ESCRUTINIO DEL CURA Y EL BARBERO
RESEÑAS ATEMPORALES PARA LIBROS DESCOMUNALES
WILLIAM HAZLITT. PERSONAJES DE SHAKESPEARE (Cátedra, Madrid, 2024) por MARIBEL SOLA La tarde es calurosa. Dejo el libro que acabo de terminar sobre la mesa de la cafetería: Personajes de Shakespeare [Characters of Shakespeare’s plays], de William Hazlitt, edición de Cátedra con traducción e introducción de Javier Alcoriza. Diría que, en él, más allá de volver a visitar las archiconocidas obras, somos atravesados por el alma humana en todas y cada una de sus realidades. Para ello, hay que tener en cuenta, como se explica en la introducción, la peculiar aproximación del autor a la literatura y a la vida, de la que por nada quería apartarse. Y es que la particular forma en la que Hazlitt entendía la lectura le llevaba, en palabras de Alcoriza, a que la poesía estableciera una relación de la mente con la naturaleza para la que no eran precisos mediadores. Justamente por ese motivo, consideraba a Shakespeare como el creador sublime de personajes tan reales que, por un lado, no podrían hablar o comportarse de forma distinta a como lo hacen en sus obras y, por otro, era capaz de convertir al lector, con sus miedos, sus deseos y sus pasiones, en los propios personajes. Hazlitt nos los ofrece desvelados, los contrapone y resalta sus características, nos muestra, con mirada certera, cómo desde la dispersión y la casualidad se configura la catástrofe; y va analizando los impulsos que Shakespeare perfila para dibujar lo que Ben Johnson llamaba la «esfera de la humanidad»: egoísmo, misantropía, hipocresía; venganza, traición, desprecio; hastío, indiferencia, frialdad; pero también ternura, profundidad, amor; honestidad, justicia, compasión; juventud, humor; locura, voluptuosidad, exuberancia... De este modo, la lectura de Hazlitt es un continuo preguntarse por la naturaleza humana en general y la propia en particular. Un ir armando las respuestas al contemplarnos en el espejo shakesperiano, que no interpretará la realidad, sino que, simplemente, la colocará frente a nuestros ojos para que no podamos hacer otra cosa salvo juzgarla por nosotros mismos. Me quedo mirando con atención. Con la mano izquierda sostiene las carnes rebosantes de su pequeño. Con la derecha, el móvil. La expresión del rostro es de enfado. Al otro lado de la línea alguien no ha hecho o no comprende o no está a la altura. Ella sabe lo tierno que es amar al bebé que mama, pero en ese instante poco importa que le haya arrancado su pezón de las blancas encías: si no se resuelve esa misma tarde el problema, va a perder mucho dinero. Lady Macbeth esconde su seno, coloca a su contrariado hijo en el carrito, enciende un cigarrillo y, dando órdenes, se aleja presurosa por la plaza. A unos cuantos pasos a mi derecha, un hombre increpa al mantero que vende abalorios al sol justo antes de que alguien silbe. No he conseguido saber el motivo de la discusión. En un abrir y cerrar de ojos han desaparecido bolsos y abanicos. Sobre el suelo sólo queda ya la oblonga sombra de Yago, que se vuelve satisfecho mientras abraza sonriente a su esposa. Él no es el que es. Pienso que la humanidad tendría que devorarse a sí misma como los monstruos de los abismos; sin embargo, un poco más allá, todo a un tiempo, atisbo a Cordelia empujando amable la silla de ruedas de su malencarado padre, a Cleopatra con paso seguro descubriendo nuevos cielos y nuevas tierras, y a Mercucio que, con sus bromas, le ha tirado al suelo a su sobrina la bola de helado de fresa que acababa de comprarle.
Es tarde. De camino a casa, escucho en la radio del coche la entrevista a algún político. Pese a su nefasta gestión mientras estuvo en el poder, Coriolano no acepta haber perdido las elecciones y está furioso. Decía William Hazlitt que la historia de la humanidad es un romance, una máscara, una tragedia, construida sobre los principios de la “justicia poética”. Decía que la tragedia crea un equilibrio de los afectos, que nos hace espectadores reflexivos en las listas de la vida. Decía también que la fantasía de Shakespeare prestó palabras e imágenes a la sensibilidad más refinada de la naturaleza, que luchaba por expresarse. Decía: sus descripciones son idénticas a las cosas mismas, vistas a través del hermoso medio de la pasión. Es precisamente por eso por lo que, en su obra, comprendemos perfectamente que la palabra de Shakespeare es un vehículo hacia el sonido primordial; no hacia el prestigio social, la satisfacción de los placeres o los torneos dialécticos, sino hacia la necesidad de establecer un nexo con lo esencial, con la naturaleza misma, con la representación tragicómica de esta tarde en la plaza. Ya en la cama recuerdo un fragmento de La tempestad del que Hazlitt dice que no es más bello que verdadero. Me digo: Tranquilízate. La isla está llena de rumores, de sonidos, de dulces aires que deleitan y no hacen daño. A veces un millar de instrumentos bulliciosos resuena en mis oídos y a instantes son voces que, si a la sazón me ha despertado después de un largo sueño, me hacen dormir nuevamente. Y entonces, soñando, diría que se entreabren las nubes y despliegan a mi vista magnificencias prontas a llover sobre mí; a tal punto, cuando me despierto, ¡lloro por llorar todavía! El día ha sido extraño. Apago la luz. Ariel aún me susurra: bebo el aire delante de mí.
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ESCRUTINIO DEL CURA Y EL BARBEROEl Coloquio de los Perros.
Revista de Literatura. ISSN 1578-0856 Archivos
Diciembre 2024
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