FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
MAL DE UNO Salustio Fortes tenía las manos como cepas de vid, pero eso era por todo lo que había trabajado de niño en los campos de su padre, y en el cebadero de cerdos. Después, cuando su padre murió prematuramente a causa de la mezcla de años de vino tinto con tabaco, el joven Salustio, que tenía buena cabeza para las cuentas de la abuela, se encargó de las tierras y de los cochinos él solo, con la ayuda de jornaleros, y gestionó con tino y hasta con fina hilazón mejorando los rendimientos de su antecesor (“antecessor”, hubo de haber quien lo llamase). Y trabajó como una bestia unos años más hasta hacer revalorizar lo heredado. Entonces, le llegó la oportunidad: le salió comprador, y vendió. Vaya si vendió: se aprovechó de una ley que impedía poner otro cebadero en varios kilómetros a la redonda de donde ya había uno, y colocó el suyo a precio de oro. Y en las parcelas expeditas donde su padre sembraba el cereal, él plantó hileras de olivitos, de esos picuales, que en pocos años están dando fruto; y tan atentamente los cuidó que crecieron lustrosos y recios; tan recios, o casi, como sus propias manos. Y los vendió también, muy bien vendidos, obteniendo de ellos un enjundioso beneficio. Poco después tuvo la suerte de que la parte de la finca con la peor tierra recabó el interés de esos tipos de las placas solares, que consideraban que ocupaban un lugar privilegiado para sus fines, así que hizo negocio con ellas: nada de alquilárselas ni de vendérselas a precio de saldo como hicieron, engañados, otros rústicos del lugar, sino que, tranquilo por su desahogada posición económica y conocedor de la irresistible preferencia por aquel apreciable trozo de terreno que los directivos de la gran compañía eléctrica sentían, se vio impelido a lanzarles un órdago, que los otros, aun a regañadientes, terminaron por aceptar. Así acomodado, enriquecido y liberado de su trabajo agrícola y ganadero, se vio Salustio Fortes en una posición que siempre había deseado: la de tener tiempo para él, y para dedicarse en cuerpo y alma a desarrollar el espíritu: el de las artes y el de las letras, pues ahí donde lo ven fue siempre Salustio un hombre sensible a ese tipo de enjundias, cosa que no le venía de familia pues por más que enredó en su árbol genealógico (ahora que tenía tiempo), ningún ancestro le salió, que se supiese, con pulsión parecida. Y eso que en su genealogía había alguna rama relativamente acomodada, y sabido es que de la tranquilidad económica brotan muchas veces las artes; y que en la suya, mismamente, se había manejado cierto capital, aunque, eso sí, siempre respaldado por el trabajo duro. En definitiva, Salustio había decidido explorar su veta creativa, y compró pinceles y lienzos y se puso a mirar por la ventana de su casa en el campo para tratar de robarles el alma a las higueras que había cerca del regato. Esa primera vez, sin embargo, sólo consiguió robarles la dignidad. Como después de varios meses llegó a usurparles hasta la razón de ser, decidió guardar los trastos en el desván, así como la enciclopedia de Grandes Maestros de la Pintura que se había comprado para que le sirviera de guía, para no topar su vista con ella por la casa cada dos por tres y recordar que, tal vez, los grandes maestros de la pintura y él eran especies diferentes. Después le tocó el turno a la poesía (¡pobre poesía, ese cajón de sastre!): escribió inspirado por los más exóticos motivos, sabedor de que los tiempos exigían de una poesía desacomplejada, arriesgada, de verso libre. Hasta el rabo en espiral de un cerdo, como metáfora de la vida, fue motivo de su atención. Pero sus composiciones resultaban mortecinas y empobrecedoras, torpes, manidas a la postre, y terminó dejándolo. Al menos, pensaba, contaba con cierto gusto estético, aunque sólo fuera como buen degustador de lo ajeno. Desposeído así de su prurito creativo en un tiempo razonable gracias a su capacidad crítica para consigo mismo, exento de cargas familiares dada su soltería, quedó el bueno de Salustio al albur del tiempo libre. Por ratos anduvo paseando por el pueblo, frecuentando las terrazas de los cafés aprovechando la primavera, pero pronto se cansó de lucir su tipología más bien grotesca que, al parecer, le impedía echarse novia; además, padecía una timidez proverbial con eso de las mujeres: de más joven, aun salió algo por ahí, con un par de amigotes del pueblo; tipos con desparpajo cuyas evoluciones con las jóvenes solía observar desde el margen. Una vez fue testigo de cómo uno de ellos se logró arrejuntar con una muchacha bastante agraciada de un pueblo vecino diciéndole cosas al oído después de haberla invitado a dos copas y bailado con ella. Una de las cosas que le musitó, llegó a escucharla: «eres más bonita que un remolque recién pintado». Y a fe que le dio resultado porque antes de que cerraran el disco-pub desapareció con ella y luego se supo que ayuntaron en el coche. Pero aquello era agua pasada, parte de su “aprendizaje vital”, que le enseñó a conocer los caminos que no debía transitar. Ahora, al poco de su fracaso con la pintura y con las letras, se planteó matricularse en alguna carrera, una de Letras, de esas llamadas de Humanidades, como si las demás, las ciencias naturales por ejemplo, fuesen cosas del y para el Espíritu Santo. Pero para ello debía aprobar un examen de acceso directo a la universidad, puesto que carecía de educación secundaria; llegó a echar un vistazo al temario de aquella especie de Selectividad para adultos, pero se arredró al comprobar la dosis de Matemáticas, de Física y química que contenía, materias que planteaban para él una suerte de hermetismo insondable. Además... ¿para qué tanto estudio regulado si no pensaba ejercer profesión que se le derivase?; prefería ser autodidacta, alimentar su alma con la poesía; tal vez hasta con la filosofía de los elegidos: llegó a pensar en dedicarse a ella, porque anidaba en su interior un no se qué que le hacía proclive a cierta angustia existencial, y no sabía si a través de esa disciplina podría drenar todo aquello, aunque su obra resultante sólo la llegasen a entender cuatro. Por cierto: cuatro entre los que él mismo seguramente no se encontraría, vista la nula conclusión que sacó de su intento de lectura de Kant, de la que no se enteró en lo absoluto. Eran palabras mayores, esos filósofos; al menos los buenos, los que tenían verdadera capacidad para cambiar el mundo. Él quería trascender, navegar por encima de la consciencia de los hombres, pero debió reconocer que la gran filosofía hablaba un idioma que a él le resultaba imposible descodificar. Olvidó pues, también, su impulso filosófico. Mientras dormía, una madrugada sintió cómo una de las esquinas de su colchón se hundía; se despertó de un salto y encendió la luz de la mesilla. Sumida la habitación en la iluminación turbia de la lamparita, vio a su madre sentada a los pies de su cama, que lo miraba fijamente. «¡No!»: esta fue la primera reacción de Salustio, aunque enseguida se recompuso: «¡Joder, mamá!, ¡qué susto!... por un momento olvidé que estabas viva todavía...». La madre de Salustio nunca fue un dechado de solidez mental; tal vez sí que estuvo bastante centrada los primeros años, cuando él era un bebé y luego durante sus primeros años de niñez, pero después cayó en esa ciclotimia tan suya que la hacía desvariar, y la muerte de su marido