los cercos morados e hinchados bajo tus ojos. Te recuerdo fuerte, haciéndole frente a la vida. No es la primera vez que pierdes un empleo. Sin embargo, ahora te refugias en tu propia desgracia: mamá murió, yo, vuestro único hijo, ya no estoy en casa, y para colmo te despide ese indeseable de tu jefe, a tu edad. Te has aislado. Has dejado de frecuentar a tus amigos y no dejas de beber. Créeme, no voy a tolerar que te conviertas en un pordiosero y, aunque también yo pierda mi trabajo, no me iré de aquí hasta que no reacciones. Haz memoria y no olvides tus buenos consejos: afronta los problemas con entereza, que siempre existe otro camino. Las reflexiones del muchacho hacen que incline la cabeza porque en ellas, en ellas soy capaz de reconocerme. Veo a ese hombre frustrado y desmoralizado en el que me estoy convirtiendo, a ese hombre que, acobardado por las vicisitudes sociales del momento, se cobija en su infortunio personal y en la rutina de un zapeo televisivo que lo tiene atrapado. ¡No hace ni un cuarto de hora, sin ningún derecho, he adoctrinado a un muchacho! ¿Quién lo diría? ¡Yo, un viejo que se consume en el mar de la incertidumbre y de la desesperación! «Pero aconsejar es una cosa y padecer la derrota otra», escucha una voz interior mi cerebro que se empeña en justificar esa actitud mía, ofuscándose en racionalizar una conducta cuyo desenlace solo puede terminar en desastre. Contemplo a padre y a hijo una vez más, recuerdo aquella victoria de la juventud cuando solo era un adolescente y me era lícito comprender el significado de la libertad de escoger, de la existencia de las encrucijadas, del camino alternativo, y me doy la vuelta, y lloro con rabia, una rabia que emana de la indignación y del enfado que siento por haber permitido que un pesimismo estéril, que una desesperanza sin parangón doblegasen mi voluntad. Imagino la paciencia inagotable de María, siempre dispuesta a infundir en mí ese aliento, esa ilusión que el avance de los años me hacía perder, y me sobreviene una nueva avalancha de lágrimas que nubla mi vista. Me gustaría poder seguir escuchándolos, pero la distancia entre ellos y yo aumenta, y la niebla se hace cada vez más densa. Un suave zarandeo de hombros me devuelve la conciencia. Es María. Mis ojos, todavía entrecerrados y húmedos descubren con regocijo la ternura de su mirada, el perfilado sensual de sus labios carnosos, que a pesar de la edad todavía encuentro atractivo, y le tiendo la mano, tan solo guiado por el deseo de buscar la suya y sentir entre las mías su mano de compañera. EL SURQUITO
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FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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