le asestó la estocada final, terminando por perder a la mujer en un mundo de brumas del que parecía encontrar a ratos la salida, pero sólo para darse media vuelta después y regresar, como si en el fondo allí se encontrase más cómoda. Antes, no obstante, de mudarse a su particular mundo de espectros donde a veces tenía largas conversaciones con su difunto marido sobre las cuestiones más peregrinas, la señora de Fortes le llegó a aconsejar a su único hijo alguna vez que se largase a la capital de provincia para huir del terruño, porque si no iba a acabar tan embrutecido como su padre. Se lo decía porque notaba en él cierta propensión a la curiosidad, cierto anclaje de su alma en las cuitas de los sapiens puros; cierta, eso, sensibilidad humanizadora. Pero también, porque sabía que sus hechuras de labriego, casi más acusadas que las de su padre y que, para más inri, debía su naturaleza hacer congeniar con su casi metro noventa, le conferían una apariencia de embrutecido gigantismo poco habitual en aquellos lares; y con ese aspecto y su espíritu callado la posibilidad de encontrar mujer en la comarca, a pesar de sus posibles, resultaba ciertamente remota. Al menos, pensaba la madre, una mujer digna de tal nombre. Las cosas habían cambiado mucho en los últimos tiempos, y ni en la ruralidad profunda las mujeres se conformaban con garantizarse el sustento. Pasaba el consejo de la todavía cabal señora, además, por que su hijo se plantease una emigración total: nada de ir a usurpar una mujer urbanita de su entorno natural, que eso, en estos tiempos, no era ya posible y, de serlo, no auguraría nada bueno, que sería señal de mala fe por parte de la agraciada; de obvias intrigas por parte de ella, que seguro terminaría por dejarlo en la estacada con una mano delante y otra detrás mientras se gastaba lo trasvasado con algún chulo de la ciudad. Tampoco es que albergase la madre alguna esperanza concreta en un eventual trasvase de la coyuntura de su único hijo a la ciudad, medio este que ni ella conocía demasiado, pero del que sabía que cierta apertura de miras lo caracterizaba. Imaginaba la ciudad como una especie de terrario donde habitaban, semihacinados, una amplia variedad de especímenes humanos; también los solitarios que buscan alguien con quien compartir la soledad, y que ha mucho que colocaron el listón de las apariencias a ras del suelo. Eso llegó a aconsejarle su madre, aquella mujer delgada y ojerosa, por otro entonces. Siempre tuvo ella, mientras estuvo razonablemente bien, esa veta de no sé qué... de profundidad, a decir de su hijo. De cómo no pertenecer a aquel lugar, ni a aquel tiempo rupestre, por decirlo de algún modo. Una mujer adelantada a su tiempo, eso es lo que era. Por lo menos, a aquel tiempo engarzado a aquel espacio que le tocó vivir. Pero luego también practicó con él, con su hijo, esa estulta tendencia a la traición gratuita, actuando como colaborador necesario ante los excesos despóticos sobre los lomos del niño que su padre repartía ordenadamente a lo largo del año sin motivo de peso aparente, sólo como “revisión” del buen funcionamiento familiar para toda la temporada. Tenía la señora, en fin, esa cierta doblez que tanto despistó a su hijo durante la niñez, característica de las madres un tanto ajenas, desafectas, neuróticas. Sólo que, con el tiempo, demostró ser algo más que una simple neurótica. Como fuera, ahora su madre no era más que un fantasma. Pero un fantasma que requería de sus cuidados, y eso le impedía irse a ninguna parte. Eso, claro, en el supuesto de que realmente quisiera hacerlo, cosa que no estaba clara en modo alguno. No: él quería crear algo, algo de la nada, a poder ser, artístico, o intelectual, y aquel retiro suyo resultaba ser un lugar más que adecuado para hacerlo. Un día se miró las manos y constató que, en el fondo de los pequeños surcos de sus anchos dedos, aún quedaba un rastro nítido de ese tono marrón que tanto le había costado despegar del resto de ellas; de todo su cuerpo, en realidad. Se desesperó al comprobar que tampoco con una aguja con la que rascara el curso de los pequeños cauces que el tiempo de labor agropecuaria había formado en sus dedos, aquel tono allí impreso se inmutaba. Dejó la aguja a un lado y separó las manazas de su rostro para observarlas mejor, y aterrorizado comprendió que aquellas monstruosas herramientas estaban concebidas para destripar terrones de tierra seca, reducir gorrinos cafres, acarrear sacos de grano. Se desplomó por un momento en el sillón, se cubrió el cráneo con las manos y las cerró sobre su cabello. Pero de allí salió un hombre renovado: el Salustio Fortes que se levantó de aquel asiento unos minutos después lo hizo erigido en otra cosa, en un hombre que había tomado una decisión. Una, además, fruto del razonamiento: si no podía alcanzar a elaborar las mieles de la poesía, no era por incapacidad o falta de sensibilidad, sino por la cantidad de años desaprovechados durante su primera juventud en los hostiles trabajos primarios; dicho de otro modo, lo que Salustio quería decirse es que el trabajo, o en su caso la actitud, hacen al hombre. De manera que comenzaría a hacer todo lo necesario para convertirse en poeta. Pocos días después, Salustio Fortes fue visto por el pueblo vestido de extrañas maneras. Muchos no sabían definirlo con tino, pero él sabía que llevaba las pintas de Oscar Wilde, a quien Salustio tenía en un pedestal del buen gusto literario desde que leyó el Retrato de Dorian Gray y lo vio en antiguas fotos impresas y supo algo de su vida. Claro que podría haber optado por un mayor recato en sus vestimentas (que mandó cortar en la capital), en sus modales y sus poses (se sentaba a la mesa en alguna de las cuatro o cinco terrazas del pueblo, se cruzaba de piernas y leía el periódico y, después, algún libro de poesía de la de antes), pero pensaba que la mejor manera de recuperar el tiempo perdido era andarse sin remilgos a la hora de meterse en la piel del poeta. Las semanas pasaron, los ojos de los lugareños se acostumbraron a la excéntrica figura vespertina de aquel paisano desviado, al que llegaron a ver como un souvenir que no venía mal para atraer el turismo rural. Sin embargo, Salustio escribía y escribía y su verso seguía sin tener esa impronta, ese pellizco, esa magia necesaria para decir aquellas cosas que el verbo común no puede abordar. Estuvo, desde luego, a punto de la desesperación, otra vez; pero decidió persistir gracias a un recuperado aprendizaje obtenido de sus largos años de trabajo en el campo: la perseverancia en el cuidado de los cultivos, de los cerdos, termina obteniendo sus frutos, amortizando inversiones y consiguiendo ganancias. Ahora, sólo se trataba de aplicar esa sabiduría a su nueva categoría de poeta maldito. La poesía en pura prosa sería su próxima incursión. Sumido en esa vida que, a fuer de improductiva empezó a sentir como disipada, en cierta ocasión, a solas en casa, volvió a mirarse las manos inabarcables, y a fe que no le importó en ese momento que aún se le notase el marrón tierra en el fondo de los surcos de sus dedos. Es más: plegó un poco esas manazas hasta dejarlas con la forma de un recipiente, y sintió como la necesidad de aferrar sendos pedazos de tierra; de tierra humedecida por el riego, roja y fértil como vientre de ratona. Un día, mientras Salustio defecaba, notó una especie de escozor ardiente en algún punto del recto. Miró las heces, pero allí no había rastro de sangre, sólo eran duras como piedra del camino. El recuerdo de aquel ardor, sin embargo, se le quedó adherido en la sesera, de manera que un rato después, cuando estaba sentado en su escritorio intentando dar forma al borrador de un soneto aprovechando que tenía el espíritu sellado con la lectura de Las flores del mal, le pareció sentir que el escozor se le repetía, sin motivo aparente en esta ocasión. Se removió sobre el acolchado de la silla para ver si surtía algún efecto, pero no. El escozor se tornó dolor abierto, como abierta en canal debía estar, pensaba, la úlcera que habría de tener en tan íntima parte de su cuerpo, que por escondida resultaba íntima también para él. Se levantó y revisó si había mojado de sangre su anticuado calzoncillo de algodón, pero ni rastro del líquido vital; de eso no. Los días se sucedían con Salustio entregado a su causa de frivolidad pueblerina, imprimiendo su figura de dandi en la retina del común, en la percepción del visitante eventual que se paraba a tomar un refrigerio en el bonito centro del pueblo antes de seguir con su camino. Y después, en casa, una vez había atendido las necesidades básicas de su madre, se aplicaba al verso, otra vez libre, que ahora le gustaba alternar con eso de la prosa interior, del diálogo interior, como se diga. Pero cada vez era menor su capacidad de concentración por culpa del dolor en el recto. A veces, por la mañana, tras el descanso nocturno, parecía remitir notablemente, incluso desaparecer por largo rato. Pero con el vaivén de la actividad, aquello remontaba con intensidad renovada, más doloroso de un dolor cáustico, como si hubieran arrojado jugo de limón sobre el epicentro desde el que después irradiaba hacia los lados en círculo, abarcando todos los ángulos, hasta un palmo desde el epicentro. Convencido de padecer algún mortífero mal, un cáncer de recto seguramente, acudió a urgencias, donde obligó a los facultativos a realizarle pruebas que hubieron de ir más allá de las estrictamente necesarias, tal era el grado del dolor que decía sentir. Hasta hubieron de internarlo durante un día entero en una de las escasas camas del pequeño hospital comarcal y aplicarle alguna dosis de analgésicos. Al día siguiente, ante la persistencia del dolor, que refería más extendido a partir del punto de origen una vez que le iba remitiendo el efecto de la medicación, lo trasladaron en ambulancia al hospital provincial, donde le realizaron pruebas añadidas que terminaron por apoyar las primeras observaciones: sin rastro alguno de enfermedad; es más, el paciente, según todos los datos, gozaba de un estado de salud excelente. La insistencia médica en su ausencia de enfermedad en aquella otra instancia hospitalaria, aún más seria que la anterior, hizo al parecer que el dolor remitiese en buena medida, lo suficiente como para darle el alta y regresarlo a casa. En los días que se siguieron, Salustio se mantuvo dolorido dentro de la mejoría. Decidió volver a salir al pueblo, a las terrazas, para seguir haciéndose poeta de afuera a adentro; incluso pensó en ponerse a escribir allí, ante todos, convirtiéndose en una especie de poeta público. Pero se vistió con su indumentaria con cierta desgana y aprensión ante la perseverancia de su mal de fondo, fuese el que fuese, porque los médicos, a la vista estaba, no habían dado con la cosa. Al levantar la pierna aquello, aquel punto medio gangrenado —tal y como él se lo imaginaba— que tenía a ambos lados del recto como a mitad de la longitud de este, volvía a escocerle notablemente. Se ve que, al unirse ambas partes por culpa de su postura forzada y hacer contacto, la adhesión de aquellas acideces provocaba que la quemazón se desatase. Importante resultaba no olvidar tomar los sobres de lactulosa que le habían recetado en el hospital para reblandecer las heces, único motivo verosímil que dieron los médicos a alguna eventual molestia que el paciente pudiera padecer en la zona referida; una molestia que, de todas formas, no debería traducirse en un dolor tan intenso. En la calle, a la mesa de la terraza donde se había sentado con precaución para no tentar a su dolencia, Salustio prescindió de cruzar las piernas esa vez. Volvió a notar a su alrededor alguna sonrisa furtiva, tal vez una mordacidad sobre su persona unos metros más allá. Pero él llevaba mucho tiempo vacunado contra todo eso y aún mucho más, cortesía de un carácter que siempre albergó cierta rareza; y eso concitó que, circunvalándolo, se adoptase una actitud risueña por parte de sus coterráneos. Ante semejante escenario, sacó Salustio su cuadernillo de notas y su elegante bolígrafo y se colocó en posición de escribir: era su manera de responder —aún con más excentricidad— al reto civilizatorio que aquellos pueblerinos —así lo asumía él— le planteaban. El problema de semejante afrenta (la que él profería al escribir delante de aquellos semianalfabetos), radicaba en que, en semejante tensión, sabiéndose en una pose, nada le salía del bolígrafo; ni tan siquiera el más facilón de los ripios. Decidió entonces que, antes de ponerse a garabatear sobre el papel cosas absurdas con tal de continuar con el paripé, más le valía dejarlo y adoptar la postura de un pensador elegante a la caza de ideas para escribir. De ese modo, se limitó a escribir un encabezamiento («poema desubicado», eso es lo que puso) para después echar hacia atrás su corpachón y adoptar una postura de pensador: cabeza erguida y ojos mirando abajo hacia la izquierda. Pero a aquel aparentar le faltaba algo, el toque definitivo: el cruce de piernas. Debía arriesgarse a pesar de que el mismo hecho de sentarse ya le había provocado cierta quemazón añadida. Así lo hizo. El dolor fue tanto, y tan punzante, como si alguien, alguno de aquellos gañanes, hubiera hurgado en sus laceraciones internas con uno de sus dedos duros y rasposos antes de echar sobre ellas, esta vez, un buen chorro de vinagre. Sin poder contenerse, se levantó, apoyándose en uno de los veladores, lo que le permitía permanecer en pie mientras, entre agudos gemidos de dolor, intentaba, ante los ojos de todos, separar, a través del pantalón, ambas fases del culo, con la esperanza de separar de esa forma las partes internas que tan profundo dolor le producían. Finalmente, ante tan excesiva tortura, no pudo menos que derrumbarse en el suelo para retorcerse a sus anchas. Alguien, el dueño del bar tal vez, llamó a la ambulancia. En la cama del hospital Salustio fue tratado con analgésicos, pero no tan fuertes como le dijeron. Conocedores de su reciente historial, decidieron indagar en su condición mental, de manera que, hasta cierto punto, juguetearon con el efecto placebo. Tal vez creyendo que en verdad le habían administrado morfina, el paciente notó mejoría, pero no remisión total. Un apaciguamiento, en todo caso, que le sirvió a Salustio para determinar mucho mejor el alcance de su dolor irradiado (antes, con el dolor intenso, le resultaba imposible notar dónde este había establecido su frontera). El resultado de su autoobservación fue demoledor: al menos eran ya palmo y medio los que aquel mal abarcaba, también hacia abajo, rodeándole hasta la parte alta de las piernas. Recordó en ese preciso momento aquella vez en la que un fuerte dolor en el pecho le hizo pensar en que padecía un problema cardíaco. Fue hacía muchos años, y todo quedó en que tenía burbujas de aire comprimido en los pulmones, nada grave. Aquello se pasó, pero el recuerdo de su molestia regresó a Salustio, que empezó a sentir otra vez aquel dolor olvidado que se le extendía por todo el tórax hasta hacerlo enmudecer. Y notó que el dolor le rodeaba, y que el que acababa de inaugurar arriba terminaría pronto por unirse al de abajo. Esto dio al traste con el experimento placébico de los médicos, que sufrieron en sus propios oídos los gritos de dolor endemoniado, que había regresado con más virulencia que nunca, y más extendido. La siguiente estación de Salustio fue la planta de psiquiatría del hospital provincial, donde fue derivado dado el carácter que los médicos de lo físico atribuían a su mal, y al cariz de gravedad que parecía estar tomando el asunto. Los psiquiatras trataron a su nuevo paciente con dosis importantes de ansiolíticos como inevitable primera medida ante su desesperación algésica. Más tarde le reducirían la dosis para tratar de comunicarse con él y decidir a qué tipo de desequilibrio se enfrentaban. Afortunadamente, Salustio salió de su sueño inducido totalmente relajado y sin dolor aparente, así que el psiquiatra tuvo el primer contacto racional con él. Nada relevante, empero, podría el amable lector deducir de ella, pero no dejaré de proponer la utilidad de una pincelada gruesa sobre lo esencial de la entrevista: no más que el doliente negó la posibilidad de recibir un tratamiento psicológico de fondo (¿era Salustio afín a su padre en eso de que la psicología era uno de esos inventos que generan problemas donde no los hay?), y que, en lo que concierne a sus insoportables accesos de dolor sin aparente causa: «no busque complicaciones, doctor. El dolor siempre está ahí, y siempre lo ha estado... sólo es necesario saber escucharlo». Para recibir temporalmente un tratamiento ambulatorio a base de fuertes ansiolíticos relajantes, hubo finalmente, no obstante, de comprometerse a visitar al psicólogo del hospital unos días después. De vuelta a casa, encontró a su madre en la de los vecinos más cercanos, que vivían a unos cien metros, y que habían encontrado a la mujer medio desnuda deambulando por el campo. «Tal vez tendré que ingresarla en algún centro, porque ahora también yo estoy enfermo», se defendió ante el solapado reproche de los vecinos. Mientras regresaba a casa con su madre, caminando, confirmó la presencia de un nuevo foco de dolor en la boca del estómago, que se intensificó al entrar en el hogar. Con toda la urgencia que fue capaz de aplicar, preparó una considerable cantidad de comida precocinada y la colocó dentro de la habitación de su madre, junto con tres buenos jarrones de agua, junto con ella misma. Después, cerró con llave el dormitorio de la anciana. Con las fuerzas que le quedaban (el dolor estomacal iba creciendo y ya se mezclaba con los otros dos, que se recuperaban a su vez del adormecimiento al que sus enemigos, los médicos, los habían tenido sometidos), salió a las inmediaciones de la vivienda con la bolsita que le habían despachado en la farmacia bajo prescripción facultativa, hizo un pequeño hoyo en el suelo con sus propias manos e introdujo en su interior la bolsita llena de ansiolíticos y antidepresivos. Con mano trémula, sacó un pequeño mechero del bolsillo y le prendió fuego. Se reincorporó como pudo, entró en su dormitorio, echó el cierre por dentro y, después de desnudarse por completo, se acostó. Un rato después, el dolor era ya insoportable. Invadía la mayor parte de su cuerpo: como había estado de rodillas mientras cavaba el hoyo y había utilizado sus manos para cavarlo, de sus rótulas y sus dedos emanaba en ese momento un dolor que recorría casi la totalidad de las respectivas extremidades. Recordó entonces una pequeña fase de su infancia en la que sufrió de cefaleas, de modo que empezó a sentir un leve dolor de cabeza, si bien casi imperceptible en un principio dada la aspereza de las dolencias precedentes, que cegaban todo lo demás. Las ganas de gritar, que se le apelmazaron en la garganta, hubieran tenido el camino libre, casi aislado en mitad del campo como vivía, pero él ya había tomado una decisión: atravesaría aquel calvario totalmente mudo; o, hablando más propiamente, se sumiría en él, pues no pensaba que aquello, aquel dolor furioso, fuese el camino a ninguna parte, sino más bien una estación de llegada. Había tomado esa decisión justo después de salir del hospital, sin saber por qué. Allí tumbado, el dolor invadía ya todo su cuerpo. Decidió mantener los ojos cerrados todo el tiempo para centrarse más en él. Notó que aún quedaba una renuncia que no había acometido: de vez en cuando, se retorcía para acompasar su sufrimiento. Decidió dejar de hacerlo. Se sumergiría en el suplicio con quietud y puro estoicismo. Transcurridas unas horas, Salustio yacía inerme. El mal campaba a sus anchas por su recinto privado, que era el cuerpo todo de su huésped, que se le hacía pequeño: si por él hubiera sido, se habría propagado por otro cuerpo, pero la única otra persona relativamente cercana era la madre, encerrada en la habitación de enfrente, y seguramente ni estaba dispuesta a albergarlo, porque su infamia era otra. De modo que aquello era algo exclusivamente suyo; él había sido el elegido, el único responsable de ser depositario de aquel dolor, que era el mayor dolor que habría nunca de haber sentido un hombre solo. De tanto soportar lo insoportable en tan total quietud y silencio que hubiera supuesto una entelequia para el más aguerrido estoico o incluso yaciente guerrero, Salustio alcanzó un estatus como portador del dolor que no se hubiera imaginado; no digamos propuesto: resultó que, en un momento dado, se dio cuenta de que el dolor había desaparecido. Una vez que se aseguró de su nueva condición, terminó por comprender el mecanismo que en él se estaba operando: al haber aprendido a residir en la cima paroxística del dolor, este había terminado por convertirse en soporte existencial natural, en plataforma aceptada por su cerebro como lecho primordial desde el que actuar. Y el resultado psíquico de ello fue que dejó de sentir dolor, porque al convertirse en su estatus natural el cerebro dejó de interpretarlo como amenaza. Ocurrió entonces que, recién estrenado su nuevo bienestar, embadurnado de sudor seco, ojeroso y pálido y empapado en orín como consecuencia de su calvario, Salustio sintió la repentina necesidad de asistir a su madre, de liberarla de su precipitado encierro, como si cuitas de muy distinta naturaleza hubieran ocupado súbitamente su corazón. Pero al intentar incorporarse el dolor regresó con tal fuerza, tan de golpe, que se sintió morir y volvió a derrumbarse en la cama. Tras alguna tentativa fallida más utilizando movimientos más suaves para moverse, supo descifrar del todo la situación: la analgesia sólo le asistía en estado de quietud; aún más: la inacción, además de física, había de ser mental, pues el menor indicio de pensamiento complejo, o de recuerdo sintiente, lo abocaba de nuevo al dolor insoportable; como si condición sine qua non para sobrevivir sin dolor fuese la vegetativización total. Él lo visualizó de una manera peculiar: le pareció como si su psiquis se hubiera sobrepuesto al dolor, cubriéndolo a cierta distancia, allí tumbado como estaba; de forma que sobre la cama estaba él, propiamente dicho; adherido a él, a su cuerpo, permanecía el dolor, del que le era imposible despojarse, y, por encima de ambos, digamos a un palmo, estaba esa “sábana psíquica” que había conseguido trascenderlos a los dos. Ahora bien: ocurría que, en el momento en que él, por debajo, se movía, su dolor anexionado lo hacía con él y tocaba, razonablemente, con su psiquis levitante, que como defecto principal tenía el de carecer del todo de plasticidad. Y ahí era que el dolor regresaba como una manada de búfalos. En cuanto al regreso del dolor con el pensamiento complejo, él lo atribuía al hecho de ser este punzante, lleno de aristas y, además, expansivo. Se comprenderá por tanto cómo una onda llena de navajas en su filo puede dañar fácilmente a la despegada membrana de su espíritu proyectado, provocando el regreso renovado del mal. Dos semanas más tarde, el rumor de una desgracia que, por otro lado, a pocos importaba, se había extendido por el pueblo: algo malo había ocurrido con los Fortes. En rigor, con el hijo, Salustio, el tipo extraño que se convirtió en una especie de finolis dizque con tendencias uranistas. Pero muy probablemente también, por extensión, con su madre, la viuda loca, incapaz de sostenerse por sí misma. El primero hacía tiempo que no lucía el tipo por el pueblo mirando a todo el mundo por encima del ojo. De la segunda, sus vecinos los Andrade habían dado fe de su abandono unas semanas atrás, cuando el hijo fue hospitalizado y la dejó de la mano de Dios. Y desde entonces, no la habían vuelto a ver salir por la zona de aparcelamiento, cosa que hacía casi a diario por un rato cuando el sol declinaba, para tomar el aire. Cuando la policía llegó a la casa de los Fortes, daban casi por hecho que nadie iba a abrirles la puerta. La situación pintaba mal: según sus pesquisas en el pueblo, ambos, madre e hijo, estaban como las maracas de Machín. «El uno por el otro, y la casa por barrer», le dijo uno de los agentes a un compañero, aprovechando el aspecto de dejadez que había adquirido la entrada. Llamaron al timbre y esperaron; alguien decidió hacerlo también con los nudillos. Gritaron el nombre de ambos, sin resultado. Justo cuando se disponían a echar la puerta abajo, sonó el cerrojo por detrás y la madre apareció. Su aspecto estaba muy mejorado, fresco; por primera vez en mucho tiempo se la veía con ropa limpia y hasta vistosa, floreada, en lugar de uno de esos camisones largos de los que no se despegaba durante toda la estación cálida. El aroma de la casa era también agradable, y una suerte de perfume se extendía sobre un aroma que pareciera algo así como de sopa, o quizá puré caliente. La mujer los recibió con normalidad, lo cual exigía cierto grado de extrañeza por ver allí a aquellos agentes de policía, algunos de los cuales, francamente sorprendidos, no supieron qué decir en un principio. Otro había con el colmillo más retorcido al que, por el contrario, todo aquello le resultó muy extraño, así que, sin el remilgo de sus compañeros, preguntó directa y un tanto desabridamente a la mujer dónde estaba su hijo. Como mejor respuesta, la madre los invitó a entrar para que ellos mismos pudieran verlo. Nada más entrar a mano derecha, los hizo pasar al dormitorio de su hijo, impecablemente ordenado y limpio. Sobre el lecho yacía Salustio, igualmente aseado, ataviado con un fino pijama asedado muy propio para esa época del año. Sobre la mesilla, un plato con puré templado. Ni los ojos movió el yaciente cuando los policías se acercaron a la cama, más que nada por el dolor que prestar atención a los asuntos externos le producía. «Ahora mi hijo necesita paz, mucha paz». Los agentes se miraron; sabían por sus indagaciones, por ser del propio pueblo alguno de ellos, que Fortes el joven no andaba bien a causa de fuertes dolores, amén de por la afección de los nervios, de los que el pueblo había sido testigo. Antes de irse, los custodios de la ley preguntaron a la señora por el motivo de su invisibilidad, testimoniada por los Andrade, sus vecinos más cercanos, a lo que adujo que llevaba tiempo saliendo al aparcelamiento sólo por la parte de detrás para acceder al huerto en el que estaba trabajando, el que su hijo dejó abandonado cuando le dio por eso de la literatura. Del estado de su propia mejoría sobre el que un agente le preguntó con delicada curiosidad, la mujer se limitó a sonreír: «lo cierto es que tanto mi pequeño como yo nunca habíamos estado mejor».
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GRACIAS Yo soy el pan de vida; quien se ofrece a mí, no volverá a tener hambre. JUAN 6:35 Biblia de Lutero, 1933 El aliento helado se multiplica en la boca de los perros y los hombres. Hay la masa corriendo en el barro, el roce de los harapos, los quejidos del cansancio también, avivados por los ladridos que se imponen al caos. Sobre el edificio de la entrada, el reloj marca las cuatro y diecinueve. Los reflectores queman los restos de nieve a sus pies. —Apúrense —grita un guardia en el perímetro. La masa se rearma en oleadas: la primera línea; después, la segunda y así, de diez en fondo, componiendo filas de presos que empujan hacia atrás el desorden. Una de las olas echa a un infeliz de cara al barro; los que aún se organizan solo miran hacia adelante. Quiere pararse, patina, cae, lo intenta de nuevo. A pocos metros, un guardia lo anima: —Arriba, imbécil. El perro del guardia corcovea y ladra queriendo atacar al caído; el guardia lo ceba tirando de la correa, hace amagues de soltarlo, lo hace jadear. Hay un silbido largo que viene del este, de uno de los trenes, y otro silbido. Unas manos sujetan al hombre en el suelo y lo arrastran a la fila. Quien lo salva le hace un espacio junto a él, a pesar de la queja de los presos que no quieren ceder su lugar, menos a ese infeliz. Alguien a la izquierda murmura, en alemán, saquen al marica, y la voz se ahoga en el ruido de la formación. El caído se limpia la cara con la manga. Al abrir los ojos, ve los lentes redondos de quien lo acaba de asistir reverberando trozos de luz de los reflectores, y también, su insignia: la estrella bicolor de los presos políticos judíos, con una U cosida en el centro. Le da las gracias en húngaro, el idioma de su salvador. Después, la formación es el silencio. Una hora y media bajo un cielo como una fosa. Al conteo inicial junto a las barracas le sigue otro en la plaza de revista (un pequeño error en la contabilidad provoca su reinicio perentorio), y los ejercicios para mantenerlos en forma: los bastonazos en la espalda para mejorar la postura, que los jefes de bloque reparten tenazmente, y en la cabeza para quitarse todos, en un solo acto sincronizado, las gorras. Los tiritones imprudentes, las toses de cualquier tipo también tienen su premio. Casi nunca es rancio el olor a esa hora si se está afuera: huele a hielo y a barro y a cordero asado, que jamás les dan para comer. Comienza a nevar en copos pesados y grises. A las seis suena el silbato de los guardias y se abre la reja. Las filas de presos de diez en diez se rearman en columnas de a dos que inician la marcha; los hombres cruzan la entrada. Forjado en la puerta de hierro, el lema Jedem das Seine, «A cada uno lo suyo», los despide y los separa: el salvador, a la fábrica de municiones, más allá del crematorio; el caído, a la cantera. La segunda vez, se ven en la puerta de una barraca. Todavía no anochece, aunque el cielo está cenizo; tampoco suenan aún los silbatos para encerrarse. Se reconocen y se saludan con un asentimiento. El caído se acerca, mientras el salvador se sacude unas esquirlas de carbón del saco; aún con la luz decreciente, se ve clara la insignia del caído: un triángulo de un rosa gastado, el de los homosexuales, bajo la barra de los reincidentes. Intercambian algunas palabras cordiales que rompen la monotonía del alambrado y el cerco eléctrico y las torres de vigilancia, para olvidar que afuera no hay nada, advierte el caído en húngaro. A pesar del extraño comentario, el salvador asiente; luego, sobrevienen los recuerdos someros, por civilidad. El caído le cuenta que era de Leipzig y bibliotecario en su universidad; ambas cosas le son ahora ajenas, como si repitiera la biografía de alguien más. Algo más parco en sus modos, el salvador dice de sí mismo que es un sin destino: desde Budapest lo deportaron a Auschwitz y, unos meses después, aquí. Llegó hace días y a nadie dejó atrás. Tenía un puesto de supervisor, inventariando los bienes en el gueto para la Zsidó Tanács, el Consejo Central Judío. Nunca había participado en política; su nombre, igualmente, apareció en una lista. Parias menores, dice el caído en húngaro. El salvador le pregunta por qué se esmera en hablar un idioma que no es el suyo, aunque lo hable con tanto refinamiento. Al caído le avergüenzan sus compatriotas: solo habla alemán si no queda más remedio. Se disculpa, un poco en broma, por no ser un Übermensch, para mal de su familia. El salvador no entiende a qué se refiere. El caído le dice que antes de ser un número era un Oehler, emparentado con Nietzsche, por el lado materno. Quizás estuviera al tanto de las teorías del filósofo. El salvador dice que no; su quehacer en el gueto de Budapest pendulaba entre contabilizar los bienes de otros y estudiar la Torah, y ahora... Pero no termina la frase. El caído le quita importancia: lo más interesante de Nietzsche era su sentido del humor, dice, más cuando se burlaba de los alemanes y sus pretensiones. El salvador solo persigue el movimiento de los labios del caído, el arco de las cejas, tan rubias que son blanquecinas, la tersura de las mejillas, donde la barba no acaba nunca de nacer. Y el húngaro, dónde lo aprendió, le pregunta. De un amigo muy querido, dice el caído, en la época de universidad, y no vuelve al tema. Herramientas lingüísticas no le faltan: sabe también un poco de italiano (le sirve con los españoles, eso cree), un francés más bien oxidado, que aprendió en la Realschule, y algo de polaco. El humor del caído se cuela en los momentos más crudos de la charla y el salvador responde con su aliento discontinuo, como una risa afónica que no tiene cabida en los labios. El cielo gris se va poniendo negro y empezará a irradiar el fulgor del crematorio. Algunos presos pasan junto a ellos y los miran. El salvador tiende ahora a callar; le cuesta sostener la mirada del otro, se acomoda los lentes. Poco antes de que suenen los silbatos, se despiden. El caído nota en el furtivo apretón de manos la virilidad de su salvador, quizás un poco exagerada. Un hombre detiene al salvador cerca del bloque de los soviéticos, en uno de los vértices de la plaza de revista. Es un capo. El salvador lo saluda con frialdad, pero el otro no responde de igual modo: gesticula sin preocuparse por las formalidades y sonríe con picardía, como si supiera un chiste verde que no pudiera evitar contar. Le habla en un pastiche de eslovaco, un húngaro cavernario y algunas palabras sueltas en alemán. Entiendes lo que digo, le pregunta al salvador. El salvador mueve la palma de su mano como un balancín. El capo le dice que lo acompañe; lo toma del brazo como a un anciano y lo hace andar. En el campo hay orden, dice el capo en eslovaco, con tono confidente, cada quien tiene su lugar, entiendes. La última palabra la dice en húngaro, y no es una pregunta, pero le quita severidad con un guiño. El paso al que lo lleva el capo tiene la calma de un paseo al atardecer, pero alrededor de la plaza de revista, ante la mirada indiferente de los guardias y los perros. Sabes de qué vivía antes de todo esto, pregunta el capo. El salvador observa la punta de sus zapatos, como si calculara la hondura de su próxima huella para no patinar en la nieve. De apuestas vivía, dice el capo, en Mierová. No creo que conozcas, dice y chasquea la lengua, no va contigo. Desde la puerta de una barraca sobrevienen los silbidos burlones de un grupo de presos: diez o doce exsoldados que hablan fuerte en ruso y rematan las frases con carcajadas. El salvador no sabe lo que dicen, pero los entiende. El capo también: les guiña un ojo a los soviéticos y le pasa un brazo por el hombro al salvador, que no hace nada por quitárselo de encima. Los exsoldados silban, se ríen, otra vez. Barrio difícil para cobrar apuestas, Mierová, dice el capo volviendo a su relato, pero lo bueno en mi rubro es que no falta quién me tienda una mano. Entiendes, dice en húngaro, sin preguntarlo. El salvador asiente. Y aquí soy capo, dice el hombre, haciendo un gesto que abarca parte del campo, y hago cosas de capo, como mantener el orden, por ejemplo. Y tú, le dice, dándole pequeños golpes en el pecho con la palma de la mano, debes hacer lo que hacen los judíos: respetar a los superiores y servir. Y después, están los maricas, que..., dice y redobla sus muecas de picardía, bueno, no necesito decirte qué hacen o sí. El capo detiene la caminata y fuerza al salvador a enfrentarlo; lo mira a los ojos, le quita los lentes. El salvador se mantiene inmutable, aun con la vista achinada y una ligera inclinación para ajustar su equilibrio. Te lo digo porque somos amigos, aclara el capo y echa vaho a los vidrios antes de limpiarlos en su chaleco. Cuídate de los maricas, le dice, no te les acerques: se te puede pegar el olor... El hombre murmura algo en su idioma natal, como si ensayara las palabras antes de repetirlas en su húngaro rústico: y los perros te pueden confundir con un marica. No quieras imaginarte de lo que son capaces. Entonces, le calza los lentes sobre la nariz. De un amigo a otro, dice el capo, ahora en alemán, estás avisado. Lo dice sin perder su sonrisa animada, como una despedida, y se aleja. Acostumbrando la vista, el salvador no nota que el capo acaba de dejarlo bajo el reloj de la entrada. Desde la reja de hierro, el grito de un guardia lo despierta: —¿Qué haces, judío? —Lo apunta con su ametralladora—. Circula. Como si quisiera evitar una bala rasante, el salvador agacha la cabeza y se encamina apurado a su barraca. El caído friega los tablones de una letrina, y el salvador lo observa, apoyado en el largo lavatorio. No importa cuánta agua y jabón se use, es el invierno el que hace apenas respirable el aire en el bloque de los baños. El caído le explica que son labores para presos de su condición, también la cantera, pero no es que todo preso de la cantera sea homo, aclara; ahí, hay de cualquier categoría. Limpiar las letrinas sí que es exclusivo, y atender a oficiales y capos deseosos por probar vicios nuevos o darle desagote a los conocidos. Una falla en el sistema de montaje de la fábrica ha devuelto al salvador y a otros presos un par de horas antes a las barracas. Le asombró un poco encontrar al caído arrodillado en un charco de espuma turbia. Este le sonrió en el saludo, de un modo que revelaba sincera alegría, como de haberse topado con un viejo amigo. El salvador, con la mirada esquiva tras los lentes, se veía incómodo. El otro le preguntó si era por él. No, claro que no, dijo el salvador antes de meterse en uno de los cubículos. Cuando terminó, se quedó escuchando al caído, que parecía tener siempre algo para contar. Es habitual que los baños estén vacíos a esa hora, cuando los presos están en faena, dice el caído. A veces, viene algún guardia, o más de uno, para que los satisfaga el preso a quien le toque limpiar. Los afeminados son los que peor la pasan, dice, se ensañan con ellos, terminan muertos a golpes. El salvador le pregunta si le ha pasado algo así. En la cantera, dice el caído, no por sexo, por hablar con presos de otra jerarquía, y son los mismos presos los que castigan el atrevimiento. Se incorpora para lanzar al lavatorio el agua sucia del balde. Junto al salvador, le pregunta por qué sigue ahí, por qué no va a descansar en las barracas. Este responde casi sin pensarlo: por él, por su compañía. El caído sonríe, pero no hace ninguna tentativa. Quedan como detenidos ambos, lado a lado, respirando calladamente para no romper el instante; desde afuera provienen los sonidos rutinarios de la prisión, algún ladrido, el traqueteo de un tren que se aleja. Es el salvador quien rompe la inercia: toma por el mentón al caído y lo besa. La madrugada predice un día diáfano de diciembre. Les daría vértigo ver tantas estrellas si pudieran levantar la cabeza, pero miran al frente, a la puerta, y solo los perros y los guardias les devuelven la mirada. Alguien en la cuarta fila o la quinta se queja. Es más bien un gemido apagado, pero el salvador y el caído pueden oírlo. Desde hace más de dos semanas que forman juntos, aunque desde la mañana de ayer no se ven. Expuesta a los reflectores, el salvador advierte las heridas en la nariz y los labios del caído, la contractura de la espalda que no deja de doler. Su cuerpo, hambreado y, quizás, con rastros de disentería, luce cetrino. No es eso, sino los ojos los que cargan su suerte: tiene la mirada de los vencidos. Sobre la nieve de la plaza resuena quebradizo el paso de las botas y unos cascos: el teniente, montado en su alazán, acecha en abanico la formación. Pocas veces está presente en los conteos, pero su presencia no significa nada en particular. A mitad de camino, se detiene y se yergue sobre los estribos para observar a alguien entre la masa. Su sombra, a contraluz, se expande por sobre los presos y choca, al fondo, con el muro de una barraca. El gemido es un llanto sordo hacia su izquierda, pero no es lo que parece buscar. Se sienta en la montura, apunta con el mentón a los jefes de bloque y pica al caballo con la fusta. Comienza el conteo. El salvador mete la mano en el bolsillo de su pantalón y saca un pedazo de pan negro; quiere que el caído lo tome. Este se lo queda viendo en la penumbra sin poder descifrar qué es y, casi al instante, vuelve la atención a los guardias. El llanto es más audible ahora, interrumpido por el ruido entrecortado al sorber. El teniente detiene la cabalgata a la altura de la quinta fila. El caído, sin mirar el pan, lo empuja hacia el salvador; este sacude su mano, insistente. Un perro gruñe en el borde de la fila incitado por un guardia. El caído se apura a cubrir con su mano el pedazo de pan y acaricia los dedos de su salvador. Después, se guarda el pan en su saco. El teniente señala a alguien con la fusta. —Fuera de la fila —dice un sargento, pero no espera que se cumpla la orden: se sumerge en la formación y saca a un preso a la rastra. El preso cae de rodillas a los pies del caballo. Ya no se reprime: su queja lastimosa se eleva hacia el teniente, se toma la cabeza pidiendo perdón. El teniente inspira hondo, como un dios fatigado de escuchar. El preso tartamudea en polaco y se arrastra para aferrarse a la bota del teniente. Antes de que pueda tocarla, el sargento lo agarra de la solapa y lo tira hacia atrás. —¡Ni se te ocurra! —dice y le encaja una trompada en el pómulo. El preso trata de incorporarse y recibe una patada en el estómago que lo echa como un escombro. Con la voz agónica del resuello, habla de zapatos, que no puede marchar sin zapatos, dice. Donde los trapos viejos no alcanzan a vendar los pies, las quemaduras del hielo se propagan en placas de piel muerta que relucen como mica ante la luz. El teniente observa al preso como a un trámite, gira su alazán y lo pica, alejándose. El sargento le grita algo al preso hecho un ovillo sobre la nieve. Un instante después, llega el estampido de un balazo. Mientras se acomodan la ropa, el salvador le pregunta por los moretones en el costado. Los rozó cuando buscaba su pecho, brotada la piel como marcas de un leopardo tras la camisa a medio abrir, y sintió la molestia del caído al tacto. Los trabajos del campo son apenas un eco ahí, en la última letrina del bloque de baños más lejano. El caído no le da gran valor; cucardas del oficio, las llama. Al salvador le molesta su reposado estoicismo, se lo dice acomodándose los lentes con un dedo, no entiende el sentido de ver cada piedra levantada, cada espasmo de hambre, cada patada en las costillas como un instrumento de superación. El caído sonríe, le acaricia la mejilla. Un preso abre la puerta del bloque, los ve y no los saluda. Avejentado por la enfermedad o los años, arrastra el viento detrás de él y la luz que merma y los estertores de la disentería; se mete en una de las letrinas. Ambos permanecen en silencio el tiempo que el preso viejo está allí. Con la excusa de acomodarse la ropa, evitan seguirse con la mirada, pero en cuanto el salvador se pone el saco, el caído se acerca a repasarle el doblez del cuello. Fuera ya de la letrina, el preso viejo se detiene a observarlos entre curioso y asqueado, y abre la puerta del bloque como quien huye de una mala función. Algo murmura, pero no lo escuchan. El salvador se pone la gorra. No tenemos la esperanza de volver a una familia que no tenemos, dice el caído, cerrándose el chaleco. Nos queda tratar con el miedo, por eso nos buscamos, dice, señalándose y señalándolo. El salvador le responde que no cree que la desesperación tenga que ver con ese espíritu suyo, la del caído. Que el desespero tiene otra cara: se parece a la angustia y a la tristeza, y a la rutina estoica de la marcha en la nieve y las mismas piedras por cargar sin levantar la cabeza ante nadie, pero no su sentido del humor y esa energía inusual de hace un momento. El caído sonríe enternecido. Lo que dices es melancólico y poético, comenta el caído, y un pastoso cliché. Y aunque tenga algo de cierto, no hay espacio para más que capear la soledad un rato. Que se equivoca, le dice el salvador, sin ofenderse, acomodándole también el saco y repasándole las solapas. Aunque sea solo yo el que lo tiene claro, dice el salvador, te equivocas. Fuera del edificio, dos presos quitan la nieve de la senda de acceso. Ni se retrasan ni se apuran: son precisos en alternar los golpes de pala y en lanzar la carga en las carretillas. —Los moros —dice el teniente al otro lado de la ventana. Apunta a los presos con la taza en su mano y se les queda mirando, cautivado por su sincronicidad. Entonces, aclara—: Las figuras mecánicas del reloj de San Marco. Desde el pasillo central, a sus espaldas, un rumor de tacos que se alejan y una puerta que se cierra. Ahora, el teniente se esmera en atizar la leña de la salamandra en un rincón y retorna a la cabecera de la mesa. —Los moros, los llaman —dice, hojeando los folios de un expediente—. Se supone que son pastores que tocan la campana, pero de cerca son mendigos con piel de cordero. —Y levanta la mirada—: ¿Ha estado en Piazza San Marco? El salvador dice que no. Está sentado en la otra punta de la mesa, delante de un plato con una weisswurst y una papa humeante. No deja de observar la comida, que tampoco toca. Y a pesar de los olores invitantes, siente que algo apesta en la habitación, a animal y a óxido. El teniente toma un sorbo de café. —Lamento que sea cerdo —dice—. ¿Tiene hambre? No hay ruidos en esta parte del campo, más allá de las teclas de una máquina de escribir o alguna frase ampulosa. Tampoco son indeseables las palas que raspan el suelo como pájaros de invierno o, en primavera, los almuerzos de camaradería. Siquiera los disparos, que son apenas un crujir de ramas. —Solo para estar seguro —dice el teniente y golpetea con un dedo los papeles sobre la mesa—: si remito esta información a Budapest, ¿encontrarán los bienes que escondió su Judenrat (1)? El salvador asiente con lentitud, pero sin duda. El teniente lo mira con los ojos bien abiertos, como si viera a través de él. —Esperaba más avidez de su parte, querer tan poco... —dice con aparente decepción, que enseguida diluye en el protocolo—: Bien, sabrá de su pedido cuando haya respuesta de Budapest. Ante el plato de comida y el olor del café y el Acqua di Parma que el teniente desprende casi con cada movimiento, el salvador nota que el que apesta es él, solo él. No es tanto la viscosidad de la roña como el cargar, casi literalmente, la guerra en los hombros. Se lo dijo el caído en los baños. En el abrazo furtivo le describió el olor de quien faena las municiones: virutas de latón militar, picor de carbón y azufre. Lo del carbón sí puede confirmarlo el salvador, porque es un tizne en la lengua y los dientes que cruje cuando mastica. —Por su ayuda, mantendrá por ahora los privilegios. —El teniente señala la estrella bicolor—. No queremos tener que cambiar ese bonito triángulo rojo por uno rosa, y mandarlo a la cantera. Un instante después, se aproxima de nuevo a la ventana; los dos presos palean los últimos restos de nieve del acceso. La seña piadosa de su mano va a la par con su orden: —Coma, que se enfría. Se reúnen al anochecer, el caído y el salvador, en un callejón entre barracas. Creen estar solos; la mayoría de los presos rehúye el frío o dormita en los catres. Hacia el norte, se extienden cien metros de llano hasta el cerco electrificado y las torres de vigilancia. No saben si los guardias los observan. El caído se pega al cuerpo del salvador y le da un beso; entrelaza los brazos en su espalda, por debajo del saco. Le pregunta si quiere ir a los baños para estar más tranquilos. Sin ser brusco, el salvador dice que no y lo aleja de sí. El caído no evita su extrañeza. Miran de pronto hacia la esquina de la barraca, de donde surgen unos pasos: un grupo de presos con picos y palas cruza el callejón, a unos quince metros, y se pierde más adelante. Nunca se sabe con las cuadrillas si van o vuelven. El salvador retrocede hacia el muro; cree que los descubrieron. Dice que hay ojos por todas partes. El caído hace un gesto que no alcanza a ser sonrisa. Todo el campo es un gran ojo que observa, dice, por si no se dio cuenta, una Historia del ojo, pero escrita por Sacher-Masoch, y ellos son los amantes bajo la fusta. Un disparo suena al noroeste, hacia el bloque de los niños. La misma dirección que tomó la cuadrilla. Alguien juega con la suerte, dice el caído, mirando al salvador. Un guardia y su perro patrullan la línea del alambrado en sentido contrario; ninguno se gira para ver la causa del disparo. El caído le pregunta si tiene vergüenza de lo que hacen. No sería la primera vez en toparse con un arrepentido. El salvador solo mira a un lado y otro. Si tiene miedo de los guardias, dice el caído, olvídate: para ellos, somos todos iguales. El salvador dice que no son ellos. Entonces, es por los tuyos tu miedo, confirma el caído, y le pregunta, tocándose su propio triángulo rosa, si sabe que eso de las insignias es para dividirlos. El salvador sigue en silencio. Decías que me equivocaba, que no era desesperación; parecía no importarte que se supiera, y ahora..., dice el caído, desconcertado, acercándose a él. —Sepárense —decreta el guardia que patrulla el cerco. Está detenido junto al perro al borde del llano, a unos treinta metros, la ametralladora colgando del hombro. En cuanto cumplen la orden, el guardia se aleja, pero tarda en desaparecer del rango de visión. El salvador aprovecha para hacer distancia entre ambos. Y vas a desperdiciar esto, pregunta el caído. Quién sabe cuánto estaremos. Dios da, Dios quita, dice el salvador, que aún ve en la cara del caído las huellas de la golpiza que le dieron unos presos en la cantera. El caído le dice que no sea estúpido, que recitar a Job no lo va a salvar del desprecio de los suyos ni de lo que le toque mañana. El salvador le da la espalda y enfila hacia su barraca. Gracias por el pan, le dice el caído, destemplada la voz, aguda casi, como el chasquido de un látigo. El resultado de la confiscación en Budapest llega a manos del teniente en la forma de un telegrama: poco más de un renglón, incluida la firma de la comandancia. De inmediato, cursa la orden a su asistente para registrar los cambios en la lista de trabajadores, con carácter efectivo desde el próximo conteo matutino, e informar de los detalles al jefe de bloque. La mañana del cambio, el conteo es de rutina. A las seis en punto suenan los tres silbatos y las filas de presos se rearman en las columnas que cruzarán la puerta. El jefe de bloque mira su lista. —Prisionero 92634, preséntese —dice. El caído levanta la mano y sale de una de las columnas para formarse delante del jefe. Este lo mira y da visto bueno en la lista. —A fábrica de municiones —dice. El caído responde un sí, jefe, y vuelve corriendo a la columna. Cuatro puestos más atrás, el salvador respira satisfecho. Suenan los silbatos y la columna inicia la marcha. La puerta de hierro que los separaba ahora los une. De la entrada parte el camino hacia la estación de trenes y un vértice de la fábrica de municiones. Más adelante se desvía hacia la derecha y sigue paralelo los muros de la fábrica hacia Weimar. Justo en el desvío, una cuadrilla ha cavado una zanja nueva. Al acercase, el sargento hace sonar su silbato y detiene la columna. A pesar de la nieve, huele a podrido. Dos soldados sacan de la fila al salvador y al caído y los empujan hacia el borde de la zanja. Entre los cadáveres en pila y una primera capa de nieve, un chico los mira desde el vacío, asoma su lengua negra como una burla. Los alinean lado a lado. El espanto en los ojos del salvador encuentra su reflejo en la resignación del caído. Podrían extender las manos y tocarse, pero el sargento ya está detrás del primero. —El teniente agradece sus servicios —dice y dispara. (1) En alemán, «Consejo Judío».
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FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CANO GAVIRIA, RICARDO CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ, JUARJO GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONDRAGÓN, ISABEL MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PAGOLA FERNÁNDEZ, ALFONSO PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHIAPPACASSE, GUIDO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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